NO ES CARIDAD, ES DERECHO: EL PUEBLO PAGA Y EL PUEBLO MERECE DIGNIDAD.
POR: MSc. JOSÉ ISRAEL VENTUR.
INTRODUCCIÓN
Uno de los daños más profundos que ha causado la
dominación histórica en nuestras sociedades no ha sido únicamente la pobreza
material, sino la naturalización de la indignidad. Durante generaciones se le
enseñó al pueblo que debía conformarse con lo peor, agradecer las migajas y
asumir como destino inevitable la precariedad de los servicios públicos.
Esa pedagogía del desprecio caló tan hondo que hoy no
solo sobrevive en las élites tradicionales, sino que es reproducida —de forma
alarmante— por sectores que se autodenominan progresistas o revolucionarios.
Cuando se cuestiona la construcción de hospitales
modernos, mercados dignos o espacios públicos de calidad con el argumento de
que “los pobres no los necesitan” o “no los usarán”, no estamos ante una
crítica técnica ni financiera, sino ante una posición ideológica profundamente
clasista. Más grave aún: una postura que niega al pueblo su derecho a la
dignidad, olvidando deliberadamente que esas obras no son regalos del poder,
sino fruto directo de los impuestos que el propio pueblo paga.
Desde esta perspectiva, el debate deja de ser económico y
se convierte en un problema ético, político y moral.
LA PEDAGOGÍA HISTÓRICA DEL DESPRECIO: CUANDO LA POBREZA SE
CONVIERTE EN DESTINO IMPUESTO
Durante décadas —y en realidad durante siglos— se ha
construido en nuestra sociedad una pedagogía silenciosa pero persistente: la
pedagogía del desprecio hacia lo público y, por extensión, hacia los pobres. No
es una casualidad ni un error individual. Es una construcción histórica
profundamente ideológica que ha logrado algo todavía más grave que la
explotación económica: la normalización de la inferioridad por parte de los
sectores populares.
La reflexión que da origen a este comentario expone con
crudeza una realidad cotidiana: la normalización de la idea de que lo mejor no
es para el pobre. Que los grandes mercados no son para él. Que los hospitales
modernos no son para él. Que los parques, espacios públicos y obras de calidad
no son para él. Y lo más alarmante: que esta concepción no solo proviene de las
élites tradicionales, sino que es reproducida por militantes y supuestos
líderes que se autodefinen como “revolucionarios”.
Aquí se revela una de las contradicciones más profundas
del discurso político contemporáneo: la izquierda que termina justificando la
pobreza en nombre de un falso realismo social. Cuando se afirma que los pobres
“no van a esos mercados” o “no llegan a esos hospitales”, no se está describiendo
una realidad objetiva; se está legitimando una exclusión histórica y
naturalizando una desigualdad que debería ser combatida, no administrada.
LAS OBRAS PÚBLICAS NO SON REGALOS: SON DERECHOS
FINANCIADOS POR EL PUEBLO.
Hay un punto que suele omitirse de manera deliberada en
este tipo de discursos: los hospitales, mercados, parques, carreteras y toda la
infraestructura pública no provienen del bolsillo de los ricos, ni de la buena
voluntad de ninguna élite económica. Provienen de los impuestos que paga el
pueblo, directa o indirectamente, todos los días.
El trabajador que compra alimentos y paga IVA, el pequeño
comerciante, el asalariado, el campesino, la vendedora informal, todos
contribuyen al financiamiento del Estado. Por tanto, cuando el Estado invierte
en obras públicas, no está haciendo caridad, está devolviendo al pueblo una
parte de lo que el propio pueblo ha aportado.
Decir que los pobres no necesitan hospitales modernos o
mercados dignos equivale a afirmar que no tienen derecho a recibir servicios de
calidad con el dinero que ellos mismos generan. Es una postura profundamente
injusta y moralmente insostenible. Si el pueblo paga impuestos, el pueblo tiene
derecho a lo mejor, no a lo sobrante.
LA POBREZA COMO IDEOLOGÍA, NO COMO FATALIDAD
La pobreza no es solo una condición económica; es también
una construcción ideológica. Durante más de doscientos años se le enseñó al
pueblo que lo peor le correspondía por naturaleza, mientras lo mejor era
reservado para una minoría. Mercados insalubres, hospitales colapsados,
escuelas deterioradas y servicios públicos deficientes fueron presentados como
algo “normal”.
Esta lógica es perversa porque transforma la carencia en
costumbre y la precariedad en identidad. Bajo esta mentalidad, cualquier
intento de dignificar lo público es visto como un despilfarro o un exceso. Se
llega al absurdo de defender la pobreza en nombre de los pobres, sin escuchar
jamás a los pobres reales, a los que han sufrido el abandono del Estado.
Cuando se afirma que los pobres “no necesitan grandes
hospitales”, lo que realmente se está diciendo es que su vida vale menos, que
su salud puede seguir dependiendo de estructuras obsoletas y humillantes. Ese
razonamiento no es revolucionario; es profundamente conservador.
EL DESPRECIO A LO PÚBLICO COMO HERENCIA DEL PODER
DOMINANTE
El desprecio hacia lo público fue inculcado desde el
poder para justificar la desigualdad. Lo público debía ser malo para legitimar
el privilegio privado. Lo trágico es que esa visión fue asumida incluso por
sectores que decían combatir al sistema.
Así, el discurso supuestamente progresista terminó
administrando la pobreza en lugar de erradicarla. Se aceptó que los hospitales
públicos fueran espacios de sufrimiento, no de sanación; que los mercados
populares fueran focos de insalubridad; que el pueblo debía conformarse con lo
mínimo.
Frente a esa herencia, afirmar que “lo público debe ser
mejor que lo privado” no es una consigna vacía: es una ruptura histórica con
siglos de humillación. Significa reconocer que el pueblo merece calidad,
dignidad y excelencia con el dinero que él mismo aporta.
LA TRAICIÓN IDEOLÓGICA DE LOS FALSOS LÍDERES
“REVOLUCIONARIOS”
Quizá lo más grave es que esta ideología del desprecio
sea reproducida por líderes que se autoproclaman defensores del pueblo. Decirle
al pueblo que no aspire a lo mejor es traicionar cualquier proyecto
emancipador.
No hay nada más reaccionario que justificar la desigualdad como si fuera cultura popular. No hay nada más contrarrevolucionario que pedirle al pueblo resignación. La pobreza convertida en ideología se vuelve un mecanismo de control y domesticación.
CONCLUSIÓN:
Dignidad financiada por el pueblo, no concesión del poder.
El debate no es si el pobre “va o no va” a un hospital
moderno. El verdadero debate es por qué durante décadas se le negó ese derecho,
aun cuando él mismo financiaba al Estado con sus impuestos.
Aceptar servicios públicos mediocres es aceptar que la
vida del pobre vale menos. Rechazar esa mediocridad es un acto político, ético
y profundamente humano.
Mientras existan voces que sigan diciendo que los pobres
deben conformarse con lo peor, la desigualdad seguirá siendo defendida como
sentido común. Y mientras eso ocurra, la verdadera transformación seguirá
pendiente.
SAN SALVADOR, 30 DE DICIEMBRE DE 2025
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