martes, 30 de diciembre de 2025

 



NO ES CARIDAD, ES DERECHO: EL PUEBLO PAGA Y EL PUEBLO MERECE DIGNIDAD.

POR: MSc. JOSÉ ISRAEL VENTUR.

INTRODUCCIÓN

Uno de los daños más profundos que ha causado la dominación histórica en nuestras sociedades no ha sido únicamente la pobreza material, sino la naturalización de la indignidad. Durante generaciones se le enseñó al pueblo que debía conformarse con lo peor, agradecer las migajas y asumir como destino inevitable la precariedad de los servicios públicos.

Esa pedagogía del desprecio caló tan hondo que hoy no solo sobrevive en las élites tradicionales, sino que es reproducida —de forma alarmante— por sectores que se autodenominan progresistas o revolucionarios.

Cuando se cuestiona la construcción de hospitales modernos, mercados dignos o espacios públicos de calidad con el argumento de que “los pobres no los necesitan” o “no los usarán”, no estamos ante una crítica técnica ni financiera, sino ante una posición ideológica profundamente clasista. Más grave aún: una postura que niega al pueblo su derecho a la dignidad, olvidando deliberadamente que esas obras no son regalos del poder, sino fruto directo de los impuestos que el propio pueblo paga.

Desde esta perspectiva, el debate deja de ser económico y se convierte en un problema ético, político y moral.

LA PEDAGOGÍA HISTÓRICA DEL DESPRECIO: CUANDO LA POBREZA SE CONVIERTE EN DESTINO IMPUESTO

Durante décadas —y en realidad durante siglos— se ha construido en nuestra sociedad una pedagogía silenciosa pero persistente: la pedagogía del desprecio hacia lo público y, por extensión, hacia los pobres. No es una casualidad ni un error individual. Es una construcción histórica profundamente ideológica que ha logrado algo todavía más grave que la explotación económica: la normalización de la inferioridad por parte de los sectores populares.

La reflexión que da origen a este comentario expone con crudeza una realidad cotidiana: la normalización de la idea de que lo mejor no es para el pobre. Que los grandes mercados no son para él. Que los hospitales modernos no son para él. Que los parques, espacios públicos y obras de calidad no son para él. Y lo más alarmante: que esta concepción no solo proviene de las élites tradicionales, sino que es reproducida por militantes y supuestos líderes que se autodefinen como “revolucionarios”.

Aquí se revela una de las contradicciones más profundas del discurso político contemporáneo: la izquierda que termina justificando la pobreza en nombre de un falso realismo social. Cuando se afirma que los pobres “no van a esos mercados” o “no llegan a esos hospitales”, no se está describiendo una realidad objetiva; se está legitimando una exclusión histórica y naturalizando una desigualdad que debería ser combatida, no administrada.

LAS OBRAS PÚBLICAS NO SON REGALOS: SON DERECHOS FINANCIADOS POR EL PUEBLO.

Hay un punto que suele omitirse de manera deliberada en este tipo de discursos: los hospitales, mercados, parques, carreteras y toda la infraestructura pública no provienen del bolsillo de los ricos, ni de la buena voluntad de ninguna élite económica. Provienen de los impuestos que paga el pueblo, directa o indirectamente, todos los días.

El trabajador que compra alimentos y paga IVA, el pequeño comerciante, el asalariado, el campesino, la vendedora informal, todos contribuyen al financiamiento del Estado. Por tanto, cuando el Estado invierte en obras públicas, no está haciendo caridad, está devolviendo al pueblo una parte de lo que el propio pueblo ha aportado.

Decir que los pobres no necesitan hospitales modernos o mercados dignos equivale a afirmar que no tienen derecho a recibir servicios de calidad con el dinero que ellos mismos generan. Es una postura profundamente injusta y moralmente insostenible. Si el pueblo paga impuestos, el pueblo tiene derecho a lo mejor, no a lo sobrante.

LA POBREZA COMO IDEOLOGÍA, NO COMO FATALIDAD

La pobreza no es solo una condición económica; es también una construcción ideológica. Durante más de doscientos años se le enseñó al pueblo que lo peor le correspondía por naturaleza, mientras lo mejor era reservado para una minoría. Mercados insalubres, hospitales colapsados, escuelas deterioradas y servicios públicos deficientes fueron presentados como algo “normal”.

Esta lógica es perversa porque transforma la carencia en costumbre y la precariedad en identidad. Bajo esta mentalidad, cualquier intento de dignificar lo público es visto como un despilfarro o un exceso. Se llega al absurdo de defender la pobreza en nombre de los pobres, sin escuchar jamás a los pobres reales, a los que han sufrido el abandono del Estado.

Cuando se afirma que los pobres “no necesitan grandes hospitales”, lo que realmente se está diciendo es que su vida vale menos, que su salud puede seguir dependiendo de estructuras obsoletas y humillantes. Ese razonamiento no es revolucionario; es profundamente conservador.

EL DESPRECIO A LO PÚBLICO COMO HERENCIA DEL PODER DOMINANTE

El desprecio hacia lo público fue inculcado desde el poder para justificar la desigualdad. Lo público debía ser malo para legitimar el privilegio privado. Lo trágico es que esa visión fue asumida incluso por sectores que decían combatir al sistema.

Así, el discurso supuestamente progresista terminó administrando la pobreza en lugar de erradicarla. Se aceptó que los hospitales públicos fueran espacios de sufrimiento, no de sanación; que los mercados populares fueran focos de insalubridad; que el pueblo debía conformarse con lo mínimo.

Frente a esa herencia, afirmar que “lo público debe ser mejor que lo privado” no es una consigna vacía: es una ruptura histórica con siglos de humillación. Significa reconocer que el pueblo merece calidad, dignidad y excelencia con el dinero que él mismo aporta.

LA TRAICIÓN IDEOLÓGICA DE LOS FALSOS LÍDERES “REVOLUCIONARIOS”

Quizá lo más grave es que esta ideología del desprecio sea reproducida por líderes que se autoproclaman defensores del pueblo. Decirle al pueblo que no aspire a lo mejor es traicionar cualquier proyecto emancipador.

No hay nada más reaccionario que justificar la desigualdad como si fuera cultura popular. No hay nada más contrarrevolucionario que pedirle al pueblo resignación. La pobreza convertida en ideología se vuelve un mecanismo de control y domesticación.

CONCLUSIÓN:

Dignidad financiada por el pueblo, no concesión del poder.

El debate no es si el pobre “va o no va” a un hospital moderno. El verdadero debate es por qué durante décadas se le negó ese derecho, aun cuando él mismo financiaba al Estado con sus impuestos.

Aceptar servicios públicos mediocres es aceptar que la vida del pobre vale menos. Rechazar esa mediocridad es un acto político, ético y profundamente humano.

Mientras existan voces que sigan diciendo que los pobres deben conformarse con lo peor, la desigualdad seguirá siendo defendida como sentido común. Y mientras eso ocurra, la verdadera transformación seguirá pendiente.

 

 

SAN SALVADOR, 30 DE DICIEMBRE DE 2025

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