viernes, 7 de noviembre de 2025

 


                DEL CANDIL AL AULA: LA HISTORIA DE UN MAESTRO QUE NUNCA SE RINDIÓ

POR: MSc JOSÉ ISRAEL VENTURA

INTRODUCCIÓN.

LA LUZ QUE NUNCA SE APAGÓ

Nací una noche de octubre de 1951, mientras mi padre terminaba su jornada en las minas de El Dorado, en el departamento de Cabañas. A la luz temblorosa de un candil, vine al mundo sin saber que ese pequeño fuego sería el símbolo de mi vida: una llama que, a pesar de los vientos de la pobreza, nunca se apagaría.
Mis padres, José de la Paz Martínez Cruz y María del Tránsito Ventura Fernán, eran gente sencilla, honesta y trabajadora. No tenían estudios, pero me enseñaron lo esencial: que la dignidad vale más que el dinero, y que la honradez ilumina más que cualquier lámpara eléctrica.

Un año después, regresamos a Santa Rosa de Lima, en La Unión, donde pasé mi infancia rodeado de polvo, caminos de tierra y necesidades. Crecí en un ambiente rural, donde la pobreza era la norma y los sueños parecían un lujo reservado para otros. Sin embargo, entre la escasez y las injusticias, aprendí a mirar más allá de las carencias y a descubrir la fuerza interior que solo nace en los corazones humildes.

1. INFANCIA: CAMINOS DE POLVO Y DIGNIDAD

A los siete años ingresé a la escuela del cantón San Sebastián. Solo se podía estudiar hasta segundo grado, así que para continuar debía caminar más de dos kilómetros hasta la escuela del pueblo. Lo hacía descalzo, con un bolsón de manta cosido por mi madre y, si tenía suerte, con diez centavos en el bolsillo.
Recuerdo las burlas de los niños de la ciudad por nuestra ropa y nuestra forma de hablar. Pero mi madre me decía: “Hijo, la pobreza no es vergüenza, lo vergonzoso es perder la dignidad.” Esa frase me acompañó toda la vida.

La escuela no era fácil. No teníamos luz eléctrica, y muchas noches estudiaba bajo la llama de un candil, mientras el viento movía las sombras en la pared. A veces no podía entregar las tareas porque debía ayudar a acarrear agua o traer leña. Las maestras no preguntaban por qué; solo castigaban. Aprendí pronto que la desigualdad no está solo en los bolsillos, sino también en el trato y las oportunidades.

A los pocos años tuve que dejar la escuela. No por falta de voluntad, sino por necesidad. Había que trabajar, y el hambre no espera. Sin embargo, dentro de mí seguía viva una voz que me repetía: “Algún día volverás a estudiar.”

2. JUVENTUD: DEL CAMPO A LA CIUDAD, EL DESPERTAR DEL ESFUERZO

Mi vida cambió en enero de 1965. Mi hermana, que vivía en San Salvador, me ofreció llevarme con ella y enseñarme un oficio.

Dejé atrás el verde del campo, el canto de los gallos y el aire limpio, y llegué a una ciudad llena de ruido, cemento y prisa. Los primeros días quise regresar. Me sentía fuera de lugar. Pero recordé las palabras de mi madre y decidí resistir.

Comencé a trabajar en un taller de electricidad y baterías para vehículos. Aprendí rápido y, con el tiempo, me gané el respeto del dueño. Mi primer salario fue de doce colones semanales. Me sentí rico. Parte se la daba a mi hermana, otra parte la ahorraba y el resto lo enviaba a mi madre. Por primera vez sentí la satisfacción de ayudar.

Junto a mis hermanas abrimos una pequeña tienda en un garaje alquilado. Dormía en una camita improvisada junto a las cajas de refrescos, pero cada venta era una victoria. Mi rutina era dura: trabajaba en el taller, ayudaba en la tienda y los domingos iba al mercado central. No había descanso, pero sí propósito.

Con los años, mi salario aumentó y la vida se estabilizó. Sin embargo, dentro de mí había una espina: no había terminado la escuela. Tenía trabajo, pero no educación formal. Tenía ingresos, pero sentía que me faltaba horizonte. Y esa sensación empezó a crecer como una necesidad espiritual.

3. EL REGRESO AL ESTUDIO: EL TRIUNFO DEL ESPÍRITU

Decidí entonces retomar lo que había quedado pendiente. Me inscribí en un programa de alfabetización para adultos. Trabajaba de día y estudiaba de noche, bajo la luz eléctrica que ahora sí tenía. Me dormía con los libros sobre el pecho, pero cada página leída era una victoria sobre el pasado.

Pasaron los años y logré terminar la educación básica, luego el bachillerato. No fue fácil, pero la alegría de volver a aprender me devolvió la fe en mí mismo. Entendí que nunca es tarde para cambiar el rumbo, y que la educación no tiene edad.
Fue entonces cuando me atreví a soñar en grande: ingresar a la Universidad de El Salvador. Aquello, que de niño parecía imposible, se volvió realidad. La UES no solo me formó como profesional; me transformó como ser humano. Me enseñó a pensar críticamente, a cuestionar las injusticias y a entender que el conocimiento debe ponerse al servicio de los demás.

4. EL MAESTRO Y EL SERVIDOR PÚBLICO

Me convertí en docente universitario, un sueño que jamás imaginé cumplir. En las aulas de la Facultad de Odontología y la Facultad Multidisciplinaria de Oriente, encontré mi verdadera vocación: enseñar.
No solo impartía clases; compartía vida. Enseñaba desde la experiencia, desde el ejemplo, desde la convicción de que el conocimiento sin ética no sirve. Fui jefe de la Unidad de Investigación, jefe del Departamento de Educación, miembro del Consejo Superior Universitario y de la Asamblea General Universitaria. Pero, por encima de los cargos, siempre quise ser un maestro de corazón.

Muchos de mis estudiantes llegaron con las mismas dudas y miedos que yo tuve. A ellos les decía: “No importa de dónde vengas, sino hacia dónde quieres ir.” Cada clase era una oportunidad de sembrar conciencia, de despertar vocaciones, de transformar vidas. Esa fue mi mayor recompensa: ver a mis alumnos crecer, triunfar y servir al país con dignidad.

5. REFLEXIÓN: ENTRE DECEPCIONES Y ESPERANZAS

Después de más de tres décadas en la universidad pública, aprendí que la educación es una forma de resistencia. Vi cómo las instituciones eran traicionadas por la corrupción y la hipocresía de los partidos tradicionales. Pero también vi cómo nuevas generaciones, llenas de energía y esperanza, surgían con un anhelo distinto: el de reconstruir el país desde la honestidad.

Ya retirado de la vida académica, no me he retirado del pensamiento ni de la palabra. Sigo escribiendo, reflexionando y compartiendo mi historia. No lo hago por vanidad, sino por testimonio. Porque sé que hay muchos jóvenes que sienten que no pueden, que el sistema los oprime, que el dinero lo decide todo. A ellos quiero decirles que no es así. Sí se puede. Con trabajo, disciplina y fe, sí se puede.
Sí se puede.

6. EPÍLOGO: LA PROMESA CUMPLIDA

Un día, siendo adolescente, mi madre me dijo con tristeza:
“Hijo, no quieres estudiar ni aprender un oficio. ¿Qué va a ser de tu vida?” Yo le respondí: “No se preocupe, madre. Algo voy a aprender y la voy a ayudar.”

Hoy, al mirar atrás, puedo decir con orgullo que cumplí mi palabra. Aprendí, trabajé y serví. Me hice maestro no solo de profesión, sino de vida. He formado generaciones de jóvenes, he defendido la educación pública y he tratado de vivir con coherencia y gratitud.

Mi historia no es una historia de riqueza, sino de resistencia. Es la prueba de que la pobreza no es destino, sino punto de partida; que los sueños no se apagan, solo esperan su momento para encenderse de nuevo.

A las nuevas generaciones les digo:
No se rindan. No permitan que nadie les robe la esperanza. Estudien, aunque sea difícil. Trabajen con honestidad. Caminen con la frente en alto. Porque no hay riqueza más grande que la dignidad, ni victoria más hermosa que la de un ser humano que, contra todo, nunca se rindió.



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SAN SALVADOR, 7 DE NOVIEMBRE DE 2025

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