martes, 16 de diciembre de 2025

  



EL PUEBLO NO ES IGNORANTE: LA DERROTA MORAL DE UNA IZQUIERDA SIN AUTOCRÍTICA

POR: MSc. JOSÉ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

El recién pasado proceso electoral en Chile ha dejado al descubierto una de las mayores debilidades de una parte significativa de la izquierda latinoamericana contemporánea: su incapacidad para aceptar la voluntad popular sin despreciarla. Ante el triunfo del candidato Kast, algunas voces de la izquierda no tardaron en emitir un juicio automático y profundamente arrogante: “En Chile ganó la ignorancia”. La afirmación, lejos de ser un análisis político serio, constituye un acto de desprecio hacia millones de ciudadanos que ejercieron su derecho democrático al voto.

Según esta lógica peligrosa, si gana la izquierda, triunfan la inteligencia, la sabiduría y la conciencia social; pero si pierde, entonces gana la ignorancia, el atraso y la manipulación. Esta forma de razonar no solo es antidemocrática, sino también profundamente elitista, pues coloca a un sector político como poseedor exclusivo de la razón, la moral y la inteligencia, mientras reduce al pueblo a una masa incapaz de pensar por sí misma.

Así no se hace política. Así se destruye la política.

Hablar de democracia implica aceptar un principio elemental: el pueblo no es ignorante por votar distinto a mis preferencias ideológicas. El voto no es un examen académico, ni una prueba de coeficiente intelectual; es una expresión de expectativas, decepciones, miedos, esperanzas y evaluaciones concretas de la realidad. Cuando una fuerza política pierde elecciones y responde insultando al electorado, lo único que demuestra es su fracaso ético e intelectual.

EL DESPRECIO AL ADVERSARIO Y LA DESCALIFICACIÓN DEL PUEBLO

Descalificar al contrincante político es una práctica vieja, pero descalificar al pueblo es algo mucho más grave. Cuando la izquierda afirma que “ganó la ignorancia”, no está criticando únicamente a Kast o a su proyecto, sino que está ofendiendo directamente a millones de chilenos que votaron por él. Les está diciendo, en esencia: “Ustedes no saben lo que hacen, nosotros sí”.

Este discurso revela una profunda contradicción histórica. Durante décadas, la izquierda se presentó como la voz de los excluidos, de los pobres, de los trabajadores, de los marginados. Sin embargo, hoy pareciera que solo reconoce al pueblo cuando este vota “correctamente”. Cuando no lo hace, deja de ser pueblo consciente y se convierte en “ignorante”, “manipulado” o “engañado”.

Esta actitud no es nueva, pero sí cada vez más evidente. Se trata de una izquierda que habla en nombre del pueblo, pero no escucha al pueblo. Una izquierda que predica emancipación, pero practica desprecio. Una izquierda que se autoproclama moralmente superior, mientras es incapaz de hacer una autocrítica honesta sobre sus propios fracasos.

DE LA ESPERANZA AL DESENCANTO: UNA EXPERIENCIA PERSONAL Y GENERACIONAL

No hablo desde la hostilidad automática ni desde el odio ideológico. Al contrario. Desde mis primeros años de universidad simpaticé con la izquierda, porque consideré —y sigo considerando— que muchos de los ideales que defendía eran justos: la lucha contra la desigualdad, la defensa de los derechos sociales, la crítica al abuso del poder económico, la búsqueda de mayor equidad.

Como muchos jóvenes universitarios de mi generación, vi en la izquierda una alternativa ética frente a sistemas injustos. Creí en el proyecto. Lo defendí intelectualmente. Lo asumí como una posibilidad real de transformación social.

Sin embargo, con el paso de los años, la experiencia, la observación crítica y la realidad concreta fueron desmontando ese ideal. No porque los principios fueran incorrectos, sino porque muchos de quienes los enarbolaron los traicionaron. En lugar de construir proyectos sólidos, se conformaron con discursos vacíos. En lugar de servir al pueblo, se sirvieron de él. En lugar de formar cuadros políticos con pensamiento crítico, promovieron el dogmatismo y la obediencia ciega.

Hoy, gran parte de la izquierda latinoamericana no pierde elecciones por culpa de campañas mediáticas, ni por conspiraciones externas, sino porque ha perdido credibilidad. Y la credibilidad no se pierde por casualidad; se pierde por incoherencia, por corrupción, por incapacidad y por soberbia.

EL VERDADERO PROBLEMA: LA AUSENCIA DE AUTOCRÍTICA

Cada derrota electoral debería ser una oportunidad para reflexionar, corregir y madurar políticamente. Pero la reacción habitual de ciertos sectores de izquierda es exactamente la contraria: culpar al pueblo, al sistema, a los medios, a la ignorancia ajena, menos a sus propios errores.

No se preguntan por qué la gente ya no cree en sus promesas.

No se preguntan por qué sus discursos ya no movilizan.

No se preguntan por qué los jóvenes se sienten distantes de sus consignas.

No se preguntan por qué, cuando gobernaron, no transformaron la realidad como prometieron.

La falta de autocrítica es el síntoma más claro de una crisis profunda. Una izquierda que no se revisa, que no se cuestiona, que no aprende de sus errores, está condenada a repetir sus derrotas, y lo que es peor, a radicalizar su desprecio hacia la ciudadanía.

La democracia no consiste en ganar siempre; consiste en saber perder con dignidad y entender por qué se perdió.

CONCLUSIÓN

Decir que “ganó la ignorancia” cuando se pierde una elección es una forma elegante —y cobarde— de no asumir responsabilidades. Es más fácil insultar al electorado que reconocer que el proyecto político ya no convence. Es más cómodo sentirse moralmente superior que reconstruir una propuesta creíble.

La izquierda no está perdiendo elecciones porque el pueblo sea ignorante; está perdiendo porque ha dejado de hablarle al pueblo con honestidad, porque ha sustituido el proyecto por el dogma, la autocrítica por la soberbia y la ética por la conveniencia.

Mientras siga despreciando a quienes no votan por ella, seguirá alejándose de la mayoría social. Porque ningún proyecto político puede sostenerse contra el pueblo, ni mucho menos insultándolo.

REFLEXIÓN FINAL

La democracia exige humildad. Exige reconocer que nadie es dueño absoluto de la verdad, y que el pueblo —con todas sus contradicciones— tiene derecho a decidir sin ser insultado por ello. La inteligencia no pertenece a una ideología, ni la sabiduría es patrimonio exclusivo de un partido político.

Si la izquierda quiere volver a ser una alternativa real, debe comenzar por algo elemental: respetar al pueblo incluso cuando este no la elige. Escuchar antes de juzgar. Analizar antes de insultar. Proponer antes de condenar.

De lo contrario, seguirá hablando sola, convencida de su superioridad moral, mientras la realidad —una y otra vez— le recuerda que la política no se construye desde el desprecio, sino desde la comprensión profunda de la sociedad. Y esa lección, por dura que sea, aún está a tiempo de aprenderla.

 


                                          SAN SALVADOR, 16 DE DICIEMBRE DE 2025

 

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