domingo, 9 de noviembre de 2025



 


ENSAYO: “TIEMPOS DE DEFINICIONES: EL FIN DE LA NEUTRALIDAD POLÍTICA Y EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA CIUDADANA.”

POR: MSc. JOSÉ ISRAEL VENTURA

INTRODUCCIÓN

Vivimos tiempos en los que el silencio ya no es inocente y la neutralidad se ha convertido en una forma de complicidad. En una época marcada por la polarización política, la manipulación mediática y la batalla permanente entre la verdad y la mentira, asumir una postura frente a los acontecimientos nacionales no es solo un derecho: es una obligación ética y moral. El ciudadano que se refugia en la indiferencia o se disfraza de neutral lo hace, consciente o no, en beneficio de los mismos poderes que históricamente han saqueado la voluntad del pueblo y distorsionado su conciencia colectiva.

En El Salvador, esa falsa neutralidad política —predicada por ciertos sectores de la élite intelectual, empresarial y mediática— ha sido durante décadas un instrumento útil para mantener el statu quo. Bajo la apariencia de “objetividad” y “tolerancia”, muchos han intentado justificar su pasividad ante la corrupción, la injusticia y la desigualdad. Sin embargo, los pueblos que se abstienen de decidir terminan siendo decididos por otros; y los que renuncian a la política acaban gobernados por los peores hombres, como advirtió Platón hace más de dos mil años.

Los años recientes nos han mostrado con crudeza la magnitud del daño que produce esa indiferencia. Treinta años de gobiernos que se alternaron el poder —ARENA y el FMLN— consolidaron una democracia ficticia, plagada de privilegios, desigualdad y corrupción institucionalizada. Aquella “neutralidad ciudadana” que muchos adoptaron para no “involucrarse en política” permitió que las élites continuaran acumulando riqueza y poder, mientras el pueblo sobrevivía entre la pobreza, la violencia y la desesperanza.

Hoy, en pleno siglo XXI, esa historia no puede repetirse. Nos encontramos en una encrucijada histórica: o reafirmamos el derecho de los pueblos a decidir su destino o permitimos que los mercaderes de la política vuelvan a apropiarse del país. La neutralidad ya no es una opción. En tiempos de definición política, callar es otorgar; mantenerse al margen es legitimar al opresor; y pretender la imparcialidad frente a la injusticia es una forma sofisticada de cobardía moral.

Como advirtió Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “nadie puede ser neutral ante las injusticias; quien calla ante el crimen se convierte en cómplice”. Su voz, que sigue resonando en la conciencia de los pueblos latinoamericanos, nos recuerda que la fe, la ética y la política no son mundos separados, sino espacios donde se juega la dignidad humana. La neutralidad —en política, en religión o en los medios de comunicación— es el refugio de los tibios, de los que prefieren no incomodar al poder, de los que sacrifican la verdad en nombre de la prudencia.

En estos “tiempos de definiciones”, el ciudadano salvadoreño enfrenta un dilema moral: o contribuye activamente a consolidar los cambios que demandan justicia y equidad, o se resigna a ver cómo los viejos actores del pasado —los corruptos de cuello blanco, los políticos reciclados y los medios serviles— vuelven a disputar el alma del país. La responsabilidad de esta generación no es menor: se trata de defender los avances alcanzados, de promover una conciencia crítica, y de impedir que la historia vuelva a ser escrita por los verdugos del pueblo.

En consecuencia, este ensayo busca develar la mentira de la neutralidad política, denunciar su función como herramienta del poder y reafirmar que toda postura —aun el silencio— es una forma de tomar partido. Nadie puede declararse ajeno a la realidad nacional sin renunciar a su condición de ciudadano. Hoy, más que nunca, El Salvador necesita hombres y mujeres con claridad moral, con pensamiento crítico y con la valentía suficiente

CAPÍTULO I. EL MITO DE LA NEUTRALIDAD POLÍTICA

La neutralidad política es una de las grandes mentiras que se han inoculado en el pensamiento colectivo de los pueblos. Es el disfraz elegante de la cobardía moral, el refugio cómodo del que no quiere comprometerse con la verdad y el escudo del que teme perder privilegios o amistades por defender una causa justa. Detrás de la aparente “objetividad” o “moderación” se oculta una postura política que, en los hechos, favorece al poder establecido. Quien dice “no me meto en política” ya ha tomado partido: el del opresor.

La historia universal —y la salvadoreña en particular— muestra que ninguna sociedad ha cambiado desde la indiferencia. Los grandes avances de la humanidad fueron impulsados por personas que se atrevieron a romper la neutralidad, a pronunciarse, a desafiar las estructuras que sostenían la injusticia. Por el contrario, los periodos más oscuros del mundo surgieron cuando las mayorías optaron por callar. Así lo comprendió Dante Alighieri, quien en La Divina Comedia escribió: “Los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que se mantienen neutrales en tiempos de crisis moral.”

El pensamiento de Dante conserva hoy una vigencia aterradora. En los momentos en que la humanidad enfrenta crisis de valores, guerras mediáticas, manipulación informativa y corrupción institucional, la neutralidad no solo es una evasión sino una forma de complicidad. Cuando un ciudadano elige no votar, no opinar o no denunciar la injusticia, en realidad está contribuyendo a que el sistema injusto continúe funcionando. Esa pasividad —a menudo disfrazada de prudencia o tolerancia— es una de las herramientas más útiles para los poderes que se benefician del silencio colectivo.

En El Salvador, durante décadas, los sectores dominantes cultivaron esa mentalidad de neutralidad. Las élites económicas y políticas, apoyadas por medios de comunicación controlados y por intelectuales complacientes, promovieron la idea de que “la política divide” y que “lo mejor es mantenerse al margen”. Así lograron que buena parte del pueblo renunciara a la participación cívica y entregara su destino en manos de los mismos de siempre. Mientras el ciudadano común se alejaba de la política, los corruptos escribían las leyes, se repartían los ministerios y saqueaban el erario público.

Esta “cultura de la neutralidad” no fue casual. Fue un proyecto ideológico diseñado para producir obediencia, apatía y resignación. Quien no participa, no reclama; quien no se indigna, no transforma; quien no se organiza, obedece. Por eso, como advertía el filósofo británico Jonathan Wolff, “los que deciden quedarse al margen se encontrarán con que otros han tomado las decisiones por ellos, les agraden o no”. La neutralidad, por tanto, no es ausencia de posición: es una posición pasiva que fortalece al opresor.

No hay neutralidad en la ciencia, en el arte, en la educación ni en la religión; mucho menos en la política, donde cada acción —o inacción— tiene consecuencias colectivas. Segundo Montes, mártir de la UCA, lo explicó con claridad: “Si nada en la sociedad y en la vida humana es neutral, sino que es político, la ciencia no puede dejar de serlo.” Lo mismo ocurre con el pensamiento y con la conciencia. Ningún ser humano vive fuera del conflicto entre el bien común y el interés individual, entre la verdad y la manipulación, entre la justicia y la impunidad.

Por eso, en tiempos de profundas transformaciones como los actuales, pretender ser neutral es un acto de negación de la realidad. El mundo ya no tolera la indiferencia: la crisis climática, la desigualdad global, la corrupción política y el desmantelamiento moral de las sociedades exigen posturas firmes. Cada voto, cada opinión, cada silencio tiene peso. No existen espectadores inocentes en la historia: todos, de una u otra manera, somos protagonistas del destino colectivo.

La neutralidad política, en el fondo, es una forma de miedo. Miedo a equivocarse, a ser señalado, a perder privilegios o relaciones. Pero también es una estrategia de los poderosos para perpetuar la desigualdad. La educación tradicional —especialmente en América Latina— ha contribuido a ello al enseñar a los jóvenes a obedecer sin cuestionar, a respetar la autoridad sin analizarla y a creer que “la política es sucia” y que lo correcto es mantenerse fuera de ella. Con esa pedagogía del silencio se ha formado a generaciones enteras de ciudadanos sin espíritu crítico, incapaces de defender sus derechos ni de exigir rendición de cuentas.

Hoy, sin embargo, la realidad es otra. Las nuevas generaciones —armadas de información, conectividad y conciencia social— empiezan a derrumbar el mito de la neutralidad. Ya no aceptan callar ante la corrupción, ni mirar hacia otro lado ante la injusticia. Entienden que el compromiso político no significa pertenecer a un partido, sino asumir una postura ética ante la vida. Que ser ciudadano implica tomar decisiones, opinar, votar, construir, proponer y participar en la transformación del país.

De ahí que este ensayo reafirme una verdad fundamental: la neutralidad política no existe; quien no elige, ya eligió; quien no actúa, permite que otros decidan por él. En una nación que ha sido saqueada por décadas de hipocresía partidaria y mediática, mantenerse “neutral” es dejar el timón de la historia en manos de los corruptos. En tiempos de definiciones, no hay espacio para la tibieza.

CAPÍTULO II. DE LA INDIFERENCIA CIUDADANA AL SILENCIO CÓMPLICE

La indiferencia política es uno de los mayores males de nuestra época. Es un cáncer social que carcome la conciencia colectiva y convierte a las sociedades en rebaños dóciles que se dejan conducir por los intereses de unos pocos. Cuando la ciudadanía pierde la capacidad de indignarse, de analizar críticamente y de actuar frente a las injusticias, la democracia se convierte en una caricatura, y el poder pasa a manos de los corruptos y los manipuladores.

El ciudadano indiferente suele excusarse diciendo: “No me interesa la política”, “todos los políticos son iguales” o “mi voto no cambia nada”. Pero tras esas frases aparentemente inofensivas se esconde un acto de renuncia: el abandono del derecho a decidir y la entrega voluntaria del destino del país a quienes no tienen escrúpulos. Así, la indiferencia se transforma en una forma de colaboración con el sistema que se critica, porque permite que los poderosos actúen sin resistencia ni vigilancia.

Durante décadas, la historia de El Salvador estuvo marcada por esa pasividad colectiva. Muchos prefirieron callar ante los abusos de las élites económicas, ante la corrupción descarada de los partidos tradicionales y ante la manipulación mediática. Se justificaban diciendo que “la política no les daba de comer” o que “era mejor no meterse en problemas”. Pero mientras el pueblo se replegaba, los políticos corruptos vaciaban las arcas del Estado, privatizaban los servicios públicos, entregaban los recursos nacionales a manos extranjeras y convertían la justicia en un mercado donde solo los ricos podían ganar.

El silencio del pueblo fue el más caro de los errores. En su nombre se cometieron atrocidades, se aprobaron leyes injustas y se hipotecó el futuro de generaciones enteras. Ese silencio permitió que los verdugos se disfrazaran de demócratas, que los opresores se hicieran llamar “líderes populares” y que los responsables de décadas de miseria se presentaran como salvadores del país. Así, la indiferencia no solo fue pasividad: fue complicidad histórica.

Martín Luther King lo advirtió con contundencia: “La historia tendrá que registrar que la mayor tragedia de este período de transición social no fue el clamor de los malos, sino el silencio de los buenos.” Ese silencio, que algunos confunden con prudencia, es la negación de la dignidad moral. Callar frente a la injusticia es convertirse en parte de ella; guardar silencio ante la mentira es legitimar al mentiroso; ser indiferente ante la corrupción es darle permiso al ladrón para seguir robando.

En la sociedad contemporánea, la indiferencia se ha modernizado. Ya no se manifiesta solo en la abstención electoral o en la falta de compromiso político, sino también en el conformismo digital: millones de ciudadanos que se indignan en redes sociales, pero no participan en la transformación real de su entorno. Comparten publicaciones, se burlan de los corruptos, pero no se organizan, no votan, no proponen, no construyen. Se creen críticos, pero son espectadores. Y la historia no la escriben los espectadores, sino los que actúan.

Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz, expresó una verdad irrefutable: “Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor.” Esa frase cobra especial sentido en el contexto salvadoreño, donde por muchos años el pueblo fue víctima de una estructura política diseñada para someterlo. Cada ciudadano que se declaró “neutral” en tiempos de corrupción, cada periodista que calló por miedo o conveniencia, cada intelectual que prefirió no pronunciarse para no incomodar a los poderosos, fue —aunque no lo quisiera— cómplice del deterioro moral del país.

Hoy, cuando por fin se han roto muchas de las cadenas que ataban al pueblo salvadoreño, el desafío es no volver a caer en la indiferencia. La transformación de una nación no se sostiene solo con discursos o promesas, sino con la participación activa de sus ciudadanos. No se trata de ser incondicionales de un gobierno, sino de ser fieles a la verdad, a la justicia y a la patria. En palabras de Monseñor Romero: “El pueblo debe ser el artífice de su propia liberación.”

Ese llamado sigue más vigente que nunca. El destino del país no puede quedar en manos de los que durante décadas lo saquearon ni de los que hoy fingen amnesia política. La indiferencia solo beneficia a quienes quieren que nada cambie, a los que añoran el pasado corrupto, a los que temen perder sus privilegios. Por eso, el compromiso ciudadano debe ser permanente: vigilar, denunciar, participar y educar.

El Salvador del siglo XXI necesita ciudadanos con conciencia histórica, con ética cívica y con valentía moral.

Ya no hay espacio para los tibios, los neutrales o los indiferentes. El silencio no salva a nadie; solo prolonga la injusticia.

Como escribió el dramaturgo alemán Bertolt Brecht: “El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa en los acontecimientos políticos. No sabe que de su ignorancia nacen la prostituta, el niño abandonado, el ladrón y el peor de los bandidos: el político corrupto.” La indiferencia política es, por tanto, la ceguera moral de los pueblos. Y quien se niega a ver la realidad termina siendo víctima de ella.

CAPÍTULO III. EL PAPEL DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y LA MANIPULACIÓN IDEOLÓGICA

Los medios de comunicación, en teoría, deberían ser guardianes de la verdad, intérpretes de la realidad y defensores del interés público. Sin embargo, en la práctica, muchos se han convertido en instrumentos de manipulación ideológica, al servicio de los poderes económicos y políticos que los financian. En lugar de informar, desinforman; en vez de orientar, confunden; y en lugar de servir al pueblo, sirven a quienes los utilizan como escudos para proteger sus privilegios.

Durante décadas, los grandes medios en El Salvador se presentaron como árbitros imparciales de la realidad, como si su misión fuera “informar sin tomar partido”. Pero esa supuesta neutralidad fue una máscara, un engaño cuidadosamente diseñado. Como bien lo advirtió Monseñor Óscar Arnulfo Romero: “Es una lástima tener unos medios de comunicación tan vendidos a las condiciones. Es una lástima no poder confiar en la noticia del periódico o de la televisión, porque todo está comprado, amañado y no se dice la verdad.” Sus palabras, pronunciadas hace más de cuatro décadas, siguen describiendo con precisión la naturaleza de muchos medios actuales.

Los grandes consorcios mediáticos se transformaron en empresas de propaganda. No defienden la libertad de expresión, sino la libertad de manipulación. Con titulares distorsionados, encuestas inventadas, entrevistas dirigidas y campañas de desprestigio, intentan moldear la conciencia colectiva. Crean enemigos imaginarios, magnifican errores, minimizan aciertos y fabrican realidades paralelas. Así han logrado mantener a amplios sectores de la población desinformados, temerosos o confundidos.

El fenómeno no es nuevo, pero sí más sofisticado. En la era digital, la manipulación mediática ya no se limita a la televisión o la prensa escrita. Hoy circula en redes sociales, portales falsos, cadenas de mensajería y plataformas que disfrazan la mentira de noticia. Con algoritmos que premian el escándalo y la emoción por encima de la verdad, el poder mediático ha aprendido a controlar no solo la información, sino también las emociones y los hábitos de consumo de las masas.

El objetivo de esa maquinaria no es otro que mantener el control ideológico. Como decía Antonio Gramsci, la hegemonía cultural no se impone por la fuerza, sino por el consenso manipulado. Y ese consenso se construye desde los medios, al repetir hasta el cansancio los discursos del poder, al ridiculizar toda voz disidente y al convertir el pensamiento crítico en una amenaza.

Durante los años de dominio bipartidista, los medios salvadoreños actuaron como cómplices activos de la corrupción. Silenciaron las denuncias del pueblo, justificaron los abusos de los gobiernos y encubrieron los crímenes económicos de las élites. Mientras miles de niños morían por falta de medicinas, los noticieros se ocupaban de “la visita de un embajador” o de “la inauguración de un evento empresarial”. Esa manipulación informativa no fue simple omisión: fue parte estructural del sistema de dominación que mantuvo al país sumido en la pobreza moral y material.

En la actualidad, aunque existen medios alternativos y plataformas digitales que han democratizado la comunicación, las viejas estructuras de poder mediático aún intentan preservar su influencia. Se autoproclaman “voz de la libertad de prensa”, pero lo que en realidad defienden es la libertad de mentir sin consecuencias. Hablan de ética periodística, mientras publican montajes, descontextualizan declaraciones y presentan como “análisis” lo que no pasa de ser propaganda política disfrazada.

No se puede hablar de neutralidad mediática porque todo medio de comunicación responde a intereses concretos: económicos, ideológicos o partidarios. La diferencia radica en si esos intereses son transparentes y si están al servicio del pueblo o en su contra. El periodismo auténtico —el que dignifica la profesión— no es el que pretende ser neutral, sino el que se compromete con la verdad, con la justicia y con la dignidad humana.

En este sentido, los medios de comunicación deben comprender que su responsabilidad social va más allá de informar: deben contribuir a la construcción de ciudadanía, al fortalecimiento de la ética pública y a la defensa del bien común. Quien manipula la información, manipula la conciencia de un pueblo; y quien manipula la conciencia, destruye la democracia.

Como afirmó Eduardo Galeano: “Los medios nos venden el mundo al revés: nos muestran la realidad de los ricos como si fuera la realidad de todos, y la miseria de los pobres como si fuera una excepción.” Por eso, es urgente recuperar la comunicación como herramienta de emancipación, no de sometimiento; de verdad, no de conveniencia; de conciencia, no de propaganda.

Hoy más que nunca, el pueblo salvadoreño necesita medios que informen con honestidad, que fiscalicen con independencia y que sirvan a la sociedad, no a los intereses de los grupos financieros. La comunicación libre no es la que permite decir cualquier cosa, sino la que se compromete con la verdad y con la justicia social.

La neutralidad mediática, como la neutralidad política, es una farsa. Quien calla ante la corrupción miente por omisión; quien tergiversa los hechos para proteger a un poderoso comete traición al pueblo; y quien usa el micrófono para sembrar odio o desinformación está cometiendo un delito moral.

En este siglo XXI, la ciudadanía debe ser más crítica que nunca. No basta con consumir noticias; hay que analizarlas, contrastarlas y comprender quién se beneficia con cada relato.

Solo un pueblo informado y consciente puede resistir la manipulación ideológica. Y solo un periodismo ético puede ser instrumento de liberación, no de dominación.

CAPÍTULO IV. ENTRE LA MEMORIA HISTÓRICA Y LA RESPONSABILIDAD MORAL

La memoria histórica no es un simple registro del pasado: es la conciencia viva de un pueblo. Es el espejo donde se reflejan las victorias, los fracasos, las heridas y las esperanzas de una nación. Sin memoria, los pueblos repiten los mismos errores; sin conciencia, se convierten en rebaños manipulables. Por eso, recuperar y defender la memoria histórica es un deber moral y político. Quien olvida el pasado, traiciona el futuro.

En El Salvador, durante muchos años, se intentó borrar esa memoria. Los poderosos —aquellos que se enriquecieron a costa del sufrimiento del pueblo— promovieron una amnesia colectiva conveniente: querían que el pueblo olvidara las masacres, las injusticias, las traiciones, los pactos oscuros y la corrupción sistemática. Pero el olvido también es una forma de violencia, porque perpetúa la impunidad y niega la dignidad de las víctimas.

La historia reciente del país es un testimonio doloroso de cómo la neutralidad y la indiferencia abrieron el camino a los abusos. Treinta años de gobiernos corruptos —de derecha e izquierda— son prueba suficiente de lo que ocurre cuando los ciudadanos deciden callar. Mientras el pueblo luchaba por sobrevivir, los partidos se repartían el poder, se protegían mutuamente y convertían la democracia en una farsa. La memoria de esos años debe servir no para alimentar el resentimiento, sino para forjar una conciencia más lúcida y más firme.

La responsabilidad moral de las nuevas generaciones consiste en no olvidar, pero también en no repetir. Como decía el filósofo español Adolfo Sánchez Vázquez, “la historia no es algo que nos sucede, sino algo que hacemos”. Cada generación tiene el deber de asumir su papel en la transformación de la sociedad. No basta con condenar el pasado; hay que construir un presente diferente.

Monseñor Romero, mártir de la verdad, lo expresó con admirable claridad: “Hay que cambiar de raíz todo el sistema.” Su llamado no fue un simple deseo reformista, sino una exigencia ética. Porque las causas de la miseria, la opresión y la injusticia no están en el destino ni en la casualidad, sino en las estructuras económicas, políticas y culturales que las reproducen. Por eso, mientras esas estructuras permanezcan intactas, la neutralidad sigue siendo un crimen moral.

La memoria histórica también implica reconocer a los que dieron su vida por la justicia. Recordar a los mártires, a los campesinos anónimos, a los maestros, estudiantes, trabajadores y profesionales que enfrentaron la represión, no es nostalgia: es resistencia. Cada nombre, cada historia y cada sacrificio nos recuerdan que la libertad y la dignidad no se heredan: se conquistan con compromiso y valentía.

Hoy, cuando algunos sectores pretenden reescribir la historia para justificar sus delitos o limpiar su imagen, la responsabilidad moral de los ciudadanos conscientes es defender la verdad. No se puede construir un futuro justo sobre las mentiras del pasado. La memoria histórica debe ser un arma contra la manipulación, no un trofeo para la propaganda.

Como advertía el escritor uruguayo Eduardo Galeano, “la historia de América Latina es una historia de amnesia obligatoria.” Nos enseñaron a olvidar las raíces, los abusos, los saqueos y las luchas populares. Nos enseñaron a admirar a los verdugos y a desconfiar de los héroes. Esa amnesia fue parte del mecanismo de dominación. Pero un pueblo que recuerda, un pueblo que conoce su historia, es un pueblo imposible de someter.

Por eso, recuperar la memoria histórica es también recuperar la dignidad nacional. No se trata solo de mirar atrás, sino de comprender que cada injusticia del pasado tiene consecuencias en el presente. La corrupción, la pobreza, la desigualdad y el cinismo político que aún persisten son frutos de décadas de silencio, de neutralidad y de sumisión. La memoria debe servir para despertar la conciencia y para recordarnos que nunca más podemos dejar que los mismos verdugos gobiernen en nombre del pueblo.

La responsabilidad moral del ciudadano consiste en asumir su papel en la historia. No somos espectadores ni víctimas del destino: somos actores capaces de decidir el rumbo de la nación. Quien comprende el peso de la historia sabe que no hay neutralidad posible frente a la injusticia, porque cada decisión o cada omisión define el tipo de país que legaremos a las futuras generaciones.

En este sentido, la ética política debe basarse en la memoria. No hay ética sin verdad, ni verdad sin memoria. Un pueblo sin memoria no puede tener conciencia, y sin conciencia no puede haber libertad. La memoria histórica no es un museo del dolor, sino una escuela de ciudadanía. Es la brújula moral que nos permite distinguir entre los que lucharon por el pueblo y los que lo traicionaron, entre los que construyen y los que destruyen.

Por eso, recordar no es quedarse en el pasado: es comprometerse con el presente y con el futuro. La memoria no se cultiva con discursos, sino con acciones coherentes: con justicia, con educación, con participación política y con honestidad. Recordar también significa no permitir que los mismos de siempre —los que convirtieron la democracia en botín y la política en negocio— vuelvan a dirigir el destino de El Salvador.

Como dijo el poeta Mario Benedetti: “El olvido está lleno de memoria.” Cada silencio, cada indiferencia y cada neutralidad política del pasado pesan sobre nuestras conciencias. Pero también en cada recuerdo, en cada lucha y en cada palabra valiente está la posibilidad de redimirnos como pueblo. No hay redención sin memoria, ni justicia sin compromiso.

CAPÍTULO V. LA NUEVA CIUDADANÍA SALVADOREÑA Y EL FIN DEL SERVILISMO POLÍTICO

El Salvador atraviesa un punto de inflexión histórica. Después de décadas de sometimiento político, corrupción institucional y manipulación ideológica, ha comenzado a despertar una nueva conciencia ciudadana. Este despertar no ha sido fruto del azar, sino del cansancio acumulado por generaciones que soportaron gobiernos que prometían justicia, pero entregaban miseria; que hablaban de democracia, pero practicaban la exclusión.

El pueblo salvadoreño, tantas veces engañado, ha aprendido una lección fundamental: la política no puede seguir siendo el instrumento de unos pocos, sino la herramienta del bien común. Y ese aprendizaje marca el inicio del fin del servilismo político, esa vieja costumbre de obedecer ciegamente, de votar por miedo o de callar por conveniencia.

Durante más de treinta años, la alternancia entre ARENA y el FMLN no significó un cambio real, sino una comedia repetida con distintos actores. Ambos partidos administraron la miseria con discursos distintos, pero con los mismos resultados: corrupción, impunidad y desigualdad. Esa experiencia amarga permitió que el pueblo comprendiera que los colores partidarios no definen la moral, y que la lealtad política no puede estar por encima de la dignidad nacional.

La nueva ciudadanía salvadoreña ya no se deja engañar por las viejas fórmulas. Ha aprendido a cuestionar, a informarse, a exigir transparencia y resultados. Ya no cree en las promesas vacías de los “liberadores reciclados”, ni en los falsos intelectuales que se autoproclaman “analistas” mientras defienden intereses de grupos económicos. Hoy, los ciudadanos entienden que servir al pueblo no significa servirse del pueblo, y que la política solo tiene sentido cuando está al servicio de la justicia, la equidad y la dignidad humana.

Este nuevo espíritu cívico no surge del fanatismo, sino del hartazgo moral. La gente común —maestros, obreros, jóvenes, campesinos, profesionales— ha comprendido que el país no se transforma desde la indiferencia ni desde la neutralidad, sino desde la participación consciente. Ha comprendido también que la corrupción no se combate solo desde el Estado, sino desde la conciencia individual, desde la ética cotidiana, desde el ejemplo.

Hoy se configura una ciudadanía más crítica y menos manipulable. El ciudadano del siglo XXI ya no es el súbdito temeroso de antaño; es un sujeto político que reclama su derecho a decidir, a fiscalizar y a construir. La información digital, las redes sociales y los nuevos espacios de debate han permitido que la verdad encuentre cauces alternativos frente a los medios tradicionales, muchas veces corrompidos por el poder económico. Pero este acceso a la información también implica una nueva responsabilidad: distinguir la verdad de la mentira, el argumento del rumor, la libertad del libertinaje.

La nueva ciudadanía salvadoreña debe consolidarse sobre tres pilares fundamentales: la memoria, la ética y la acción. La memoria, para no repetir los errores del pasado; la ética, para actuar con coherencia moral y no con oportunismo; y la acción, para transformar la indignación en compromiso. Sin esos pilares, toda reforma política corre el riesgo de quedarse en el discurso.

La neutralidad política, en este contexto, ya no tiene cabida. El país exige definiciones, exige claridad, exige compromiso. Cada ciudadano debe asumir su papel con valentía, porque quien calla ante la injusticia, quien se abstiene ante la corrupción, o quien critica sin construir, se convierte en un obstáculo para el progreso colectivo.

Los viejos políticos, acostumbrados a comprar conciencias y manipular voluntades, no entienden que el pueblo ha cambiado. Ya no se conforma con migajas ni acepta el discurso hipócrita de quienes hablan de libertad mientras defienden privilegios. La nueva ciudadanía reclama un Estado transparente, una justicia independiente y una política que eduque, no que corrompa.

Como lo enseñó Paulo Freire, la verdadera educación no es la que domestica, sino la que libera. De igual modo, la verdadera política no es la que promete, sino la que transforma. Es tiempo de educar políticamente al pueblo en el pensamiento crítico, en la responsabilidad cívica y en la ética del servicio. Porque una sociedad que no forma ciudadanos conscientes está condenada a producir súbditos.

El fin del servilismo político implica también el renacer de la esperanza. Significa que el pueblo ha dejado de ser espectador de su historia para convertirse en protagonista. Significa que ya no se dejará engañar por discursos vacíos ni por candidatos que representan los intereses de las viejas oligarquías. Significa que el pueblo ha comprendido que la patria no se defiende con consignas, sino con acciones justas y con conciencia moral.

El Salvador del siglo XXI debe construirse desde abajo, desde el aula, desde el taller, desde la familia, desde la comunidad. Debe ser una obra colectiva donde el poder político sea sinónimo de servicio, no de dominio. Esa es la tarea de esta nueva generación: reemplazar el miedo por la dignidad, la obediencia por el pensamiento crítico y la neutralidad por la acción ética.

La neutralidad política, como lo hemos visto, es una forma de claudicación moral. Pero la conciencia ciudadana que hoy despierta representa el camino hacia una verdadera emancipación. Es el pueblo que se levanta, que ya no quiere ser manipulado ni silenciado, que exige justicia, transparencia y verdad. Es el fin del servilismo político y el inicio de una nueva era: la era de los ciudadanos conscientes, éticos y libres.

CONCLUSIÓN

En tiempos de definiciones políticas, no hay espacio para la indiferencia ni para el silencio cómplice. La neutralidad, que algunos consideran prudencia, es en realidad una forma de renuncia moral. La historia de El Salvador demuestra que cuando el pueblo calla, los corruptos gobiernan; cuando el ciudadano se abstiene, los opresores avanzan; y cuando la sociedad elige no participar, la injusticia se convierte en ley.

Durante décadas, las élites políticas, económicas y mediáticas cultivaron una falsa idea de neutralidad para mantener al pueblo dormido, desmovilizado y sometido. Alimentaron el miedo a la participación y fomentaron el desencanto político para seguir usufructuando del poder. Pero la historia no perdona la pasividad: la corrupción, la desigualdad y el sufrimiento acumulado son las consecuencias directas de la indiferencia ciudadana.

Hoy, más que nunca, se impone la necesidad de una conciencia política ética y activa. Ser ciudadano no significa simplemente tener derecho al voto; significa ejercer una responsabilidad moral frente a la sociedad. Implica pensar críticamente, denunciar las injusticias, defender la verdad, y actuar en favor del bien común. No existe neutralidad posible en una nación donde aún persisten la pobreza, la mentira mediática y la manipulación ideológica.

El Salvador está ante un momento decisivo: o consolida el proceso de transformación iniciado en los últimos años, o permite que los mismos de siempre vuelvan a corromper el futuro. No se trata de ser incondicionales de ningún poder, sino de ser coherentes con los principios. La verdadera lealtad no es a un partido, sino a la verdad, a la justicia y a la patria.

Como recordaba Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “el pueblo debe ser el artífice de su propia liberación.” Ese llamado sigue resonando hoy como una orden moral. El cambio no puede depender solo de los gobernantes, sino de cada ciudadano que comprende que callar ante la injusticia es participar de ella. La verdadera democracia no se construye desde la neutralidad, sino desde el compromiso, desde la acción y desde la ética.

El futuro de El Salvador no está escrito: lo escribimos cada día con nuestras decisiones, nuestras palabras y nuestros silencios. Por eso, en estos tiempos de definiciones, optar por la neutralidad es optar por la injusticia; mientras que asumir una postura crítica, responsable y participativa es optar por la dignidad y por la historia.

El país necesita menos espectadores y más protagonistas; menos críticos pasivos y más ciudadanos comprometidos; menos discursos vacíos y más acciones éticas. Solo así podremos decir que hemos roto las cadenas del servilismo político y que comenzamos a construir una sociedad verdaderamente libre, justa y humana.

La neutralidad política no es un signo de sabiduría, sino de cobardía. Es el disfraz elegante del egoísmo y la indiferencia. En cambio, la participación activa, el pensamiento crítico y la acción ética son los verdaderos motores de la historia. Por eso, hoy más que nunca, debemos reafirmar que el fin de la neutralidad política es el inicio de la verdadera ciudadanía.

REFLEXIÓN FINAL

La historia no avanza por sí sola; la mueven los hombres y mujeres que se atreven a pensar distinto, a decir la verdad cuando todos callan y a defender la justicia cuando el miedo paraliza a los demás. En cada época, el mundo ha necesitado voces valientes que rompan el silencio, que desafíen el poder y que recuerden que la neutralidad es solo el refugio de los cobardes.

El Salvador necesita de esa valentía moral. No de héroes que griten, sino de ciudadanos que actúen; no de discursos inflamados, sino de conciencias despiertas. El cambio no se logra esperando que otros lo hagan, sino asumiendo con humildad y coraje la tarea de transformar la realidad desde cada espacio: el aula, el hogar, el trabajo, la comunidad.

Ser ciudadano no es solo tener derechos, sino también responsabilidades. Es comprender que la libertad no consiste en desentenderse de la política, sino en participar activamente en su construcción. Es entender que cada voto, cada palabra, cada gesto de solidaridad tiene un impacto en la vida colectiva. Callar ante la corrupción, la mentira o la injusticia es traicionar a la patria y renunciar al deber de la conciencia.

Las nuevas generaciones deben saber que la historia del país no se escribe en los despachos del poder, sino en la conciencia del pueblo. Que cada elección —moral, política o social— define el tipo de nación que heredaremos. Si elegimos la comodidad del silencio, heredaremos un país sin esperanza; si elegimos el compromiso, legaremos una patria digna, justa y libre.

Monseñor Romero lo dijo con claridad profética: “Nadie tiene derecho a permanecer indiferente ante las injusticias del mundo.” Esa frase resume el mandato ético que debe guiar nuestra vida como ciudadanos. No basta con no hacer el mal: hay que comprometerse activamente con el bien, con la verdad y con la justicia.

Hoy, cuando el mundo vive una profunda crisis de valores, el mayor desafío no es tecnológico ni económico, sino moral. Vivimos en una época donde la mentira se viste de verdad, donde el cinismo se disfraza de inteligencia y donde el oportunismo pretende suplantar la conciencia. Por eso, más que nunca, necesitamos recuperar la dignidad humana como brújula y la ética como camino.

El fin de la neutralidad política no significa intolerancia ni fanatismo; significa claridad moral. Significa saber distinguir entre el bien y el mal, entre el justo y el corrupto, entre el que sirve al pueblo y el que se sirve de él. Significa tener el valor de decir “no” a la mentira, aunque todos la repitan, y “sí” a la verdad, aunque pocos la defiendan.

El futuro de El Salvador no se construirá con indiferencia, sino con compromiso; no con miedo, sino con esperanza; no con neutralidad, sino con acción. Este es el tiempo de las definiciones, el momento de asumir que la patria no se defiende desde el silencio, sino desde la conciencia.

A las nuevas generaciones les corresponde no solo heredar un país, sino reinventarlo. No deben repetir los errores de los mayores, sino superarlos. No deben aceptar como normal lo que es injusto, ni como inevitable lo que puede transformarse. Su misión es continuar la lucha por la verdad, la justicia y la dignidad humana.

La neutralidad política es, en el fondo, una negación de la vida. Porque vivir con dignidad exige elegir, comprometerse, actuar y servir. Que cada joven salvadoreño entienda que la grandeza de una nación no se mide por su riqueza, sino por la ética de su pueblo.

Hoy, más que nunca, El Salvador necesita ciudadanos que no teman pensar, que no teman amar a su país con inteligencia, con valor y con ética. Porque cuando la conciencia despierta, ningún poder puede someterla.

Y ese es, en esencia, el mensaje de este ensayo: quien permanece neutral ante la injusticia renuncia a su humanidad, y quien asume su responsabilidad moral contribuye a la redención de su pueblo.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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17. SAN SALVADOR,  NOVIEMBRE DE 2025

 

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