ENSAYO: “TIEMPOS DE DEFINICIONES: EL FIN DE LA NEUTRALIDAD POLÍTICA Y EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA CIUDADANA.”
POR: MSc. JOSÉ ISRAEL VENTURA
INTRODUCCIÓN
Vivimos tiempos en los que el silencio ya no es inocente
y la neutralidad se ha convertido en una forma de complicidad. En una época
marcada por la polarización política, la manipulación mediática y la batalla
permanente entre la verdad y la mentira, asumir una postura frente a los
acontecimientos nacionales no es solo un derecho: es una obligación ética y moral.
El ciudadano que se refugia en la indiferencia o se disfraza de neutral lo
hace, consciente o no, en beneficio de los mismos poderes que históricamente
han saqueado la voluntad del pueblo y distorsionado su conciencia colectiva.
En El Salvador, esa falsa neutralidad política —predicada
por ciertos sectores de la élite intelectual, empresarial y mediática— ha sido
durante décadas un instrumento útil para mantener el statu quo. Bajo la
apariencia de “objetividad” y “tolerancia”, muchos han intentado justificar su
pasividad ante la corrupción, la injusticia y la desigualdad. Sin embargo, los
pueblos que se abstienen de decidir terminan siendo decididos por otros; y los
que renuncian a la política acaban gobernados por los peores hombres, como
advirtió Platón hace más de dos mil años.
Los años recientes nos han mostrado con crudeza la
magnitud del daño que produce esa indiferencia. Treinta años de gobiernos que
se alternaron el poder —ARENA y el FMLN— consolidaron una democracia ficticia,
plagada de privilegios, desigualdad y corrupción institucionalizada. Aquella
“neutralidad ciudadana” que muchos adoptaron para no “involucrarse en política”
permitió que las élites continuaran acumulando riqueza y poder, mientras el
pueblo sobrevivía entre la pobreza, la violencia y la desesperanza.
Hoy, en pleno siglo XXI, esa historia no puede repetirse.
Nos encontramos en una encrucijada histórica: o reafirmamos el derecho de los
pueblos a decidir su destino o permitimos que los mercaderes de la política
vuelvan a apropiarse del país. La neutralidad ya no es una opción. En tiempos
de definición política, callar es otorgar; mantenerse al margen es legitimar al
opresor; y pretender la imparcialidad frente a la injusticia es una forma
sofisticada de cobardía moral.
Como advirtió Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “nadie puede
ser neutral ante las injusticias; quien calla ante el crimen se convierte en
cómplice”. Su voz, que sigue resonando en la conciencia de los pueblos
latinoamericanos, nos recuerda que la fe, la ética y la política no son mundos
separados, sino espacios donde se juega la dignidad humana. La neutralidad —en
política, en religión o en los medios de comunicación— es el refugio de los
tibios, de los que prefieren no incomodar al poder, de los que sacrifican la
verdad en nombre de la prudencia.
En estos “tiempos de definiciones”, el ciudadano
salvadoreño enfrenta un dilema moral: o contribuye activamente a consolidar los
cambios que demandan justicia y equidad, o se resigna a ver cómo los viejos
actores del pasado —los corruptos de cuello blanco, los políticos reciclados y
los medios serviles— vuelven a disputar el alma del país. La responsabilidad de
esta generación no es menor: se trata de defender los avances alcanzados, de
promover una conciencia crítica, y de impedir que la historia vuelva a ser
escrita por los verdugos del pueblo.
En consecuencia, este ensayo busca develar la mentira de
la neutralidad política, denunciar su función como herramienta del poder y
reafirmar que toda postura —aun el silencio— es una forma de tomar partido.
Nadie puede declararse ajeno a la realidad nacional sin renunciar a su
condición de ciudadano. Hoy, más que nunca, El Salvador necesita hombres y
mujeres con claridad moral, con pensamiento crítico y con la valentía
suficiente
CAPÍTULO I. EL MITO DE LA NEUTRALIDAD POLÍTICA
La neutralidad política es una de las grandes mentiras
que se han inoculado en el pensamiento colectivo de los pueblos. Es el disfraz
elegante de la cobardía moral, el refugio cómodo del que no quiere
comprometerse con la verdad y el escudo del que teme perder privilegios o
amistades por defender una causa justa. Detrás
de la aparente “objetividad” o “moderación” se oculta una postura política que,
en los hechos, favorece al poder establecido. Quien dice “no me meto en
política” ya ha tomado partido: el del opresor.
La historia universal —y la salvadoreña en particular—
muestra que ninguna sociedad ha cambiado desde la indiferencia. Los
grandes avances de la humanidad fueron impulsados por personas que se
atrevieron a romper la neutralidad, a pronunciarse, a desafiar las estructuras
que sostenían la injusticia. Por el contrario, los periodos más oscuros del
mundo surgieron cuando las mayorías optaron por callar. Así lo comprendió Dante Alighieri, quien en La Divina Comedia
escribió: “Los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos
que se mantienen neutrales en tiempos de crisis moral.”
El pensamiento de Dante conserva hoy una vigencia
aterradora. En los momentos en que la humanidad enfrenta crisis de valores,
guerras mediáticas, manipulación informativa y corrupción institucional, la
neutralidad no solo es una evasión sino una forma de complicidad. Cuando un ciudadano elige no votar, no
opinar o no denunciar la injusticia, en realidad está contribuyendo a que el
sistema injusto continúe funcionando. Esa pasividad —a menudo disfrazada de
prudencia o tolerancia— es una de las herramientas más útiles para los poderes
que se benefician del silencio colectivo.
En El
Salvador, durante décadas, los sectores dominantes cultivaron esa mentalidad de
neutralidad. Las élites económicas y políticas, apoyadas por medios de
comunicación controlados y por intelectuales complacientes, promovieron la idea
de que “la política divide” y que “lo mejor es mantenerse al margen”. Así
lograron que buena parte del pueblo renunciara a la participación cívica y
entregara su destino en manos de los mismos de siempre. Mientras el ciudadano
común se alejaba de la política, los corruptos escribían las leyes, se
repartían los ministerios y saqueaban el erario público.
Esta “cultura de la neutralidad” no fue casual. Fue un
proyecto ideológico diseñado para producir obediencia, apatía y resignación.
Quien no participa, no reclama; quien no se indigna, no transforma; quien no se
organiza, obedece. Por eso, como
advertía el filósofo británico Jonathan Wolff, “los que deciden quedarse al
margen se encontrarán con que otros han tomado las decisiones por ellos, les
agraden o no”. La neutralidad, por tanto, no es ausencia de posición: es una
posición pasiva que fortalece al opresor.
No hay neutralidad en la ciencia, en el arte, en la
educación ni en la religión; mucho menos en la política, donde cada acción —o
inacción— tiene consecuencias colectivas. Segundo Montes, mártir de la UCA, lo
explicó con claridad: “Si nada en la sociedad y en la vida humana es neutral,
sino que es político, la ciencia no puede dejar de serlo.” Lo mismo ocurre con
el pensamiento y con la conciencia. Ningún ser humano vive fuera del conflicto
entre el bien común y el interés individual, entre la verdad y la manipulación,
entre la justicia y la impunidad.
Por eso, en tiempos de profundas transformaciones como
los actuales, pretender ser neutral es un acto de negación de la realidad.
El mundo ya no tolera la indiferencia: la crisis climática, la desigualdad
global, la corrupción política y el desmantelamiento moral de las sociedades
exigen posturas firmes. Cada voto, cada opinión, cada silencio tiene peso. No
existen espectadores inocentes en la historia: todos, de una u otra manera,
somos protagonistas del destino colectivo.
La neutralidad política, en el fondo, es una forma de
miedo. Miedo a equivocarse, a ser señalado, a perder privilegios o relaciones.
Pero también es una estrategia de los poderosos para perpetuar la desigualdad.
La educación tradicional —especialmente en América Latina— ha contribuido a
ello al enseñar a los jóvenes a obedecer sin cuestionar, a respetar la
autoridad sin analizarla y a creer que “la política es sucia” y que lo correcto
es mantenerse fuera de ella. Con esa pedagogía del silencio se ha formado a
generaciones enteras de ciudadanos sin espíritu crítico, incapaces de defender
sus derechos ni de exigir rendición de cuentas.
Hoy, sin embargo, la realidad es otra. Las nuevas
generaciones —armadas de información, conectividad y conciencia social—
empiezan a derrumbar el mito de la neutralidad. Ya no aceptan callar ante la
corrupción, ni mirar hacia otro lado ante la injusticia. Entienden que el
compromiso político no significa pertenecer a un partido, sino asumir una
postura ética ante la vida. Que ser ciudadano implica tomar decisiones, opinar,
votar, construir, proponer y participar en la transformación del país.
De ahí que este ensayo reafirme una verdad fundamental: la
neutralidad política no existe; quien no elige, ya eligió; quien no actúa,
permite que otros decidan por él. En una nación que ha sido saqueada por
décadas de hipocresía partidaria y mediática, mantenerse “neutral” es dejar el
timón de la historia en manos de los corruptos. En tiempos de definiciones, no
hay espacio para la tibieza.
CAPÍTULO II. DE LA INDIFERENCIA CIUDADANA AL SILENCIO
CÓMPLICE
La indiferencia política es uno de los mayores males de
nuestra época. Es un cáncer social que carcome la conciencia colectiva y
convierte a las sociedades en rebaños dóciles que se dejan conducir por los
intereses de unos pocos. Cuando la ciudadanía pierde la capacidad de
indignarse, de analizar críticamente y de actuar frente a las injusticias, la
democracia se convierte en una caricatura, y el poder pasa a manos de los
corruptos y los manipuladores.
El ciudadano indiferente suele excusarse diciendo: “No me interesa la política”, “todos los
políticos son iguales” o “mi voto no cambia nada”. Pero tras esas frases
aparentemente inofensivas se esconde un acto de renuncia: el abandono del
derecho a decidir y la entrega voluntaria del destino del país a quienes no
tienen escrúpulos. Así, la indiferencia se transforma en una forma de colaboración con el sistema que
se critica, porque permite que los poderosos actúen sin resistencia ni
vigilancia.
Durante décadas, la historia de El Salvador estuvo
marcada por esa pasividad colectiva. Muchos prefirieron callar ante los abusos
de las élites económicas, ante la corrupción descarada de los partidos
tradicionales y ante la manipulación mediática. Se justificaban diciendo que
“la política no les daba de comer” o que “era mejor no meterse en problemas”.
Pero mientras el pueblo se replegaba, los políticos corruptos vaciaban las
arcas del Estado, privatizaban los servicios públicos, entregaban los recursos
nacionales a manos extranjeras y convertían la justicia en un mercado donde
solo los ricos podían ganar.
El silencio del pueblo fue el más caro de los errores. En
su nombre se cometieron atrocidades, se aprobaron leyes injustas y se hipotecó
el futuro de generaciones enteras. Ese silencio permitió que los verdugos se disfrazaran
de demócratas, que los opresores se hicieran llamar “líderes populares” y que
los responsables de décadas de miseria se presentaran como salvadores del país.
Así, la indiferencia no solo fue pasividad: fue complicidad histórica.
Martín
Luther King lo advirtió con contundencia: “La historia tendrá que registrar
que la mayor tragedia de este período de transición social no fue el clamor de
los malos, sino el silencio de los buenos.” Ese silencio, que algunos
confunden con prudencia, es la negación de la dignidad moral. Callar frente a
la injusticia es convertirse en parte de ella; guardar silencio ante la mentira
es legitimar al mentiroso; ser indiferente ante la corrupción es darle permiso
al ladrón para seguir robando.
En la sociedad contemporánea, la indiferencia se ha
modernizado. Ya no se manifiesta solo en la abstención electoral o en la falta
de compromiso político, sino también en el conformismo digital: millones de ciudadanos que se indignan en
redes sociales, pero no participan en la transformación real de su entorno.
Comparten publicaciones, se burlan de los corruptos, pero no se organizan, no
votan, no proponen, no construyen. Se creen críticos, pero son espectadores. Y
la historia no la escriben los espectadores, sino los que actúan.
Desmond
Tutu, premio Nobel de la Paz, expresó una verdad irrefutable: “Si eres
neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor.” Esa frase cobra especial sentido en el contexto
salvadoreño, donde por muchos años el pueblo fue víctima de una estructura
política diseñada para someterlo. Cada ciudadano que se declaró “neutral” en
tiempos de corrupción, cada periodista que calló por miedo o conveniencia, cada
intelectual que prefirió no pronunciarse para no incomodar a los poderosos, fue
—aunque no lo quisiera— cómplice del deterioro moral del país.
Hoy, cuando por fin se han roto muchas de las cadenas que
ataban al pueblo salvadoreño, el desafío es no volver a caer en la indiferencia.
La transformación de una nación no se
sostiene solo con discursos o promesas, sino con la participación activa de sus
ciudadanos. No se trata de ser incondicionales de un gobierno, sino de ser
fieles a la verdad, a la justicia y a la patria. En palabras de Monseñor
Romero: “El pueblo debe ser el artífice de su propia liberación.”
Ese llamado sigue más vigente que nunca. El destino del país no puede quedar en
manos de los que durante décadas lo saquearon ni de los que hoy fingen amnesia
política. La indiferencia solo beneficia a quienes quieren que nada cambie,
a los que añoran el pasado corrupto, a los que temen perder sus privilegios.
Por eso, el compromiso ciudadano debe ser permanente: vigilar, denunciar,
participar y educar.
El Salvador del siglo XXI necesita ciudadanos con
conciencia histórica, con ética cívica y con valentía moral.
Ya no hay espacio para los tibios, los neutrales o los
indiferentes. El silencio no salva a nadie; solo prolonga la injusticia.
Como escribió el dramaturgo alemán Bertolt Brecht: “El
peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa en
los acontecimientos políticos. No sabe que de su ignorancia nacen la
prostituta, el niño abandonado, el ladrón y el peor de los bandidos: el
político corrupto.” La indiferencia política es, por tanto, la ceguera
moral de los pueblos. Y quien se niega a ver la realidad termina siendo víctima
de ella.
CAPÍTULO III. EL PAPEL DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y LA
MANIPULACIÓN IDEOLÓGICA
Los medios de comunicación, en teoría, deberían ser
guardianes de la verdad, intérpretes de la realidad y defensores del interés
público. Sin embargo, en la práctica, muchos se han convertido en instrumentos
de manipulación ideológica, al servicio de los poderes económicos y
políticos que los financian. En lugar de informar, desinforman; en vez de
orientar, confunden; y en lugar de servir al pueblo, sirven a quienes los
utilizan como escudos para proteger sus privilegios.
Durante décadas, los grandes medios en El Salvador se
presentaron como árbitros imparciales de la realidad, como si su misión fuera
“informar sin tomar partido”. Pero esa supuesta neutralidad fue una máscara, un
engaño cuidadosamente diseñado. Como bien lo advirtió Monseñor Óscar Arnulfo
Romero: “Es una lástima tener unos medios de comunicación tan vendidos a las
condiciones. Es una lástima no poder confiar en la noticia del periódico o de
la televisión, porque todo está comprado, amañado y no se dice la verdad.”
Sus palabras, pronunciadas hace más de cuatro décadas, siguen describiendo con
precisión la naturaleza de muchos medios actuales.
Los grandes
consorcios mediáticos se transformaron en empresas de propaganda. No defienden la libertad de expresión,
sino la libertad de manipulación. Con titulares distorsionados, encuestas
inventadas, entrevistas dirigidas y campañas de desprestigio, intentan moldear
la conciencia colectiva. Crean enemigos imaginarios, magnifican errores,
minimizan aciertos y fabrican realidades paralelas. Así han logrado mantener a
amplios sectores de la población desinformados, temerosos o confundidos.
El fenómeno no es nuevo, pero sí más sofisticado. En la
era digital, la manipulación mediática ya no se limita a la televisión o la
prensa escrita. Hoy circula en redes sociales, portales falsos, cadenas de
mensajería y plataformas que disfrazan la mentira de noticia. Con algoritmos
que premian el escándalo y la emoción por encima de la verdad, el poder
mediático ha aprendido a controlar no solo la información, sino también las
emociones y los hábitos de consumo de las masas.
El objetivo de esa maquinaria no es otro que mantener
el control ideológico. Como decía Antonio Gramsci, la hegemonía cultural no
se impone por la fuerza, sino por el consenso manipulado. Y ese consenso se
construye desde los medios, al repetir hasta el cansancio los discursos del
poder, al ridiculizar toda voz disidente y al convertir el pensamiento crítico
en una amenaza.
Durante los años de dominio bipartidista, los medios
salvadoreños actuaron como cómplices activos de la corrupción.
Silenciaron las denuncias del pueblo, justificaron los abusos de los gobiernos
y encubrieron los crímenes económicos de las élites. Mientras miles de niños
morían por falta de medicinas, los noticieros se ocupaban de “la visita de un
embajador” o de “la inauguración de un evento empresarial”. Esa manipulación
informativa no fue simple omisión: fue parte estructural del sistema de
dominación que mantuvo al país sumido en la pobreza moral y material.
En la actualidad, aunque existen medios alternativos y
plataformas digitales que han democratizado la comunicación, las viejas
estructuras de poder mediático aún intentan preservar su influencia. Se
autoproclaman “voz de la libertad de prensa”, pero lo que en realidad defienden
es la libertad de mentir sin consecuencias. Hablan de ética periodística, mientras publican montajes,
descontextualizan declaraciones y presentan como “análisis” lo que no pasa de
ser propaganda política disfrazada.
No se puede
hablar de neutralidad mediática porque todo
medio de comunicación responde a intereses concretos: económicos,
ideológicos o partidarios. La
diferencia radica en si esos intereses son transparentes y si están al servicio
del pueblo o en su contra. El periodismo auténtico —el que dignifica la
profesión— no es el que pretende ser neutral, sino el que se compromete con la
verdad, con la justicia y con la dignidad humana.
En este sentido, los medios de comunicación deben
comprender que su responsabilidad social va más allá de informar: deben
contribuir a la construcción de ciudadanía, al fortalecimiento de la ética
pública y a la defensa del bien común. Quien manipula la información, manipula
la conciencia de un pueblo; y quien manipula la conciencia, destruye la democracia.
Como afirmó Eduardo Galeano: “Los medios nos venden el
mundo al revés: nos muestran la realidad de los ricos como si fuera la realidad
de todos, y la miseria de los pobres como si fuera una excepción.” Por eso,
es urgente recuperar la comunicación como herramienta de emancipación, no de
sometimiento; de verdad, no de conveniencia; de conciencia, no de propaganda.
Hoy más que nunca, el pueblo salvadoreño necesita medios
que informen con honestidad, que fiscalicen con independencia y que sirvan a la
sociedad, no a los intereses de los grupos financieros. La comunicación libre
no es la que permite decir cualquier cosa, sino la que se compromete con la
verdad y con la justicia social.
La
neutralidad mediática, como la neutralidad política, es una farsa. Quien calla
ante la corrupción miente por omisión; quien tergiversa los hechos para
proteger a un poderoso comete traición al pueblo; y quien usa el micrófono para
sembrar odio o desinformación está cometiendo un delito moral.
En este siglo XXI, la ciudadanía debe ser más crítica que
nunca. No basta con consumir noticias; hay que analizarlas, contrastarlas y
comprender quién se beneficia con cada relato.
Solo un pueblo informado y consciente puede resistir la
manipulación ideológica. Y solo un periodismo ético puede ser instrumento de
liberación, no de dominación.
CAPÍTULO IV. ENTRE LA MEMORIA HISTÓRICA Y LA
RESPONSABILIDAD MORAL
La memoria
histórica no es un simple registro del pasado: es la conciencia viva de un
pueblo. Es el espejo donde se reflejan las victorias, los fracasos, las heridas
y las esperanzas de una nación. Sin memoria, los pueblos repiten los mismos
errores; sin conciencia, se convierten en rebaños manipulables. Por eso,
recuperar y defender la memoria histórica es un deber moral y político. Quien
olvida el pasado, traiciona el futuro.
En El Salvador, durante muchos años, se intentó borrar
esa memoria. Los poderosos —aquellos que se enriquecieron a costa del
sufrimiento del pueblo— promovieron una amnesia colectiva conveniente: querían
que el pueblo olvidara las masacres, las injusticias, las traiciones, los
pactos oscuros y la corrupción sistemática. Pero el olvido también es una forma
de violencia, porque perpetúa la impunidad y niega la dignidad de las víctimas.
La historia reciente del país es un testimonio doloroso
de cómo la neutralidad y la indiferencia abrieron el camino a los abusos.
Treinta años de gobiernos corruptos —de derecha e izquierda— son prueba
suficiente de lo que ocurre cuando los ciudadanos deciden callar. Mientras el pueblo
luchaba por sobrevivir, los partidos se repartían el poder, se protegían
mutuamente y convertían la democracia en una farsa. La memoria de esos años
debe servir no para alimentar el resentimiento, sino para forjar una conciencia
más lúcida y más firme.
La responsabilidad moral de las nuevas generaciones
consiste en no olvidar, pero también en no repetir. Como decía el
filósofo español Adolfo Sánchez Vázquez, “la historia no es algo que nos
sucede, sino algo que hacemos”. Cada generación tiene el deber de asumir su
papel en la transformación de la sociedad. No basta con condenar el pasado; hay
que construir un presente diferente.
Monseñor Romero, mártir de la verdad, lo expresó con
admirable claridad: “Hay que cambiar de raíz todo el sistema.” Su
llamado no fue un simple deseo reformista, sino una exigencia ética. Porque las
causas de la miseria, la opresión y la injusticia no están en el destino ni en
la casualidad, sino en las estructuras económicas, políticas y culturales que
las reproducen. Por eso, mientras esas estructuras permanezcan intactas, la
neutralidad sigue siendo un crimen moral.
La memoria histórica también implica reconocer a los que
dieron su vida por la justicia. Recordar a los mártires, a los campesinos
anónimos, a los maestros, estudiantes, trabajadores y profesionales que
enfrentaron la represión, no es nostalgia: es resistencia. Cada nombre, cada
historia y cada sacrificio nos recuerdan que la libertad y la dignidad no se
heredan: se conquistan con compromiso y valentía.
Hoy, cuando algunos sectores pretenden reescribir la
historia para justificar sus delitos o limpiar su imagen, la responsabilidad
moral de los ciudadanos conscientes es defender la verdad. No se puede construir un futuro justo sobre
las mentiras del pasado. La memoria histórica debe ser un arma contra la
manipulación, no un trofeo para la propaganda.
Como advertía el escritor uruguayo Eduardo Galeano, “la
historia de América Latina es una historia de amnesia obligatoria.” Nos
enseñaron a olvidar las raíces, los abusos, los saqueos y las luchas populares.
Nos enseñaron a admirar a los verdugos y a desconfiar de los héroes. Esa
amnesia fue parte del mecanismo de dominación. Pero un pueblo que recuerda, un
pueblo que conoce su historia, es un pueblo imposible de someter.
Por eso, recuperar la memoria histórica es también
recuperar la dignidad nacional. No se
trata solo de mirar atrás, sino de comprender que cada injusticia del pasado
tiene consecuencias en el presente. La corrupción, la pobreza, la desigualdad y
el cinismo político que aún persisten son frutos de décadas de silencio, de
neutralidad y de sumisión. La
memoria debe servir para despertar la conciencia y para recordarnos que nunca
más podemos dejar que los mismos verdugos gobiernen en nombre del pueblo.
La responsabilidad moral del ciudadano consiste en asumir
su papel en la historia. No somos espectadores ni víctimas del destino: somos
actores capaces de decidir el rumbo de la nación. Quien comprende el peso de la
historia sabe que no hay neutralidad posible frente a la injusticia, porque
cada decisión o cada omisión define el tipo de país que legaremos a las futuras
generaciones.
En este sentido, la ética política debe basarse en la
memoria. No hay ética sin verdad, ni verdad sin memoria. Un pueblo sin memoria
no puede tener conciencia, y sin conciencia no puede haber libertad. La memoria
histórica no es un museo del dolor, sino una escuela de ciudadanía. Es la
brújula moral que nos permite distinguir entre los que lucharon por el pueblo y
los que lo traicionaron, entre los que construyen y los que destruyen.
Por eso, recordar no es quedarse en el pasado: es
comprometerse con el presente y con el futuro. La memoria no se cultiva con
discursos, sino con acciones coherentes: con justicia, con educación, con
participación política y con honestidad. Recordar
también significa no permitir que los mismos de siempre —los que convirtieron
la democracia en botín y la política en negocio— vuelvan a dirigir el destino
de El Salvador.
Como dijo el poeta Mario Benedetti: “El olvido está
lleno de memoria.” Cada silencio, cada indiferencia y cada neutralidad
política del pasado pesan sobre nuestras conciencias. Pero también en cada
recuerdo, en cada lucha y en cada palabra valiente está la posibilidad de
redimirnos como pueblo. No hay redención sin memoria, ni justicia sin
compromiso.
CAPÍTULO V. LA NUEVA CIUDADANÍA SALVADOREÑA Y EL FIN DEL
SERVILISMO POLÍTICO
El Salvador atraviesa un punto de inflexión histórica.
Después de décadas de sometimiento político, corrupción institucional y
manipulación ideológica, ha comenzado a despertar una nueva conciencia
ciudadana. Este despertar no ha sido fruto del azar, sino del cansancio
acumulado por generaciones que soportaron gobiernos que prometían justicia,
pero entregaban miseria; que hablaban de democracia, pero practicaban la
exclusión.
El pueblo
salvadoreño, tantas veces engañado, ha aprendido una lección fundamental: la política no puede seguir siendo el
instrumento de unos pocos, sino la herramienta del bien común. Y ese aprendizaje marca el inicio del fin del servilismo
político, esa vieja costumbre de obedecer ciegamente, de votar por miedo o de
callar por conveniencia.
Durante más
de treinta años, la alternancia entre ARENA y el FMLN no significó un cambio
real, sino una comedia repetida con distintos actores. Ambos partidos
administraron la miseria con discursos distintos, pero con los mismos
resultados: corrupción, impunidad y desigualdad. Esa experiencia amarga
permitió que el pueblo comprendiera que los colores partidarios no definen la
moral, y que la lealtad política no puede estar por encima de la dignidad
nacional.
La nueva ciudadanía salvadoreña ya no se deja engañar por
las viejas fórmulas. Ha aprendido a cuestionar, a informarse, a exigir
transparencia y resultados. Ya no cree en las promesas vacías de los
“liberadores reciclados”, ni en los falsos intelectuales que se autoproclaman
“analistas” mientras defienden intereses de grupos económicos. Hoy, los
ciudadanos entienden que servir al pueblo no significa servirse del pueblo,
y que la política solo tiene sentido cuando está al servicio de la justicia, la
equidad y la dignidad humana.
Este nuevo espíritu cívico no surge del fanatismo, sino
del hartazgo moral. La gente común
—maestros, obreros, jóvenes, campesinos, profesionales— ha comprendido que el
país no se transforma desde la indiferencia ni desde la neutralidad, sino desde
la participación consciente. Ha comprendido también que la corrupción no se
combate solo desde el Estado, sino desde la conciencia individual, desde la
ética cotidiana, desde el ejemplo.
Hoy se configura una ciudadanía más crítica y menos
manipulable. El ciudadano del siglo XXI ya no es el súbdito temeroso de antaño;
es un sujeto político que reclama su derecho a decidir, a fiscalizar y a
construir. La información digital, las redes sociales y los nuevos espacios de
debate han permitido que la verdad encuentre cauces alternativos frente a los
medios tradicionales, muchas veces corrompidos por el poder económico. Pero
este acceso a la información también implica una nueva responsabilidad:
distinguir la verdad de la mentira, el argumento del rumor, la libertad del
libertinaje.
La nueva ciudadanía salvadoreña debe consolidarse sobre
tres pilares fundamentales: la memoria, la ética y la acción. La
memoria, para no repetir los errores del pasado; la ética, para actuar con
coherencia moral y no con oportunismo; y la acción, para transformar la indignación
en compromiso. Sin esos pilares, toda reforma política corre el riesgo de
quedarse en el discurso.
La neutralidad política, en este contexto, ya no tiene
cabida. El país exige definiciones, exige claridad, exige compromiso. Cada
ciudadano debe asumir su papel con valentía, porque quien calla ante la
injusticia, quien se abstiene ante la corrupción, o quien critica sin
construir, se convierte en un obstáculo para el progreso colectivo.
Los viejos políticos, acostumbrados a comprar conciencias
y manipular voluntades, no entienden que el pueblo ha cambiado. Ya no se
conforma con migajas ni acepta el discurso hipócrita de quienes hablan de
libertad mientras defienden privilegios. La nueva ciudadanía reclama un Estado
transparente, una justicia independiente y una política que eduque, no que
corrompa.
Como lo enseñó Paulo Freire, la verdadera educación no es
la que domestica, sino la que libera. De igual modo, la verdadera política no
es la que promete, sino la que transforma. Es tiempo de educar políticamente al
pueblo en el pensamiento crítico, en la responsabilidad cívica y en la ética
del servicio. Porque una sociedad que no forma ciudadanos conscientes está
condenada a producir súbditos.
El fin del servilismo político implica también el renacer
de la esperanza. Significa que el pueblo ha dejado de ser espectador de su
historia para convertirse en protagonista. Significa que ya no se dejará
engañar por discursos vacíos ni por candidatos que representan los intereses de
las viejas oligarquías. Significa que el pueblo ha comprendido que la patria
no se defiende con consignas, sino con acciones justas y con conciencia moral.
El Salvador del siglo XXI debe construirse desde abajo,
desde el aula, desde el taller, desde la familia, desde la comunidad. Debe ser una
obra colectiva donde el poder político sea sinónimo de servicio, no de dominio.
Esa es la tarea de esta nueva generación: reemplazar el miedo por la dignidad,
la obediencia por el pensamiento crítico y la neutralidad por la acción ética.
La neutralidad política, como lo hemos visto, es una
forma de claudicación moral. Pero la conciencia ciudadana que hoy despierta
representa el camino hacia una verdadera emancipación. Es el pueblo que se
levanta, que ya no quiere ser manipulado ni silenciado, que exige justicia,
transparencia y verdad. Es el fin del servilismo político y el inicio de una
nueva era: la era de los ciudadanos conscientes, éticos y libres.
CONCLUSIÓN
En tiempos de definiciones políticas, no hay espacio para
la indiferencia ni para el silencio cómplice. La neutralidad, que algunos
consideran prudencia, es en realidad una forma de renuncia moral. La historia
de El Salvador demuestra que cuando el pueblo calla, los corruptos gobiernan;
cuando el ciudadano se abstiene, los opresores avanzan; y cuando la sociedad
elige no participar, la injusticia se convierte en ley.
Durante décadas, las élites políticas, económicas y
mediáticas cultivaron una falsa idea de neutralidad para mantener al pueblo
dormido, desmovilizado y sometido. Alimentaron el miedo a la participación y
fomentaron el desencanto político para seguir usufructuando del poder. Pero la
historia no perdona la pasividad: la corrupción, la desigualdad y el
sufrimiento acumulado son las consecuencias directas de la indiferencia ciudadana.
Hoy, más que nunca, se impone la necesidad de una conciencia
política ética y activa. Ser ciudadano no significa simplemente tener
derecho al voto; significa ejercer una responsabilidad moral frente a la
sociedad. Implica pensar críticamente, denunciar las injusticias, defender la
verdad, y actuar en favor del bien común. No existe neutralidad posible en una
nación donde aún persisten la pobreza, la mentira mediática y la manipulación
ideológica.
El Salvador está ante un momento decisivo: o consolida el
proceso de transformación iniciado en los últimos años, o permite que los
mismos de siempre vuelvan a corromper el futuro. No se trata de ser
incondicionales de ningún poder, sino de ser coherentes con los principios. La
verdadera lealtad no es a un partido, sino a la verdad, a la justicia y a la
patria.
Como recordaba Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “el
pueblo debe ser el artífice de su propia liberación.” Ese llamado sigue
resonando hoy como una orden moral. El cambio no puede depender solo de los
gobernantes, sino de cada ciudadano que comprende que callar ante la injusticia
es participar de ella. La verdadera democracia no se construye desde la
neutralidad, sino desde el compromiso, desde la acción y desde la ética.
El futuro de El Salvador no está escrito: lo escribimos
cada día con nuestras decisiones, nuestras palabras y nuestros silencios. Por
eso, en estos tiempos de definiciones, optar por la neutralidad es optar por
la injusticia; mientras que asumir una postura crítica, responsable y
participativa es optar por la dignidad y por la historia.
El país necesita menos espectadores y más protagonistas;
menos críticos pasivos y más ciudadanos comprometidos; menos discursos vacíos y
más acciones éticas. Solo así podremos decir que hemos roto las cadenas del
servilismo político y que comenzamos a construir una sociedad verdaderamente
libre, justa y humana.
La neutralidad política no es un signo de sabiduría, sino
de cobardía. Es el disfraz elegante del egoísmo y la indiferencia. En cambio,
la participación activa, el pensamiento crítico y la acción ética son los
verdaderos motores de la historia. Por eso, hoy más que nunca, debemos
reafirmar que el fin de la neutralidad política es el inicio de la verdadera
ciudadanía.
REFLEXIÓN FINAL
La historia no avanza por sí sola; la mueven los hombres
y mujeres que se atreven a pensar distinto, a decir la verdad cuando todos
callan y a defender la justicia cuando el miedo paraliza a los demás. En cada
época, el mundo ha necesitado voces valientes que rompan el silencio, que
desafíen el poder y que recuerden que la neutralidad es solo el refugio de los
cobardes.
El Salvador necesita de esa valentía moral. No de héroes
que griten, sino de ciudadanos que actúen; no de discursos inflamados, sino de
conciencias despiertas. El cambio no se logra esperando que otros lo hagan,
sino asumiendo con humildad y coraje la tarea de transformar la realidad desde
cada espacio: el aula, el hogar, el trabajo, la comunidad.
Ser ciudadano no es solo tener derechos, sino también
responsabilidades. Es comprender que la libertad no consiste en desentenderse
de la política, sino en participar activamente en su construcción. Es entender
que cada voto, cada palabra, cada gesto de solidaridad tiene un impacto en la
vida colectiva. Callar ante la corrupción, la mentira o la injusticia es
traicionar a la patria y renunciar al deber de la conciencia.
Las nuevas generaciones deben saber que la historia del
país no se escribe en los despachos del poder, sino en la conciencia del
pueblo. Que cada elección —moral, política o social— define el tipo de nación
que heredaremos. Si elegimos la comodidad del silencio, heredaremos un país sin
esperanza; si elegimos el compromiso, legaremos una patria digna, justa y
libre.
Monseñor Romero lo dijo con claridad profética: “Nadie
tiene derecho a permanecer indiferente ante las injusticias del mundo.” Esa
frase resume el mandato ético que debe guiar nuestra vida como ciudadanos. No
basta con no hacer el mal: hay que comprometerse activamente con el bien, con
la verdad y con la justicia.
Hoy, cuando el mundo vive una profunda crisis de valores,
el mayor desafío no es tecnológico ni económico, sino moral. Vivimos en
una época donde la mentira se viste de verdad, donde el cinismo se disfraza de
inteligencia y donde el oportunismo pretende suplantar la conciencia. Por eso,
más que nunca, necesitamos recuperar la dignidad humana como brújula y la ética
como camino.
El fin de la neutralidad política no significa
intolerancia ni fanatismo; significa claridad moral. Significa saber distinguir
entre el bien y el mal, entre el justo y el corrupto, entre el que sirve al
pueblo y el que se sirve de él. Significa tener el valor de decir “no” a la
mentira, aunque todos la repitan, y “sí” a la verdad, aunque pocos la
defiendan.
El futuro de El Salvador no se construirá con
indiferencia, sino con compromiso; no con miedo, sino con esperanza; no con
neutralidad, sino con acción. Este es el tiempo de las definiciones, el momento
de asumir que la patria no se defiende desde el silencio, sino desde la
conciencia.
A las nuevas generaciones les corresponde no solo heredar
un país, sino reinventarlo. No deben repetir los errores de los mayores, sino
superarlos. No deben aceptar como normal lo que es injusto, ni como inevitable
lo que puede transformarse. Su misión es continuar la lucha por la verdad, la
justicia y la dignidad humana.
La neutralidad política es, en el fondo, una negación de
la vida. Porque vivir con dignidad exige elegir, comprometerse, actuar y
servir. Que cada joven salvadoreño entienda que la grandeza de una nación no
se mide por su riqueza, sino por la ética de su pueblo.
Hoy, más que nunca, El Salvador necesita ciudadanos que
no teman pensar, que no teman amar a su país con inteligencia, con valor y con
ética. Porque cuando la conciencia despierta, ningún poder puede someterla.
Y ese es, en esencia, el mensaje de este ensayo: quien permanece neutral ante la injusticia renuncia a su humanidad, y quien asume su responsabilidad moral contribuye a la redención de su pueblo.
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