domingo, 9 de noviembre de 2025



ENSAYO: SERVIR AL PUEBLO NO SERVIRSE DEL PUEBLO: LA REVOLUCIÓN ÉTICA QUE SALVARÁ A EL SALVADOR

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

CAPÍTULO I. EL VERDADERO SENTIDO DEL SERVICIO PÚBLICO

INTRODUCCIÓN

En la historia de la humanidad, pocas ideas encierran tanta fuerza moral como la de servir al pueblo. No se trata de una frase vacía ni de una consigna política, sino de un principio ético que define la diferencia entre la grandeza y la miseria del ser humano. Servir es dar lo mejor de uno mismo por el bien común; servirse, en cambio, es usar a los demás como escalones para el beneficio personal. En esta disyuntiva se juega el destino de las naciones: entre la vocación de entrega y la ambición de poder.

La política —entendida en su sentido más noble— nació como un acto de servicio. Para Aristóteles (1994), el ser humano es un animal político, porque solo en la comunidad puede alcanzar su plenitud. Por tanto, la política no debía ser un medio para enriquecerse, sino una vía para procurar el bien común.

Sin embargo, con el paso del tiempo, ese ideal se corrompió. Muchos dirigentes, en lugar de ver en el poder una responsabilidad moral, lo transformaron en un privilegio, olvidando que gobernar significa ante todo cuidar, servir y dignificar la vida de los otros.

En el contexto latinoamericano, y particularmente en El Salvador, esta distorsión del sentido del poder ha dejado heridas profundas. Décadas de gobiernos dominados por partidos tradicionales enseñaron al pueblo que la política podía ser sinónimo de corrupción, clientelismo y abuso. Durante más de treinta años, la nación fue administrada por líderes que se sirvieron del pueblo, en lugar de servirle.

Ese ciclo de ambición y saqueo sembró en la población una mezcla de desconfianza, rabia y resignación. Como señala Savater (1991), “cuando el ciudadano pierde la fe en la honestidad de sus dirigentes, comienza la enfermedad moral de la democracia”.

De allí surge la urgencia de una nueva conciencia ciudadana: la de entender que el poder no pertenece a los gobernantes, sino al pueblo. Que los políticos son simples depositarios de la confianza colectiva, y que su deber no es enriquecerse ni perpetuarse, sino trabajar al servicio del bienestar común. El día que logremos tener políticos que sirvan al pueblo y no se sirvan de él, como bien afirma el autor de esta reflexión, podremos decir con orgullo que estamos avanzando hacia una sociedad ética, madura y moralmente sana.

No se trata de negar que existan políticos honestos; los hay, y su ejemplo ilumina el camino. Pero todavía son pocos, y enfrentan un entorno plagado de prácticas corruptas y de estructuras partidarias que recompensan la lealtad ciega antes que la competencia ética. Esa cultura política, arraigada durante décadas, debe ser desmontada mediante educación, conciencia y participación. Monseñor Óscar Arnulfo Romero (1980) lo expresó con claridad profética: “La política es un deber de amor; quien no la vive como servicio, la convierte en instrumento de opresión”.

La enseñanza familiar juega también un papel crucial en esta transformación moral. Desde el hogar se aprende a diferenciar entre el bien y el mal, entre la dignidad y la deshonra. Quien crece bajo el ejemplo de padres honestos entiende que la riqueza material carece de valor si se ha conseguido traicionando los principios. En palabras de Erich Fromm (2002), “la verdadera riqueza del ser humano está en su capacidad de amar y servir; quien solo busca poseer, termina poseído por sus propias ambiciones”.

El pueblo salvadoreño, por su historia de luchas y sufrimientos, ha comprendido que el servicio al prójimo no es debilidad, sino fuerza moral. Hoy más que nunca, el país necesita líderes que comprendan que el poder es un medio para liberar y no para oprimir; para construir escuelas y hospitales, no para levantar mansiones y fortunas. El nuevo siglo nos plantea un desafío ético: devolverle al servicio público su dignidad original.

Así, este ensayo busca reflexionar críticamente sobre el principio fundamental de toda política justa: servir al pueblo, no servirse del pueblo. A lo largo de los capítulos siguientes se analizará la dimensión filosófica del servicio, la historia de la corrupción política salvadoreña, la importancia de la educación moral, el papel de la juventud en la reconstrucción ética del país, y la posibilidad real de un poder entendido como acto de amor y justicia.

En definitiva, servir no es una obligación impuesta, sino una elección consciente. El político verdadero no busca honores, sino oportunidades para hacer el bien.

El servidor público no mide su éxito por lo que acumula, sino por lo que entrega. Por eso, como bien enseña la sabiduría popular: “No hay grandeza más alta que la humildad de quien sirve sin esperar recompensa”.

El futuro de El Salvador dependerá de esa decisión colectiva: servir con dignidad o servirse con cinismo. De ella dependerá si avanzamos hacia una república ética y moralmente sólida, o si seguimos repitiendo la historia de la corrupción que nos ha humillado por generaciones. La esperanza no está perdida: el pueblo ha despertado, y sabe distinguir entre el que promete para servirse y el que actúa para servir.

CAPÍTULO II. LA POLÍTICA COMO VOCACIÓN DE SERVICIO

El concepto de servicio público ha sido tergiversado a lo largo de la historia. En su origen, la política surgió como una forma de organizar la vida común, como el arte de procurar el bien de todos y no la riqueza de unos pocos. Sin embargo, en la práctica moderna, muchos la han convertido en un instrumento de poder personal, donde el servicio se sustituye por el servilismo y el compromiso por el oportunismo.

Para Max Weber (1919), el político auténtico debe poseer tres virtudes fundamentales: pasión, responsabilidad y mesura. Pasión, no entendida como fanatismo, sino como una entrega amorosa al destino de su pueblo; responsabilidad, porque el ejercicio del poder conlleva consecuencias sobre la vida de los demás; y mesura, porque solo quien domina su ambición puede gobernar con justicia.

 Cuando estos valores desaparecen, el poder se convierte en una forma de corrupción, en una patología moral que destruye la confianza ciudadana.

La política, en su sentido más puro, es una vocación de servicio. Servir no es rebajarse, es elevarse al nivel del otro para comprender sus necesidades. Servir es asumir la carga del prójimo como propia; es mirar el rostro del pueblo y ver en él no un número electoral, sino una historia humana que merece respeto y justicia. Aristóteles (1994) afirmaba que el fin de la comunidad política es la vida buena, no el enriquecimiento de los gobernantes. En esa “vida buena” radica la verdadera felicidad social, pues solo en la equidad y la solidaridad florece la dignidad humana.

No hay acto más revolucionario que servir. En tiempos donde la política se ha contaminado de egoísmo, de intereses económicos y de discursos vacíos, servir con honestidad se vuelve un gesto heroico. Quien entra en la política con la intención de ayudar, de construir y de dignificar, desafía un sistema acostumbrado a premiar la hipocresía y la mediocridad. Por eso, el político verdadero es un moralista práctico, alguien que transforma sus ideales en acciones concretas.

José Martí (1891) lo expresó con claridad al afirmar que “la política no es el arte de engañar a los pueblos, sino de servirlos con decoro y verdad”. Y esa es precisamente la esencia que debe recuperarse: la política como un compromiso ético con la justicia, con la educación, con la salud, con la felicidad colectiva. Servir no es una tarea secundaria del político: es su razón de ser.

En la tradición oriental, Confucio enseñaba que el buen gobernante debía poseer ren, es decir, humanidad, compasión y sentido del deber hacia los demás. Cuando el dirigente perdía esa virtud moral, el pueblo se desmoralizaba y el Estado se desintegraba. Esa enseñanza conserva su vigencia: un país sin líderes morales está condenado al caos. Por eso, en el caso salvadoreño, la reconstrucción del país no será posible si no formamos dirigentes con vocación de servicio, con sensibilidad humana y conciencia social.

El filósofo Fernando Savater (1991) afirma que “la política no es el arte de dominar, sino de convivir”. En ese sentido, el verdadero líder no necesita imponer, sino inspirar; no busca obediencia ciega, sino participación consciente. El político-servidor reconoce que la autoridad no se hereda ni se compra: se gana con la coherencia, la humildad y la entrega al bien común.

El problema surge cuando el poder deja de ser un servicio y se convierte en un botín. Cuando los cargos públicos se usan como trampolines de enriquecimiento, la política pierde su alma y el Estado se deslegitima. Esa degeneración se traduce en corrupción, nepotismo y desprecio por el pueblo. El político que solo busca servirse, termina sirviendo al ego y olvidando la patria.

En cambio, quien concibe la política como servicio entiende que la ética es la base de la verdadera autoridad. La autoridad moral no proviene del puesto, sino del ejemplo. El funcionario íntegro sabe que el respeto no se exige, se gana. Por eso, la educación ética debe ser el corazón de toda formación política: sin ética, el poder se convierte en abuso; con ética, se convierte en instrumento de transformación.

Monseñor Óscar Romero (1980) lo expresó con una sencillez luminosa: “El político que no ama, oprime”. Amar, en este contexto, no es un sentimiento abstracto, sino un compromiso activo con la justicia social. Servir al pueblo implica amar su dignidad, su cultura, su esperanza. Implica entender que cada decisión pública afecta la vida de miles, y que quien traiciona esa confianza traiciona la esencia misma de la humanidad.

En la actualidad, la sociedad salvadoreña vive un proceso de renovación moral. Cada obra pública, cada reforma y cada política social que busca dignificar al ciudadano es una forma concreta de servicio. No se trata de discursos ni de campañas, sino de hechos visibles que demuestran que la política puede volver a tener rostro humano. La gente ha aprendido a distinguir entre quien promete para servirse y quien actúa para servir.

Por eso, servir al pueblo no debe ser una frase de campaña, sino una filosofía de vida. La vocación de servicio es el más alto grado de evolución moral. En un país donde por décadas se confundió poder con impunidad, el retorno a la ética es el inicio de una verdadera revolución cultural. La historia recordará con gratitud a quienes pusieron su talento al servicio del bien común, y olvidará a quienes usaron al pueblo como medio para su beneficio personal.

Como enseña Karel Kosík (1967) en Dialéctica de lo concreto, toda praxis auténtica debe orientarse a la transformación de la realidad en beneficio de los seres humanos. La política sin servicio se convierte en pseudopraxis, en apariencia vacía. Servir, en cambio, es el acto más concreto y revolucionario del espíritu humano.

En suma, la política concebida como vocación de servicio no busca aplausos, sino resultados; no busca fama, sino justicia. El político-servidor no vive de los pobres, vive para ellos. No roba oportunidades, las crea. Y cuando esa ética se asienta en la conciencia colectiva, una nación deja de ser espectadora de su destino para convertirse en protagonista de su historia.

CAPÍTULO III. EL SALVADOR: TRES DÉCADAS DE POLÍTICOS QUE SE SIRVIERON DEL PUEBLO

Durante más de treinta años, El Salvador fue escenario de una política profundamente degradada por la corrupción y el oportunismo. La guerra civil (1980–1992) había dejado una nación herida, pero también esperanzada: el pueblo soñaba con un nuevo amanecer de justicia, democracia y desarrollo. Sin embargo, la firma de los Acuerdos de Paz no trajo consigo la paz moral que el país necesitaba. Lo que vino después fue una prolongada etapa de manipulación, de cinismo político y de enriquecimiento ilícito disfrazado de democracia.

Los gobiernos que sucedieron al conflicto, principalmente los de los partidos ARENA y FMLN, se alternaron el poder con discursos distintos pero con prácticas similares. El primero se presentó como defensor de la libertad económica; el segundo, como redentor del pueblo. Pero en la realidad, ambos terminaron convertidos en maquinarias de corrupción, de nepotismo y de privilegio. Como lo expresó Martínez (2015), “El Salvador padeció una democracia aparente, donde los mismos de siempre se enriquecían mientras la mayoría seguía viviendo en la miseria”.

El pueblo fue testigo de cómo los dirigentes políticos se servían de los fondos públicos con total impunidad. Las promesas de desarrollo se transformaron en cuentas bancarias millonarias, las palabras de justicia en discursos vacíos, y los ideales en negocios personales. Las instituciones, en lugar de defender al ciudadano, se volvieron cómplices del saqueo. El Estado fue capturado por una élite política y económica que veía al país como su propiedad privada.

Yo mismo fui testigo de esa deformación moral. Recuerdo —como relaté en la introducción— que durante la campaña presidencial de Armando Calderón Sol, un compañero docente de un colegio privado, a quien consideraba amigo y persona decente, se me acercó con entusiasmo. Me dijo que lo estaban proponiendo para ocupar la dirección del Instituto de Bienestar Magisterial, y me pidió que lo ayudara a elaborar su plan de trabajo. “Si gana Calderón Sol, me nombrarán director”, me comentó. Luego, con una naturalidad que me estremeció, añadió: “Y si yo llego, te voy a llevar conmigo como mi mano derecha”.

En ese momento creí que hablaba en términos de colaboración profesional, pero pronto reveló su verdadera intención: “Mirá, no estoy pidiendo que me den dinero, solo quiero que me pongan donde hay”. Esa frase, tan corta como reveladora, resumía el espíritu de toda una clase política: llegar al poder no para servir, sino para servirse. Cuando le pregunté si no creía que eso era corrupción, me respondió con una risa cínica: “Eso hacen todos, ¿Por qué yo no?”. Aquella conversación cambió mi percepción de él y me confirmó lo que mi padre me había enseñado desde niño: “Hijo, es mejor vivir pobre, pero con honor, que rico con vergüenza”.

Esa mentalidad del “poneme donde hay” se convirtió en el lema no declarado de muchos funcionarios y dirigentes políticos en El Salvador. El poder fue visto como botín, no como servicio; como una oportunidad para sacar ventaja, no para hacer justicia. Y mientras tanto, el pueblo seguía sufriendo la desigualdad, el desempleo, la migración forzada y la falta de oportunidades.

Karel Kosík (1967) describió este fenómeno como el dominio de la pseudoconcreción, es decir, la apariencia de realidad que oculta la esencia verdadera. Así ocurrió con la política salvadoreña: bajo la máscara de democracia, se escondía un sistema de corrupción estructural. Los gobernantes hablaban de progreso mientras vaciaban las arcas del Estado; prometían escuelas y hospitales, pero sus prioridades eran mansiones, cuentas en el extranjero y campañas de propaganda.

El pueblo, sin embargo, no es ingenuo. Con el tiempo, fue despertando de ese largo letargo político. Empezó a comprender que la democracia sin ética es solo una fachada. Fromm (2002) diría que el ser humano moderno, al perder su orientación moral, cae en la idolatría del poder y del dinero. Y eso precisamente ocurrió: los líderes se convirtieron en ídolos falsos, en símbolos del egoísmo institucionalizado.

Durante los gobiernos de ARENA, el neoliberalismo se impuso como dogma. Se privatizaron los bienes públicos bajo el argumento del “progreso”, pero en realidad se trató de un proceso de despojo. El patrimonio nacional pasó a manos de unos cuantos. Con la llegada del FMLN, muchos esperaban un cambio ético, un gobierno del pueblo y para el pueblo. Sin embargo, el desencanto fue aún mayor: se repitieron los mismos vicios, los mismos abusos, las mismas redes de corrupción. Como señala Aranguren (1997), “el poder, cuando carece de virtud, reproduce la injusticia bajo nuevos nombres”.

Las consecuencias de esa traición moral fueron devastadoras. La juventud perdió la fe en la política, muchos emigraron buscando dignidad en tierras ajenas, y la pobreza siguió siendo el rostro cotidiano del país. El Salvador, a pesar de su gente trabajadora y noble, fue secuestrado por líderes mediocres, oportunistas y, en algunos casos, abiertamente criminales.

Sin embargo, la historia no está condenada a repetirse. En los últimos años, ha surgido una nueva conciencia ciudadana que exige transparencia, honestidad y resultados. El pueblo, cansado de ser engañado, ha aprendido a distinguir entre quienes llegan para servir y quienes llegan para servirse. Este despertar cívico ha marcado un punto de inflexión: la gente ya no vota por colores ni por consignas, sino por hechos visibles.

El ejemplo de los nuevos liderazgos que priorizan la obra pública, la educación, la salud y la infraestructura demuestra que sí es posible ejercer el poder como servicio.

Que un político puede construir escuelas en lugar de mansiones, hospitales en lugar de cuentas secretas. Y eso, más que una transformación política, es una revolución moral.

Hoy, la frase “servir al pueblo, no servirse del pueblo” se ha convertido en un criterio ético que permite evaluar la autenticidad de los líderes. Ya no basta con prometer; hay que demostrar. Ya no basta con hablar de cambio; hay que encarnarlo. El político que roba no solo comete un delito, comete una traición a la patria. Y la historia, tarde o temprano, lo juzga.

Como escribió Romero (1980) en una de sus homilías: “El poder político solo tiene sentido si está al servicio del pueblo; cuando se aparta de él, se convierte en tiranía”. Esa advertencia sigue vigente. El Salvador solo podrá considerarse una nación verdaderamente libre cuando todos sus servidores públicos comprendan que gobernar no es servirse, sino sacrificarse; que el poder no se disfruta, se asume con humildad y responsabilidad.

CAPÍTULO IV. ÉTICA PERSONAL Y CONCIENCIA SOCIAL

Ninguna transformación política puede sostenerse sin una revolución moral interior. La raíz de la corrupción no está únicamente en los partidos o en las instituciones, sino en la conciencia de las personas que las integran. Cada funcionario, cada docente, cada ciudadano, lleva dentro de sí una elección permanente entre el bien y el mal, entre servir o servirse. De allí que la regeneración de un país comience en el alma de su gente, en su ética personal y en su compromiso con la verdad.

La ética personal no es una doctrina abstracta, sino una práctica cotidiana que se forja en el hogar, en la escuela y en la comunidad. Desde la infancia aprendemos lo que es correcto o incorrecto según los ejemplos que vemos. No basta enseñar moral en los libros; es necesario vivirla. Como señala José Ramón Ayllón (2007), “la educación ética no se impone, se contagia”. El niño que crece viendo honestidad, aprende a ser íntegro; el joven que observa coherencia en sus maestros, entiende que la dignidad no se negocia.

Por eso, la crisis de la política es también una crisis educativa y familiar. Durante décadas, la sociedad salvadoreña normalizó conductas deshonestas: el “si todos lo hacen”, el “no pasa nada”, el “poneme donde hay”. Esa mentalidad, repetida y aceptada, terminó por corroer el sentido moral colectivo. La corrupción dejó de ser un escándalo para convertirse en costumbre. Y cuando la corrupción se vuelve costumbre, la sociedad entera enferma.

La ética personal es, entonces, el primer antídoto contra esa enfermedad. No se trata solo de exigir líderes honestos, sino de ser ciudadanos honestos. Porque la corrupción empieza cuando alguien se aprovecha de un puesto, pero también cuando otra calla o se acomoda. Como escribió Albert Camus (1951), “el mal triunfa cuando los hombres buenos se cruzan de brazos”. Servir al pueblo exige romper el silencio, denunciar la injusticia y actuar con responsabilidad en cada espacio de la vida.

El papel del docente es esencial en esta reconstrucción moral. El maestro no solo enseña contenidos, sino valores. En sus manos se forma el carácter de las futuras generaciones. Un maestro corrupto reproduce corrupción; un maestro íntegro siembra esperanza. La ética, por tanto, debe ser el eje transversal de todo proceso educativo. Enseñar ética no es repetir mandamientos, sino formar conciencia crítica. Un estudiante que aprende a pensar por sí mismo, a distinguir lo justo de lo injusto, se vuelve inmune al engaño político.

En la universidad, este principio cobra aún más fuerza. La educación superior no puede limitarse a formar profesionales competentes; debe formar profesionales éticos, conscientes de su responsabilidad social. El médico que roba al enfermo, el abogado que engaña al cliente, el político que traiciona al votante, son reflejo de una educación sin moral. Como advierte Paulo Freire (1997), “no hay verdadera educación sin compromiso con la transformación de la realidad”. Y transformar la realidad implica actuar con ética, con sensibilidad humana y con justicia social.

La conciencia social es el paso siguiente. Mientras la ética personal guía el comportamiento individual, la conciencia social orienta la acción colectiva. Significa comprender que mis actos afectan al otro, que mis decisiones privadas tienen consecuencias públicas. Una nación avanza cuando sus ciudadanos piensan más en el bien común que en la conveniencia personal. Servir al pueblo, en este sentido, es también educar al pueblo: ayudarle a despertar, a cuestionar, a fiscalizar.

El pueblo consciente no se deja engañar por discursos vacíos. Analiza, compara, exige y participa. La vigilancia ciudadana es la forma más elevada de patriotismo. Cuando los ciudadanos se convierten en guardianes del bien común, el poder político se ve obligado a rendir cuentas. Así se fortalece la democracia: no con slogans, sino con participación ética y activa.

En este contexto, el docente, el intelectual y el profesional honesto deben ser la voz de la conciencia colectiva. Callar frente a la corrupción es complicidad; hablar es un deber moral. Como afirmaba Monseñor Romero (1980): “Una sociedad que calla ante la injusticia se vuelve cómplice de su propia destrucción”. Por eso, el compromiso ético no puede ser intermitente ni selectivo: debe ser coherente, permanente y ejemplar.

Quien sirve al pueblo desde la ética no necesita cargos ni títulos para hacerlo. El servicio puede manifestarse en la docencia, en la medicina, en la agricultura, en la administración pública o en el arte. Cada acción honesta, por pequeña que parezca, es un acto de resistencia contra la corrupción. El verdadero cambio no lo hacen los poderosos, sino los conscientes.

La ética personal también se traduce en austeridad, en no vivir por encima de los medios propios, en no buscar privilegios indebidos, en rechazar el soborno o el favoritismo. Es el valor de poder mirar a los ojos a los hijos y decirles: “No tenemos mucho, pero lo que tenemos es limpio”. Ese orgullo moral vale más que cualquier riqueza material. En palabras de Fromm (2002), “la dignidad del ser humano consiste en ser y no en tener”.

Una nación verdaderamente libre no se mide por la cantidad de sus leyes, sino por la calidad moral de su gente. Las constituciones más bellas pueden ser papel mojado si los corazones están vacíos de ética. De ahí que el futuro de El Salvador dependa de una doble tarea: formar líderes con conciencia moral y ciudadanos con sentido crítico. Solo así se podrá cerrar el ciclo de la corrupción que tanto daño ha causado.

Servir al pueblo, en su dimensión más profunda, es un acto de amor y de justicia. No hay servicio sin sacrificio, ni justicia sin integridad. La conciencia social no se decreta: se educa, se cultiva y se defiende. Por eso, cada salvadoreño honesto, cada maestro íntegro, cada joven con ideales, forma parte de esa nueva generación que no quiere servirse del país, sino construirlo.

En conclusión, la ética personal y la conciencia social son los pilares de una república moralmente sana. Sin ellas, la política se degrada, la justicia se corrompe y la educación se vacía de sentido. Pero con ellas, el país puede renacer. Porque un pueblo que piensa con ética y actúa con conciencia no puede ser dominado: puede ser guiado, pero nunca engañado.

CAPÍTULO V. LA NUEVA GENERACIÓN Y EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA CÍVICA

En cada época de la historia, las naciones que han logrado levantarse de la corrupción, la ignorancia y el abuso lo han hecho gracias a sus nuevas generaciones. Son los jóvenes —cuando se liberan del miedo, de la apatía y del conformismo— quienes se convierten en el motor de los grandes cambios. Y en el caso de El Salvador, ese despertar ya ha comenzado.

La juventud salvadoreña de hoy no es la misma que la de hace treinta años. Es una generación que ha crecido entre los escombros del desencanto, pero también bajo la luz de una nueva esperanza. Ha visto cómo la mentira política destruyó a familias enteras y cómo el robo institucionalizado dejó sin futuro a miles de compatriotas. Pero también ha comprobado que es posible gobernar con transparencia, construir escuelas, hospitales y oportunidades reales para el pueblo. Esa experiencia ha despertado una conciencia cívica inédita, una energía moral que exige honestidad, resultados y participación.

El joven actual ya no se conforma con aplaudir; pregunta, compara, investiga y fiscaliza. El acceso a la información, las redes sociales y las plataformas digitales le han permitido desmantelar los discursos falsos que antes dominaban el escenario político. Ya no se deja manipular por la propaganda ni por los “analistas reciclados” que defendieron por años un sistema corrupto. Como afirma Zygmunt Bauman (2007), en la era de la modernidad líquida “la conciencia crítica es el único ancla estable frente al oleaje del engaño y la manipulación”.

Esa conciencia crítica no surge de la nada: es fruto de la educación y de la experiencia histórica. Cada vez que un joven comprende que su voto vale, que su opinión cuenta y que su voz puede transformar, está naciendo un nuevo ciudadano. José Martí (1891) decía que “la juventud es la edad del sacrificio y la esperanza; el deber de los jóvenes es alzar la patria cuando otros la han derrumbado”. Y precisamente eso está ocurriendo: los jóvenes salvadoreños están levantando el país no con discursos vacíos, sino con trabajo, creatividad y amor por la verdad.

Durante décadas, la vieja clase política promovió el desinterés cívico. Convenció a muchos de que la política era “sucia” y que no valía la pena involucrarse. Así lograron perpetuar su dominio. Pero el tiempo les quitó la máscara. Hoy, una nueva generación —informada, consciente y crítica— entiende que renunciar a la política es dejar el país en manos de los corruptos. Por eso participa, denuncia, propone y defiende los cambios con determinación.

El despertar de la conciencia cívica no solo se da en las urnas, sino también en las aulas, en los barrios, en las redes y en las familias. Jóvenes docentes, profesionales y estudiantes están impulsando proyectos comunitarios, emprendimientos solidarios y campañas educativas que promueven la ética, la justicia y la participación social. Ya no esperan que otros los representen: se representan a sí mismos con dignidad.

La educación cívica vuelve a ser, entonces, una herramienta revolucionaria. No como una materia decorativa, sino como una práctica viva que enseña a los jóvenes a pensar, a cuestionar, a decidir con conciencia. El filósofo John Dewey (1938) sostenía que “la democracia debe renacer en cada generación y la educación es su partera”. Educar en civismo es formar guardianes de la verdad, defensores del bien común y ciudadanos capaces de resistir la manipulación del poder.

A través de la historia salvadoreña, las nuevas generaciones siempre han tenido que asumir el peso del cambio. Desde las luchas estudiantiles del siglo XX hasta los movimientos sociales contemporáneos, la juventud ha sido la voz que rompe el silencio. Pero esta vez, su lucha no es con armas ni consignas ideológicas: es con pensamiento, ética y acción social. Es la revolución de las ideas, la revolución de la conciencia.

La juventud salvadoreña está demostrando que servir al pueblo no requiere ocupar un cargo, sino asumir una actitud. Servir es organizar una campaña de alfabetización, crear una app que ayude a otros, cuidar el medio ambiente, o simplemente negarse a mentir, a sobornar, a aprovecharse. Cada acto honesto es una victoria contra el viejo orden de la corrupción.

El reto ahora es consolidar ese despertar. Que la energía cívica no se apague con la rutina ni con el desencanto. Que el servicio público se convierta en un ideal juvenil, en una aspiración legítima de quienes quieren transformar el país con ética y con trabajo. Es necesario fortalecer en los jóvenes el sentido de pertenencia nacional, la conciencia histórica y la vocación de servicio.

Fernando Savater (1991) lo resume con claridad: “La libertad no es hacer lo que se quiere, sino querer lo que se debe”. Esa frase encierra la madurez cívica que el país necesita: una juventud que entiende la libertad no como licencia para el egoísmo, sino como compromiso con la justicia. Cuando un joven decide servir al pueblo en lugar de servirse de él, se convierte en símbolo de la nueva república moral que El Salvador anhela.

El despertar de la conciencia cívica también implica aprender a distinguir entre el servicio y el espectáculo. Muchos políticos intentan seducir a la juventud con campañas vacías, hashtags o discursos de moda, pero el joven consciente sabe que el servicio se mide por resultados, no por selfies. La nueva generación exige coherencia, transparencia y empatía.

En este contexto, los valores éticos deben ocupar el centro de toda formación ciudadana: la honestidad, la solidaridad, la responsabilidad y la empatía. Sin estos pilares, el civismo se vuelve apariencia. Con ellos, la nación se fortalece desde adentro. Erich Fromm (2002) lo expresó magistralmente: “El ser humano solo se realiza plenamente cuando da de sí mismo; quien solo busca poseer, termina vacío”.

Hoy, miles de jóvenes salvadoreños están dando de sí mismos: enseñando, creando, ayudando, denunciando. Son el rostro de un país que resurge de su propia sombra. No son apáticos ni indiferentes, son conscientes y valientes. Representan la ruptura definitiva con aquella cultura política que veía en el poder una oportunidad para el robo y la mentira.

Por eso, este capítulo no es solo un elogio a la juventud, sino una invitación a la acción. A consolidar ese despertar cívico como fuerza histórica. A demostrar que los valores pueden vencer al cinismo, que la educación puede vencer a la ignorancia, y que el servicio puede vencer al egoísmo.

El Salvador del futuro no será construido por los que se sirvieron del pueblo, sino por los que decidieron servir con el alma, con la mente y con el corazón. Y ese futuro ya comenzó: lo están edificando los jóvenes que aprendieron que servir es el acto más alto de amor patriótico.

CAPÍTULO VI. EL PODER COMO ACTO DE AMOR Y JUSTICIA

Pocas palabras encierran tanta ambigüedad moral como poder. A lo largo de la historia, el poder ha sido la causa de grandes progresos, pero también de las peores desgracias humanas. Todo depende del espíritu con que se ejerza. Cuando el poder se asume como servicio, se convierte en instrumento de amor y justicia; cuando se usa para servirse, se transforma en tiranía y corrupción. En esta diferencia se juega la grandeza o la miseria de una nación.

El poder bien ejercido es aquel que nace del amor al pueblo, no del deseo de dominarlo. No se trata de un amor romántico, sino de un compromiso profundo con la dignidad humana. Como señaló Monseñor Óscar Arnulfo Romero (1980): “El poder político solo tiene sentido si está al servicio del pueblo; cuando se aparta de él, se convierte en tiranía”. Amar al pueblo es cuidar de sus derechos, proteger su bienestar y garantizar su acceso a la educación, la salud, la vivienda y la justicia. Ese amor se traduce en hechos: en obras, en decisiones éticas, en transparencia.

El filósofo Erich Fromm (2002) definió el amor como “una fuerza activa que rompe las barreras que separan al hombre de sus semejantes”. En ese sentido, el amor político no es sentimentalismo, sino acción transformadora. El líder que ama a su pueblo no roba, no miente, no se enriquece con el dolor ajeno; se entrega, se sacrifica y busca dejar una huella moral. Quien gobierna con amor no necesita gritar su honestidad: la demuestra en cada acto de servicio.

A lo largo de la historia, los pueblos han conocido líderes que ejercieron el poder como acto de amor y justicia. Nelson Mandela, tras 27 años de prisión, no buscó venganza sino reconciliación; su ejemplo demostró que el poder puede sanar en lugar de dividir. Mahatma Gandhi renunció al lujo y a la violencia para liberar a su nación desde la humildad. Monseñor Romero, desde su púlpito, usó su voz para defender a los pobres y denunciar a los opresores, pagando con su vida el precio de su coherencia. Todos ellos comprendieron que el poder auténtico es servicio, y que la justicia no se impone, se inspira.

En contraste, la historia salvadoreña —como tantas en América Latina— conoció durante décadas el poder del egoísmo. Un poder que robaba en nombre de la libertad, que prometía democracia mientras destruía la confianza del pueblo. Ese poder corrupto no era amor ni justicia: era codicia institucionalizada. Como advierte Max Weber (1919), el político sin ética convierte la autoridad en pretexto para el abuso.

Hoy, El Salvador vive un cambio profundo en la concepción del poder. Después de tres décadas de gobiernos que se sirvieron del pueblo, ha surgido una visión distinta: la del poder entendido como instrumento de transformación moral y social. El pueblo ya no es espectador, es protagonista. Las obras públicas, la inversión en salud, en educación y en infraestructura no son simples políticas: son expresiones concretas de amor al país.

Cuando un gobierno construye escuelas, hospitales y viviendas dignas, está ejerciendo el poder con amor; cuando combate la corrupción y devuelve los recursos robados al pueblo, está ejerciendo el poder con justicia. El amor político no se mide por discursos, sino por resultados tangibles. Como escribió Karel Kosík (1967), “la praxis verdadera es aquella que transforma la realidad en beneficio del hombre”.

El poder, en su sentido ético, implica renuncia y responsabilidad. Quien asume una función pública debería entender que no se le ha dado un privilegio, sino una carga moral. Cada decisión afecta vidas humanas, cada acto administrativo puede aliviar o agravar el sufrimiento de los demás. Por eso, el poder exige humildad. El dirigente sabio sabe que está al servicio de una causa mayor que su propio ego.

El amor en política se manifiesta también en la escucha activa del pueblo. El gobernante que escucha no teme al disenso ni a la crítica; al contrario, las valora como herramientas de mejora. Escuchar es un acto de respeto, y respetar es un acto de amor. En cambio, el político que desprecia la voz del pueblo o manipula su voluntad demuestra que no ama, sino que teme perder sus privilegios.

Fernando Savater (1991) recuerda que “la justicia es el amor hecho norma social”. Esta frase sintetiza la esencia de la política ética: transformar el amor en ley, el servicio en política pública, y la compasión en estructura social. No hay justicia verdadera sin empatía, ni poder legítimo sin amor. Gobernar con amor no significa debilidad, sino fortaleza moral; implica tener el valor de poner al ser humano por encima del interés partidario.

El poder también debe ser pedagógico. Cada acción gubernamental, cada proyecto, cada discurso debe educar al pueblo en los valores del bien común. La transparencia enseña más que mil palabras. La honradez contagia. El ejemplo, decía Aranguren (1997), es la forma más alta de enseñanza ética. Por eso, el poder honesto no solo administra, también forma conciencia.

Un gobernante que ama no teme rendir cuentas, porque sabe que su autoridad no proviene del miedo, sino de la confianza. Un poder basado en el amor no busca perpetuarse, sino trascender; no busca aplausos, sino resultados. Esa es la diferencia entre el político que sirve y el que se sirve: uno deja obras, el otro deja ruinas.

El poder bien ejercido dignifica tanto al que lo ejerce como al que lo recibe. Cuando un líder actúa con justicia, eleva la moral del pueblo, fortalece la esperanza y renueva el pacto social. En cambio, cuando gobierna con cinismo, destruye el alma colectiva. El poder que roba mata la fe, pero el poder que sirve resucita la confianza.

Por eso, en la nueva era que vive El Salvador, es fundamental comprender que el poder debe seguir siendo acto de amor y de justicia. La justicia sin amor se vuelve fría y burocrática; el amor sin justicia se vuelve ingenuo. Solo la unión de ambos garantiza la dignidad humana. Amar es hacer justicia, y hacer justicia es la forma más pura de amar.

El día que todos los funcionarios, alcaldes, diputados y gobernantes comprendan esta verdad simple pero profunda, el país alcanzará su madurez moral. Entonces, servir al pueblo no será una consigna electoral, sino una práctica diaria; y el poder dejará de ser privilegio para convertirse en deber sagrado.

En definitiva, el poder sin amor destruye, pero el poder con amor construye. Gobernar con justicia es amar con inteligencia, y amar con justicia es servir con honor. Ese es el camino hacia una sociedad verdaderamente humana, donde la política recupere su rostro ético y el pueblo vuelva a confiar en sus líderes.

CAPÍTULO VII. CONCLUSIÓN: UNA PATRIA FUNDADA EN EL SERVICIO

La historia de los pueblos está escrita, en gran medida, por la conducta moral de sus líderes. Ninguna nación ha prosperado verdaderamente sin ética, sin verdad y sin justicia. En cambio, todas las civilizaciones que olvidaron el valor del servicio terminaron cayendo bajo el peso de su propia corrupción. El Salvador no ha sido la excepción: durante décadas fue víctima de un poder egoísta, de dirigentes que confundieron el servicio con el saqueo, y la política con el negocio. Pero el pueblo, cansado de ser engañado, ha comenzado a despertar, y con ese despertar renace la esperanza.

Servir al pueblo, y no servirse de él, no es una simple frase moral: es el fundamento de una patria justa y humana. Sin ese principio rector, cualquier intento de desarrollo se derrumba. Las carreteras, las escuelas y los hospitales pierden sentido si no se construyen desde la ética; las leyes, los discursos y las reformas son inútiles si no están guiados por la conciencia del bien común. La grandeza de un país no se mide por su riqueza material, sino por la honestidad de su gente.

El servicio público auténtico implica renunciar al egoísmo, al interés partidario y al lucro personal. Es asumir el poder como una responsabilidad moral, no como un privilegio. Significa comprender que cada decisión tomada en el ámbito político repercute en la vida del pueblo, especialmente en la de los más pobres. Como advirtió Aristóteles (1994), “la política debe orientarse al bien común; cuando se usa para fines particulares, se pervierte”.

El Salvador ha sufrido demasiado por esa perversión del poder. Décadas de corrupción, impunidad y mediocridad política dejaron cicatrices profundas: pobreza estructural, migración masiva y desconfianza social. Sin embargo, en medio de esa herida, ha germinado algo nuevo: una conciencia moral colectiva, una ciudadanía que ya no tolera la mentira, que exige resultados y que valora la honestidad por encima de la retórica. Ese cambio es el signo de una nueva era.

La reconstrucción moral del país exige educar en valores éticos, desde la niñez hasta la función pública. No basta con castigar la corrupción: hay que prevenirla formando seres humanos íntegros. La escuela debe enseñar a pensar, pero también a sentir; a razonar, pero también a actuar con justicia. La universidad debe formar profesionales competentes, pero sobre todo responsables. Y el Estado debe ser el primer ejemplo de ética institucional.

Karel Kosík (1967) escribió que “toda transformación auténtica del mundo comienza por la conciencia”. Servir al pueblo, entonces, no es solo una acción política, sino un acto de conciencia; un modo de entender la vida como entrega. El ciudadano ético no busca aprovecharse del sistema: busca mejorarlo. El funcionario honesto no teme al escrutinio público: lo busca, porque sabe que la transparencia es su mayor defensa.

En este sentido, la ética pública no puede reducirse a códigos legales. La ley castiga el delito, pero solo la ética previene la traición moral. De nada sirve tener tribunales si el corazón del servidor está podrido. La regeneración del Estado salvadoreño debe comenzar en el alma de sus líderes y continuar en la conciencia del pueblo.

Una patria fundada en el servicio es una patria que se pertenece a sí misma. Donde el político sirve al ciudadano, el maestro al estudiante, el médico al enfermo y el ciudadano al bien común. Cada persona tiene un papel en esa gran tarea de redignificar el país. Servir no es humillarse; es elevarse. Es reconocer que el verdadero poder no consiste en mandar, sino en transformar.

La historia reciente muestra que cuando el poder se ejerce con amor y justicia, los resultados son visibles: hospitales modernos, escuelas dignas, obras públicas que devuelven esperanza, y un pueblo que vuelve a confiar. Esa es la prueba irrefutable de que el poder puede ser limpio, de que la política puede ser moral, y de que la patria puede renacer si la guía la ética.

Como bien enseñó Monseñor Romero (1980): “Ninguna sociedad se redime si no hay hombres y mujeres que asumen el poder como servicio, y la justicia como expresión del amor”. En esa frase se resume todo el sentido de este ensayo. La justicia sin amor es fría; el amor sin justicia es débil. Pero cuando ambos se funden, nace la verdadera civilización.

Por eso, esta conclusión no es un cierre, sino una invitación. Una invitación a todos los salvadoreños —docentes, estudiantes, campesinos, profesionales, políticos y ciudadanos— a construir juntos una patria fundada en el servicio. A recordar que el poder es efímero, pero la dignidad es eterna. Y que el único legado que trasciende el tiempo no es la riqueza, sino el ejemplo.

Servir al pueblo no es tarea de santos ni de héroes, sino de ciudadanos conscientes. Cada acto de honestidad, cada gesto de solidaridad, cada palabra justa, es un ladrillo en la edificación moral del país. Porque en última instancia, la patria no la construyen los que mandan, sino los que sirven.

CAPÍTULO VIII. REFLEXIÓN FINAL: SERVIR ES VIVIR

Cuando el ser humano comprende que su existencia tiene sentido solo en la medida en que es útil a los demás, ha alcanzado el más alto nivel de evolución moral. Servir no empobrece; al contrario, ennoblece. Servir no quita, multiplica. Servir no debilita, fortalece el alma. En una sociedad marcada por el egoísmo, el individualismo y la competencia desmedida, el acto de servir se vuelve un gesto de rebeldía espiritual, un testimonio de humanidad en medio del ruido del poder.

La historia nos enseña que los grandes hombres y mujeres no fueron los que acumularon riquezas, sino los que entregaron su vida por una causa justa. Quien sirve deja huellas que no borra el tiempo. El que se sirve, en cambio, desaparece entre la indiferencia y el olvido. Esa es la gran lección de la vida pública: los pueblos recuerdan a quienes los amaron y olvidan a quienes los usaron.

En la vida personal de cada ciudadano también se libra esa batalla interior entre el servir y el servirse. Todos tenemos la posibilidad de elegir cada día entre el bien y la conveniencia, entre el deber y el egoísmo. Y en esa elección se define no solo nuestro destino, sino el de la patria entera. Porque un pueblo está hecho de millones de decisiones individuales: si cada salvadoreño decide actuar con ética, el país entero renacerá.

Servir es vivir, porque vivir sin servir es existir sin propósito. El servicio nos conecta con los demás, nos humaniza y nos eleva por encima de nuestras limitaciones. El médico que cura, el maestro que enseña, el obrero que trabaja con honestidad, el campesino que cultiva la tierra, el político que cumple sus promesas, todos son servidores del bien común. Su valor no está en lo que poseen, sino en lo que dan.

En mi propia experiencia, la enseñanza más valiosa que heredé de mis padres fue la dignidad del trabajo honesto. Mi padre solía decir: “Hijo, es preferible vivir pobremente, pero que jamás te señalen por ladrón”. Esa frase se convirtió en una brújula moral para toda mi vida. Nunca he buscado riquezas, pero he procurado servir con honradez. Y hoy puedo decir, con la conciencia tranquila, que no hay satisfacción más grande que mirar hacia atrás y saber que uno nunca traicionó sus principios.

El Salvador necesita más hombres y mujeres con esa convicción moral: personas que comprendan que la felicidad no se encuentra en el dinero, sino en la paz interior que da la coherencia. Porque quien sirve duerme tranquilo; quien se sirve, vive atormentado por su culpa. El servicio no se aprende en un libro, se aprende en la vida, observando a quienes entregan su tiempo, su talento y su corazón sin esperar recompensa.

Erich Fromm (2002) escribió que “la madurez del ser humano consiste en pasar del recibir al dar”. Esa madurez es la que hoy reclama nuestra nación: dejar atrás la etapa egoísta y asumir la adultez moral de una ciudadanía consciente. Cuando el pueblo entero adopta el servicio como forma de vida, la política se ennoblece, la economía se humaniza y la justicia florece.

El servicio no es debilidad ni sumisión: es fortaleza ética. Quien sirve con amor no se arrodilla ante el poder, porque su dignidad proviene de la pureza de su intención. El verdadero servidor no busca aplausos ni reconocimiento; sabe que su recompensa está en el bien realizado. Como decía Monseñor Romero (1980), “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los demás”. Esa entrega silenciosa, muchas veces incomprendida, es la que sostiene el alma de las naciones.

A las nuevas generaciones les corresponde ahora continuar el camino del servicio. Ustedes, jóvenes, no están condenados a repetir los errores del pasado. Tienen en sus manos la oportunidad de construir una patria distinta: una patria fundada en la ética, en la solidaridad y en la justicia. No permitan que la ambición los desvíe de la verdad ni que el cinismo les robe la esperanza. Recuerden que servir al pueblo no es una pérdida de tiempo, sino la forma más sublime de dejar huella.

Servir es también un acto de fe: fe en la humanidad, en la justicia, en la posibilidad del bien. No todos entenderán ese camino, porque vivimos en un mundo donde el éxito se mide en dinero y poder. Pero quienes sirven desde el corazón comprenden que la verdadera victoria está en permanecer fiel a los valores, aunque el mundo entero los contradiga.

Y si algún día la historia llega a preguntarnos qué hicimos por nuestra patria, que podamos responder con serenidad: “Serví mientras tuve fuerzas; serví porque creí en la justicia; serví porque entendí que servir es vivir”.

Cuando llegue ese momento, sabremos que nuestra vida no fue en vano. Porque no hay mayor triunfo que haber vivido con honor, haber amado sin cálculo y haber servido sin condiciones. Esa es la verdadera herencia que un ser humano puede dejar a su pueblo.

Servir al pueblo no es una consigna política: es una filosofía de vida. Es la síntesis de la ética, la justicia y el amor. Es el punto de encuentro entre la conciencia individual y la esperanza colectiva. Y mientras haya salvadoreños dispuestos a servir con el alma, El Salvador tendrá futuro, tendrá dignidad, y sobre todo, tendrá vida.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1.       Aranguren, J. L. (1997). Ética y política. Madrid: Alianza Editorial.

2.       Aristóteles. (1994). La Política. Madrid: Gredos.

3.       Bauman, Z. (2007). Tiempos líquidos: Vivir en una época de incertidumbre. Buenos Aires: Tusquets.

4.       Camus, A. (1951). El hombre rebelde. París: Gallimard.

5.       Dewey, J. (1938). Democracy and Education. New York: Macmillan.

6.       Fromm, E. (2002). El arte de amar. México: Paidós.

7.       Freire, P. (1997). Pedagogía de la autonomía: Saberes necesarios para la práctica educativa. México: Siglo XXI.

8.       Kosík, K. (1967). Dialéctica de lo concreto. México: Grijalbo.

9.       Martí, J. (1891). Nuestra América. Nueva York: Revista Ilustrada.

10.   Romero, Ó. A. (1980). Homilías. San Salvador: Arzobispado de San Salvador.

11.   Savater, F. (1991). Ética para Amador. Barcelona: Ariel.

12.   Weber, M. (1919). La política como vocación. Múnich: Duncker & Humblot.

 

 

 

SAN SALVADOR, 5 DE NOVIEMBRE DE 2025

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