ENSAYO: SERVIR AL PUEBLO NO SERVIRSE DEL PUEBLO: LA REVOLUCIÓN ÉTICA QUE SALVARÁ A EL SALVADOR
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.
CAPÍTULO I. EL VERDADERO SENTIDO DEL SERVICIO PÚBLICO
INTRODUCCIÓN
En la historia de la humanidad, pocas ideas encierran
tanta fuerza moral como la de servir al pueblo. No se trata de una frase
vacía ni de una consigna política, sino de un principio ético que define la
diferencia entre la grandeza y la miseria del ser humano. Servir es dar lo
mejor de uno mismo por el bien común; servirse, en cambio, es usar a los demás
como escalones para el beneficio personal. En esta disyuntiva se juega el
destino de las naciones: entre la vocación de entrega y la ambición de poder.
La política —entendida en su sentido más noble— nació
como un acto de servicio. Para Aristóteles (1994), el ser humano es un animal
político, porque solo en la comunidad puede alcanzar su plenitud. Por
tanto, la política no debía ser un medio para enriquecerse, sino una vía para
procurar el bien común.
Sin embargo, con el paso del tiempo, ese ideal se
corrompió. Muchos dirigentes, en lugar de ver en el poder una responsabilidad
moral, lo transformaron en un privilegio, olvidando que gobernar significa ante
todo cuidar, servir y dignificar la vida de los otros.
En el contexto latinoamericano, y particularmente en El
Salvador, esta distorsión del sentido del poder ha dejado heridas
profundas. Décadas de gobiernos dominados por partidos tradicionales enseñaron
al pueblo que la política podía ser sinónimo de corrupción, clientelismo y
abuso. Durante más de treinta años, la nación fue administrada por líderes que se
sirvieron del pueblo, en lugar de servirle.
Ese ciclo de ambición y saqueo sembró en la población una
mezcla de desconfianza, rabia y resignación. Como señala Savater (1991),
“cuando el ciudadano pierde la fe en la honestidad de sus dirigentes, comienza
la enfermedad moral de la democracia”.
De allí surge la urgencia de una nueva conciencia
ciudadana: la de entender que el poder no pertenece a los gobernantes, sino al
pueblo. Que los políticos son simples depositarios de la confianza colectiva, y
que su deber no es enriquecerse ni perpetuarse, sino trabajar al servicio
del bienestar común. El día que logremos tener políticos que sirvan al
pueblo y no se sirvan de él, como bien afirma el autor de esta reflexión,
podremos decir con orgullo que estamos avanzando hacia una sociedad ética,
madura y moralmente sana.
No se trata de negar que existan políticos honestos; los
hay, y su ejemplo ilumina el camino. Pero todavía son pocos, y enfrentan un
entorno plagado de prácticas corruptas y de estructuras partidarias que
recompensan la lealtad ciega antes que la competencia ética. Esa cultura
política, arraigada durante décadas, debe ser desmontada mediante educación,
conciencia y participación. Monseñor Óscar Arnulfo Romero (1980) lo
expresó con claridad profética: “La política es un deber de amor; quien no
la vive como servicio, la convierte en instrumento de opresión”.
La enseñanza familiar juega también un papel crucial en
esta transformación moral. Desde el hogar se aprende a diferenciar entre el
bien y el mal, entre la dignidad y la deshonra. Quien crece bajo el ejemplo de
padres honestos entiende que la riqueza material carece de valor si se ha
conseguido traicionando los principios. En palabras de Erich Fromm (2002),
“la verdadera riqueza del ser humano está en su capacidad de amar y servir;
quien solo busca poseer, termina poseído por sus propias ambiciones”.
El pueblo salvadoreño, por su historia de luchas y
sufrimientos, ha comprendido que el servicio al prójimo no es debilidad, sino
fuerza moral. Hoy más que nunca, el país necesita líderes que comprendan que el
poder es un medio para liberar y no para oprimir; para construir escuelas y
hospitales, no para levantar mansiones y fortunas. El nuevo siglo nos plantea
un desafío ético: devolverle al servicio público su dignidad original.
Así, este ensayo busca reflexionar críticamente sobre el
principio fundamental de toda política justa: servir al pueblo, no servirse
del pueblo. A lo largo de los capítulos siguientes se analizará la
dimensión filosófica del servicio, la historia de la corrupción política
salvadoreña, la importancia de la educación moral, el papel de la juventud en
la reconstrucción ética del país, y la posibilidad real de un poder entendido
como acto de amor y justicia.
En definitiva, servir no es una obligación impuesta, sino
una elección consciente. El político verdadero no busca honores, sino
oportunidades para hacer el bien.
El servidor público no mide su éxito por lo que acumula,
sino por lo que entrega. Por eso, como bien enseña la sabiduría popular: “No
hay grandeza más alta que la humildad de quien sirve sin esperar recompensa”.
El futuro de El Salvador dependerá de esa decisión
colectiva: servir con dignidad o servirse con cinismo. De ella dependerá
si avanzamos hacia una república ética y moralmente sólida, o si seguimos
repitiendo la historia de la corrupción que nos ha humillado por generaciones.
La esperanza no está perdida: el pueblo ha despertado, y sabe distinguir entre
el que promete para servirse y el que actúa para servir.
CAPÍTULO II. LA POLÍTICA COMO VOCACIÓN DE SERVICIO
El concepto de servicio público ha sido
tergiversado a lo largo de la historia. En su origen, la política surgió como
una forma de organizar la vida común, como el arte de procurar el bien de todos
y no la riqueza de unos pocos. Sin embargo, en la práctica moderna, muchos la
han convertido en un instrumento de poder personal, donde el servicio se
sustituye por el servilismo y el compromiso por el oportunismo.
Para Max Weber (1919), el político auténtico debe
poseer tres virtudes fundamentales: pasión, responsabilidad y mesura. Pasión,
no entendida como fanatismo, sino como una entrega amorosa al destino de su
pueblo; responsabilidad, porque el ejercicio del poder conlleva consecuencias
sobre la vida de los demás; y mesura, porque solo quien domina su ambición
puede gobernar con justicia.
Cuando estos
valores desaparecen, el poder se convierte en una forma de corrupción, en una
patología moral que destruye la confianza ciudadana.
La política, en su sentido más puro, es una vocación
de servicio. Servir no es rebajarse, es elevarse al nivel del otro para
comprender sus necesidades. Servir es asumir la carga del prójimo como propia;
es mirar el rostro del pueblo y ver en él no un número electoral, sino una
historia humana que merece respeto y justicia. Aristóteles (1994)
afirmaba que el fin de la comunidad política es la vida buena, no el
enriquecimiento de los gobernantes. En esa “vida buena” radica la verdadera
felicidad social, pues solo en la equidad y la solidaridad florece la dignidad
humana.
No hay acto más revolucionario que servir. En tiempos
donde la política se ha contaminado de egoísmo, de intereses económicos y de
discursos vacíos, servir con honestidad se vuelve un gesto heroico. Quien entra
en la política con la intención de ayudar, de construir y de dignificar,
desafía un sistema acostumbrado a premiar la hipocresía y la mediocridad. Por
eso, el político verdadero es un moralista práctico, alguien que
transforma sus ideales en acciones concretas.
José Martí (1891) lo expresó con claridad al afirmar que “la política no
es el arte de engañar a los pueblos, sino de servirlos con decoro y verdad”. Y
esa es precisamente la esencia que debe recuperarse: la política como un
compromiso ético con la justicia, con la educación, con la salud, con la
felicidad colectiva. Servir no es una tarea secundaria del político: es su
razón de ser.
En la tradición oriental, Confucio enseñaba que el
buen gobernante debía poseer ren, es decir, humanidad, compasión y
sentido del deber hacia los demás. Cuando el dirigente perdía esa virtud moral,
el pueblo se desmoralizaba y el Estado se desintegraba. Esa enseñanza conserva
su vigencia: un país sin líderes morales está condenado al caos. Por eso, en el
caso salvadoreño, la reconstrucción del país no será posible si no formamos
dirigentes con vocación de servicio, con sensibilidad humana y conciencia
social.
El filósofo Fernando Savater (1991) afirma que “la
política no es el arte de dominar, sino de convivir”. En ese sentido, el
verdadero líder no necesita imponer, sino inspirar; no busca obediencia ciega,
sino participación consciente. El político-servidor reconoce que la autoridad
no se hereda ni se compra: se gana con la coherencia, la humildad y la entrega
al bien común.
El problema surge cuando el poder deja de ser un servicio
y se convierte en un botín. Cuando los cargos públicos se usan como trampolines
de enriquecimiento, la política pierde su alma y el Estado se deslegitima. Esa
degeneración se traduce en corrupción, nepotismo y desprecio por el pueblo. El
político que solo busca servirse, termina sirviendo al ego y olvidando la
patria.
En cambio, quien concibe la política como servicio
entiende que la ética es la base de la verdadera autoridad. La autoridad
moral no proviene del puesto, sino del ejemplo. El funcionario íntegro sabe que
el respeto no se exige, se gana. Por eso, la educación ética debe ser el
corazón de toda formación política: sin ética, el poder se convierte en abuso;
con ética, se convierte en instrumento de transformación.
Monseñor Óscar Romero (1980) lo expresó con una sencillez luminosa: “El político que
no ama, oprime”. Amar, en este contexto, no es un sentimiento abstracto, sino
un compromiso activo con la justicia social. Servir al pueblo implica amar su
dignidad, su cultura, su esperanza. Implica entender que cada decisión pública
afecta la vida de miles, y que quien traiciona esa confianza traiciona la
esencia misma de la humanidad.
En la actualidad, la sociedad salvadoreña vive un proceso
de renovación moral. Cada obra pública, cada reforma y cada política social que
busca dignificar al ciudadano es una forma concreta de servicio. No se trata de
discursos ni de campañas, sino de hechos visibles que demuestran que la
política puede volver a tener rostro humano. La gente ha aprendido a distinguir
entre quien promete para servirse y quien actúa para servir.
Por eso, servir al pueblo no debe ser una frase de
campaña, sino una filosofía de vida. La vocación de servicio es el más alto
grado de evolución moral. En un país donde por décadas se confundió poder con
impunidad, el retorno a la ética es el inicio de una verdadera revolución
cultural. La historia recordará con gratitud a quienes pusieron su talento al
servicio del bien común, y olvidará a quienes usaron al pueblo como medio para
su beneficio personal.
Como enseña Karel Kosík (1967) en Dialéctica de
lo concreto, toda praxis auténtica debe orientarse a la transformación de
la realidad en beneficio de los seres humanos. La política sin servicio se
convierte en pseudopraxis, en apariencia vacía. Servir, en cambio, es el acto
más concreto y revolucionario del espíritu humano.
En suma, la política concebida como vocación de servicio
no busca aplausos, sino resultados; no busca fama, sino justicia. El
político-servidor no vive de los pobres, vive para ellos. No roba
oportunidades, las crea. Y cuando esa ética se asienta en la conciencia
colectiva, una nación deja de ser espectadora de su destino para convertirse en
protagonista de su historia.
CAPÍTULO III. EL SALVADOR: TRES DÉCADAS DE POLÍTICOS QUE
SE SIRVIERON DEL PUEBLO
Durante más de treinta años, El Salvador fue escenario de
una política profundamente degradada por la corrupción y el oportunismo. La
guerra civil (1980–1992) había dejado una nación herida, pero también esperanzada:
el pueblo soñaba con un nuevo amanecer de justicia, democracia y desarrollo.
Sin embargo, la firma de los Acuerdos de Paz no trajo consigo la paz moral que
el país necesitaba. Lo que vino después fue una prolongada etapa de
manipulación, de cinismo político y de enriquecimiento ilícito disfrazado de
democracia.
Los gobiernos que sucedieron al conflicto, principalmente
los de los partidos ARENA y FMLN, se alternaron el poder con
discursos distintos pero con prácticas similares. El primero se presentó como
defensor de la libertad económica; el segundo, como redentor del pueblo. Pero
en la realidad, ambos terminaron convertidos en maquinarias de corrupción, de
nepotismo y de privilegio. Como lo expresó Martínez (2015), “El Salvador
padeció una democracia aparente, donde los mismos de siempre se enriquecían
mientras la mayoría seguía viviendo en la miseria”.
El pueblo fue testigo de cómo los dirigentes políticos se
servían de los fondos públicos con total impunidad. Las promesas de desarrollo
se transformaron en cuentas bancarias millonarias, las palabras de justicia en
discursos vacíos, y los ideales en negocios personales. Las instituciones, en
lugar de defender al ciudadano, se volvieron cómplices del saqueo. El Estado
fue capturado por una élite política y económica que veía al país como su
propiedad privada.
Yo mismo fui testigo de esa deformación moral. Recuerdo
—como relaté en la introducción— que durante la campaña presidencial de Armando
Calderón Sol, un compañero docente de un colegio privado, a quien
consideraba amigo y persona decente, se me acercó con entusiasmo. Me dijo que
lo estaban proponiendo para ocupar la dirección del Instituto de Bienestar
Magisterial, y me pidió que lo ayudara a elaborar su plan de trabajo. “Si gana
Calderón Sol, me nombrarán director”, me comentó. Luego, con una naturalidad
que me estremeció, añadió: “Y si yo llego, te voy a llevar conmigo como mi mano
derecha”.
En ese momento creí que hablaba en términos de
colaboración profesional, pero pronto reveló su verdadera intención: “Mirá, no
estoy pidiendo que me den dinero, solo quiero que me pongan donde hay”. Esa
frase, tan corta como reveladora, resumía el espíritu de toda una clase
política: llegar al poder no para servir, sino para servirse. Cuando le
pregunté si no creía que eso era corrupción, me respondió con una risa cínica:
“Eso hacen todos, ¿Por qué yo no?”. Aquella conversación cambió mi percepción
de él y me confirmó lo que mi padre me había enseñado desde niño: “Hijo, es
mejor vivir pobre, pero con honor, que rico con vergüenza”.
Esa mentalidad del “poneme donde hay” se convirtió en el
lema no declarado de muchos funcionarios y dirigentes políticos en El Salvador.
El poder fue visto como botín, no como servicio; como una oportunidad para sacar
ventaja, no para hacer justicia. Y mientras tanto, el pueblo seguía sufriendo
la desigualdad, el desempleo, la migración forzada y la falta de oportunidades.
Karel Kosík (1967) describió este fenómeno como el dominio de la pseudoconcreción,
es decir, la apariencia de realidad que oculta la esencia verdadera. Así
ocurrió con la política salvadoreña: bajo la máscara de democracia, se escondía
un sistema de corrupción estructural. Los gobernantes hablaban de progreso
mientras vaciaban las arcas del Estado; prometían escuelas y hospitales, pero
sus prioridades eran mansiones, cuentas en el extranjero y campañas de
propaganda.
El pueblo, sin embargo, no es ingenuo. Con el tiempo, fue
despertando de ese largo letargo político. Empezó a comprender que la democracia
sin ética es solo una fachada. Fromm (2002) diría que el ser humano
moderno, al perder su orientación moral, cae en la idolatría del poder y del
dinero. Y eso precisamente ocurrió: los líderes se convirtieron en ídolos
falsos, en símbolos del egoísmo institucionalizado.
Durante los gobiernos de ARENA, el neoliberalismo se
impuso como dogma. Se privatizaron los bienes públicos bajo el argumento del
“progreso”, pero en realidad se trató de un proceso de despojo. El patrimonio
nacional pasó a manos de unos cuantos. Con la llegada del FMLN, muchos
esperaban un cambio ético, un gobierno del pueblo y para el pueblo. Sin
embargo, el desencanto fue aún mayor: se repitieron los mismos vicios, los
mismos abusos, las mismas redes de corrupción. Como señala Aranguren (1997),
“el poder, cuando carece de virtud, reproduce la injusticia bajo nuevos
nombres”.
Las consecuencias de esa traición moral fueron
devastadoras. La juventud perdió la fe en la política, muchos emigraron
buscando dignidad en tierras ajenas, y la pobreza siguió siendo el rostro
cotidiano del país. El Salvador, a pesar de su gente trabajadora y noble, fue
secuestrado por líderes mediocres, oportunistas y, en algunos casos,
abiertamente criminales.
Sin embargo, la historia no está condenada a repetirse.
En los últimos años, ha surgido una nueva conciencia ciudadana que exige
transparencia, honestidad y resultados. El pueblo, cansado de ser engañado, ha
aprendido a distinguir entre quienes llegan para servir y quienes llegan
para servirse. Este despertar cívico ha marcado un punto de inflexión:
la gente ya no vota por colores ni por consignas, sino por hechos visibles.
El ejemplo de los nuevos liderazgos que priorizan la obra
pública, la educación, la salud y la infraestructura demuestra que sí es
posible ejercer el poder como servicio.
Que un político puede construir escuelas en lugar de
mansiones, hospitales en lugar de cuentas secretas. Y eso, más que una
transformación política, es una revolución moral.
Hoy, la frase “servir al pueblo, no servirse del pueblo”
se ha convertido en un criterio ético que permite evaluar la autenticidad de
los líderes. Ya no basta con prometer; hay que demostrar. Ya no basta con
hablar de cambio; hay que encarnarlo. El político que roba no solo comete un
delito, comete una traición a la patria. Y la historia, tarde o temprano, lo
juzga.
Como escribió Romero (1980) en una de sus
homilías: “El poder político solo tiene sentido si está al servicio del
pueblo; cuando se aparta de él, se convierte en tiranía”. Esa advertencia
sigue vigente. El Salvador solo podrá considerarse una nación verdaderamente
libre cuando todos sus servidores públicos comprendan que gobernar no es
servirse, sino sacrificarse; que el poder no se disfruta, se asume con humildad
y responsabilidad.
CAPÍTULO IV. ÉTICA PERSONAL Y CONCIENCIA SOCIAL
Ninguna transformación política puede sostenerse sin una revolución
moral interior. La raíz de la corrupción no está únicamente en los partidos
o en las instituciones, sino en la conciencia de las personas que las integran.
Cada funcionario, cada docente, cada ciudadano, lleva dentro de sí una elección
permanente entre el bien y el mal, entre servir o servirse. De allí que la
regeneración de un país comience en el alma de su gente, en su ética personal y
en su compromiso con la verdad.
La ética personal no es una doctrina abstracta,
sino una práctica cotidiana que se forja en el hogar, en la escuela y en la
comunidad. Desde la infancia aprendemos lo que es correcto o incorrecto según
los ejemplos que vemos. No basta enseñar moral en los libros; es necesario
vivirla. Como señala José Ramón Ayllón (2007), “la educación ética no se
impone, se contagia”. El niño que crece viendo honestidad, aprende a ser
íntegro; el joven que observa coherencia en sus maestros, entiende que la
dignidad no se negocia.
Por eso, la crisis de la política es también una crisis
educativa y familiar. Durante décadas, la sociedad salvadoreña normalizó
conductas deshonestas: el “si todos lo hacen”, el “no pasa nada”, el “poneme
donde hay”. Esa mentalidad, repetida y aceptada, terminó por corroer el sentido
moral colectivo. La corrupción dejó de ser un escándalo para convertirse en
costumbre. Y cuando la corrupción se vuelve costumbre, la sociedad entera
enferma.
La ética personal es, entonces, el primer antídoto contra
esa enfermedad. No se trata solo de exigir líderes honestos, sino de ser
ciudadanos honestos. Porque la corrupción empieza cuando alguien se aprovecha
de un puesto, pero también cuando otra calla o se acomoda. Como escribió Albert
Camus (1951), “el mal triunfa cuando los hombres buenos se cruzan de
brazos”. Servir al pueblo exige romper el silencio, denunciar la injusticia y
actuar con responsabilidad en cada espacio de la vida.
El papel del docente es esencial en esta
reconstrucción moral. El maestro no solo enseña contenidos, sino valores. En
sus manos se forma el carácter de las futuras generaciones. Un maestro corrupto
reproduce corrupción; un maestro íntegro siembra esperanza. La ética, por
tanto, debe ser el eje transversal de todo proceso educativo. Enseñar ética no
es repetir mandamientos, sino formar conciencia crítica. Un estudiante que
aprende a pensar por sí mismo, a distinguir lo justo de lo injusto, se vuelve
inmune al engaño político.
En la universidad, este principio cobra aún más fuerza.
La educación superior no puede limitarse a formar profesionales competentes;
debe formar profesionales éticos, conscientes de su responsabilidad
social. El médico que roba al enfermo, el abogado que engaña al cliente, el
político que traiciona al votante, son reflejo de una educación sin moral. Como
advierte Paulo Freire (1997), “no hay verdadera educación sin compromiso
con la transformación de la realidad”. Y transformar la realidad implica actuar
con ética, con sensibilidad humana y con justicia social.
La conciencia social es el paso siguiente.
Mientras la ética personal guía el comportamiento individual, la conciencia
social orienta la acción colectiva. Significa comprender que mis actos afectan
al otro, que mis decisiones privadas tienen consecuencias públicas. Una nación
avanza cuando sus ciudadanos piensan más en el bien común que en la
conveniencia personal. Servir al pueblo, en este sentido, es también educar al
pueblo: ayudarle a despertar, a cuestionar, a fiscalizar.
El pueblo consciente no se deja engañar por discursos
vacíos. Analiza, compara, exige y participa. La vigilancia ciudadana es la
forma más elevada de patriotismo. Cuando los ciudadanos se convierten en
guardianes del bien común, el poder político se ve obligado a rendir cuentas.
Así se fortalece la democracia: no con slogans, sino con participación ética y
activa.
En este contexto, el docente, el intelectual y el
profesional honesto deben ser la voz de la conciencia colectiva. Callar
frente a la corrupción es complicidad; hablar es un deber moral. Como afirmaba Monseñor
Romero (1980): “Una sociedad que calla ante la injusticia se vuelve
cómplice de su propia destrucción”. Por eso, el compromiso ético no puede
ser intermitente ni selectivo: debe ser coherente, permanente y ejemplar.
Quien sirve al pueblo desde la ética no necesita cargos
ni títulos para hacerlo. El servicio puede manifestarse en la docencia, en la
medicina, en la agricultura, en la administración pública o en el arte. Cada
acción honesta, por pequeña que parezca, es un acto de resistencia contra la
corrupción. El verdadero cambio no lo hacen los poderosos, sino los
conscientes.
La ética personal también se traduce en austeridad,
en no vivir por encima de los medios propios, en no buscar privilegios indebidos,
en rechazar el soborno o el favoritismo. Es el valor de poder mirar a los ojos
a los hijos y decirles: “No tenemos mucho, pero lo que tenemos es limpio”. Ese
orgullo moral vale más que cualquier riqueza material. En palabras de Fromm
(2002), “la dignidad del ser humano consiste en ser y no en tener”.
Una nación verdaderamente libre no se mide por la
cantidad de sus leyes, sino por la calidad moral de su gente. Las
constituciones más bellas pueden ser papel mojado si los corazones están vacíos
de ética. De ahí que el futuro de El Salvador dependa de una doble tarea: formar
líderes con conciencia moral y ciudadanos con sentido crítico. Solo así se
podrá cerrar el ciclo de la corrupción que tanto daño ha causado.
Servir al pueblo, en su dimensión más profunda, es un
acto de amor y de justicia. No hay servicio sin sacrificio, ni justicia sin
integridad. La conciencia social no se decreta: se educa, se cultiva y se
defiende. Por eso, cada salvadoreño honesto, cada maestro íntegro, cada joven
con ideales, forma parte de esa nueva generación que no quiere servirse del
país, sino construirlo.
En conclusión, la ética personal y la conciencia social
son los pilares de una república moralmente sana. Sin ellas, la política se
degrada, la justicia se corrompe y la educación se vacía de sentido. Pero con
ellas, el país puede renacer. Porque un pueblo que piensa con ética y actúa con
conciencia no puede ser dominado: puede ser guiado, pero nunca engañado.
CAPÍTULO V. LA NUEVA GENERACIÓN Y EL DESPERTAR DE LA
CONCIENCIA CÍVICA
En cada época de la historia, las naciones que han
logrado levantarse de la corrupción, la ignorancia y el abuso lo han hecho
gracias a sus nuevas generaciones. Son los jóvenes —cuando se liberan del
miedo, de la apatía y del conformismo— quienes se convierten en el motor de los
grandes cambios. Y en el caso de El Salvador, ese despertar ya ha
comenzado.
La juventud salvadoreña de hoy no es la misma que la de
hace treinta años. Es una generación que ha crecido entre los escombros del
desencanto, pero también bajo la luz de una nueva esperanza. Ha visto cómo la
mentira política destruyó a familias enteras y cómo el robo institucionalizado
dejó sin futuro a miles de compatriotas. Pero también ha comprobado que es
posible gobernar con transparencia, construir escuelas, hospitales y
oportunidades reales para el pueblo. Esa experiencia ha despertado una conciencia
cívica inédita, una energía moral que exige honestidad, resultados y
participación.
El joven actual ya no se conforma con aplaudir; pregunta,
compara, investiga y fiscaliza. El acceso a la información, las redes
sociales y las plataformas digitales le han permitido desmantelar los discursos
falsos que antes dominaban el escenario político. Ya no se deja manipular por
la propaganda ni por los “analistas reciclados” que defendieron por años un
sistema corrupto. Como afirma Zygmunt Bauman (2007), en la era de la
modernidad líquida “la conciencia crítica es el único ancla estable frente al
oleaje del engaño y la manipulación”.
Esa conciencia crítica no surge de la nada: es fruto de
la educación y de la experiencia histórica. Cada vez que un joven comprende que
su voto vale, que su opinión cuenta y que su voz puede transformar, está
naciendo un nuevo ciudadano. José Martí (1891) decía que “la juventud es
la edad del sacrificio y la esperanza; el deber de los jóvenes es alzar la
patria cuando otros la han derrumbado”. Y precisamente eso está ocurriendo: los
jóvenes salvadoreños están levantando el país no con discursos vacíos, sino con
trabajo, creatividad y amor por la verdad.
Durante décadas, la vieja clase política promovió el
desinterés cívico. Convenció a muchos de que la política era “sucia” y que no
valía la pena involucrarse. Así lograron perpetuar su dominio. Pero el tiempo
les quitó la máscara. Hoy, una nueva generación —informada, consciente y
crítica— entiende que renunciar a la política es dejar el país en manos de
los corruptos. Por eso participa, denuncia, propone y defiende los cambios
con determinación.
El despertar de la conciencia cívica no solo se da en las
urnas, sino también en las aulas, en los barrios, en las redes y en las
familias. Jóvenes docentes, profesionales y estudiantes están impulsando
proyectos comunitarios, emprendimientos solidarios y campañas educativas que
promueven la ética, la justicia y la participación social. Ya no esperan que
otros los representen: se representan a sí mismos con dignidad.
La educación cívica vuelve a ser, entonces, una
herramienta revolucionaria. No como una materia decorativa, sino como una práctica
viva que enseña a los jóvenes a pensar, a cuestionar, a decidir con conciencia.
El filósofo John Dewey (1938) sostenía que “la democracia debe renacer
en cada generación y la educación es su partera”. Educar en civismo es formar
guardianes de la verdad, defensores del bien común y ciudadanos capaces de
resistir la manipulación del poder.
A través de la historia salvadoreña, las nuevas
generaciones siempre han tenido que asumir el peso del cambio. Desde las luchas
estudiantiles del siglo XX hasta los movimientos sociales contemporáneos, la
juventud ha sido la voz que rompe el silencio. Pero esta vez, su lucha no es
con armas ni consignas ideológicas: es con pensamiento, ética y acción social.
Es la revolución de las ideas, la revolución de la conciencia.
La juventud salvadoreña está demostrando que servir al
pueblo no requiere ocupar un cargo, sino asumir una actitud. Servir es
organizar una campaña de alfabetización, crear una app que ayude a otros,
cuidar el medio ambiente, o simplemente negarse a mentir, a sobornar, a
aprovecharse. Cada acto honesto es una victoria contra el viejo orden de la
corrupción.
El reto ahora es consolidar ese despertar. Que la
energía cívica no se apague con la rutina ni con el desencanto. Que el servicio
público se convierta en un ideal juvenil, en una aspiración legítima de quienes
quieren transformar el país con ética y con trabajo. Es necesario fortalecer en
los jóvenes el sentido de pertenencia nacional, la conciencia histórica y la
vocación de servicio.
Fernando Savater (1991) lo resume con claridad: “La libertad no es hacer lo que
se quiere, sino querer lo que se debe”. Esa frase encierra la madurez cívica
que el país necesita: una juventud que entiende la libertad no como licencia
para el egoísmo, sino como compromiso con la justicia. Cuando un joven decide
servir al pueblo en lugar de servirse de él, se convierte en símbolo de la
nueva república moral que El Salvador anhela.
El despertar de la conciencia cívica también implica
aprender a distinguir entre el servicio y el espectáculo. Muchos
políticos intentan seducir a la juventud con campañas vacías, hashtags o
discursos de moda, pero el joven consciente sabe que el servicio se mide por
resultados, no por selfies. La nueva generación exige coherencia, transparencia
y empatía.
En este contexto, los valores éticos deben ocupar
el centro de toda formación ciudadana: la honestidad, la solidaridad, la
responsabilidad y la empatía. Sin estos pilares, el civismo se vuelve
apariencia. Con ellos, la nación se fortalece desde adentro. Erich Fromm
(2002) lo expresó magistralmente: “El ser humano solo se realiza plenamente
cuando da de sí mismo; quien solo busca poseer, termina vacío”.
Hoy, miles de jóvenes salvadoreños están dando de sí
mismos: enseñando, creando, ayudando, denunciando. Son el rostro de un país que
resurge de su propia sombra. No son apáticos ni indiferentes, son conscientes y
valientes. Representan la ruptura definitiva con aquella cultura política que
veía en el poder una oportunidad para el robo y la mentira.
Por eso, este capítulo no es solo un elogio a la
juventud, sino una invitación a la acción. A consolidar ese despertar
cívico como fuerza histórica. A demostrar que los valores pueden vencer al
cinismo, que la educación puede vencer a la ignorancia, y que el servicio puede
vencer al egoísmo.
El Salvador del futuro no será construido por los que se
sirvieron del pueblo, sino por los que decidieron servir con el alma, con la
mente y con el corazón. Y ese futuro ya comenzó: lo están edificando los
jóvenes que aprendieron que servir es el acto más alto de amor patriótico.
CAPÍTULO VI. EL PODER COMO ACTO DE AMOR Y JUSTICIA
Pocas palabras encierran tanta ambigüedad moral como poder.
A lo largo de la historia, el poder ha sido la causa de grandes progresos, pero
también de las peores desgracias humanas. Todo depende del espíritu con que se
ejerza. Cuando el poder se asume como servicio, se convierte en instrumento de
amor y justicia; cuando se usa para servirse, se transforma en tiranía y
corrupción. En esta diferencia se juega la grandeza o la miseria de una nación.
El poder bien ejercido es aquel que nace del amor
al pueblo, no del deseo de dominarlo. No se trata de un amor romántico, sino de
un compromiso profundo con la dignidad humana. Como señaló Monseñor Óscar
Arnulfo Romero (1980): “El poder político solo tiene sentido si está al
servicio del pueblo; cuando se aparta de él, se convierte en tiranía”. Amar
al pueblo es cuidar de sus derechos, proteger su bienestar y garantizar su
acceso a la educación, la salud, la vivienda y la justicia. Ese amor se traduce
en hechos: en obras, en decisiones éticas, en transparencia.
El filósofo Erich Fromm (2002) definió el amor
como “una fuerza activa que rompe las barreras que separan al hombre de sus
semejantes”. En ese sentido, el amor político no es sentimentalismo, sino
acción transformadora. El líder que ama a su pueblo no roba, no miente, no se
enriquece con el dolor ajeno; se entrega, se sacrifica y busca dejar una huella
moral. Quien gobierna con amor no necesita gritar su honestidad: la demuestra
en cada acto de servicio.
A lo largo de la historia, los pueblos han conocido
líderes que ejercieron el poder como acto de amor y justicia. Nelson Mandela,
tras 27 años de prisión, no buscó venganza sino reconciliación; su ejemplo
demostró que el poder puede sanar en lugar de dividir. Mahatma Gandhi
renunció al lujo y a la violencia para liberar a su nación desde la humildad. Monseñor
Romero, desde su púlpito, usó su voz para defender a los pobres y denunciar
a los opresores, pagando con su vida el precio de su coherencia. Todos ellos
comprendieron que el poder auténtico es servicio, y que la justicia no se
impone, se inspira.
En contraste, la historia salvadoreña —como tantas en
América Latina— conoció durante décadas el poder del egoísmo. Un poder
que robaba en nombre de la libertad, que prometía democracia mientras destruía
la confianza del pueblo. Ese poder corrupto no era amor ni justicia: era
codicia institucionalizada. Como advierte Max Weber (1919), el político
sin ética convierte la autoridad en pretexto para el abuso.
Hoy, El Salvador vive un cambio profundo en la concepción
del poder. Después de tres décadas de gobiernos que se sirvieron del pueblo, ha
surgido una visión distinta: la del poder entendido como instrumento de
transformación moral y social. El pueblo ya no es espectador, es
protagonista. Las obras públicas, la inversión en salud, en educación y en
infraestructura no son simples políticas: son expresiones concretas de amor al
país.
Cuando un gobierno construye escuelas, hospitales y
viviendas dignas, está ejerciendo el poder con amor; cuando combate la
corrupción y devuelve los recursos robados al pueblo, está ejerciendo el poder
con justicia. El amor político no se mide por discursos, sino por resultados tangibles.
Como escribió Karel Kosík (1967), “la praxis verdadera es aquella que
transforma la realidad en beneficio del hombre”.
El poder, en su sentido ético, implica renuncia y
responsabilidad. Quien asume una función pública debería entender que no se
le ha dado un privilegio, sino una carga moral. Cada decisión afecta vidas
humanas, cada acto administrativo puede aliviar o agravar el sufrimiento de los
demás. Por eso, el poder exige humildad. El dirigente sabio sabe que está al
servicio de una causa mayor que su propio ego.
El amor en política se manifiesta también en la escucha
activa del pueblo. El gobernante que escucha no teme al disenso ni a la
crítica; al contrario, las valora como herramientas de mejora. Escuchar es un
acto de respeto, y respetar es un acto de amor. En cambio, el político que
desprecia la voz del pueblo o manipula su voluntad demuestra que no ama, sino
que teme perder sus privilegios.
Fernando Savater (1991) recuerda que “la justicia es el amor hecho norma
social”. Esta frase sintetiza la esencia de la política ética: transformar el
amor en ley, el servicio en política pública, y la compasión en estructura
social. No hay justicia verdadera sin empatía, ni poder legítimo sin amor.
Gobernar con amor no significa debilidad, sino fortaleza moral; implica tener
el valor de poner al ser humano por encima del interés partidario.
El poder también debe ser pedagógico. Cada acción
gubernamental, cada proyecto, cada discurso debe educar al pueblo en los
valores del bien común. La transparencia enseña más que mil palabras. La
honradez contagia. El ejemplo, decía Aranguren (1997), es la forma más
alta de enseñanza ética. Por eso, el poder honesto no solo administra, también
forma conciencia.
Un gobernante que ama no teme rendir cuentas, porque sabe
que su autoridad no proviene del miedo, sino de la confianza. Un poder basado
en el amor no busca perpetuarse, sino trascender; no busca aplausos, sino
resultados. Esa es la diferencia entre el político que sirve y el que se sirve:
uno deja obras, el otro deja ruinas.
El poder bien ejercido dignifica tanto al que lo ejerce
como al que lo recibe. Cuando un líder actúa con justicia, eleva la moral del
pueblo, fortalece la esperanza y renueva el pacto social. En cambio, cuando
gobierna con cinismo, destruye el alma colectiva. El poder que roba mata la fe,
pero el poder que sirve resucita la confianza.
Por eso, en la nueva era que vive El Salvador, es
fundamental comprender que el poder debe seguir siendo acto de amor y de
justicia. La justicia sin amor se vuelve fría y burocrática; el amor sin
justicia se vuelve ingenuo. Solo la unión de ambos garantiza la dignidad
humana. Amar es hacer justicia, y hacer justicia es la forma más pura de amar.
El día que todos los funcionarios, alcaldes, diputados y
gobernantes comprendan esta verdad simple pero profunda, el país alcanzará su
madurez moral. Entonces, servir al pueblo no será una consigna electoral, sino
una práctica diaria; y el poder dejará de ser privilegio para convertirse en
deber sagrado.
En definitiva, el poder sin amor destruye, pero el
poder con amor construye. Gobernar con justicia es amar con inteligencia, y
amar con justicia es servir con honor. Ese es el camino hacia una sociedad
verdaderamente humana, donde la política recupere su rostro ético y el pueblo
vuelva a confiar en sus líderes.
CAPÍTULO VII. CONCLUSIÓN: UNA PATRIA FUNDADA EN EL
SERVICIO
La historia de los pueblos está escrita, en gran medida,
por la conducta moral de sus líderes. Ninguna nación ha prosperado
verdaderamente sin ética, sin verdad y sin justicia. En cambio, todas las
civilizaciones que olvidaron el valor del servicio terminaron cayendo bajo el
peso de su propia corrupción. El Salvador no ha sido la excepción: durante
décadas fue víctima de un poder egoísta, de dirigentes que confundieron el
servicio con el saqueo, y la política con el negocio. Pero el pueblo, cansado
de ser engañado, ha comenzado a despertar, y con ese despertar renace la
esperanza.
Servir al pueblo, y no servirse de él, no es una simple
frase moral: es el fundamento de una patria justa y humana. Sin ese
principio rector, cualquier intento de desarrollo se derrumba. Las carreteras,
las escuelas y los hospitales pierden sentido si no se construyen desde la
ética; las leyes, los discursos y las reformas son inútiles si no están guiados
por la conciencia del bien común. La grandeza de un país no se mide por su
riqueza material, sino por la honestidad de su gente.
El servicio público auténtico implica renunciar al
egoísmo, al interés partidario y al lucro personal. Es asumir el poder como una
responsabilidad moral, no como un privilegio. Significa comprender que cada
decisión tomada en el ámbito político repercute en la vida del pueblo,
especialmente en la de los más pobres. Como advirtió Aristóteles (1994),
“la política debe orientarse al bien común; cuando se usa para fines
particulares, se pervierte”.
El Salvador ha sufrido demasiado por esa perversión del
poder. Décadas de corrupción, impunidad y mediocridad política dejaron
cicatrices profundas: pobreza estructural, migración masiva y desconfianza
social. Sin embargo, en medio de esa herida, ha germinado algo nuevo: una
conciencia moral colectiva, una ciudadanía que ya no tolera la mentira, que
exige resultados y que valora la honestidad por encima de la retórica. Ese
cambio es el signo de una nueva era.
La reconstrucción moral del país exige educar en
valores éticos, desde la niñez hasta la función pública. No basta con
castigar la corrupción: hay que prevenirla formando seres humanos íntegros. La
escuela debe enseñar a pensar, pero también a sentir; a razonar, pero también a
actuar con justicia. La universidad debe formar profesionales competentes, pero
sobre todo responsables. Y el Estado debe ser el primer ejemplo de ética
institucional.
Karel Kosík (1967) escribió que “toda transformación auténtica del mundo
comienza por la conciencia”. Servir al pueblo, entonces, no es solo una acción
política, sino un acto de conciencia; un modo de entender la vida como entrega.
El ciudadano ético no busca aprovecharse del sistema: busca mejorarlo. El
funcionario honesto no teme al escrutinio público: lo busca, porque sabe que la
transparencia es su mayor defensa.
En este sentido, la ética pública no puede
reducirse a códigos legales. La ley castiga el delito, pero solo la ética
previene la traición moral. De nada sirve tener tribunales si el corazón del
servidor está podrido. La regeneración del Estado salvadoreño debe comenzar en
el alma de sus líderes y continuar en la conciencia del pueblo.
Una patria fundada en el servicio es una patria que se
pertenece a sí misma. Donde el político sirve al ciudadano, el maestro al
estudiante, el médico al enfermo y el ciudadano al bien común. Cada persona
tiene un papel en esa gran tarea de redignificar el país. Servir no es
humillarse; es elevarse. Es reconocer que el verdadero poder no consiste en
mandar, sino en transformar.
La historia reciente muestra que cuando el poder se
ejerce con amor y justicia, los resultados son visibles: hospitales modernos,
escuelas dignas, obras públicas que devuelven esperanza, y un pueblo que vuelve
a confiar. Esa es la prueba irrefutable de que el poder puede ser limpio, de
que la política puede ser moral, y de que la patria puede renacer si la guía la
ética.
Como bien enseñó Monseñor Romero (1980): “Ninguna
sociedad se redime si no hay hombres y mujeres que asumen el poder como
servicio, y la justicia como expresión del amor”. En esa frase se resume
todo el sentido de este ensayo. La justicia sin amor es fría; el amor sin
justicia es débil. Pero cuando ambos se funden, nace la verdadera civilización.
Por eso, esta conclusión no es un cierre, sino una
invitación. Una invitación a todos los salvadoreños —docentes, estudiantes,
campesinos, profesionales, políticos y ciudadanos— a construir juntos una patria
fundada en el servicio. A recordar que el poder es efímero, pero la dignidad es
eterna. Y que el único legado que trasciende el tiempo no es la riqueza, sino
el ejemplo.
Servir al pueblo no es tarea de santos ni de héroes, sino
de ciudadanos conscientes. Cada acto de honestidad, cada gesto de solidaridad,
cada palabra justa, es un ladrillo en la edificación moral del país. Porque en
última instancia, la patria no la construyen los que mandan, sino los que
sirven.
CAPÍTULO VIII. REFLEXIÓN FINAL: SERVIR ES VIVIR
Cuando el ser humano comprende que su existencia tiene
sentido solo en la medida en que es útil a los demás, ha alcanzado el más alto
nivel de evolución moral. Servir no empobrece; al contrario, ennoblece.
Servir no quita, multiplica. Servir no debilita, fortalece el alma.
En una sociedad marcada por el egoísmo, el individualismo y la competencia
desmedida, el acto de servir se vuelve un gesto de rebeldía espiritual, un
testimonio de humanidad en medio del ruido del poder.
La historia nos enseña que los grandes hombres y mujeres
no fueron los que acumularon riquezas, sino los que entregaron su vida por
una causa justa. Quien sirve deja huellas que no borra el tiempo. El que se
sirve, en cambio, desaparece entre la indiferencia y el olvido. Esa es la gran
lección de la vida pública: los pueblos recuerdan a quienes los amaron y
olvidan a quienes los usaron.
En la vida personal de cada ciudadano también se libra
esa batalla interior entre el servir y el servirse. Todos tenemos la
posibilidad de elegir cada día entre el bien y la conveniencia, entre el deber
y el egoísmo. Y en esa elección se define no solo nuestro destino, sino el de
la patria entera. Porque un pueblo está hecho de millones de decisiones
individuales: si cada salvadoreño decide actuar con ética, el país entero
renacerá.
Servir es vivir,
porque vivir sin servir es existir sin propósito. El servicio nos conecta con
los demás, nos humaniza y nos eleva por encima de nuestras limitaciones. El
médico que cura, el maestro que enseña, el obrero que trabaja con honestidad,
el campesino que cultiva la tierra, el político que cumple sus promesas, todos
son servidores del bien común. Su valor no está en lo que poseen, sino en lo
que dan.
En mi propia experiencia, la enseñanza más valiosa que
heredé de mis padres fue la dignidad del trabajo honesto. Mi padre solía decir:
“Hijo, es preferible vivir pobremente, pero que jamás te señalen por ladrón”.
Esa frase se convirtió en una brújula moral para toda mi vida. Nunca he buscado
riquezas, pero he procurado servir con honradez. Y hoy puedo decir, con la
conciencia tranquila, que no hay satisfacción más grande que mirar hacia atrás
y saber que uno nunca traicionó sus principios.
El Salvador necesita más hombres y mujeres con esa convicción
moral: personas que comprendan que la felicidad no se encuentra en el dinero,
sino en la paz interior que da la coherencia. Porque quien sirve duerme
tranquilo; quien se sirve, vive atormentado por su culpa. El servicio no se
aprende en un libro, se aprende en la vida, observando a quienes entregan su
tiempo, su talento y su corazón sin esperar recompensa.
Erich Fromm (2002) escribió que “la madurez del ser humano consiste en
pasar del recibir al dar”. Esa madurez es la que hoy reclama nuestra nación:
dejar atrás la etapa egoísta y asumir la adultez moral de una ciudadanía
consciente. Cuando el pueblo entero adopta el servicio como forma de vida, la
política se ennoblece, la economía se humaniza y la justicia florece.
El servicio no es debilidad ni sumisión: es fortaleza
ética. Quien sirve con amor no se arrodilla ante el poder, porque su
dignidad proviene de la pureza de su intención. El verdadero servidor no busca
aplausos ni reconocimiento; sabe que su recompensa está en el bien realizado.
Como decía Monseñor Romero (1980), “nadie tiene amor más grande que
el que da la vida por los demás”. Esa entrega silenciosa, muchas veces
incomprendida, es la que sostiene el alma de las naciones.
A las nuevas generaciones les corresponde ahora continuar
el camino del servicio. Ustedes, jóvenes, no están condenados a repetir los
errores del pasado. Tienen en sus manos la oportunidad de construir una patria
distinta: una patria fundada en la ética, en la solidaridad y en la justicia.
No permitan que la ambición los desvíe de la verdad ni que el cinismo les robe
la esperanza. Recuerden que servir al pueblo no es una pérdida de tiempo, sino
la forma más sublime de dejar huella.
Servir es también un acto de fe: fe en la
humanidad, en la justicia, en la posibilidad del bien. No todos entenderán ese
camino, porque vivimos en un mundo donde el éxito se mide en dinero y poder.
Pero quienes sirven desde el corazón comprenden que la verdadera victoria está
en permanecer fiel a los valores, aunque el mundo entero los contradiga.
Y si algún día la historia llega a preguntarnos qué
hicimos por nuestra patria, que podamos responder con serenidad: “Serví
mientras tuve fuerzas; serví porque creí en la justicia; serví porque entendí
que servir es vivir”.
Cuando llegue ese momento, sabremos que nuestra vida no
fue en vano. Porque no hay mayor triunfo que haber vivido con honor, haber
amado sin cálculo y haber servido sin condiciones. Esa es la verdadera herencia
que un ser humano puede dejar a su pueblo.
Servir al pueblo no es una consigna política: es una
filosofía de vida. Es la síntesis de la
ética, la justicia y el amor. Es el punto de encuentro entre la conciencia
individual y la esperanza colectiva. Y mientras haya salvadoreños dispuestos a
servir con el alma, El Salvador tendrá futuro, tendrá dignidad, y sobre todo,
tendrá vida.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Aranguren,
J. L. (1997). Ética y política. Madrid: Alianza Editorial.
2.
Aristóteles.
(1994). La Política. Madrid: Gredos.
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Bauman, Z.
(2007). Tiempos líquidos: Vivir en una época de incertidumbre. Buenos
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Camus, A.
(1951). El hombre rebelde. París: Gallimard.
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New York: Macmillan.
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Fromm, E.
(2002). El arte de amar. México: Paidós.
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Freire, P.
(1997). Pedagogía de la autonomía: Saberes necesarios para la práctica
educativa. México: Siglo XXI.
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Kosík, K.
(1967). Dialéctica de lo concreto. México: Grijalbo.
9.
Martí, J.
(1891). Nuestra América. Nueva York: Revista Ilustrada.
10.
Romero, Ó.
A. (1980). Homilías. San Salvador: Arzobispado de San Salvador.
11.
Savater, F.
(1991). Ética para Amador. Barcelona: Ariel.
12.
Weber, M.
(1919). La política como vocación. Múnich: Duncker & Humblot.
SAN SALVADOR, 5 DE NOVIEMBRE DE 2025
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