ENSAYO FILOSOFICO “EL DESVÍO HUMANO: DE LA COMUNIDAD AL EGOÍSMO TECNOLÓGICO
AUTOR: MSC. JOSÉ ISRAEL VENTURA
INTRODUCCIÓN
Desde los albores de su historia, el ser humano se ha
definido como un ser social. Aristóteles lo llamó zoón politikón, un animal
político, destinado a convivir, cooperar y construir en comunidad. Sin embargo,
a lo largo del tiempo, algo se quebró en esa naturaleza solidaria.
El hombre, que en un principio se reconocía en el otro,
comenzó a separarse, a erigir muros simbólicos y materiales, a competir,
dominar y poseer. Esa desviación del
camino colectivo no ocurrió de un día para otro, sino que fue un proceso
histórico, filosófico y moral que culmina hoy en una humanidad hiperconectada,
pero profundamente desconectada de sí misma.
El desarrollo tecnológico, las ideologías de poder y la
lógica del capital han perfeccionado esta ruptura. El ser humano contemporáneo
se mira como una unidad aislada, calculadora y utilitaria; se mide por su éxito
económico o su presencia digital, no por su humanidad. Ha dejado de reconocerse
como parte de una especie común y se ha convertido en su propio adversario.
Como advirtió
Erich Fromm (1956) en El miedo a la libertad, el individuo moderno se ha
liberado de las ataduras externas, pero a costa de perder el sentido de
pertenencia, quedando atrapado en una soledad existencial que lo empuja a
obedecer al mercado y a las apariencias.
El presente ensayo pretende explorar ese desvío histórico
del hombre: desde sus orígenes comunitarios hasta su actual alienación
tecnológica. Analizaremos los momentos en que la especie humana comenzó a
mirarse con desconfianza, a dividirse, a transformarse en instrumento de poder
y consumo. Finalmente, se planteará la posibilidad del reencuentro: una ética
basada en la empatía, la educación crítica y la reconstrucción del vínculo
humano.
I. EL HOMBRE Y SU ORIGEN COMUNITARIO
En sus orígenes, el ser humano no se concebía como
individuo aislado, sino como parte viva de una totalidad. Antes de la aparición
de la propiedad, la política o la religión organizada, el hombre primitivo
vivía en una relación simbiótica con la naturaleza y con su grupo.
La caza, la
recolección y la supervivencia exigían cooperación. El “yo” no existía sin el
“nosotros”. Cada gesto tenía sentido dentro de la comunidad.
El pensamiento antropológico y filosófico coincide en que
las primeras formas de humanidad se fundaron en el vínculo y la ayuda mutua.
Como lo señaló Piotr Kropotkin en su obra El apoyo mutuo (1902), las sociedades animales y humanas más
exitosas no fueron las más violentas, sino aquellas capaces de cooperar y
protegerse colectivamente. La fuerza, por tanto, no residía en la competencia,
sino en la solidaridad.
En este sentido, la noción de humanidad estaba unida a la
interdependencia. Cada miembro tenía un papel esencial: cazadores,
recolectores, cuidadores, ancianos, niños. Nadie era prescindible. Los recursos
se compartían, los peligros se enfrentaban en conjunto y la vida era una red de
significados que trascendía al individuo. La naturaleza no era un objeto de
dominio, sino una madre proveedora y sagrada.
Esa visión unitaria y respetuosa, donde el ser humano se
reconocía como parte del cosmos, puede rastrearse también en las cosmovisiones
indígenas y orientales. Los pueblos originarios de América, África o Asia, y
las filosofías como el taoísmo o el budismo primitivo, comprendían que la
existencia humana dependía del equilibrio entre todos los seres. No había
separación entre el hombre y la tierra, entre el alma y el entorno.
En esa etapa inicial de la historia, la palabra egoísmo
carecía de sentido. La supervivencia dependía de la cooperación, no del
dominio. El grupo era la prolongación del ser, y el otro —el semejante— era
espejo y compañero. En ese estado natural, al que Jean-Jacques Rousseau se refirió
como “el estado
de naturaleza” en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres (1755), el ser humano vivía en una inocencia
social: no conocía la codicia, la vanidad ni la competencia, sino un equilibrio
precario pero armónico.
Sin embargo, aquella fraternidad original fue lentamente
sustituida por la desconfianza. A medida que el hombre comenzó a apropiarse de
los recursos, el sentido del “nosotros” se fue disolviendo. Surgió la primera
gran fractura: el nacimiento de la propiedad y del ego como centro de la
existencia.
II. EL NACIMIENTO DEL EGO Y LA PROPIEDAD
El punto de inflexión en la historia humana ocurrió
cuando el hombre comenzó a poseer. El descubrimiento de la agricultura,
alrededor del año 10,000 a.C., transformó radicalmente las relaciones sociales. Con la
posibilidad de cultivar y almacenar alimentos, surgió la idea de propiedad
privada, y con ella, la desigualdad. Lo que antes pertenecía a todos
—la tierra, el agua, el alimento— empezó a tener dueño.
El
acto de cercar un terreno, de decir “esto es mío”, representó una ruptura no
solo económica, sino espiritual y moral. A partir de ese momento, el hombre
dejó de verse como parte de la comunidad y comenzó a verse como su centro. El filósofo
Jean-Jacques Rousseau lo expresó con lucidez: “El primero que, habiendo cercado un terreno, se
atrevió a decir esto es mío, y encontró gente bastante simple para creerle, fue
el verdadero fundador de la sociedad civil” (Discurso sobre la desigualdad,
1755).
Con
la propiedad llegó el ego, esa conciencia separada que se
define por oposición al otro. Si antes la identidad humana se construía en la
pertenencia al grupo, ahora se afirmaba en la diferencia y la posesión. La
cooperación dio paso a la competencia; el compartir se transformó en acaparar.
La vida dejó de girar en torno a la colectividad y comenzó a organizarse según
jerarquías, riqueza y poder.
Este cambio estructural fue acompañado por el nacimiento
de la violencia organizada. Los conflictos por el control de la tierra, del
ganado o de los recursos fueron el inicio de las guerras. La fuerza empezó a
imponerse sobre la razón, y la ley del más fuerte sustituyó a la solidaridad
ancestral. En ese contexto, el ser humano ya no se reconocía en su semejante,
sino que lo veía como rival, amenaza o esclavo.
El ego, una vez despertado, se convirtió en una fuerza
devastadora. El deseo de poseer más y de dominar a los demás alimentó la
creación de castas, imperios y jerarquías. Como
señaló Karl Marx (1844) en sus Manuscritos económicos y filosóficos, la
propiedad privada no solo aliena al trabajador de su producto, sino también del
resto de los hombres y de sí mismo. En otras palabras, el hombre empezó a ser
extraño a su propia especie.
Ese fue el
segundo gran desvío: la conversión del ser humano en dueño, amo y competidor. La tierra, antes madre y sustento, se volvió mercancía.
El otro, antes hermano, se transformó en enemigo o instrumento. Nació así la
semilla del sistema de dominación que, miles de años después, daría forma a los
imperios, a las religiones jerárquicas, y finalmente, al capitalismo moderno.
En adelante, la historia de la humanidad sería la
historia de esa lucha interior entre la conciencia del “nosotros” y la ambición
del “yo”.
III. LA CIVILIZACIÓN COMO RUPTURA DE LA UNIDAD HUMANA
El surgimiento de la civilización marcó, paradójicamente,
el avance del conocimiento y la decadencia moral del ser humano. Con el
desarrollo de las ciudades, los primeros Estados y la organización política, el
hombre empezó a construir monumentos, templos y leyes; pero también a erigir
muros, fronteras y prisiones. La civilización, nacida del deseo de orden y
progreso, trajo consigo una estructura de poder que institucionalizó la
desigualdad.
En las antiguas sociedades de Egipto, Mesopotamia, Grecia
y Roma, el ideal de convivencia fue reemplazado por el imperio del dominio. La técnica y la escritura sirvieron tanto
para preservar la memoria como para controlar a las masas. La ley se
convirtió en instrumento del más fuerte, y la esclavitud, en el motor de la
economía. Como señaló Friedrich Engels (1884) en El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado, el Estado
nació no como garante de justicia, sino como aparato de represión de una clase
sobre otra.
En ese contexto, la humanidad comenzó a organizarse en
torno al poder, al miedo y al control. Se perfeccionaron las guerras, se
justificaron las conquistas, y se impuso la noción de que unos pocos estaban
destinados a gobernar sobre los demás. La antigua fraternidad tribal fue
sustituida por el sometimiento jerárquico: el esclavo obedecía, el campesino
producía, el soldado mataba, y el gobernante se proclamaba hijo de los dioses.
La religión, que en sus orígenes expresaba respeto por la
naturaleza y por la vida, fue utilizada por los imperios como mecanismo de
legitimación. Los reyes se presentaban como representantes divinos, y las
normas morales eran impuestas como dogmas de obediencia. De este modo, el
vínculo espiritual entre los seres humanos se degradó en una relación de
sumisión. La divinidad dejó de estar en todas las cosas —como creían las
culturas ancestrales— y se concentró en templos, castas sacerdotales y
jerarquías terrenales.
La
civilización trajo, sin duda, avances científicos, artísticos y filosóficos;
pero esos logros estuvieron acompañados por una progresiva deshumanización. El ser humano empezó a confundir el progreso material
con el desarrollo moral. Aprendió a dominar la materia, pero olvidó dominar su
ego. Construyó imperios, pero perdió el sentido del equilibrio interior. Se
volvió capaz de transformar la naturaleza, pero incapaz de transformar su
propio corazón.
El filósofo Oswald Spengler (1918), en La decadencia de
Occidente, advirtió que toda civilización lleva en sí la semilla de su
agotamiento moral: el momento en que el conocimiento técnico supera a la
sabiduría espiritual. Ese es el punto en que el hombre, creyéndose dios, se
separa definitivamente de la naturaleza y de sus semejantes.
Así, la civilización que debía unirnos bajo el signo de
la razón terminó institucionalizando la desigualdad. El poder sustituyó al
amor, la ley reemplazó la empatía, y la técnica se impuso sobre la conciencia.
Desde entonces, el hombre avanza sobre ruinas que él mismo construye, buscando
en el dominio una felicidad que solo el reencuentro humano podría darle.
IV. EL DOMINIO, LA RELIGIÓN Y EL PODER
A medida que la civilización se consolidaba, el ser
humano comenzó a organizar su vida social alrededor de tres grandes ejes de
control: el dominio político, la religión institucional y la acumulación de
poder. Estos pilares, que en apariencia ordenaban la convivencia, se
transformaron en instrumentos de sometimiento que acentuaron la separación
entre los hombres y debilitaron su conciencia solidaria.
1. El dominio como forma de control
El poder político, desde sus primeras expresiones
imperiales hasta las modernas democracias representativas, ha estado marcado
por la voluntad de unos pocos de imponerse sobre muchos. En el Egipto de los faraones, en la Roma de los césares o en los reinos
medievales de Europa, gobernar significó dominar, no servir.
El filósofo
Thomas Hobbes, en Leviatán (1651), justificó esta estructura argumentando que
el hombre es naturalmente violento y necesita un soberano fuerte para contener
su egoísmo. Sin embargo, esta interpretación legitimó la obediencia ciega,
consolidando un modelo donde el miedo se convirtió en el motor del orden
social.
En ese contexto, la autoridad ya no se basaba en el
respeto mutuo, sino en la coerción. El ciudadano dejó de ser sujeto para
convertirse en súbdito, y el poder político se transformó en una maquinaria que
reproducía la desigualdad. El hombre,
creador del Estado, terminó subordinado a él.
2. La religión como ideología de sometimiento
Paralelamente, la religión —que en sus orígenes era
vínculo espiritual y comunión con la naturaleza— se institucionalizó. Las
jerarquías eclesiásticas monopolizaron el acceso a lo divino, estableciendo
quién podía hablar en nombre de Dios y quién debía obedecer.
La fe, que debería liberar al espíritu, fue convertida en
instrumento de control moral y político. La obediencia sustituyó a la
reflexión; el temor al castigo, a la búsqueda interior.
Filósofos
como Friedrich Nietzsche denunciaron este fenómeno con severidad. En El
Anticristo (1895), escribió: “El cristianismo ha sido hasta ahora la mayor
desventura de la humanidad, porque ha santificado la debilidad y ha domesticado
la fuerza”. Nietzsche no atacaba la
espiritualidad, sino la estructura eclesiástica que convirtió la fe en una
herramienta de culpa, miedo y dominio.
De este modo, la religión dejó de unir para dividir; dejó
de inspirar amor al prójimo para generar obediencia, intolerancia y guerras
santas. El hombre ya no se reconocía en
el otro como hermano, sino como creyente o infiel, salvado o condenado.
3. El poder como enfermedad del alma
El deseo de poder —esa necesidad de imponerse sobre los
demás— se volvió una enfermedad del espíritu humano. Erich Fromm la llamó
“necrofilia espiritual”: una atracción por lo inerte, lo autoritario y lo
destructivo. En lugar de crear vínculos, el hombre moderno busca someter,
manipular y dominar, creyendo que así reafirma su existencia.
El poder, en cualquiera de sus formas, engendra miedo; y
el miedo, obediencia. De esa manera, se perpetúa el círculo de alienación. Los
imperios antiguos, las monarquías absolutas, las dictaduras y hasta las
democracias modernas han reproducido, con distintos lenguajes, el mismo
principio: el ser humano dividido en gobernantes y gobernados, en amos y
siervos, en creyentes y condenados.
El dominio, la religión y el poder sellaron el tercer
gran desvío de la humanidad: el momento en que el hombre comenzó a justificar
su violencia, su egoísmo y su ambición en nombre de Dios, de la ley o del
progreso. Y aunque la razón intentó emanciparlo, el peso de la costumbre y del
miedo lo mantuvo sometido.
La semilla de la fractura estaba ya madura: la especie humana había perdido el sentido de unidad.
De ahí surgiría la modernidad, con su nuevo dios: el individuo.
V. LA MODERNIDAD Y EL TRIUNFO DEL INDIVIDUO SOBRE EL SER
COLECTIVO
Con la llegada de la modernidad —siglos XV al XVIII— el
ser humano proclamó su independencia intelectual. Fue una época de grandes
transformaciones: el Renacimiento, la Reforma protestante, la Ilustración y la Revolución
científica. Estos movimientos rompieron las cadenas del pensamiento medieval y
colocaron al hombre como centro del universo.
Sin embargo, ese triunfo aparente del individuo sobre la
autoridad religiosa y política escondía una trampa: la libertad se confundió
con el egoísmo, y la razón, con la dominación.
El Renacimiento exaltó la figura del hombre universal,
capaz de crear, investigar y transformar la naturaleza. Pero esa misma
confianza en la razón condujo a una visión antropocéntrica: el mundo ya no era
sagrado, sino un objeto que podía ser explotado. El filósofo Francis Bacon
proclamó que la ciencia debía “someter a la naturaleza para arrancarle sus
secretos”. Desde entonces, conocer significó dominar, y la sabiduría se
transformó en poder.
Durante la Ilustración, la fe en la razón alcanzó su
punto máximo. Los pensadores ilustrados soñaron con una humanidad guiada por la
luz del conocimiento, libre de supersticiones. Immanuel Kant, en su famoso
texto ¿Qué es la Ilustración? (1784), definió ese momento como “la salida del
hombre de su minoría de edad”. No obstante, el progreso racional no vino
acompañado de un progreso moral. La libertad del pensamiento se transformó en
competencia ideológica; la igualdad en discurso político; la fraternidad, en
promesa incumplida.
La modernidad rompió las cadenas de la ignorancia, pero
impuso otras más sutiles: las de la razón instrumental, aquella que reduce al
ser humano a medios y fines. El filósofo Max Horkheimer, de la Escuela de
Frankfurt, advirtió que la razón moderna dejó de buscar la verdad para
convertirse en herramienta de dominio y cálculo. En otras palabras, el hombre
aprendió a pensar sin aprender a sentir.
De este modo, el sujeto moderno —autosuficiente,
racional, productivo— comenzó a mirar al otro no como compañero, sino como
obstáculo o competidor. El espíritu colectivo que había sustentado las
civilizaciones antiguas se fragmentó en millones de individuos persiguiendo su
propio interés. El “yo pienso” cartesiano de René Descartes se convirtió, con
el tiempo, en “yo consumo”, “yo compito”, “yo poseo”.
La industrialización, la urbanización y el capitalismo
consolidaron esta lógica. El trabajo dejó de ser una actividad comunitaria y se
volvió alienante. El obrero se transformó en engranaje de una máquina económica
que lo despojaba de su creatividad y dignidad. Marx lo describió con precisión:
el hombre moderno está “alienado de su producto, de su trabajo, de los otros
hombres y de sí mismo”.
La libertad prometida por la modernidad se convirtió en
una libertad solitaria, vacía y competitiva. El hombre moderno se liberó de los
dioses, pero cayó en el culto del dinero, del éxito y de la técnica. La “razón”
—sin corazón— construyó un mundo eficiente, pero sin sentido.
Así, el triunfo del individuo sobre el ser colectivo
marcó el cuarto gran desvío: el hombre ya no lucha contra su opresor, sino
contra su propio reflejo. Cada ser humano se siente libre, pero vive prisionero
de su aislamiento. La soledad reemplazó a la comunidad; la competencia, a la
fraternidad; la producción, a la contemplación.
En ese escenario, el siguiente paso era inevitable: el
hombre tecnológico, hiperconectado e interiormente vacío, que sustituiría el
contacto humano por pantallas y algoritmos.
VI. LA ERA DIGITAL: EL SER HUMANO DESHUMANIZADO
El siglo XXI marca la culminación de una larga cadena de
transformaciones donde el progreso técnico ha superado al desarrollo ético. El
hombre moderno, que antes adoraba a los dioses, y luego al poder o al dinero,
ahora venera la tecnología. En este nuevo escenario, el ser humano ya no se
mide por su sabiduría o su bondad, sino por su eficiencia, productividad y
visibilidad digital.
Vivimos en un mundo hiperconectado, pero emocionalmente
fragmentado. La revolución digital prometió acercarnos, pero ha terminado por
aislarnos en burbujas personalizadas, donde cada individuo se convierte en
espectador de su propia soledad. El filósofo Byung-Chul Han lo advierte en su
obra La sociedad del cansancio (2010): el sujeto contemporáneo ya no es
explotado por otro, sino que se autoexplota en nombre de la libertad, creyendo
ser dueño de sí mismo mientras obedece silenciosamente al sistema productivo y
mediático.
Las redes sociales, la inteligencia artificial, el
consumo instantáneo y el culto a la imagen han creado un nuevo tipo de ser
humano: el homo digitalis, siempre conectado, siempre visible, pero cada vez
más vacío de sentido. El pensamiento crítico se ha debilitado, sustituido por
la inmediatez del “me gusta” y la gratificación instantánea. La conversación ha
sido reemplazada por el comentario; el encuentro, por la pantalla; la
reflexión, por la distracción.
En esta era, la identidad ya no se construye en
comunidad, sino a través de algoritmos que nos clasifican, predicen y
condicionan. Somos datos, estadísticas y perfiles, no personas completas. El
“yo” ha sido absorbido por la lógica del mercado digital: se publica, se vende,
se mide, se compara. La humanidad, en su conjunto, corre el riesgo de
convertirse en un experimento sin alma.
El filósofo francés Gilles Lipovetsky llamó a este
fenómeno la era del vacío (1983), una época donde el individuo, liberado de las
viejas instituciones, se siente más libre, pero también más solo, más ansioso y
más desorientado. El consumo se ha convertido en religión, y la tecnología, en
su templo. La emoción ha sido reemplazada por la eficiencia; la empatía, por la
imagen; la verdad, por la viralidad.
Lo más preocupante es que este proceso de deshumanización
se presenta como progreso. Las nuevas generaciones crecen creyendo que pensar
lentamente es perder el tiempo, que sentir intensamente es debilidad, y que
vivir en silencio es improductivo. La humanidad corre sin rumbo hacia una
supuesta perfección tecnológica, sin advertir que está dejando atrás su propia
esencia: la capacidad de amar, de dudar, de crear y de compartir.
Sin embargo, en medio de esta tormenta digital, aún
sobreviven destellos de conciencia. Movimientos éticos, filosóficos y
educativos buscan recuperar el sentido humano de la existencia. Cada maestro
que enseña a pensar, cada joven que cuestiona el sistema, cada ciudadano que se
niega a reducir la vida a una pantalla, representa una chispa de esperanza en
medio del ruido.
El sexto gran desvío del hombre es, al mismo tiempo, una
oportunidad: la posibilidad de reconstruirse desde la conciencia. La tecnología
no es enemiga, pero debe volver a estar al servicio del ser humano, no al
revés. Si el siglo XXI logra comprender esto, aún puede transformar la
deshumanización en renacimiento.
VII. POSIBILIDADES DE REENCUENTRO: ÉTICA, EMPATÍA Y
EDUCACIÓN
A lo largo de la historia, el hombre ha atravesado etapas
de esplendor y de oscuridad moral. Pero si algo distingue a nuestra especie es
su capacidad de reflexión y transformación. Así como el egoísmo y la codicia
nos desviaron de nuestro camino, también la conciencia y la educación pueden
conducirnos nuevamente hacia la unidad perdida.
El filósofo Erich Fromm, en El arte de amar (1956),
sostuvo que la salvación de la humanidad no está en una ideología ni en un
sistema político, sino en una revolución interior basada en el amor y la
empatía. Ese amor no como sentimiento pasivo, sino como acto consciente de
reconocimiento del otro. Reencontrarnos con la especie humana implica recuperar
la capacidad de ver en el otro a un semejante y no a un competidor.
La ética —como ciencia del bien vivir— debe volver a
ocupar el centro de la existencia humana. No basta con saber o producir; es
necesario actuar con conciencia, decidir con justicia y vivir con sentido. Como
afirma Adela Cortina, “ningún país puede salir de la crisis si las conductas
inmorales de sus ciudadanos y políticos siguen proliferando”. La ética no es
una asignatura más, sino el fundamento de toda convivencia digna.
Sin ética, la tecnología se convierte en tiranía; sin
empatía, la libertad se convierte en soledad; sin educación, el progreso se
convierte en barbarie sofisticada. Por eso, educar es el acto más político y
más esperanzador de todos. No se trata solo de transmitir conocimientos, sino
de formar conciencia crítica, sensibilidad moral y compromiso social.
El pedagogo Paulo Freire, en Pedagogía del oprimido
(1970), enseñó que la educación auténtica no domestica, sino que libera. Educar
no es llenar mentes vacías, sino encender espíritus conscientes. En este
sentido, el aula —ya sea física o digital— debe convertirse en un espacio de
diálogo, donde el maestro no imponga verdades, sino que acompañe el proceso de
descubrimiento interior del estudiante.
La empatía, por su parte, es el puente entre la razón y
el corazón. Es la capacidad de sentir con el otro, de comprender su dolor y su
alegría. En un mundo fragmentado por la indiferencia y el odio, la empatía es
una forma de resistencia moral. Practicarla no es debilidad, sino fortaleza
espiritual.
Finalmente, el reencuentro humano exige un cambio
cultural profundo: pasar del “yo tengo” al “nosotros somos”. Recuperar el
sentido de comunidad, la responsabilidad compartida y el respeto por la vida en
todas sus formas. La verdadera evolución no consiste en dominar la materia, sino
en superar el ego.
Quizá la humanidad se ha extraviado muchas veces, pero
cada generación tiene la oportunidad de rectificar el rumbo. Aún es posible
reconstruir la unidad perdida si nos atrevemos a educar en valores, a pensar
críticamente y a vivir con compasión. El reencuentro con nuestra especie
comienza en cada gesto de honestidad, en cada acto de solidaridad y en cada
palabra que construye en lugar de destruir.
CONCLUSIÓN
A lo largo de su historia, el ser humano ha recorrido un
camino fascinante y contradictorio. Desde la cooperación primitiva hasta la era
digital, ha sido capaz de crear civilizaciones, dominar la materia y descifrar
los secretos del universo. Pero también ha sembrado desigualdad, destrucción y
olvido de sí mismo. En cada etapa, su inteligencia técnica ha superado su
sabiduría moral, y esa desproporción lo ha llevado a alejarse de su esencia más
profunda: la fraternidad.
El desvío comenzó cuando el hombre se apropió de lo que
debía compartir, cuando su ego se erigió como medida de todas las cosas y la
comunidad se convirtió en competencia. A partir de ese momento, la historia de
la humanidad ha sido, en buena parte, la historia de su propia alienación: la
lucha del “yo” contra el “nosotros”, del poder contra la compasión, de la técnica
contra la conciencia.
Hoy, en plena era digital, ese conflicto alcanza su
máxima expresión. Nunca antes la humanidad tuvo tanto conocimiento ni tanta
desconexión. Vivimos rodeados de información, pero carentes de sentido;
saturados de comunicación, pero faltos de diálogo; obsesionados con la imagen,
pero desinteresados por la verdad.
El ser humano, al sustituir el contacto real por la
interacción virtual, se enfrenta al riesgo de convertirse en un espectro de sí
mismo: funcional, eficiente, pero vacío.
Sin embargo, el futuro no está sellado. La misma
inteligencia que nos ha llevado a la deshumanización puede conducirnos al
renacimiento si la acompañamos con ética, empatía y educación. Solo a través de
una formación que despierte la conciencia crítica y la sensibilidad moral será
posible reconstruir el tejido humano roto por siglos de egoísmo.
El desafío de nuestro tiempo no es tecnológico, sino
espiritual. La gran pregunta no es qué más podemos crear, sino qué tipo de
humanidad queremos ser.
Si logramos recuperar la capacidad de reconocernos unos
en otros, el progreso dejará de ser una amenaza para convertirse en esperanza.
REFLEXIÓN FINAL
Cada época ha tenido su espejo, y el nuestro refleja
tanto luces como sombras.
Somos herederos de una historia de rupturas, pero también
de redenciones. Lo humano no está perdido: se esconde, espera, respira aún en
quienes se niegan a odiar, a mentir y a destruir.
Quizá el verdadero progreso no consista en conquistar el
espacio, sino en reconquistar el alma.
Ser humano, en el sentido más noble, significa no
rendirse ante la indiferencia.
Significa recordar que detrás de cada pantalla, de cada
frontera, de cada ideología, late un corazón que desea amar, comprender y ser
comprendido.
La especie humana podrá reencontrarse cuando aprenda, de
nuevo, a mirar al otro no como extraño, sino como parte de sí misma.
Como escribió Albert Camus: “En medio del odio descubrí
que había dentro de mí un amor invencible”.
Ese amor, esa chispa moral y consciente, es lo único que
puede salvarnos de nuestra propia autodestrucción.
Mientras existan seres humanos capaces de pensar con
lucidez y sentir con compasión, no todo está perdido.
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(1918). La decadencia de Occidente. Múnich: C. H. Beck.
SAN SALVADOR, 11 DE OCTUBRE DE 2025
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