domingo, 16 de noviembre de 2025



 ENSAYO FILOSOFICO “EL DESVÍO HUMANO: DE LA COMUNIDAD AL EGOÍSMO TECNOLÓGICO

AUTOR: MSC. JOSÉ ISRAEL VENTURA

 

INTRODUCCIÓN

 

Desde los albores de su historia, el ser humano se ha definido como un ser social. Aristóteles lo llamó zoón politikón, un animal político, destinado a convivir, cooperar y construir en comunidad. Sin embargo, a lo largo del tiempo, algo se quebró en esa naturaleza solidaria.

El hombre, que en un principio se reconocía en el otro, comenzó a separarse, a erigir muros simbólicos y materiales, a competir, dominar y poseer. Esa desviación del camino colectivo no ocurrió de un día para otro, sino que fue un proceso histórico, filosófico y moral que culmina hoy en una humanidad hiperconectada, pero profundamente desconectada de sí misma.

El desarrollo tecnológico, las ideologías de poder y la lógica del capital han perfeccionado esta ruptura. El ser humano contemporáneo se mira como una unidad aislada, calculadora y utilitaria; se mide por su éxito económico o su presencia digital, no por su humanidad. Ha dejado de reconocerse como parte de una especie común y se ha convertido en su propio adversario.

Como advirtió Erich Fromm (1956) en El miedo a la libertad, el individuo moderno se ha liberado de las ataduras externas, pero a costa de perder el sentido de pertenencia, quedando atrapado en una soledad existencial que lo empuja a obedecer al mercado y a las apariencias.

El presente ensayo pretende explorar ese desvío histórico del hombre: desde sus orígenes comunitarios hasta su actual alienación tecnológica. Analizaremos los momentos en que la especie humana comenzó a mirarse con desconfianza, a dividirse, a transformarse en instrumento de poder y consumo. Finalmente, se planteará la posibilidad del reencuentro: una ética basada en la empatía, la educación crítica y la reconstrucción del vínculo humano.

I. EL HOMBRE Y SU ORIGEN COMUNITARIO

En sus orígenes, el ser humano no se concebía como individuo aislado, sino como parte viva de una totalidad. Antes de la aparición de la propiedad, la política o la religión organizada, el hombre primitivo vivía en una relación simbiótica con la naturaleza y con su grupo.

 La caza, la recolección y la supervivencia exigían cooperación. El “yo” no existía sin el “nosotros”. Cada gesto tenía sentido dentro de la comunidad.

El pensamiento antropológico y filosófico coincide en que las primeras formas de humanidad se fundaron en el vínculo y la ayuda mutua. Como lo señaló Piotr Kropotkin en su obra El apoyo mutuo (1902), las sociedades animales y humanas más exitosas no fueron las más violentas, sino aquellas capaces de cooperar y protegerse colectivamente. La fuerza, por tanto, no residía en la competencia, sino en la solidaridad.

En este sentido, la noción de humanidad estaba unida a la interdependencia. Cada miembro tenía un papel esencial: cazadores, recolectores, cuidadores, ancianos, niños. Nadie era prescindible. Los recursos se compartían, los peligros se enfrentaban en conjunto y la vida era una red de significados que trascendía al individuo. La naturaleza no era un objeto de dominio, sino una madre proveedora y sagrada.

Esa visión unitaria y respetuosa, donde el ser humano se reconocía como parte del cosmos, puede rastrearse también en las cosmovisiones indígenas y orientales. Los pueblos originarios de América, África o Asia, y las filosofías como el taoísmo o el budismo primitivo, comprendían que la existencia humana dependía del equilibrio entre todos los seres. No había separación entre el hombre y la tierra, entre el alma y el entorno.

En esa etapa inicial de la historia, la palabra egoísmo carecía de sentido. La supervivencia dependía de la cooperación, no del dominio. El grupo era la prolongación del ser, y el otro —el semejante— era espejo y compañero. En ese estado natural, al que Jean-Jacques Rousseau se refirió como “el estado de naturaleza” en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755), el ser humano vivía en una inocencia social: no conocía la codicia, la vanidad ni la competencia, sino un equilibrio precario pero armónico.

Sin embargo, aquella fraternidad original fue lentamente sustituida por la desconfianza. A medida que el hombre comenzó a apropiarse de los recursos, el sentido del “nosotros” se fue disolviendo. Surgió la primera gran fractura: el nacimiento de la propiedad y del ego como centro de la existencia.

II. EL NACIMIENTO DEL EGO Y LA PROPIEDAD

El punto de inflexión en la historia humana ocurrió cuando el hombre comenzó a poseer. El descubrimiento de la agricultura, alrededor del año 10,000 a.C., transformó radicalmente las relaciones sociales. Con la posibilidad de cultivar y almacenar alimentos, surgió la idea de propiedad privada, y con ella, la desigualdad. Lo que antes pertenecía a todos —la tierra, el agua, el alimento— empezó a tener dueño.

El acto de cercar un terreno, de decir “esto es mío”, representó una ruptura no solo económica, sino espiritual y moral. A partir de ese momento, el hombre dejó de verse como parte de la comunidad y comenzó a verse como su centro. El filósofo Jean-Jacques Rousseau lo expresó con lucidez: “El primero que, habiendo cercado un terreno, se atrevió a decir esto es mío, y encontró gente bastante simple para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil” (Discurso sobre la desigualdad, 1755).

Con la propiedad llegó el ego, esa conciencia separada que se define por oposición al otro. Si antes la identidad humana se construía en la pertenencia al grupo, ahora se afirmaba en la diferencia y la posesión. La cooperación dio paso a la competencia; el compartir se transformó en acaparar. La vida dejó de girar en torno a la colectividad y comenzó a organizarse según jerarquías, riqueza y poder.

Este cambio estructural fue acompañado por el nacimiento de la violencia organizada. Los conflictos por el control de la tierra, del ganado o de los recursos fueron el inicio de las guerras. La fuerza empezó a imponerse sobre la razón, y la ley del más fuerte sustituyó a la solidaridad ancestral. En ese contexto, el ser humano ya no se reconocía en su semejante, sino que lo veía como rival, amenaza o esclavo.

El ego, una vez despertado, se convirtió en una fuerza devastadora. El deseo de poseer más y de dominar a los demás alimentó la creación de castas, imperios y jerarquías. Como señaló Karl Marx (1844) en sus Manuscritos económicos y filosóficos, la propiedad privada no solo aliena al trabajador de su producto, sino también del resto de los hombres y de sí mismo. En otras palabras, el hombre empezó a ser extraño a su propia especie.

Ese fue el segundo gran desvío: la conversión del ser humano en dueño, amo y competidor. La tierra, antes madre y sustento, se volvió mercancía. El otro, antes hermano, se transformó en enemigo o instrumento. Nació así la semilla del sistema de dominación que, miles de años después, daría forma a los imperios, a las religiones jerárquicas, y finalmente, al capitalismo moderno.

En adelante, la historia de la humanidad sería la historia de esa lucha interior entre la conciencia del “nosotros” y la ambición del “yo”.

III. LA CIVILIZACIÓN COMO RUPTURA DE LA UNIDAD HUMANA

El surgimiento de la civilización marcó, paradójicamente, el avance del conocimiento y la decadencia moral del ser humano. Con el desarrollo de las ciudades, los primeros Estados y la organización política, el hombre empezó a construir monumentos, templos y leyes; pero también a erigir muros, fronteras y prisiones. La civilización, nacida del deseo de orden y progreso, trajo consigo una estructura de poder que institucionalizó la desigualdad.

En las antiguas sociedades de Egipto, Mesopotamia, Grecia y Roma, el ideal de convivencia fue reemplazado por el imperio del dominio. La técnica y la escritura sirvieron tanto para preservar la memoria como para controlar a las masas. La ley se convirtió en instrumento del más fuerte, y la esclavitud, en el motor de la economía. Como señaló Friedrich Engels (1884) en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, el Estado nació no como garante de justicia, sino como aparato de represión de una clase sobre otra.

En ese contexto, la humanidad comenzó a organizarse en torno al poder, al miedo y al control. Se perfeccionaron las guerras, se justificaron las conquistas, y se impuso la noción de que unos pocos estaban destinados a gobernar sobre los demás. La antigua fraternidad tribal fue sustituida por el sometimiento jerárquico: el esclavo obedecía, el campesino producía, el soldado mataba, y el gobernante se proclamaba hijo de los dioses.

La religión, que en sus orígenes expresaba respeto por la naturaleza y por la vida, fue utilizada por los imperios como mecanismo de legitimación. Los reyes se presentaban como representantes divinos, y las normas morales eran impuestas como dogmas de obediencia. De este modo, el vínculo espiritual entre los seres humanos se degradó en una relación de sumisión. La divinidad dejó de estar en todas las cosas —como creían las culturas ancestrales— y se concentró en templos, castas sacerdotales y jerarquías terrenales.

La civilización trajo, sin duda, avances científicos, artísticos y filosóficos; pero esos logros estuvieron acompañados por una progresiva deshumanización. El ser humano empezó a confundir el progreso material con el desarrollo moral. Aprendió a dominar la materia, pero olvidó dominar su ego. Construyó imperios, pero perdió el sentido del equilibrio interior. Se volvió capaz de transformar la naturaleza, pero incapaz de transformar su propio corazón.

El filósofo Oswald Spengler (1918), en La decadencia de Occidente, advirtió que toda civilización lleva en sí la semilla de su agotamiento moral: el momento en que el conocimiento técnico supera a la sabiduría espiritual. Ese es el punto en que el hombre, creyéndose dios, se separa definitivamente de la naturaleza y de sus semejantes.

Así, la civilización que debía unirnos bajo el signo de la razón terminó institucionalizando la desigualdad. El poder sustituyó al amor, la ley reemplazó la empatía, y la técnica se impuso sobre la conciencia. Desde entonces, el hombre avanza sobre ruinas que él mismo construye, buscando en el dominio una felicidad que solo el reencuentro humano podría darle.

IV. EL DOMINIO, LA RELIGIÓN Y EL PODER

A medida que la civilización se consolidaba, el ser humano comenzó a organizar su vida social alrededor de tres grandes ejes de control: el dominio político, la religión institucional y la acumulación de poder. Estos pilares, que en apariencia ordenaban la convivencia, se transformaron en instrumentos de sometimiento que acentuaron la separación entre los hombres y debilitaron su conciencia solidaria.

1. El dominio como forma de control

El poder político, desde sus primeras expresiones imperiales hasta las modernas democracias representativas, ha estado marcado por la voluntad de unos pocos de imponerse sobre muchos. En el Egipto de los faraones, en la Roma de los césares o en los reinos medievales de Europa, gobernar significó dominar, no servir.

El filósofo Thomas Hobbes, en Leviatán (1651), justificó esta estructura argumentando que el hombre es naturalmente violento y necesita un soberano fuerte para contener su egoísmo. Sin embargo, esta interpretación legitimó la obediencia ciega, consolidando un modelo donde el miedo se convirtió en el motor del orden social.

En ese contexto, la autoridad ya no se basaba en el respeto mutuo, sino en la coerción. El ciudadano dejó de ser sujeto para convertirse en súbdito, y el poder político se transformó en una maquinaria que reproducía la desigualdad. El hombre, creador del Estado, terminó subordinado a él.

2. La religión como ideología de sometimiento

Paralelamente, la religión —que en sus orígenes era vínculo espiritual y comunión con la naturaleza— se institucionalizó. Las jerarquías eclesiásticas monopolizaron el acceso a lo divino, estableciendo quién podía hablar en nombre de Dios y quién debía obedecer.

La fe, que debería liberar al espíritu, fue convertida en instrumento de control moral y político. La obediencia sustituyó a la reflexión; el temor al castigo, a la búsqueda interior.

Filósofos como Friedrich Nietzsche denunciaron este fenómeno con severidad. En El Anticristo (1895), escribió: “El cristianismo ha sido hasta ahora la mayor desventura de la humanidad, porque ha santificado la debilidad y ha domesticado la fuerza”. Nietzsche no atacaba la espiritualidad, sino la estructura eclesiástica que convirtió la fe en una herramienta de culpa, miedo y dominio.

De este modo, la religión dejó de unir para dividir; dejó de inspirar amor al prójimo para generar obediencia, intolerancia y guerras santas. El hombre ya no se reconocía en el otro como hermano, sino como creyente o infiel, salvado o condenado.

3. El poder como enfermedad del alma

El deseo de poder —esa necesidad de imponerse sobre los demás— se volvió una enfermedad del espíritu humano. Erich Fromm la llamó “necrofilia espiritual”: una atracción por lo inerte, lo autoritario y lo destructivo. En lugar de crear vínculos, el hombre moderno busca someter, manipular y dominar, creyendo que así reafirma su existencia.

El poder, en cualquiera de sus formas, engendra miedo; y el miedo, obediencia. De esa manera, se perpetúa el círculo de alienación. Los imperios antiguos, las monarquías absolutas, las dictaduras y hasta las democracias modernas han reproducido, con distintos lenguajes, el mismo principio: el ser humano dividido en gobernantes y gobernados, en amos y siervos, en creyentes y condenados.

El dominio, la religión y el poder sellaron el tercer gran desvío de la humanidad: el momento en que el hombre comenzó a justificar su violencia, su egoísmo y su ambición en nombre de Dios, de la ley o del progreso. Y aunque la razón intentó emanciparlo, el peso de la costumbre y del miedo lo mantuvo sometido.

La semilla de la fractura estaba ya madura: la especie humana había perdido el sentido de unidad. De ahí surgiría la modernidad, con su nuevo dios: el individuo.

V. LA MODERNIDAD Y EL TRIUNFO DEL INDIVIDUO SOBRE EL SER COLECTIVO

Con la llegada de la modernidad —siglos XV al XVIII— el ser humano proclamó su independencia intelectual. Fue una época de grandes transformaciones: el Renacimiento, la Reforma protestante, la Ilustración y la Revolución científica. Estos movimientos rompieron las cadenas del pensamiento medieval y colocaron al hombre como centro del universo.

Sin embargo, ese triunfo aparente del individuo sobre la autoridad religiosa y política escondía una trampa: la libertad se confundió con el egoísmo, y la razón, con la dominación.

El Renacimiento exaltó la figura del hombre universal, capaz de crear, investigar y transformar la naturaleza. Pero esa misma confianza en la razón condujo a una visión antropocéntrica: el mundo ya no era sagrado, sino un objeto que podía ser explotado. El filósofo Francis Bacon proclamó que la ciencia debía “someter a la naturaleza para arrancarle sus secretos”. Desde entonces, conocer significó dominar, y la sabiduría se transformó en poder.

Durante la Ilustración, la fe en la razón alcanzó su punto máximo. Los pensadores ilustrados soñaron con una humanidad guiada por la luz del conocimiento, libre de supersticiones. Immanuel Kant, en su famoso texto ¿Qué es la Ilustración? (1784), definió ese momento como “la salida del hombre de su minoría de edad”. No obstante, el progreso racional no vino acompañado de un progreso moral. La libertad del pensamiento se transformó en competencia ideológica; la igualdad en discurso político; la fraternidad, en promesa incumplida.

La modernidad rompió las cadenas de la ignorancia, pero impuso otras más sutiles: las de la razón instrumental, aquella que reduce al ser humano a medios y fines. El filósofo Max Horkheimer, de la Escuela de Frankfurt, advirtió que la razón moderna dejó de buscar la verdad para convertirse en herramienta de dominio y cálculo. En otras palabras, el hombre aprendió a pensar sin aprender a sentir.

De este modo, el sujeto moderno —autosuficiente, racional, productivo— comenzó a mirar al otro no como compañero, sino como obstáculo o competidor. El espíritu colectivo que había sustentado las civilizaciones antiguas se fragmentó en millones de individuos persiguiendo su propio interés. El “yo pienso” cartesiano de René Descartes se convirtió, con el tiempo, en “yo consumo”, “yo compito”, “yo poseo”.

La industrialización, la urbanización y el capitalismo consolidaron esta lógica. El trabajo dejó de ser una actividad comunitaria y se volvió alienante. El obrero se transformó en engranaje de una máquina económica que lo despojaba de su creatividad y dignidad. Marx lo describió con precisión: el hombre moderno está “alienado de su producto, de su trabajo, de los otros hombres y de sí mismo”.

La libertad prometida por la modernidad se convirtió en una libertad solitaria, vacía y competitiva. El hombre moderno se liberó de los dioses, pero cayó en el culto del dinero, del éxito y de la técnica. La “razón” —sin corazón— construyó un mundo eficiente, pero sin sentido.

Así, el triunfo del individuo sobre el ser colectivo marcó el cuarto gran desvío: el hombre ya no lucha contra su opresor, sino contra su propio reflejo. Cada ser humano se siente libre, pero vive prisionero de su aislamiento. La soledad reemplazó a la comunidad; la competencia, a la fraternidad; la producción, a la contemplación.

En ese escenario, el siguiente paso era inevitable: el hombre tecnológico, hiperconectado e interiormente vacío, que sustituiría el contacto humano por pantallas y algoritmos.

VI. LA ERA DIGITAL: EL SER HUMANO DESHUMANIZADO

El siglo XXI marca la culminación de una larga cadena de transformaciones donde el progreso técnico ha superado al desarrollo ético. El hombre moderno, que antes adoraba a los dioses, y luego al poder o al dinero, ahora venera la tecnología. En este nuevo escenario, el ser humano ya no se mide por su sabiduría o su bondad, sino por su eficiencia, productividad y visibilidad digital.

Vivimos en un mundo hiperconectado, pero emocionalmente fragmentado. La revolución digital prometió acercarnos, pero ha terminado por aislarnos en burbujas personalizadas, donde cada individuo se convierte en espectador de su propia soledad. El filósofo Byung-Chul Han lo advierte en su obra La sociedad del cansancio (2010): el sujeto contemporáneo ya no es explotado por otro, sino que se autoexplota en nombre de la libertad, creyendo ser dueño de sí mismo mientras obedece silenciosamente al sistema productivo y mediático.

Las redes sociales, la inteligencia artificial, el consumo instantáneo y el culto a la imagen han creado un nuevo tipo de ser humano: el homo digitalis, siempre conectado, siempre visible, pero cada vez más vacío de sentido. El pensamiento crítico se ha debilitado, sustituido por la inmediatez del “me gusta” y la gratificación instantánea. La conversación ha sido reemplazada por el comentario; el encuentro, por la pantalla; la reflexión, por la distracción.

En esta era, la identidad ya no se construye en comunidad, sino a través de algoritmos que nos clasifican, predicen y condicionan. Somos datos, estadísticas y perfiles, no personas completas. El “yo” ha sido absorbido por la lógica del mercado digital: se publica, se vende, se mide, se compara. La humanidad, en su conjunto, corre el riesgo de convertirse en un experimento sin alma.

El filósofo francés Gilles Lipovetsky llamó a este fenómeno la era del vacío (1983), una época donde el individuo, liberado de las viejas instituciones, se siente más libre, pero también más solo, más ansioso y más desorientado. El consumo se ha convertido en religión, y la tecnología, en su templo. La emoción ha sido reemplazada por la eficiencia; la empatía, por la imagen; la verdad, por la viralidad.

Lo más preocupante es que este proceso de deshumanización se presenta como progreso. Las nuevas generaciones crecen creyendo que pensar lentamente es perder el tiempo, que sentir intensamente es debilidad, y que vivir en silencio es improductivo. La humanidad corre sin rumbo hacia una supuesta perfección tecnológica, sin advertir que está dejando atrás su propia esencia: la capacidad de amar, de dudar, de crear y de compartir.

Sin embargo, en medio de esta tormenta digital, aún sobreviven destellos de conciencia. Movimientos éticos, filosóficos y educativos buscan recuperar el sentido humano de la existencia. Cada maestro que enseña a pensar, cada joven que cuestiona el sistema, cada ciudadano que se niega a reducir la vida a una pantalla, representa una chispa de esperanza en medio del ruido.

El sexto gran desvío del hombre es, al mismo tiempo, una oportunidad: la posibilidad de reconstruirse desde la conciencia. La tecnología no es enemiga, pero debe volver a estar al servicio del ser humano, no al revés. Si el siglo XXI logra comprender esto, aún puede transformar la deshumanización en renacimiento.

VII. POSIBILIDADES DE REENCUENTRO: ÉTICA, EMPATÍA Y EDUCACIÓN

A lo largo de la historia, el hombre ha atravesado etapas de esplendor y de oscuridad moral. Pero si algo distingue a nuestra especie es su capacidad de reflexión y transformación. Así como el egoísmo y la codicia nos desviaron de nuestro camino, también la conciencia y la educación pueden conducirnos nuevamente hacia la unidad perdida.

El filósofo Erich Fromm, en El arte de amar (1956), sostuvo que la salvación de la humanidad no está en una ideología ni en un sistema político, sino en una revolución interior basada en el amor y la empatía. Ese amor no como sentimiento pasivo, sino como acto consciente de reconocimiento del otro. Reencontrarnos con la especie humana implica recuperar la capacidad de ver en el otro a un semejante y no a un competidor.

La ética —como ciencia del bien vivir— debe volver a ocupar el centro de la existencia humana. No basta con saber o producir; es necesario actuar con conciencia, decidir con justicia y vivir con sentido. Como afirma Adela Cortina, “ningún país puede salir de la crisis si las conductas inmorales de sus ciudadanos y políticos siguen proliferando”. La ética no es una asignatura más, sino el fundamento de toda convivencia digna.

Sin ética, la tecnología se convierte en tiranía; sin empatía, la libertad se convierte en soledad; sin educación, el progreso se convierte en barbarie sofisticada. Por eso, educar es el acto más político y más esperanzador de todos. No se trata solo de transmitir conocimientos, sino de formar conciencia crítica, sensibilidad moral y compromiso social.

El pedagogo Paulo Freire, en Pedagogía del oprimido (1970), enseñó que la educación auténtica no domestica, sino que libera. Educar no es llenar mentes vacías, sino encender espíritus conscientes. En este sentido, el aula —ya sea física o digital— debe convertirse en un espacio de diálogo, donde el maestro no imponga verdades, sino que acompañe el proceso de descubrimiento interior del estudiante.

La empatía, por su parte, es el puente entre la razón y el corazón. Es la capacidad de sentir con el otro, de comprender su dolor y su alegría. En un mundo fragmentado por la indiferencia y el odio, la empatía es una forma de resistencia moral. Practicarla no es debilidad, sino fortaleza espiritual.

Finalmente, el reencuentro humano exige un cambio cultural profundo: pasar del “yo tengo” al “nosotros somos”. Recuperar el sentido de comunidad, la responsabilidad compartida y el respeto por la vida en todas sus formas. La verdadera evolución no consiste en dominar la materia, sino en superar el ego.

Quizá la humanidad se ha extraviado muchas veces, pero cada generación tiene la oportunidad de rectificar el rumbo. Aún es posible reconstruir la unidad perdida si nos atrevemos a educar en valores, a pensar críticamente y a vivir con compasión. El reencuentro con nuestra especie comienza en cada gesto de honestidad, en cada acto de solidaridad y en cada palabra que construye en lugar de destruir.

CONCLUSIÓN

A lo largo de su historia, el ser humano ha recorrido un camino fascinante y contradictorio. Desde la cooperación primitiva hasta la era digital, ha sido capaz de crear civilizaciones, dominar la materia y descifrar los secretos del universo. Pero también ha sembrado desigualdad, destrucción y olvido de sí mismo. En cada etapa, su inteligencia técnica ha superado su sabiduría moral, y esa desproporción lo ha llevado a alejarse de su esencia más profunda: la fraternidad.

El desvío comenzó cuando el hombre se apropió de lo que debía compartir, cuando su ego se erigió como medida de todas las cosas y la comunidad se convirtió en competencia. A partir de ese momento, la historia de la humanidad ha sido, en buena parte, la historia de su propia alienación: la lucha del “yo” contra el “nosotros”, del poder contra la compasión, de la técnica contra la conciencia.

Hoy, en plena era digital, ese conflicto alcanza su máxima expresión. Nunca antes la humanidad tuvo tanto conocimiento ni tanta desconexión. Vivimos rodeados de información, pero carentes de sentido; saturados de comunicación, pero faltos de diálogo; obsesionados con la imagen, pero desinteresados por la verdad.

El ser humano, al sustituir el contacto real por la interacción virtual, se enfrenta al riesgo de convertirse en un espectro de sí mismo: funcional, eficiente, pero vacío.

Sin embargo, el futuro no está sellado. La misma inteligencia que nos ha llevado a la deshumanización puede conducirnos al renacimiento si la acompañamos con ética, empatía y educación. Solo a través de una formación que despierte la conciencia crítica y la sensibilidad moral será posible reconstruir el tejido humano roto por siglos de egoísmo.

El desafío de nuestro tiempo no es tecnológico, sino espiritual. La gran pregunta no es qué más podemos crear, sino qué tipo de humanidad queremos ser.

Si logramos recuperar la capacidad de reconocernos unos en otros, el progreso dejará de ser una amenaza para convertirse en esperanza.

REFLEXIÓN FINAL

Cada época ha tenido su espejo, y el nuestro refleja tanto luces como sombras.

Somos herederos de una historia de rupturas, pero también de redenciones. Lo humano no está perdido: se esconde, espera, respira aún en quienes se niegan a odiar, a mentir y a destruir.

Quizá el verdadero progreso no consista en conquistar el espacio, sino en reconquistar el alma.

Ser humano, en el sentido más noble, significa no rendirse ante la indiferencia.

Significa recordar que detrás de cada pantalla, de cada frontera, de cada ideología, late un corazón que desea amar, comprender y ser comprendido.

La especie humana podrá reencontrarse cuando aprenda, de nuevo, a mirar al otro no como extraño, sino como parte de sí misma.

Como escribió Albert Camus: “En medio del odio descubrí que había dentro de mí un amor invencible”.

Ese amor, esa chispa moral y consciente, es lo único que puede salvarnos de nuestra propia autodestrucción.

Mientras existan seres humanos capaces de pensar con lucidez y sentir con compasión, no todo está perdido.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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3.       Cortina, A. (1997). Ética mínima: Introducción a la filosofía práctica. Madrid: Tecnos.

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6.       Fromm, E. (1956). El arte de amar. México: Fondo de Cultura Económica.

7.       Fromm, E. (1941). El miedo a la libertad. México: Fondo de Cultura Económica.

8.       Han, B.-C. (2010). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

9.       Horkheimer, M. (1947). Crítica de la razón instrumental. Madrid: Trotta.

10.   Hobbes, T. (1651). Leviatán. Londres: Andrew Crooke.

11.   Kant, I. (1784). ¿Qué es la Ilustración? Berlín: Berlinische Monatsschrift.

12.   Kropotkin, P. (1902). El apoyo mutuo: Un factor de la evolución. Londres: McClure, Phillips & Co.

13.   Lipovetsky, G. (1983). La era del vacío: Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama.

14.   Marx, K. (1844). Manuscritos económicos y filosóficos. París: Éditions Sociales.

15.   Nietzsche, F. (1895). El Anticristo. Leipzig: C. G. Naumann.

16.   Rousseau, J.-J. (1755). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Ámsterdam: Marc Michel Rey.

17.   Spengler, O. (1918). La decadencia de Occidente. Múnich: C. H. Beck.

 

 

 

 

 

SAN SALVADOR, 11 DE OCTUBRE DE 2025

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