“FUERO PARA LOS RICOS Y CÁRCEL PARA LOS POBRES: DEL PRIVILEGIO A LA JUSTICIA EN EL SALVADOR CONTEMPORÁNEO”
POR: MSc JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN
La historia jurídica y política de El Salvador es, en
gran medida, la historia de una justicia mutilada por los intereses de los poderosos.
Durante décadas, las leyes fueron escritas por quienes jamás pensaron
cumplirlas, diseñadas para proteger los privilegios de las élites políticas,
empresariales y financieras. Así, mientras los pobres eran perseguidos por
robar una libra de arroz, los corruptos de cuello blanco caminaban libres,
saludaban a las cámaras y sonreían al amparo de la impunidad
institucionalizada. Esa doble moral del sistema judicial salvadoreño se
convirtió en una especie de “fuero sagrado” para los ricos, y en una “cárcel
perpetua” para los pobres.
Durante los veinte años de gobiernos del partido ARENA, y
luego los dos períodos consecutivos del FMLN, se consolidó una cultura de
corrupción legalizada. El Estado fue reducido a una maquinaria de saqueo
disfrazada de democracia, donde el fuero político, la inmunidad y los pactos
oscuros entre partidos operaban como blindaje contra cualquier intento de
rendición de cuentas. La “justicia” se transformó en un espectáculo mediático
en el que los ladrones eran premiados con cargos diplomáticos y los
denunciantes eran perseguidos o silenciados. Tal como afirmaba Monseñor Óscar
Arnulfo Romero, “la justicia es como la serpiente: muerde solo a los
descalzos”. Y en efecto, en El Salvador la justicia parecía tener vista de
águila para los pobres y ceguera voluntaria ante los ricos.
El Salvador de finales del siglo XX y comienzos del XXI
se convirtió en una vitrina del neoliberalismo más deshumanizante. Las
privatizaciones, los préstamos internacionales, los “donativos” disfrazados y
las licitaciones amañadas fueron mecanismos para vaciar las arcas públicas en
beneficio de unos pocos. Los nombres de Alfredo Cristiani, Francisco Flores,
Elías Antonio Saca y otros altos funcionarios siguen siendo recordados como
símbolos de una era de descaro político en la que el Estado fue usado como
hacienda personal. Mientras tanto, la pobreza, la migración forzada y la
desesperanza eran el pan de cada día para las mayorías trabajadoras.
En contraste con esa época de descomposición moral, el
nuevo siglo trajo consigo un proceso de transformación social y política que
—aunque no exento de críticas— ha comenzado a desmontar los cimientos de la
impunidad. Desde la llegada al poder del actual gobierno, encabezado por el
presidente Nayib Bukele, la justicia dejó de ser privilegio de unos pocos y
comenzó a tocar las puertas de quienes antes se creían intocables.
Hoy los exfuncionarios corruptos enfrentan procesos
judiciales, las redes de saqueo institucional han sido desmanteladas, y los
mismos medios que antes callaban los crímenes de los poderosos claman
“dictadura” porque ya no pueden manipular la verdad a su antojo.
El cambio, sin embargo, no es solo político, sino también
moral. La sociedad salvadoreña empieza a comprender que la justicia no es
venganza, sino equilibrio; que no puede haber desarrollo si las leyes continúan
protegiendo a los privilegiados mientras condenan a los débiles. En palabras
del filósofo Zygmunt Bauman (2003), “una sociedad desigual no puede ser libre,
y una sociedad libre no puede aceptar la desigualdad como destino”. Por primera
vez en mucho tiempo, el país discute la justicia en clave de equidad y no de
poder.
El presente ensayo busca analizar, desde una mirada
crítica y humanista, la evolución de la justicia salvadoreña: desde la impunidad
selectiva que marcó los gobiernos del pasado hasta los esfuerzos actuales por
establecer una justicia igualitaria.
Se examinará cómo la corrupción política degradó las
instituciones, cómo los medios de comunicación sirvieron como escudo de los corruptos,
y cómo el nuevo paradigma ha despertado la resistencia de aquellos que se
beneficiaban del viejo orden.
Más allá de una reflexión política, este ensayo es una
denuncia moral y una exigencia ciudadana. Porque mientras en nuestro país haya
un solo pobre encarcelado por necesidad y un solo rico libre por corrupción, no
podrá hablarse de verdadera justicia. La historia reciente de El Salvador nos
demuestra que el poder sin ética es la antesala de la barbarie, y que solo una
sociedad consciente, crítica y valiente puede romper las cadenas del
sometimiento y construir un Estado verdaderamente justo.
CAPÍTULO II. LA JUSTICIA COMO INSTRUMENTO DE CLASE: DE LA
COLONIA AL NEOLIBERALISMO
Desde la llegada de los conquistadores, el aparato
jurídico en El Salvador —como en toda América Latina— nació al servicio del
poder. Las primeras leyes coloniales, dictadas por la Corona española, no
buscaban justicia ni equidad, sino control y sometimiento. Los tribunales eran
extensiones del dominio económico y político de los encomenderos, y la justicia
se aplicaba según el rango social del acusado: castigo para el indígena o el
mestizo, indulgencia para el peninsular o el criollo. Así comenzó a gestarse la
cultura de la desigualdad legal que ha sobrevivido, disfrazada, hasta el siglo
XXI.
El derecho, en su versión colonial y luego republicana,
se convirtió en el espejo de las relaciones de poder. Como advirtió Karl Marx
(1867), “el derecho no es más que la
voluntad de la clase dominante convertida en ley”. En El Salvador, esa
voluntad se tradujo en siglos de impunidad para los ricos y persecución para
los pobres. Durante el período oligárquico del siglo XIX, el sistema judicial
se institucionalizó como un instrumento de defensa del latifundio y de
represión contra los campesinos. Las leyes de propiedad, las penas por robo o
el control militar del campo eran mecanismos para mantener intacta la
estructura de dominación.
En el siglo XX, la situación no cambió sustancialmente.
La justicia se convirtió en un simulacro moral que servía para sostener un
orden injusto. Las constituciones se modificaban para legitimar regímenes
autoritarios, las cortes eran manejadas por los mismos grupos de poder y la
policía actuaba como brazo armado del privilegio.
La masacre de 1932, que dejó decenas de miles de
campesinos asesinados, fue quizá el ejemplo más brutal de cómo la ley puede
transformarse en un instrumento de terror social. Ninguno de los responsables
fue juzgado; por el contrario, la impunidad se consolidó como una norma de
Estado.
Con el avance del siglo XX y la modernización aparente
del país, la justicia comenzó a hablar el lenguaje del capitalismo. Los códigos
y tribunales ya no defendían encomiendas ni haciendas, sino corporaciones,
bancos y partidos políticos. El neoliberalismo, introducido en la década de
1990, trajo consigo un nuevo tipo de impunidad: la impunidad financiera. Se
privatizaron los servicios públicos, se transfirieron las riquezas nacionales a
grupos empresariales y se endeudó al Estado en nombre del “progreso”. Las leyes
de privatización y las reformas fiscales fueron aprobadas por las mismas élites
que luego se beneficiaron de ellas. Como señaló el filósofo Slavoj Žižek (2011), “el
capitalismo es el único sistema
en el que la corrupción no es una
desviación, sino su
modo normal de funcionamiento”.
Los gobiernos del partido ARENA, entre 1989 y 2009,
perfeccionaron este modelo. La justicia era un teatro donde los poderosos
fingían transparencia mientras saqueaban el país. Los casos de evasión fiscal,
fraude y enriquecimiento ilícito se resolvían con pactos políticos o con
absoluciones compradas. La Fiscalía, los tribunales y la Corte Suprema de
Justicia eran piezas de una maquinaria diseñada para blindar a los corruptos.
Así, el concepto de “fuero” se convirtió en sinónimo de impunidad, y el pueblo
comprendió que las leyes no estaban hechas para protegerlo, sino para
controlarlo.
El FMLN, que llegó al poder prometiendo romper con esa
herencia, terminó reproduciendo las mismas prácticas que había criticado. La
corrupción ya no tenía color partidario, sino carácter estructural. Los líderes
que en el pasado denunciaron la injusticia se convirtieron en sus
beneficiarios. La diferencia era solo el discurso; el resultado, el mismo:
funcionarios enriquecidos, fondos desviados y un pueblo cada vez más
empobrecido. Como diría el escritor Eduardo Galeano (1998), “la justicia es
como las serpientes: solo muerde a los descalzos”.
Esta continuidad histórica muestra que el problema de la
justicia en El Salvador no es jurídico, sino político y moral. Las leyes han
cambiado decenas de veces, pero su espíritu clasista ha permanecido. La
justicia ha sido moldeada según la conveniencia de quienes controlan el poder
económico. No se trata, pues, de falta de leyes, sino de una cultura estructurada
sobre la desigualdad, donde la pobreza se criminaliza y la riqueza se absuelve.
Sin embargo, en los últimos años, la correlación de
fuerzas ha comenzado a cambiar. Los sectores populares, empoderados por un
nuevo liderazgo político, han empezado a reclamar una justicia real, no
simbólica. El pueblo ya no se conforma con ver desfilar a los corruptos por los
tribunales; exige condenas, devoluciones y reparación moral. El Estado, por
primera vez, empieza a juzgar a quienes antes dictaban las leyes. Esa transición
—dolorosa y resistida— marca el inicio de una nueva era: la del fin del fuero y
el nacimiento de la justicia igualitaria.
CAPÍTULO III. CORRUPCIÓN INSTITUCIONALIZADA: ARENA Y
FMLN, HEREDEROS DEL SAQUEO NACIONAL
La corrupción en El Salvador no nació con un partido ni
con un gobierno; es el resultado de un sistema político deformado desde sus
raíces. Sin embargo, fueron los gobiernos de ARENA y del FMLN quienes
consolidaron —en épocas distintas pero con idéntico propósito— una cultura de
saqueo que convirtió al Estado en botín y a la política en un negocio familiar.
Mientras los discursos hablaban de libertad, democracia y justicia social, la
realidad mostraba una red de funcionarios enriquecidos a costa del hambre del
pueblo.
Durante los veinte años del partido ARENA (1989–2009), la
corrupción alcanzó niveles de escándalo. Lo que se presentaba como
“modernización del Estado” fue, en verdad, la legalización del robo. Las
privatizaciones de la banca, las telecomunicaciones, las pensiones y la energía
eléctrica fueron operaciones financieras cuidadosamente diseñadas para
transferir la riqueza nacional a las manos de un pequeño grupo empresarial. No
se trató de errores de política económica, sino de actos deliberados de despojo.
Según el economista salvadoreño Salvador Arias Peñate (†2013), durante los
gobiernos areneros se desviaron más de 37 mil millones de dólares del
erario público. Esa cifra resume una tragedia nacional: hospitales sin
medicinas, escuelas deterioradas, maestros mal pagados, campesinos abandonados
y una juventud sin futuro.
ARENA se convirtió en sinónimo de corrupción sistémica.
Cada uno de sus presidentes dejó tras de sí un historial de escándalos. Alfredo
Cristiani, artífice de las privatizaciones, fue acusado de lavado de dinero y
de encubrir delitos de guerra. Francisco Flores, recordado por el desvío de los
donativos taiwaneses, murió antes de recibir sentencia. Antonio Saca, el más
cínico de todos, confesó públicamente haber robado fondos públicos, y aun así
tuvo derecho a negociar su condena. Esa escena grotesca —el ladrón pidiendo
clemencia y el sistema otorgándosela— reveló la esencia del viejo régimen:
leyes hechas a la medida de los corruptos.
El partido FMLN, que emergió de la guerra civil con la
promesa de redimir al pueblo, terminó reproduciendo las mismas prácticas del
enemigo que había combatido. Durante sus dos gobiernos (2009–2019), el poder
dejó de ser instrumento de cambio para convertirse en instrumento de
acumulación personal. Funcionarios que en el pasado se presentaban como
abanderados de la ética revolucionaria se transformaron en burócratas
privilegiados, dueños de residencias lujosas, vehículos de lujo y cuentas
bancarias imposibles de justificar con sus salarios públicos.
El caso del expresidente Mauricio Funes simboliza esta
decadencia moral. Refugiado en Nicaragua y prófugo de la justicia, Funes
representa la traición al pueblo y la descomposición del ideal revolucionario.
Su gestión, marcada por el despilfarro y el abuso de poder, destruyó la
credibilidad de un proyecto histórico. Por su parte, Salvador Sánchez Cerén
siguió el mismo camino: bajo su administración se multiplicaron los casos de
nepotismo, malversación y contratos amañados. El FMLN no solo perdió el poder
político, sino también el capital moral que lo legitimaba ante los sectores
populares.
El resultado fue devastador: la población se sintió
traicionada por quienes debieron defenderla. ARENA y FMLN, dos partidos
ideológicamente opuestos, se dieron la mano bajo la mesa para repartirse
cuotas, puestos y privilegios. Pactaron el control de la Asamblea Legislativa,
de la Corte Suprema de Justicia, de la Fiscalía y del Tribunal Supremo
Electoral. Bajo ese pacto oscuro, la justicia se convirtió en mercancía y el
Estado en empresa privada. Como denunció Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “la
corrupción es el cáncer del pueblo, porque mata su esperanza y su fe en la
justicia”.
En ese contexto de degradación ética, la oposición
política, hoy disfrazada de moralista, intenta negar su pasado. Pero la memoria
histórica es implacable. Los archivos, las investigaciones y las confesiones
públicas de sus propios líderes confirman que el país fue saqueado con
impunidad durante treinta años. Los ricos se robaron el futuro y luego culparon
al pueblo de su pobreza. Y cuando la justicia comenzó a tocar las puertas de
los poderosos, estos gritaron “dictadura”, como si la rendición de cuentas
fuera una forma de persecución.
Lo cierto es que durante décadas, ARENA y FMLN
construyeron un Estado de privilegios, un sistema donde el delito se lavaba con
fuero y la traición se premiaba con embajadas. Hoy, esa estructura se
desmorona. Los mismos que se burlaban de la ley enfrentan ahora los tribunales;
los que antes dictaban sentencia, hoy son acusados. Este giro histórico no es
obra del azar, sino de una nueva voluntad política que ha decidido romper el
pacto de impunidad.
El pueblo salvadoreño comienza a comprender que la
justicia no puede ser patrimonio de una clase, sino derecho universal. La
corrupción, más que un delito, fue una pedagogía del desprecio: enseñó a los
ciudadanos que todo se compra y que la ética no paga. Pero esa lección ha
terminado. Las nuevas generaciones ya no aceptan vivir en un país donde el robo
se viste de legalidad y la moral se esconde detrás de los partidos. El tiempo
del fuero terminó; ha llegado la hora de la verdad y la justicia.
CAPÍTULO IV. LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN: GUARDIANES DEL
PODER Y CÓMPLICES DEL SILENCIO
En toda sociedad, los medios de comunicación deberían ser
los guardianes de la verdad, los ojos y oídos del pueblo, el espacio donde la
justicia y la libertad se expresan sin miedo. Pero en El Salvador, durante las
últimas décadas, los grandes medios no cumplieron ese papel. En lugar de
informar, se dedicaron a encubrir. En lugar de fiscalizar al poder, se
convirtieron en su escudo. Y en lugar de servir al pueblo, sirvieron a sus
patrocinadores: los mismos grupos económicos y políticos que saquearon al país
durante treinta años.
Los medios tradicionales —televisoras, periódicos y
radios— formaron parte del sistema de dominación que garantizó la impunidad de
las élites. Fueron cómplices activos de los gobiernos corruptos de ARENA y
FMLN, manipulando la opinión pública, silenciando denuncias y tergiversando los
hechos. El periodismo se volvió selectivo: se investigaba con furia cuando el
acusado era pobre o disidente, pero se callaba cuando los culpables eran
banqueros, empresarios o exfuncionarios de renombre. La prensa, lejos de ser el
“cuarto poder”, se convirtió en un brazo más del poder político y económico.
Durante los años noventa y los primeros del siglo XXI,
los grandes medios impusieron una narrativa única: la defensa del modelo
neoliberal, la privatización como sinónimo de progreso, y la demonización de todo
pensamiento crítico. Se construyó una realidad mediática paralela, una especie
de “mundo feliz” donde los responsables de la crisis nacional eran siempre los
mismos: los pobres, los sindicalistas, los maestros en huelga o los estudiantes
que protestaban. Mientras tanto, los verdaderos ladrones aparecían en los
noticieros inaugurando obras, entregando donativos o dando discursos sobre
ética pública.
El filósofo francés Noam Chomsky (2002) lo explicó con
precisión: “La función de los medios no es decir la verdad, sino fabricar
consenso”. En El Salvador, ese consenso consistía en convencer al pueblo de que
la desigualdad era natural, la corrupción inevitable y la protesta un delito.
Las voces críticas eran ridiculizadas o invisibilizadas; los comunicadores honestos
eran marginados o despedidos. De esta manera, la mentira mediática se
transformó en política de Estado.
El caso del expresidente Francisco Flores y los donativos
desviados de Taiwán fue un ejemplo paradigmático. Durante meses, los noticieros
minimizaron el escándalo, protegieron su imagen y omitieron las pruebas que lo
incriminaban. Lo mismo ocurrió con los gobiernos del FMLN: los medios alineados
al poder callaban ante los desfalcos de sus dirigentes. En ambos bandos, la
prensa fue un espejo deformado de la realidad, que solo reflejaba lo que
convenía a sus amos.
Detrás de esa manipulación no solo había intereses
políticos, sino también económicos. Las grandes corporaciones mediáticas
estaban —y en buena medida siguen estando— controladas por familias que poseen
bancos, universidades, constructoras y supermercados. Esa concentración de
poder mediático convirtió la información en mercancía. Como dijo Pierre
Bourdieu (1996), “la televisión fabrica pensamiento rápido, destinado a impedir
el pensamiento profundo”. En El Salvador, esa fábrica de superficialidad sirvió
para adormecer la conciencia popular, desviar la atención de los verdaderos
problemas y mantener intacto el dominio de los poderosos.
La criminalización de la pobreza también fue un producto mediático.
Los noticieros repetían con morbo los robos menores cometidos por gente
necesitada, mientras omitían los grandes fraudes del sistema financiero. Así,
el pobre que hurtaba una libra de carne era presentado como un “delincuente
peligroso”, mientras el político que robaba millones era descrito como “acusado
sin pruebas”. Esa doble moral comunicacional reforzó el mensaje de que la
justicia tenía precio, y que el valor de la verdad dependía del bolsillo del
acusado.
Pero el silencio no dura para siempre. Con la irrupción
de las redes sociales y los medios digitales independientes, el monopolio de la
información comenzó a resquebrajarse. El pueblo encontró nuevas voces, nuevas
plataformas y una oportunidad para contar su propia versión de la historia. Hoy,
la ciudadanía ya no depende exclusivamente de los grandes periódicos ni de los
noticieros tradicionales. El poder comunicacional se ha democratizado, y eso
aterra a quienes vivieron décadas manipulando la verdad.
Los mismos medios que antes callaban los robos de los
poderosos, hoy acusan de “dictadura” a un gobierno que persigue la corrupción.
Lo que en realidad defienden no es la libertad de prensa, sino la libertad de
mentir. Su nostalgia no es por la democracia, sino por la impunidad perdida.
Pretenden hacernos creer que exigir justicia es autoritarismo, y que juzgar a
los corruptos es venganza. Pero el pueblo, más informado y crítico que nunca,
ya no les cree.
Los medios de comunicación tienen una deuda moral con El
Salvador. Su responsabilidad no termina con publicar noticias: implica también
reconocer el daño causado por décadas de silencio cómplice. La ética
periodística no puede depender de la pauta publicitaria ni del favor político;
debe basarse en la verdad, aunque incomode. Solo una prensa libre de intereses
podrá contribuir a la reconstrucción moral del país y a la consolidación de una
justicia sin privilegios.
CAPÍTULO V. EL POBRE ANTE LA LEY: ENTRE LA NECESIDAD Y LA
HUMILLACIÓN PÚBLICA
En El Salvador, la justicia ha tenido rostro, apellido y
clase social. Durante décadas, los tribunales no juzgaron los hechos, sino las
condiciones económicas del acusado. Quien nace pobre tiene casi garantizada la
condena; quien nace rico, casi asegurada la absolución. Esa es la tragedia
silenciosa de un país donde la desigualdad jurídica reproduce la desigualdad
social.
El caso de Teresa Ramírez, ocurrido en 2018, se
convirtió en símbolo de esa injusticia estructural. Teresa, una mujer de 46
años, madre y trabajadora informal, fue condenada por el delito de hurto
tentado tras intentar llevar productos valorados en $51.78 de un
supermercado. El juez la sentenció a un año de prisión. La noticia fue
reproducida por diversos medios como una curiosidad, casi como una lección
moral, sin analizar el contexto social detrás del acto. Pero ¿qué hay detrás de
ese número exacto? Hambre. Necesidad. Desesperación. La historia de Teresa no
es una anécdota; es el reflejo de una sociedad enferma de hipocresía.
Mientras Teresa era humillada públicamente por una libra
de carne y un paquete de jabón, decenas de exfuncionarios corruptos disfrutaban
de sus mansiones, vehículos de lujo y escoltas pagadas con el dinero del
pueblo. Ninguno de ellos fue exhibido en los noticieros, ni fotografiado en la
prensa como ejemplo de delito. Los grandes ladrones vestían corbata, hablaban
de “ética pública” y recibían homenajes en actos oficiales. Así operaba la
justicia: dura con el débil, indulgente con el poderoso.
La filósofa Martha Nussbaum (2011) lo resume con
claridad: “Una sociedad injusta no solo distribuye mal los bienes materiales,
sino también el respeto y la dignidad”. En El Salvador, la pobreza ha sido
tratada como una falta moral. Al pobre se le juzga no solo por lo que hace,
sino por lo que es: sospechoso por naturaleza, culpable por apariencia. En
cambio, la riqueza otorga un escudo simbólico de inocencia. Ese desequilibrio
moral es lo que convierte la justicia en caricatura.
El caso de Teresa Ramírez no fue el único. En los
tribunales se acumulan cientos de historias similares: jóvenes encarcelados por
hurtar comida, mujeres procesadas por vender sin permiso en las calles,
campesinos perseguidos por cortar leña en terrenos comunales. En cambio, los
responsables de los grandes desfalcos —como los 37 mil millones de dólares
desaparecidos durante los gobiernos de ARENA— caminaban libres, protegidos por
jueces, diputados y fiscales comprados. El filósofo y jurista italiano Cesare
Beccaria, en su obra De los delitos y las penas (1764), advirtió que “la
severidad con los débiles y la indulgencia con los poderosos es el signo más
claro de la corrupción del derecho”.
Durante décadas, los supermercados y las grandes empresas
adoptaron una práctica humillante: exhibir públicamente a los pobres que
robaban por hambre. Mientras tanto, nunca se mostró en televisión a un político
con las manos esposadas por robar al Estado. Esa doble moral mediática y
judicial no solo destruye la confianza en las instituciones, sino que también
degrada la conciencia colectiva. El mensaje implícito es perverso: robar está
permitido, siempre y cuando se robe mucho.
En los últimos años, sin embargo, la balanza empieza a
moverse. La nueva justicia salvadoreña, pese a las críticas, ha comenzado a
romper ese círculo de impunidad. Hoy los titulares muestran una realidad
inédita: exministros, exdiputados y expresidentes enfrentando procesos
judiciales. No se trata de venganza política, sino de equilibrio moral.
Por primera vez, el país presencia una justicia que toca a los poderosos y no
se ensaña únicamente con los pobres.
Aun así, queda mucho por transformar. La justicia no se
reduce a encarcelar corruptos: implica construir una cultura donde la pobreza
deje de ser delito y donde la dignidad humana sea el centro del sistema legal.
Una justicia verdaderamente democrática no humilla, sino que corrige; no
castiga la necesidad, sino que la comprende; no protege a los poderosos, sino
que protege a todos por igual.
Como afirmó Monseñor Óscar Arnulfo Romero (1979), “no hay
justicia sin amor al pobre, ni ley que valga sin compasión”. El caso de Teresa
Ramírez, más que una sentencia, es una herida moral que debe recordarnos por
qué necesitamos una nueva ética nacional: una justicia con rostro humano,
sensible a la miseria, implacable con la corrupción y fiel al principio más
elemental de la convivencia: que todos somos iguales ante la ley.
CAPÍTULO VI. EL CAMBIO DE PARADIGMA: CUANDO LA JUSTICIA
TOCA A LOS INTOCABLES
Durante más de tres décadas, El Salvador fue un país en
el que la ley servía para castigar al pobre y proteger al rico. La justicia era
un teatro: los corruptos fingían ser perseguidos, los medios fingían informar y
el pueblo fingía creer. Pero en el fondo todos sabían que nada cambiaría. Los
ladrones de cuello blanco seguían cenando en restaurantes de lujo mientras los
vendedores ambulantes eran decomisados por la policía. Ese equilibrio injusto
parecía eterno, hasta que la historia empezó a girar en otra dirección.
El año 2019 marcó un punto de ruptura. Con la llegada de
un nuevo liderazgo político, encabezado por el presidente Nayib Bukele,
comenzó a desmontarse el sistema de impunidad que había protegido durante
décadas a los corruptos de todos los colores partidarios. Las estructuras de
poder que dominaban la justicia, la fiscalía y la Asamblea Legislativa
empezaron a resquebrajarse. Por primera vez, la justicia tocaba a los
“intocables”: expresidentes, exdiputados, ministros, alcaldes, jueces y
empresarios que creían tener la inmunidad eterna del dinero y los pactos.
El cambio no fue solo administrativo, sino moral y
simbólico. La justicia dejó de ser privilegio de élites para convertirse en
una demanda popular. En un país acostumbrado a ver a los pobres esposados y a
los ricos protegidos por el fuero, ver a exfuncionarios arrestados representó
un giro histórico. Esa escena —un exdiputado escoltado, un expresidente
prófugo, un exministro sentado frente a un juez— no es venganza, sino
pedagogía: la enseñanza de que nadie está por encima de la ley.
Las críticas no tardaron en llegar. Los mismos grupos que
durante treinta años callaron ante los robos de ARENA y FMLN hoy gritan
“dictadura” cuando se aplica la ley a sus aliados. Los mismos medios que
silenciaban los fraudes ahora acusan al gobierno de persecución política. Pero
el pueblo, que no olvida, reconoce la diferencia: antes los corruptos eran
premiados, hoy son juzgados. Esa diferencia moral explica el desconcierto
de la vieja clase política, que no soporta un país donde robar ya no es
rentable.
Este nuevo paradigma no surge de la nada. Es el resultado
de una sociedad cansada de ser burlada, de ver hospitales sin medicinas,
escuelas sin pupitres, carreteras sin mantenimiento y salarios miserables
mientras los funcionarios se enriquecían. La indignación acumulada durante
décadas se transformó en voluntad de cambio. El pueblo ya no exige caridad,
sino justicia; no pide favores, sino rendición de cuentas.
En este contexto, la justicia se redefine. Ya no es un
espectáculo jurídico ni una herramienta de manipulación política, sino un
principio ético de gobierno. El Estado comienza a entender que la corrupción no
solo roba dinero, sino también dignidad. Que el verdadero progreso no se mide
en megaproyectos ni cifras macroeconómicas, sino en la confianza del pueblo en
sus instituciones. Como lo expresó el filósofo Immanuel Kant (1785), “la
justicia es la condición bajo la cual la libertad puede existir”.
El desafío, por supuesto, no ha terminado. Las
resistencias son poderosas: exfuncionarios refugiados en el extranjero, jueces
corruptos que intentan proteger a sus aliados, medios de comunicación que
manipulan la opinión pública, y organismos internacionales que aún defienden el
viejo modelo bajo el pretexto de “preocupación democrática”. Pero ningún cambio
profundo ocurre sin resistencia. Toda transformación real molesta a los
privilegiados, porque los obliga a rendir cuentas.
Lo que hoy ocurre en El Salvador —más allá de las
etiquetas ideológicas— representa una revolución ética: la sustitución de la
impunidad por la responsabilidad. La nueva justicia, aunque imperfecta, ha
devuelto al pueblo la esperanza de que robar al Estado ya no es un negocio
impune. Que el poder público no es un premio, sino una responsabilidad. Que
gobernar no es acumular riqueza, sino servir.
En el fondo, el proceso actual simboliza el cumplimiento
tardío de un anhelo histórico: que la ley deje de ser instrumento del poder y
se convierta en instrumento del pueblo. Esa transición, como toda revolución
moral, no será fácil ni inmediata. Pero su semilla ya está sembrada. Los
corruptos tiemblan porque el miedo ha cambiado de bando: ya no es el pueblo
quien teme a la justicia, sino los poderosos.
CAPÍTULO VII. “TODOS EN LA CAMA O TODOS EN EL SUELO”: LA
IGUALDAD ANTE LA LEY COMO PRINCIPIO MORAL
El pueblo salvadoreño, sabio en su lenguaje popular, ha
creado frases que encierran profundas verdades políticas. Una de ellas —“todos
en la cama o todos en el suelo”— se ha convertido en una expresión popular de
justicia natural, nacida del sentido común y de la experiencia del sufrimiento
colectivo. En el fondo, esa frase encierra el anhelo histórico de una nación
cansada de ver privilegios para unos y castigos para otros. Significa que si la
ley existe, debe aplicarse a todos por igual, sin excepciones ni coronas.
Durante décadas, ese principio fue una utopía burlada.
Los funcionarios públicos gozaban de fueros que los blindaban contra cualquier
acusación. Bastaba con tener un cargo o un carnet partidario para estar por
encima de la ley. Mientras tanto, los ciudadanos comunes eran perseguidos por
faltas mínimas, aplastados por un sistema judicial que confundía justicia con
represión. Así se construyó una cultura del miedo, donde los poderosos reían y
los humildes sufrían.
La idea de que la ley debía aplicarse por igual parecía
imposible en un país donde la impunidad era una institución. Sin embargo, el
nuevo tiempo político ha transformado esa aspiración en política de Estado. La
justicia, lenta pero firme, ha comenzado a alcanzar a quienes durante décadas
se consideraron intocables. Por primera vez en la historia moderna del país, los
nombres de expresidentes, diputados, ministros y alcaldes aparecen en
expedientes judiciales, no en placas conmemorativas. Esa escena representa
mucho más que una acción legal: es una reparación simbólica y moral para el
pueblo salvadoreño.
La igualdad ante la ley es uno de los pilares
fundamentales del pensamiento ilustrado. Ya en el siglo XVIII, Jean-Jacques
Rousseau (1762) sostenía que “la justicia no consiste en tratar a todos de
la misma manera, sino en reconocer la igualdad moral que existe entre todos los
seres humanos”. En otras palabras, el respeto a la ley solo es legítimo si la
ley respeta al pueblo. Cuando la justicia se aplica solo a los débiles, se
convierte en tiranía; pero cuando alcanza también a los poderosos, se convierte
en dignidad nacional.
En la práctica, el principio de “todos en la cama o todos
en el suelo” implica el derrumbe de los fueros políticos, los privilegios
judiciales y los pactos de impunidad. Supone que un funcionario público, al
igual que cualquier ciudadano, debe responder por sus actos. Significa que
robar un millón o robar un pan son delitos distintos en magnitud, pero iguales
en principio. Y, sobre todo, que la ética pública no admite excepciones: la
corrupción no tiene color partidario, ni bandera, ni justificación ideológica.
Esa transformación moral, sin embargo, ha desatado la
furia de quienes vivieron décadas protegidos por el privilegio. Los corruptos
de ayer, hoy se autoproclaman víctimas. Quienes robaron millones ahora claman
por “derechos humanos”. Los mismos que negaron justicia al pueblo, hoy exigen
compasión para sí mismos. Este fenómeno no es nuevo: la historia demuestra que
todo cambio verdadero genera resistencia. Pero también demuestra que la
justicia, cuando despierta, ya no puede volver a dormirse.
El pueblo salvadoreño comprende que la igualdad ante la
ley no es un favor del Estado, sino un derecho conquistado. Por eso, cuando ve
a los antiguos poderosos responder ante los tribunales, no siente odio, sino
alivio; no busca venganza, sino reparación. Como lo expresó el filósofo John
Rawls (1971), “la justicia es la primera virtud de las instituciones
sociales, así como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”. Aplicar la
ley a todos por igual no destruye la democracia, la fortalece; no siembra
división, sino confianza.
En este sentido, la frase popular “todos en la cama o
todos en el suelo” sintetiza la aspiración ética de una nación que busca salir
del pantano de la corrupción. Representa una pedagogía moral que el pueblo
entiende mejor que cualquier tratado jurídico: que nadie, por muy rico,
influyente o académico que sea, tiene derecho a vivir fuera de la ley.
La igualdad ante la ley no significa uniformidad, sino
justicia proporcional. El Estado debe seguir castigando con firmeza a los
corruptos, pero también debe atender las causas estructurales de la pobreza que
empujan a muchos a la ilegalidad. Solo así se logrará una justicia equilibrada,
humana y verdaderamente transformadora. Porque la ley que no protege al débil
no merece respeto, y el poder que no se somete a la justicia se convierte en
tiranía.
Hoy El Salvador vive una etapa inédita de su historia: un
proceso en el que la justicia comienza a ser coherente con los principios que
proclama. Ya no hay “camas de privilegio” para unos y “suelos de castigo” para
otros. Se avanza, poco a poco, hacia un país donde la ley es la misma para
todos, y donde la frase popular se convierte en realidad moral y política.
CAPÍTULO VIII. LA JUSTICIA COMO VALOR ÉTICO Y PEDAGÓGICO
EN LA NUEVA SOCIEDAD SALVADOREÑA
Toda transformación política que no se acompaña de una
transformación moral está condenada a la superficialidad. La justicia no puede
reducirse a procedimientos judiciales o reformas institucionales; debe
convertirse en un valor ético que atraviese la conciencia de los ciudadanos. En
este sentido, el nuevo despertar salvadoreño no solo exige castigo para los
corruptos, sino también una pedagogía del bien común, una educación moral que impida
repetir los errores del pasado.
El filósofo checo Karel Kosík (1967) afirmaba que
la realidad no se comprende desde su apariencia, sino desde su esencia.
Aplicado a la justicia, esto significa que no basta con cambiar las leyes: hay
que transformar la conciencia social que las sustenta. Detrás de la impunidad
de los poderosos y la resignación de los pobres se esconde un pensamiento
deformado por el individualismo y la indiferencia. El sistema capitalista
enseñó durante siglos que el éxito personal está por encima del bien común, y
que la riqueza es sinónimo de virtud. Así, la corrupción se normalizó como
forma de vida y la injusticia se convirtió en paisaje cotidiano.
Esa deformación moral requiere una educación
liberadora, capaz de formar ciudadanos críticos, solidarios y conscientes.
La justicia, entendida pedagógicamente, no se enseña con códigos penales, sino
con ejemplos éticos. El maestro que enseña con honestidad, el funcionario que
cumple con humildad, el periodista que informa con verdad y el juez que dicta
sentencia con integridad son los verdaderos educadores del nuevo Estado. La
justicia no es solo un deber del gobierno, sino una virtud cívica que debe
cultivarse desde la escuela hasta la universidad.
El psicoanalista y filósofo Erich Fromm (1941)
señalaba que “la libertad sin conciencia conduce a la destrucción”. La
justicia, como manifestación de la conciencia colectiva, tiene que equilibrar
la libertad individual con la responsabilidad social. Un país puede tener
tribunales, cárceles y jueces, pero sin conciencia ética no tendrá justicia
verdadera. La corrupción no nace en los despachos, sino en la mente de quienes
creen que todo se puede comprar, incluso la dignidad. Por eso, la lucha contra
la corrupción no es solo legal, sino espiritual: es una batalla entre la
codicia y la compasión, entre el egoísmo y el amor al prójimo.
En este contexto, el pensamiento de Gaston Bachelard
(1938) aporta una visión profunda sobre la educación de la mente. Él
afirmaba que “el espíritu científico se forma contra la opinión”.
Parafraseándolo, podríamos decir que el espíritu justo se forma contra
la costumbre. En una sociedad donde la injusticia se ha vuelto habitual, la
tarea pedagógica más urgente es enseñar a desconfiar de lo normal. Enseñar que
robar al Estado no es picardía, que exhibir al pobre no es justicia, y que
callar ante la mentira es complicidad. La educación en valores debe ser
crítica, activa y transformadora, no una repetición de dogmas morales sino una
formación del carácter ético.
La justicia, vista desde la educación, debe también
recuperar el sentido humano que la burocracia le ha quitado. No hay justicia si
el Estado no escucha al pueblo; no hay justicia si el niño no puede estudiar,
si el obrero no puede comer, si el anciano muere sin atención médica. Por eso, Monseñor
Óscar Arnulfo Romero afirmaba que “la justicia no es dar limosna, sino
devolver al pobre lo que le pertenece por derecho”. Esa frase encierra la
esencia de una pedagogía moral de la justicia: no basta con castigar el mal,
hay que restaurar el bien.
Educar para la justicia implica enseñar a pensar
dialécticamente, como proponía Kosík: ver las contradicciones entre el fenómeno
y la esencia, entre la apariencia legal y la realidad moral. Significa formar
ciudadanos capaces de distinguir entre justicia formal y justicia real, entre
moral de conveniencia y ética del compromiso. Significa enseñar que la ley sin
humanidad es letra muerta, y que el poder sin principios destruye lo que toca.
El Salvador necesita una educación que no solo enseñe a
leer y escribir, sino a discernir entre el bien y el mal social. Una educación
que convierta la justicia en costumbre, no en excepción. Porque una sociedad
educada en valores no necesita tantos tribunales; necesita conciencia. Y la
conciencia no se impone, se construye con verdad, con ejemplo y con amor.
La nueva sociedad salvadoreña está llamada a ser una
escuela viva de justicia, donde el maestro, el estudiante, el trabajador, el
político y el ciudadano compartan una misma lección: que nadie es libre
mientras haya alguien humillado, y que nadie es justo mientras tolere la
injusticia.
Solo así, con educación ética y justicia pedagógica, el
país podrá consolidar la transformación iniciada. Como decía Romero en una de
sus homilías: “La justicia no se aprende en los libros, se aprende caminando
con el pueblo, compartiendo su esperanza y su dolor”. Esa es la misión de esta
generación: hacer de la justicia no una excepción milagrosa, sino una cultura
cotidiana, una forma de vida y una herencia moral para el futuro.
CAPÍTULO IX. CONCLUSIÓN: EL FIN DEL FUERO Y EL NACIMIENTO
DE LA CONCIENCIA CIUDADANA
El Salvador ha vivido demasiado tiempo bajo la sombra de
una justicia ciega para los ricos y despiadada con los pobres. Durante más de
tres décadas, la impunidad se convirtió en norma, el saqueo en costumbre y la
corrupción en estilo de gobierno. Los poderosos gozaban de privilegios, los
medios callaban, los jueces obedecían y el pueblo sufría. El país fue reducido
a un escenario donde el crimen político tenía fuero y el hambre tenía cárcel.
Esa realidad histórica, denunciada por tantas voces silenciadas, parecía
inmutable… hasta que la conciencia nacional comenzó a despertar.
Hoy, ese despertar es visible. Lo que antes era
impensable —ver a los poderosos respondiendo ante la justicia— se ha vuelto
posible. Los corruptos ya no caminan con la arrogancia de la impunidad; ahora
sienten el peso de la ley que ellos mismos despreciaron. Este proceso no está
exento de errores ni de contradicciones, pero representa un cambio cualitativo
en la historia salvadoreña: el tránsito de la justicia selectiva hacia una
justicia igualitaria, del miedo popular a la dignidad ciudadana.
Sin embargo, la verdadera transformación no reside solo
en encarcelar a los culpables, sino en educar a los inocentes. Una sociedad no
cambia porque caigan sus corruptos, sino porque se levanten sus ciudadanos. El
nuevo El Salvador no se construirá únicamente con tribunales, sino con
conciencia. Con hombres y mujeres que comprendan que la honestidad no es
heroísmo, sino deber; que el servicio público no es negocio, sino vocación; y
que el respeto a la ley no se impone con miedo, sino con ejemplo.
El fuero político, que durante tanto tiempo fue un
escudo de corrupción, ha comenzado a desmoronarse. Ya no es sinónimo de poder,
sino de vergüenza. Y en su lugar está naciendo algo mucho más poderoso: la
conciencia ciudadana, ese sentido moral que impulsa al pueblo a defender la
justicia como un bien común y no como un privilegio. La conciencia ciudadana es
el nuevo poder constituyente de El Salvador; no se elige en las urnas ni se
decreta en la ley, pero mueve montañas y transforma naciones.
El filósofo Erich Fromm (1956) advertía que una
sociedad enferma de egoísmo produce individuos incapaces de amar ni de pensar
éticamente. Por eso, la justicia no puede limitarse a castigar el delito, debe
sanar el alma colectiva. No se trata de llenar las cárceles, sino de vaciar la
corrupción del espíritu nacional. El combate a la impunidad debe ir acompañado
de un proyecto educativo y cultural que reinstale en el centro de la vida
pública los valores del respeto, la solidaridad y la compasión.
El Salvador del futuro —el que hoy empieza a construirse—
debe ser un país donde los niños crezcan creyendo en la justicia, no temiéndole;
donde los jóvenes aspiren a servir al Estado, no a saquearlo; y donde la
política deje de ser un escenario de cinismo para convertirse en una vocación
de servicio. Ese será el signo más claro de que el país ha superado su pasado
de hipocresía institucional y ha entrado en una nueva etapa de madurez moral.
El fin del fuero no es solo una victoria jurídica: es una
victoria espiritual. Representa la caída del viejo ídolo de la impunidad y el
nacimiento de una nueva ética pública. Significa que la ley vuelve a pertenecer
al pueblo, que la justicia se desnuda de privilegios y que la dignidad recupera
su lugar en el corazón de la República.
Como decía Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “una
justicia que no incomoda al poderoso no es justicia, sino complicidad”. Hoy,
esa frase resuena con más fuerza que nunca. Incomodar al poder es la tarea de
la justicia; dignificar al pueblo, su razón de ser. Cuando ambos propósitos se
unen, la nación se encamina hacia su verdadera liberación: la libertad interior
que nace de saberse justo, la paz que solo brota de la verdad.
Así, este nuevo ciclo histórico no es un final, sino un
comienzo. El Salvador está dejando atrás el tiempo del miedo y del silencio
para entrar en la era de la conciencia. Y aunque el camino sea largo y difícil,
ya se ha dado el paso más importante: el pueblo ha dejado de agachar la
cabeza ante la injusticia. Esa es la verdadera revolución: la que no se
libra con armas, sino con valores; la que no destruye, sino que construye; la
que no impone, sino que enseña.
La justicia salvadoreña, por fin, empieza a parecerse a
su pueblo: sencilla, firme, digna y esperanzada. Y en esa semejanza se encierra
la promesa de un futuro distinto, donde el derecho no será privilegio, la ley
no será amenaza y el fuero no será excusa. Ese será el día en que la justicia
deje de ser noticia y se convierta, por fin, en costumbre.
CAPÍTULO X. REFLEXIÓN FINAL: JUSTICIA, DIGNIDAD Y VERDAD
PARA UN NUEVO EL SALVADOR
La justicia no se decreta: se construye. Se edifica día a
día, con actos sencillos y con decisiones valientes. No nace de los códigos ni
de los tribunales, sino de la conciencia de un pueblo que decide no aceptar más
la mentira, la impunidad y la corrupción como formas de vida. La historia
reciente de El Salvador demuestra que cuando el pueblo despierta, ni el poder
más oscuro puede detenerlo. Y ese despertar ya está en marcha.
Durante demasiado tiempo, los salvadoreños aprendimos a
vivir en un país invertido: donde el ladrón era honorable, el pobre era
culpable y la verdad era castigada. Las generaciones crecieron creyendo que el
poder servía para enriquecerse, no para servir; que la ley era una trampa, no
una protección; que el Estado era una hacienda, no una casa común. Pero ese
modelo moral se ha derrumbado. Hoy, la sociedad salvadoreña está presenciando
algo que parecía imposible: el retorno de la justicia, el renacer de la
dignidad y el despertar de la verdad.
No es una tarea terminada, sino apenas iniciada. Aún
quedan jueces corruptos, medios manipuladores y políticos hipócritas. Pero la
diferencia es profunda: ya no tienen el control del alma del pueblo. El miedo
cambió de bando. Los que antes se sentían intocables ahora tiemblan, y los que
antes callaban ahora hablan. La voz del pueblo se ha convertido en conciencia colectiva,
y esa conciencia —una vez despertada— no vuelve a dormir.
La justicia que hoy florece en El Salvador no es venganza
ni autoritarismo, como repite la oposición que añora el pasado. Es justicia con
rostro humano, justicia que no se arrodilla ante la riqueza ni se ensaña con la
pobreza. Es una justicia que empieza a mirar a todos por igual, sin
privilegios, sin colores, sin pactos. Como decía Monseñor Óscar Arnulfo
Romero, “la justicia es el primer paso hacia la paz, porque la paz sin
justicia es ilusión”.
La dignidad, por su parte, es el cimiento de esa
justicia. No puede haber país libre si sus ciudadanos viven de rodillas ante el
poder o el dinero. La dignidad se conquista cuando el maestro enseña con amor,
cuando el obrero trabaja con orgullo, cuando el juez juzga con equidad, y
cuando el gobernante sirve al pueblo con humildad. La dignidad no se mendiga ni
se compra; se vive, se defiende y se enseña. Es el valor que convierte a un
pueblo en nación y a una nación en ejemplo.
Y sobre todo, la verdad. Sin verdad no hay
justicia, y sin justicia no hay paz. La mentira ha sido la aliada más fiel de
la corrupción: distorsionó la memoria, manipuló la historia y dividió al
pueblo. Hoy la verdad resurge, no como discurso político, sino como valor
espiritual. La verdad es la memoria viva del pueblo salvadoreño que no olvida
los treinta años de saqueo ni perdona la humillación del pobre. Pero también es
la fuerza que impulsa el perdón auténtico, ese que no oculta el pasado, sino
que aprende de él.
El nuevo El Salvador se construye sobre esas tres
columnas: justicia, dignidad y verdad. No hay desarrollo sin justicia,
no hay libertad sin dignidad, y no hay futuro sin verdad. Los edificios, las
carreteras y los megaproyectos pueden transformar la superficie del país, pero
solo la ética transformará su alma. De nada sirve un Estado moderno con un
pueblo desmoralizado; lo que hace grande a una nación no son sus leyes, sino su
conciencia.
Por eso, esta reflexión final no es un cierre, sino una
invitación. Una invitación a no volver atrás, a no permitir que el pasado
corrupto se disfrace de democracia, ni que los viejos verdugos se presenten
como salvadores. El Salvador ya ha sufrido demasiado bajo el peso de la
hipocresía política y el desprecio de las élites. Es tiempo de creer en
nosotros mismos, de cuidar los avances, de corregir los errores y de mantener
viva la llama de la justicia que tanto costó encender.
La historia nos observa. Los hijos y nietos de este país
heredarán el mundo que hoy construimos. Que no hereden el cinismo ni la
corrupción, sino el ejemplo de un pueblo que se levantó, que recuperó su voz y
que decidió ser dueño de su destino. Que encuentren en nuestras acciones la
prueba de que sí es posible un país donde la ley proteja al débil, la política
sirva al pueblo y la verdad no tenga precio.
Porque cuando la justicia se hace costumbre, la dignidad
florece y la verdad reina, el pueblo deja de ser víctima y se convierte en
protagonista. Ese es el nuevo El Salvador que está naciendo: un país sin fuero
para los ricos, sin cárcel para los pobres, y con esperanza para todos.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1.
Arias
Peñate, S. (2013). Manual de la corrupción de ARENA. San Salvador:
Editorial Universitaria de la Universidad de El Salvador.
2.
Bachelard,
G. (1938). La formación del espíritu científico. México: Siglo XXI
Editores.
3.
Balzac, H.
(1837). El cura de aldea. París: Librairie Houssiaux.
4.
Beccaria, C.
(1764). De los delitos y las penas. Madrid: Editorial Aguilar.
5.
Bourdieu, P.
(1996). Sobre la televisión. Barcelona: Anagrama.
6.
Bukele, N.
(2021). Discurso ante la Asamblea Legislativa: Justicia sin privilegios.
San Salvador.
7.
Chomsky, N.
(2002). Los guardianes de la libertad. Barcelona: Crítica.
8.
Fromm, E.
(1941). El miedo a la libertad. México: Fondo de Cultura Económica.
9.
Fromm, E.
(1956). La sociedad sana. México: Fondo de Cultura Económica.
10.
Galeano, E.
(1998). Patas arriba: la escuela del mundo al revés. Buenos Aires: Siglo
XXI Editores.
11.
Kant, I.
(1785). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. México: Fondo
de Cultura Económica.
12.
Kosík, K.
(1967). Dialéctica de lo concreto. México: Grijalbo.
13.
Marx, K.
(1867). El capital. Crítica de la economía política. México: Fondo de
Cultura Económica.
14.
Nussbaum, M.
(2011). Crear capacidades: propuesta para el desarrollo humano.
Barcelona: Paidós.
15.
Rawls, J.
(1971). Teoría de la justicia. México: Fondo de Cultura Económica.
16.
Romero, Ó.
A. (1979–1980). Homilías completas. San Salvador: UCA Editores.
17.
Rousseau,
J.-J. (1762). El contrato social. Buenos Aires: Editorial Losada.
18.
Saca, A.
(2018). Declaraciones judiciales en el caso de peculado y lavado de dinero.
San Salvador: Tribunal Segundo de Sentencia.
19.
Ventura, J.
I. (2018). Fuero para el gran ladrón, la cárcel para el que roba un pan.
Manuscrito inédito. San Salvador: Universidad de El Salvador.
20.
Žižek, S. (2011). Violencia: seis reflexiones marginales.
Barcelona: Paidós.
SAN SALVADOR, 16 DE NOVEMBRE DE 2025
No hay comentarios:
Publicar un comentario