“EL JUICIO DE LA HISTORIA: EL DESPERTAR DEL PUEBLO Y LA CAÍDA DE LOS CORRUPTOS”
POR: MSc. JOSÈ
ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN AMPLIADA
El panorama político
salvadoreño de cara a las elecciones presidenciales de febrero de 2027 no solo
evidencia un proceso electoral más, sino un momento histórico sin precedentes.
Nos encontramos ante un escenario atípico, donde la figura del presidente Nayib
Bukele domina el espectro político con una fuerza inédita, mientras los viejos
partidos —ARENA, FMLN y sus derivados reciclados como VAMOS— agonizan en la
irrelevancia moral, ideológica y social. El país asiste al derrumbe final de un
sistema político que durante tres décadas vivió del engaño, del clientelismo y
de la corrupción institucionalizada.
No se trata de una
elección entre candidatos, sino de una elección entre dos visiones de país: una
que encarna la transformación, la modernización y el sentido ético del poder; y
otra que representa el pasado oscuro de la impunidad, la mentira y el saqueo.
Bukele no solo ha modificado la forma de gobernar, sino que ha roto con la
cultura política tradicional. Su proyecto ha trascendido el discurso
partidario, convirtiéndose en una expresión de dignidad nacional, en una
pedagogía política del ejemplo, donde la palabra se valida con hechos
tangibles.
En contraposición, los
viejos partidos han demostrado su completa bancarrota moral. Ninguno ha sido
capaz de articular una propuesta creíble, ni de construir una narrativa que
conecte con el sentimiento popular.
Siguen hablando desde
la soberbia, el resentimiento y la nostalgia de privilegios perdidos. Lo peor:
pretenden engañar al pueblo con los mismos rostros reciclados, los mismos
discursos vacíos y las mismas promesas incumplidas. No hay renovación ni
autocrítica; solo repetición y oportunismo.
El problema de la
oposición salvadoreña no es únicamente político, sino profundamente ético.
Carece de autenticidad, de propósito histórico y de compromiso social. En un
contexto donde la población ha despertado de la hipnosis mediática y ha aprendido
a juzgar por los hechos, los adversarios de Bukele se muestran como reliquias
del pasado, fósiles ideológicos incapaces de comprender la nueva realidad del
país. La política tradicional —esa que convirtió la corrupción en oficio— ha
sido desplazada por una política basada en resultados, transparencia y conexión
directa con la gente.
El presidente Bukele
ha demostrado que el liderazgo no se impone por decreto ni por linaje
partidario, sino que se conquista con visión, coraje y sentido de servicio. Frente
a ello, la oposición se ha reducido a una jauría de viejos voceros que ladran
consignas sin sustancia, que niegan los logros del gobierno no por convicción,
sino por frustración. Son los mismos que aplaudieron la miseria, justificaron
la violencia y celebraron la impunidad cuando les beneficiaba.
A estas alturas, nadie
sensato puede imaginar que los partidos del pasado puedan regresar al poder. El
pueblo ya los conoce “como la palma de su mano”, y el juicio de la historia no
perdona.
Su intento por sobrevivir
es patético: disfrazarse de nuevos, usar otros colores, cambiar de nombre,
fingir humildad. Pero detrás de la máscara sigue latiendo el mismo corazón
podrido de la vieja política. Por eso, el escenario de 2027 no será una
contienda electoral en sentido clásico, sino una ratificación del proyecto de
país que comenzó en 2019 y que, pese a las campañas mediáticas internacionales,
ha devuelto esperanza, seguridad y dignidad a un pueblo históricamente
traicionado.
Este ensayo pretende
analizar con profundidad y energía crítica la crisis estructural de la
oposición salvadoreña, su desconexión con la realidad nacional y la fortaleza
del liderazgo de Nayib Bukele, sustentado no en palabras, sino en obras
concretas. Se argumentará que la actual configuración política representa el
fin de una era y el nacimiento de una nueva cultura política basada en
resultados, ética y amor al país. Finalmente, se reflexionará sobre los
desafíos que implica consolidar este proceso para que el poder siga siendo un
instrumento de transformación y no de dominación.
I. LA MUERTE POLÍTICA
DE LOS VIEJOS PARTIDOS: ARENA, FMLN Y SUS HEREDEROS RECICLADOS
La historia política
contemporánea de El Salvador puede dividirse claramente en dos grandes etapas:
la del engaño partidario y la corrupción institucionalizada (1989-2019), y la
del despertar político y moral del pueblo salvadoreño a partir de 2019. En la
primera, los partidos ARENA y FMLN se repartieron el país como un botín,
administrando la miseria del pueblo mientras construían fortunas personales,
redes de poder económico y pactos con el crimen organizado. En la segunda, el
ciudadano despertó, reconoció el abuso y decidió romper con la farsa
democrática que lo mantenía esclavizado bajo promesas huecas.
Hoy, esos partidos y
sus descendientes políticos sobreviven como cadáveres ideológicos que aún
caminan, pero sin alma, sin discurso, sin credibilidad.
Durante treinta años,
ARENA y FMLN prometieron progreso, justicia y democracia. Pero lo que
entregaron fue un país saqueado, dividido y sumido en la desesperanza. Las
instituciones fueron convertidas en instrumentos de manipulación, los medios en
aparatos de propaganda, y la política en un negocio de élites. La llamada
“alternancia democrática” fue, en realidad, una alternancia de ladrones con
diferente bandera, un sistema donde la ética era un estorbo y la mentira una
herramienta de supervivencia. Las elecciones se transformaron en rituales
vacíos donde el pueblo solo elegía quién lo robaría los siguientes cinco años.
ARENA gobernó con la
mano del gran capital, entregando el país a la privatización salvaje y al
saqueo de lo público. Privatizó la banca, las telecomunicaciones, la energía y
hasta la conciencia de los ciudadanos. Convirtió el Estado en un mercado, la
patria en un negocio y la política en un espectáculo.
El FMLN, que llegó al
poder con la bandera de la justicia social y los pobres, repitió los mismos
errores y traiciones. Sus dirigentes se transformaron en burócratas opulentos,
viviendo de los impuestos del pueblo, negociando con las mismas oligarquías que
decían combatir, y repitiendo el patrón corrupto de sus predecesores. El
supuesto cambio se volvió continuidad del desastre.
Ambos partidos, en sus
30 años de hegemonía compartida, crearon un país desigual, inseguro y moralmente
devastado. Convirtieron el ejercicio de la política en sinónimo de impunidad.
Se apropiaron de los fondos públicos, manipularon los medios, compraron
conciencias y pactaron con las pandillas, destruyendo los cimientos éticos de
la nación. El resultado fue un pueblo herido, desencantado, que dejó de creer
en la palabra política porque había sido violada una y otra vez.
Cuando el pueblo
castigó en las urnas a ese sistema en 2019, no lo hizo solo como acto
electoral, sino como acto de liberación histórica. Era la sentencia moral a
tres décadas de corrupción. El voto no fue un apoyo ciego, sino una declaración
de independencia contra la miseria impuesta por las élites partidarias. Ese
momento marcó el inicio de la muerte política de los viejos partidos, cuya
descomposición se aceleró hasta volverse irreversible.
ARENA, hoy, es apenas
una sombra de sí misma, sostenida por los restos de una oligarquía que la usa
como escudo de intereses económicos y mediáticos. Sin ideas, sin base social y
sin esperanza, su discurso se limita a criticar lo que funciona, a descalificar
lo que el pueblo celebra. El FMLN, por su parte, no es más que una caricatura
ideológica, un fósil de museo que intenta revivir su pasado revolucionario,
pero sin credibilidad, sin juventud, sin energía ni ética.
Sus dirigentes —ahora
multimillonarios— viven desconectados de la realidad popular, refugiados en
discursos nostálgicos que ya no conmueven a nadie.
Ambos partidos
perdieron su capacidad de soñar, de inspirar, de convocar. En lugar de reconocer
sus crímenes, siguen culpando al pueblo por haberlos castigado. No se preguntan
qué hicieron mal, sino por qué los ciudadanos dejaron de obedecerles. Esa
ceguera moral es el síntoma más evidente de su agonía. Ninguna organización
puede sobrevivir cuando pierde su sentido ético, y ellos hace tiempo lo
sepultaron bajo el dinero, la arrogancia y el cinismo.
A esta decadencia se
suma la aparición de los llamados “partidos reciclados”, formados por
exmilitantes, asesores y herederos ideológicos de los viejos caudillos, que se
presentan como “nuevas opciones”. Pero el pueblo, sabio por experiencia,
reconoce el engaño. Son los mismos rostros con otro nombre, las mismas mentiras
con otro color, los mismos intereses bajo un disfraz de juventud. En su
desesperación, la vieja política busca sobrevivir mutando, pero olvida que lo
podrido no se renueva: solo se disfraza.
Así, el sistema
político que gobernó durante tres décadas murió no por un golpe autoritario,
sino por su propia corrupción moral. Su caída no fue producto de persecución,
sino del juicio ético del pueblo. El Salvador fue paciente durante demasiado
tiempo, pero la paciencia del pueblo no es infinita. Cuando comprendió que la
democracia le servía solo a los corruptos, decidió cambiarla por una verdadera
democracia con justicia y resultados.
La muerte de los
viejos partidos no debe verse como una tragedia, sino como una oportunidad
histórica para refundar la política nacional sobre bases éticas, científicas y
humanas. La desaparición de ARENA y FMLN no deja un vacío de poder, sino que
abre el espacio para una nueva generación de salvadoreños conscientes, libres
de ataduras ideológicas, que entienden la política no como negocio, sino como
servicio.
En conclusión, los
partidos tradicionales ya no representan a nadie, salvo a sí mismos. Son
cadáveres parlantes que aún aparecen en los medios, repitiendo consignas
aprendidas de memoria, pero sin alma ni credibilidad. La historia los ha
condenado, y el pueblo los ha sepultado. El tiempo de los corruptos terminó. El
país avanza, y ellos quedaron atrás, prisioneros de su propio pasado. El futuro
ya no les pertenece.
II. EL RECICLAJE
POLÍTICO: DEL PASADO OSCURO AL DISFRAZ DE RENOVACIÓN
Cuando una estructura
política corrompida se derrumba, sus restos intentan reacomodarse bajo nuevas
formas. No se resigna fácilmente a morir, sino que busca perpetuarse bajo otra
apariencia. Así nació en El Salvador el fenómeno del reciclaje político: una
estrategia desesperada de las viejas élites partidarias para seguir respirando
dentro de la historia, aunque su cadáver político ya huela a pasado.
Tras el hundimiento
moral y electoral de ARENA y FMLN, los rostros que antes fueron parte del
saqueo nacional reaparecen en nuevos movimientos o partidos “modernos”,
pintados con colores distintos, con lenguaje digital y estética juvenil. Pero
detrás del maquillaje ideológico se esconden las mismas ambiciones, los mismos
padrinos financieros y los mismos intereses antipopulares que durante décadas
sometieron al país.
Uno de los casos más
evidentes es el del partido VAMOS, símbolo de esta mutación: un intento fallido
de presentarse como la “tercera vía”, pero en realidad, el hijo ilegítimo de
ARENA, alimentado por las mismas raíces de corrupción y desprecio al pueblo.
El reciclaje político
no es renovación; es una simulación planificada para confundir al electorado.
Su esencia es cínica: no buscan construir un nuevo proyecto de país, sino
preservar los privilegios perdidos. Se disfrazan de “demócratas modernos”, de
“nueva oposición”, de “críticos independientes”, cuando en realidad son los
mismos actores que aplaudieron la impunidad, firmaron pactos con pandillas y
participaron en gobiernos corruptos. Cambian la camisa, el nombre, el logo,
pero no cambian el alma.
El reciclaje político
es el último intento de una clase moribunda por mantenerse viva a través del
engaño.
Estos falsos
renovadores no ofrecen ideas, sino nostalgias camufladas. Su discurso se reduce
a la crítica vacía, a la repetición de frases sin sentido: “defensa de la
democracia”, “respeto a las instituciones”, “peligro de la concentración del
poder”. Palabras huecas que no conmueven a nadie, porque quienes las pronuncian
son los mismos que durante treinta años violaron la democracia, destruyeron las
instituciones y concentraron el poder en sus manos.
La oposición reciclada
carece de memoria y subestima la inteligencia del pueblo salvadoreño, creyendo
que basta con cambiar el uniforme para borrar décadas de corrupción.
El pueblo, sin
embargo, ya no se deja engañar. Su conciencia política se ha fortalecido, y hoy
sabe distinguir entre el discurso vacío y la acción verdadera. Las nuevas
generaciones —hijas del despojo y del dolor— aprendieron a leer la historia con
sentido crítico. Por eso, cada vez que aparece un rostro conocido vestido con
nuevas siglas, el rechazo popular es inmediato.
No hay espacio para la
mentira: el pueblo ya conoce el olor del cinismo.
Lo que estos grupos
llaman “renovación” no es más que un reciclaje ideológico de la derrota. Son
estructuras que intentan sobrevivir no desde la ética, sino desde el marketing.
Contratan agencias de comunicación, influencers y expertos en redes sociales,
pero son incapaces de mirar al país real, al campesino, al joven desempleado, a
la madre trabajadora, al estudiante que anhela oportunidades. Su discurso no
nace del corazón del pueblo, sino de oficinas climatizadas donde se diseña la
próxima farsa electoral.
El reciclaje político
también revela una profunda crisis generacional dentro de la oposición. Las
juventudes partidarias de ARENA, FMLN o VAMOS no representan un pensamiento
fresco, sino una repetición del guion viejo. Son herederos ideológicos de la
corrupción, formados en la mentira, domesticados en la obediencia a los
caudillos. No traen propuestas, sino slogans vacíos. Pretenden parecer
diferentes, pero repiten el mismo patrón de arrogancia y desprecio que hundió a
sus partidos padres.
Además, estos “nuevos
opositores” tienen una característica en común: viven de negar los logros del
gobierno actual. Su única identidad política consiste en atacar a Nayib Bukele
y a todo lo que simboliza. No proponen, no construyen, no corrigen; solo
destruyen con palabras. Su discurso está basado en el resentimiento y la
envidia. Son los hijos del fracaso que culpan al éxito ajeno por su propia
mediocridad.
Esa estrategia los
condena al ridículo, porque la crítica sin moral y sin propuestas carece de
legitimidad.
En el fondo, el
reciclaje político es una confesión de derrota. Es la aceptación implícita de
que su tiempo terminó, de que la historia los rebasó. Lo que intentan vender
como alternativa es, en realidad, la repetición maquillada del desastre. Y
aunque los medios tradicionales intenten darles vida, el pueblo ya ha emitido
su veredicto: no volverán.
Los ciudadanos
salvadoreños de hoy no buscan discursos adornados ni políticos con dicción
perfecta. Buscan honestidad, resultados y sentido de nación. Y esa es
precisamente la diferencia entre el presente y el pasado: el pueblo aprendió
que el verdadero liderazgo se mide por los hechos, no por las palabras.
Por eso, ningún
reciclaje político podrá revivir lo que el pueblo ya enterró.
En conclusión, los
intentos de disfrazar el pasado con nuevos nombres son inútiles ante una
ciudadanía despierta. ARENA, FMLN y sus derivados podrán cambiar de logo, de
color y de rostro, pero seguirán siendo la misma estructura moralmente quebrada
que saqueó al país. Y cuando llegue el momento de las elecciones de 2027, el
veredicto popular será nuevamente contundente:
no hay espacio para
los farsantes del reciclaje político en el nuevo El Salvador.
III. LA AUSENCIA DE
PROYECTO Y DE LIDERAZGO AUTÉNTICO EN LA OPOSICIÓN
Uno de los rasgos más
evidentes de la oposición salvadoreña actual es su vacío de ideas, de rumbo y
de liderazgo. No hay proyecto, no hay programa, no hay visión de país. Solo hay
resentimiento, nostalgia y ruido. Frente a un gobierno que ha construido una
narrativa basada en obras concretas, transparencia y resultados, la oposición
se presenta como un conjunto de voces dispersas que gritan sin saber por qué ni
para quién. Su discurso no convence, porque no nace de una convicción moral ni
de un diagnóstico real del país: nace del odio a quien los desplazó del poder.
En política, el
liderazgo auténtico no se improvisa; se construye con coherencia, servicio y
entrega. Pero en los partidos tradicionales y sus herederos reciclados, no
existe una figura que encarne la esperanza, la credibilidad ni la autoridad
ética. Los supuestos líderes opositores carecen de carisma, de preparación y de
conexión con la realidad del pueblo. No son estadistas, sino actores
mediáticos; no son constructores de futuro, sino repetidores de consignas.
Intentan parecer intelectuales, pero su pobreza argumentativa los delata.
El liderazgo no se
mide por la cantidad de entrevistas ni por el número de seguidores en redes
sociales, sino por la capacidad de inspirar confianza y transformar realidades.
Y eso es precisamente lo que la oposición ha perdido para siempre: el poder
moral de convocar. Ninguno de sus dirigentes posee el prestigio ético ni la
credibilidad suficiente para hablar en nombre del pueblo salvadoreño. Sus voces
suenan huecas porque provienen de gargantas manchadas por el pasado.
Hablan de democracia,
pero fueron ellos quienes la traicionaron; hablan de justicia, pero ampararon
la impunidad; hablan de libertad, pero callaron ante los crímenes cometidos por
sus propios gobiernos.
La oposición actual es
un conjunto de islas ideológicas unidas únicamente por el miedo al cambio. No
tienen una visión común, ni siquiera entre ellos mismos. Cada quien habla para
sí, buscando protagonismo, sin proyecto compartido. Son opositores sin
propósito, incapaces de presentar una alternativa coherente al proyecto de
nación liderado por Nayib Bukele. En lugar de ofrecer soluciones, se han
convertido en críticos profesionales del éxito ajeno.
Su lema no es “cambiar
al país”, sino “destruir al que lo está cambiando”.
Y aquí se revela una
gran contradicción moral: quienes durante décadas destruyeron las instituciones
ahora se presentan como sus defensores; quienes se enriquecieron con los
impuestos del pueblo ahora se visten de fiscalizadores; quienes callaron ante
la violencia ahora se proclaman defensores de los derechos humanos. Esa
hipocresía es el sello de su decadencia. El pueblo salvadoreño no olvida que
fueron ellos quienes pactaron con pandillas, robaron fondos públicos,
destruyeron la educación, abandonaron los hospitales y manipularon la justicia.
¿Cómo pueden, entonces, hablar de moral y de democracia?
En toda sociedad, el
liderazgo surge cuando hay una causa noble que lo respalde. Pero los partidos
de oposición no defienden ninguna causa justa: solo defienden sus intereses
perdidos. Carecen de ideología, de propuesta económica, de visión educativa, de
pensamiento científico, de ética pública. No hay en ellos una sola idea nueva.
Su discurso se resume
en una consigna: “todo lo que hace el gobierno está mal”. Y con esa lógica
primitiva pretenden recuperar el poder, sin comprender que el poder sin
legitimidad moral no puede sostenerse.
La ausencia de
liderazgo también es un reflejo de su fracaso generacional. Durante tres
décadas, ARENA y FMLN destruyeron la educación política de sus propios cuadros.
Formaron militantes serviles, no pensadores críticos; seguidores, no
ciudadanos. Hoy recogen los frutos de esa siembra estéril: una clase política
envejecida en ideas, atrapada en el pasado, incapaz de entender el nuevo
lenguaje del pueblo salvadoreño.
Mientras el presidente
Bukele comunica con claridad, visión y sencillez, los viejos políticos hablan
con tecnicismos huecos que solo revelan desconexión con la realidad popular.
Por eso, sus mensajes
no trascienden. Nadie los escucha, no porque los censuren, sino porque ya no
tienen nada que decir. Su voz se ha vuelto ruido, y su figura, irrelevante.
En cambio, el
liderazgo de Nayib Bukele surge de un principio simple pero poderoso: servir al
pueblo con resultados tangibles. No promete: cumple. No teoriza: actúa. No
divide: convoca. Su liderazgo no se basa en el cálculo político, sino en la
empatía y la entrega. Esa es la diferencia entre el líder verdadero y el
político tradicional.
El primero inspira; el
segundo parasita.
En las democracias
modernas, la legitimidad no se impone por tradición ni por herencia partidaria,
sino por mérito y por obra. El presidente Bukele ha redefinido el concepto de
poder en El Salvador: el poder como servicio público, no como privilegio
privado. Y ante ese cambio histórico, la oposición se muestra desnuda,
desarmada, irrelevante.
No hay nadie en sus
filas que pueda representar con dignidad una visión alternativa. Ni en sus
discursos, ni en sus gestos, ni en su conducta hay señales de grandeza.
El liderazgo, cuando
no es ético, se convierte en farsa; y la oposición salvadoreña vive hoy de esa
farsa, de la nostalgia de un poder perdido y de la negación del presente.
Su tragedia no es que
no tengan un candidato; su tragedia es que no tienen propósito ni moral. No hay
líder porque no hay causa, y no hay causa porque no hay pueblo que los
respalde. La legitimidad no se compra ni se improvisa; se gana con coherencia,
y la coherencia fue lo primero que traicionaron.
Por eso, ante las
elecciones de 2027, la oposición no es una alternativa: es un eco del pasado,
una voz que repite lo que el pueblo ya superó. Y ningún eco, por más fuerte que
grite, puede competir con la voz viva del presente.
IV. EL NUEVO PARADIGMA
POLÍTICO: LA OBRA COMO ARGUMENTO Y LA ÉTICA COMO BANDERA
El cambio político más
profundo que ha vivido El Salvador en el siglo XXI no ha sido únicamente
institucional, sino cultural y moral. Durante más de tres décadas, la política
fue sinónimo de corrupción, de discurso vacío y de cinismo. Pero en los últimos
años, el país ha comenzado a experimentar un fenómeno inédito: la sustitución
de la palabra por la acción, del discurso por la obra, y del privilegio por el
servicio. Ese giro ha redefinido el significado mismo de la política.
El presidente Nayib
Bukele no solo ha transformado la gestión pública; ha transformado la manera en
que el pueblo percibe el poder. Por primera vez, los salvadoreños pueden ver,
tocar y medir los resultados de un proyecto político que se materializa en
obras concretas. Ya no se trata de promesas vacías, sino de realidades
verificables: infraestructura moderna, hospitales públicos dignos, seguridad en
las calles, inversión social, acceso digital, revalorización del empleo público
y recuperación de la confianza nacional.
El paradigma anterior
se derrumbó porque se sostenía en el engaño; el nuevo modelo se afirma en la
evidencia visible de los resultados.
Durante treinta años,
los gobiernos de ARENA y FMLN repitieron un mismo patrón: discursos
interminables, diagnósticos mediocres, excusas y corrupción. Prometieron un
“país en marcha”, pero lo que construyeron fue un “Estado en ruinas”. Hoy, la
diferencia es palpable. Las obras hablan. Y cuando las obras hablan, la mentira
se queda sin voz.
En el nuevo paradigma
político instaurado desde 2019, la palabra del gobernante se valida en la
práctica; su credibilidad no depende de los medios, sino de los hechos. Este
principio —tan simple como poderoso— es lo que ha descolocado completamente a
la oposición.
El pueblo ya no
necesita intermediarios que interpreten la realidad por él. La obra pública se
convierte en argumento moral. La transformación visible —carreteras, escuelas,
hospitales, centros tecnológicos, viviendas, obras sociales— no es solo
infraestructura: es la materialización del respeto al ciudadano.
Por primera vez, el
pueblo ve que su dinero se invierte en su bienestar y no en los bolsillos de los
corruptos. Ese cambio marca la refundación ética del Estado salvadoreño, y
explica por qué los viejos partidos no pueden competir: no tienen ni moral ni
resultados para hacerlo.
Más allá de las
construcciones físicas, este nuevo paradigma se sustenta en una nueva ética del
poder. Ya no se gobierna para servir a los partidos o a las élites, sino para
servir al país entero. La ética —tan despreciada en el pasado— se ha convertido
en la bandera de una administración que entiende que gobernar implica responsabilidad
histórica, transparencia y amor a la patria.
El poder deja de ser
un botín para convertirse en un instrumento de transformación social.
Esta es la ruptura más
profunda que se ha producido en la política salvadoreña desde los Acuerdos de
Paz.
El presidente Bukele
ha demostrado que la ética no es un discurso moralista, sino una práctica
cotidiana. En un país donde la mentira era regla, ha devuelto el valor a la
palabra; en un sistema donde la corrupción era cultura, ha establecido el
mérito, la eficiencia y la rendición de cuentas.
Su estilo de gobierno
—basado en la tecnología, la comunicación directa y la efectividad— ha logrado
una conexión emocional e intelectual con el pueblo.
Ha logrado lo que los
viejos políticos jamás comprendieron: que la confianza no se exige, se gana.
Este modelo de
liderazgo redefine el sentido mismo de la autoridad política.
Ya no se trata de
mandar, sino de dirigir con ejemplo y de transformar con resultados.
Bukele encarna el tipo
de líder que actúa primero y habla después; que no promete el futuro, sino que
lo construye con hechos. En contraste, la oposición se ha quedado atrapada en
la retórica del pasado, incapaz de adaptarse a una ciudadanía que ya no se
conforma con palabras.
El nuevo paradigma
también implica una nueva pedagogía política: el pueblo aprende a distinguir
entre la propaganda y la verdad, entre la crítica vacía y la acción concreta.
La política deja de ser un espectáculo y se convierte en una escuela de
conciencia ciudadana.
Cada obra inaugurada,
cada reforma implementada, cada acción que mejora la vida de la gente educa
políticamente al país, porque enseña que la política puede ser honesta, útil y
transformadora.
En este sentido, el
gobierno actual ha sido también un proyecto educativo y moral, que eleva la
autoestima colectiva de un pueblo que durante años fue tratado como masa
ignorante.
El impacto ético de
este cambio es inmenso. Antes, el ciudadano veía al político con desprecio;
hoy, ve al servidor público con respeto cuando este actúa con integridad.
Antes, la palabra “Estado” evocaba desconfianza; hoy, empieza a recuperar su
sentido original de estructura que protege, sirve y construye.
La confianza del
pueblo no se impone con propaganda, se conquista con coherencia.
Y esa coherencia —esa
correspondencia entre decir y hacer— es el fundamento del liderazgo moderno y
del nuevo Estado salvadoreño.
Este cambio de
paradigma también representa una ruptura con la visión colonial y dependiente
que dominó la política tradicional. Mientras los viejos partidos esperaban
órdenes y financiamiento del extranjero, el actual liderazgo ha impulsado una
política soberana, de dignidad nacional y de defensa de los intereses del
pueblo salvadoreño.
Ya no se busca agradar
a los organismos internacionales o a los viejos poderes fácticos, sino
responder a las necesidades reales del país.
Eso, en sí mismo,
constituye un acto revolucionario: la independencia moral de la política
salvadoreña frente al tutelaje extranjero y mediático.
Por todo esto, el
nuevo paradigma político no solo es una transformación administrativa; es un
cambio de conciencia colectiva. La política vuelve a tener sentido, la palabra
vuelve a tener peso y el trabajo vuelve a tener valor.
El ciudadano comprende
que su voto ya no es una apuesta ciega, sino una inversión en un proyecto
probado. Y ese cambio de mentalidad es irreversible, porque se sustenta en la
experiencia concreta y no en el discurso ideológico.
En resumen, el nuevo
paradigma político instaurado por el presidente Nayib Bukele ha desplazado la
lógica de la corrupción por la lógica del servicio; la demagogia por la
evidencia; el egoísmo por la ética.
La oposición, atrapada
en el pasado, no entiende que ya no se trata de convencer con palabras, sino de
construir confianza con hechos.
En esta nueva etapa de
la historia nacional, la obra se ha convertido en argumento y la ética en la
bandera que guía al país hacia un horizonte de dignidad, desarrollo y
soberanía.
V. EL DESPERTAR DEL
PUEBLO SALVADOREÑO: CONCIENCIA, DIGNIDAD Y SOBERANÍA POPULAR
Durante décadas, al
pueblo salvadoreño se le negó la palabra, la esperanza y la dignidad. Fue
manipulado, engañado y utilizado como instrumento electoral por una clase
política que solo lo recordaba en tiempos de campaña. Lo redujeron a número, a
voto, a estadística.
Los partidos
tradicionales convirtieron la democracia en una farsa donde el ciudadano era el
convidado de piedra: asistía a votar, pero jamás decidía nada. La verdadera
política se cocinaba en los escritorios de las élites, en los pactos ocultos,
en los banquetes de los poderosos.
Sin embargo, el pueblo
despertó. Y ese despertar —moral, político y espiritual— cambió para siempre el
rumbo del país.
El despertar del
pueblo no fue espontáneo; fue el resultado del cansancio, del hartazgo y de la
memoria. El salvadoreño, acostumbrado a sobrevivir entre promesas rotas y
gobiernos corruptos, comprendió que la pobreza, la inseguridad y la
desesperanza no eran obra del destino, sino consecuencia directa del robo
institucionalizado y la indiferencia política.
Cuando ese
entendimiento se hizo conciencia, la historia cambió de manos. El poder, que
durante años fue privilegio de unos pocos, volvió al pueblo, su verdadero
dueño.
Así nació una nueva
etapa: la era de la soberanía popular.
La llegada del
presidente Nayib Bukele al poder en 2019 fue, en esencia, la expresión política
del despertar de la conciencia ciudadana. No fue un fenómeno de marketing ni un
accidente electoral, sino la culminación de un proceso de emancipación mental
del pueblo salvadoreño. Por primera vez, la gente votó con memoria, con
indignación y con dignidad.
Votó para romper las
cadenas de una historia de abusos.
Votó para poner fin al
ciclo de traiciones de ARENA y FMLN.
Votó para decir: “ya
basta”.
Este cambio no fue
solo político, sino cultural y moral. El pueblo aprendió a desconfiar de los
discursos que antes lo adormecían. Aprendió a juzgar por los hechos, no por las
palabras. Aprendió a mirar la realidad sin mediadores, sin traductores de la
mentira.
Los medios de
comunicación tradicionales, acostumbrados a dictar la “verdad oficial”,
perdieron su poder de manipulación. La conciencia popular se volvió crítica,
analítica y participativa. La política dejó de ser un espectáculo de los
poderosos para convertirse en una construcción colectiva.
La nueva ciudadanía
salvadoreña no es pasiva; observa, evalúa y exige.
Ya no se deja guiar
por el miedo ni por los chantajes emocionales de la vieja política.
Los intentos de la
oposición por manipular la opinión pública con campañas de terror, mentiras
mediáticas o ataques personales contra el presidente fracasan una y otra vez,
porque el pueblo ahora tiene criterio, porque aprendió a pensar por sí mismo.
Y un pueblo que piensa
es invencible.
Este despertar también
tiene una dimensión ética profunda. Durante décadas, la corrupción fue vista
como algo “normal”. Robar desde el poder no se consideraba delito moral, sino
habilidad política. Hoy, esa percepción ha cambiado radicalmente.
El ciudadano común
siente orgullo cuando ve a corruptos tras las rejas, cuando ve que el dinero
público se traduce en obras, cuando comprende que el Estado puede servir y no
robar.
El orgullo nacional,
tantas veces mancillado, se ha convertido en una nueva fuerza moral.
Por eso, defender el
proyecto de transformación no es fanatismo, es defensa de la dignidad
recuperada.
En este proceso de
cambio, el pueblo ha demostrado una madurez política que desconcierta a los
antiguos dueños del poder.
La gente ya no vota
por ideología, sino por resultados. Ya no sigue consignas partidarias, sino
causas nacionales. Ya no busca caudillos, sino líderes con ética. Esa es la
verdadera revolución: el tránsito del servilismo político a la conciencia
ciudadana.
Por eso, la oposición
está perdida; no sabe cómo hablarle a un pueblo que ya no cree en sus viejas
mentiras.
La conciencia
colectiva que hoy florece en El Salvador es un ejemplo para toda América
Latina. En un continente donde la política se ha degradado en espectáculo y
corrupción, el pueblo salvadoreño ha mostrado que la verdadera revolución no
comienza con fusiles, sino con pensamiento crítico, con moral y con unidad.
Ha demostrado que se
puede transformar un país sin derramar sangre, sino con disciplina, trabajo y
fe.
Ese es el nuevo rostro
del patriotismo salvadoreño: un patriotismo sereno, inteligente y esperanzado.
La dignidad recuperada
se expresa también en la manera en que el pueblo se percibe a sí mismo.
Antes, el salvadoreño
se veía como víctima; ahora se ve como protagonista. Antes, pensaba que el
cambio era imposible; hoy sabe que es real. Antes, pedía permiso; hoy exige
respeto.
Ese cambio psicológico
es la base del nuevo El Salvador: una sociedad que ya no espera salvadores,
sino que actúa como sujeto histórico de su propio destino.
El despertar de la
conciencia popular ha sido, además, una lección de ética cívica.
Demostró que cuando el
pueblo se une bajo principios de justicia y verdad, puede destruir cualquier
estructura de poder corrupto.
Demostró que la
democracia verdadera no es votar cada cinco años, sino vigilar, participar y
construir todos los días.
Demostró que la
soberanía no se proclama, se ejerce. Y el pueblo salvadoreño la está ejerciendo.
Por eso, las
elecciones de 2027 no serán una competencia electoral entre candidatos, sino
una reafirmación del poder soberano del pueblo frente a la decadencia moral de
la vieja política.
El pueblo no solo
reelegirá a un presidente; reafirmará su derecho a decidir, su dignidad
nacional y su deseo de continuar con el proceso de transformación.
Porque el verdadero
protagonista de esta historia no es un partido, ni un gobierno, ni un líder
individual: es el pueblo consciente que despertó y no volverá a dormirse jamás.
VI. LA OPOSICIÓN ANTE
EL ESPEJO DE LA HISTORIA: DEL CINISMO AL OLVIDO POLÍTICO
La historia, aunque
parezca indulgente, siempre cobra sus deudas. Y en El Salvador, el juicio
histórico ha llegado con una claridad implacable: los partidos del pasado y sus
nuevos herederos enfrentan hoy la factura moral de sus crímenes, de su cinismo
y de su traición al pueblo.
Durante más de tres
décadas se creyeron intocables; se sintieron dueños de la verdad, del poder y
del destino nacional. Pero el espejo de la historia no miente: lo que hoy
reflejan son rostros marchitos, voces vacías y nombres condenados al olvido.
ARENA y FMLN fueron,
cada uno a su modo, instrumentos de dominación disfrazados de democracia.
Mientras el primero sirvió fielmente a los intereses del gran capital, el
segundo utilizó el discurso revolucionario para instalar una nueva oligarquía
burocrática. Ambos compartieron la misma enfermedad moral: el desprecio al
pueblo y el amor al dinero.
Su historia está
escrita con las mismas palabras: corrupción, impunidad, saqueo, pactos con
criminales, abandono social y desprecio a la verdad.
Durante años,
manipularon los símbolos patrios y usurparon el lenguaje de la justicia para
disfrazar su ambición.
Pero el tiempo reveló
la podredumbre de su legado.
Hoy, cuando intentan
resucitar con nuevos nombres y colores, lo que proyectan no es renovación, sino
desesperación. Las encuestas los ubican en los márgenes, los jóvenes los
rechazan, los pueblos los ignoran, y sus propios exmilitantes los abandonan.
Ya no inspiran
respeto, sino lástima.
Su discurso se ha
convertido en ruido de fondo, su presencia en política es apenas anecdótica, y
su influencia social, irrelevante.
Su declive no es una
conspiración, es una consecuencia natural del desprecio histórico hacia el
pueblo que los sostuvo.
La oposición
salvadoreña vive hoy un proceso de descomposición moral irreversible. No es capaz
de una autocrítica honesta, ni de reconocer sus errores. Prefiere culpar al
pueblo por haber despertado, antes que aceptar su propia ruina ética.
Esa arrogancia los
mantiene atrapados en un círculo vicioso de odio, rencor y resentimiento. No
son oposición porque tengan ideas distintas, sino porque no soportan ver al
pueblo gobernándose sin ellos.
Les duele el progreso
porque los deja en evidencia; les molesta la paz porque desmiente su narrativa
del caos; les incomoda la prosperidad porque revela su mediocridad.
Y así, ladran no por
convicción, sino por frustración.
En el espejo de la
historia, cada vez que intentan hablar de democracia, el reflejo les devuelve
imágenes de fraudes, pactos y represión; cada vez que mencionan la palabra
justicia, la historia les recuerda los sobresueldos, las comisiones y los
ministerios saqueados; cada vez que pronuncian la palabra libertad, aparecen
los miles de jóvenes asesinados bajo su negligencia.
No pueden escapar de
su pasado, porque ese pasado no está muerto: vive en la memoria colectiva del
pueblo salvadoreño.
El juicio de la
historia no se dicta en tribunales, sino en la conciencia de los pueblos. Y el
veredicto ya fue pronunciado: culpables.
Culpables de haber
robado la esperanza, culpables de haber destruido la confianza, culpables de
haber vendido la patria a cambio de privilegios personales.
Hoy, el pueblo ya no
los escucha; los observa con desprecio y los recuerda solo como una advertencia
de lo que jamás debe volver a ocurrir.
Esa es su condena más
dura: el olvido político, precedido por la vergüenza moral.
Frente a ellos, el
nuevo proyecto nacional encarna exactamente lo contrario: transparencia,
eficacia y dignidad.
Mientras la vieja
política se consume en discursos, el nuevo Estado construye hospitales, escuelas,
carreteras, y restituye la seguridad ciudadana.
Mientras ellos
fabrican ataques y difamaciones, el gobierno trabaja, produce y transforma.
Por eso, el contraste
no es solo político, sino civilizatorio: el pasado simboliza el caos; el
presente, la reconstrucción moral del país.
La oposición no ha
entendido que su tiempo ya terminó. Que la historia no retrocede. Que el pueblo
no olvida.
Su intento por volver
al poder es tan absurdo como pretender que el sol se apague porque a ellos no
les gusta su luz. Y es que el
pueblo salvadoreño, después de décadas de oscuridad, ya aprendió a reconocer la
claridad.
Ya no se dejará
engañar por discursos importados ni por los mercenarios mediáticos que hoy
intentan lavar la imagen de los corruptos. La conciencia colectiva es ahora el muro que los separa
del poder para siempre.
De aquí en adelante,
solo quedará de ellos la memoria del fracaso.
Sus nombres aparecerán
en los libros de historia no como líderes, sino como advertencias.
Serán recordados como
los políticos que tuvieron en sus manos el destino de un pueblo noble y lo
traicionaron.
El olvido político es
la tumba más silenciosa, pero también la más justa: a ella van los que se
burlaron de la confianza del pueblo, los que creyeron que gobernar era saquear,
los que confundieron la astucia con la inteligencia, el poder con la impunidad.
El espejo de la
historia es implacable: no refleja propaganda, refleja verdad.
Y en ese espejo, la
oposición salvadoreña ya no ve futuro. Ve su ruina, su vacío y su culpa.
El pueblo sigue
caminando, con la frente en alto, hacia un destino nuevo, mientras los
fantasmas del pasado se disuelven en la oscuridad del olvido.
CONCLUSIÓN GENERAL
El escenario político
salvadoreño de cara a las elecciones de 2027 no es simplemente un proceso electoral
más, sino un juicio histórico entre dos modelos de país: uno que representa el
pasado corrupto y decadente de las viejas élites políticas, y otro que encarna
la transformación, la ética y la dignidad nacional. En este contexto, el
liderazgo del presidente Nayib Bukele emerge no como producto de la casualidad,
sino como la respuesta orgánica de un pueblo cansado del engaño y deseoso de
construir su propio destino.
El pueblo salvadoreño
ha recorrido un largo camino desde las sombras de la manipulación hasta la
claridad de la conciencia política. Durante décadas, fue víctima de la mentira
institucionalizada, de la corrupción sistemática y de la traición de quienes
decían representarlo. Pero su paciencia se agotó. Y cuando decidió despertar,
lo hizo con una fuerza moral que cambió para siempre la historia del país.
El voto de 2019 no fue
una simple preferencia electoral: fue un acto de justicia histórica, una
declaración colectiva de independencia contra los verdugos del pasado.
En la actualidad, los
viejos partidos —ARENA, FMLN y sus derivados reciclados como VAMOS— representan
el epílogo de una época oscura. Carecen de proyecto, de ética, de visión y de
liderazgo. Intentan sobrevivir disfrazándose de “nuevas opciones”, pero el
pueblo ya los conoce, ya los probó y los condenó.
Su presencia en la
vida pública no obedece a la fuerza de las ideas, sino al miedo a desaparecer
completamente.
El problema de la
oposición no es la falta de recursos, sino la falta de moral. No es la ausencia
de estrategias, sino la ausencia de propósito.
En contraposición, el
proyecto del presidente Bukele simboliza un cambio civilizatorio: el paso de la
política de la mentira a la política de la obra, del discurso vacío a la
evidencia concreta, de la corrupción a la transparencia, del servilismo a la
soberanía.
Su gobierno ha
instaurado un nuevo paradigma político donde la ética se convierte en bandera y
la acción en argumento.
Esa coherencia entre
palabra y hecho ha devuelto al pueblo la fe en la política, la autoestima
colectiva y la confianza en su propio poder.
Por primera vez, El
Salvador ha dejado de ser el país de las promesas incumplidas para convertirse
en el país de las realidades construidas.
Este proceso, sin
embargo, no es únicamente político. Es moral, educativo y cultural.
Ha enseñado que el
poder no se hereda, se merece; que la autoridad no se impone, se gana; que la
democracia no se mendiga, se ejerce; y que la libertad no consiste en elegir
entre los mismos corruptos de siempre, sino en tener el valor de decir “no más”.
El Salvador vive hoy
su momento de madurez histórica.
Ya no necesita tutores
ni intermediarios: se gobierna a sí mismo.
La oposición, atrapada
en su arrogancia, se mira en el espejo de la historia y no se reconoce. Ve un
rostro envejecido por la mentira y la traición.
Mientras tanto, el
pueblo camina con paso firme hacia el futuro, consciente de que el cambio no
puede depender solo de un líder, sino de la continuidad de un proyecto ético y
colectivo.
Porque el verdadero
triunfo del pueblo no será solo reelegir a un presidente, sino consolidar un
modelo de país donde la corrupción sea imposible, donde la justicia no sea
privilegio, donde la política sea sinónimo de servicio y no de saqueo.
La historia es clara:
los pueblos que despiertan no vuelven a dormirse.
Y el pueblo
salvadoreño, después de décadas de oscuridad, ha aprendido a ver.
Ya no cree en los
discursos del miedo ni en las lágrimas falsas de los corruptos arrepentidos.
Sabe que el poder le
pertenece, que su voz pesa y que su voto tiene valor.
Por eso, ningún
intento de manipulación podrá detener este proceso histórico de transformación.
En definitiva, el
escenario electoral de 2027 será la confirmación de una verdad que ya es
evidente: El Salvador ha cambiado.
El viejo orden
político ha muerto y el nuevo país está naciendo sobre bases de dignidad,
trabajo y soberanía.
El liderazgo de Nayib
Bukele es solo el rostro visible de una revolución silenciosa que comenzó en la
conciencia del pueblo.
Una revolución ética que no destruye, sino que construye una nueva historia nacional basada en la verdad, la justicia y el amor por la patria.
REFLEXIÓN FINAL
Toda transformación
auténtica nace primero en la conciencia. Los pueblos cambian su destino solo
cuando logran romper con la mentira, con la resignación y con el miedo. Eso es
exactamente lo que ha sucedido en El Salvador.
Después de décadas de
oscuridad política, de manipulación mediática y de saqueo institucional, el
pueblo decidió pensar, juzgar y actuar por sí mismo. Despertó. Y ese despertar
no tiene marcha atrás.
Hoy, más que un cambio
de gobierno, vivimos una revolución moral: una refundación de la relación entre
el ciudadano y el Estado, entre la palabra y la verdad, entre el poder y la
ética. Por primera vez en mucho tiempo, el salvadoreño se siente dueño de su
historia, protagonista de su presente y constructor de su futuro.
Ese es el triunfo más
grande de todos: haber recuperado la dignidad, haber descubierto que la
esperanza no depende de los poderosos, sino de la voluntad colectiva.
Este nuevo ciclo
histórico no está exento de desafíos. Las fuerzas del pasado aún respiran,
disfrazadas de crítica, de falsa independencia o de supuesta neutralidad. Pero
carecen de alma y de sentido.
El país de hoy ya no
se alimenta de discursos, sino de hechos. Ya no se sostiene en ideologías
importadas, sino en la verdad construida desde el pueblo.
Esa es la base de la
nueva identidad nacional: una conciencia despierta, una ética pública y una
voluntad de servicio.
Cada obra pública,
cada reforma, cada acto de justicia simboliza no solo una gestión eficiente,
sino una lección de civismo, una enseñanza moral para las nuevas generaciones.
El cambio político más
profundo no ocurre en los palacios, sino en las mentes. Cuando la gente deja de
aceptar la corrupción como normal y empieza a exigir honestidad como regla, la
historia da un giro irreversible.
Y eso es lo que ha
sucedido: el pueblo ha aprendido que la libertad no se pide, se ejerce; que la
patria no se declama, se construye; que la soberanía no se firma, se defiende.
El Salvador vive, por
fin, una era donde la ética se convierte en praxis, y donde el servicio público
vuelve a tener sentido.
En medio del ruido de
la oposición, que intenta revivir lo que ya está muerto, se alza una verdad
luminosa: el país avanza, el pueblo camina y la historia se renueva.
No se trata de
fanatismo ni de idolatría, sino de gratitud y conciencia. El pueblo reconoce a
quien cumple, a quien respeta, a quien sirve. Y en esa relación de respeto
mutuo se funda la verdadera democracia.
El reto de los
próximos años no será derrotar a la oposición —porque ya está derrotada
moralmente—, sino consolidar la cultura del mérito, del trabajo y de la
transparencia.
El futuro de El
Salvador no depende de slogans, sino de la educación, de la ética y del
pensamiento crítico de sus ciudadanos.
Cada escuela, cada
hospital, cada obra debe convertirse en una semilla de conciencia y en una
prueba viva de que la política puede ser decente cuando el poder se usa con
amor al pueblo.
Cuando dentro de
algunos años las nuevas generaciones miren hacia atrás, comprenderán que hubo
un momento en que la historia cambió de rumbo. Que un pueblo cansado del
desprecio decidió levantarse. Que una nación que fue burlada durante décadas
encontró la fuerza para decir “ya basta”.
Y que, en medio de esa
transformación, emergió un liderazgo que encarnó la dignidad de todos.
No será recordado solo
un presidente, sino una generación que se negó a seguir viviendo de rodillas.
El espejo del futuro
mostrará a un país más consciente, más justo y más libre. Y en ese reflejo quedará grabada una verdad profunda:
que el poder, cuando
nace del amor al pueblo, se convierte en justicia; que la política, cuando se fundamenta en la ética, se
convierte en esperanza; y que la
historia, cuando se escribe con conciencia, se convierte en patrimonio moral de
una nación despierta. El Salvador ha
despertado. Y cuando un pueblo despierta, no hay fuerza que pueda volver a
dormirlo.
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SAN SALVADOR, 1 DE NOVIEMBRE DE 2025
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