sábado, 1 de noviembre de 2025

 


“EL JUICIO DE LA HISTORIA: EL DESPERTAR DEL PUEBLO Y LA CAÍDA DE LOS CORRUPTOS”

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN AMPLIADA

El panorama político salvadoreño de cara a las elecciones presidenciales de febrero de 2027 no solo evidencia un proceso electoral más, sino un momento histórico sin precedentes. Nos encontramos ante un escenario atípico, donde la figura del presidente Nayib Bukele domina el espectro político con una fuerza inédita, mientras los viejos partidos —ARENA, FMLN y sus derivados reciclados como VAMOS— agonizan en la irrelevancia moral, ideológica y social. El país asiste al derrumbe final de un sistema político que durante tres décadas vivió del engaño, del clientelismo y de la corrupción institucionalizada.

No se trata de una elección entre candidatos, sino de una elección entre dos visiones de país: una que encarna la transformación, la modernización y el sentido ético del poder; y otra que representa el pasado oscuro de la impunidad, la mentira y el saqueo. Bukele no solo ha modificado la forma de gobernar, sino que ha roto con la cultura política tradicional. Su proyecto ha trascendido el discurso partidario, convirtiéndose en una expresión de dignidad nacional, en una pedagogía política del ejemplo, donde la palabra se valida con hechos tangibles.

En contraposición, los viejos partidos han demostrado su completa bancarrota moral. Ninguno ha sido capaz de articular una propuesta creíble, ni de construir una narrativa que conecte con el sentimiento popular.

Siguen hablando desde la soberbia, el resentimiento y la nostalgia de privilegios perdidos. Lo peor: pretenden engañar al pueblo con los mismos rostros reciclados, los mismos discursos vacíos y las mismas promesas incumplidas. No hay renovación ni autocrítica; solo repetición y oportunismo.

El problema de la oposición salvadoreña no es únicamente político, sino profundamente ético. Carece de autenticidad, de propósito histórico y de compromiso social. En un contexto donde la población ha despertado de la hipnosis mediática y ha aprendido a juzgar por los hechos, los adversarios de Bukele se muestran como reliquias del pasado, fósiles ideológicos incapaces de comprender la nueva realidad del país. La política tradicional —esa que convirtió la corrupción en oficio— ha sido desplazada por una política basada en resultados, transparencia y conexión directa con la gente.

El presidente Bukele ha demostrado que el liderazgo no se impone por decreto ni por linaje partidario, sino que se conquista con visión, coraje y sentido de servicio. Frente a ello, la oposición se ha reducido a una jauría de viejos voceros que ladran consignas sin sustancia, que niegan los logros del gobierno no por convicción, sino por frustración. Son los mismos que aplaudieron la miseria, justificaron la violencia y celebraron la impunidad cuando les beneficiaba.

A estas alturas, nadie sensato puede imaginar que los partidos del pasado puedan regresar al poder. El pueblo ya los conoce “como la palma de su mano”, y el juicio de la historia no perdona.

Su intento por sobrevivir es patético: disfrazarse de nuevos, usar otros colores, cambiar de nombre, fingir humildad. Pero detrás de la máscara sigue latiendo el mismo corazón podrido de la vieja política. Por eso, el escenario de 2027 no será una contienda electoral en sentido clásico, sino una ratificación del proyecto de país que comenzó en 2019 y que, pese a las campañas mediáticas internacionales, ha devuelto esperanza, seguridad y dignidad a un pueblo históricamente traicionado.

Este ensayo pretende analizar con profundidad y energía crítica la crisis estructural de la oposición salvadoreña, su desconexión con la realidad nacional y la fortaleza del liderazgo de Nayib Bukele, sustentado no en palabras, sino en obras concretas. Se argumentará que la actual configuración política representa el fin de una era y el nacimiento de una nueva cultura política basada en resultados, ética y amor al país. Finalmente, se reflexionará sobre los desafíos que implica consolidar este proceso para que el poder siga siendo un instrumento de transformación y no de dominación.

I. LA MUERTE POLÍTICA DE LOS VIEJOS PARTIDOS: ARENA, FMLN Y SUS HEREDEROS RECICLADOS

La historia política contemporánea de El Salvador puede dividirse claramente en dos grandes etapas: la del engaño partidario y la corrupción institucionalizada (1989-2019), y la del despertar político y moral del pueblo salvadoreño a partir de 2019. En la primera, los partidos ARENA y FMLN se repartieron el país como un botín, administrando la miseria del pueblo mientras construían fortunas personales, redes de poder económico y pactos con el crimen organizado. En la segunda, el ciudadano despertó, reconoció el abuso y decidió romper con la farsa democrática que lo mantenía esclavizado bajo promesas huecas.

Hoy, esos partidos y sus descendientes políticos sobreviven como cadáveres ideológicos que aún caminan, pero sin alma, sin discurso, sin credibilidad.

Durante treinta años, ARENA y FMLN prometieron progreso, justicia y democracia. Pero lo que entregaron fue un país saqueado, dividido y sumido en la desesperanza. Las instituciones fueron convertidas en instrumentos de manipulación, los medios en aparatos de propaganda, y la política en un negocio de élites. La llamada “alternancia democrática” fue, en realidad, una alternancia de ladrones con diferente bandera, un sistema donde la ética era un estorbo y la mentira una herramienta de supervivencia. Las elecciones se transformaron en rituales vacíos donde el pueblo solo elegía quién lo robaría los siguientes cinco años.

ARENA gobernó con la mano del gran capital, entregando el país a la privatización salvaje y al saqueo de lo público. Privatizó la banca, las telecomunicaciones, la energía y hasta la conciencia de los ciudadanos. Convirtió el Estado en un mercado, la patria en un negocio y la política en un espectáculo.

El FMLN, que llegó al poder con la bandera de la justicia social y los pobres, repitió los mismos errores y traiciones. Sus dirigentes se transformaron en burócratas opulentos, viviendo de los impuestos del pueblo, negociando con las mismas oligarquías que decían combatir, y repitiendo el patrón corrupto de sus predecesores. El supuesto cambio se volvió continuidad del desastre.

Ambos partidos, en sus 30 años de hegemonía compartida, crearon un país desigual, inseguro y moralmente devastado. Convirtieron el ejercicio de la política en sinónimo de impunidad. Se apropiaron de los fondos públicos, manipularon los medios, compraron conciencias y pactaron con las pandillas, destruyendo los cimientos éticos de la nación. El resultado fue un pueblo herido, desencantado, que dejó de creer en la palabra política porque había sido violada una y otra vez.

Cuando el pueblo castigó en las urnas a ese sistema en 2019, no lo hizo solo como acto electoral, sino como acto de liberación histórica. Era la sentencia moral a tres décadas de corrupción. El voto no fue un apoyo ciego, sino una declaración de independencia contra la miseria impuesta por las élites partidarias. Ese momento marcó el inicio de la muerte política de los viejos partidos, cuya descomposición se aceleró hasta volverse irreversible.

ARENA, hoy, es apenas una sombra de sí misma, sostenida por los restos de una oligarquía que la usa como escudo de intereses económicos y mediáticos. Sin ideas, sin base social y sin esperanza, su discurso se limita a criticar lo que funciona, a descalificar lo que el pueblo celebra. El FMLN, por su parte, no es más que una caricatura ideológica, un fósil de museo que intenta revivir su pasado revolucionario, pero sin credibilidad, sin juventud, sin energía ni ética.

Sus dirigentes —ahora multimillonarios— viven desconectados de la realidad popular, refugiados en discursos nostálgicos que ya no conmueven a nadie.

Ambos partidos perdieron su capacidad de soñar, de inspirar, de convocar. En lugar de reconocer sus crímenes, siguen culpando al pueblo por haberlos castigado. No se preguntan qué hicieron mal, sino por qué los ciudadanos dejaron de obedecerles. Esa ceguera moral es el síntoma más evidente de su agonía. Ninguna organización puede sobrevivir cuando pierde su sentido ético, y ellos hace tiempo lo sepultaron bajo el dinero, la arrogancia y el cinismo.

A esta decadencia se suma la aparición de los llamados “partidos reciclados”, formados por exmilitantes, asesores y herederos ideológicos de los viejos caudillos, que se presentan como “nuevas opciones”. Pero el pueblo, sabio por experiencia, reconoce el engaño. Son los mismos rostros con otro nombre, las mismas mentiras con otro color, los mismos intereses bajo un disfraz de juventud. En su desesperación, la vieja política busca sobrevivir mutando, pero olvida que lo podrido no se renueva: solo se disfraza.

Así, el sistema político que gobernó durante tres décadas murió no por un golpe autoritario, sino por su propia corrupción moral. Su caída no fue producto de persecución, sino del juicio ético del pueblo. El Salvador fue paciente durante demasiado tiempo, pero la paciencia del pueblo no es infinita. Cuando comprendió que la democracia le servía solo a los corruptos, decidió cambiarla por una verdadera democracia con justicia y resultados.

La muerte de los viejos partidos no debe verse como una tragedia, sino como una oportunidad histórica para refundar la política nacional sobre bases éticas, científicas y humanas. La desaparición de ARENA y FMLN no deja un vacío de poder, sino que abre el espacio para una nueva generación de salvadoreños conscientes, libres de ataduras ideológicas, que entienden la política no como negocio, sino como servicio.

En conclusión, los partidos tradicionales ya no representan a nadie, salvo a sí mismos. Son cadáveres parlantes que aún aparecen en los medios, repitiendo consignas aprendidas de memoria, pero sin alma ni credibilidad. La historia los ha condenado, y el pueblo los ha sepultado. El tiempo de los corruptos terminó. El país avanza, y ellos quedaron atrás, prisioneros de su propio pasado. El futuro ya no les pertenece.

II. EL RECICLAJE POLÍTICO: DEL PASADO OSCURO AL DISFRAZ DE RENOVACIÓN

Cuando una estructura política corrompida se derrumba, sus restos intentan reacomodarse bajo nuevas formas. No se resigna fácilmente a morir, sino que busca perpetuarse bajo otra apariencia. Así nació en El Salvador el fenómeno del reciclaje político: una estrategia desesperada de las viejas élites partidarias para seguir respirando dentro de la historia, aunque su cadáver político ya huela a pasado.

Tras el hundimiento moral y electoral de ARENA y FMLN, los rostros que antes fueron parte del saqueo nacional reaparecen en nuevos movimientos o partidos “modernos”, pintados con colores distintos, con lenguaje digital y estética juvenil. Pero detrás del maquillaje ideológico se esconden las mismas ambiciones, los mismos padrinos financieros y los mismos intereses antipopulares que durante décadas sometieron al país.

Uno de los casos más evidentes es el del partido VAMOS, símbolo de esta mutación: un intento fallido de presentarse como la “tercera vía”, pero en realidad, el hijo ilegítimo de ARENA, alimentado por las mismas raíces de corrupción y desprecio al pueblo.

El reciclaje político no es renovación; es una simulación planificada para confundir al electorado. Su esencia es cínica: no buscan construir un nuevo proyecto de país, sino preservar los privilegios perdidos. Se disfrazan de “demócratas modernos”, de “nueva oposición”, de “críticos independientes”, cuando en realidad son los mismos actores que aplaudieron la impunidad, firmaron pactos con pandillas y participaron en gobiernos corruptos. Cambian la camisa, el nombre, el logo, pero no cambian el alma.

El reciclaje político es el último intento de una clase moribunda por mantenerse viva a través del engaño.

Estos falsos renovadores no ofrecen ideas, sino nostalgias camufladas. Su discurso se reduce a la crítica vacía, a la repetición de frases sin sentido: “defensa de la democracia”, “respeto a las instituciones”, “peligro de la concentración del poder”. Palabras huecas que no conmueven a nadie, porque quienes las pronuncian son los mismos que durante treinta años violaron la democracia, destruyeron las instituciones y concentraron el poder en sus manos.

La oposición reciclada carece de memoria y subestima la inteligencia del pueblo salvadoreño, creyendo que basta con cambiar el uniforme para borrar décadas de corrupción.

El pueblo, sin embargo, ya no se deja engañar. Su conciencia política se ha fortalecido, y hoy sabe distinguir entre el discurso vacío y la acción verdadera. Las nuevas generaciones —hijas del despojo y del dolor— aprendieron a leer la historia con sentido crítico. Por eso, cada vez que aparece un rostro conocido vestido con nuevas siglas, el rechazo popular es inmediato.

No hay espacio para la mentira: el pueblo ya conoce el olor del cinismo.

Lo que estos grupos llaman “renovación” no es más que un reciclaje ideológico de la derrota. Son estructuras que intentan sobrevivir no desde la ética, sino desde el marketing. Contratan agencias de comunicación, influencers y expertos en redes sociales, pero son incapaces de mirar al país real, al campesino, al joven desempleado, a la madre trabajadora, al estudiante que anhela oportunidades. Su discurso no nace del corazón del pueblo, sino de oficinas climatizadas donde se diseña la próxima farsa electoral.

El reciclaje político también revela una profunda crisis generacional dentro de la oposición. Las juventudes partidarias de ARENA, FMLN o VAMOS no representan un pensamiento fresco, sino una repetición del guion viejo. Son herederos ideológicos de la corrupción, formados en la mentira, domesticados en la obediencia a los caudillos. No traen propuestas, sino slogans vacíos. Pretenden parecer diferentes, pero repiten el mismo patrón de arrogancia y desprecio que hundió a sus partidos padres.

Además, estos “nuevos opositores” tienen una característica en común: viven de negar los logros del gobierno actual. Su única identidad política consiste en atacar a Nayib Bukele y a todo lo que simboliza. No proponen, no construyen, no corrigen; solo destruyen con palabras. Su discurso está basado en el resentimiento y la envidia. Son los hijos del fracaso que culpan al éxito ajeno por su propia mediocridad.

 

Esa estrategia los condena al ridículo, porque la crítica sin moral y sin propuestas carece de legitimidad.

En el fondo, el reciclaje político es una confesión de derrota. Es la aceptación implícita de que su tiempo terminó, de que la historia los rebasó. Lo que intentan vender como alternativa es, en realidad, la repetición maquillada del desastre. Y aunque los medios tradicionales intenten darles vida, el pueblo ya ha emitido su veredicto: no volverán.

Los ciudadanos salvadoreños de hoy no buscan discursos adornados ni políticos con dicción perfecta. Buscan honestidad, resultados y sentido de nación. Y esa es precisamente la diferencia entre el presente y el pasado: el pueblo aprendió que el verdadero liderazgo se mide por los hechos, no por las palabras.

Por eso, ningún reciclaje político podrá revivir lo que el pueblo ya enterró.

En conclusión, los intentos de disfrazar el pasado con nuevos nombres son inútiles ante una ciudadanía despierta. ARENA, FMLN y sus derivados podrán cambiar de logo, de color y de rostro, pero seguirán siendo la misma estructura moralmente quebrada que saqueó al país. Y cuando llegue el momento de las elecciones de 2027, el veredicto popular será nuevamente contundente:

no hay espacio para los farsantes del reciclaje político en el nuevo El Salvador.

III. LA AUSENCIA DE PROYECTO Y DE LIDERAZGO AUTÉNTICO EN LA OPOSICIÓN

Uno de los rasgos más evidentes de la oposición salvadoreña actual es su vacío de ideas, de rumbo y de liderazgo. No hay proyecto, no hay programa, no hay visión de país. Solo hay resentimiento, nostalgia y ruido. Frente a un gobierno que ha construido una narrativa basada en obras concretas, transparencia y resultados, la oposición se presenta como un conjunto de voces dispersas que gritan sin saber por qué ni para quién. Su discurso no convence, porque no nace de una convicción moral ni de un diagnóstico real del país: nace del odio a quien los desplazó del poder.

En política, el liderazgo auténtico no se improvisa; se construye con coherencia, servicio y entrega. Pero en los partidos tradicionales y sus herederos reciclados, no existe una figura que encarne la esperanza, la credibilidad ni la autoridad ética. Los supuestos líderes opositores carecen de carisma, de preparación y de conexión con la realidad del pueblo. No son estadistas, sino actores mediáticos; no son constructores de futuro, sino repetidores de consignas. Intentan parecer intelectuales, pero su pobreza argumentativa los delata.

El liderazgo no se mide por la cantidad de entrevistas ni por el número de seguidores en redes sociales, sino por la capacidad de inspirar confianza y transformar realidades. Y eso es precisamente lo que la oposición ha perdido para siempre: el poder moral de convocar. Ninguno de sus dirigentes posee el prestigio ético ni la credibilidad suficiente para hablar en nombre del pueblo salvadoreño. Sus voces suenan huecas porque provienen de gargantas manchadas por el pasado.

Hablan de democracia, pero fueron ellos quienes la traicionaron; hablan de justicia, pero ampararon la impunidad; hablan de libertad, pero callaron ante los crímenes cometidos por sus propios gobiernos.

La oposición actual es un conjunto de islas ideológicas unidas únicamente por el miedo al cambio. No tienen una visión común, ni siquiera entre ellos mismos. Cada quien habla para sí, buscando protagonismo, sin proyecto compartido. Son opositores sin propósito, incapaces de presentar una alternativa coherente al proyecto de nación liderado por Nayib Bukele. En lugar de ofrecer soluciones, se han convertido en críticos profesionales del éxito ajeno.

Su lema no es “cambiar al país”, sino “destruir al que lo está cambiando”.

Y aquí se revela una gran contradicción moral: quienes durante décadas destruyeron las instituciones ahora se presentan como sus defensores; quienes se enriquecieron con los impuestos del pueblo ahora se visten de fiscalizadores; quienes callaron ante la violencia ahora se proclaman defensores de los derechos humanos. Esa hipocresía es el sello de su decadencia. El pueblo salvadoreño no olvida que fueron ellos quienes pactaron con pandillas, robaron fondos públicos, destruyeron la educación, abandonaron los hospitales y manipularon la justicia. ¿Cómo pueden, entonces, hablar de moral y de democracia?

En toda sociedad, el liderazgo surge cuando hay una causa noble que lo respalde. Pero los partidos de oposición no defienden ninguna causa justa: solo defienden sus intereses perdidos. Carecen de ideología, de propuesta económica, de visión educativa, de pensamiento científico, de ética pública. No hay en ellos una sola idea nueva.

Su discurso se resume en una consigna: “todo lo que hace el gobierno está mal”. Y con esa lógica primitiva pretenden recuperar el poder, sin comprender que el poder sin legitimidad moral no puede sostenerse.

La ausencia de liderazgo también es un reflejo de su fracaso generacional. Durante tres décadas, ARENA y FMLN destruyeron la educación política de sus propios cuadros. Formaron militantes serviles, no pensadores críticos; seguidores, no ciudadanos. Hoy recogen los frutos de esa siembra estéril: una clase política envejecida en ideas, atrapada en el pasado, incapaz de entender el nuevo lenguaje del pueblo salvadoreño.

Mientras el presidente Bukele comunica con claridad, visión y sencillez, los viejos políticos hablan con tecnicismos huecos que solo revelan desconexión con la realidad popular.

Por eso, sus mensajes no trascienden. Nadie los escucha, no porque los censuren, sino porque ya no tienen nada que decir. Su voz se ha vuelto ruido, y su figura, irrelevante.

En cambio, el liderazgo de Nayib Bukele surge de un principio simple pero poderoso: servir al pueblo con resultados tangibles. No promete: cumple. No teoriza: actúa. No divide: convoca. Su liderazgo no se basa en el cálculo político, sino en la empatía y la entrega. Esa es la diferencia entre el líder verdadero y el político tradicional.

El primero inspira; el segundo parasita.

En las democracias modernas, la legitimidad no se impone por tradición ni por herencia partidaria, sino por mérito y por obra. El presidente Bukele ha redefinido el concepto de poder en El Salvador: el poder como servicio público, no como privilegio privado. Y ante ese cambio histórico, la oposición se muestra desnuda, desarmada, irrelevante.

No hay nadie en sus filas que pueda representar con dignidad una visión alternativa. Ni en sus discursos, ni en sus gestos, ni en su conducta hay señales de grandeza.

El liderazgo, cuando no es ético, se convierte en farsa; y la oposición salvadoreña vive hoy de esa farsa, de la nostalgia de un poder perdido y de la negación del presente.

Su tragedia no es que no tengan un candidato; su tragedia es que no tienen propósito ni moral. No hay líder porque no hay causa, y no hay causa porque no hay pueblo que los respalde. La legitimidad no se compra ni se improvisa; se gana con coherencia, y la coherencia fue lo primero que traicionaron.

Por eso, ante las elecciones de 2027, la oposición no es una alternativa: es un eco del pasado, una voz que repite lo que el pueblo ya superó. Y ningún eco, por más fuerte que grite, puede competir con la voz viva del presente.

IV. EL NUEVO PARADIGMA POLÍTICO: LA OBRA COMO ARGUMENTO Y LA ÉTICA COMO BANDERA

El cambio político más profundo que ha vivido El Salvador en el siglo XXI no ha sido únicamente institucional, sino cultural y moral. Durante más de tres décadas, la política fue sinónimo de corrupción, de discurso vacío y de cinismo. Pero en los últimos años, el país ha comenzado a experimentar un fenómeno inédito: la sustitución de la palabra por la acción, del discurso por la obra, y del privilegio por el servicio. Ese giro ha redefinido el significado mismo de la política.

El presidente Nayib Bukele no solo ha transformado la gestión pública; ha transformado la manera en que el pueblo percibe el poder. Por primera vez, los salvadoreños pueden ver, tocar y medir los resultados de un proyecto político que se materializa en obras concretas. Ya no se trata de promesas vacías, sino de realidades verificables: infraestructura moderna, hospitales públicos dignos, seguridad en las calles, inversión social, acceso digital, revalorización del empleo público y recuperación de la confianza nacional.

El paradigma anterior se derrumbó porque se sostenía en el engaño; el nuevo modelo se afirma en la evidencia visible de los resultados.

Durante treinta años, los gobiernos de ARENA y FMLN repitieron un mismo patrón: discursos interminables, diagnósticos mediocres, excusas y corrupción. Prometieron un “país en marcha”, pero lo que construyeron fue un “Estado en ruinas”. Hoy, la diferencia es palpable. Las obras hablan. Y cuando las obras hablan, la mentira se queda sin voz.

En el nuevo paradigma político instaurado desde 2019, la palabra del gobernante se valida en la práctica; su credibilidad no depende de los medios, sino de los hechos. Este principio —tan simple como poderoso— es lo que ha descolocado completamente a la oposición.

El pueblo ya no necesita intermediarios que interpreten la realidad por él. La obra pública se convierte en argumento moral. La transformación visible —carreteras, escuelas, hospitales, centros tecnológicos, viviendas, obras sociales— no es solo infraestructura: es la materialización del respeto al ciudadano.

Por primera vez, el pueblo ve que su dinero se invierte en su bienestar y no en los bolsillos de los corruptos. Ese cambio marca la refundación ética del Estado salvadoreño, y explica por qué los viejos partidos no pueden competir: no tienen ni moral ni resultados para hacerlo.

Más allá de las construcciones físicas, este nuevo paradigma se sustenta en una nueva ética del poder. Ya no se gobierna para servir a los partidos o a las élites, sino para servir al país entero. La ética —tan despreciada en el pasado— se ha convertido en la bandera de una administración que entiende que gobernar implica responsabilidad histórica, transparencia y amor a la patria.

El poder deja de ser un botín para convertirse en un instrumento de transformación social.

Esta es la ruptura más profunda que se ha producido en la política salvadoreña desde los Acuerdos de Paz.

El presidente Bukele ha demostrado que la ética no es un discurso moralista, sino una práctica cotidiana. En un país donde la mentira era regla, ha devuelto el valor a la palabra; en un sistema donde la corrupción era cultura, ha establecido el mérito, la eficiencia y la rendición de cuentas.

Su estilo de gobierno —basado en la tecnología, la comunicación directa y la efectividad— ha logrado una conexión emocional e intelectual con el pueblo.

Ha logrado lo que los viejos políticos jamás comprendieron: que la confianza no se exige, se gana.

Este modelo de liderazgo redefine el sentido mismo de la autoridad política.

Ya no se trata de mandar, sino de dirigir con ejemplo y de transformar con resultados.

Bukele encarna el tipo de líder que actúa primero y habla después; que no promete el futuro, sino que lo construye con hechos. En contraste, la oposición se ha quedado atrapada en la retórica del pasado, incapaz de adaptarse a una ciudadanía que ya no se conforma con palabras.

El nuevo paradigma también implica una nueva pedagogía política: el pueblo aprende a distinguir entre la propaganda y la verdad, entre la crítica vacía y la acción concreta. La política deja de ser un espectáculo y se convierte en una escuela de conciencia ciudadana.

Cada obra inaugurada, cada reforma implementada, cada acción que mejora la vida de la gente educa políticamente al país, porque enseña que la política puede ser honesta, útil y transformadora.

En este sentido, el gobierno actual ha sido también un proyecto educativo y moral, que eleva la autoestima colectiva de un pueblo que durante años fue tratado como masa ignorante.

El impacto ético de este cambio es inmenso. Antes, el ciudadano veía al político con desprecio; hoy, ve al servidor público con respeto cuando este actúa con integridad. Antes, la palabra “Estado” evocaba desconfianza; hoy, empieza a recuperar su sentido original de estructura que protege, sirve y construye.

La confianza del pueblo no se impone con propaganda, se conquista con coherencia.

Y esa coherencia —esa correspondencia entre decir y hacer— es el fundamento del liderazgo moderno y del nuevo Estado salvadoreño.

Este cambio de paradigma también representa una ruptura con la visión colonial y dependiente que dominó la política tradicional. Mientras los viejos partidos esperaban órdenes y financiamiento del extranjero, el actual liderazgo ha impulsado una política soberana, de dignidad nacional y de defensa de los intereses del pueblo salvadoreño.

Ya no se busca agradar a los organismos internacionales o a los viejos poderes fácticos, sino responder a las necesidades reales del país.

Eso, en sí mismo, constituye un acto revolucionario: la independencia moral de la política salvadoreña frente al tutelaje extranjero y mediático.

Por todo esto, el nuevo paradigma político no solo es una transformación administrativa; es un cambio de conciencia colectiva. La política vuelve a tener sentido, la palabra vuelve a tener peso y el trabajo vuelve a tener valor.

El ciudadano comprende que su voto ya no es una apuesta ciega, sino una inversión en un proyecto probado. Y ese cambio de mentalidad es irreversible, porque se sustenta en la experiencia concreta y no en el discurso ideológico.

En resumen, el nuevo paradigma político instaurado por el presidente Nayib Bukele ha desplazado la lógica de la corrupción por la lógica del servicio; la demagogia por la evidencia; el egoísmo por la ética.

La oposición, atrapada en el pasado, no entiende que ya no se trata de convencer con palabras, sino de construir confianza con hechos.

En esta nueva etapa de la historia nacional, la obra se ha convertido en argumento y la ética en la bandera que guía al país hacia un horizonte de dignidad, desarrollo y soberanía.

V. EL DESPERTAR DEL PUEBLO SALVADOREÑO: CONCIENCIA, DIGNIDAD Y SOBERANÍA POPULAR

Durante décadas, al pueblo salvadoreño se le negó la palabra, la esperanza y la dignidad. Fue manipulado, engañado y utilizado como instrumento electoral por una clase política que solo lo recordaba en tiempos de campaña. Lo redujeron a número, a voto, a estadística.

Los partidos tradicionales convirtieron la democracia en una farsa donde el ciudadano era el convidado de piedra: asistía a votar, pero jamás decidía nada. La verdadera política se cocinaba en los escritorios de las élites, en los pactos ocultos, en los banquetes de los poderosos.

Sin embargo, el pueblo despertó. Y ese despertar —moral, político y espiritual— cambió para siempre el rumbo del país.

El despertar del pueblo no fue espontáneo; fue el resultado del cansancio, del hartazgo y de la memoria. El salvadoreño, acostumbrado a sobrevivir entre promesas rotas y gobiernos corruptos, comprendió que la pobreza, la inseguridad y la desesperanza no eran obra del destino, sino consecuencia directa del robo institucionalizado y la indiferencia política.

Cuando ese entendimiento se hizo conciencia, la historia cambió de manos. El poder, que durante años fue privilegio de unos pocos, volvió al pueblo, su verdadero dueño.

Así nació una nueva etapa: la era de la soberanía popular.

La llegada del presidente Nayib Bukele al poder en 2019 fue, en esencia, la expresión política del despertar de la conciencia ciudadana. No fue un fenómeno de marketing ni un accidente electoral, sino la culminación de un proceso de emancipación mental del pueblo salvadoreño. Por primera vez, la gente votó con memoria, con indignación y con dignidad.

Votó para romper las cadenas de una historia de abusos.

Votó para poner fin al ciclo de traiciones de ARENA y FMLN.

Votó para decir: “ya basta”.

Este cambio no fue solo político, sino cultural y moral. El pueblo aprendió a desconfiar de los discursos que antes lo adormecían. Aprendió a juzgar por los hechos, no por las palabras. Aprendió a mirar la realidad sin mediadores, sin traductores de la mentira.

Los medios de comunicación tradicionales, acostumbrados a dictar la “verdad oficial”, perdieron su poder de manipulación. La conciencia popular se volvió crítica, analítica y participativa. La política dejó de ser un espectáculo de los poderosos para convertirse en una construcción colectiva.

La nueva ciudadanía salvadoreña no es pasiva; observa, evalúa y exige.

Ya no se deja guiar por el miedo ni por los chantajes emocionales de la vieja política.

Los intentos de la oposición por manipular la opinión pública con campañas de terror, mentiras mediáticas o ataques personales contra el presidente fracasan una y otra vez, porque el pueblo ahora tiene criterio, porque aprendió a pensar por sí mismo.

Y un pueblo que piensa es invencible.

Este despertar también tiene una dimensión ética profunda. Durante décadas, la corrupción fue vista como algo “normal”. Robar desde el poder no se consideraba delito moral, sino habilidad política. Hoy, esa percepción ha cambiado radicalmente.

El ciudadano común siente orgullo cuando ve a corruptos tras las rejas, cuando ve que el dinero público se traduce en obras, cuando comprende que el Estado puede servir y no robar.

El orgullo nacional, tantas veces mancillado, se ha convertido en una nueva fuerza moral.

Por eso, defender el proyecto de transformación no es fanatismo, es defensa de la dignidad recuperada.

En este proceso de cambio, el pueblo ha demostrado una madurez política que desconcierta a los antiguos dueños del poder.

La gente ya no vota por ideología, sino por resultados. Ya no sigue consignas partidarias, sino causas nacionales. Ya no busca caudillos, sino líderes con ética. Esa es la verdadera revolución: el tránsito del servilismo político a la conciencia ciudadana.

Por eso, la oposición está perdida; no sabe cómo hablarle a un pueblo que ya no cree en sus viejas mentiras.

La conciencia colectiva que hoy florece en El Salvador es un ejemplo para toda América Latina. En un continente donde la política se ha degradado en espectáculo y corrupción, el pueblo salvadoreño ha mostrado que la verdadera revolución no comienza con fusiles, sino con pensamiento crítico, con moral y con unidad.

Ha demostrado que se puede transformar un país sin derramar sangre, sino con disciplina, trabajo y fe.

Ese es el nuevo rostro del patriotismo salvadoreño: un patriotismo sereno, inteligente y esperanzado.

La dignidad recuperada se expresa también en la manera en que el pueblo se percibe a sí mismo.

Antes, el salvadoreño se veía como víctima; ahora se ve como protagonista. Antes, pensaba que el cambio era imposible; hoy sabe que es real. Antes, pedía permiso; hoy exige respeto.

Ese cambio psicológico es la base del nuevo El Salvador: una sociedad que ya no espera salvadores, sino que actúa como sujeto histórico de su propio destino.

El despertar de la conciencia popular ha sido, además, una lección de ética cívica.

Demostró que cuando el pueblo se une bajo principios de justicia y verdad, puede destruir cualquier estructura de poder corrupto.

Demostró que la democracia verdadera no es votar cada cinco años, sino vigilar, participar y construir todos los días.

Demostró que la soberanía no se proclama, se ejerce. Y el pueblo salvadoreño la está ejerciendo.

Por eso, las elecciones de 2027 no serán una competencia electoral entre candidatos, sino una reafirmación del poder soberano del pueblo frente a la decadencia moral de la vieja política.

El pueblo no solo reelegirá a un presidente; reafirmará su derecho a decidir, su dignidad nacional y su deseo de continuar con el proceso de transformación.

Porque el verdadero protagonista de esta historia no es un partido, ni un gobierno, ni un líder individual: es el pueblo consciente que despertó y no volverá a dormirse jamás.

VI. LA OPOSICIÓN ANTE EL ESPEJO DE LA HISTORIA: DEL CINISMO AL OLVIDO POLÍTICO

La historia, aunque parezca indulgente, siempre cobra sus deudas. Y en El Salvador, el juicio histórico ha llegado con una claridad implacable: los partidos del pasado y sus nuevos herederos enfrentan hoy la factura moral de sus crímenes, de su cinismo y de su traición al pueblo.

Durante más de tres décadas se creyeron intocables; se sintieron dueños de la verdad, del poder y del destino nacional. Pero el espejo de la historia no miente: lo que hoy reflejan son rostros marchitos, voces vacías y nombres condenados al olvido.

ARENA y FMLN fueron, cada uno a su modo, instrumentos de dominación disfrazados de democracia. Mientras el primero sirvió fielmente a los intereses del gran capital, el segundo utilizó el discurso revolucionario para instalar una nueva oligarquía burocrática. Ambos compartieron la misma enfermedad moral: el desprecio al pueblo y el amor al dinero.

Su historia está escrita con las mismas palabras: corrupción, impunidad, saqueo, pactos con criminales, abandono social y desprecio a la verdad.

Durante años, manipularon los símbolos patrios y usurparon el lenguaje de la justicia para disfrazar su ambición.

Pero el tiempo reveló la podredumbre de su legado.

Hoy, cuando intentan resucitar con nuevos nombres y colores, lo que proyectan no es renovación, sino desesperación. Las encuestas los ubican en los márgenes, los jóvenes los rechazan, los pueblos los ignoran, y sus propios exmilitantes los abandonan.

Ya no inspiran respeto, sino lástima.

Su discurso se ha convertido en ruido de fondo, su presencia en política es apenas anecdótica, y su influencia social, irrelevante.

Su declive no es una conspiración, es una consecuencia natural del desprecio histórico hacia el pueblo que los sostuvo.

La oposición salvadoreña vive hoy un proceso de descomposición moral irreversible. No es capaz de una autocrítica honesta, ni de reconocer sus errores. Prefiere culpar al pueblo por haber despertado, antes que aceptar su propia ruina ética.

Esa arrogancia los mantiene atrapados en un círculo vicioso de odio, rencor y resentimiento. No son oposición porque tengan ideas distintas, sino porque no soportan ver al pueblo gobernándose sin ellos.

Les duele el progreso porque los deja en evidencia; les molesta la paz porque desmiente su narrativa del caos; les incomoda la prosperidad porque revela su mediocridad.

Y así, ladran no por convicción, sino por frustración.

En el espejo de la historia, cada vez que intentan hablar de democracia, el reflejo les devuelve imágenes de fraudes, pactos y represión; cada vez que mencionan la palabra justicia, la historia les recuerda los sobresueldos, las comisiones y los ministerios saqueados; cada vez que pronuncian la palabra libertad, aparecen los miles de jóvenes asesinados bajo su negligencia.

No pueden escapar de su pasado, porque ese pasado no está muerto: vive en la memoria colectiva del pueblo salvadoreño.

El juicio de la historia no se dicta en tribunales, sino en la conciencia de los pueblos. Y el veredicto ya fue pronunciado: culpables.

Culpables de haber robado la esperanza, culpables de haber destruido la confianza, culpables de haber vendido la patria a cambio de privilegios personales.

Hoy, el pueblo ya no los escucha; los observa con desprecio y los recuerda solo como una advertencia de lo que jamás debe volver a ocurrir.

Esa es su condena más dura: el olvido político, precedido por la vergüenza moral.

Frente a ellos, el nuevo proyecto nacional encarna exactamente lo contrario: transparencia, eficacia y dignidad.

Mientras la vieja política se consume en discursos, el nuevo Estado construye hospitales, escuelas, carreteras, y restituye la seguridad ciudadana.

Mientras ellos fabrican ataques y difamaciones, el gobierno trabaja, produce y transforma.

Por eso, el contraste no es solo político, sino civilizatorio: el pasado simboliza el caos; el presente, la reconstrucción moral del país.

La oposición no ha entendido que su tiempo ya terminó. Que la historia no retrocede. Que el pueblo no olvida.

Su intento por volver al poder es tan absurdo como pretender que el sol se apague porque a ellos no les gusta su luz. Y es que el pueblo salvadoreño, después de décadas de oscuridad, ya aprendió a reconocer la claridad.

Ya no se dejará engañar por discursos importados ni por los mercenarios mediáticos que hoy intentan lavar la imagen de los corruptos. La conciencia colectiva es ahora el muro que los separa del poder para siempre.

De aquí en adelante, solo quedará de ellos la memoria del fracaso.

Sus nombres aparecerán en los libros de historia no como líderes, sino como advertencias.

Serán recordados como los políticos que tuvieron en sus manos el destino de un pueblo noble y lo traicionaron.

El olvido político es la tumba más silenciosa, pero también la más justa: a ella van los que se burlaron de la confianza del pueblo, los que creyeron que gobernar era saquear, los que confundieron la astucia con la inteligencia, el poder con la impunidad.

El espejo de la historia es implacable: no refleja propaganda, refleja verdad.

Y en ese espejo, la oposición salvadoreña ya no ve futuro. Ve su ruina, su vacío y su culpa.

El pueblo sigue caminando, con la frente en alto, hacia un destino nuevo, mientras los fantasmas del pasado se disuelven en la oscuridad del olvido.

CONCLUSIÓN GENERAL

El escenario político salvadoreño de cara a las elecciones de 2027 no es simplemente un proceso electoral más, sino un juicio histórico entre dos modelos de país: uno que representa el pasado corrupto y decadente de las viejas élites políticas, y otro que encarna la transformación, la ética y la dignidad nacional. En este contexto, el liderazgo del presidente Nayib Bukele emerge no como producto de la casualidad, sino como la respuesta orgánica de un pueblo cansado del engaño y deseoso de construir su propio destino.

El pueblo salvadoreño ha recorrido un largo camino desde las sombras de la manipulación hasta la claridad de la conciencia política. Durante décadas, fue víctima de la mentira institucionalizada, de la corrupción sistemática y de la traición de quienes decían representarlo. Pero su paciencia se agotó. Y cuando decidió despertar, lo hizo con una fuerza moral que cambió para siempre la historia del país.

El voto de 2019 no fue una simple preferencia electoral: fue un acto de justicia histórica, una declaración colectiva de independencia contra los verdugos del pasado.

En la actualidad, los viejos partidos —ARENA, FMLN y sus derivados reciclados como VAMOS— representan el epílogo de una época oscura. Carecen de proyecto, de ética, de visión y de liderazgo. Intentan sobrevivir disfrazándose de “nuevas opciones”, pero el pueblo ya los conoce, ya los probó y los condenó.

Su presencia en la vida pública no obedece a la fuerza de las ideas, sino al miedo a desaparecer completamente.

El problema de la oposición no es la falta de recursos, sino la falta de moral. No es la ausencia de estrategias, sino la ausencia de propósito.

En contraposición, el proyecto del presidente Bukele simboliza un cambio civilizatorio: el paso de la política de la mentira a la política de la obra, del discurso vacío a la evidencia concreta, de la corrupción a la transparencia, del servilismo a la soberanía.

Su gobierno ha instaurado un nuevo paradigma político donde la ética se convierte en bandera y la acción en argumento.

Esa coherencia entre palabra y hecho ha devuelto al pueblo la fe en la política, la autoestima colectiva y la confianza en su propio poder.

Por primera vez, El Salvador ha dejado de ser el país de las promesas incumplidas para convertirse en el país de las realidades construidas.

Este proceso, sin embargo, no es únicamente político. Es moral, educativo y cultural.

Ha enseñado que el poder no se hereda, se merece; que la autoridad no se impone, se gana; que la democracia no se mendiga, se ejerce; y que la libertad no consiste en elegir entre los mismos corruptos de siempre, sino en tener el valor de decir “no más”.

El Salvador vive hoy su momento de madurez histórica.

Ya no necesita tutores ni intermediarios: se gobierna a sí mismo.

La oposición, atrapada en su arrogancia, se mira en el espejo de la historia y no se reconoce. Ve un rostro envejecido por la mentira y la traición.

Mientras tanto, el pueblo camina con paso firme hacia el futuro, consciente de que el cambio no puede depender solo de un líder, sino de la continuidad de un proyecto ético y colectivo.

Porque el verdadero triunfo del pueblo no será solo reelegir a un presidente, sino consolidar un modelo de país donde la corrupción sea imposible, donde la justicia no sea privilegio, donde la política sea sinónimo de servicio y no de saqueo.

La historia es clara: los pueblos que despiertan no vuelven a dormirse.

Y el pueblo salvadoreño, después de décadas de oscuridad, ha aprendido a ver.

Ya no cree en los discursos del miedo ni en las lágrimas falsas de los corruptos arrepentidos.

Sabe que el poder le pertenece, que su voz pesa y que su voto tiene valor.

Por eso, ningún intento de manipulación podrá detener este proceso histórico de transformación.

En definitiva, el escenario electoral de 2027 será la confirmación de una verdad que ya es evidente: El Salvador ha cambiado.

El viejo orden político ha muerto y el nuevo país está naciendo sobre bases de dignidad, trabajo y soberanía.

El liderazgo de Nayib Bukele es solo el rostro visible de una revolución silenciosa que comenzó en la conciencia del pueblo.

Una revolución ética que no destruye, sino que construye una nueva historia nacional basada en la verdad, la justicia y el amor por la patria.

REFLEXIÓN FINAL

Toda transformación auténtica nace primero en la conciencia. Los pueblos cambian su destino solo cuando logran romper con la mentira, con la resignación y con el miedo. Eso es exactamente lo que ha sucedido en El Salvador.

Después de décadas de oscuridad política, de manipulación mediática y de saqueo institucional, el pueblo decidió pensar, juzgar y actuar por sí mismo. Despertó. Y ese despertar no tiene marcha atrás.

Hoy, más que un cambio de gobierno, vivimos una revolución moral: una refundación de la relación entre el ciudadano y el Estado, entre la palabra y la verdad, entre el poder y la ética. Por primera vez en mucho tiempo, el salvadoreño se siente dueño de su historia, protagonista de su presente y constructor de su futuro.

Ese es el triunfo más grande de todos: haber recuperado la dignidad, haber descubierto que la esperanza no depende de los poderosos, sino de la voluntad colectiva.

Este nuevo ciclo histórico no está exento de desafíos. Las fuerzas del pasado aún respiran, disfrazadas de crítica, de falsa independencia o de supuesta neutralidad. Pero carecen de alma y de sentido.

El país de hoy ya no se alimenta de discursos, sino de hechos. Ya no se sostiene en ideologías importadas, sino en la verdad construida desde el pueblo.

Esa es la base de la nueva identidad nacional: una conciencia despierta, una ética pública y una voluntad de servicio.

Cada obra pública, cada reforma, cada acto de justicia simboliza no solo una gestión eficiente, sino una lección de civismo, una enseñanza moral para las nuevas generaciones.

El cambio político más profundo no ocurre en los palacios, sino en las mentes. Cuando la gente deja de aceptar la corrupción como normal y empieza a exigir honestidad como regla, la historia da un giro irreversible.

Y eso es lo que ha sucedido: el pueblo ha aprendido que la libertad no se pide, se ejerce; que la patria no se declama, se construye; que la soberanía no se firma, se defiende.

El Salvador vive, por fin, una era donde la ética se convierte en praxis, y donde el servicio público vuelve a tener sentido.

En medio del ruido de la oposición, que intenta revivir lo que ya está muerto, se alza una verdad luminosa: el país avanza, el pueblo camina y la historia se renueva.

No se trata de fanatismo ni de idolatría, sino de gratitud y conciencia. El pueblo reconoce a quien cumple, a quien respeta, a quien sirve. Y en esa relación de respeto mutuo se funda la verdadera democracia.

El reto de los próximos años no será derrotar a la oposición —porque ya está derrotada moralmente—, sino consolidar la cultura del mérito, del trabajo y de la transparencia.

El futuro de El Salvador no depende de slogans, sino de la educación, de la ética y del pensamiento crítico de sus ciudadanos.

Cada escuela, cada hospital, cada obra debe convertirse en una semilla de conciencia y en una prueba viva de que la política puede ser decente cuando el poder se usa con amor al pueblo.

Cuando dentro de algunos años las nuevas generaciones miren hacia atrás, comprenderán que hubo un momento en que la historia cambió de rumbo. Que un pueblo cansado del desprecio decidió levantarse. Que una nación que fue burlada durante décadas encontró la fuerza para decir “ya basta”.

Y que, en medio de esa transformación, emergió un liderazgo que encarnó la dignidad de todos.

No será recordado solo un presidente, sino una generación que se negó a seguir viviendo de rodillas.

El espejo del futuro mostrará a un país más consciente, más justo y más libre. Y en ese reflejo quedará grabada una verdad profunda:

que el poder, cuando nace del amor al pueblo, se convierte en justicia; que la política, cuando se fundamenta en la ética, se convierte en esperanza; y que la historia, cuando se escribe con conciencia, se convierte en patrimonio moral de una nación despierta. El Salvador ha despertado. Y cuando un pueblo despierta, no hay fuerza que pueda volver a dormirlo.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.

1.       Acemoglu, D., & Robinson, J. A. (2012). Why nations fail: The origins of power, prosperity, and poverty. Crown.

2.       Arendt, H. (2003). Responsabilidad y juicio (M. T. López, Trad.). Paidós.

3.       Bunge, M. (2006). Ética y ciencia. Siglo XXI.

4.       Bunge, M. (2013). La ciencia, su método y su filosofía. Editorial Laetoli.

5.       Constitución de la República de El Salvador. (1983, con reformas). Asamblea Legislativa de El Salvador.

6.       Dahl, R. A. (1998). On democracy. Yale University Press.

7.       Freire, P. (2005). Pedagogía del oprimido (30.ª ed.). Siglo XXI.

8.       Gawdat, M. (2021). Scary smart: The future of artificial intelligence and how you can save our world. Bluebird.

9.       Innerarity, D. (2020). La sociedad del desconocimiento. Galaxia Gutenberg.

10.    Kosík, K. (2011). Dialéctica de lo concreto (14.ª ed.). Grijalbo.

11.    Levitsky, S., & Ziblatt, D. (2018). How democracies die. Crown.

12.    O’Donnell, G. (1994). Delegative democracy. Journal of Democracy, 5(1), 55–69. https://doi.org/10.1353/jod.1994.0010

13.    Rawls, J. (1999). A theory of justice (Rev. ed.). Harvard University Press.

14.    Sen, A. (1999). Development as freedom. Oxford University Press.

15.    Sennet, R. (2012). Juntos: Rituales, placeres y políticas de cooperación. Anagrama.

16.    Transparency International. (2024). Corruption Perceptions Index 2024. Transparency International. https://www.transparency.org

17.    United Nations Development Programme (UNDP). (2024). Human Development Report 2023/2024. UNDP. https://hdr.undp.org

18.    Weber, M. (2004). La política como vocación (6.ª ed.). Alianza.

19.    World Bank. (2023). Worldwide Governance Indicators (WGI). The World Bank Group. https://info.worldbank.org/governance/wgi/

 

                                           SAN SALVADOR, 1 DE NOVIEMBRE DE 2025

No hay comentarios:

Publicar un comentario