sábado, 1 de noviembre de 2025



 “EL CAPITALISMO: ROSTRO INVISIBLE DE LA ESCLAVITUD MODERNA

MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

Hablar del capitalismo no es hablar solo de un sistema económico, sino de una estructura civilizatoria que ha moldeado las conciencias, los valores y las relaciones humanas durante más de cinco siglos. Desde su gestación en los albores del siglo XV hasta su consolidación global en el siglo XXI, el capitalismo se ha presentado como sinónimo de progreso, libertad y modernidad. Sin embargo, bajo esa retórica de prosperidad se oculta una de las realidades más crueles de la historia: la transformación del ser humano en mercancía, la institucionalización del egoísmo y la normalización del sufrimiento ajeno.

Tal como lo denuncia Gilles Perrault (1998) en El libro negro del capitalismo, este sistema no promete felicidad, no propone ideales de justicia ni bienestar: simplemente existe y actúa con una frialdad mecánica, reduciendo todo —incluso la vida— al cálculo del beneficio inmediato.

El capitalismo ha logrado lo que ninguna tiranía antigua consiguió: esclavizar al mundo sin recurrir a cadenas visibles. Su dominio no necesita verdugos uniformados ni imperios coloniales formales, porque opera en la mente, en los hábitos y en la cultura de consumo. Es una esclavitud dulcificada por la ilusión de libertad.

 Perrault lo llama “un asesino sin rostro”, pues no se puede identificar en un rey, un dictador o un ejército, sino en índices bursátiles, tasas de interés y corporaciones sin nombre (Perrault, 1998). Este anonimato lo convierte en un poder impune, un sistema que destruye sin parecer responsable de nada. Su gran triunfo ha sido convencernos de que no existe alternativa, de que toda crítica es una nostalgia arcaica o un sueño imposible.

A diferencia de los antiguos sistemas esclavistas, que imponían su autoridad mediante la fuerza física, el capitalismo moderno esclaviza a través de la necesidad, la deuda y la dependencia. En nombre de la libertad, somete a pueblos enteros a las reglas de un mercado global que solo beneficia a una minoría. Maurice Cury (1998), en su texto El liberalismo totalitario, advierte que vivimos bajo un régimen que ha convertido la libertad en mercancía y la democracia en espectáculo. Los medios de comunicación —controlados por grandes consorcios financieros— repiten sin descanso que no hay otro modelo posible, y mientras tanto, millones de seres humanos son expulsados del trabajo, del bienestar y de la dignidad.

Detrás de las vitrinas del capitalismo moderno —sus rascacielos, sus corporaciones tecnológicas y sus plataformas digitales— se esconden las mismas raíces de siempre: la esclavitud, la guerra, la explotación colonial y la sangre de los pueblos pobres. Jean Suret-Canale (1998), al estudiar los orígenes del capitalismo entre los siglos XV y XIX, demuestra que la llamada “acumulación primitiva” no fue un proceso natural ni resultado de la inteligencia comercial europea, sino un gigantesco crimen histórico que incluyó la expropiación de los campesinos europeos, el genocidio de los pueblos originarios de América y el secuestro de más de quince millones de africanos para trabajar como esclavos en las plantaciones. De ese océano de sufrimiento nació la riqueza de Europa y Estados Unidos, riqueza que aún hoy sostiene su poder político y financiero.

El capitalismo es, por tanto, una continuidad del colonialismo, con nuevos instrumentos de dominación. Ya no se imponen cadenas, sino créditos, tratados, deudas y mercados. El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y las grandes corporaciones transnacionales son los nuevos amos de la servidumbre global. Mientras algunos países acumulan riquezas imposibles de gastar, otros son condenados a pagar intereses eternos por préstamos que nunca disfrutaron.

Las fábricas que esclavizaron a los obreros europeos en el siglo XIX se han trasladado a Asia y América Latina, donde niños y mujeres trabajan por salarios miserables para producir lo que el Norte llama “progreso”.

Gilles Perrault, con una lucidez casi profética, plantea que el capitalismo no ha perdido su esencia criminal, sino que la ha perfeccionado. Antes asesinaba con látigos, ahora lo hace con hambre y desesperanza. Antes saqueaba colonias, hoy saquea conciencias. Antes esclavizaba cuerpos, ahora esclaviza mentes. En ambos casos, el resultado es el mismo: una humanidad dividida entre amos y siervos, entre los que consumen y los que son consumidos.

Este ensayo busca, por tanto, releer críticamente las denuncias de Perrault, Cury y Suret-Canale, no como testimonios del pasado, sino como advertencias vigentes en un siglo XXI que repite los mismos vicios con tecnologías más sofisticadas. A lo largo de los siguientes apartados se examinarán las distintas fases del capitalismo: su hipocresía moral, su falsa libertad liberal, su historia de sangre y su rostro actual de servidumbre global. No se trata solo de una crítica económica, sino de una defensa radical de la dignidad humana, la cual ha sido degradada hasta convertirse en valor de cambio.

Denunciar el capitalismo no es un gesto ideológico; es un deber ético. Porque mientras haya un niño esclavizado en una mina africana, un campesino desplazado por el agronegocio o una madre explotada en una maquila latinoamericana, la palabra “libertad” seguirá siendo una mentira pronunciada por los poderosos. Este ensayo, siguiendo la voz de Perrault (1998), pretende levantar esa antorcha que aún sostienen las manos de los pueblos oprimidos. Una antorcha que, cuando se una en todas las manos, será capaz de incendiar el mundo de la injusticia para alumbrar un nuevo horizonte de humanidad.

 

 

I. LA HIPOCRESÍA MORAL DEL SISTEMA CAPITALISTA

El capitalismo se presenta ante el mundo como el guardián de la libertad, el progreso y la civilización. Se disfraza de promotor de los derechos humanos, del libre mercado y de la democracia, pero en su esencia más profunda actúa como una maquinaria de dominación y despojo. Gilles Perrault (1998) lo define como un sistema que “no promete la felicidad, solo existe para producir ganancias”.

 Esa es su gran astucia: no ofrece una utopía que pueda ser traicionada ni un ideal que pueda ser incumplido. Simplemente funciona, aplastando, consumiendo y deshumanizando, sin asumir jamás la responsabilidad de sus consecuencias.

Mientras los imperios antiguos imponían su poder con ejércitos, el capitalismo lo hace mediante la fascinación y la indiferencia. Sus crímenes son invisibles, porque el dolor ajeno se disfraza de estadísticas. Los muertos por hambre, las víctimas de la explotación laboral o las guerras por petróleo no aparecen como tragedias humanas, sino como “externalidades del sistema”. El capitalismo se absuelve a sí mismo de toda culpa: si alguien fracasa, es porque “no se esforzó lo suficiente”. Así, la pobreza se convierte en delito y la riqueza en virtud. Esta es su moral invertida, donde el sufrimiento se justifica como “daño colateral del progreso”.

En esta hipocresía radica su fuerza. Nadie puede acusarlo de traición porque nunca prometió justicia; nadie puede demandarle humanidad porque no reconoce a los hombres como fines, sino como medios. Como señala Cury (1998), el capitalismo ha sustituido las antiguas religiones por una nueva fe: la del mercado. En ella, los dioses son las corporaciones, los templos son los centros comerciales, los sacerdotes son los economistas, y los sacrificios son millones de vidas entregadas al altar del consumo. La moral capitalista se mide en cifras, no en valores: “si da ganancia, es bueno; si no produce, es inútil”.

Lo más perverso de este sistema es que ha logrado convencer a los oprimidos de que son libres. A los trabajadores les llama “colaboradores”; a los explotados, “emprendedores”; a los pobres, “consumidores potenciales”. Les concede una libertad vacía, la libertad de elegir entre marcas, no entre destinos. En nombre del libre mercado, se privatizan los recursos naturales, la educación, la salud y hasta la esperanza. Todo puede ser comprado, incluso la conciencia. Y todo puede ser vendido, incluso el futuro de las nuevas generaciones.

Gilles Perrault (1998) advierte que esta hipocresía es el crimen perfecto: el capitalismo no necesita justificar sus males, porque ha convencido al mundo de que “no hay alternativa”. Su fuerza está en su capacidad de mutar: cambia de nombre, de rostro, de bandera, pero conserva intacto su núcleo depredador. Lo que ayer se llamó colonialismo, hoy se llama globalización. Lo que antes fue esclavitud, hoy es “flexibilidad laboral”. Lo que antes fue saqueo, hoy se disfraza de “inversión extranjera”.

Esta perversión moral tiene una raíz profunda: la deshumanización. Cuando todo se mide en función del beneficio, el ser humano deja de tener valor intrínseco. Ya no importa su dignidad, su dolor o su cultura. Lo único relevante es su utilidad. El capitalismo ha convertido al mundo en un inmenso mercado donde todo puede ser reemplazado: la vida por dinero, la conciencia por publicidad, la verdad por espectáculo. De ahí que Perrault denuncie que “el capitalismo se interesa por la mercancía, no por el hombre”.

Esa lógica mercantil se ha infiltrado incluso en los espacios más sagrados de la existencia: el arte, la educación, la religión y el amor. Todo ha sido transformado en producto. El conocimiento ya no se busca por sabiduría, sino por rentabilidad; el arte ya no se crea por belleza, sino por marketing; y la educación se concibe como inversión individual, no como derecho colectivo. De esta manera, el capitalismo ha logrado colonizar no solo los cuerpos, sino también las almas.

Lo más trágico es que esta estructura moral se ha naturalizado. El sistema ha logrado lo que ninguna ideología previa consiguió: convencer a las víctimas de su culpabilidad. El pobre se siente responsable de su miseria, el desempleado de su fracaso, el país dependiente de su deuda. La dominación se interioriza, y la crítica se convierte en un acto subversivo. En lugar de rebelarse, los pueblos compiten entre sí, luchando por integrarse al mismo sistema que los destruye.

Por eso, cuando se habla del capitalismo como “el estado natural de la humanidad”, se está repitiendo una mentira peligrosa. La humanidad no nació para la codicia, sino para la cooperación. No nació para el lucro, sino para la vida compartida. El capitalismo ha secuestrado la idea misma de progreso, haciéndonos creer que acumular es avanzar y que producir más es vivir mejor. Sin embargo, ¿qué tipo de progreso es aquel que deja millones de excluidos, que devasta la naturaleza y que convierte la dignidad en un privilegio?

La respuesta está en su propia moral hipócrita: el capitalismo no mide el bienestar en términos humanos, sino contables. Como ironiza Perrault (1998), “los únicos balances válidos son los financieros”. Y mientras las cifras suben en las bolsas de valores, millones de seres humanos descienden en los niveles de hambre, ignorancia y desesperación.

En suma, la hipocresía moral del capitalismo consiste en presentarse como salvador de la humanidad mientras la reduce a simple engranaje de una maquinaria insaciable. Su verdadero rostro no es el del progreso, sino el del saqueo; no es el de la libertad, sino el de la servidumbre; no es el de la justicia, sino el de la indiferencia. Detrás de cada producto, de cada banco y de cada corporación se ocultan siglos de sangre, de sudor y de lágrimas humanas convertidas en dividendos. Esa es la gran verdad que la ideología del mercado pretende silenciar.

 

II. EL LIBERALISMO TOTALITARIO: LIBERTAD PARA LOS PODEROSOS

El capitalismo moderno se esconde detrás de una palabra seductora y ambigua: liberalismo. Desde los siglos XVIII y XIX, el término “liberal” se ha asociado con la libertad individual, el derecho a la propiedad y la iniciativa personal. Sin embargo, lo que en apariencia parece una doctrina humanista se ha convertido en el instrumento ideológico más eficaz del dominio capitalista. El liberalismo, que prometía liberar al ser humano de los reyes y de los dogmas, terminó sometiéndolo a un nuevo tirano: el mercado.
Como lo señala Maurice Cury (1998), vivimos en un “liberalismo totalitario”, un sistema que predica la libertad para los poderosos y la competencia para los débiles, que deja abierta la puerta del mundo a los ricos mientras la cierra para los pobres.

Bajo el discurso de la libertad, el liberalismo ha instaurado la esclavitud del consumo, la servidumbre financiera y la dependencia tecnológica. Su gran triunfo radica en haber convencido a las masas de que no hay mejor mundo posible. Se proclama defensor de la “libertad de expresión”, pero esa libertad está vigilada y controlada por los mismos medios que difunden el pensamiento único. Las grandes cadenas de televisión, los periódicos y las plataformas digitales pertenecen a conglomerados económicos que dictan qué se debe pensar, qué se debe consumir y hasta qué se debe sentir. En apariencia, hay pluralidad; en realidad, hay uniformidad ideológica.

El liberalismo totalitario no necesita censurar directamente. Le basta con invisibilizar. Las voces críticas no son prohibidas, pero sí desplazadas a los márgenes, sin micrófono ni espacio mediático. Los intelectuales independientes, los obreros organizados o los pueblos que se rebelan contra las imposiciones económicas son tachados de “radicales”, “retrógrados” o “enemigos de la democracia”. La libertad se ha vuelto un privilegio del capital, no un derecho del ciudadano. Como afirma Cury (1998), la libertad proclamada por el capitalismo solo existe “para quien tiene los medios de ejercerla”.

En nombre del libre comercio, las corporaciones han colonizado al planeta entero. El liberalismo abrió las fronteras, pero no para las personas, sino para el dinero. Las mercancías viajan sin pasaporte; los pobres mueren en las fronteras. Los tratados económicos, como el NAFTA o los acuerdos multilaterales de inversión, son las nuevas cadenas que atan a los países en desarrollo. La soberanía de los pueblos ha sido reemplazada por los intereses de las transnacionales. En palabras de Perrault (1998), “el capitalismo está en todas partes y en ninguna”, porque su poder no reside en los ejércitos, sino en los contratos, las deudas y los flujos financieros.

El liberalismo totalitario se disfraza de modernidad, pero su esencia es la desigualdad. Promueve la competencia como virtud universal, sabiendo que no todos compiten en igualdad de condiciones. Al igual que en una carrera amañada, algunos parten desde la meta mientras otros nacen encadenados. La libertad del empresario de explotar, despedir o especular se impone sobre la libertad del trabajador de vivir con dignidad. Así, la economía de mercado se convierte en una selva donde sobrevive el más fuerte, y donde la solidaridad es vista como debilidad.

La “mano invisible” de Adam Smith, que debía armonizar los intereses individuales, se ha transformado en una mano de hierro que oprime a los débiles. La teoría del libre mercado —en su versión neoliberal contemporánea— ha vaciado de sentido palabras como justicia, equidad o fraternidad. Cuando los gobiernos intentan proteger a los más pobres, son acusados de “intervencionistas”; cuando rescatan bancos o corporaciones, se les aplaude como “pragmáticos”. Esta doble moral es el sello distintivo del liberalismo totalitario.

Su dominio no se limita a la economía: invade la cultura, la educación y la vida cotidiana. El pensamiento neoliberal ha colonizado el lenguaje. Ya no se habla de ciudadanos, sino de “clientes”; no de derechos, sino de “servicios”; no de comunidad, sino de “mercado”. Los valores colectivos han sido reemplazados por la lógica del beneficio personal. Incluso la educación ha sido transformada en un negocio. Las universidades se privatizan, los conocimientos se patentan, y el saber se vende como mercancía. En ese contexto, la libertad de pensamiento se convierte en un lujo que solo algunos pueden pagar.

Perrault (1998) afirma que esta es la nueva forma de dominación mundial: el liberalismo no impone cárceles, impone deseos. Es una tiranía amable que no obliga a obedecer, sino que enseña a desear lo que conviene al sistema. Los pueblos ya no necesitan ser oprimidos con armas, porque son controlados por el consumo, la deuda y la información manipulada. Se ha pasado de la esclavitud física a la esclavitud psicológica. La mente humana se ha convertido en el nuevo campo de batalla.

El liberalismo totalitario también ha deformado el sentido de la democracia. Hoy, votar no es elegir, es legitimar. Los gobiernos, aunque formalmente electos, actúan bajo las órdenes de los mercados internacionales. Las políticas públicas se diseñan en función de los intereses financieros, no de las necesidades sociales. Y cuando un pueblo elige un camino distinto —como ha ocurrido en América Latina o África—, inmediatamente se le bloquea, se le sanciona o se le golpea. La “defensa de la libertad” se usa entonces como excusa para justificar golpes de Estado, guerras o intervenciones humanitarias.

Así, la libertad se ha transformado en un producto de exportación. Los Estados Unidos y las potencias occidentales se autoproclaman defensores de los derechos humanos mientras financian dictaduras, guerras y bloqueos. La libertad que promueven no es la libertad de los pueblos, sino la libertad del capital para moverse sin obstáculos. Esa libertad —la del dinero— ha sido elevada a dogma. Y quien la cuestione, se convierte en enemigo.

El liberalismo totalitario, al igual que las religiones de antaño, promete salvación a cambio de obediencia. Pero la salvación que ofrece es ilusoria: consumir más, competir más, producir más. No se trata de vivir mejor, sino de vivir para el mercado. Este nuevo dios invisible se alimenta del trabajo humano, del dolor de los pueblos pobres y de la destrucción del planeta. Su credo es el lucro; su mandamiento, la indiferencia.

Frente a esta realidad, la crítica no es un lujo intelectual, sino un acto de resistencia moral. Es necesario desenmascarar el discurso liberal que predica libertad mientras impone servidumbre. Como afirma Cury (1998), “la libertad del capitalismo no consiste en liberar al hombre, sino en liberarse del hombre”. Esta frase resume toda la perversión de un sistema que, en nombre de la libertad, ha perfeccionado la esclavitud.

III. LA FÁBRICA MUNDIAL DE LA POBREZA

Si el capitalismo se autoproclama como el sistema más eficiente de la historia, es necesario preguntar: ¿eficiente para quién? ¿Para los pueblos, o para los consorcios que los explotan? Bajo el espejismo de la productividad, el capitalismo contemporáneo ha construido una maquinaria global donde la pobreza no es un accidente, sino una condición necesaria para su funcionamiento. Como sostiene Maurice Cury (1998), “el capitalismo produce riqueza en un extremo y miseria en el otro”, y ese desequilibrio no es una falla del sistema, sino su esencia misma. Cuantos más millonarios aparecen, más millones de pobres son necesarios para sostener su fortuna.

El mito del progreso económico ha servido como cortina de humo para encubrir una verdad incómoda: el capitalismo no busca el bienestar general, sino el beneficio de una minoría. Desde los tiempos de la Revolución Industrial, las grandes potencias se han enriquecido a costa de la explotación brutal de las mayorías trabajadoras. La automatización, la miniaturización y la informatización —símbolos del mundo moderno— no han traído justicia ni equilibrio, sino desempleo masivo y precarización. Cada avance tecnológico que promete liberar al hombre del trabajo lo condena, paradójicamente, a ser innecesario.

Maurice Cury (1998) lo explica con precisión: el capitalismo moderno expulsa al obrero de la fábrica, al campesino de la tierra y al joven del futuro. Los pequeños productores desaparecen devorados por las grandes corporaciones; los artesanos son reemplazados por máquinas; y las comunidades rurales, obligadas a emigrar, engrosan los cinturones de miseria de las ciudades. La lógica capitalista no es distribuir el trabajo, sino concentrar la riqueza. Por eso, mientras las ganancias empresariales alcanzan cifras récord, millones de personas sobreviven en condiciones de esclavitud encubierta.

Los datos que cita Cury en El libro negro del capitalismo son tan contundentes como actuales: cerca de veinte millones de desempleados en Europa en los años noventa, millones de niños trabajadores en Asia y América Latina, y decenas de millones de personas viviendo en las calles de los países más “desarrollados”. En Estados Unidos, el supuesto paraíso del libre mercado, más de treinta millones de habitantes vivían —ya entonces— bajo el umbral de pobreza. Hoy, a comienzos del siglo XXI, esas cifras se han multiplicado. El capitalismo ha logrado un fenómeno inédito: la coexistencia de la abundancia y la miseria en un mismo territorio.

El sistema se presenta como “creador de empleo”, pero en realidad produce empleos sin derechos, sin estabilidad y sin futuro. El trabajo ha perdido su dignidad para convertirse en un privilegio precario. Las empresas exigen productividad, pero no ofrecen seguridad; reclaman sacrificios, pero no reconocen humanidad. El trabajador moderno, endeudado, estresado y sometido a ritmos inhumanos, es el nuevo esclavo del siglo XXI. Ya no lleva cadenas, pero carga hipotecas, préstamos y tarjetas de crédito que lo atan con más fuerza que el hierro.

Lo más perverso es que el capitalismo culpa al propio pobre de su pobreza. Le dice que si no progresa es porque no se esfuerza lo suficiente, porque no emprende, porque no sabe venderse. Así, convierte la injusticia estructural en fracaso individual. El pobre no es una víctima del sistema, sino su responsable. Esta estrategia psicológica neutraliza la rebeldía: el explotado se avergüenza de su condición y el explotador se siente inocente. Como advierte Perrault (1998), “la miseria no es una catástrofe natural, sino una producción social planificada”.

La llamada “mano invisible” del mercado, lejos de equilibrar la economía, ha creado una fábrica global de pobreza, donde la vida humana se devalúa tanto como una moneda en crisis. En esta fábrica no hay obreros estables, sino descartables; no hay comunidades, sino consumidores; no hay derechos, sino contratos temporales. Y lo más grave: no hay límites. Los mismos mecanismos que empobrecen al Sur terminan destruyendo también al Norte. Los trabajadores de Europa y Estados Unidos, que creyeron estar protegidos, ahora sufren las mismas consecuencias que los pueblos que antes despreciaban: desempleo, hambre, violencia y desesperanza.

Este proceso no es casual. El capitalismo global ha trasladado sus centros de producción a los países más pobres, donde puede pagar salarios de miseria y destruir el medio ambiente sin consecuencias. La deslocalización industrial ha convertido a Asia, África y América Latina en talleres de esclavos modernos. En ellos, millones de niños y mujeres trabajan más de doce horas diarias por menos de un dólar. Se produce ropa, tecnología, alimentos y medicinas que jamás podrán comprar. La nueva división internacional del trabajo no es económica: es moral. Unos producen pobreza, otros la consumen.

Los organismos internacionales —el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio— actúan como los nuevos capataces del sistema. Imponen políticas de ajuste estructural, reducen los presupuestos sociales, destruyen la soberanía alimentaria y exigen la privatización de los bienes públicos. En nombre de la “competitividad”, obligan a los países pobres a recortar salarios, eliminar subsidios y abrir sus mercados. El resultado es un círculo infernal: cuanto más obedecen, más se endeudan; cuanto más se endeudan, más se someten. Así se perpetúa la esclavitud financiera que Marx había anticipado como forma moderna del colonialismo.

En su fase actual, el capitalismo ha sustituido la explotación visible por una explotación invisible, pero más profunda. El obrero del siglo XIX sabía que era esclavo; el trabajador del siglo XXI cree que es libre. La pobreza ya no se impone con látigos, sino con algoritmos, deudas y falsas esperanzas. Las fábricas ya no están cercadas por muros, sino por la necesidad. Y mientras tanto, los grandes medios de comunicación celebran cada aumento del Producto Interno Bruto como si fuera una victoria moral, aunque millones mueran de hambre o vivan sin techo.

Esta “fábrica mundial de la pobreza” produce tres tipos de seres humanos: los que mandan, los que obedecen y los que sobran. Los primeros son los dueños del capital y del conocimiento; los segundos son los asalariados que mantienen la estructura; y los terceros, los excluidos, los que el sistema considera desechables. Perrault (1998) advierte que la humanidad se encamina hacia una división brutal entre una minoría de privilegiados y una mayoría de descartados. Esta situación no es solo económica, sino moral: un mundo que acepta que millones mueran de hambre mientras se desperdician toneladas de alimentos ha perdido toda noción de humanidad.

Por eso, hablar de pobreza en el capitalismo no es hablar de una “situación social”, sino de una estrategia económica. La pobreza es la materia prima del sistema: sin pobres no hay mano de obra barata, no hay consumo aspiracional, no hay obediencia. El capitalismo necesita mantener viva la miseria para garantizar su supervivencia. Por eso, no la elimina; la administra.

En conclusión, la fábrica mundial de la pobreza es el corazón del capitalismo contemporáneo. No es un accidente del progreso, sino su condición de posibilidad. Cuanto más avanza la tecnología, más retrocede la justicia. Cuanto más crecen los mercados, más se achica la esperanza. La humanidad vive bajo una paradoja: producimos abundancia, pero cosechamos miseria; multiplicamos la riqueza, pero dividimos la dignidad. Esa contradicción no es un error: es el rostro verdadero de un sistema que necesita pobres para que unos pocos puedan llamarse ricos.

IV. COLONIALISMO, SANGRE Y DINERO

El capitalismo no nació del ingenio ni del trabajo virtuoso de unos pocos hombres civilizados, sino del saqueo sistemático, la esclavitud y la sangre derramada de millones. Detrás de cada lingote de oro acumulado en Europa hay una historia de exterminio; detrás de cada banco o imperio industrial, un océano de cadáveres. Jean Suret-Canale (1998), en su análisis de los siglos XV al XIX, demuestra que la llamada “acumulación primitiva del capital” fue en realidad una gigantesca operación de despojo mundial. Europa no se enriqueció por su talento, sino por su violencia. Las potencias coloniales construyeron su prosperidad sobre los cuerpos mutilados de los pueblos de América, África y Asia.

Karl Marx (1867/2012) ya había señalado que el capitalismo nació “chorreando sangre y lodo por todos los poros”. La riqueza europea no emergió de la virtud del trabajo, sino de la expropiación del campesinado, el genocidio indígena y la esclavitud africana. La historia que la educación occidental nos enseñó —la de un progreso civilizador— es una farsa moral. En realidad, el capitalismo comenzó cuando Europa decidió convertir el planeta en un botín. Y ese saqueo, lejos de ser un hecho aislado, fue el punto de partida del orden económico mundial que aún domina.

Suret-Canale (1998) describe tres movimientos paralelos que dieron origen al capitalismo moderno. El primero fue la expulsión violenta de los campesinos europeos de sus tierras. En Inglaterra, desde los Tudor hasta los Estuardo, se aprobaron leyes infames que obligaron a los labriegos a abandonar los campos para dar paso a la ganadería y al comercio. Esos campesinos despojados se convirtieron en vagabundos perseguidos, azotados y encarcelados. Las Poor Laws y las Workhouses —las casas de trabajo forzado— fueron auténticas cárceles para los pobres. Así se creó una nueva clase social: el proletariado, hombres “libres” de todo, menos de su miseria.

El segundo movimiento fue la conquista de América, el mayor genocidio de la historia. Los imperios azteca, inca y taíno fueron destruidos en nombre de la cruz y del oro. La espada y la Biblia marcharon juntas en una empresa donde la fe se usó como excusa para el saqueo. Las minas de Potosí, Zacatecas y Huancavelica se convirtieron en tumbas abiertas donde los indígenas trabajaban hasta morir. Las estimaciones históricas son escalofriantes: de unos cincuenta millones de habitantes originarios en el continente, apenas sobrevivieron cinco millones un siglo después (Suret-Canale, 1998). La colonización no solo mató cuerpos, sino también culturas, lenguas y memorias.

El tercer movimiento, paralelo al exterminio americano, fue la trata negrera africana, el tráfico más cruel y prolongado de la historia humana. Entre los siglos XVI y XIX, más de quince millones de africanos fueron capturados, encadenados y vendidos como mercancía. Las cifras reales, incluyendo los muertos durante la caza, el transporte y el trabajo forzado, podrían superar los cien millones de víctimas. En los barcos negreros, los cuerpos eran apilados como animales, y uno de cada cuatro moría antes de llegar al puerto. Aquellos que sobrevivían eran vendidos en subastas públicas como si fueran herramientas. La economía de plantación —de azúcar, tabaco, café y algodón— se convirtió en el motor de acumulación del capitalismo mundial.

El capitalismo, por tanto, se edificó sobre la industrialización de la esclavitud. Cada tonelada de azúcar exportada desde el Caribe equivalía al sudor y la sangre de miles de esclavos africanos. Cada lingote de plata que llegaba a Sevilla era el resultado de jornadas inhumanas en las minas de los Andes. Cada galeón cargado de riquezas hacia Europa era acompañado por el gemido de los pueblos colonizados. Como bien afirma Suret-Canale (1998), “América fue el laboratorio del capitalismo, y África su cantera de seres humanos”.

El llamado “comercio triangular” sintetizó esta lógica infernal: Europa enviaba manufacturas y armas a África; África enviaba esclavos a América; y América enviaba materias primas y metales preciosos a Europa. Este circuito de muerte dio origen al capital financiero que impulsó la Revolución Industrial. Así se explica que los grandes puertos europeos —Liverpool, Nantes, Lisboa, Ámsterdam— crecieran al ritmo del tráfico de esclavos. Las fortunas de las familias burguesas, que luego serían los fundadores de bancos y compañías, nacieron literalmente del dolor humano.

La historia oficial, sin embargo, glorificó a los conquistadores y mercaderes como “héroes civilizadores”. Se ocultó que esos mismos “héroes” destruyeron civilizaciones enteras, robaron continentes y redujeron a pueblos enteros a la condición de objetos. La modernidad europea —tan alabada por sus filósofos— fue inseparable de la barbarie colonial. Mientras Europa hablaba de “derechos humanos” y “razón ilustrada”, en las colonias se practicaba la tortura, el genocidio y la violación masiva. Esa contradicción moral es el pecado original del capitalismo: predica libertad, pero vive de la esclavitud.

El colonialismo no fue solo una conquista territorial, sino una conquista económica y espiritual. Impuso un modelo de pensamiento donde Europa se consideró el centro del mundo y los demás pueblos, simples proveedores de materias primas o mano de obra. Esa visión etnocéntrica, que aún persiste, permitió justificar los peores crímenes con palabras nobles: “evangelizar”, “civilizar”, “modernizar”. Pero, como recordaba Perrault (1998), “ningún crimen se comete tan impunemente como aquel que se disfraza de virtud”.

La sangre derramada durante esos siglos no se evaporó; se convirtió en capital. Los imperios coloniales amasaron fortunas incalculables gracias a la violencia. Y cuando la esclavitud fue abolida, el capitalismo ya no necesitaba cadenas: había creado el salario. La esclavitud asalariada reemplazó a la esclavitud tradicional, pero la lógica siguió siendo la misma: unos pocos poseen los medios de producción, y los demás venden su fuerza de trabajo para sobrevivir. Lo que cambió fue la apariencia, no la esencia.

Suret-Canale (1998) concluye que el capitalismo nació manchado de sangre, y que esa mancha nunca ha desaparecido. Las formas de dominación se transforman, pero la estructura permanece. Ayer fueron las minas de Potosí; hoy son las fábricas de Bangladesh. Ayer fueron las plantaciones de algodón; hoy son los call centers y las maquilas. En todas, la dignidad humana sigue siendo sacrificada en el altar del lucro.

Así pues, la historia del capitalismo no puede contarse como la epopeya del progreso, sino como la crónica de una infamia. Fue el colonialismo el que le proporcionó su base material y moral. Fue la sangre de los esclavos la que lubricó sus máquinas. Y fue el dinero —ese dios sin rostro— el que consolidó su imperio. De ahí que este apartado lleve por título “Colonialismo, sangre y dinero”: porque esos tres elementos no solo explican su origen, sino también su permanencia.

V. AMÉRICA: LABORATORIO DEL HORROR

América fue el primer campo de experimentación del capitalismo moderno. Aquí se ensayaron, con crueldad inédita, los métodos de dominación, explotación y control que más tarde se extenderían al resto del planeta. Como afirma Jean Suret-Canale (1998), el continente americano se convirtió en “el laboratorio del horror” donde el capitalismo probó su maquinaria de muerte y su sistema de acumulación basado en la esclavitud y el exterminio. El encuentro entre Europa y América no fue un intercambio cultural, como suele repetirse en los manuales de historia; fue un encuentro entre la codicia y la inocencia, entre el hierro y la flor, entre el lucro y la vida.

Los conquistadores, armados con la cruz y la espada, no trajeron civilización, sino devastación. En nombre de Dios y del rey, destruyeron imperios, asesinaron millones de seres humanos y convirtieron continentes enteros en propiedad privada. Lo que llamaron “descubrimiento” fue, en realidad, la inauguración de una era de barbarie económica. Los pueblos originarios, que habían vivido en equilibrio con la naturaleza, fueron obligados a trabajar hasta morir en minas y plantaciones. Las tierras comunales fueron usurpadas y transformadas en haciendas; los templos, profanados; las lenguas, prohibidas; las culturas, borradas a golpe de látigo.

Las minas de Potosí, Zacatecas y Huancavelica simbolizan esa tragedia. Bajo la montaña de plata del Potosí —que los españoles llamaban “el cerro que come hombres”— murieron millones de indígenas andinos. Los cronistas de la época relatan que los mineros no veían la luz del sol durante años, y que las galerías estaban impregnadas de sangre y azufre. Cada barra de plata que llegaba a Europa equivalía a una vida segada por el hambre, la fatiga o la enfermedad. Según cálculos históricos, entre 1545 y 1825 fueron extraídas más de 45.000 toneladas de plata, al costo de cerca de ocho millones de vidas indígenas (Suret-Canale, 1998).

Pero la minería no fue la única forma de esclavitud. En las plantaciones del Caribe, Centroamérica y Brasil se desarrolló una economía aún más cruel: la del monocultivo esclavista. Caña de azúcar, café, tabaco, cacao y algodón fueron los motores del capitalismo naciente. Las islas de Cuba, Haití, Jamaica, Martinica y Santo Domingo se transformaron en fábricas de muerte donde los esclavos africanos trabajaban bajo un régimen inhumano. En el siglo XVII, los europeos codificaron esa brutalidad en leyes: el Code Noir francés de 1685 autorizaba castigos atroces como el mutilamiento, el azote, la quema o la ejecución de los esclavos. La vida de un ser humano valía menos que una herramienta.

Los dueños de las plantaciones —llamados “señores blancos”— tenían poder absoluto. Los esclavos eran marcados con hierro caliente, vendidos como animales y castigados públicamente para infundir terror. Los registros históricos revelan prácticas de una crueldad inimaginable: hombres descuartizados, mujeres embarazadas golpeadas hasta morir, niños arrojados a las calderas de azúcar por intentar escapar. Cada tonelada de azúcar exportada a Europa llevaba consigo el amargo sabor de la sangre humana.

En Brasil, el mayor destino de esclavos africanos del continente, más de cuatro millones de hombres y mujeres fueron vendidos y obligados a trabajar en las plantaciones. Las condiciones eran tan brutales que la expectativa de vida de un esclavo no superaba los quince años. La Iglesia, lejos de denunciar la barbarie, la legitimó. Predicaba que los negros debían resignarse, pues su sufrimiento los acercaba al cielo. Así, el capitalismo no solo esclavizó cuerpos, sino también conciencias.

El caso de Haití representa un punto de inflexión histórico y moral. En 1791, los esclavos africanos y sus descendientes se rebelaron contra el imperio francés, inspirados por las ideas de libertad de la Revolución Francesa. Sin embargo, su libertad no fue celebrada, sino castigada. La revolución haitiana —la primera rebelión victoriosa de esclavos en el mundo moderno— fue respondida con bloqueos, invasiones y deudas impuestas. Francia obligó a Haití a pagar una indemnización equivalente a 150 millones de francos oro por “los daños” causados a los antiguos esclavistas. Esa deuda, que asfixió al país durante más de un siglo, fue el castigo ejemplar que el capitalismo impuso a quienes se atrevieron a desafiar su sistema.

Lo ocurrido en Haití demuestra que el capitalismo no tolera la libertad de los oprimidos. Acepta revoluciones que cambien de amos, pero no de estructura. Prefiere destruir una nación entera antes que permitir el triunfo de una justicia verdadera. Por eso, cada vez que un pueblo ha intentado romper sus cadenas, el poder económico mundial ha respondido con sanciones, golpes de Estado o guerras disfrazadas de “misiones humanitarias”. La historia de América Latina está plagada de esos episodios, desde la colonia hasta nuestros días.

El laboratorio del horror no se limitó al pasado. Hoy, las mismas tierras que fueron regadas con sangre indígena y africana son explotadas por multinacionales agrícolas, mineras y energéticas que perpetúan el saqueo bajo nuevas banderas. Las maquilas modernas, los monocultivos transgénicos y la minería a cielo abierto son las versiones tecnológicas de la esclavitud colonial. Cambiaron los métodos, no la lógica. Los pueblos latinoamericanos siguen exportando materias primas y mano de obra barata, mientras importan pobreza y dependencia.

El capitalismo nació en América, y su cuna fue una tumba. Lo que aquí se aprendió —la eficiencia de la explotación, la rentabilidad del sufrimiento, la obediencia del miedo— se exportó luego a África, Asia y Europa. América fue el modelo del sistema-mundo capitalista: un territorio sometido a la producción sin límites, al exterminio de los que no producen, y a la adoración del dinero como nuevo dios. Por eso, el historiador Aimé Césaire (1950) afirmó que el colonialismo europeo no fue un error moral, sino una práctica coherente con la lógica capitalista: “Una civilización que justifica la esclavitud es ya una civilización enferma”.

América fue la primera víctima, pero también el primer espejo del capitalismo. En ella se reveló su verdadero rostro: el del amo sin compasión, el del comerciante sin alma, el del político sin moral. Y también, paradójicamente, el germen de su posible derrota, porque en este mismo continente nacieron las primeras rebeliones, los primeros gritos de independencia y las primeras utopías de justicia. Si fue aquí donde el capitalismo aprendió a dominar, quizás sea aquí donde la humanidad vuelva a aprender a resistir.

VI. ÁFRICA: COTO DE CAZA HUMANA

Si América fue el laboratorio del capitalismo, África fue su cantera inagotable de cuerpos. Allí se llevó a cabo el mayor y más prolongado crimen contra la humanidad: la trata negrera. Durante más de cuatro siglos, millones de hombres, mujeres y niños africanos fueron cazados, encadenados y vendidos como mercancías. Su secuestro y explotación no fueron un exceso ocasional, sino el pilar estructural del capitalismo naciente, el motor que alimentó las economías coloniales y las riquezas de Europa. Jean Suret-Canale (1998) lo sintetiza con crudeza: “El capitalismo se alimentó de África como un vampiro se alimenta de sangre”.

La esclavitud africana no comenzó con la codicia individual de unos comerciantes, sino con un sistema organizado de dominación económica y racial. Portugal, España, Holanda, Inglaterra y Francia convirtieron la trata de esclavos en un negocio legal, respaldado por los reyes y bendecido por las iglesias. Los barcos negreros partían de Europa cargados de armas, telas y baratijas; llegaban a las costas africanas, donde los jefes tribales —corrompidos o forzados— entregaban prisioneros de guerra o poblaciones enteras; luego, las embarcaciones cruzaban el Atlántico repletas de seres humanos tratados como carga. Era el llamado comercio triangular, una red de horror que unía tres continentes bajo la lógica del beneficio y la crueldad.

Las condiciones en los barcos negreros eran indescriptibles. Los esclavos viajaban hacinados, encadenados unos a otros, sin aire ni agua suficiente, cubiertos de heridas y heces. Muchos morían antes de llegar a América, lanzados al mar como desperdicios. Los capitanes de barco aseguraban sus “mercancías” con pólizas de seguro: si un esclavo moría, el dueño cobraba una compensación económica. Así, la muerte también generaba ganancias. Los cuerpos africanos se transformaron en capital flotante, y su sufrimiento en una estadística más de rentabilidad.

El continente africano fue desangrado hasta los huesos. Entre los siglos XV y XIX, se calcula que entre 50 y 100 millones de africanos fueron víctimas directas o indirectas de la trata. Las aldeas quedaron vacías, las comunidades desintegradas, las culturas mutiladas. La esclavitud destruyó la base demográfica, social y espiritual del continente, impidiendo su desarrollo durante siglos. A cambio, Europa acumuló fortunas colosales, financió su revolución industrial y consolidó su poder mundial. Como afirma Perrault (1998), “África fue el precio de la modernidad europea”.

Pero la trata no fue el único instrumento de dominación. Una vez agotado el tráfico humano, el colonialismo europeo regresó a África para saquear sus recursos naturales. A fines del siglo XIX, las potencias occidentales se repartieron el continente en la Conferencia de Berlín (1884–1885), trazando fronteras artificiales sin respeto por los pueblos ni sus culturas. Bélgica, bajo el reinado de Leopoldo II, convirtió el Congo en su propiedad personal y en uno de los mayores escenarios de horror de la historia moderna. Más de diez millones de africanos fueron asesinados o mutilados por no recolectar suficiente caucho. Las fotografías de hombres con las manos cortadas son el testimonio más atroz de una codicia sin límites.

El colonialismo africano fue una extensión perfeccionada del capitalismo. La tierra fue convertida en plantaciones, los minerales en mercancía, los pueblos en fuerza laboral. Los europeos impusieron un sistema dual: una economía de exportación para Europa y una economía de miseria para los africanos. La educación, la religión y la administración colonial se utilizaron como instrumentos de sumisión. Se enseñó a los africanos a admirar a sus opresores, a despreciar su cultura y a aceptar su destino como sirvientes del “hombre blanco”. Esa fue la esclavitud espiritual más profunda: la del pensamiento.

Los imperios justificaron la barbarie en nombre de la “civilización”. Alegaban que llevaban el cristianismo, la ciencia y el progreso a tierras atrasadas. Pero lo que realmente llevaron fueron el látigo, la deuda y el despojo. Aimé Césaire (1950) lo expresó con valentía: “Ninguna raza tiene el monopolio de la civilización. Europa no ha civilizado a África; la ha brutalizado”. Esa brutalidad no fue un error, sino una necesidad funcional del capitalismo. Era indispensable destruir las economías autóctonas para imponer el trabajo asalariado, expropiar los recursos y convertir el continente en proveedor perpetuo de materias primas.

El siglo XX trajo nuevas formas de esclavitud. Tras las independencias formales, el colonialismo económico sustituyó al colonialismo político. Las empresas europeas y estadounidenses se adueñaron del petróleo, el oro, el diamante y el uranio. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial se convirtieron en los nuevos amos, imponiendo políticas de ajuste estructural que sumieron a África en la pobreza. Los gobiernos africanos, endeudados y dependientes, actúan hoy bajo órdenes externas. Como advierte Perrault (1998), “la deuda es el nuevo látigo del esclavo”.

Hoy, África sigue siendo el continente más rico en recursos naturales y, al mismo tiempo, el más empobrecido del planeta. Esa paradoja no es casual: la riqueza africana es la causa de su pobreza. Las minas de coltán en el Congo, esenciales para fabricar teléfonos y computadoras, son explotadas por corporaciones occidentales que financian guerras y esclavizan a niños. Las multinacionales petroleras contaminan tierras y mares sin que nadie las juzgue. Las potencias continúan extrayendo lo mejor del continente y devolviéndole miseria, enfermedad y dependencia.

El capitalismo global mantiene así la vieja estructura de dominación: África sigue siendo un coto de caza humana, aunque los cazadores ya no usen redes ni cadenas, sino contratos, bancos y algoritmos. La esclavitud no ha desaparecido; solo ha cambiado de uniforme. Hoy se llama subcontratación, deuda externa, migración forzada o trata de personas. Y el mundo, que se dice civilizado, mira hacia otro lado mientras los niños africanos extraen los minerales que hacen funcionar los celulares con los que los ricos se comunican.

África representa, quizá más que ningún otro lugar, el espejo moral del capitalismo. En sus heridas se reflejan cinco siglos de crimen económico y de hipocresía occidental. No hay progreso posible que pueda justificarse sobre la esclavitud de un continente entero. Y mientras el capital siga alimentándose de su miseria, el mundo seguirá siendo cómplice. La verdadera civilización no será europea ni africana, sino humana, cuando los pueblos del mundo reconozcan que ninguna riqueza puede construirse sobre la sangre ajena.

 

VII. LA ALIANZA DEL CAPITAL Y EL ESTADO

El capitalismo no surgió ni se sostuvo por generación espontánea. Su expansión fue posible gracias a una poderosa alianza: el matrimonio entre el capital y el Estado. Detrás de cada empresa colonial, de cada banco y de cada guerra, hubo siempre un poder político dispuesto a proteger los intereses de los ricos. Jean Suret-Canale (1998) lo explica con precisión: “El Estado moderno nació no para servir al pueblo, sino para garantizar la propiedad privada del capitalista.” Desde sus orígenes, la política fue el brazo armado de la economía, y la economía, la justificación moral de la política.

La acumulación primitiva del capital, que destruyó comunidades y esclavizó continentes, no habría sido posible sin el respaldo estatal. Los reyes europeos otorgaban licencias, monopolios y privilegios a las compañías de Indias; organizaban ejércitos para conquistar territorios y ofrecían recompensas a quienes traficaban esclavos. Las coronas se convirtieron en accionistas del crimen. Como recuerda Marx (1867/2012), “la deuda pública, los impuestos y el sistema colonial fueron los tres grandes pilares de la acumulación primitiva”. El Estado, lejos de ser un árbitro neutral, fue la maquinaria que institucionalizó la violencia económica.

A través del sistema fiscal, el pueblo europeo fue obligado a financiar el enriquecimiento de sus propias élites. Los reyes arrendaban la recaudación de impuestos a banqueros privados —los futuros magnates financieros—, quienes adelantaban dinero a cambio de privilegios y concesiones. Así nació el capitalismo financiero moderno, sostenido por una estructura de deuda pública que hasta hoy esclaviza a las naciones. La deuda se convirtió en una herramienta de dominación: el Estado pedía prestado a los ricos y luego obligaba al pueblo a pagar. El capital prestaba para ser obedecido.

Los grandes descubrimientos geográficos, que la historia presenta como epopeyas heroicas, fueron en realidad empresas capitalistas respaldadas por los gobiernos. Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Francisco Pizarro o Vasco da Gama no fueron exploradores románticos, sino contratistas al servicio del lucro. Las expediciones se financiaban con fondos públicos y se privatizaban las ganancias. La conquista de América y África fue una sociedad mercantil: el Estado asumía los riesgos, y los inversores recogían los beneficios. De esa fórmula nació la economía de las compañías coloniales, antecesora directa de las corporaciones transnacionales contemporáneas.

Uno de los ejemplos más claros de esta alianza fue la creación de las Compañías de Indias Orientales y Occidentales, patrocinadas por Inglaterra, Francia y Holanda. Estas entidades no solo comerciaban; gobernaban, acuñaban moneda, mantenían ejércitos y administraban justicia. Eran Estados dentro del Estado, verdaderos imperios privados con autorización legal para invadir, esclavizar y matar. Todo esto se hacía en nombre del progreso, pero el objetivo real era asegurar la circulación del capital y la expansión del mercado europeo.

El Estado moderno, según Perrault (1998), “no nació de la voluntad del pueblo, sino de la necesidad del capital.” Las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII —como la inglesa y la francesa—, que en apariencia proclamaban libertad e igualdad, fueron en realidad procesos mediante los cuales la burguesía desplazó a la nobleza para ocupar su lugar. El poder político se reorganizó, pero la estructura de explotación se mantuvo. La propiedad privada, el comercio libre y la expansión colonial se convirtieron en dogmas sagrados del nuevo orden.

En este contexto, las guerras europeas de los siglos XVII al XIX fueron esencialmente guerras económicas. Se libraban no por ideales, sino por rutas comerciales, materias primas y mercados. Las armas acompañaban al dinero como parte del mismo mecanismo. Cada invasión, cada bloqueo, cada tratado, respondía a la lógica del beneficio. Los ejércitos eran los guardianes del capital, y las banderas nacionales, su máscara patriótica. Así nació la moderna “razón de Estado”, ese principio según el cual todo crimen es justificable si defiende los intereses del poder económico.

A medida que el capitalismo se consolidó, el Estado se convirtió también en garante del orden social interno. Para proteger la propiedad de los ricos, se crearon policías, tribunales y cárceles. Las leyes laborales, las huelgas y los movimientos sociales fueron reprimidos con brutalidad. Los obreros que exigían derechos eran catalogados como enemigos del progreso. En nombre de la estabilidad y del mercado, los gobiernos masacraron a su propio pueblo. La Comuna de París en 1871, por ejemplo, fue aniquilada con decenas de miles de muertos para restablecer la “normalidad capitalista”.

En el siglo XX, la alianza del capital y el Estado alcanzó su máxima expresión. La Primera y la Segunda Guerra Mundial fueron conflictos entre potencias por el control del planeta. Millones de seres humanos murieron, pero el capital sobrevivió y se fortaleció. Después de 1945, las grandes corporaciones sustituyeron a los imperios coloniales, y los Estados se transformaron en sus cómplices administrativos. Las instituciones internacionales —el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y más tarde la Organización Mundial del Comercio— asumieron el papel de reguladores globales del capital, imponiendo políticas económicas uniformes en todo el planeta. Detrás de su discurso técnico se escondía la misma ideología: la defensa de los intereses del dinero por encima de la vida.

El neoliberalismo de las últimas décadas ha perfeccionado esta alianza. Hoy, los Estados no necesitan conquistar países; basta con endeudarlos, privatizarlos y subordinarlos. Los gobiernos se presentan como gerentes del capital, no como representantes de los pueblos. Los presupuestos nacionales se planifican para satisfacer a los acreedores internacionales, no las necesidades sociales. Y cuando algún líder político intenta romper esa dependencia, es demonizado, aislado o derrocado. La historia reciente de América Latina es prueba de ello: golpes blandos, sanciones económicas y manipulación mediática sustituyen a las antiguas invasiones militares. La dominación sigue intacta, solo ha cambiado su forma.

Esta alianza entre el Estado y el capital demuestra que la democracia, bajo el capitalismo, es un teatro bien ensayado. Los ciudadanos votan, pero no deciden; el poder político se renueva, pero la estructura económica permanece. Los gobiernos cambian de color, pero los bancos no cambian de dueño. En este sentido, el Estado no es el antídoto del capitalismo, sino su guardián. Su función es mantener la estabilidad del sistema, asegurar el pago de la deuda, garantizar las ganancias de las corporaciones y reprimir cualquier intento de emancipación popular.

El capitalismo, sin el Estado, no habría sobrevivido. Y el Estado, sin el capital, no habría alcanzado el poder que tiene. Ambos son las dos caras de la misma moneda. Uno domina con la ley; el otro, con el dinero. Uno reprime en nombre del orden; el otro, explota en nombre del progreso. Juntos, han convertido la libertad en simulacro y la justicia en mercancía. Comprender esta alianza es indispensable para entender por qué la pobreza, la guerra y la desigualdad no son errores del sistema, sino su modo normal de funcionar.

VIII. LA ESCLAVITUD MODERNA: EL SALARIO, LA DEUDA Y LA OBEDIENCIA DIGITAL

El capitalismo ha demostrado una capacidad extraordinaria para reinventar la esclavitud sin necesidad de látigos ni cadenas. En su fase actual —financiera, tecnológica y globalizada— ha sustituido el dominio físico por mecanismos más sutiles, pero igual de eficaces: el salario insuficiente, la deuda perpetua y la obediencia digital. Lo que en los siglos pasados se imponía mediante la fuerza, hoy se logra a través de la necesidad, la manipulación psicológica y el control de la información. Gilles Perrault (1998) lo anticipó con lucidez: el capitalismo “ha aprendido a dominar sin violencia visible”, porque ha logrado que los oprimidos trabajen convencidos de que son libres.

El salario fue presentado por el liberalismo como el símbolo de la libertad moderna: el trabajador ya no pertenece al amo, sino que vende su fuerza de trabajo a quien desee. Sin embargo, esa “libertad” es una ilusión. En realidad, el salario no libera: es la nueva forma de servidumbre. Marx (1867/2012) lo llamó “esclavitud asalariada”, porque el obrero no elige las condiciones de su trabajo ni el valor de su esfuerzo. Su sobrevivencia depende del capitalista, y su tiempo, de la producción. Vive endeudado, atrapado en una rutina que apenas le permite reproducir su existencia. La diferencia con el esclavo antiguo es solo formal: el amo ya no lo compra, lo alquila; pero lo sigue poseyendo.

La era digital ha perfeccionado esa dependencia. Los algoritmos, los sistemas de vigilancia y las plataformas laborales controlan cada movimiento humano. En el capitalismo del siglo XXI, el trabajador ya no solo vende su tiempo, sino también sus datos, sus emociones y su atención. Las redes sociales, las aplicaciones de entrega, los bancos digitales y las empresas tecnológicas han convertido la vida cotidiana en una fuente constante de rentabilidad. Cada clic, cada desplazamiento, cada compra se traduce en información que alimenta al nuevo amo invisible: la inteligencia artificial corporativa.

Maurice Cury (1998) advirtió que el capitalismo siempre buscaría nuevas formas de control, y la tecnología se ha convertido en su instrumento más eficaz. Las grandes plataformas —Google, Amazon, Meta, Microsoft, Apple— no solo dominan la economía, sino también la conciencia. Crean deseos, moldean opiniones y determinan comportamientos. La libertad, que antes se entendía como capacidad de decisión, ahora se ha transformado en una ilusión programada. El ciudadano digital se siente autónomo, pero piensa, consume y vota dentro de los límites que le impone el algoritmo.

La deuda, por su parte, es el látigo invisible de nuestra época. Los trabajadores, las familias y los países enteros viven endeudados hasta la asfixia. El crédito, presentado como una oportunidad, es en realidad una cadena moderna. Los bancos reemplazaron a los capataces: su poder no se ejerce en los campos de algodón, sino en los formularios financieros. Un préstamo puede decidir el destino de una persona o de una nación. Como señala Perrault (1998), “la deuda es la nueva forma de esclavitud universal: todos deben, todos pagan, y nadie se libera”.

En el capitalismo contemporáneo, la deuda no se paga para cancelarse, sino para perpetuarse. Los países del Sur global —especialmente en América Latina y África— dedican más recursos al pago de intereses que a la salud o la educación. Los individuos, atrapados en préstamos de consumo, tarjetas de crédito y hipotecas, trabajan toda su vida sin alcanzar la libertad económica. La promesa del progreso se ha convertido en un círculo vicioso de dependencia. El hombre moderno ya no trabaja para vivir, vive para pagar.

A esto se suma la nueva forma de servidumbre emocional que el sistema ha creado. Las redes sociales, controladas por conglomerados financieros, no son espacios de libertad, sino herramientas de vigilancia masiva. Los usuarios, convencidos de estar comunicándose libremente, en realidad son observados, clasificados y manipulados. Cada fotografía, cada reacción y cada “me gusta” es analizado para predecir y dirigir el comportamiento colectivo. La psicología de masas, que en el siglo XX se usó para la propaganda política, hoy sirve para la propaganda comercial. El capitalismo digital no solo explota el cuerpo, sino también la mente.

La supuesta “economía colaborativa”, promovida por las plataformas digitales, representa otra de las grandes mentiras del neoliberalismo contemporáneo. Empresas como Uber, Rappi, Airbnb o Amazon se presentan como innovaciones democráticas, pero en realidad funcionan como estructuras de explotación sin derechos laborales. Los trabajadores son llamados “socios” o “emprendedores”, aunque carecen de seguro médico, vacaciones o estabilidad. No tienen jefe visible, pero son vigilados y sancionados por algoritmos que controlan su rendimiento. La deshumanización ha alcanzado niveles que ni los antiguos esclavistas imaginaron: ahora las máquinas deciden quién merece comer.

En el siglo XXI, el capitalismo ya no necesita conquistar territorios: conquista conciencias. Los medios de comunicación, la publicidad y las plataformas digitales han colonizado el pensamiento humano. Nos venden la idea de que consumir es vivir, que endeudarse es progresar, que obedecer es modernizarse. Esta colonización mental es más peligrosa que la antigua esclavitud, porque los esclavos de hoy creen que son libres. Se levantan cada mañana convencidos de que eligen su destino, sin notar que su voluntad ha sido programada.

La obediencia digital es el nuevo rostro de la servidumbre. El sistema no impone el silencio por la fuerza, sino por la saturación de ruido. Nos inunda de información irrelevante para impedirnos pensar. Nos ofrece entretenimiento constante para distraernos del sufrimiento real. Nos da voz, pero no poder. Esta es la tiranía más sofisticada de la historia: la que logra que el oprimido no quiera liberarse, porque ama su propia prisión.

En este contexto, la lucha por la libertad adquiere un nuevo sentido. Ya no basta con liberar el cuerpo, como en los siglos pasados; es necesario liberar la mente. La emancipación del siglo XXI debe ser cognitiva, ética y tecnológica. Es preciso recuperar el control de la información, la educación y la conciencia crítica. Solo así podrá romperse el ciclo de servidumbre digital que perpetúa el dominio del capital.

La esclavitud moderna no se ve ni se denuncia porque se disfraza de progreso. Pero detrás de cada avance tecnológico, de cada aplicación y de cada “innovación financiera”, sigue latiendo el mismo principio de hace quinientos años: convertir al ser humano en instrumento de ganancia. Y mientras no se rompa esa lógica, toda libertad será aparente, todo bienestar será precario y toda civilización seguirá siendo una forma refinada de esclavitud.

IX. EL PRECIO HUMANO DEL PROGRESO

El capitalismo se ha erigido como el gran narrador del progreso. Sus defensores proclaman que nunca la humanidad había gozado de tanta tecnología, tanta comunicación y tantas oportunidades de consumo. Sin embargo, detrás de ese brillo superficial se oculta un costo humano devastador, que el sistema intenta ocultar bajo cifras, estadísticas y discursos de modernización. Ese costo no se mide en dinero, sino en vidas truncadas, en dignidades destruidas y en un planeta llevado al borde del colapso ecológico.

Desde sus orígenes, el capitalismo confundió progreso con acumulación y bienestar con riqueza material. Su lógica es simple pero perversa: crecer, producir, competir, consumir. Y cuanto más produce, más destruye; cuanto más acumula, más excluye. El progreso que promete es una carrera sin meta, donde los vencedores son cada vez menos y los vencidos cada vez más. Como denuncia Gilles Perrault (1998), “el capitalismo es una maquinaria que avanza sin alma, sin dirección moral, sin más brújula que la ganancia.”

El precio de este supuesto progreso ha sido la degradación del ser humano y de la naturaleza. Las selvas se talan, los mares se contaminan y el aire se vuelve irrespirable, mientras las corporaciones declaran récords de productividad. Las grandes ciudades, símbolo de la modernidad capitalista, se han transformado en cementerios de soledad, donde millones de personas viven aisladas, vigiladas y sobreexplotadas. El hombre moderno, rodeado de tecnología, carece de sentido. Vive conectado, pero vacío; informado, pero desorientado; libre, pero controlado.

Maurice Cury (1998) advierte que el capitalismo no solo explota cuerpos, sino también conciencias. Su poder no radica únicamente en la economía, sino en la capacidad de definir lo que la gente considera “normal.” Ha logrado convertir la desigualdad en un fenómeno natural, la pobreza en un destino individual y la explotación en una oportunidad. En este proceso, el sistema ha domesticado la ética, ha reducido la educación a entrenamiento técnico y ha vaciado de contenido a la política. Las palabras libertad, justicia y democracia se repiten con solemnidad, pero carecen de sentido real.

La educación —que debería ser el motor de emancipación— ha sido transformada en un instrumento de adaptación al sistema. Ya no se enseña a pensar, sino a competir. Las universidades se convirtieron en fábricas de profesionales obedientes, no de ciudadanos críticos. El conocimiento dejó de ser un bien público para convertirse en una mercancía más. Quien no puede pagar, no accede. Quien accede, termina sirviendo al mercado. Así se cierra el círculo: el capitalismo se reproduce no solo en las fábricas, sino en las mentes.

La salud también se ha convertido en un negocio. En el mundo contemporáneo, enfermar es una oportunidad de ganancia. Las farmacéuticas, los hospitales privados y las aseguradoras compiten por beneficios mientras millones de personas mueren sin atención médica. La pandemia reciente fue una lección trágica: incluso frente al sufrimiento global, el capital priorizó las patentes sobre la vida. En ese escenario, el progreso reveló su verdadero rostro: una carrera por el lucro en medio de la muerte.

El precio humano del progreso también se mide en el deterioro moral de las relaciones humanas. El capitalismo ha erosionado los vínculos comunitarios, reemplazando la solidaridad por el interés y la empatía por la competencia. En una sociedad donde todo se compra y todo se vende, incluso los afectos terminan mercantilizados. El amor se convierte en producto, la amistad en conveniencia, y la vida, en una transacción. El ser humano ya no vale por lo que es, sino por lo que posee o produce.

Esta deshumanización alcanza incluso al arte, la cultura y la espiritualidad. El arte ya no busca la belleza o la verdad, sino el éxito comercial. La cultura, que alguna vez fue espacio de encuentro y reflexión, ha sido reducida a entretenimiento. La religión, en muchos casos, se ha transformado en espectáculo o negocio. El capitalismo ha colonizado todos los territorios del alma, anulando el sentido trascendente de la existencia. Lo que antes inspiraba al hombre, ahora se vende como experiencia turística o producto digital.

El progreso material no ha sido acompañado por progreso moral. Nunca hubo tanta tecnología, y sin embargo, nunca hubo tanta miseria espiritual. Se colonizó el espacio exterior, pero no se conquistó la paz interior. Se construyeron redes globales, pero no comunidades humanas. La ciencia ha avanzado, pero la conciencia retrocede. Como señalaba el filósofo Erich Fromm (1955), “el hombre moderno vive en una sociedad que le ofrece mil medios para vivir, pero ningún fin por el cual vivir.”

La consecuencia más grave de este falso progreso es la crisis de sentido. Millones de personas, atrapadas en la rutina del consumo, ya no saben quiénes son ni para qué viven. El trabajo se ha vuelto un castigo, el tiempo un enemigo y la vida una carrera que nadie gana. La desesperanza se expresa en el aumento del suicidio, la depresión y la violencia. En este escenario, la promesa capitalista de felicidad se revela como una mentira. Nunca el hombre tuvo tanto, y nunca fue tan infeliz.

El planeta, devastado por el modelo extractivista, es otro testigo mudo del costo del progreso. La tierra ha sido convertida en recurso, el agua en mercancía y el aire en vertedero. Los pueblos originarios, guardianes de la naturaleza, son perseguidos por defender lo que el capital llama “obstáculo para el desarrollo”. Las selvas amazónicas, los ríos africanos y los glaciares del norte son saqueados con el mismo espíritu con que los conquistadores buscaron oro y esclavos. El progreso sigue siendo, como en el siglo XVI, una forma elegante de saqueo.

Ante esta realidad, resulta urgente repensar qué significa realmente “progresar.” Si el progreso consiste en destruir la vida para acumular dinero, entonces no es progreso, sino barbarie. Si la modernidad implica perder la ética, la comunidad y la dignidad, entonces no estamos avanzando, sino retrocediendo. Como advirtió Perrault (1998), “el capitalismo no es el fin de la historia, sino el principio de una nueva esclavitud mundial.”

El precio humano del progreso capitalista es, en última instancia, la pérdida del alma colectiva. La humanidad se está deshumanizando en nombre de la eficiencia. Se sacrifica la vida por la productividad, la belleza por la rentabilidad, la libertad por la comodidad. Y cuando un sistema exige semejantes sacrificios, no puede llamarse civilización: es una forma refinada de barbarie.

CONCLUSIÓN GENERAL

A lo largo de cinco siglos, el capitalismo ha perfeccionado el arte de la dominación humana. Desde la esclavitud colonial hasta la servidumbre digital, este sistema ha cambiado de rostro, pero no de esencia. Nació de la violencia y se mantiene gracias al miedo, la ignorancia y la codicia. Gilles Perrault (1998) lo definió como “un asesino sin rostro”, porque no necesita verdugos visibles: su poder opera en las estructuras económicas, en los discursos políticos, en las instituciones internacionales y, sobre todo, en la conciencia de las personas. El capitalismo es el único sistema que ha logrado convertir la opresión en costumbre y la injusticia en normalidad.

El colonialismo, la trata de esclavos, la acumulación de riqueza, la destrucción ambiental, el desempleo, la deuda y la manipulación mediática no son etapas superadas, sino distintas formas de un mismo proceso. Lo que antes fueron cadenas de hierro son hoy contratos, hipotecas y algoritmos. Lo que antes fue la plantación esclavista es hoy la maquila, el “call center” o la minería extractiva. Y lo que antes fue el látigo es hoy la deuda o la amenaza de exclusión social. Nada ha cambiado en el fondo: el capitalismo continúa devorando vidas para sostener su maquinaria de ganancia.

La tragedia más profunda de este sistema no es solo material, sino moral. El capitalismo ha logrado despojar al ser humano de su dignidad, convirtiéndolo en un número, en un consumidor, en una estadística. Ha sustituido los valores del ser por los del tener, y ha reducido la felicidad a la capacidad de comprar. En su lógica, quien no produce ni consume, no existe. De este modo, millones de personas son tratadas como desechables: pueblos enteros condenados a la miseria, niños obligados a trabajar, ancianos olvidados, jóvenes sin futuro. El progreso material se construye sobre la ruina espiritual.

Los autores analizados —Perrault, Cury y Suret-Canale— coinciden en un punto esencial: el capitalismo no es una fase inevitable de la historia, sino una elección moral y política. No hay destino económico que obligue a la humanidad a vivir bajo sus reglas. Es posible construir un orden basado en la cooperación, la solidaridad y la justicia, pero para ello es necesario desenmascarar las mentiras del sistema: su supuesta neutralidad, su falsa libertad y su aparente inevitabilidad.

El siglo XXI enfrenta una paradoja inédita: el mundo dispone de tecnología suficiente para erradicar la pobreza, pero la pobreza aumenta. Produce alimentos para todos, pero millones mueren de hambre. Crea medios de comunicación instantánea, pero los pueblos están más divididos que nunca. Esta contradicción no es técnica, sino ética. Mientras el dinero siga siendo el centro de la vida, la humanidad seguirá caminando hacia su autodestrucción.

Por eso, más que un análisis económico, este ensayo es una denuncia moral. Denunciar el capitalismo es defender la vida. Es afirmar que ningún progreso puede justificarse si implica la humillación del ser humano o la destrucción del planeta. Es reclamar el derecho a pensar, a sentir, a ser libre. El verdadero desafío no consiste en acumular más, sino en reaprender a ser humanos.

REFLEXIÓN FINAL

El capitalismo, con toda su arrogancia tecnológica y su aparente invencibilidad, no podrá resistir eternamente la fuerza de la verdad y de la dignidad. Ningún sistema que se sustenta en la injusticia puede perdurar sin resistencia. La historia demuestra que los pueblos oprimidos, aunque parezcan dormidos, guardan en su interior una energía moral capaz de transformar el mundo. Esa energía es la conciencia.

Hoy más que nunca, la humanidad necesita una revolución ética. No una revolución de armas, sino de valores; no una guerra por el poder, sino una lucha por el sentido de la vida. La ética debe volver a ocupar el lugar que el capital le arrebató. Sin ética, toda ciencia se vuelve peligrosa; sin justicia, todo progreso se vuelve opresión. Y sin conciencia, toda libertad es ilusoria.

Es urgente recuperar la educación como herramienta de liberación, no como simple entrenamiento para servir al mercado. La escuela debe volver a enseñar a pensar, a cuestionar, a solidarizarse. Debe formar seres humanos, no engranajes. Solo una educación crítica y humanista puede quebrar las cadenas invisibles de la servidumbre moderna.

También es necesario devolverle al trabajo su dignidad. El trabajo no puede ser una condena ni un privilegio, sino una forma de realización personal y colectiva. El salario debe dejar de ser instrumento de esclavitud y convertirse en expresión de justicia. Y la tecnología, en lugar de ser instrumento de vigilancia, debe ponerse al servicio de la libertad y del conocimiento.

La esperanza no está perdida. La historia de la humanidad no es solo la historia de la opresión, sino también la de la resistencia. Los pueblos de América, de África y de Asia han demostrado una y otra vez que pueden levantarse contra el dominio. Cada vez que un ser humano defiende la vida por encima del lucro, cada vez que un maestro enseña a pensar, cada vez que un trabajador exige respeto o una comunidad protege su tierra, el capitalismo se debilita.

Como recordaba el poeta Aimé Césaire (1950), “la civilización que se niega a compartir es una civilización moribunda”. El capitalismo, encerrado en su codicia, está muriendo de éxito. Pero de sus ruinas puede nacer una humanidad nueva, si somos capaces de rescatar lo que el dinero no puede comprar: la solidaridad, la justicia, la ternura y la esperanza.

El futuro no está escrito. Depende de nosotros decidir si queremos seguir viviendo como esclavos del mercado o como seres libres, conscientes y solidarios. La verdadera revolución será ética o no será. Y ese día, maestro, cuando la dignidad vuelva a ser la medida de todas las cosas, podremos decir con orgullo que la humanidad ha recuperado su rostro.


REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.
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Marx, K. (2012). El capital. Crítica de la economía política (Vol. 1). México: Siglo XXI Editores. (Obra original publicada en 1867).
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Suret-Canale, J. (1998). Los orígenes del capitalismo: siglos XV–XIX. En G. Perrault (Ed.), El libro negro del capitalismo. París: Le Temps des Cerises.

 

 

 

SAN SALVADOR, 01 DE NOVIEMBRE DE 2025

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