“EL CAPITALISMO: ROSTRO INVISIBLE DE LA ESCLAVITUD MODERNA
MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN
Hablar del capitalismo no es hablar solo de un sistema
económico, sino de una estructura civilizatoria que ha moldeado las
conciencias, los valores y las relaciones humanas durante más de cinco siglos.
Desde su gestación en los albores del siglo XV hasta su consolidación global en
el siglo XXI, el capitalismo se ha presentado como sinónimo de progreso,
libertad y modernidad. Sin embargo, bajo esa retórica de prosperidad se oculta
una de las realidades más crueles de la historia: la transformación del ser
humano en mercancía, la institucionalización del egoísmo y la normalización
del sufrimiento ajeno.
Tal como lo denuncia Gilles Perrault (1998) en El
libro negro del capitalismo, este sistema no promete felicidad, no propone
ideales de justicia ni bienestar: simplemente existe y actúa con una
frialdad mecánica, reduciendo todo —incluso la vida— al cálculo del beneficio
inmediato.
El capitalismo ha logrado lo que ninguna tiranía antigua
consiguió: esclavizar al mundo sin recurrir a cadenas visibles. Su dominio no necesita verdugos uniformados
ni imperios coloniales formales, porque opera en la mente, en los hábitos y en
la cultura de consumo. Es una esclavitud dulcificada por la ilusión de
libertad.
Perrault lo llama
“un asesino sin rostro”, pues no se puede identificar en un rey, un dictador o
un ejército, sino en índices bursátiles, tasas de interés y corporaciones
sin nombre (Perrault, 1998). Este anonimato lo convierte en un poder
impune, un sistema que destruye sin parecer responsable de nada. Su gran triunfo
ha sido convencernos de que no existe alternativa, de que toda crítica es una
nostalgia arcaica o un sueño imposible.
A diferencia
de los antiguos sistemas esclavistas, que imponían su autoridad mediante la
fuerza física, el capitalismo moderno esclaviza a través de la necesidad, la deuda y la dependencia. En nombre de
la libertad, somete a pueblos enteros a las reglas de un mercado global que
solo beneficia a una minoría. Maurice
Cury (1998), en su texto El liberalismo totalitario, advierte que
vivimos bajo un régimen que ha convertido la libertad en mercancía y la
democracia en espectáculo. Los medios de comunicación —controlados por grandes
consorcios financieros— repiten sin descanso que no hay otro modelo posible, y
mientras tanto, millones de seres humanos son expulsados del trabajo, del
bienestar y de la dignidad.
Detrás de las vitrinas del capitalismo moderno —sus
rascacielos, sus corporaciones tecnológicas y sus plataformas digitales— se
esconden las mismas raíces de siempre: la esclavitud, la guerra, la
explotación colonial y la sangre de los pueblos pobres. Jean Suret-Canale
(1998), al estudiar los orígenes del capitalismo entre los siglos XV y XIX,
demuestra que la llamada “acumulación primitiva” no fue un proceso natural ni
resultado de la inteligencia comercial europea, sino un gigantesco crimen
histórico que incluyó la expropiación de los campesinos europeos, el
genocidio de los pueblos originarios de América y el secuestro de más de quince
millones de africanos para trabajar como esclavos en las plantaciones. De ese
océano de sufrimiento nació la riqueza de Europa y Estados Unidos, riqueza que
aún hoy sostiene su poder político y financiero.
El capitalismo es, por tanto, una continuidad del
colonialismo, con nuevos instrumentos de dominación. Ya no se imponen
cadenas, sino créditos, tratados, deudas y mercados. El Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial y las grandes corporaciones transnacionales son
los nuevos amos de la servidumbre global. Mientras algunos países acumulan
riquezas imposibles de gastar, otros son condenados a pagar intereses eternos
por préstamos que nunca disfrutaron.
Las fábricas que esclavizaron a los obreros europeos en
el siglo XIX se han trasladado a Asia y América Latina, donde niños y mujeres
trabajan por salarios miserables para producir lo que el Norte llama
“progreso”.
Gilles Perrault, con una lucidez casi profética, plantea
que el capitalismo no ha perdido su esencia criminal, sino que la ha
perfeccionado. Antes asesinaba con
látigos, ahora lo hace con hambre y desesperanza. Antes saqueaba colonias, hoy
saquea conciencias. Antes esclavizaba cuerpos, ahora esclaviza mentes. En ambos
casos, el resultado es el mismo: una humanidad dividida entre amos y siervos,
entre los que consumen y los que son consumidos.
Este ensayo busca, por tanto, releer críticamente las
denuncias de Perrault, Cury y Suret-Canale, no como testimonios del pasado,
sino como advertencias vigentes en un siglo XXI que repite los mismos vicios
con tecnologías más sofisticadas. A lo largo de los siguientes apartados se
examinarán las distintas fases del capitalismo: su hipocresía moral, su falsa
libertad liberal, su historia de sangre y su rostro actual de servidumbre
global. No se trata solo de una crítica económica, sino de una defensa
radical de la dignidad humana, la cual ha sido degradada hasta convertirse
en valor de cambio.
Denunciar el capitalismo no es un gesto ideológico; es un
deber ético. Porque mientras haya un niño esclavizado en una mina africana, un
campesino desplazado por el agronegocio o una madre explotada en una maquila
latinoamericana, la palabra “libertad” seguirá siendo una mentira
pronunciada por los poderosos. Este ensayo, siguiendo la voz de Perrault
(1998), pretende levantar esa antorcha que aún sostienen las manos de los
pueblos oprimidos. Una antorcha que, cuando se una en todas las manos, será
capaz de incendiar el mundo de la injusticia para alumbrar un nuevo horizonte
de humanidad.
I. LA HIPOCRESÍA MORAL DEL SISTEMA CAPITALISTA
El
capitalismo se presenta ante el mundo como el guardián de la libertad, el
progreso y la civilización. Se disfraza de promotor de los derechos humanos,
del libre mercado y de la democracia, pero en su esencia más profunda actúa
como una maquinaria de dominación y despojo. Gilles Perrault (1998) lo define como un sistema que “no
promete la felicidad, solo existe para producir ganancias”.
Esa es su gran
astucia: no ofrece una utopía que pueda ser traicionada ni un ideal que pueda
ser incumplido. Simplemente funciona, aplastando, consumiendo y deshumanizando,
sin asumir jamás la responsabilidad de sus consecuencias.
Mientras los imperios antiguos imponían su poder con
ejércitos, el capitalismo lo hace mediante la fascinación y la indiferencia.
Sus crímenes son invisibles, porque el dolor ajeno se disfraza de estadísticas.
Los muertos por hambre, las víctimas de la explotación laboral o las guerras
por petróleo no aparecen como tragedias humanas, sino como “externalidades del
sistema”. El capitalismo se absuelve a sí mismo de toda culpa: si alguien fracasa, es porque “no se
esforzó lo suficiente”. Así, la pobreza se convierte en delito y la riqueza en
virtud. Esta es su moral invertida, donde el sufrimiento
se justifica como “daño colateral del progreso”.
En esta hipocresía radica su fuerza. Nadie puede acusarlo
de traición porque nunca prometió justicia; nadie puede demandarle humanidad
porque no reconoce a los hombres como fines, sino como medios. Como señala Cury
(1998), el capitalismo ha sustituido las antiguas religiones por una nueva fe: la
del mercado. En ella, los dioses son las corporaciones, los templos son los
centros comerciales, los sacerdotes son los economistas, y los sacrificios son
millones de vidas entregadas al altar del consumo. La moral capitalista se mide
en cifras, no en valores: “si da ganancia, es bueno; si no produce, es inútil”.
Lo más perverso de este sistema es que ha logrado convencer
a los oprimidos de que son libres. A los trabajadores les llama
“colaboradores”; a los explotados, “emprendedores”; a los pobres, “consumidores
potenciales”. Les concede una libertad vacía, la libertad de elegir entre
marcas, no entre destinos. En nombre del libre mercado, se privatizan los
recursos naturales, la educación, la salud y hasta la esperanza. Todo puede ser
comprado, incluso la conciencia. Y todo puede ser vendido, incluso el futuro de
las nuevas generaciones.
Gilles Perrault (1998) advierte que esta hipocresía es el
crimen perfecto: el capitalismo no necesita justificar sus males, porque ha
convencido al mundo de que “no hay alternativa”. Su fuerza está en su
capacidad de mutar: cambia de nombre, de rostro, de bandera, pero conserva
intacto su núcleo depredador. Lo que ayer se llamó colonialismo, hoy se llama
globalización. Lo que antes fue esclavitud, hoy es “flexibilidad laboral”. Lo
que antes fue saqueo, hoy se disfraza de “inversión extranjera”.
Esta perversión moral tiene una raíz profunda: la
deshumanización. Cuando todo se mide en función del beneficio, el ser humano
deja de tener valor intrínseco. Ya no importa su dignidad, su dolor o su
cultura. Lo único relevante es su utilidad. El capitalismo ha convertido al
mundo en un inmenso mercado donde todo puede ser reemplazado: la vida por
dinero, la conciencia por publicidad, la verdad por espectáculo. De ahí que
Perrault denuncie que “el capitalismo se interesa por la mercancía, no por
el hombre”.
Esa lógica mercantil se ha infiltrado incluso en los
espacios más sagrados de la existencia: el arte, la educación, la religión y el
amor. Todo ha sido transformado en producto. El conocimiento ya no se busca por
sabiduría, sino por rentabilidad; el arte ya no se crea por belleza, sino por
marketing; y la educación se concibe como inversión individual, no como derecho
colectivo. De esta manera, el capitalismo ha logrado colonizar no solo los
cuerpos, sino también las almas.
Lo más trágico es que esta estructura moral se ha
naturalizado. El sistema ha logrado lo que ninguna ideología previa consiguió: convencer
a las víctimas de su culpabilidad. El pobre se siente responsable de su
miseria, el desempleado de su fracaso, el país dependiente de su deuda. La
dominación se interioriza, y la crítica se convierte en un acto subversivo. En
lugar de rebelarse, los pueblos compiten entre sí, luchando por integrarse al
mismo sistema que los destruye.
Por eso, cuando se habla del capitalismo como “el estado
natural de la humanidad”, se está repitiendo una mentira peligrosa. La
humanidad no nació para la codicia, sino para la cooperación. No nació para el
lucro, sino para la vida compartida. El capitalismo ha secuestrado la idea
misma de progreso, haciéndonos creer que acumular es avanzar y que producir más
es vivir mejor. Sin embargo, ¿qué tipo de progreso es aquel que deja millones
de excluidos, que devasta la naturaleza y que convierte la dignidad en un
privilegio?
La respuesta está en su propia moral hipócrita: el
capitalismo no mide el bienestar en términos humanos, sino contables. Como
ironiza Perrault (1998), “los únicos balances válidos son los financieros”. Y
mientras las cifras suben en las bolsas de valores, millones de seres humanos
descienden en los niveles de hambre, ignorancia y desesperación.
En suma, la hipocresía moral del capitalismo consiste en
presentarse como salvador de la humanidad mientras la reduce a simple engranaje
de una maquinaria insaciable. Su verdadero rostro no es el del progreso, sino
el del saqueo; no es el de la libertad, sino el de la servidumbre; no es el de
la justicia, sino el de la indiferencia. Detrás de cada producto, de cada banco
y de cada corporación se ocultan siglos de sangre, de sudor y de lágrimas
humanas convertidas en dividendos. Esa es la gran verdad que la ideología del
mercado pretende silenciar.
II. EL LIBERALISMO TOTALITARIO: LIBERTAD PARA LOS
PODEROSOS
El capitalismo moderno se esconde detrás de una palabra
seductora y ambigua: liberalismo. Desde los siglos XVIII y XIX, el
término “liberal” se ha asociado con la libertad individual, el derecho a la
propiedad y la iniciativa personal. Sin embargo, lo que en apariencia parece
una doctrina humanista se ha convertido en el instrumento ideológico más eficaz
del dominio capitalista. El liberalismo, que prometía liberar al ser humano de
los reyes y de los dogmas, terminó sometiéndolo a un nuevo tirano: el
mercado.
Como lo señala Maurice Cury (1998), vivimos en un “liberalismo totalitario”, un
sistema que predica la libertad para los poderosos y la competencia para los
débiles, que deja abierta la puerta del mundo a los ricos mientras la cierra
para los pobres.
Bajo el discurso de la libertad, el liberalismo ha
instaurado la esclavitud del consumo, la servidumbre financiera y la
dependencia tecnológica. Su gran triunfo radica en haber convencido a las masas
de que no hay mejor mundo posible. Se proclama defensor de la “libertad de
expresión”, pero esa libertad está vigilada y controlada por los mismos medios
que difunden el pensamiento único. Las grandes cadenas de televisión, los
periódicos y las plataformas digitales pertenecen a conglomerados económicos
que dictan qué se debe pensar, qué se debe consumir y hasta qué se debe sentir.
En apariencia, hay pluralidad; en realidad, hay uniformidad ideológica.
El liberalismo totalitario no necesita censurar
directamente. Le basta con invisibilizar. Las voces críticas no son
prohibidas, pero sí desplazadas a los márgenes, sin micrófono ni espacio
mediático. Los intelectuales independientes, los obreros organizados o los
pueblos que se rebelan contra las imposiciones económicas son tachados de
“radicales”, “retrógrados” o “enemigos de la democracia”. La libertad se ha
vuelto un privilegio del capital, no un derecho del ciudadano. Como afirma Cury
(1998), la libertad proclamada por el capitalismo solo existe “para quien tiene
los medios de ejercerla”.
En nombre del libre comercio, las corporaciones han
colonizado al planeta entero. El liberalismo abrió las fronteras, pero no para
las personas, sino para el dinero. Las mercancías viajan sin pasaporte; los
pobres mueren en las fronteras. Los tratados económicos, como el NAFTA o los
acuerdos multilaterales de inversión, son las nuevas cadenas que atan a los países
en desarrollo. La soberanía de los pueblos ha sido reemplazada por los
intereses de las transnacionales. En palabras de Perrault (1998), “el
capitalismo está en todas partes y en ninguna”, porque su poder no reside en
los ejércitos, sino en los contratos, las deudas y los flujos financieros.
El liberalismo totalitario se disfraza de modernidad,
pero su esencia es la desigualdad. Promueve la competencia como virtud
universal, sabiendo que no todos compiten en igualdad de condiciones. Al igual
que en una carrera amañada, algunos parten desde la meta mientras otros nacen
encadenados. La libertad del empresario de explotar, despedir o especular se
impone sobre la libertad del trabajador de vivir con dignidad. Así, la economía
de mercado se convierte en una selva donde sobrevive el más fuerte, y donde la
solidaridad es vista como debilidad.
La “mano invisible” de Adam Smith, que debía armonizar
los intereses individuales, se ha transformado en una mano de hierro que oprime
a los débiles. La teoría del libre mercado —en su versión neoliberal
contemporánea— ha vaciado de sentido palabras como justicia, equidad o
fraternidad. Cuando los gobiernos intentan proteger a los más pobres, son
acusados de “intervencionistas”; cuando rescatan bancos o corporaciones, se les
aplaude como “pragmáticos”. Esta doble moral es el sello distintivo del
liberalismo totalitario.
Su dominio no se limita a la economía: invade la cultura,
la educación y la vida cotidiana. El pensamiento neoliberal ha colonizado el
lenguaje. Ya no se habla de ciudadanos, sino de “clientes”; no de derechos,
sino de “servicios”; no de comunidad, sino de “mercado”. Los valores colectivos
han sido reemplazados por la lógica del beneficio personal. Incluso la
educación ha sido transformada en un negocio. Las universidades se privatizan,
los conocimientos se patentan, y el saber se vende como mercancía. En ese
contexto, la libertad de pensamiento se convierte en un lujo que solo algunos
pueden pagar.
Perrault (1998) afirma que esta es la nueva forma de
dominación mundial: el liberalismo no impone cárceles, impone deseos. Es una
tiranía amable que no obliga a obedecer, sino que enseña a desear lo que
conviene al sistema. Los pueblos ya no necesitan ser oprimidos con armas,
porque son controlados por el consumo, la deuda y la información manipulada. Se
ha pasado de la esclavitud física a la esclavitud psicológica. La mente humana
se ha convertido en el nuevo campo de batalla.
El liberalismo totalitario también ha deformado el
sentido de la democracia. Hoy, votar no es elegir, es legitimar. Los
gobiernos, aunque formalmente electos, actúan bajo las órdenes de los mercados
internacionales. Las políticas públicas se diseñan en función de los intereses
financieros, no de las necesidades sociales. Y cuando un pueblo elige un camino
distinto —como ha ocurrido en América Latina o África—, inmediatamente se le
bloquea, se le sanciona o se le golpea. La “defensa de la libertad” se usa
entonces como excusa para justificar golpes de Estado, guerras o intervenciones
humanitarias.
Así, la libertad se ha transformado en un producto de
exportación. Los Estados Unidos y las potencias occidentales se autoproclaman
defensores de los derechos humanos mientras financian dictaduras, guerras y
bloqueos. La libertad que promueven no es la libertad de los pueblos, sino la
libertad del capital para moverse sin obstáculos. Esa libertad —la del dinero—
ha sido elevada a dogma. Y quien la cuestione, se convierte en enemigo.
El liberalismo totalitario, al igual que las religiones
de antaño, promete salvación a cambio de obediencia. Pero la salvación que
ofrece es ilusoria: consumir más, competir más, producir más. No se trata de
vivir mejor, sino de vivir para el mercado. Este nuevo dios invisible se
alimenta del trabajo humano, del dolor de los pueblos pobres y de la
destrucción del planeta. Su credo es el lucro; su mandamiento, la indiferencia.
Frente a esta realidad, la crítica no es un lujo
intelectual, sino un acto de resistencia moral. Es necesario desenmascarar el
discurso liberal que predica libertad mientras impone servidumbre. Como afirma
Cury (1998), “la libertad del capitalismo no consiste en liberar al hombre,
sino en liberarse del hombre”. Esta frase resume toda la perversión de un
sistema que, en nombre de la libertad, ha perfeccionado la esclavitud.
III. LA FÁBRICA MUNDIAL DE LA POBREZA
Si el capitalismo se autoproclama como el sistema más
eficiente de la historia, es necesario preguntar: ¿eficiente para quién? ¿Para
los pueblos, o para los consorcios que los explotan? Bajo el espejismo de la
productividad, el capitalismo contemporáneo ha construido una maquinaria global
donde la pobreza no es un accidente, sino una condición necesaria para
su funcionamiento. Como sostiene Maurice Cury (1998), “el capitalismo produce
riqueza en un extremo y miseria en el otro”, y ese desequilibrio no es una
falla del sistema, sino su esencia misma. Cuantos más millonarios aparecen, más
millones de pobres son necesarios para sostener su fortuna.
El mito del progreso económico ha servido como cortina de
humo para encubrir una verdad incómoda: el capitalismo no busca el bienestar
general, sino el beneficio de una minoría. Desde los tiempos de la Revolución
Industrial, las grandes potencias se han enriquecido a costa de la explotación
brutal de las mayorías trabajadoras. La automatización, la miniaturización y la
informatización —símbolos del mundo moderno— no han traído justicia ni
equilibrio, sino desempleo masivo y precarización. Cada avance
tecnológico que promete liberar al hombre del trabajo lo condena,
paradójicamente, a ser innecesario.
Maurice Cury (1998) lo explica con precisión: el
capitalismo moderno expulsa al obrero de la fábrica, al campesino de la tierra
y al joven del futuro. Los pequeños productores desaparecen devorados por las
grandes corporaciones; los artesanos son reemplazados por máquinas; y las
comunidades rurales, obligadas a emigrar, engrosan los cinturones de miseria de
las ciudades. La lógica capitalista no es distribuir el trabajo, sino concentrar
la riqueza. Por eso, mientras las ganancias empresariales alcanzan cifras
récord, millones de personas sobreviven en condiciones de esclavitud
encubierta.
Los datos que cita Cury en El libro negro del
capitalismo son tan contundentes como actuales: cerca de veinte millones de
desempleados en Europa en los años noventa, millones de niños trabajadores en
Asia y América Latina, y decenas de millones de personas viviendo en las calles
de los países más “desarrollados”. En Estados Unidos, el supuesto paraíso del
libre mercado, más de treinta millones de habitantes vivían —ya entonces— bajo
el umbral de pobreza. Hoy, a comienzos del siglo XXI, esas cifras se han
multiplicado. El capitalismo ha logrado un fenómeno inédito: la coexistencia
de la abundancia y la miseria en un mismo territorio.
El sistema se presenta como “creador de empleo”, pero en
realidad produce empleos sin derechos, sin estabilidad y sin futuro. El
trabajo ha perdido su dignidad para convertirse en un privilegio precario. Las
empresas exigen productividad, pero no ofrecen seguridad; reclaman sacrificios,
pero no reconocen humanidad. El trabajador moderno, endeudado, estresado y
sometido a ritmos inhumanos, es el nuevo esclavo del siglo XXI. Ya no lleva
cadenas, pero carga hipotecas, préstamos y tarjetas de crédito que lo atan con
más fuerza que el hierro.
Lo más perverso es que el capitalismo culpa al propio
pobre de su pobreza. Le dice que si no progresa es porque no se esfuerza lo
suficiente, porque no emprende, porque no sabe venderse. Así, convierte la
injusticia estructural en fracaso individual. El pobre no es una víctima del
sistema, sino su responsable. Esta estrategia psicológica neutraliza la
rebeldía: el explotado se avergüenza de su condición y el explotador se siente
inocente. Como advierte Perrault (1998), “la miseria no es una catástrofe
natural, sino una producción social planificada”.
La llamada “mano invisible” del mercado, lejos de
equilibrar la economía, ha creado una fábrica global de pobreza, donde
la vida humana se devalúa tanto como una moneda en crisis. En esta fábrica no
hay obreros estables, sino descartables; no hay comunidades, sino consumidores;
no hay derechos, sino contratos temporales. Y lo más grave: no hay límites. Los
mismos mecanismos que empobrecen al Sur terminan destruyendo también al Norte.
Los trabajadores de Europa y Estados Unidos, que creyeron estar protegidos,
ahora sufren las mismas consecuencias que los pueblos que antes despreciaban:
desempleo, hambre, violencia y desesperanza.
Este proceso no es casual. El capitalismo global ha
trasladado sus centros de producción a los países más pobres, donde puede pagar
salarios de miseria y destruir el medio ambiente sin consecuencias. La
deslocalización industrial ha convertido a Asia, África y América Latina en talleres
de esclavos modernos. En ellos, millones de niños y mujeres trabajan más de
doce horas diarias por menos de un dólar. Se produce ropa, tecnología,
alimentos y medicinas que jamás podrán comprar. La nueva división internacional
del trabajo no es económica: es moral. Unos producen pobreza, otros la
consumen.
Los organismos internacionales —el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio— actúan
como los nuevos capataces del sistema. Imponen políticas de ajuste estructural,
reducen los presupuestos sociales, destruyen la soberanía alimentaria y exigen
la privatización de los bienes públicos. En nombre de la “competitividad”,
obligan a los países pobres a recortar salarios, eliminar subsidios y abrir sus
mercados. El resultado es un círculo infernal: cuanto más obedecen, más se
endeudan; cuanto más se endeudan, más se someten. Así se perpetúa la esclavitud
financiera que Marx había anticipado como forma moderna del colonialismo.
En su fase actual, el capitalismo ha sustituido la
explotación visible por una explotación invisible, pero más profunda. El
obrero del siglo XIX sabía que era esclavo; el trabajador del siglo XXI cree
que es libre. La pobreza ya no se impone con látigos, sino con algoritmos,
deudas y falsas esperanzas. Las fábricas ya no están cercadas por muros, sino
por la necesidad. Y mientras tanto, los grandes medios de comunicación celebran
cada aumento del Producto Interno Bruto como si fuera una victoria moral,
aunque millones mueran de hambre o vivan sin techo.
Esta “fábrica mundial de la pobreza” produce tres tipos
de seres humanos: los que mandan, los que obedecen y los que sobran. Los
primeros son los dueños del capital y del conocimiento; los segundos son los
asalariados que mantienen la estructura; y los terceros, los excluidos, los que
el sistema considera desechables. Perrault (1998) advierte que la humanidad
se encamina hacia una división brutal entre una minoría de privilegiados y una
mayoría de descartados. Esta situación no es solo económica, sino moral: un
mundo que acepta que millones mueran de hambre mientras se desperdician
toneladas de alimentos ha perdido toda noción de humanidad.
Por eso, hablar de pobreza en el capitalismo no es hablar
de una “situación social”, sino de una estrategia económica. La pobreza
es la materia prima del sistema: sin pobres no hay mano de obra barata, no hay
consumo aspiracional, no hay obediencia. El capitalismo necesita mantener viva
la miseria para garantizar su supervivencia. Por eso, no la elimina; la
administra.
En conclusión, la fábrica mundial de la pobreza es el
corazón del capitalismo contemporáneo. No es un accidente del progreso, sino su
condición de posibilidad. Cuanto más avanza la tecnología, más retrocede la
justicia. Cuanto más crecen los mercados, más se achica la esperanza. La
humanidad vive bajo una paradoja: producimos abundancia, pero cosechamos
miseria; multiplicamos la riqueza, pero dividimos la dignidad. Esa
contradicción no es un error: es el rostro verdadero de un sistema que necesita
pobres para que unos pocos puedan llamarse ricos.
IV. COLONIALISMO, SANGRE Y DINERO
El capitalismo no nació del ingenio ni del trabajo
virtuoso de unos pocos hombres civilizados, sino del saqueo sistemático, la
esclavitud y la sangre derramada de millones. Detrás de cada lingote de oro
acumulado en Europa hay una historia de exterminio; detrás de cada banco o
imperio industrial, un océano de cadáveres. Jean Suret-Canale (1998), en su
análisis de los siglos XV al XIX, demuestra que la llamada “acumulación
primitiva del capital” fue en realidad una gigantesca operación de despojo
mundial. Europa no se enriqueció por su talento, sino por su violencia. Las
potencias coloniales construyeron su prosperidad sobre los cuerpos mutilados de
los pueblos de América, África y Asia.
Karl Marx (1867/2012) ya había señalado que el
capitalismo nació “chorreando sangre y lodo por todos los poros”. La riqueza
europea no emergió de la virtud del trabajo, sino de la expropiación del
campesinado, el genocidio indígena y la esclavitud africana.
La historia que la educación occidental nos enseñó —la de un progreso
civilizador— es una farsa moral. En realidad, el capitalismo comenzó cuando
Europa decidió convertir el planeta en un botín. Y ese saqueo, lejos de ser un
hecho aislado, fue el punto de partida del orden económico mundial que aún
domina.
Suret-Canale (1998) describe tres movimientos paralelos
que dieron origen al capitalismo moderno. El primero fue la expulsión
violenta de los campesinos europeos de sus tierras. En Inglaterra, desde
los Tudor hasta los Estuardo, se aprobaron leyes infames que obligaron a los
labriegos a abandonar los campos para dar paso a la ganadería y al comercio.
Esos campesinos despojados se convirtieron en vagabundos perseguidos, azotados
y encarcelados. Las Poor Laws y las Workhouses —las casas de
trabajo forzado— fueron auténticas cárceles para los pobres. Así se creó una
nueva clase social: el proletariado, hombres “libres” de todo, menos de
su miseria.
El segundo movimiento fue la conquista de América,
el mayor genocidio de la historia. Los imperios azteca, inca y taíno fueron
destruidos en nombre de la cruz y del oro. La espada y la Biblia marcharon
juntas en una empresa donde la fe se usó como excusa para el saqueo. Las minas
de Potosí, Zacatecas y Huancavelica se convirtieron en tumbas abiertas donde
los indígenas trabajaban hasta morir. Las estimaciones históricas son
escalofriantes: de unos cincuenta millones de habitantes originarios en el
continente, apenas sobrevivieron cinco millones un siglo después (Suret-Canale,
1998). La colonización no solo mató cuerpos, sino también culturas, lenguas y
memorias.
El tercer movimiento, paralelo al exterminio americano,
fue la trata negrera africana, el tráfico más cruel y prolongado de la
historia humana. Entre los siglos XVI y XIX, más de quince millones de
africanos fueron capturados, encadenados y vendidos como mercancía. Las cifras
reales, incluyendo los muertos durante la caza, el transporte y el trabajo
forzado, podrían superar los cien millones de víctimas. En los barcos negreros,
los cuerpos eran apilados como animales, y uno de cada cuatro moría antes de
llegar al puerto. Aquellos que sobrevivían eran vendidos en subastas públicas
como si fueran herramientas. La economía de plantación —de azúcar, tabaco, café
y algodón— se convirtió en el motor de acumulación del capitalismo mundial.
El capitalismo, por tanto, se edificó sobre la industrialización
de la esclavitud. Cada tonelada de azúcar exportada desde el Caribe
equivalía al sudor y la sangre de miles de esclavos africanos. Cada lingote de
plata que llegaba a Sevilla era el resultado de jornadas inhumanas en las minas
de los Andes. Cada galeón cargado de riquezas hacia Europa era acompañado por
el gemido de los pueblos colonizados. Como bien afirma Suret-Canale (1998),
“América fue el laboratorio del capitalismo, y África su cantera de seres
humanos”.
El llamado “comercio triangular” sintetizó esta lógica
infernal: Europa enviaba manufacturas y armas a África; África enviaba esclavos
a América; y América enviaba materias primas y metales preciosos a Europa. Este
circuito de muerte dio origen al capital financiero que impulsó la
Revolución Industrial. Así se explica que los grandes puertos europeos
—Liverpool, Nantes, Lisboa, Ámsterdam— crecieran al ritmo del tráfico de
esclavos. Las fortunas de las familias burguesas, que luego serían los
fundadores de bancos y compañías, nacieron literalmente del dolor humano.
La historia oficial, sin embargo, glorificó a los
conquistadores y mercaderes como “héroes civilizadores”. Se ocultó que esos
mismos “héroes” destruyeron civilizaciones enteras, robaron continentes y
redujeron a pueblos enteros a la condición de objetos. La modernidad europea
—tan alabada por sus filósofos— fue inseparable de la barbarie colonial.
Mientras Europa hablaba de “derechos humanos” y “razón ilustrada”, en las
colonias se practicaba la tortura, el genocidio y la violación masiva. Esa
contradicción moral es el pecado original del capitalismo: predica libertad,
pero vive de la esclavitud.
El colonialismo no fue solo una conquista territorial,
sino una conquista económica y espiritual. Impuso un modelo de
pensamiento donde Europa se consideró el centro del mundo y los demás pueblos,
simples proveedores de materias primas o mano de obra. Esa visión etnocéntrica,
que aún persiste, permitió justificar los peores crímenes con palabras nobles:
“evangelizar”, “civilizar”, “modernizar”. Pero, como recordaba Perrault (1998),
“ningún crimen se comete tan impunemente como aquel que se disfraza de virtud”.
La sangre derramada durante esos siglos no se evaporó; se
convirtió en capital. Los imperios coloniales amasaron fortunas incalculables
gracias a la violencia. Y cuando la esclavitud fue abolida, el capitalismo ya
no necesitaba cadenas: había creado el salario. La esclavitud asalariada
reemplazó a la esclavitud tradicional, pero la lógica siguió siendo la misma:
unos pocos poseen los medios de producción, y los demás venden su fuerza de
trabajo para sobrevivir. Lo que cambió fue la apariencia, no la esencia.
Suret-Canale (1998) concluye que el capitalismo nació
manchado de sangre, y que esa mancha nunca ha desaparecido. Las formas de
dominación se transforman, pero la estructura permanece. Ayer fueron las minas
de Potosí; hoy son las fábricas de Bangladesh. Ayer fueron las plantaciones de
algodón; hoy son los call centers y las maquilas. En todas, la dignidad humana
sigue siendo sacrificada en el altar del lucro.
Así pues, la historia del capitalismo no puede contarse
como la epopeya del progreso, sino como la crónica de una infamia. Fue el
colonialismo el que le proporcionó su base material y moral. Fue la sangre de
los esclavos la que lubricó sus máquinas. Y fue el dinero —ese dios sin rostro—
el que consolidó su imperio. De ahí que este apartado lleve por título
“Colonialismo, sangre y dinero”: porque esos tres elementos no solo explican su
origen, sino también su permanencia.
V. AMÉRICA: LABORATORIO DEL HORROR
América fue el primer campo de experimentación del
capitalismo moderno. Aquí se ensayaron, con crueldad inédita, los métodos de
dominación, explotación y control que más tarde se extenderían al resto del
planeta. Como afirma Jean Suret-Canale (1998), el continente americano se convirtió
en “el laboratorio del horror” donde el capitalismo probó su maquinaria de
muerte y su sistema de acumulación basado en la esclavitud y el exterminio. El
encuentro entre Europa y América no fue un intercambio cultural, como suele
repetirse en los manuales de historia; fue un encuentro entre la codicia y
la inocencia, entre el hierro y la flor, entre el lucro y la vida.
Los conquistadores, armados con la cruz y la espada, no
trajeron civilización, sino devastación. En nombre de Dios y del rey, destruyeron
imperios, asesinaron millones de seres humanos y convirtieron continentes
enteros en propiedad privada. Lo que llamaron “descubrimiento” fue, en
realidad, la inauguración de una era de barbarie económica. Los pueblos
originarios, que habían vivido en equilibrio con la naturaleza, fueron
obligados a trabajar hasta morir en minas y plantaciones. Las tierras comunales
fueron usurpadas y transformadas en haciendas; los templos, profanados; las
lenguas, prohibidas; las culturas, borradas a golpe de látigo.
Las minas de Potosí, Zacatecas y Huancavelica simbolizan
esa tragedia. Bajo la montaña de plata del Potosí —que los españoles llamaban
“el cerro que come hombres”— murieron millones de indígenas andinos. Los
cronistas de la época relatan que los mineros no veían la luz del sol durante
años, y que las galerías estaban impregnadas de sangre y azufre. Cada barra de
plata que llegaba a Europa equivalía a una vida segada por el hambre, la
fatiga o la enfermedad. Según cálculos históricos, entre 1545 y 1825 fueron
extraídas más de 45.000 toneladas de plata, al costo de cerca de ocho millones
de vidas indígenas (Suret-Canale, 1998).
Pero la minería no fue la única forma de esclavitud. En
las plantaciones del Caribe, Centroamérica y Brasil se desarrolló una economía
aún más cruel: la del monocultivo esclavista. Caña de azúcar, café, tabaco,
cacao y algodón fueron los motores del capitalismo naciente. Las islas de Cuba,
Haití, Jamaica, Martinica y Santo Domingo se transformaron en fábricas de
muerte donde los esclavos africanos trabajaban bajo un régimen inhumano. En
el siglo XVII, los europeos codificaron esa brutalidad en leyes: el Code
Noir francés de 1685 autorizaba castigos atroces como el mutilamiento, el
azote, la quema o la ejecución de los esclavos. La vida de un ser humano valía
menos que una herramienta.
Los dueños de las plantaciones —llamados “señores
blancos”— tenían poder absoluto. Los esclavos eran marcados con hierro
caliente, vendidos como animales y castigados públicamente para infundir
terror. Los registros históricos revelan prácticas de una crueldad
inimaginable: hombres descuartizados, mujeres embarazadas golpeadas hasta
morir, niños arrojados a las calderas de azúcar por intentar escapar. Cada
tonelada de azúcar exportada a Europa llevaba consigo el amargo sabor de la
sangre humana.
En Brasil, el mayor destino de esclavos africanos del
continente, más de cuatro millones de hombres y mujeres fueron vendidos y
obligados a trabajar en las plantaciones. Las condiciones eran tan brutales que
la expectativa de vida de un esclavo no superaba los quince años. La Iglesia,
lejos de denunciar la barbarie, la legitimó. Predicaba que los negros debían
resignarse, pues su sufrimiento los acercaba al cielo. Así, el capitalismo no
solo esclavizó cuerpos, sino también conciencias.
El caso de Haití representa un punto de inflexión
histórico y moral. En 1791, los esclavos africanos y sus descendientes se
rebelaron contra el imperio francés, inspirados por las ideas de libertad de la
Revolución Francesa. Sin embargo, su libertad no fue celebrada, sino castigada.
La revolución haitiana —la primera rebelión victoriosa de esclavos en el mundo
moderno— fue respondida con bloqueos, invasiones y deudas impuestas. Francia
obligó a Haití a pagar una indemnización equivalente a 150 millones de francos
oro por “los daños” causados a los antiguos esclavistas. Esa deuda, que asfixió
al país durante más de un siglo, fue el castigo ejemplar que el
capitalismo impuso a quienes se atrevieron a desafiar su sistema.
Lo ocurrido en Haití demuestra que el capitalismo no
tolera la libertad de los oprimidos. Acepta revoluciones que cambien de amos,
pero no de estructura. Prefiere destruir una nación entera antes que permitir
el triunfo de una justicia verdadera. Por eso, cada vez que un pueblo ha
intentado romper sus cadenas, el poder económico mundial ha respondido con
sanciones, golpes de Estado o guerras disfrazadas de “misiones humanitarias”.
La historia de América Latina está plagada de esos episodios, desde la colonia
hasta nuestros días.
El laboratorio del horror no se limitó al pasado. Hoy,
las mismas tierras que fueron regadas con sangre indígena y africana son
explotadas por multinacionales agrícolas, mineras y energéticas que
perpetúan el saqueo bajo nuevas banderas. Las maquilas modernas, los
monocultivos transgénicos y la minería a cielo abierto son las versiones
tecnológicas de la esclavitud colonial. Cambiaron los métodos, no la lógica.
Los pueblos latinoamericanos siguen exportando materias primas y mano de obra
barata, mientras importan pobreza y dependencia.
El capitalismo nació en América, y su cuna fue una tumba.
Lo que aquí se aprendió —la eficiencia de la explotación, la rentabilidad del
sufrimiento, la obediencia del miedo— se exportó luego a África, Asia y Europa.
América fue el modelo del sistema-mundo capitalista: un territorio sometido a
la producción sin límites, al exterminio de los que no producen, y a la
adoración del dinero como nuevo dios. Por eso, el historiador Aimé Césaire
(1950) afirmó que el colonialismo europeo no fue un error moral, sino una
práctica coherente con la lógica capitalista: “Una civilización que
justifica la esclavitud es ya una civilización enferma”.
América fue la primera víctima, pero también el primer
espejo del capitalismo. En ella se reveló su verdadero rostro: el del amo sin
compasión, el del comerciante sin alma, el del político sin moral. Y también,
paradójicamente, el germen de su posible derrota, porque en este mismo continente
nacieron las primeras rebeliones, los primeros gritos de independencia y las
primeras utopías de justicia. Si fue aquí donde el capitalismo aprendió a
dominar, quizás sea aquí donde la humanidad vuelva a aprender a resistir.
VI. ÁFRICA: COTO DE CAZA HUMANA
Si América fue el laboratorio del capitalismo, África
fue su cantera inagotable de cuerpos. Allí se llevó a cabo el mayor y más
prolongado crimen contra la humanidad: la trata negrera. Durante más de cuatro
siglos, millones de hombres, mujeres y niños africanos fueron cazados,
encadenados y vendidos como mercancías. Su secuestro y explotación no fueron un
exceso ocasional, sino el pilar estructural del capitalismo naciente, el
motor que alimentó las economías coloniales y las riquezas de Europa. Jean
Suret-Canale (1998) lo sintetiza con crudeza: “El capitalismo se alimentó de
África como un vampiro se alimenta de sangre”.
La esclavitud africana no comenzó con la codicia
individual de unos comerciantes, sino con un sistema organizado de
dominación económica y racial. Portugal, España, Holanda, Inglaterra y
Francia convirtieron la trata de esclavos en un negocio legal, respaldado por
los reyes y bendecido por las iglesias. Los barcos negreros partían de Europa
cargados de armas, telas y baratijas; llegaban a las costas africanas, donde
los jefes tribales —corrompidos o forzados— entregaban prisioneros de guerra o
poblaciones enteras; luego, las embarcaciones cruzaban el Atlántico repletas de
seres humanos tratados como carga. Era el llamado comercio triangular,
una red de horror que unía tres continentes bajo la lógica del beneficio y la
crueldad.
Las condiciones en los barcos negreros eran
indescriptibles. Los esclavos viajaban hacinados, encadenados unos a otros, sin
aire ni agua suficiente, cubiertos de heridas y heces. Muchos morían antes de
llegar a América, lanzados al mar como desperdicios. Los capitanes de barco
aseguraban sus “mercancías” con pólizas de seguro: si un esclavo moría, el
dueño cobraba una compensación económica. Así, la muerte también generaba
ganancias. Los cuerpos africanos se transformaron en capital flotante, y su
sufrimiento en una estadística más de rentabilidad.
El continente africano fue desangrado hasta los huesos.
Entre los siglos XV y XIX, se calcula que entre 50 y 100 millones de africanos
fueron víctimas directas o indirectas de la trata. Las aldeas quedaron vacías,
las comunidades desintegradas, las culturas mutiladas. La esclavitud destruyó
la base demográfica, social y espiritual del continente, impidiendo su
desarrollo durante siglos. A cambio, Europa acumuló fortunas colosales,
financió su revolución industrial y consolidó su poder mundial. Como afirma
Perrault (1998), “África fue el precio de la modernidad europea”.
Pero la trata no fue el único instrumento de dominación.
Una vez agotado el tráfico humano, el colonialismo europeo regresó a África
para saquear sus recursos naturales. A fines del siglo XIX, las potencias
occidentales se repartieron el continente en la Conferencia de Berlín
(1884–1885), trazando fronteras artificiales sin respeto por los pueblos ni sus
culturas. Bélgica, bajo el reinado de Leopoldo II, convirtió el Congo en su
propiedad personal y en uno de los mayores escenarios de horror de la historia
moderna. Más de diez millones de africanos fueron asesinados o mutilados por no
recolectar suficiente caucho. Las fotografías de hombres con las manos cortadas
son el testimonio más atroz de una codicia sin límites.
El colonialismo africano fue una extensión perfeccionada
del capitalismo. La tierra fue convertida en plantaciones, los minerales en
mercancía, los pueblos en fuerza laboral. Los europeos impusieron un sistema
dual: una economía de exportación para Europa y una economía de miseria para
los africanos. La educación, la religión y la administración colonial se
utilizaron como instrumentos de sumisión. Se enseñó a los africanos a admirar a
sus opresores, a despreciar su cultura y a aceptar su destino como sirvientes
del “hombre blanco”. Esa fue la esclavitud espiritual más profunda: la del
pensamiento.
Los imperios justificaron la barbarie en nombre de la
“civilización”. Alegaban que llevaban el cristianismo, la ciencia y el progreso
a tierras atrasadas. Pero lo que realmente llevaron fueron el látigo, la
deuda y el despojo. Aimé Césaire (1950) lo expresó con valentía: “Ninguna
raza tiene el monopolio de la civilización. Europa no ha civilizado a África;
la ha brutalizado”. Esa brutalidad no fue un error, sino una necesidad
funcional del capitalismo. Era indispensable destruir las economías autóctonas
para imponer el trabajo asalariado, expropiar los recursos y convertir el
continente en proveedor perpetuo de materias primas.
El siglo XX trajo nuevas formas de esclavitud. Tras las
independencias formales, el colonialismo económico sustituyó al colonialismo
político. Las empresas europeas y estadounidenses se adueñaron del petróleo, el
oro, el diamante y el uranio. El Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial se convirtieron en los nuevos amos, imponiendo políticas de ajuste
estructural que sumieron a África en la pobreza. Los gobiernos africanos,
endeudados y dependientes, actúan hoy bajo órdenes externas. Como advierte
Perrault (1998), “la deuda es el nuevo látigo del esclavo”.
Hoy, África sigue siendo el continente más rico en
recursos naturales y, al mismo tiempo, el más empobrecido del planeta. Esa
paradoja no es casual: la riqueza africana es la causa de su pobreza.
Las minas de coltán en el Congo, esenciales para fabricar teléfonos y
computadoras, son explotadas por corporaciones occidentales que financian
guerras y esclavizan a niños. Las multinacionales petroleras contaminan tierras
y mares sin que nadie las juzgue. Las potencias continúan extrayendo lo mejor
del continente y devolviéndole miseria, enfermedad y dependencia.
El capitalismo global mantiene así la vieja estructura de
dominación: África sigue siendo un coto de caza humana, aunque los cazadores ya
no usen redes ni cadenas, sino contratos, bancos y algoritmos. La esclavitud no
ha desaparecido; solo ha cambiado de uniforme. Hoy se llama
subcontratación, deuda externa, migración forzada o trata de personas. Y el
mundo, que se dice civilizado, mira hacia otro lado mientras los niños
africanos extraen los minerales que hacen funcionar los celulares con los que
los ricos se comunican.
África representa, quizá más que ningún otro lugar, el
espejo moral del capitalismo. En sus heridas se reflejan cinco siglos de crimen
económico y de hipocresía occidental. No hay progreso posible que pueda
justificarse sobre la esclavitud de un continente entero. Y mientras el capital
siga alimentándose de su miseria, el mundo seguirá siendo cómplice. La
verdadera civilización no será europea ni africana, sino humana, cuando
los pueblos del mundo reconozcan que ninguna riqueza puede construirse sobre la
sangre ajena.
VII. LA ALIANZA DEL CAPITAL Y EL ESTADO
El capitalismo no surgió ni se sostuvo por generación
espontánea. Su expansión fue posible gracias a una poderosa alianza: el
matrimonio entre el capital y el Estado. Detrás de cada empresa colonial,
de cada banco y de cada guerra, hubo siempre un poder político dispuesto a
proteger los intereses de los ricos. Jean Suret-Canale (1998) lo explica con
precisión: “El Estado moderno nació no para servir al pueblo, sino para
garantizar la propiedad privada del capitalista.” Desde sus orígenes, la
política fue el brazo armado de la economía, y la economía, la justificación
moral de la política.
La acumulación primitiva del capital, que destruyó
comunidades y esclavizó continentes, no habría sido posible sin el respaldo
estatal. Los reyes europeos otorgaban licencias, monopolios y privilegios a las
compañías de Indias; organizaban ejércitos para conquistar territorios y
ofrecían recompensas a quienes traficaban esclavos. Las coronas se convirtieron
en accionistas del crimen. Como recuerda Marx (1867/2012), “la deuda pública,
los impuestos y el sistema colonial fueron los tres grandes pilares de la
acumulación primitiva”. El Estado, lejos de ser un árbitro neutral, fue la
maquinaria que institucionalizó la violencia económica.
A través del sistema fiscal, el pueblo europeo fue
obligado a financiar el enriquecimiento de sus propias élites. Los reyes
arrendaban la recaudación de impuestos a banqueros privados —los futuros
magnates financieros—, quienes adelantaban dinero a cambio de privilegios y
concesiones. Así nació el capitalismo financiero moderno, sostenido por una
estructura de deuda pública que hasta hoy esclaviza a las naciones. La deuda se
convirtió en una herramienta de dominación: el Estado pedía prestado a los
ricos y luego obligaba al pueblo a pagar. El capital prestaba para ser
obedecido.
Los grandes descubrimientos geográficos, que la historia
presenta como epopeyas heroicas, fueron en realidad empresas capitalistas
respaldadas por los gobiernos. Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Francisco
Pizarro o Vasco da Gama no fueron exploradores románticos, sino contratistas al
servicio del lucro. Las expediciones se financiaban con fondos públicos y se
privatizaban las ganancias. La conquista de América y África fue una sociedad
mercantil: el Estado asumía los riesgos, y los inversores recogían los beneficios.
De esa fórmula nació la economía de las compañías coloniales, antecesora
directa de las corporaciones transnacionales contemporáneas.
Uno de los ejemplos más claros de esta alianza fue la
creación de las Compañías de Indias Orientales y Occidentales,
patrocinadas por Inglaterra, Francia y Holanda. Estas entidades no solo
comerciaban; gobernaban, acuñaban moneda, mantenían ejércitos y administraban
justicia. Eran Estados dentro del Estado, verdaderos imperios privados con
autorización legal para invadir, esclavizar y matar. Todo esto se hacía en
nombre del progreso, pero el objetivo real era asegurar la circulación del
capital y la expansión del mercado europeo.
El Estado moderno, según Perrault (1998), “no nació de la
voluntad del pueblo, sino de la necesidad del capital.” Las revoluciones
burguesas de los siglos XVII y XVIII —como la inglesa y la francesa—, que en
apariencia proclamaban libertad e igualdad, fueron en realidad procesos
mediante los cuales la burguesía desplazó a la nobleza para ocupar su lugar. El
poder político se reorganizó, pero la estructura de explotación se mantuvo. La
propiedad privada, el comercio libre y la expansión colonial se convirtieron en
dogmas sagrados del nuevo orden.
En este contexto, las guerras europeas de los siglos XVII
al XIX fueron esencialmente guerras económicas. Se libraban no por
ideales, sino por rutas comerciales, materias primas y mercados. Las armas
acompañaban al dinero como parte del mismo mecanismo. Cada invasión, cada
bloqueo, cada tratado, respondía a la lógica del beneficio. Los ejércitos eran
los guardianes del capital, y las banderas nacionales, su máscara patriótica.
Así nació la moderna “razón de Estado”, ese principio según el cual todo crimen
es justificable si defiende los intereses del poder económico.
A medida que el capitalismo se consolidó, el Estado se
convirtió también en garante del orden social interno. Para proteger la
propiedad de los ricos, se crearon policías, tribunales y cárceles. Las leyes
laborales, las huelgas y los movimientos sociales fueron reprimidos con
brutalidad. Los obreros que exigían derechos eran catalogados como enemigos del
progreso. En nombre de la estabilidad y del mercado, los gobiernos masacraron a
su propio pueblo. La Comuna de París en 1871, por ejemplo, fue aniquilada con
decenas de miles de muertos para restablecer la “normalidad capitalista”.
En el siglo XX, la alianza del capital y el Estado
alcanzó su máxima expresión. La Primera y la Segunda Guerra Mundial fueron
conflictos entre potencias por el control del planeta. Millones de seres
humanos murieron, pero el capital sobrevivió y se fortaleció. Después de 1945,
las grandes corporaciones sustituyeron a los imperios coloniales, y los Estados
se transformaron en sus cómplices administrativos. Las instituciones
internacionales —el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y más tarde
la Organización Mundial del Comercio— asumieron el papel de reguladores
globales del capital, imponiendo políticas económicas uniformes en todo el
planeta. Detrás de su discurso técnico se escondía la misma ideología: la
defensa de los intereses del dinero por encima de la vida.
El neoliberalismo de las últimas décadas ha perfeccionado
esta alianza. Hoy, los Estados no necesitan conquistar países; basta con
endeudarlos, privatizarlos y subordinarlos. Los gobiernos se presentan como
gerentes del capital, no como representantes de los pueblos. Los presupuestos
nacionales se planifican para satisfacer a los acreedores internacionales, no
las necesidades sociales. Y cuando algún líder político intenta romper esa
dependencia, es demonizado, aislado o derrocado. La historia reciente de
América Latina es prueba de ello: golpes blandos, sanciones económicas y
manipulación mediática sustituyen a las antiguas invasiones militares. La dominación
sigue intacta, solo ha cambiado su forma.
Esta alianza entre el Estado y el capital demuestra que
la democracia, bajo el capitalismo, es un teatro bien ensayado. Los
ciudadanos votan, pero no deciden; el poder político se renueva, pero la estructura
económica permanece. Los gobiernos cambian de color, pero los bancos no cambian
de dueño. En este sentido, el Estado no es el antídoto del capitalismo, sino su
guardián. Su función es mantener la estabilidad del sistema, asegurar el pago
de la deuda, garantizar las ganancias de las corporaciones y reprimir cualquier
intento de emancipación popular.
El capitalismo, sin el Estado, no habría sobrevivido. Y
el Estado, sin el capital, no habría alcanzado el poder que tiene. Ambos son
las dos caras de la misma moneda. Uno domina con la ley; el otro, con el
dinero. Uno reprime en nombre del orden; el otro, explota en nombre del
progreso. Juntos, han convertido la libertad en simulacro y la justicia en
mercancía. Comprender esta alianza es indispensable para entender por qué la
pobreza, la guerra y la desigualdad no son errores del sistema, sino su modo
normal de funcionar.
VIII. LA ESCLAVITUD MODERNA: EL SALARIO, LA DEUDA Y LA
OBEDIENCIA DIGITAL
El capitalismo ha demostrado una capacidad extraordinaria
para reinventar la esclavitud sin necesidad de látigos ni cadenas. En su fase
actual —financiera, tecnológica y globalizada— ha sustituido el dominio físico
por mecanismos más sutiles, pero igual de eficaces: el salario insuficiente,
la deuda perpetua y la obediencia digital. Lo que en los siglos pasados se
imponía mediante la fuerza, hoy se logra a través de la necesidad, la
manipulación psicológica y el control de la información. Gilles Perrault (1998)
lo anticipó con lucidez: el capitalismo “ha aprendido a dominar sin violencia
visible”, porque ha logrado que los oprimidos trabajen convencidos de que son
libres.
El salario fue presentado por el liberalismo como el
símbolo de la libertad moderna: el trabajador ya no pertenece al amo, sino que
vende su fuerza de trabajo a quien desee. Sin embargo, esa “libertad” es una
ilusión. En realidad, el salario no libera: es la nueva forma de servidumbre.
Marx (1867/2012) lo llamó “esclavitud asalariada”, porque el obrero no elige
las condiciones de su trabajo ni el valor de su esfuerzo. Su sobrevivencia
depende del capitalista, y su tiempo, de la producción. Vive endeudado,
atrapado en una rutina que apenas le permite reproducir su existencia. La
diferencia con el esclavo antiguo es solo formal: el amo ya no lo compra, lo
alquila; pero lo sigue poseyendo.
La era digital ha perfeccionado esa dependencia. Los
algoritmos, los sistemas de vigilancia y las plataformas laborales controlan
cada movimiento humano. En el capitalismo del siglo XXI, el trabajador ya no
solo vende su tiempo, sino también sus datos, sus emociones y su atención.
Las redes sociales, las aplicaciones de entrega, los bancos digitales y las
empresas tecnológicas han convertido la vida cotidiana en una fuente constante
de rentabilidad. Cada clic, cada desplazamiento, cada compra se traduce en
información que alimenta al nuevo amo invisible: la inteligencia artificial
corporativa.
Maurice Cury (1998) advirtió que el capitalismo siempre
buscaría nuevas formas de control, y la tecnología se ha convertido en su
instrumento más eficaz. Las grandes plataformas —Google, Amazon, Meta,
Microsoft, Apple— no solo dominan la economía, sino también la conciencia.
Crean deseos, moldean opiniones y determinan comportamientos. La libertad, que
antes se entendía como capacidad de decisión, ahora se ha transformado en una
ilusión programada. El ciudadano digital se siente autónomo, pero piensa,
consume y vota dentro de los límites que le impone el algoritmo.
La deuda, por su parte, es el látigo invisible de nuestra
época. Los trabajadores, las familias y los países enteros viven endeudados
hasta la asfixia. El crédito, presentado como una oportunidad, es en realidad
una cadena moderna. Los bancos reemplazaron a los capataces: su poder no se
ejerce en los campos de algodón, sino en los formularios financieros. Un
préstamo puede decidir el destino de una persona o de una nación. Como señala
Perrault (1998), “la deuda es la nueva forma de esclavitud universal: todos
deben, todos pagan, y nadie se libera”.
En el capitalismo contemporáneo, la deuda no se paga para
cancelarse, sino para perpetuarse. Los países del Sur global —especialmente en
América Latina y África— dedican más recursos al pago de intereses que a la
salud o la educación. Los individuos, atrapados en préstamos de consumo,
tarjetas de crédito y hipotecas, trabajan toda su vida sin alcanzar la libertad
económica. La promesa del progreso se ha convertido en un círculo vicioso de
dependencia. El hombre moderno ya no trabaja para vivir, vive para pagar.
A esto se suma la nueva forma de servidumbre emocional
que el sistema ha creado. Las redes sociales, controladas por conglomerados
financieros, no son espacios de libertad, sino herramientas de vigilancia
masiva. Los usuarios, convencidos de estar comunicándose libremente, en
realidad son observados, clasificados y manipulados. Cada fotografía, cada
reacción y cada “me gusta” es analizado para predecir y dirigir el
comportamiento colectivo. La psicología de masas, que en el siglo XX se usó
para la propaganda política, hoy sirve para la propaganda comercial. El
capitalismo digital no solo explota el cuerpo, sino también la mente.
La supuesta “economía colaborativa”, promovida por las
plataformas digitales, representa otra de las grandes mentiras del
neoliberalismo contemporáneo. Empresas como Uber, Rappi, Airbnb o Amazon se
presentan como innovaciones democráticas, pero en realidad funcionan como estructuras
de explotación sin derechos laborales. Los trabajadores son llamados
“socios” o “emprendedores”, aunque carecen de seguro médico, vacaciones o
estabilidad. No tienen jefe visible, pero son vigilados y sancionados por algoritmos
que controlan su rendimiento. La deshumanización ha alcanzado niveles que ni
los antiguos esclavistas imaginaron: ahora las máquinas deciden quién merece
comer.
En el siglo XXI, el capitalismo ya no necesita conquistar
territorios: conquista conciencias. Los medios de comunicación, la publicidad y
las plataformas digitales han colonizado el pensamiento humano. Nos venden la
idea de que consumir es vivir, que endeudarse es progresar, que obedecer es
modernizarse. Esta colonización mental es más peligrosa que la antigua
esclavitud, porque los esclavos de hoy creen que son libres. Se levantan
cada mañana convencidos de que eligen su destino, sin notar que su voluntad ha
sido programada.
La obediencia digital es el nuevo rostro de la
servidumbre. El sistema no impone el silencio por la fuerza, sino por la
saturación de ruido. Nos inunda de información irrelevante para impedirnos
pensar. Nos ofrece entretenimiento constante para distraernos del sufrimiento
real. Nos da voz, pero no poder. Esta es la tiranía más sofisticada de la
historia: la que logra que el oprimido no quiera liberarse, porque ama su
propia prisión.
En este contexto, la lucha por la libertad adquiere un
nuevo sentido. Ya no basta con liberar el cuerpo, como en los siglos pasados;
es necesario liberar la mente. La emancipación del siglo XXI debe ser
cognitiva, ética y tecnológica. Es preciso recuperar el control de la
información, la educación y la conciencia crítica. Solo así podrá romperse el
ciclo de servidumbre digital que perpetúa el dominio del capital.
La esclavitud moderna no se ve ni se denuncia porque se
disfraza de progreso. Pero detrás de cada avance tecnológico, de cada
aplicación y de cada “innovación financiera”, sigue latiendo el mismo principio
de hace quinientos años: convertir al ser humano en instrumento de ganancia.
Y mientras no se rompa esa lógica, toda libertad será aparente, todo bienestar
será precario y toda civilización seguirá siendo una forma refinada de
esclavitud.
IX. EL PRECIO HUMANO DEL PROGRESO
El capitalismo se ha erigido como el gran narrador del
progreso. Sus defensores proclaman que nunca la humanidad había gozado de tanta
tecnología, tanta comunicación y tantas oportunidades de consumo. Sin embargo, detrás
de ese brillo superficial se oculta un costo humano devastador, que el
sistema intenta ocultar bajo cifras, estadísticas y discursos de modernización.
Ese costo no se mide en dinero, sino en vidas truncadas, en dignidades
destruidas y en un planeta llevado al borde del colapso ecológico.
Desde sus orígenes, el capitalismo confundió progreso con
acumulación y bienestar con riqueza material. Su lógica es simple pero
perversa: crecer, producir, competir, consumir. Y cuanto más produce, más
destruye; cuanto más acumula, más excluye. El progreso que promete es una
carrera sin meta, donde los vencedores son cada vez menos y los vencidos cada
vez más. Como denuncia Gilles Perrault (1998), “el capitalismo es una
maquinaria que avanza sin alma, sin dirección moral, sin más brújula que la ganancia.”
El precio de este supuesto progreso ha sido la
degradación del ser humano y de la naturaleza. Las selvas se talan, los mares
se contaminan y el aire se vuelve irrespirable, mientras las corporaciones
declaran récords de productividad. Las grandes ciudades, símbolo de la
modernidad capitalista, se han transformado en cementerios de soledad,
donde millones de personas viven aisladas, vigiladas y sobreexplotadas. El
hombre moderno, rodeado de tecnología, carece de sentido. Vive conectado, pero
vacío; informado, pero desorientado; libre, pero controlado.
Maurice Cury (1998) advierte que el capitalismo no solo
explota cuerpos, sino también conciencias. Su poder no radica únicamente en la
economía, sino en la capacidad de definir lo que la gente considera “normal.”
Ha logrado convertir la desigualdad en un fenómeno natural, la pobreza en un
destino individual y la explotación en una oportunidad. En este proceso, el
sistema ha domesticado la ética, ha reducido la educación a entrenamiento
técnico y ha vaciado de contenido a la política. Las palabras libertad,
justicia y democracia se repiten con solemnidad, pero carecen de sentido real.
La educación —que debería ser el motor de emancipación—
ha sido transformada en un instrumento de adaptación al sistema. Ya no
se enseña a pensar, sino a competir. Las universidades se convirtieron en
fábricas de profesionales obedientes, no de ciudadanos críticos. El
conocimiento dejó de ser un bien público para convertirse en una mercancía más.
Quien no puede pagar, no accede. Quien accede, termina sirviendo al mercado.
Así se cierra el círculo: el capitalismo se reproduce no solo en las fábricas,
sino en las mentes.
La salud también se ha convertido en un negocio. En el
mundo contemporáneo, enfermar es una oportunidad de ganancia. Las
farmacéuticas, los hospitales privados y las aseguradoras compiten por
beneficios mientras millones de personas mueren sin atención médica. La
pandemia reciente fue una lección trágica: incluso frente al sufrimiento
global, el capital priorizó las patentes sobre la vida. En ese escenario, el
progreso reveló su verdadero rostro: una carrera por el lucro en medio de la
muerte.
El precio humano del progreso también se mide en el deterioro
moral de las relaciones humanas. El capitalismo ha erosionado los vínculos
comunitarios, reemplazando la solidaridad por el interés y la empatía por la
competencia. En una sociedad donde todo se compra y todo se vende, incluso los
afectos terminan mercantilizados. El amor se convierte en producto, la amistad
en conveniencia, y la vida, en una transacción. El ser humano ya no vale por lo
que es, sino por lo que posee o produce.
Esta deshumanización alcanza incluso al arte, la cultura
y la espiritualidad. El arte ya no busca la belleza o la verdad, sino el éxito
comercial. La cultura, que alguna vez fue espacio de encuentro y reflexión, ha
sido reducida a entretenimiento. La religión, en muchos casos, se ha
transformado en espectáculo o negocio. El capitalismo ha colonizado todos los
territorios del alma, anulando el sentido trascendente de la existencia. Lo que
antes inspiraba al hombre, ahora se vende como experiencia turística o producto
digital.
El progreso material no ha sido acompañado por progreso
moral. Nunca hubo tanta tecnología, y sin embargo, nunca hubo tanta miseria
espiritual. Se colonizó el espacio exterior, pero no se conquistó la paz
interior. Se construyeron redes globales, pero no comunidades humanas. La
ciencia ha avanzado, pero la conciencia retrocede. Como señalaba el filósofo
Erich Fromm (1955), “el hombre moderno vive en una sociedad que le ofrece mil
medios para vivir, pero ningún fin por el cual vivir.”
La consecuencia más grave de este falso progreso es la
crisis de sentido. Millones de personas, atrapadas en la rutina del consumo, ya
no saben quiénes son ni para qué viven. El trabajo se ha vuelto un castigo, el
tiempo un enemigo y la vida una carrera que nadie gana. La desesperanza se
expresa en el aumento del suicidio, la depresión y la violencia. En este
escenario, la promesa capitalista de felicidad se revela como una mentira. Nunca
el hombre tuvo tanto, y nunca fue tan infeliz.
El planeta, devastado por el modelo extractivista, es
otro testigo mudo del costo del progreso. La tierra ha sido convertida en
recurso, el agua en mercancía y el aire en vertedero. Los pueblos originarios,
guardianes de la naturaleza, son perseguidos por defender lo que el capital
llama “obstáculo para el desarrollo”. Las selvas amazónicas, los ríos africanos
y los glaciares del norte son saqueados con el mismo espíritu con que los
conquistadores buscaron oro y esclavos. El progreso sigue siendo, como en el
siglo XVI, una forma elegante de saqueo.
Ante esta realidad, resulta urgente repensar qué
significa realmente “progresar.” Si el progreso consiste en destruir la vida
para acumular dinero, entonces no es progreso, sino barbarie. Si la modernidad
implica perder la ética, la comunidad y la dignidad, entonces no estamos
avanzando, sino retrocediendo. Como advirtió Perrault (1998), “el capitalismo
no es el fin de la historia, sino el principio de una nueva esclavitud
mundial.”
El precio humano del progreso capitalista es, en última
instancia, la pérdida del alma colectiva. La humanidad se está
deshumanizando en nombre de la eficiencia. Se sacrifica la vida por la
productividad, la belleza por la rentabilidad, la libertad por la comodidad. Y
cuando un sistema exige semejantes sacrificios, no puede llamarse civilización:
es una forma refinada de barbarie.
CONCLUSIÓN GENERAL
A lo largo de cinco siglos, el capitalismo ha
perfeccionado el arte de la dominación humana. Desde la esclavitud colonial
hasta la servidumbre digital, este sistema ha cambiado de rostro, pero no de
esencia. Nació de la violencia y se mantiene gracias al miedo, la ignorancia y
la codicia. Gilles Perrault (1998) lo definió como “un asesino sin rostro”,
porque no necesita verdugos visibles: su poder opera en las estructuras
económicas, en los discursos políticos, en las instituciones internacionales y,
sobre todo, en la conciencia de las personas. El capitalismo es el único
sistema que ha logrado convertir la opresión en costumbre y la injusticia en
normalidad.
El colonialismo, la trata de esclavos, la acumulación de
riqueza, la destrucción ambiental, el desempleo, la deuda y la manipulación
mediática no son etapas superadas, sino distintas formas de un mismo proceso.
Lo que antes fueron cadenas de hierro son hoy contratos, hipotecas y
algoritmos. Lo que antes fue la plantación esclavista es hoy la maquila, el
“call center” o la minería extractiva. Y lo que antes fue el látigo es hoy la
deuda o la amenaza de exclusión social. Nada ha cambiado en el fondo: el
capitalismo continúa devorando vidas para sostener su maquinaria de ganancia.
La tragedia más profunda de este sistema no es solo
material, sino moral. El capitalismo ha logrado despojar al ser humano de su
dignidad, convirtiéndolo en un número, en un consumidor, en una estadística. Ha
sustituido los valores del ser por los del tener, y ha reducido la felicidad a
la capacidad de comprar. En su lógica, quien no produce ni consume, no existe.
De este modo, millones de personas son tratadas como desechables: pueblos enteros
condenados a la miseria, niños obligados a trabajar, ancianos olvidados,
jóvenes sin futuro. El progreso material se construye sobre la ruina
espiritual.
Los autores analizados —Perrault, Cury y Suret-Canale—
coinciden en un punto esencial: el capitalismo no es una fase inevitable de
la historia, sino una elección moral y política. No hay destino económico
que obligue a la humanidad a vivir bajo sus reglas. Es posible construir un
orden basado en la cooperación, la solidaridad y la justicia, pero para ello es
necesario desenmascarar las mentiras del sistema: su supuesta neutralidad, su
falsa libertad y su aparente inevitabilidad.
El siglo XXI enfrenta una paradoja inédita: el mundo
dispone de tecnología suficiente para erradicar la pobreza, pero la pobreza
aumenta. Produce alimentos para todos, pero millones mueren de hambre. Crea
medios de comunicación instantánea, pero los pueblos están más divididos que
nunca. Esta contradicción no es técnica, sino ética. Mientras el dinero siga
siendo el centro de la vida, la humanidad seguirá caminando hacia su
autodestrucción.
Por eso, más que un análisis económico, este ensayo es
una denuncia moral. Denunciar el capitalismo es defender la vida. Es
afirmar que ningún progreso puede justificarse si implica la humillación del
ser humano o la destrucción del planeta. Es reclamar el derecho a pensar, a
sentir, a ser libre. El verdadero desafío no consiste en acumular más, sino en reaprender
a ser humanos.
REFLEXIÓN FINAL
El capitalismo, con toda su arrogancia tecnológica y su
aparente invencibilidad, no podrá resistir eternamente la fuerza de la verdad y
de la dignidad. Ningún sistema que se sustenta en la injusticia puede perdurar
sin resistencia. La historia demuestra que los pueblos oprimidos, aunque
parezcan dormidos, guardan en su interior una energía moral capaz de
transformar el mundo. Esa energía es la conciencia.
Hoy más que nunca, la humanidad necesita una
revolución ética. No una revolución de armas, sino de valores; no una
guerra por el poder, sino una lucha por el sentido de la vida. La ética debe
volver a ocupar el lugar que el capital le arrebató. Sin ética, toda ciencia se
vuelve peligrosa; sin justicia, todo progreso se vuelve opresión. Y sin
conciencia, toda libertad es ilusoria.
Es urgente recuperar la educación como herramienta de
liberación, no como simple entrenamiento para servir al mercado. La escuela
debe volver a enseñar a pensar, a cuestionar, a solidarizarse. Debe formar
seres humanos, no engranajes. Solo una educación crítica y humanista puede quebrar
las cadenas invisibles de la servidumbre moderna.
También es necesario devolverle al trabajo su dignidad.
El trabajo no puede ser una condena ni un privilegio, sino una forma de
realización personal y colectiva. El salario debe dejar de ser instrumento de
esclavitud y convertirse en expresión de justicia. Y la tecnología, en lugar de
ser instrumento de vigilancia, debe ponerse al servicio de la libertad y del
conocimiento.
La esperanza no está perdida. La historia de la humanidad
no es solo la historia de la opresión, sino también la de la resistencia. Los
pueblos de América, de África y de Asia han demostrado una y otra vez que
pueden levantarse contra el dominio. Cada vez que un ser humano defiende la
vida por encima del lucro, cada vez que un maestro enseña a pensar, cada vez
que un trabajador exige respeto o una comunidad protege su tierra, el
capitalismo se debilita.
Como recordaba el poeta Aimé Césaire (1950), “la
civilización que se niega a compartir es una civilización moribunda”. El
capitalismo, encerrado en su codicia, está muriendo de éxito. Pero de sus
ruinas puede nacer una humanidad nueva, si somos capaces de rescatar lo que el
dinero no puede comprar: la solidaridad, la justicia, la ternura y la
esperanza.
El futuro no está escrito. Depende de nosotros decidir si
queremos seguir viviendo como esclavos del mercado o como seres libres,
conscientes y solidarios. La verdadera revolución será ética o no será.
Y ese día, maestro, cuando la dignidad vuelva a ser la medida de todas las
cosas, podremos decir con orgullo que la humanidad ha recuperado su rostro.
REFERENCIAS
BIBLIOGRAFICAS.
Césaire, A. (1950). Discurso sobre el colonialismo. París: Présence Africaine.
Cury, M. (1998). El liberalismo totalitario. En G. Perrault (Ed.), El
libro negro del capitalismo. París: Le Temps des Cerises.
Fromm, E. (1955). La sociedad sana. México: Fondo de Cultura Económica.
Marx, K. (2012). El capital. Crítica de la economía política (Vol. 1).
México: Siglo XXI Editores. (Obra original publicada en 1867).
Perrault, G. (1998). El libro negro del capitalismo. París: Le Temps des
Cerises.
Suret-Canale, J. (1998). Los orígenes del capitalismo: siglos XV–XIX. En
G. Perrault (Ed.), El libro negro del capitalismo. París: Le Temps des
Cerises.
SAN SALVADOR, 01 DE NOVIEMBRE DE 2025
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