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“CUANDO LA POLÍTICA SE VUELVE MALA PALABRA: ENTRE LA DEMAGOGIA Y LA DIGNIDAD CIUDADANA”
POR. MSc. JOSE ISRAEL
VENTURA.
INTRODUCCIÓN.
Durante siglos, la política fue entendida como la forma
más alta de organización humana. Desde Aristóteles hasta nuestros días, se le
consideró el arte de buscar el bien común y de garantizar la justicia entre los
hombres. Sin embargo, en muchas sociedades, especialmente en América Latina,
esa noble palabra ha sido ensuciada, deformada y vaciada de sentido. Hoy, para
buena parte de la población, “política” suena a corrupción, cinismo, engaño y
manipulación. Se ha convertido —como diría el pueblo— en una mala palabra.
Esa desconfianza no surgió de la nada. Ha sido el
resultado de décadas de abuso, de promesas incumplidas y de una estructura
partidaria que ha hecho de la mentira su modo de existencia. Muchos ciudadanos
han llegado a pensar que involucrarse en política es sinónimo de complicidad
con la mafia del poder. Y no les falta
razón: durante largo tiempo los partidos políticos tradicionales usaron al
pueblo como instrumento electoral, y al Estado como botín económico. Mientras
unos pocos se enriquecían, las grandes mayorías se hundían en la pobreza y la
desesperanza.
Desde la infancia, el sistema educativo, los medios y las
élites económicas nos inculcaron una visión falsa de la política: nos dijeron
que participar políticamente consistía en ir a votar cada cuatro o cinco años,
elegir al candidato “de su preferencia” y aceptar que, con eso, ya vivíamos en
democracia. Se redujo así la democracia
al acto mecánico de introducir una papeleta en una urna, cuando en realidad la
democracia auténtica exige pensamiento crítico, participación consciente y
control ciudadano del poder.
Años de corrupción institucional, de clientelismo y de
impunidad consolidaron una percepción colectiva: la política se convirtió en el arte de engañar. Y quienes deberían
haber sido servidores públicos se transformaron en mercaderes de votos,
traficantes de ilusiones, auténticos depredadores de los sueños populares. En
palabras de José Martí (1893), “la política es el arte de servir a los demás,
pero en nuestros pueblos se ha vuelto el arte de servirse de ellos”
No obstante, renunciar a la política no es la solución.
Quienes piensan que “mejor no meterse en nada” olvidan que la indiferencia
también es una forma de complicidad. Como escribió Bertolt Brecht (2005), “el
peor analfabeto es el analfabeto político, que no oye, no habla ni participa, y
no sabe que el costo de su ignorancia es la vida de los demás”. Rechazar la
politiquería no debe implicar abandonar la política; al contrario, significa
recuperar su verdadero sentido: el de organizar la vida colectiva en función
del bien común y no de los intereses privados.
La tarea de las nuevas generaciones —docentes,
estudiantes, trabajadores, profesionales y ciudadanos— consiste en rescatar el
verdadero valor de la política: su
dimensión ética, humana y solidaria. La política debe volver a ser sinónimo de
compromiso, de responsabilidad y de justicia social. Cuando un pueblo comprende
esto, deja de ser víctima y se convierte en protagonista.
Por ello, este ensayo busca distinguir entre política y
politiquería, denunciar las prácticas demagógicas de los partidos tradicionales
y reivindicar la política como instrumento de liberación, no de dominación. La
meta es devolverle dignidad a una palabra que los corruptos ensuciaron, y que
los pueblos conscientes deben limpiar con su acción ética, su pensamiento
crítico y su participación ciudadana.
I. LA POLÍTICA SECUESTRADA POR LA POLITIQUERÍA
En El Salvador, como en buena parte de América Latina, la
palabra política fue secuestrada por la politiquería. Aquello que debería ser
un ejercicio noble de servicio público se transformó en un mercado de promesas,
de favores y de mentiras. Muchos ciudadanos, al observar el comportamiento de
los dirigentes partidarios, concluyen que “meterse en política es cosa de
mafiosos”. Y no les falta razón: durante décadas, las cúpulas partidarias se
dedicaron a enriquecerse y a manipular a las masas mientras se autoproclamaban
salvadoras del país.
El resultado de ese secuestro moral ha sido devastador.
La gente honesta y decente —profesores, obreros, campesinos, jóvenes— ha
preferido mantenerse al margen para conservar su tranquilidad. Como dice el
refrán popular: “machete, estate en tu vaina”. Pero esa aparente neutralidad
es, en el fondo, una forma de derrota cívica. Si los buenos se alejan de la
política, los corruptos la ocupan entera.
Los partidos tradicionales han convertido la política en
un espectáculo grotesco. Cada cuatro o cinco años, reaparecen los mismos
rostros de siempre —sonrientes, hipócritas y calculadores—, visitando
comunidades pobres con promesas que jamás cumplirán. Se presentan como
salvadores, besan niños, abrazan ancianos, ofrecen café a los humildes y
reparten camisetas o bolsas de víveres. Pero en cuanto ganan las elecciones y
“agarran la guayaba”, como dice el pueblo, se olvidan de todo. La politiquería consiste precisamente en
eso: usar la esperanza de los pobres para alimentar el cinismo de los
poderosos.
La historia salvadoreña ofrece ejemplos contundentes.
Durante veinte años de gobiernos del partido ARENA, la corrupción alcanzó
cifras escandalosas: más de 37,112 millones de dólares desviados de las arcas
públicas (Arias Peñate, 2014). Mientras tanto, la pobreza aumentaba, los
impuestos recaían sobre los trabajadores, y los grandes empresarios evadían
cientos de millones del impuesto sobre la renta. Según un informe de la
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA, 2023), la evasión fiscal
alcanzó los 800 millones de dólares, sumados a otros 713 millones por
apropiación indebida del IVA. En otras palabras: mientras el pueblo pagaba, las
élites robaban.
Este comportamiento demuestra que los gobiernos
anteriores no hacían política en el sentido auténtico de la palabra, sino
negocios disfrazados de política. Muchos funcionarios entraban al poder sin
bienes y salían millonarios.
¿Cómo puede una nación progresar si el Estado se
convierte en botín? Los partidos tradicionales, tanto de derecha como de
izquierda, convirtieron la administración pública en una agencia de empleo para
sus militantes y en una maquinaria clientelar para comprar lealtades.
La politiquería también se manifiesta en el discurso
populista y emocional que busca manipular al pueblo en tiempos electorales.
Como en aquella anécdota célebre contada por un profesor universitario: un
candidato prometió a un pueblo construir un puente; un campesino le recordó que
no había río, y el político, sin vacilar, respondió: “¡Entonces les mando hacer
el río también!” Esa frase resume el cinismo y el desprecio con que muchos
políticos tratan a la ciudadanía.
Pero lo más grave no es solo la mentira: es el uso de la
necesidad como instrumento de control. A cambio de una plaza, un vale o un
puesto temporal, se exige sumisión política. Muchos salvadoreños han escuchado
frases como: “si querés seguir trabajando, apoyá al partido”. Así, derechos
básicos como el empleo o la salud se convierten en moneda de cambio electoral.
Esa práctica repugnante destruye la ética pública y degrada la dignidad humana.
El filósofo Maquiavelo (1532/2009) fue malinterpretado
cuando escribió que “el fin justifica los medios”. Los corruptos la
convirtieron en su doctrina favorita, usando el poder para saquear y justificar
sus ambiciones. Pero una política sin ética es como un cuerpo sin alma: camina,
pero está muerto. La verdadera política, en cambio, se sostiene sobre
principios, no sobre trucos.
El pueblo salvadoreño tiene razón cuando siente
repugnancia ante esa clase de politiqueros. La indignación es legítima. Pero el
error está en confundir la política con la politiquería. La primera busca el
bien común; la segunda busca el beneficio propio. La política es el arte de
construir; la politiquería, el arte de fingir.
Mientras no se rompa ese círculo vicioso, nuestra nación
seguirá atrapada en el atraso moral y material. Los pueblos no fracasan por
falta de talento, sino por exceso de traición. Como afirmaba el pensador
italiano Antonio Gramsci (1971), “la crisis consiste precisamente en que lo
viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”. Hoy El Salvador necesita
sepultar definitivamente la politiquería para que renazca una política
auténtica, ética y ciudadana.
II. LA ILUSIÓN DEMOCRÁTICA Y EL VOTO COMO SIMULACRO DE
LIBERTAD
Durante décadas, a los pueblos de América Latina se les
enseñó que ser demócrata consiste en ir a votar cada cierto número de años. La
propaganda oficial, los discursos de campaña y los manuales de educación cívica
repiten el mismo eslogan: “El voto es la máxima expresión de la democracia.”
Pero, en la práctica, ese acto se ha convertido en un ritual vacío, una
ceremonia que legitima a las élites y perpetúa el mismo sistema que empobrece a
las mayorías.
En El Salvador, como en muchos otros países, la
democracia se redujo a una farsa electoral cuidadosamente diseñada para dar la
apariencia de libertad. Cada elección repite el mismo guion: los partidos
tradicionales prometen un “cambio” que nunca llega, mientras los medios de
comunicación, controlados por los grandes capitales, construyen la ilusión de
pluralidad y debate. Así, el ciudadano cree que elige libremente, cuando en
realidad elige entre opciones diseñadas por los mismos grupos de poder
económico y mediático. Como advertía Noam Chomsky (2011), “la democracia se
vacía de contenido cuando la información es manipulada y la opinión pública se
fabrica desde los medios al servicio del capital.” En este contexto, el voto no
es un ejercicio de libertad, sino una operación simbólica que reafirma el
control ideológico. El ciudadano cree participar, pero en realidad obedece a
una estructura que lo mantiene sometido.
Los partidos políticos tradicionales han sido expertos en
alimentar esa ilusión. Con discursos cuidadosamente elaborados, con jingles
pegajosos y caravanas festivas, transforman la política en espectáculo. Cada
campaña electoral se asemeja más a un circo que a un debate de ideas. Los
candidatos, lejos de presentar proyectos nacionales, se dedican a manipular
emociones: miedo, esperanza, resentimiento o fanatismo. Su meta no es educar
políticamente al pueblo, sino mantenerlo distraído, dividido y obediente.
El ciudadano común asiste al espectáculo y, al final, vota
“por el menos malo”. Esa expresión —tan popular como trágica— refleja la
profunda resignación política que se ha instalado en la conciencia colectiva.
Cuando el pueblo acepta elegir entre males, la democracia ha dejado de ser una
opción ética para convertirse en una rutina sin esperanza. La democracia
electoral salvadoreña ha sido, históricamente, un instrumento de legitimación
de la desigualdad. Mientras unos pocos se benefician del poder, la mayoría
sigue excluida de las decisiones que afectan su vida. Las grandes reformas
—educativas, sanitarias, laborales o fiscales— nunca llegaron desde los
partidos; llegaron desde las luchas populares, desde la calle, desde la
conciencia organizada. La historia demuestra que ninguna cúpula entrega el
poder por voluntad propia; lo hace solo cuando el pueblo despierta.
Como sostenía Karl Marx (1875/2004), “entre el capital y
el trabajo existe un antagonismo irreconciliable, y el Estado no puede ser
árbitro neutral, porque está al servicio de la clase dominante.” Por eso,
pretender que el simple voto puede transformar las estructuras profundas de
poder es una ingenuidad. La democracia auténtica no se mide por el número de
papeletas, sino por la capacidad de los ciudadanos de fiscalizar, participar,
organizarse y resistir la injusticia.
El filósofo francés Jacques Rancière (1996) fue aún más
radical al afirmar que “la democracia no es el gobierno de los políticos, sino
el poder de cualquiera.” Esa frase revela la esencia de la verdadera política:
el pueblo no delega su soberanía, la ejerce directamente. Por eso, cuando el
voto se convierte en simulacro y la ciudadanía en espectadora, la política
muere y solo queda la manipulación.
En El Salvador, los gobiernos que se autoproclamaron
democráticos —ya fueran de derecha o izquierda— hicieron del pueblo un
instrumento de legitimación. Hablaron de “libertad”, pero impusieron pobreza;
predicaron “pluralismo”, pero censuraron la disidencia. Las campañas
electorales se convirtieron en competencias de marketing, financiadas por los
mismos grupos empresariales que después cobraban favores desde el Estado. La
democracia se volvió un negocio rentable.
El sociólogo español Manuel Castells (2018) lo expresa
con claridad: “la política institucional se ha desconectado de la ciudadanía;
la gente no confía en los partidos, sino en los movimientos que expresan su
indignación.” Esa desconfianza no es apatía: es un grito de hartazgo. El pueblo
salvadoreño —como tantos otros pueblos latinoamericanos— ha comenzado a
despertar, a exigir que la política vuelva a ser servicio, no negocio.
Por eso, el desafío de nuestra época no es solo tener
elecciones limpias, sino construir una democracia participativa, ética y
social, donde el pueblo decida sobre la educación, la salud, los impuestos y el
futuro del país.
No basta con
votar: hay que pensar, cuestionar y actuar. La libertad no se deposita en una
urna; se construye cada día con conciencia, organización y dignidad.
III. EL ESTADO COMO INSTRUMENTO DE DOMINACIÓN
Uno de los mayores engaños de la historia moderna ha sido
hacer creer a los pueblos que el Estado es neutral, que se encuentra por encima
de las clases sociales y que actúa como árbitro imparcial entre ricos y pobres.
En realidad, el Estado —como advirtieron Marx, Engels y Lenin— nació para garantizar
el dominio de una clase sobre otra, para proteger los intereses económicos,
políticos e ideológicos de quienes controlan los medios de producción. En
palabras de Lenin (1917/1980): “El Estado es un órgano de dominación de clase,
un instrumento de opresión de una clase por otra.”
Desde esta perspectiva, la neutralidad del Estado es una
ficción política útil a los poderosos. A través de sus leyes, tribunales,
fuerzas armadas, medios de comunicación y sistemas educativos, el Estado
reproduce el orden establecido, mantiene la desigualdad y legitima la
explotación. Los ricos lo presentan como un instrumento de “bien común”, pero
en realidad es el escudo que protege sus privilegios.
El propio Karl Marx, en el Manifiesto del Partido
Comunista, escribió con claridad meridiana: “El gobierno del Estado moderno no
es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase
burguesa.” (Marx & Engels, 1848/2012). Esa frase sigue teniendo una
vigencia indiscutible en el siglo XXI. Basta observar cómo, incluso en tiempos
de crisis, los Estados priorizan el rescate de bancos, corporaciones o grandes
empresas mientras recortan la educación, la salud o la vivienda del pueblo.
En El Salvador, esta lógica se ha reproducido durante
décadas. Los partidos que gobernaron durante la posguerra —ARENA y el FMLN—,
lejos de transformar el sistema, lo consolidaron. Ambos preservaron la
estructura neoliberal heredada de los años ochenta: privatización de los
servicios públicos, evasión fiscal de las élites, endeudamiento externo y
dependencia de organismos financieros internacionales. Cambiaron los discursos,
pero no los beneficiarios del poder.
Mientras tanto, los sectores populares fueron usados como
masa electoral. Los discursos sobre “la democracia” y “la libertad” sirvieron
para legitimar la concentración de la riqueza. Se permitió la corrupción con la
misma facilidad con que se reprimieron las protestas sociales. Los gobiernos
que debían garantizar justicia se convirtieron en guardianes del privilegio.
Así, la “legalidad” se transformó en instrumento de injusticia.
Antonio Gramsci (1971) lo explicaba con lucidez: “La
hegemonía no se sostiene solo con la fuerza, sino con el consenso. El poder
logra mantenerse cuando las clases dominadas aceptan voluntariamente las reglas
del juego que las oprimen.” El Estado no solo impone mediante la represión;
también educa, moldea y condiciona. A través de la escuela, los medios y la
religión, enseña a obedecer, a callar y a creer que “todo seguirá igual”.
El Estado moderno, bajo la lógica capitalista, se ha transformado
en una maquinaria burocrática al servicio del mercado. En nombre de la
“eficiencia”, sacrifica derechos; en nombre de la “seguridad”, restringe
libertades. Incluso cuando se habla de “reformas”, casi siempre se trata de
ajustes diseñados para mantener intacta la estructura de dominación. Por eso,
como señala el filósofo esloveno Slavoj Žižek (2010), “la verdadera función del Estado neoliberal no es garantizar el bienestar,
sino administrar el malestar.”
El ciudadano común observa con impotencia cómo los
gobiernos cambian, pero los problemas persisten: corrupción, impunidad, pobreza
estructural. Esto ocurre porque el aparato estatal no está diseñado para servir
al pueblo, sino para servir a quienes se benefician del sistema. Por eso, el
reto histórico de los pueblos no consiste únicamente en cambiar de gobernantes,
sino en transformar la naturaleza del poder mismo.
Un Estado realmente democrático no se define por el
número de elecciones, sino por la distribución del poder y la justicia social.
Significa garantizar educación, salud, trabajo y vivienda como derechos, no
como favores. Significa que las instituciones estén al servicio de la mayoría,
no de las minorías. Significa que los ciudadanos sean los verdaderos dueños de
su destino y que la ley proteja al débil frente al fuerte, y no al revés.
Hasta que el Estado deje de ser instrumento de dominación y se convierta en herramienta de emancipación, la política seguirá siendo una lucha desigual. La historia demuestra que cuando el pueblo se organiza, el Estado tiembla. Por eso, la tarea fundamental de la conciencia crítica no es destruir el Estado, sino reconstruirlo desde abajo, al servicio de la dignidad humana.
IV. POLÍTICA, MORAL Y ÉTICA PÚBLICA
La política, en su sentido más elevado, es inseparable de
la ética. No puede haber una buena política sin moral, ni una moral auténtica
sin compromiso político. Como afirmaba Bertolt Brecht (2005), “la política es
la más noble de todas las disciplinas, porque busca la felicidad de los
individuos y de la sociedad.” Sin embargo, en nuestro tiempo, esta nobleza ha
sido traicionada por el oportunismo, la corrupción y la mediocridad de los
partidos que han hecho de la política un negocio personal.
Cuando se pierde el vínculo entre política y moral, la
sociedad se hunde en el cinismo. Los funcionarios dejan de servir y comienzan a
servirse del Estado. Se normaliza la mentira, la impunidad se vuelve regla, y
la corrupción deja de causar vergüenza. Así, la politiquería —esa caricatura de
la verdadera política— sustituye el compromiso por el cálculo, la justicia por
el privilegio y la verdad por la propaganda.
Para Aristóteles (2009), el fin supremo de la política
era la eudaimonía, es decir, la felicidad colectiva alcanzada mediante la
virtud y la justicia. En La Política, el filósofo griego afirmaba que “el
hombre es un animal político” porque solo en comunidad puede desarrollar su
potencial racional y moral. De esta idea se desprende que la política no es un
juego de poder, sino una tarea ética: organizar la convivencia de manera justa,
equitativa y humana.
Cuando la política se separa de la moral, pierde su
legitimidad. Los partidos se convierten en corporaciones sin principios, los
líderes en mercaderes del voto y los gobiernos en oficinas de negocios. El
pueblo, desengañado, se aleja de la participación y entrega el campo libre a
los corruptos. De allí surge una paradoja peligrosa: el ciudadano honesto
desprecia la política, mientras el deshonesto la utiliza para dominar.
Como bien decía el filósofo español Fernando Savater
(1997), “la ética es el arte de vivir bien, y la política, el arte de convivir
bien.” Ambas son inseparables. Una sociedad que quiere vivir bien necesita
ciudadanos éticos y gobernantes morales. Por eso, recuperar la ética pública
significa recuperar el alma de la política. No se trata solo de castigar la
corrupción, sino de reconstruir la cultura del servicio público: entender que
ejercer poder es una forma de responsabilidad, no de privilegio.
La moral, en sentido profundo, es el conjunto de valores
que orientan nuestras acciones hacia el bien común. Cuando un político miente,
roba o manipula, no solo traiciona a su pueblo, sino que destruye la confianza
social, ese cemento invisible que sostiene la vida democrática. Sin confianza,
no hay ciudadanía; sin ciudadanía, no hay Estado; y sin Estado legítimo, solo
queda la arbitrariedad de los poderosos.
El filósofo alemán Jürgen Habermas (1998) propuso una
noción de “ética del discurso”, según la cual las decisiones políticas deben
surgir del diálogo racional y transparente entre los ciudadanos. Esto significa
que la política solo es moral cuando escucha, debate y busca consensos basados
en la verdad y no en la manipulación. El político auténtico no impone: convence
con razones, no con trampas.
En cambio, la politiquería hace exactamente lo contrario:
convierte la palabra en instrumento de engaño. Promete lo imposible, utiliza el
miedo como herramienta de control y convierte las necesidades del pueblo en
votos. Su lenguaje está vacío de verdad, pero lleno de artificios. Como
señalaba Brecht, los demagogos “hablan de amor al pueblo mientras lo traicionan
con cada acto.”
Por ello, rescatar la dimensión ética de la política
implica repensar la educación cívica y la formación moral de las nuevas
generaciones. No se puede exigir honestidad a los gobernantes si la sociedad
educa en el egoísmo y en la indiferencia. La ética pública se construye desde
la escuela, la familia y la comunidad. La política, en este sentido, no empieza
en los partidos, sino en la conciencia de cada ciudadano que decide actuar con
justicia y verdad.
Hoy más que nunca, se necesita una política guiada por
principios: honestidad, transparencia, justicia, solidaridad y humildad. Los
pueblos no necesitan héroes mesiánicos ni caudillos arrogantes; necesitan
servidores públicos que comprendan que gobernar es un acto moral. Como escribió
Paulo Freire (1970), “nadie puede ser verdaderamente humano sin comprometerse
con la transformación del mundo.” Esa es la esencia de la política ética:
transformar la realidad injusta en una sociedad digna para todos.
En conclusión, la política sin moral es dominación; la
moral sin política es impotencia. Solo su unión puede dar origen a un nuevo
proyecto de país, donde el poder sirva para liberar y no para someter, donde la
palabra política vuelva a significar lo que siempre debió ser: el arte de
servir al bien común.
V. LA POLÍTICA COMO DIMENSIÓN HUMANA
Desde los albores de la civilización, el ser humano ha
necesitado organizarse para sobrevivir, convivir y desarrollarse. Ningún
individuo puede vivir aislado del todo, porque la vida misma exige cooperación,
comunicación y solidaridad. Esa necesidad natural de convivir en comunidad es
lo que llevó a Aristóteles (2009) a afirmar que “el hombre es un animal
político.” No lo decía en el sentido de que todos deban ocupar cargos públicos,
sino en el más profundo: el ser humano realiza su esencia cuando participa en
la vida social, cuando colabora, decide y construye con los demás.
La política, en su sentido originario, no se reduce al
ámbito partidario o gubernamental. Es, ante todo, el espacio donde los seres
humanos expresan sus aspiraciones, negocian sus diferencias y construyen
acuerdos para vivir mejor. Por ello, todos somos políticos, aunque muchos no lo
sepan. Cada vez que un docente enseña con conciencia, que un obrero exige
justicia, que una madre defiende la educación de sus hijos o que un joven
denuncia la corrupción, se está ejerciendo la política en su sentido más noble.
La indiferencia, en cambio, es lo opuesto a la humanidad.
Quien se desentiende de los problemas comunes niega su condición de ser social.
Por eso Bertolt Brecht (2005) decía con razón: “El peor analfabeto es el
analfabeto político, que no oye, no habla ni participa, y no sabe que el costo
de su ignorancia es la vida de los demás.” La política, entonces, no es una
opción, sino una responsabilidad inherente a la vida en sociedad.
Sin embargo, el sistema capitalista contemporáneo ha
intentado despojar a los ciudadanos de esa dimensión política. Los ha
convertido en simples consumidores, en espectadores pasivos del poder. Las
grandes corporaciones y los medios de comunicación moldean la opinión pública,
fabrican falsos consensos y promueven la idea de que “la política es sucia”,
mientras ellos mismos manipulan las instituciones desde las sombras. Se trata
de una estrategia perfectamente calculada: si el pueblo desprecia la política,
el poder queda en manos de los que más dinero tienen.
El filósofo Byung-Chul Han (2022) advierte que en la era
digital vivimos bajo una “infocracia”: un sistema donde la saturación de
información reemplaza al pensamiento crítico, y la opinión instantánea
sustituye al debate racional. En ese contexto, la política se disuelve en la confusión,
y la ciudadanía se convierte en una masa emocional, fácilmente manipulable por
discursos populistas o campañas mediáticas. Recuperar la dimensión humana de la
política implica, por tanto, recuperar el pensamiento, el diálogo y la
conciencia.
Pero el problema no es solo mediático, sino también
educativo. Durante décadas, el sistema escolar enseñó a obedecer, no a
participar; a memorizar, no a reflexionar; a competir, no a cooperar. Una
educación así forma súbditos, no ciudadanos. Si queremos rescatar la política
como expresión de humanidad, debemos transformar la educación en una práctica
de libertad, donde los jóvenes aprendan a pensar por sí mismos, a dialogar y a
cuestionar las injusticias.
Paulo Freire (1970) lo explicó magistralmente: “La educación
es un acto político, porque enseña a los hombres a leer el mundo antes que las
palabras.” En ese sentido, toda acción educativa consciente es una forma de
resistencia política, porque siembra pensamiento crítico y autonomía. La
verdadera política no nace en los palacios de gobierno, sino en la conciencia
de cada persona que se niega a aceptar la injusticia como destino.
Por eso, reconocer la política como dimensión humana es
también un acto de dignidad. Es recuperar el derecho a decidir sobre la propia
vida y sobre el futuro colectivo. Es romper con la idea de que “los de arriba
mandan y los de abajo obedecen”. La democracia auténtica no consiste en delegar
poder, sino en participar activamente en su ejercicio y vigilancia. Cada
ciudadano consciente, cada comunidad organizada y cada voz que se levanta
contra la desigualdad son expresiones de esa política humana y transformadora.
En definitiva, la política no es un juego de élites, sino
la respiración misma de la sociedad. Negarse a participar es renunciar a la
humanidad. Como escribió el poeta chileno Pablo Neruda (1950), “sube a nacer
conmigo, hermano”: es un llamado a despertar, a entender que nuestra existencia
tiene sentido solo cuando participamos en la construcción del mundo común. La
política es eso: el arte de vivir juntos con dignidad.
VI. LA SOCIEDAD MERCANTILIZADA Y LA PÉRDIDA DEL SENTIDO
POLÍTICO
En las últimas décadas, la lógica del capitalismo global
ha invadido todos los ámbitos de la vida: la educación, la cultura, la salud,
la comunicación y, por supuesto, la política. Todo se ha transformado en
mercancía; incluso la conciencia y los ideales. En este contexto, la política
ha dejado de ser el espacio donde los pueblos buscan el bien común para
convertirse en un mercado de intereses, de poder y de ambiciones personales.
La política, que en su origen era el arte de organizar la
convivencia humana, ha sido sustituida por una especie de tecnocracia
mercantil, donde los partidos funcionan como empresas y los ciudadanos como
simples consumidores de discursos. La ideología dominante del capitalismo
neoliberal ha logrado lo que parecía imposible: vender la política como
producto y vaciarla de contenido moral y colectivo.
El filósofo Zygmunt Bauman (2017) definió esta era como
la de la “modernidad líquida”, en la que todo se vuelve frágil, transitorio y
superficial, incluso los compromisos políticos. En sus palabras: “Las
instituciones políticas han perdido la capacidad de dar forma a los destinos
colectivos, porque el poder se ha desplazado del ámbito de la política al de la
economía.” En otras palabras, los gobiernos han sido reducidos a
administradores del capital, y los políticos a agentes de las corporaciones.
La consecuencia de esta mercantilización es devastadora:
los valores humanos son reemplazados por la rentabilidad; la ética, por la
eficiencia; la justicia, por el cálculo. El político ya no se mide por su
vocación de servicio, sino por su capacidad de recaudar fondos o acumular
seguidores. Las campañas se diseñan como estrategias de marketing, las promesas
se elaboran como anuncios publicitarios y los votantes son tratados como
clientes. Así, la democracia se convierte en un espectáculo de consumo masivo
donde las emociones sustituyen al pensamiento crítico.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han (2014) lo advierte
con crudeza: “El neoliberalismo ha transformado a los ciudadanos en empresarios
de sí mismos, en esclavos voluntarios de su propio rendimiento.” Este modelo ha
contaminado la esfera política: los candidatos se venden como “productos
exitosos”, los partidos compiten por audiencias y los votantes son seducidos
por la imagen más que por las ideas. El resultado es una crisis de
autenticidad: la política ya no inspira, entretiene.
Este fenómeno se refleja con claridad en el ámbito mediático.
Las redes sociales, lejos de promover la participación ciudadana consciente, se
han convertido en arenas de manipulación emocional y superficialidad. Los
algoritmos premian la indignación instantánea, los discursos de odio y las
mentiras virales. En lugar de deliberar, las masas reaccionan; en lugar de
pensar, repiten. La verdad se diluye entre memes y propaganda.
En El Salvador, como en otros países, la política
mediática ha sustituido la reflexión por el espectáculo. Los debates de fondo
han sido reemplazados por frases populistas, los programas de gobierno por
campañas de imagen, y la ética pública por la búsqueda desesperada de
popularidad. Los políticos se comportan como “influencers” y los ciudadanos
como “seguidores”, atrapados en una cultura del me gusta que sustituye la
conciencia por la apariencia.
En esta sociedad mercantilizada, el ciudadano deja de
verse como sujeto histórico y pasa a ser consumidor pasivo de decisiones que
otros toman por él. Esa pérdida de sentido político se traduce en indiferencia,
apatía y desconfianza hacia las instituciones. La gente siente que nada puede
cambiar, y ese fatalismo es el triunfo más perverso del sistema: un pueblo
desmovilizado es un pueblo vencido.
Recuperar el sentido político de la vida implica romper
con esa lógica de mercado. Significa devolverle a la política su verdadera
función: la búsqueda del bien común, la justicia y la dignidad humana. La
política debe dejar de ser mercancía para volver a ser compromiso. Debe ser un
espacio de encuentro entre la razón y la esperanza, entre la ética y la acción.
Como señaló el economista Eduardo Galeano (2012), “el sistema fabrica
consumidores en lugar de ciudadanos, y así mata el alma colectiva.” Para
contrarrestar esa muerte espiritual, se necesita una educación política
emancipadora, que enseñe a discernir, a pensar críticamente y a participar
activamente. Solo así los pueblos podrán liberarse de la tiranía del mercado y
recuperar su condición de protagonistas de la historia.
La política verdadera —aquella que nace del pueblo y para
el pueblo— no se compra ni se vende. Se ejerce con conciencia, se construye con
solidaridad y se defiende con dignidad. En un mundo donde todo tiene precio, la
ética es el último acto de rebeldía.
construir una política verdaderamente humana,
participativa y moral.
VII. HACIA UNA NUEVA POLÍTICA CIUDADANA Y ÉTICA
Después de siglos de abusos, mentiras y frustraciones,
los pueblos comienzan a comprender que la verdadera transformación política no
vendrá de los partidos tradicionales, ni de los caudillos de turno, sino de la
conciencia ciudadana. El cambio no nace de los palacios, sino de las calles, de
las aulas, de los hogares y de la mente despierta de cada persona que decide no
seguir siendo víctima.
La política solo podrá recuperar su grandeza cuando
vuelva a pertenecerle al pueblo. Para ello, es necesario construir una nueva
cultura política, basada en la ética, la participación y la educación. Una
política ciudadana significa que los ciudadanos dejan de ser simples votantes
para convertirse en protagonistas activos del destino nacional. No se trata de
esperar al “salvador” que promete resolverlo todo, sino de asumir el deber
colectivo de transformar la realidad desde abajo.
La verdadera democracia no se limita al acto de votar
cada cierto tiempo, sino que se ejerce todos los días: en la escuela, en el
trabajo, en la comunidad, en la defensa de los derechos y en la vigilancia del
poder. La política ética empieza cuando cada ciudadano comprende que el poder
no debe ser concentrado, sino compartido. Como decía Simone Weil (1952/2000),
“la atención es la forma más pura de generosidad”, y eso aplica también a la
vida pública: atender al otro, escuchar sus necesidades, construir juntos
soluciones.
El sociólogo Boaventura de Sousa Santos (2010) sostiene
que las sociedades latinoamericanas necesitan pasar de una democracia
representativa —que se agota en los votos— a una democracia participativa,
donde las decisiones se construyan con el pueblo y no para el pueblo. Esto
exige descentralizar el poder, promover la transparencia, fortalecer los
espacios comunitarios y garantizar la educación política permanente.
Sin embargo, ningún cambio estructural será posible sin
una revolución ética. No basta con nuevas leyes o instituciones; se necesita un
cambio en la conciencia. La corrupción no se combate solo con castigos, sino
con valores. La indiferencia no se supera con discursos, sino con educación
crítica. La injusticia no se erradica con decretos, sino con solidaridad. Una
política nueva debe ser moral o no será.
El filósofo español José Antonio Marina (2015) explica
que la ética pública surge cuando los ciudadanos deciden actuar con
responsabilidad colectiva: “la inteligencia moral consiste en elegir el bien
común, incluso cuando hacerlo no resulta conveniente.” Esa inteligencia moral
debe ser la base de toda acción política. Gobernar no es acumular poder, sino
ejercerlo con humildad y sentido de justicia.
En esta nueva visión de la política, la educación
desempeña un papel fundamental. Educar para la ciudadanía es educar para la
libertad. Es enseñar a pensar, a dialogar, a convivir, a construir acuerdos y a
rechazar toda forma de manipulación o servilismo. Una sociedad educada
políticamente no se deja engañar, no vota por fanatismo ni se vende por dádivas;
elige con conciencia y defiende su dignidad.
También es urgente recuperar el sentido del servicio
público. Ser funcionario no debería significar tener privilegios, sino asumir
responsabilidades. Un político ético no busca ser servido, sino servir. No
actúa movido por la ambición, sino por la convicción. Como decía Nelson Mandela
(1994), “ser libre no significa simplemente deshacerse de las cadenas, sino
vivir de una manera que respete y potencie la libertad de los demás.” Esa es la
misión de todo gobernante verdadero: liberar, no dominar.
La nueva política ciudadana exige, además, romper con el
miedo y la apatía. Durante demasiado tiempo, se nos enseñó que la política era
cosa de otros, que el poder era inaccesible, que no valía la pena involucrarse.
Esa fue la gran estrategia de las élites: mantener al pueblo dormido. Pero un
pueblo que despierta y se organiza ya no puede ser manipulado. Como escribió
José Martí (1893), “un pueblo instruido será siempre un pueblo libre.”
Por tanto, construir una política nueva significa
reconciliar la ética con la acción, el pensamiento con la práctica y la
justicia con el poder. Significa entender que la política no debe dividir, sino
unir; no debe servir a los intereses de unos pocos, sino al bienestar de todos.
Esta política del futuro deberá estar guiada por los valores de la solidaridad,
la honestidad, la transparencia y el respeto a la dignidad humana.
En última instancia, la nueva política no será obra de
líderes iluminados, sino de ciudadanos conscientes. Será el fruto de la
educación, de la reflexión y de la esperanza. Y solo cuando cada salvadoreño y
cada latinoamericano entienda que la política es también su responsabilidad, la
palabra “política” dejará de ser mala palabra y volverá a ser sinónimo de
justicia, verdad y humanidad.
CONCLUSIÓN
La historia política de El Salvador, y de gran parte de
América Latina, ha estado marcada por el desencanto, la manipulación y la
traición. Durante décadas, los partidos tradicionales secuestraron la palabra
“política” y la convirtieron en sinónimo de corrupción, mentira y negocio.
Transformaron el arte de servir en el arte de fingir, y con ello destruyeron la
confianza ciudadana. El pueblo, cansado de ser usado, optó por el silencio,
creyendo que alejarse de la política era una forma de preservar su paz. Sin
embargo, la indiferencia no trajo justicia, sino más abuso, más pobreza y más
impunidad.
A lo largo de este ensayo hemos distinguido entre la
política verdadera —la que busca el bien común— y la politiquería demagógica, que
se sirve del pueblo para perpetuar privilegios. La primera es una vocación
ética; la segunda, una degeneración moral. La política auténtica se funda en la
virtud, la justicia y la cooperación; la politiquería, en el egoísmo, el
clientelismo y la ambición desmedida. La una construye; la otra corrompe.
También hemos demostrado que el Estado, lejos de ser
neutral, ha servido históricamente como instrumento de dominación de las clases
poderosas. Bajo el ropaje de la democracia formal, se ocultó un sistema de
control económico e ideológico que benefició a las élites y despojó al pueblo
de su poder real. Sin embargo, ese mismo pueblo —cuando despierta y se
organiza— tiene la capacidad de transformar la estructura del Estado, de
convertirlo en un medio para la justicia y no para la opresión.
La recuperación de la política pasa necesariamente por la
reconstrucción moral de la sociedad. No se trata únicamente de castigar la
corrupción, sino de erradicar la indiferencia, de enseñar a pensar críticamente
y de formar ciudadanos comprometidos. Una sociedad ética no es aquella donde
nadie roba por miedo a la ley, sino donde nadie roba por respeto a la dignidad
humana.
La educación, en este proceso, es el pilar esencial. Solo
una educación liberadora —como proponía Paulo Freire (1970)— puede despertar la
conciencia política dormida. Enseñar a leer el mundo, a analizarlo y a
transformarlo, es la tarea más revolucionaria que puede emprender un pueblo. La
escuela debe ser el primer espacio donde los jóvenes comprendan que la política
no es sinónimo de engaño, sino de responsabilidad colectiva.
Recuperar la política como dimensión humana y ética es,
en esencia, un acto de justicia histórica. Significa devolverle al pueblo lo
que siempre fue suyo: el poder de decidir sobre su destino. Significa
devolverle a las palabras su valor, a los sueños su fuerza y a la sociedad su
esperanza. La política no puede seguir siendo el refugio de los corruptos, sino
el hogar de los honestos; no el negocio de unos pocos, sino el servicio de todos.
Como decía Bertolt Brecht (2005), “la política es el
conocimiento supremo, porque busca la felicidad de los individuos y de la
sociedad.” Esa felicidad colectiva solo será posible cuando la política
recupere su vínculo con la moral y con la verdad. Cuando los ciudadanos
participen con conciencia, cuando los gobernantes comprendan que el poder no es
propiedad sino deber, y cuando la palabra “política” vuelva a pronunciarse con
orgullo y no con vergüenza.
En definitiva, este ensayo ha querido reafirmar una verdad
sencilla pero profunda: la política no está perdida; la hemos dejado en malas
manos. Recuperarla es tarea de todos. Y hacerlo no es un acto de ingenuidad,
sino de coraje moral. Porque cada vez que un ciudadano honesto decide pensar,
actuar y servir a los demás, la política —la verdadera política— renace, se
dignifica y vuelve a tener sentido.
REFLEXIÓN FINAL
Durante demasiado tiempo, nos hicieron creer que la
política era un asunto sucio, reservado para los corruptos, los oportunistas o
los que viven del engaño. Nos enseñaron a desconfiar, a callar y a mirar desde
lejos cómo otros decidían por nosotros. Pero callar también es una forma de
rendirse, y rendirse es dejar que los mismos de siempre sigan destruyendo el
país con sus mentiras.
La verdadera política no nace en los discursos vacíos ni
en las promesas de campaña. Nace en la conciencia de cada ciudadano que decide
actuar con honestidad, pensar con libertad y servir con justicia. La política
no es un privilegio de los poderosos, sino un derecho y un deber de todos. Es
la herramienta más noble que tiene un pueblo para defender su dignidad,
construir su destino y cuidar el bien común.
Hoy, más que nunca, El Salvador necesita recuperar la
política como fuerza moral, como compromiso ético y como acto de amor hacia la
comunidad. No se trata de seguir ciegamente a un partido o a un líder, sino de
abrir los ojos, de aprender, de discernir y de elegir con responsabilidad. Como
enseñó José Martí (1893), “ser culto es el único modo de ser libre.” Y la
libertad política solo se alcanza con educación, pensamiento crítico y coraje
ciudadano.
Cada maestro que enseña con vocación, cada joven que cuestiona
la injusticia, cada trabajador que cumple con honestidad, está haciendo
política. Porque la política no se limita a los ministerios o los parlamentos:
se ejerce en el aula, en la familia, en la comunidad, en cada gesto solidario
que reafirma la humanidad frente al egoísmo.
El futuro de nuestra sociedad no dependerá de un milagro,
sino del despertar de la conciencia. Una nación se levanta cuando sus
ciudadanos dejan de pedir favores y comienzan a exigir derechos; cuando dejan
de repetir consignas y empiezan a pensar por sí mismos; cuando dejan de vivir
con miedo y deciden actuar con dignidad.
Por eso, este ensayo no es solo una crítica a la
politiquería, sino una invitación a la esperanza. Porque si la política fue
ensuciada por los corruptos, también puede ser limpiada por los justos. Si fue
usada para dominar, puede ser recuperada para liberar. Y si alguna vez fue una
mala palabra, podemos devolverle su verdadero significado: el arte de construir
juntos una sociedad más justa, más humana y más digna.
El porvenir del país no está escrito: lo estamos
escribiendo ahora, con nuestras decisiones cotidianas, con nuestra ética y con
nuestra voluntad de no claudicar. La política auténtica comienza cuando cada
ciudadano comprende que no se trata solo de cambiar gobiernos, sino de cambiar
mentalidades; no de esperar al salvador, sino de convertirse en parte activa
del cambio.
El día en que los salvadoreños comprendamos que la
política no se hereda ni se vende, sino que se ejerce con responsabilidad, ese
día la patria renacerá. Porque una nación no se construye con promesas, sino
con ejemplo; no con odio, sino con principios; no con discursos, sino con
acciones.
Y cuando ese momento llegue, cuando la ética vuelva a guiar la vida pública y la verdad se imponga sobre la mentira, podremos decir con orgullo: la política ya no es una mala palabra, sino el nombre más alto de la esperanza.
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SAN SALVADOR, 24 DE OCTUBRE DE 2025
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