“DEL ENGAÑO AL DESPERTAR: ARENA Y FMLN, TREINTA AÑOS DE DICTADURA DISFRAZADA DE DEMOCRACIA.
POR: MSc, JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN AMPLIADA
Esta frase encierra una enseñanza moral y política de
enorme vigencia. Habla de la responsabilidad humana frente a la experiencia,
del deber de aprender de los errores y de no permitir que la mentira, el abuso
o la traición se repitan. En el contexto salvadoreño, estas palabras de un
filósofo presocrático parecen haber sido escritas especialmente para nuestra historia
reciente.
Durante tres décadas, dos partidos —ARENA y FMLN—
gobernaron El Salvador con discursos distintos, pero con prácticas similares.
Ambos prometieron libertad, democracia y bienestar; sin embargo, lo que dejaron
tras su paso fue un país herido por la corrupción, la pobreza, la violencia y
la desesperanza. Se sucedieron gobiernos que, lejos de servir al pueblo,
utilizaron el poder como instrumento de beneficio personal y partidario.
En nombre de la democracia, se instauró una dictadura
disfrazada, donde las élites políticas, económicas y mediáticas se repartían el
país como si fuera un botín. Se apropiaron del lenguaje de la libertad mientras
robaban los sueños del pueblo.
Se autodenominaron “defensores de la institucionalidad”
mientras firmaban pactos con las pandillas, entregaban los recursos públicos y
negociaban la impunidad.
Hoy, cuando una nueva administración intenta reconstruir
el país y devolverle dignidad al Estado, esas mismas voces —las del pasado
corrupto— gritan “dictadura”. Pretenden hacer olvidar lo que fueron, confundir
la memoria colectiva y presentarse como mártires de una libertad que ellos
mismos destruyeron.
Este ensayo busca analizar críticamente esa realidad:
cómo el pueblo salvadoreño fue engañado durante treinta años, cómo se disfrazó
la corrupción de democracia, y cómo hoy se abre una nueva etapa de conciencia
política y ética que exige no repetir el error.
Porque, como nos recuerda Anaxágoras, la segunda vez que
alguien nos engaña, la culpa ya no es del mentiroso, sino de quien vuelve a
confiar ciegamente.
I: EL SENTIDO FILOSÓFICO DEL ENGAÑO SEGÚN ANAXÁGORAS
La frase de Anaxágoras no se limita a una lección moral
individual; contiene un profundo principio ético universal: la responsabilidad
del conocimiento y la conciencia. Cuando alguien engaña, comete una falta
contra la verdad. Pero cuando, habiendo sido engañados una vez, volvemos a
confiar sin reflexión, la falta ya es compartida.
Anaxágoras, uno de los primeros pensadores racionalistas
de la antigua Grecia, afirmaba que “la inteligencia (nous) ordena el mundo”. En su pensamiento, la ignorancia no es
una simple ausencia de saber, sino una renuncia a pensar. Trasladando esta idea
a la política, puede decirse que los pueblos que no aprenden de su historia se
condenan a repetirla.
En el caso de El Salvador, los ciudadanos fueron víctimas
de un sistema político que los manipuló con discursos de miedo y falsas
promesas. Pero también hubo una prolongada pasividad colectiva, una especie de
resignación aprendida, que permitió que las mismas estructuras de poder se
mantuvieran durante tres décadas.
El engaño político, cuando se vuelve costumbre, produce
un fenómeno aún más grave: la normalización del abuso.
Se empieza a creer que todos los políticos son iguales,
que robar es parte del sistema, que nada puede cambiar. Ese pensamiento fue el
terreno fértil sobre el que floreció la corrupción en los años de ARENA y FMLN.
Por eso, la frase de Anaxágoras hoy tiene un significado
político trascendental: no basta con indignarse por haber sido engañados; es
necesario despertar, pensar y actuar para que el engaño no se repita.
II: TREINTA AÑOS DE ENGAÑO POLÍTICO: DEL DISCURSO A LA
TRAICIÓN
Durante tres décadas, El Salvador vivió bajo una ilusión
democrática cuidadosamente construida. Los gobiernos de ARENA y FMLN, que se
presentaban como enemigos irreconciliables, en realidad compartieron un mismo
proyecto: mantener el control del poder político y económico bajo el disfraz de
la alternancia democrática.
Tras la firma de los Acuerdos de Paz en 1992, el país
vivía un momento histórico que prometía esperanza. Se hablaba de
reconciliación, de apertura política, de reconstrucción nacional. Pero, como
ocurre en toda tragedia política, la retórica fue una cosa y la práctica otra.
ARENA consolidó un modelo neoliberal que favoreció a las
élites empresariales, privatizó servicios esenciales, vendió los bienes
públicos y empobreció a las mayorías. Mientras tanto, los funcionarios amasaban
fortunas que luego trasladaban a paraísos fiscales.
El FMLN, por su parte, llegó al poder en 2009 prometiendo
justicia social, igualdad y ruptura con el pasado. Pero una vez instalado en el
gobierno, repitió los mismos vicios de ARENA: corrupción, nepotismo, opacidad,
pactos secretos y privilegios. Los líderes que en los años de guerra decían
luchar por el pueblo, una vez en el poder, se rodearon de asesores,
guardaespaldas y lujos.
Ambos partidos fueron dos caras de una misma moneda.
Mientras se insultaban en público, negociaban en privado. Las investigaciones
posteriores demostraron que los gobiernos de ARENA desviaron más de 37,112
millones de dólares del erario público, y que los del FMLN alcanzaron cifras
similares o incluso mayores, sumando fondos desviados, sobreprecios en obras
públicas y corrupción en alcaldías y ministerios.
A ese saqueo económico se sumó un pacto silencioso con el
crimen organizado.
Varios reportajes y testimonios judiciales revelaron que
durante los gobiernos de ambos partidos se firmaron acuerdos con pandillas para
obtener votos y controlar territorios.
Mientras la población sufría la extorsión, el asesinato y
el desplazamiento, los políticos negociaban impunidad y financiamiento
electoral.
El pueblo creyó que vivía en democracia, pero en realidad
estaba sometido a una dictadura multipartidaria, donde los poderes fácticos
—partidarios, mediáticos y judiciales— funcionaban como brazos de un mismo
cuerpo corrupto.
La manipulación mediática jugó un papel decisivo. Los
grandes medios, dependientes de la publicidad gubernamental o de los intereses
económicos de las élites, construyeron una narrativa según la cual El Salvador
avanzaba, mientras las calles eran dominadas por el miedo, el hambre y la
desigualdad. Se habló de libertad de
prensa, pero no de verdad informativa; se habló de pluralismo político, pero
las decisiones se cocinaban en oficinas cerradas; se habló de progreso, pero
millones emigraban buscando sobrevivir. Durante esos treinta años, la clase
política convirtió el Estado en una empresa privada, el erario público en una caja
chica y la política en un negocio.
El pueblo, cansado y traicionado, despertó tarde, pero
con fuerza.
Y fue ese despertar —ese “ya no más”— lo que marcó el
comienzo de una nueva etapa en la historia salvadoreña Como decía Karl Marx en su Crítica de la
filosofía del derecho de Hegel (1844):
“Los pueblos aprenden de la experiencia, pero solo cuando
el dolor ha sido suficiente.”
Ese dolor acumulado durante décadas de mentira y corrupción
fue el que despertó la conciencia del pueblo salvadoreño
Y hoy, ese mismo pueblo repite en voz alta la advertencia
de Anaxágoras:
“Si me engañas una vez, la culpa es tuya; si me engañas
dos veces, la culpa es mía.”
III: EL DISFRAZ DE LA DEMOCRACIA: LA DICTADURA POLÍTICA,
MEDIÁTICA Y JUDICIAL
·
Las
dictaduras modernas ya no necesitan tanques en las calles ni censores armados
para controlar a los pueblos. Hoy, el poder puede oprimir desde los micrófonos,
desde los tribunales y desde los pasillos del parlamento. Eso fue exactamente
lo que ocurrió en El Salvador durante los treinta años de gobiernos de ARENA y
FMLN:
·
una
dictadura revestida de formalidad democrática, sostenida por una red de
intereses, privilegios y complicidades.
1. La dictadura política
ARENA y FMLN
construyeron un sistema de alternancia que simulaba pluralismo, pero en
realidad funcionaba como una oligarquía rotativa.
Cada elección se presentaba como una oportunidad de
cambio, pero los resultados siempre garantizaban la continuidad de los mismos
grupos de poder. Los candidatos eran diferentes, los discursos variaban, pero
las políticas fundamentales —privatización, clientelismo, impunidad y corrupción—
permanecían intactas.
Los partidos
tradicionales no eran representantes del pueblo, sino administradores del
poder.
Desde la Asamblea Legislativa se aprobaron leyes hechas a
la medida de las élites; desde los ministerios se favoreció a empresarios
aliados; desde las alcaldías se manejaron fondos públicos sin rendición de
cuentas.
En ese contexto, el ciudadano común no tenía más opción
que elegir entre dos mentiras: una pintada de azul y otra de rojo.
Como señaló el filósofo español Daniel Innerarity (2013),
“la política se degrada cuando deja de ser un ejercicio de responsabilidad y se
convierte en un espectáculo de impostores”.
En El Salvador, la política se transformó en una farsa
donde el guion era el mismo, solo cambiaban los actores.
2. La dictadura mediática
El control de los medios de comunicación fue otro pilar
esencial del sistema. ARENA, y
posteriormente el FMLN, comprendieron que quien domina el relato, domina la
realidad.
A través de noticieros, columnas de opinión y programas
de debate, se fabricaba una verdad oficial. Se promovían los logros de los
gobiernos, se silenciaban los escándalos y se demonizaba a quienes denunciaban
la corrupción.
Los grandes conglomerados mediáticos recibían millones en
publicidad estatal, lo que aseguraba su lealtad. El periodismo crítico era marginado, ridiculizado o
acusado de ser “enemigo del progreso”.
En ese ambiente, el pueblo salvadoreño fue bombardeado
durante años con mensajes diseñados para manipular su percepción: se le hizo
creer que vivía en democracia, mientras sus derechos eran vulnerados; que
existía libertad, mientras se perseguía la verdad; que había prosperidad,
mientras los niños morían de hambre.
La filósofa alemana Hannah Arendt (1951) advirtió que “la
mentira organizada puede convertirse en un sustituto de la realidad”.
Eso fue exactamente lo que ocurrió: una realidad
artificial que ocultaba la podredumbre del sistema político.
3. La dictadura judicial
Quizá el pilar más invisible de esta estructura fue el
poder judicial, convertido en escudo de los corruptos y verdugo de los
inocentes.
Los magistrados, fiscales y jueces respondían a cuotas
partidarias. La justicia era una moneda de cambio: se negociaban sentencias, se
archivaban casos y se protegía a los poderosos.
La impunidad fue la regla, no la excepción.
Mientras tanto, miles de ciudadanos pobres sufrían
procesos interminables, condenas injustas o simplemente quedaban olvidados en
un sistema colapsado.
ARENA y FMLN habían logrado lo impensable: instaurar una
dictadura sin fusiles, pero con toga, micrófono y escaño legislativo.
4. Un pueblo silenciado
Durante esos años, las voces críticas eran tratadas como
enemigas del progreso o como amenazas a la “estabilidad”.
Intelectuales, académicos, líderes comunitarios y
periodistas fueron censurados o marginados por atreverse a cuestionar la
corrupción.
El miedo no era militar, sino psicológico y mediático.
El pueblo fue educado para desconfiar de sí mismo, para
creer que no merecía más. Esa
fue la mayor victoria del sistema: lograr que las víctimas del engaño
defendieran a sus verdugos. Pero
todo sistema fundado en la mentira está condenado a derrumbarse.
La historia enseña que los pueblos pueden tardar en
despertar, pero cuando lo hacen, su conciencia no tiene retroceso.
Como diría el sociólogo Zygmunt Bauman (2017), “la
libertad comienza cuando el miedo termina”. Y en El Salvador, el miedo comenzó a desaparecer el día
en que el pueblo comprendió que su voto podía romper la cadena del engaño.
IV: EL DESPERTAR DEL PUEBLO SALVADOREÑO: CONCIENCIA,
DIGNIDAD Y RUPTURA HISTÓRICA
Toda historia de opresión termina con un despertar.
El pueblo salvadoreño, cansado de ser manipulado,
humillado y empobrecido, comenzó a comprender que la democracia no consiste en
votar cada cinco años, sino en exigir resultados, transparencia y justicia.
Durante años, el poder político se burló de la buena fe
de la gente, pero el tiempo, la experiencia y el sufrimiento fueron madurando
la conciencia colectiva. Las
redes sociales, la educación y la interconexión global contribuyeron a derribar
los muros del silencio.
La juventud, antes apática, empezó a cuestionar. Los
trabajadores comenzaron a comparar. Los campesinos y los emigrantes, desde la
distancia, observaron con claridad que el país no avanzaba porque quienes lo
dirigían no tenían voluntad de cambiarlo. Ese despertar no fue un accidente, sino el resultado del
hartazgo acumulado.
Treinta años de promesas incumplidas, de robo
institucionalizado y de violencia cotidiana fueron suficientes para que el
pueblo dijera “basta”. Como
escribió Paulo Freire en Pedagogía del oprimido (1970): “Nadie libera a nadie,
ni nadie se libera solo: los hombres se liberan en comunión.”
Esa comunión del pueblo salvadoreño se expresó en las
urnas, en las calles y en las redes sociales. Por primera vez, la mayoría no votó por el miedo ni por
la costumbre, sino por convicción.
El 2019 marcó un punto de ruptura histórica: el fin del
bipartidismo y el nacimiento de una nueva etapa política.
ARENA y FMLN, los partidos que dominaron el país durante
tres décadas, fueron derrotados no solo electoralmente, sino moralmente.
El nuevo rumbo del país no solo representó un cambio de
liderazgo, sino un cambio de mentalidad. Por primera vez, la gente comenzó a sentirse protagonista
de su destino.
El voto dejó de ser un cheque en blanco para convertirse
en un acto de responsabilidad. El
ciudadano dejó de ser espectador para convertirse en juez de su propia
historia. te fenómeno tiene un
profundo sentido filosófico.
El filósofo francés Jean-Paul Sartre (1946) sostenía que
la libertad humana consiste en asumir la responsabilidad de nuestras
decisiones.
Durante años, los salvadoreños delegaron esa
responsabilidad en los mismos de siempre; pero ahora, la asumieron. El despertar del pueblo salvadoreño no fue solo político,
sino moral y existencial.
1. La dignidad como nueva bandera
Después de décadas de humillación, el pueblo redescubrió
su valor.
La dignidad, tantas veces pisoteada por políticos
corruptos, se convirtió en el nuevo estandarte nacional. Ya no bastaban los discursos vacíos, las promesas
electorales ni los abrazos fingidos: el pueblo quería resultados, quería
justicia, quería verdad.
Ese cambio de mentalidad explica por qué, pese a los ataques, mentiras y campañas de desprestigio, la población mantiene su apoyo al proyecto de transformación nacional. No porque sea perfecto, sino porque por primera vez siente que el gobierno trabaja para el pueblo y no contra él.
2. El rechazo a la manipulación mediática
El despertar también implicó una emancipación
informativa.
Los salvadoreños aprendieron a desconfiar de los viejos
medios, a buscar fuentes alternativas, a comparar, a contrastar. Esa independencia cognitiva es un paso fundamental hacia
la libertad.
Ya no basta con tener derecho al voto; hay que tener
derecho a la verdad. ad empieza a
circular sin filtros, el poder basado en la mentira se derrumba
3. Un nuevo pacto social
El nuevo ciclo político en El Salvador no es una
casualidad ni un fenómeno aislado. Es el
reflejo de una transformación cultural profunda, donde la juventud se niega a
repetir los errores del pasado.
Esa juventud, informada, crítica y valiente, se ha
convertido en el motor del cambio. Ya no
acepta que la corrupción sea “normal”, ni que la pobreza sea “inevitable”. que la pobreza sea “inevitable”.
En sus manos está la reconstrucción de la nación sobre
nuevas bases: ética, justicia y dignidad. Como decía el pensador mexicano José Vasconcelos (1925),
“los pueblos solo se salvan cuando descubren que tienen alma”. El alma del pueblo salvadoreño ha despertado, y su clamor
es claro: nunca más el mismo engaño.
V: EL NUEVO HORIZONTE POLÍTICO: RECONSTRUCCIÓN MORAL,
TRANSPARENCIA Y JUSTICIA SOCIAL
El verdadero cambio de una nación no se mide solo por
carreteras, hospitales o infraestructura. Se mide por el renacimiento moral de su pueblo y por la
honestidad de quienes ejercen el poder.
Después de tres décadas de saqueo institucional, El
Salvador inició un proceso histórico: la reconstrucción del Estado desde sus
cimientos éticos.
El nuevo proyecto político no solo se propuso combatir la
corrupción, sino restaurar la confianza ciudadana, la cual había sido destruida
por los partidos tradicionales. Porque
cuando el pueblo deja de creer en sus instituciones, la democracia muere.
Y en El Salvador, la fe cívica había sido asesinada a
golpes de engaño, cinismo y promesas vacías.
1. La reconstrucción moral del Estado
El primer paso hacia la transformación fue reconocer que
el problema del país no era solo económico, sino moral. Durante años, la corrupción fue vista como algo natural;
robar era “parte del juego político”.
Esa mentalidad enfermiza debía extirparse.
Se emprendieron esfuerzos por recuperar los fondos públicos
robados, cerrar los canales de evasión y aplicar políticas de austeridad en los
altos funcionarios. La lucha
contra la impunidad se volvió prioridad nacional.
Por primera vez, políticos, empresarios y exfuncionarios
que se creían intocables comenzaron a enfrentar procesos judiciales.
La justicia dejó de ser privilegio y empezó a ser
principio.
Esto generó incomodidad en los viejos círculos de poder,
que respondieron con campañas de desprestigio y acusaciones de autoritarismo. Pero lo que en realidad les incomoda no es la “falta de
democracia”, sino la pérdida de sus privilegios.
Como escribió el filósofo Byung-Chul Han (2014), “el
poder no teme al caos, sino a la transparencia”. Y precisamente eso es lo que más les duele a los antiguos
actores del sistema: que ya no pueden ocultarse detrás de la retórica, porque
la ciudadanía ahora exige claridad y resultados.
2. La transparencia como eje de gobernanza
El nuevo horizonte político salvadoreño ha incorporado la
tecnología y la información pública como herramientas contra el engaño. Hoy, las obras y proyectos del gobierno son visibles,
fiscalizables y abiertos al escrutinio ciudadano. El pueblo ya no necesita
depender del rumor o del noticiero manipulado; puede verificar directamente lo
que se hace con sus impuestos.
Esta transparencia no solo combate la corrupción, sino
que educa cívicamente.
Porque cuando el ciudadano ve con claridad cómo se
invierte su dinero, aprende a valorar lo público, a cuidar lo que es de todos y
a exigir honestidad. La política
se convierte, entonces, en un ejercicio pedagógico de responsabilidad
compartida.
Como señalaba el sociólogo francés Pierre Bourdieu
(1998), “el poder se perpetúa en la medida en que logra invisibilizar sus
mecanismos”.
Hoy, esos mecanismos están siendo expuestos a la luz
pública.
Y ese simple acto de visibilización tiene un impacto
moral mayor que cualquier discurso ideológico.
3. Justicia social y reconstrucción del tejido humano
La transformación política no tendría sentido si no se
tradujera en mejoras reales para la gente común.
Por eso, los nuevos programas sociales —en salud,
educación, seguridad y vivienda— representan algo más que obras: son símbolos
de reparación histórica.
Cada hospital nuevo, cada escuela renovada, cada
comunidad que recupera la paz, es una forma de justicia social. Por primera vez en décadas, las zonas rurales y
marginadas del país son escuchadas.
Ya no se gobierna desde las torres de cristal, sino desde
el territorio, junto al pueblo. El
Estado vuelve a tener rostro humano, y la política recupera su sentido
original: servir. Esa reconstrucción
social también tiene un valor espiritual. Durante años, la desesperanza fue la norma.
Hoy, la esperanza vuelve a ser política de Estado. Y aunque todavía quedan desafíos, el cambio más profundo
ya ocurrió: el pueblo ha recuperado su autoestima colectiva.
4. Los desafíos del presente
El camino hacia una nueva nación no está exento de
riesgos.
Toda transformación despierta resistencia, y los enemigos
del cambio no descansan.
Los mismos que saquearon el país ahora se presentan como
salvadores de la democracia; los mismos que callaron ante la miseria ahora
gritan por libertad.
Por eso, el reto no es solo seguir construyendo obras
materiales, sino consolidar una cultura política ética, donde la corrupción sea
impensable y el poder se conciba como servicio, no como privilegio.
Si el país logra mantener ese rumbo, el pasado quedará
definitivamente atrás.
Como decía el filósofo español Fernando Savater (1997):
“La ética no consiste en saber lo que es bueno, sino en
hacerlo.”
El Salvador ha comenzado, por fin, a hacerlo.
VI: LA OPOSICIÓN SIN RUMBO: ENTRE LA HIPOCRESÍA, EL
CINISMO Y LA NOSTALGIA DEL PODER
Cuando un sistema corrupto pierde el poder, no
desaparece: intenta disfrazarse de víctima. Eso es exactamente lo que ocurre hoy con los partidos
tradicionales en El Salvador.
ARENA y
FMLN, responsables de décadas de saqueo, desigualdad y violencia, ahora se
presentan como defensores de la democracia, de la libertad y de los derechos
humanos.
Pero sus palabras no convencen, porque quien destruyó el
país no puede erigirse en su salvador.
1. El
discurso de la hipocresía
La hipocresía política consiste en usar los valores que
uno traicionó como armas retóricas contra quien los intenta restaurar.
Los mismos que durante años firmaron pactos con
criminales, aprobaron leyes corruptas y se beneficiaron del dolor del pueblo,
ahora gritan “dictadura” cada vez que se combate la impunidad.
Ese doble discurso es tan evidente que ya no engaña a
nadie.
El pueblo salvadoreño, más informado y crítico, entiende
que no hay dictadura donde el pueblo manda, donde las calles son seguras, donde
se construyen hospitales y escuelas, y donde los corruptos enfrentan la
justicia.
La verdadera dictadura fue la que existió durante treinta
años: una tiranía mediática, judicial y política que oprimía al pueblo bajo el
disfraz de democracia.
Como escribió Michel Onfray (2015), “el cinismo político
consiste en acusar al otro de aquello mismo que uno practica”.
Y eso hacen los voceros del pasado: proyectan sus propios
crímenes sobre quienes los desenmascararon.
2. El cinismo como estrategia de supervivencia
Sin credibilidad ni respaldo popular, la oposición ha
optado por el cinismo como herramienta política.
Critican por criticar, niegan los logros, inventan
crisis, manipulan cifras y distorsionan hechos.
Sus análisis no buscan aportar, sino confundir, mantener
vivo el resentimiento y erosionar la confianza del pueblo en su propio
gobierno.
Los “analistas políticos” y “expertos” que aparecen a
diario en ciertos medios actúan como si el país aún viviera en el pasado,
repitiendo los mismos guiones de los años noventa: hablar de “falta de
democracia”, “autoritarismo”, “pérdida de libertades”.
Pero su problema no es ideológico: es existencial.
Han perdido el poder, y con él, los privilegios que los
mantenían cómodos.
La filósofa Hannah Arendt (1972) advertía que “el mayor
castigo para los mentirosos no es que nadie les crea, sino que ellos ya no
pueden creer en nadie”.
Esa es la tragedia de la oposición salvadoreña: su propio
cinismo la ha condenado a vivir fuera de la realidad.
3. La nostalgia del poder
ARENA y FMLN viven atrapados en la nostalgia.
No añoran la democracia, sino la impunidad del pasado: el
tiempo en que podían robar sin ser descubiertos, negociar en secreto y
manipular a los medios.
Esa nostalgia del poder perdido los ha vuelto agresivos, irracionales
y contradictorios.
Mientras el país avanza con nuevas obras, inversiones y
programas sociales, ellos hablan de “retroceso”.
Mientras los índices de criminalidad caen drásticamente,
ellos hablan de “violación de derechos”.
Mientras el pueblo se siente más seguro, ellos claman
persecución.
Su desconexión con la realidad es tan profunda que han
dejado de representar a la ciudadanía.
Hoy son un eco vacío de lo que alguna vez fueron.
El pueblo, que antes los veía como líderes, ahora los
identifica como símbolos del fracaso nacional.
4. El papel de los nuevos opositores
A la decadencia de los viejos partidos se suma la
aparición de una oposición “renovada” —jóvenes políticos que se presentan como
modernos, éticos y progresistas— pero que en el fondo repiten el mismo guion
del pasado.
Detrás de sus discursos de transparencia y derechos
humanos se esconden los mismos financistas, los mismos intereses y las mismas
élites que destruyeron el país.
Son los “hijos políticos” de ARENA y FMLN:
personajes como Marcela Villatoro, Francisco Lira, Carlos Saade, Karina Sosa, Wálter Raudales o Claudia Ortiz, que buscan revivir el cadáver político del pasado con maquillaje nuevo.
Pero el pueblo salvadoreño ya aprendió a distinguir entre
cambio verdadero y cambio cosmético.
Como advertía Simone de Beauvoir (1949), “el opresor no
sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los oprimidos”.
Por eso, la tarea del pueblo no es solo derrotar al
enemigo visible, sino también reconocer a quienes, disfrazados de ética,
intentan restaurar los privilegios perdidos.
Este panorama deja una enseñanza moral y política
profunda:
el despertar del pueblo salvadoreño no tiene marcha
atrás.
La conciencia ciudadana ya no puede ser anestesiada con
discursos ni manipulada con titulares.
El país ha cruzado el umbral del miedo y ha entrado en la
etapa de la lucidez histórica.
VII: NUNCA MÁS EL MISMO ERROR: LA LECCIÓN MORAL DE
ANAXÁGORAS PARA EL PUEBLO SALVADOREÑO
La frase de Anaxágoras de Clazómenas —“Si me engañas una
vez, la culpa es tuya; si me engañas dos veces, la culpa es mía”— trasciende el
tiempo y la cultura.
Lo que en la Grecia clásica era una reflexión sobre la
prudencia y el juicio moral, en el siglo XXI se convierte en una advertencia
política universal.
Esta máxima filosófica nos recuerda que la sabiduría no
consiste solo en conocer la verdad, sino en no tropezar dos veces con la misma
mentira.
Durante treinta años, el pueblo salvadoreño fue víctima
del engaño sistemático de los mismos actores políticos.
Primero, ARENA ofreció desarrollo y modernidad, pero
entregó saqueo, privatización y desigualdad.
Después, el FMLN prometió justicia social y redención del
pueblo, pero repitió las mismas prácticas de corrupción y clientelismo.
Ambos partidos convirtieron la política en un negocio
familiar, donde la lealtad se medía en dinero y no en principios.
Por eso, la enseñanza de Anaxágoras cobra sentido: ya no
se trata solo de señalar al culpable, sino de asumir la responsabilidad
colectiva de no permitir que la historia se repita.
El error de ayer puede ser perdonado; el de mañana, si se
repite, será imperdonable.
1. El valor del discernimiento
El primer paso hacia la madurez política es el
discernimiento: la capacidad de distinguir entre la verdad y la manipulación.
En una época donde los medios, las redes y los intereses
externos intentan distorsionar la realidad, el pueblo necesita pensar, analizar
y comparar.
Esa es la verdadera revolución: una revolución de la
conciencia.
Como escribió el filósofo Immanuel Kant (1784) en su
célebre texto ¿Qué es la Ilustración?,
“La ilustración es la salida del hombre de su
autoculpable minoría de edad. La pereza y la cobardía son las causas por las
que tantos prefieren seguir siendo menores de edad.”
Por muchos años, los salvadoreños delegaron su
pensamiento a los políticos, confiaron ciegamente en sus palabras y aceptaron
sus mentiras.
Hoy, la nación se encuentra en una etapa de ilustración
colectiva: piensa, cuestiona, decide y aprende.
2. El aprendizaje del dolor
Toda conciencia nace del sufrimiento.
Las heridas del pasado —corrupción, pobreza, violencia,
exclusión— no deben olvidarse, sino convertirse en lecciones históricas.
El dolor del engaño tiene sentido cuando se transforma en
sabiduría.
Por eso, recordar no es venganza, sino prevención.
El pueblo que recuerda no se deja manipular.
Y el que no olvida su historia no vuelve a ser esclavo de
los mismos.
Como escribió el poeta español Antonio Machado (1912):
“Despreciad cuanto sea mero simulacro de vida o de
cultura. No hay peor mentira que la verdad mal entendida.”
La verdad mal entendida fue la que impusieron los
partidos tradicionales durante tres décadas: una verdad maquillada que
justificaba el robo y el engaño.
Hoy, el pueblo salvadoreño está aprendiendo a mirar más
allá del maquillaje, a reconocer la esencia detrás del discurso.
3. La nueva ética de la memoria
El futuro de El Salvador depende de su capacidad para
recordar éticamente.
No se trata de vivir del pasado, sino de comprenderlo
para no repetirlo.
Cada elección, cada decisión ciudadana, cada voz que se
alza en defensa de la verdad, es una afirmación de esa memoria ética.
Por eso, la enseñanza de Anaxágoras no solo debe
repetirse como frase, sino vivirse como principio.
Engañarse una vez puede ser ingenuidad; engañarse dos
veces sería complicidad.
Y el pueblo salvadoreño ya no está dispuesto a ser
cómplice del pasado.
4. El compromiso del presente
La lección final de esta reflexión filosófico-política es
clara:
la libertad no se hereda, se conquista y se cuida cada
día.
El verdadero peligro no está en los viejos corruptos,
sino en el olvido, en la indiferencia y en el cansancio moral.
Cada generación debe renovar el compromiso de vigilar el
poder, exigir transparencia y preservar la dignidad nacional.
Si el pueblo mantiene esa lucidez, ningún nuevo engaño
será posible.
Como afirmó el filósofo y moralista francés Albert Camus
(1942):
“El hombre rebelde es aquel que dice no al abuso y sí a
la justicia.”
El Salvador, al despertar de su largo engaño, se ha
convertido en un pueblo rebelde en el sentido más noble:
·
rebelde
contra la corrupción, contra la mentira y contra la injusticia.
CONCLUSIÓN
La historia de El Salvador en las últimas décadas es un
espejo donde se reflejan las luces y sombras de su pueblo.
Durante treinta años, ARENA y FMLN gobernaron bajo el
disfraz de la democracia, utilizando la retórica de la libertad para encubrir
el abuso, el robo y la traición.
Prometieron progreso, pero dejaron ruinas; prometieron
justicia, pero sembraron impunidad; prometieron paz, pero perpetuaron la
violencia.
Sin embargo, el pueblo salvadoreño no permaneció dormido
eternamente.
El sufrimiento acumulado se transformó en conciencia, la
indignación en acción, y la desilusión en esperanza.
Ese tránsito del engaño al despertar representa la
madurez política y moral de una nación que finalmente ha aprendido la lección
de su historia.
La frase de Anaxágoras se convierte así en el lema moral
de nuestro tiempo:
“Si me engañas una vez, la culpa es tuya; si me engañas
dos veces, la culpa es mía.”
El Salvador ya fue engañado una vez, o más bien, muchas
veces.
Fue traicionado por partidos que juraron servirle y solo
sirvieron a sí mismos.
Pero hoy, ese mismo pueblo ha decidido no volver a caer
en la trampa del pasado.
Porque ha comprendido que el poder no es de los partidos,
sino del ciudadano; que la democracia no es un rito electoral, sino un
ejercicio diario de dignidad y vigilancia.
La nueva etapa que vive el país es más que un cambio
político: es una revolución ética.
Se ha iniciado un proceso de reconstrucción moral que
busca limpiar las instituciones, dignificar la política y devolverle al pueblo
la confianza en su propio destino.
Esa transformación no está exenta de errores ni de
desafíos, pero su diferencia esencial radica en la intención: ahora se gobierna
para el pueblo, no a costa de él.
El reto es mantener viva esa conciencia, fortalecer la
educación cívica, promover el pensamiento crítico y no permitir que la
comodidad o el cansancio nos devuelvan a la oscuridad del pasado.
Cada salvadoreño debe entender que el engaño solo
prospera cuando la verdad se calla, y que la libertad se pierde cuando el
ciudadano deja de pensar.
En palabras del filósofo español José Ortega y Gasset
(1930):
“Cada pueblo tiene el gobierno que se merece, porque cada
pueblo es responsable de su destino.”
El Salvador está comenzando a merecer un gobierno
diferente, porque su pueblo ha decidido ser diferente.
El despertar ha comenzado, y aunque los enemigos de la
verdad intenten confundir o dividir, la claridad moral del pueblo será su mejor
defensa.
Hoy, la sabiduría de Anaxágoras se ha hecho carne en la
conciencia colectiva del pueblo salvadoreño:
ya no hay espacio para el autoengaño, ni para la
resignación, ni para el miedo.
La lección está aprendida, y su eco resuena en cada
rincón de la patria:
“Nunca más el mismo error.”
REFLEXIÓN FINAL
La historia no siempre enseña con ternura.
A veces sus lecciones llegan envueltas en dolor, pobreza
y desengaño.
Pero lo importante no es cuánto sufrimos, sino cuánto
aprendemos.
El pueblo salvadoreño ha recorrido un largo camino desde
la oscuridad de la mentira hasta la claridad de la conciencia.
Ha conocido la traición, pero también la esperanza; ha
padecido la injusticia, pero hoy respira dignidad.
Esa evolución no fue un milagro político, sino un acto de
madurez moral.
Cuando un pueblo deja de creer en los falsos redentores y
comienza a creer en sí mismo, nace la verdadera libertad.
Esa es la enseñanza profunda de Anaxágoras:
no basta con señalar al mentiroso; hay que decidir no
volver a escucharlo.
La culpa de la primera mentira pertenece al corrupto; la
de la segunda, a quien la acepta sin pensar.
Hoy, El Salvador camina con paso firme hacia un futuro
distinto.
El camino no será fácil, pero el rumbo es claro:
transparencia, justicia y dignidad.
Ya no somos un pueblo engañado, sino un pueblo despierto.
Y un pueblo despierto —como el sol que ilumina cada
amanecer— no vuelve a dormirse jamás.
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