“EL RENACER ÉTICO DE LA POLÍTICA: CAMINO HACIA UN NUEVO EL SALVADOR”
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA
I. INTRODUCCIÓN.
La política, entendida en su sentido más noble, es una de
las más altas expresiones de la vida humana. Aristóteles (1998) afirmaba que el
ser humano es un animal político porque solo en la vida en comunidad puede
alcanzar su plenitud moral. Sin embargo, esa afirmación filosófica ha sido
traicionada una y otra vez por quienes, en lugar de servir a la sociedad, han
hecho de la política un negocio y del poder una herramienta de dominación.
En El Salvador, la política ha sido históricamente una
herida abierta. Durante las últimas tres décadas, el país fue testigo de cómo
los partidos tradicionales convirtieron la función pública en un sistema de privilegios,
impunidad y corrupción. Aquellos que prometieron libertad y democracia
construyeron, en realidad, una maquinaria de saqueo institucional. Las
consecuencias fueron devastadoras: pobreza, desigualdad, violencia y una
profunda desconfianza hacia las instituciones.
Frente a ese pasado oscuro, surgieron nuevas fuerzas
políticas que intentan cambiar el rumbo del país. Sin embargo, los mismos
personajes que protagonizaron el fracaso nacional ahora aparecen en los medios
de comunicación, autodenominándose analistas políticos o defensores de la
democracia. Muchos de ellos carecen de la más mínima autocrítica. Analizan sin
honestidad, critican sin fundamentos y se niegan a reconocer cualquier avance
social que contradiga sus intereses ideológicos o económicos.
Esta situación revela una profunda crisis ética y moral.
El problema no es solo político, sino cultural: el país ha normalizado el
cinismo. Hemos llegado a un punto en que se valora más la retórica vacía que la
acción concreta; más el sarcasmo televisivo que el pensamiento serio; más la
lealtad partidaria que el amor a la patria.
De ahí surge la necesidad impostergable de replantear qué
significa ser un buen político y, sobre todo, qué tipo de ciudadanía queremos
formar.
No basta con
sustituir a los viejos corruptos por rostros nuevos. El verdadero cambio
comienza cuando la política recupera su sentido ético, cuando el ejercicio del
poder se convierte en servicio y cuando el patriotismo deja de ser una palabra
gastada para transformarse en acción solidaria.
El objetivo de este ensayo es reflexionar críticamente
sobre el papel de la ética, el patriotismo y la vocación de servicio en la vida
política de El Salvador. Está dirigido a estudiantes, docentes y ciudadanos
que, cansados de la mediocridad y el oportunismo, buscan comprender cómo
reconstruir una política basada en la dignidad, la justicia y el amor al país.
A lo largo de los siguientes apartados, analizaremos la
manipulación mediática de los falsos analistas, la pérdida del sentido moral en
la política, el verdadero significado del patriotismo, la necesidad de entender
la política como servicio, la urgencia de fortalecer la educación cívica y la
importancia de la utopía como horizonte de esperanza. Todo ello con el
propósito de reafirmar que la política, cuando es honesta y humana, puede ser
una fuerza transformadora al servicio del bien común.
Como advierte Max Weber (1919), “la política es una empresa de poder, pero solo tiene sentido cuando se ejerce con responsabilidad y al servicio de valores superiores”. Esa es, precisamente, la tarea más urgente de nuestro tiempo: devolverle a la política su dignidad y su alma.
II. LOS FALSOS ANALISTAS Y LA MANIPULACIÓN MEDIÁTICA
En los últimos años, El Salvador ha sido testigo de una
extraña metamorfosis: antiguos funcionarios, exasesores de gobiernos corruptos
y fracasados líderes partidarios han resurgido en los medios de comunicación
bajo una nueva etiqueta: analistas políticos. Se presentan como voces
imparciales, defensoras de la verdad y la democracia, pero sus discursos están
plagados de resentimiento, cinismo y falsedad.
No son intelectuales comprometidos con el bien común,
sino voceros de intereses ocultos que buscan recuperar el poder perdido.
El papel del analista político en una sociedad democrática
debería ser el de contribuir al debate público con argumentos fundamentados,
análisis objetivos y una mirada ética sobre la realidad nacional. Sin embargo,
muchos de los llamados analistas salvadoreños han convertido su oficio en un
espectáculo mediático donde prima el insulto, la desinformación y la
manipulación emocional. Como advierte Chomsky (2002), los medios de
comunicación, cuando están al servicio de las élites, se transforman en una
“fábrica de consensos” que modela la opinión pública a conveniencia de los
poderosos.
La fábrica de la manipulación
Los programas de opinión política se han convertido en
escenarios de manipulación sistemática. Las mesas de debate televisivas, en
lugar de promover el pensamiento crítico, se han transformado en tribunales
mediáticos donde se juzga todo lo que hace el gobierno, pero nunca se revisa el
legado nefasto de los treinta años de saqueo y corrupción que hundieron al
país.
Los falsos
analistas repiten los mismos guiones, amplifican rumores, descontextualizan
datos y utilizan un lenguaje académico para disfrazar su falta de honestidad
intelectual.
El objetivo de esta manipulación es simple: desgastar la
confianza ciudadana y sembrar la idea de que todo cambio es peligroso o
autoritario. Pero detrás de ese discurso se esconde la nostalgia por los
privilegios perdidos. Quienes vivieron décadas beneficiándose del poder
político y económico ahora se presentan como víctimas del “nuevo
autoritarismo”. Sin embargo, como afirma Zygmunt Bauman (2013), “quienes temen
al cambio son, casi siempre, los que más se beneficiaron del viejo orden”.
El poder de los medios en la construcción de la realidad
Los medios de comunicación tradicionales siguen teniendo
una influencia enorme en la construcción de la percepción ciudadana. Ellos
deciden qué noticias se destacan, qué voces se escuchan y qué hechos se
silencian. La realidad, por tanto, no es solo lo que ocurre, sino lo que los
medios permiten que el público vea.
En el caso salvadoreño, muchos de esos medios han estado
históricamente vinculados a grupos empresariales y políticos que durante años
dominaron el Estado. No sorprende, entonces, que sus análisis sigan la lógica del
poder económico y no la de la verdad social. Los periodistas o
comentaristas que se atreven a reconocer los avances o a criticar la corrupción
del pasado son marginados o atacados.
Como
explica Ignacio Ramonet (1998), los medios modernos “no solo informan, sino que
construyen la realidad social y moldean la conciencia colectiva”. Esto implica
que la manipulación mediática no es un error técnico, sino una estrategia
política que busca dominar el pensamiento ciudadano y debilitar la esperanza
colectiva.
La ética perdida del analista político
La figura del analista debería ser moralmente ejemplar.
Su papel consiste en interpretar la realidad con rigor intelectual, no en
servir de vocero de un partido o grupo económico. Sin embargo, en El Salvador,
la mayoría de estos opinadores actúan como operadores disfrazados de
académicos.
No investigan, no contrastan fuentes, no verifican
información. Se limitan a repetir los mensajes de quienes los financian.
Su falta de ética no solo empobrece el debate público,
sino que también destruye la confianza social en los medios y en la política.
Cuando el ciudadano percibe que todos los análisis son manipulados, cae en la
apatía o el escepticismo, lo cual es aún más peligroso que la desinformación
misma. Una sociedad que ya no cree en nada es fácilmente controlable.
Como señaló el filósofo francés André Comte-Sponville
(2005), “una democracia sin virtud se convierte en una oligarquía mediática
donde gobiernan los más influyentes, no los más sabios”. La falta de virtud y honestidad en los analistas
salvadoreños refleja, pues, la degradación de la cultura política nacional.
El reto de una nueva comunicación política
Si aspiramos a un nuevo El Salvador más justo,
transparente y consciente, debemos también construir una nueva forma de
comunicación política. Los medios deben recuperar su misión ética: informar con
veracidad, educar con responsabilidad y debatir con respeto. La crítica no debe
desaparecer, pero sí transformarse. Debemos pasar de la crítica destructiva a
la crítica constructiva; del análisis ideológico al análisis moral y técnico.
El buen analista no es aquel que destruye reputaciones,
sino el que construye conciencia. Su labor debería ser iluminar al ciudadano,
no confundirlo; fomentar el pensamiento, no el fanatismo.
La democracia necesita voces críticas, pero también honestas. En lugar de mercenarios del micrófono, se requieren intelectuales comprometidos con la verdad. Solo así la palabra política volverá a tener dignidad, y el pensamiento crítico, tan necesario para la libertad, dejará de ser rehén de los intereses del poder mediático.
III. LA PÉRDIDA DEL SENTIDO MORAL EN LA POLÍTICA
Uno
de los síntomas más alarmantes de la crisis salvadoreña contemporánea es la
pérdida del sentido moral en la política. Las décadas de gobiernos que
convirtieron el Estado en botín partidario destruyeron no solo la economía,
sino también la conciencia ética colectiva. Durante treinta años, se legitimó el robo bajo el
disfraz de la democracia; se institucionalizó la corrupción como mecanismo de
ascenso político; y se formó una clase dirigente que confundió el servicio
público con el enriquecimiento personal.
La consecuencia más grave de esa descomposición no fue
únicamente el saqueo material, sino la descomposición espiritual de la nación.
Se minó la confianza del pueblo en sus representantes, se degradó la idea del
bien común y se sembró una profunda desmoralización social. Como advirtió Erich
Fromm (1956), “una
sociedad enferma es aquella donde lo malo se vuelve normal y lo bueno,
ridículo”. Eso es precisamente lo que ocurrió en el país: se
normalizó el abuso, se exaltó la viveza y se despreció la honestidad.
La política como simulacro moral.
La vieja clase política salvadoreña se especializó en
fabricar apariencias. Se hablaba de democracia, pero se practicaba el
clientelismo; se predicaba transparencia, pero se ocultaban los desfalcos; se
prometía justicia, pero se pactaba con el crimen. Esa duplicidad moral
convirtió la política en un teatro de máscaras donde los actores fingían
virtudes que no poseían.
Max Weber (1919) diferenció entre la ética de la
convicción y la ética de la responsabilidad. La primera se refiere a los
principios que guían la acción, mientras que la segunda implica asumir las
consecuencias morales de nuestros actos. Los viejos políticos, sin embargo,
carecieron de ambas. No actuaban por principios ni asumían responsabilidades.
Gobernaron sin conciencia, legislaron sin moral y administraron sin humanidad.
Esta simulación de ética produjo una sociedad
profundamente desconfiada. La gente dejó de creer en los discursos y empezó a
pensar que todos los políticos son iguales. Esa generalización, aunque comprensible,
es peligrosa, porque destruye la posibilidad del cambio. Cuando se pierde la fe
en la virtud, se abre el camino a la apatía y al cinismo colectivo.
El cinismo como cultura política
En la actualidad, el cinismo político se ha convertido en
una enfermedad social. Los viejos partidos, incapaces de reconocer sus errores,
intentan sobrevivir manipulando el discurso moral.
Hablan de ética pública, pero olvidan los miles de
millones saqueados del erario. Se presentan como guardianes de la
institucionalidad, cuando fueron ellos quienes la destruyeron.
El filósofo esloveno Slavoj Žižek (2012) advierte que “el cinismo contemporáneo no consiste en creer en
nada, sino en saber que algo está
mal y continuar haciéndolo”. Ese es el retrato exacto de la clase política tradicional: saben que destruyeron la confianza del
pueblo, pero continúan mintiendo con absoluta impunidad.
El cinismo es más peligroso que la corrupción misma, porque la justifica. Cuando el político cínico roba, se ríe; cuando es descubierto, se victimiza; cuando es juzgado, apela a la “persecución política”. Y los falsos analistas —como vimos en el apartado anterior— amplifican ese discurso, reproduciendo el engaño y erosionando la conciencia ciudadana.
El colapso del sentido ético
El sentido moral de la política solo puede sostenerse
cuando el poder se ejerce desde la empatía, la justicia y el respeto al ser
humano. Pero durante décadas, esos valores fueron reemplazados por el egoísmo,
la avaricia y la hipocresía. La política se transformó en una competencia de intereses
personales, donde los valores se subastaban al mejor postor.
Jean-Jacques Rousseau (1762) escribió en El contrato
social que “el pueblo, una vez acostumbrado a los amos, ya no puede vivir sin
ellos”. En El Salvador, la población fue domesticada por un sistema que le
enseñó a desconfiar de sí misma y a depender de caudillos corruptos. Se perdió
el sentido de pertenencia nacional y la conciencia de que el Estado pertenece
al pueblo, no a los partidos.
La
pérdida del sentido moral en la política también tuvo un efecto devastador en
la juventud. Muchos jóvenes crecieron viendo que el éxito no se alcanzaba por
mérito ni esfuerzo, sino por compadrazgo o corrupción. Esa pedagogía del
cinismo destruyó la esperanza y fomentó la cultura de la indiferencia.
La reconstrucción moral del Estado
El
primer paso para reconstruir una nación es recuperar su moral pública. Ninguna
reforma institucional será duradera si no se basa en valores éticos sólidos. Es
necesario promover una nueva cultura política que coloque al ser humano —y no
al dinero ni al poder— en el centro de la vida pública.
Esto implica reeducar a los dirigentes, fortalecer la
transparencia, y, sobre todo, cultivar en las nuevas generaciones una
conciencia moral profunda. Los jóvenes deben entender que la política no es sinónimo de
corrupción, sino de responsabilidad. La verdadera política se hace con
principios, no con intereses; con compasión, no con cálculo.
Como afirmaba Simone Weil (1952), “la política debería
ser una forma suprema de caridad, no un negocio de ambiciones”. Esa visión
ética, hoy olvidada, es la que debe recuperar El Salvador si quiere convertirse
en una nación verdaderamente justa y democrática.
Conclusión parcial del apartado
La pérdida del sentido moral en la política salvadoreña
es el reflejo de una decadencia histórica, pero también la oportunidad de una
renovación profunda. El país necesita políticos que encarnen la ética del
servicio, no la codicia del poder; ciudadanos que exijan transparencia, no
complicidad; y educadores que enseñen que la honestidad no es una utopía, sino
la base de toda civilización. Sin una reconstrucción moral, cualquier
transformación será superficial. Pero con una política éticamente orientada, El
Salvador puede redescubrir el valor de la verdad, la justicia y la dignidad.
IV. PATRIOTISMO Y AMOR A LA PATRIA: MÁS ALLÁ DEL DISCURSO
Hablar de patriotismo en tiempos de cinismo político
puede parecer una ingenuidad o un gesto anacrónico. En la actualidad, muchos
confunden el patriotismo con el fanatismo, y el amor a la patria con la
obediencia ciega a un líder o partido. Sin embargo, el verdadero patriotismo es
un sentimiento moral y espiritual que trasciende ideologías, intereses
personales o coyunturas electorales. Es una virtud cívica que se manifiesta en
el respeto por la tierra que nos vio nacer, en el compromiso con su gente y en
el deseo de legar un país más justo a las futuras generaciones.
José Martí (1893) lo expresó con claridad: “Patria es humanidad”. Con esta afirmación, el apóstol cubano rompió con la idea estrecha del nacionalismo egoísta y propuso un patriotismo universal, donde amar la patria significa también amar al ser humano, a la justicia y a la verdad. Ese es el patriotismo que El Salvador necesita: un amor activo, comprometido, que no se limite a los símbolos o las palabras, sino que se exprese en la acción concreta por el bien común.
El patriotismo como virtud moral
El amor a la patria es, ante todo, un acto de conciencia
moral. Quien ama verdaderamente a su país no lo saquea, no lo divide, no lo
degrada. Lo respeta, lo defiende y trabaja por su bienestar. Un patriota no necesita alardear de su amor
con discursos vacíos ni con banderas en el pecho; su patriotismo se mide en el
compromiso cotidiano por la justicia, la honestidad y la solidaridad.
El filósofo español Fernando Savater (1991) advierte que “el patriotismo
auténtico no consiste en creer que el país es el mejor del mundo, sino en
desear sinceramente que llegue a serlo”. Ese deseo se traduce en esfuerzo, en crítica
constructiva, en trabajo honesto. Un patriota verdadero no calla ante la
corrupción ni justifica las injusticias cometidas por los suyos. Amar a la
patria es también tener el valor de señalar sus errores y luchar por su mejora.
Patriotismo y política: el deber del servicio
El patriotismo genuino encuentra en la política su campo
natural de acción. El político que no ama a su patria carece de brújula moral.
Sin ese sentimiento profundo de pertenencia y deber, el ejercicio del poder se
convierte en un simple negocio.
La política patriótica no se mide por la cantidad de
leyes aprobadas ni por los discursos grandilocuentes, sino por la calidad
humana de las decisiones tomadas en favor del pueblo.
El
político patriota no roba porque sabe que al hacerlo traiciona a su nación; no
miente porque comprende que la mentira destruye la confianza ciudadana; no
discrimina porque entiende que todos los salvadoreños, sin distinción, forman
parte de una misma familia nacional. Su mayor ambición no es el cargo, sino el
servicio.
La historia de El Salvador ha demostrado que la falta de
patriotismo en la clase política ha sido una de las causas principales del
atraso nacional. Quienes gobernaron durante tres décadas priorizaron sus
intereses partidarios sobre el bienestar de la patria. Cada decisión se tomaba
pensando en la próxima elección, no en las próximas generaciones. Ese egoísmo
disfrazado de democracia fue una forma de traición a la nación.
El patriotismo como resistencia moral
El amor a la patria también implica una forma de
resistencia frente al pesimismo y la indiferencia. En un país donde la corrupción y la injusticia
han sembrado el desencanto, seguir creyendo en El Salvador es un acto de
valentía. El patriota no se resigna al deterioro ni al fatalismo;
lucha, enseña, construye, inspira.
El escritor francés Antoine de Saint-Exupéry (1942) decía
que “amar no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma
dirección”.
Esa frase, aplicada al patriotismo, significa que los
salvadoreños debemos aprender a mirar más allá de nuestras diferencias
ideológicas, hacia un horizonte común de progreso y dignidad.
El verdadero patriota no vive del pasado, sino que lo
honra construyendo un futuro mejor. No se aferra a las heridas, sino que las
transforma en lecciones. No utiliza la patria como bandera electoral, sino como
espacio sagrado de responsabilidad compartida.
El falso patriotismo y su manipulación
Una de las tragedias de la política salvadoreña ha sido
la manipulación del sentimiento patriótico. Los partidos tradicionales usaron
la palabra “patria” como herramienta de propaganda, mientras destruían sus
cimientos con sus actos. Durante años, se promovieron campañas con símbolos
nacionales y discursos de unidad, pero al mismo tiempo se vendían los bienes
públicos, se privatizaban los recursos y se hipotecaba la soberanía nacional a
intereses extranjeros.
Ese patriotismo de cartón, hueco y publicitario, vació de
contenido la palabra “nación”. Como resultado, muchos ciudadanos terminaron
asociando el patriotismo con hipocresía política. Pero es urgente rescatar su
verdadero sentido: el patriotismo no pertenece a un partido, sino al pueblo; no
se mide por palabras, sino por obras; no se impone, se cultiva.
Patriotismo,
juventud y futuro
Si hay un campo donde debe renacer el patriotismo es en
la juventud. Los jóvenes salvadoreños, muchas veces desencantados por la
política, deben descubrir que amar a su país no es una carga, sino una
oportunidad. El patriotismo juvenil no consiste en obedecer a líderes ni
repetir consignas, sino en pensar críticamente, estudiar, innovar y
comprometerse con el bien común.
Un joven patriota no es aquel que odia a otros países,
sino el que trabaja por dignificar el suyo. Su amor se manifiesta en la
superación personal, en la defensa del medio ambiente, en el respeto a la
diversidad y en la búsqueda del conocimiento. Como señala Paulo Freire (1970),
“nadie ama lo que no conoce”. Por eso, educar en la historia, en la cultura y
en los valores nacionales es una tarea fundamental para despertar el amor
consciente a El Salvador.
Conclusión parcial del apartado
El patriotismo, lejos de ser una palabra vacía o un
recurso de campaña, es la esencia misma de la ciudadanía responsable. Solo
quien ama su país puede servirlo con justicia. Solo quien siente orgullo de su
historia puede trabajar por su renovación. Y solo quien comprende que la patria
es un proyecto colectivo puede ser verdaderamente libre.
El Salvador necesita rescatar este amor profundo y honesto, no como nostalgia romántica, sino como principio rector del nuevo orden político. La patria no se lleva en el discurso, sino en el corazón, en las manos y en los actos.
V. EL POLÍTICO COMO SERVIDOR DEL PUEBLO, NO COMO
COMERCIANTE DEL PODER
La esencia de la política no es el poder por el poder, sino
el servicio a los demás. Cuando un individuo decide involucrarse en la vida
pública, debería hacerlo movido por una vocación de entrega, no por ambición
personal. Sin embargo, en El Salvador —como en buena parte de América Latina—
la política fue degradada durante décadas hasta convertirse en una de las
formas más refinadas de negocio. El político dejó de ser un servidor para
transformarse en un comerciante del poder, en un empresario del Estado.
Este fenómeno no es nuevo. Ya Platón, en La República, advertía que cuando
los gobernantes buscan el beneficio propio antes que el bien común, la ciudad
se corrompe desde sus cimientos. Esa corrupción moral se multiplica cuando el
poder se convierte en mercancía: se compran voluntades, se venden principios y se
intercambian favores como si la patria fuera un mercado.
El resultado de esa perversión es devastador: se destruye
la confianza del pueblo, se prostituye la función pública y se envenena la vida
democrática. En lugar de líderes con vocación de servicio, surgen
administradores del engaño; en vez de servidores públicos, aparecen especuladores
del sufrimiento ajeno.
La política como vocación de servicio
La verdadera política es un acto de amor, y todo amor
verdadero implica sacrificio. Servir al pueblo exige renunciar a privilegios,
asumir responsabilidades y actuar con humildad.
Como afirmaba Max Weber (1919), “la política exige tanto
pasión como sentido de responsabilidad y mesura”. Estas tres virtudes —la
pasión por el bien común, la responsabilidad ante los actos propios y la
prudencia en el uso del poder— definen al político auténtico.
El político que sirve al pueblo no busca aplausos, sino
resultados. No vive de las encuestas, sino del compromiso con su conciencia. No
teme perder poder si con ello gana justicia. No manipula la fe ni la necesidad
del pueblo, porque comprende que el poder no le pertenece, sino que es un
préstamo del soberano: el pueblo mismo.
La historia ofrece ejemplos de líderes que encarnaron esa
ética del servicio: Nelson Mandela en Sudáfrica, Mahatma Gandhi en la India o
Monseñor Óscar Arnulfo Romero en El Salvador. Todos ellos entendieron que la
política, sin sacrificio y sin compasión, se convierte en tiranía.
El comerciante del poder: una figura corrosiva
En el extremo opuesto se encuentra el político mercader,
aquel que concibe la política como negocio y el poder como fuente de riqueza.
Este tipo de actor, que tanto daño ha causado a nuestro país, entra en la
política para servirse del Estado y no servir al Estado. No lo mueve la
justicia ni el amor a la patria, sino la codicia y el deseo de protagonismo.
El comerciante del poder mide su éxito en contratos, no
en obras; en alianzas secretas, no en principios; en su cuenta bancaria, no en
el bienestar del pueblo. Conoce los discursos de memoria, pero desconoce el
sufrimiento real de las comunidades. Habla de democracia mientras manipula
instituciones; habla de ética mientras negocia con la corrupción.
El político comerciante representa una de las peores
degeneraciones del espíritu público, porque no solo roba recursos, sino también
esperanzas. Su paso por el poder deja un rastro de desilusión ciudadana y un
mensaje perverso para las nuevas generaciones: que el éxito no se alcanza por
mérito, sino por astucia o trampa.
Como señala Hannah Arendt (1963), “cuando la mentira se
vuelve norma, el poder se transforma en dominación”. Eso ocurrió en El Salvador
durante las tres décadas del viejo régimen: se construyó un poder basado en el
engaño, donde la retórica democrática ocultaba redes de corrupción, nepotismo y
abuso.
El líder servidor: ética, empatía y coherencia
El
político servidor no necesita títulos grandilocuentes ni campañas millonarias
para demostrar su compromiso. Su legitimidad surge del ejemplo, de la
coherencia entre lo que dice y lo que hace. En él se funden tres valores
esenciales: la ética, que guía sus decisiones; la empatía, que le permite
sentir el dolor del pueblo; y la coherencia, que lo convierte en modelo moral.
Quien sirve desde el corazón no busca dominar, sino
elevar. Escucha antes de hablar, entiende antes de imponer, y construye antes
de criticar. La política, concebida así, se convierte en una forma de pedagogía
cívica, donde el ejemplo vale más que el discurso.
Un líder servidor se mide por la dignidad con que
enfrenta las tentaciones del poder. Cuando rehúsa la corrupción, enseña
integridad; cuando respeta al adversario, enseña tolerancia; cuando gobierna
con justicia, enseña humanidad. Cada acto de honestidad en la función pública
tiene un valor educativo incalculable.
El servicio político como responsabilidad moral
El
servicio público no puede reducirse a la administración técnica del Estado. Es,
ante todo, una responsabilidad moral. Gobernar no significa mandar, sino
cuidar; administrar no es repartir cargos, sino garantizar derechos;
representar no es hablar en nombre del pueblo, sino actuar conforme a su
dignidad.
Simone Weil (1952) afirmaba que “el poder debe estar al
servicio de la necesidad humana, no de la vanidad de los gobernantes”. Esta
idea encierra una verdad profunda: el político tiene un deber sagrado con el
pueblo que lo eligió. Traicionar esa confianza no es solo un delito
administrativo, sino un pecado moral contra la nación.
Por eso, la política debe recuperar su carácter de
servicio trascendente. En lugar de producir políticos empresarios, el país
necesita líderes ciudadanos: hombres y mujeres dispuestos a servir con
humildad, a escuchar con empatía y a gobernar con justicia.
Educar
para el servicio: un desafío nacional
No nacemos sabiendo servir. El espíritu de servicio se
cultiva desde la infancia, en el hogar, en la escuela, en la comunidad. La
educación debe formar no solo técnicos, sino ciudadanos responsables,
conscientes de que toda profesión —sea médica, docente, jurídica o política—
implica una dimensión ética.
Si los jóvenes salvadoreños no aprenden que la política
es un servicio, seguirán viéndola como un negocio. Por eso, las universidades y
centros de formación política deben recuperar la enseñanza de la ética pública,
la historia nacional y los valores cívicos. Formar líderes sin ética es como
fabricar armas sin conciencia: un peligro para la sociedad.
La política salvadoreña solo podrá regenerarse cuando el
servicio vuelva a ser un honor, no un privilegio.
Conclusión parcial del apartado
El político auténtico no es aquel que promete más, sino
el que sirve mejor. No el que se enriquece, sino el que enriquece a su pueblo
con oportunidades, justicia y dignidad. La diferencia entre el servidor y el
comerciante del poder marca la frontera entre la esperanza y la corrupción,
entre la ética y el cinismo, entre la nación que avanza y la que se hunde.
El Salvador está llamado a formar una nueva generación de políticos servidores, hombres y mujeres que comprendan que el poder sin moral destruye, pero el poder con amor construye. Porque al final, servir al pueblo es la forma más alta de amor a la patria.
VI. CORRUPCIÓN Y PODER: LAS RAÍCES DEL DETERIORO ÉTICO
La corrupción no es únicamente un delito económico; es
una enfermedad moral que destruye los cimientos de la convivencia social. En El
Salvador, esa enfermedad alcanzó dimensiones estructurales durante las últimas
tres décadas, cuando el poder político fue utilizado como instrumento de
enriquecimiento personal y partidario. Lo que comenzó como un conjunto de actos
individuales se transformó en un sistema organizado de saqueo, protegido por
leyes, pactos y complicidades institucionales.
La corrupción fue el verdadero modelo de gobierno durante
treinta años. ARENA y el FMLN, partidos que se presentaron como antagónicos,
compartieron un mismo ADN: la ambición, el nepotismo y la manipulación del
pueblo. Ambos convirtieron la función pública en botín, la justicia en
mercancía y la política en una red de intereses. Esa práctica sistemática no
solo vació las arcas del Estado, sino que degradó el alma del país.
El filósofo Paul Ricoeur (1990) afirmaba que “la
corrupción es la forma más profunda de violencia simbólica, porque roba la
confianza y destruye el sentido del bien común”. En efecto, cuando los
ciudadanos ven que los gobernantes se enriquecen impunemente, aprenden a
desconfiar de toda autoridad, de toda ley y de toda promesa. La corrupción no
solo roba dinero, roba esperanza.
La institucionalización del robo
Durante décadas, los gobiernos corruptos construyeron una
maquinaria que hacía del saqueo un proceso casi legal. Los contratos públicos,
las licitaciones, las donaciones y los fondos reservados se usaban como
instrumentos para desviar recursos hacia las élites políticas y empresariales.
Mientras tanto, los hospitales carecían de medicinas, las escuelas se caían a
pedazos y miles de jóvenes migraban por falta de oportunidades.
Lo más perverso fue que los corruptos crearon un discurso
moralista para justificar sus crímenes. Se autoproclamaban “demócratas”,
“luchadores por la libertad” o “defensores de los pobres”, mientras saqueaban
el erario. En los templos mediáticos se presentaban como patriotas perseguidos.
Así, la corrupción se vistió de virtud, y el robo se transformó en ideología.
Como advertía Montesquieu (1748), “la corrupción de la
república comienza con la corrupción de sus principios”. En El Salvador, esos
principios —honestidad, servicio, justicia— fueron reemplazados por el cálculo
político, el nepotismo y la impunidad. Los partidos tradicionales no formaron
ciudadanos, sino clientelas; no construyeron instituciones, sino refugios de
complicidad.
La corrupción como cultura
La peor herencia de los gobiernos corruptos no fueron los
millones robados, sino la cultura del cinismo que dejaron. Durante años, se
enseñó —de forma implícita— que la corrupción era parte del sistema, algo
inevitable, una “costumbre nacional”. Muchos ciudadanos llegaron a creer que
“todos roban” y que “nadie puede cambiar el país”. Esa resignación colectiva
fue el mayor triunfo de los corruptos.
La corrupción se infiltró en todos los niveles: desde los
grandes contratos estatales hasta los pequeños actos cotidianos de soborno y
favoritismo. Esa normalización del delito generó una sociedad fracturada, donde
el valor moral perdió significado. La honestidad se convirtió en rareza y la
impunidad en costumbre.
El sociólogo Zygmunt Bauman (2007) denominó a este
fenómeno “la modernidad líquida”, una época donde los valores se disuelven y
todo puede comprarse, incluso la conciencia. En ese contexto, la corrupción se
vuelve invisible porque se confunde con la normalidad.
Combatir la corrupción, por tanto, no es solo un asunto
judicial o administrativo: es una tarea educativa y moral. Significa
reconstruir la conciencia ciudadana, enseñar que lo público es sagrado y que
quien roba al Estado, roba a todos.
La impunidad como madre de la corrupción
La corrupción no podría sobrevivir sin la complicidad de
un sistema judicial débil, politizado o cómplice. Durante décadas, los jueces,
fiscales y magistrados actuaron como escudos del poder corrupto. Se utilizaba
la justicia para castigar a los adversarios, pero nunca para juzgar a los
propios.
El filósofo italiano Norberto Bobbio (1986) explicó que
“el Estado de derecho se convierte en Estado de privilegios cuando las leyes no
se aplican por igual a todos”. Eso ocurrió en El Salvador: las leyes eran duras
con el pobre y suaves con el poderoso. La impunidad se volvió la norma, y la
corrupción, la consecuencia lógica.
Cada acto de impunidad fue una lección de inmoralidad
pública. Cada caso sin castigo envió al pueblo el mensaje de que el delito era
rentable. Así, la corrupción se reprodujo como un virus, debilitando toda fe en
la justicia.
Solo cuando el país empezó a ver a exfuncionarios
corruptos enfrentando procesos judiciales, se inició una recuperación moral. No
por venganza, sino por justicia. La justicia, cuando se aplica con equilibrio y
valentía, tiene un poder pedagógico: enseña que el bien prevalece y que el crimen
no paga.
El costo humano de la corrupción
Los corruptos suelen defenderse diciendo que “solo fue
dinero”. Pero el dinero robado tiene rostros: son los niños que murieron sin
medicinas, los jóvenes que emigraron por falta de empleo, las madres que no
tuvieron hospitales dignos, los maestros que enseñaron sin recursos. Cada dólar
robado al Estado fue un golpe a la dignidad humana.
Por eso, la corrupción debe considerarse una forma de
violencia estructural. Johan Galtung (1969) la definió como aquella violencia
que no mata con balas, sino con la injusticia y la desigualdad. Esa es la
violencia que el pueblo salvadoreño sufrió durante años: una violencia
silenciosa, disfrazada de democracia, donde las élites políticas vivían en
opulencia mientras millones sobrevivían en la miseria.
Luchar contra la corrupción no es solo recuperar dinero;
es recuperar humanidad. Cada acto de transparencia, cada funcionario honesto,
cada ciudadano que denuncia, contribuye a sanar una herida moral que marcó
generaciones.
Educación y conciencia moral como antídoto
No habrá cambio duradero si la lucha contra la corrupción
no va acompañada de una revolución ética. Los tribunales pueden castigar, pero
solo la educación puede transformar. La escuela debe enseñar que lo público no
se roba, que la patria no se vende y que la honestidad no es una opción, sino
un deber.
La ética cívica debe integrarse en todos los niveles
educativos. No se trata de moralizar desde el dogma, sino de formar ciudadanos
con conciencia. Como decía Paulo Freire (1970), “la educación verdadera no doméstica,
libera”. Y solo un pueblo libre en pensamiento y moral puede resistir las
tentaciones del poder corrupto.
Los medios de comunicación, las universidades y las
iglesias también deben asumir su responsabilidad. No basta con denunciar; hay
que educar, debatir y formar criterio. La ética pública no se impone por
decreto: se construye desde la cultura, la familia y la conciencia.
Conclusión parcial del apartado
La corrupción no es un accidente: es una decisión
colectiva de tolerar el mal. Durante años, El Salvador fue cómplice del saqueo
porque el pueblo fue engañado y resignado. Hoy, el país tiene la oportunidad de
romper ese ciclo histórico y construir una nueva moral pública.
Pero erradicar la corrupción no depende solo de leyes o
fiscalías; depende del alma nacional. Solo cuando la honestidad sea orgullo y
el robo una vergüenza, podremos decir que la patria se ha reconciliado consigo
misma.
Combatir la corrupción es un acto de amor a la patria. Y
ese amor, cuando se convierte en política, se llama justicia.
VII. EDUCACIÓN CÍVICA Y CONCIENCIA CIUDADANA COMO BASE
DEL CAMBIO
No hay reforma política posible sin una transformación
educativa profunda. La corrupción, la desigualdad y la degradación moral que
han marcado la historia de El Salvador no nacen de la casualidad, sino de una
crisis de educación cívica y ética. Cuando el pueblo desconoce sus derechos,
olvida sus deberes, y no comprende el valor de lo público, se vuelve presa
fácil de los manipuladores y corruptos. La ignorancia cívica es, por tanto, el
caldo de cultivo de la corrupción y del autoritarismo.
La educación debe ser entendida no solo como un proceso
de instrucción técnica, sino como una formación integral del ciudadano. Un país
se salva cuando educa a su pueblo para pensar críticamente, para discernir
entre el bien y el mal, y para actuar con responsabilidad social. Paulo Freire
(1970) lo expresó magistralmente: “La educación auténtica no es aquella que
deposita información, sino la que despierta la conciencia y la libertad”. Esa
educación liberadora es la base del cambio político que El Salvador necesita.
La ignorancia política como instrumento de dominación
Durante décadas, los gobiernos y partidos corruptos
mantuvieron al pueblo en la ignorancia política. No era casualidad: un pueblo
instruido es peligroso para los corruptos, porque un pueblo que piensa deja de
obedecer ciegamente. La manipulación ideológica, el clientelismo y la
desinformación fueron las armas más eficaces para perpetuar el saqueo
institucional.
Las escuelas, salvo contadas excepciones, se limitaron a
repetir contenidos sin sentido crítico. Se enseñaba historia sin reflexión,
moral sin práctica, civismo sin ejemplo. El resultado fue una ciudadanía
domesticada, acostumbrada a obedecer y no a cuestionar.
Como advirtió Immanuel Kant (1784), “la ilustración es la
salida del hombre de su minoría de edad, de la cual él mismo es culpable”. Esa
“minoría de edad” —esa dependencia del pensamiento ajeno— ha sido uno de los
grandes males del pueblo salvadoreño. Muchos repiten consignas sin entenderlas,
defienden partidos sin conocer su historia y votan sin reflexionar sobre las
consecuencias éticas de sus decisiones.
Educar para la libertad y la responsabilidad
La educación cívica moderna debe formar ciudadanos
libres, no súbditos; responsables, no conformistas. Educar en civismo no
significa adoctrinar ni imponer ideologías, sino enseñar a pensar, a deliberar,
a decidir con base en principios morales y razonamiento crítico.
Un sistema educativo verdaderamente democrático debe
enseñar a los jóvenes que ser ciudadano no es solo tener derechos, sino también
obligaciones.
Debe inculcar el respeto a la ley, la empatía con el
prójimo, el valor de la verdad y el compromiso con el bien común.
John Dewey (1916) sostenía que “la democracia debe ser
aprendida y practicada en la escuela”. Si la escuela no enseña democracia, el
país se condena a repetir la historia de la manipulación. Cada aula debe
convertirse en un laboratorio de ciudadanía, donde el estudiante aprenda que su
voz tiene poder y que el respeto, la honestidad y la solidaridad son los pilares
de una república justa.
El papel del docente como formador ético
El maestro no es solo un transmisor de conocimientos,
sino un formador moral y cívico. En una sociedad donde la corrupción ha sido
normalizada, el docente tiene la misión sagrada de ser ejemplo de integridad,
de despertar conciencia crítica y de enseñar con el testimonio de su propia
conducta.
Un buen maestro no enseña únicamente lo que está en los
libros, sino lo que está en la vida. Su función es inspirar, no domesticar.
Como señala Freire (1996), “enseñar no es transferir conocimiento, sino crear
las condiciones para su producción”. Por eso, cada maestro comprometido con la
ética y la verdad es un revolucionario silencioso, un constructor de nación.
La educación salvadoreña necesita más docentes con
vocación cívica, dispuestos a formar ciudadanos que piensen, actúen y amen su
país. Cada lección de ética, cada diálogo honesto, cada acto de respeto en el
aula es un ladrillo en la construcción de la nueva república moral que tanto
anhela el pueblo.
La familia y la comunidad como escuela de civismo
La formación cívica no comienza en la escuela, sino en el
hogar. La familia es la primera escuela de ciudadanía, el espacio donde se
aprenden los valores del respeto, la honestidad y la solidaridad. Un niño que
crece viendo a sus padres actuar con ética y responsabilidad desarrollará una
conciencia moral sólida. Por el contrario, si en casa se normaliza la mentira,
el soborno o la indiferencia, difícilmente podrá comprender el valor de la
verdad y del bien común.
La comunidad también cumple un papel esencial. El civismo
se fortalece cuando la comunidad se organiza, participa y exige cuentas a sus
autoridades. El ciudadano que se involucra en su barrio, que participa en
juntas comunales o proyectos solidarios, aprende que la patria no se construye
con discursos, sino con acción colectiva.
Como decía Aristóteles (1998), “la virtud se aprende
practicándola”. Por eso, el civismo no debe limitarse a clases teóricas, sino
practicarse en la vida diaria: en el respeto a las normas, en la participación
ciudadana, en el cuidado del entorno, en el compromiso con la justicia.
Educación y medios: la batalla por la conciencia
En la era digital, los medios de comunicación y las redes
sociales tienen una influencia inmensa en la formación de la conciencia
ciudadana. Lamentablemente, muchos de ellos han sido utilizados para deformar
la verdad y manipular la opinión pública. Por eso, la educación cívica del
siglo XXI debe incluir una educación mediática, que enseñe a los ciudadanos a
distinguir entre información y propaganda, entre verdad y manipulación.
El ciudadano educado es aquel que no se deja arrastrar
por el odio ni por las mentiras virales. Sabe contrastar fuentes, verificar
datos y pensar por sí mismo. En una sociedad informacional como la nuestra, la
alfabetización digital y ética se ha vuelto un deber cívico tan importante como
saber leer o escribir.
La educación cívica del futuro debe integrar las
tecnologías, pero al servicio del pensamiento crítico, no de la distracción. La
inteligencia artificial, las redes y los medios deben convertirse en
herramientas para formar conciencia, no para destruirla.
La conciencia ciudadana como fuerza moral colectiva
La conciencia ciudadana es la capacidad de un pueblo para
reconocerse como protagonista de su destino. Un ciudadano consciente no espera
que otros cambien el país; entiende que el cambio comienza por él. No se vende
por una dádiva, no se deja manipular por campañas falsas, no aplaude la
corrupción de “los suyos”.
La conciencia ciudadana es la base de toda república
libre. Sin ella, los pueblos son manipulables; con ella, son invencibles. Por
eso, los enemigos del pueblo no son solo los corruptos, sino también los
indiferentes.
Un país educado cívicamente no necesita caudillos, porque
cada ciudadano es responsable de la patria. Y cuando esa conciencia se
despierta, la corrupción tiembla, la mentira retrocede y la esperanza renace.
Conclusión parcial del apartado
La educación es la semilla del futuro moral de El
Salvador. No habrá justicia ni desarrollo sin una educación que enseñe a
pensar, sentir y actuar con ética. La escuela, la familia, la comunidad y los
medios deben unirse en una cruzada por la formación cívica y la conciencia
nacional.
La transformación de la política comienza en el aula, en
el hogar, en el corazón de cada ciudadano que decide vivir con integridad.
Educar es sembrar libertad, y libertad es la forma más alta de amor a la
patria. Solo una nación educada
podrá ser una nación verdaderamente libre.
VIII. LA UTOPÍA COMO MOTOR MORAL DE LA TRANSFORMACIÓN
SOCIAL
Hablar de utopía en tiempos de desencanto puede parecer
un acto de ingenuidad, pero en realidad es un gesto de resistencia moral. En un
mundo saturado de cinismo, donde la política ha sido reducida al cálculo
electoral y el poder a una mercancía, la utopía se convierte en un acto de
rebeldía ética. Es la afirmación de que otro país es posible, de que el bien
puede triunfar sobre la corrupción y de que la esperanza puede ser una forma de
lucha.
Eduardo Galeano (1993) decía que “la utopía está en el
horizonte; camino dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el
horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía?
Para eso sirve: para caminar”. Esta metáfora resume la función vital de la
utopía: no es una meta inalcanzable, sino una brújula moral que orienta el
esfuerzo colectivo.
La utopía como necesidad ética
Toda sociedad necesita una utopía que le dé sentido, una
visión que trascienda el presente y oriente la acción hacia un ideal superior.
Sin ese horizonte, la política se convierte en administración sin alma y el
progreso, en mera acumulación material.
Thomas More, en su obra Utopía (1516), imaginó una
sociedad regida por la justicia y la razón. Aunque su isla perfecta era
ficticia, su mensaje era profundamente real: la utopía es una crítica moral al
presente. Nos obliga a mirar lo que está mal para imaginar lo que podría estar
bien. En este sentido, la utopía no es evasión, sino compromiso.
Ernst Bloch (1959) desarrolló esta idea al afirmar que
“el principio esperanza” es la fuerza que impulsa la historia. Sin esperanza,
no hay acción; sin visión, no hay transformación. La utopía es el combustible
espiritual que alimenta la voluntad de cambio.
El desencanto contemporáneo y la pérdida del horizonte
El Salvador vivió durante décadas un proceso de
desencanto colectivo. Los partidos que prometieron libertad trajeron
corrupción; los que ofrecieron justicia social terminaron reproduciendo los
mismos vicios. Esa traición sistemática destruyó la confianza y alimentó una
profunda apatía política.
Muchos ciudadanos llegaron a pensar que nada puede
cambiar, que todo intento de transformación está condenado al fracaso. Esa
desesperanza es, en sí misma, una forma de opresión. El filósofo Antonio
Gramsci (1971) advertía que “el pesimismo de la inteligencia debe equilibrarse
con el optimismo de la voluntad”. Es decir, debemos analizar con rigor las
dificultades, pero nunca renunciar a la esperanza.
El desencanto puede ser el punto de partida para la
lucidez, pero nunca debe convertirse en resignación. Cuando el pueblo deja de
creer, los corruptos vencen sin luchar. Por eso, mantener viva la utopía es una
forma de resistencia frente al conformismo.
La utopía y la juventud: el derecho a soñar
La juventud es el corazón de toda utopía. Son los jóvenes
quienes poseen la energía moral, la creatividad y la valentía necesarias para
imaginar un mundo mejor. Si se les roba la esperanza, se les roba también el
futuro. Por eso, una educación sin utopía produce ciudadanos obedientes, pero
no libres; técnicos eficientes, pero no pensadores.
La juventud salvadoreña debe recuperar el derecho a soñar
sin miedo al ridículo. Debe atreverse a imaginar un país sin corrupción, sin
pobreza, sin violencia. Cada idea nueva, cada iniciativa honesta, cada gesto
solidario es una semilla utópica que desafía la inercia del pasado.
Como decía Paulo Freire (1997), “la esperanza es una
necesidad ontológica del ser humano; sin ella, no hay educación ni historia
posible”. Los jóvenes necesitan una educación que despierte esa esperanza
activa, que los impulse a crear, a cuestionar y a comprometerse con la
transformación social.
La utopía política: del ideal al compromiso
La utopía no debe quedarse en el plano del deseo, sino traducirse
en compromiso concreto. Soñar con un país mejor implica trabajar por él con
disciplina, coherencia y sacrificio. La utopía sin acción se vuelve fantasía;
la acción sin utopía, rutina.
El político ético es, en esencia, un utopista realista:
alguien que mira hacia el futuro sin perder los pies del presente. Su función
es convertir la esperanza colectiva en políticas públicas, en programas
sociales, en leyes justas y en educación transformadora.
El Salvador necesita dirigentes con visión utópica: hombres y mujeres capaces de pensar más allá del corto plazo, de mirar no solo el hoy electoral, sino el mañana histórico. La política sin utopía degenera en burocracia; la utopía sin política, en impotencia.
Utopía, ética y transformación social
La utopía cumple una función moral esencial: mantiene
viva la conciencia del deber ser. Nos recuerda que la justicia, aunque
imperfecta, sigue siendo posible; que la corrupción no es un destino
inevitable; que el amor al prójimo puede vencer al egoísmo social.
En este sentido, la utopía no es una fantasía ingenua,
sino una ética en movimiento. Es la fuerza que impulsa a los pueblos a no
conformarse con la miseria ni con la mentira. Como afirmaba el filósofo Karl
Mannheim (1936), “toda utopía auténtica se convierte en fuerza transformadora
cuando logra penetrar la conciencia colectiva”.
Por tanto, el futuro del país dependerá de nuestra
capacidad para mantener viva esa llama interior que nos impulsa a creer, a
crear y a servir. El Salvador no puede renunciar a su derecho a soñar, porque
el día en que deje de soñar, dejará también de vivir.
La utopía como deber ciudadano
Cada ciudadano tiene la responsabilidad de sostener el
sueño común de una nación justa. Mantener viva la utopía no es tarea de poetas
o filósofos, sino de todos. Es una forma de militancia moral: negarse a aceptar
el mal como inevitable, el egoísmo como normal y la injusticia como natural.
El pueblo salvadoreño, tantas veces golpeado por la historia, ha demostrado una capacidad infinita de resiliencia. Esa fortaleza debe convertirse ahora en proyecto. La utopía del nuevo siglo debe ser construir un país donde la honestidad sea norma, la justicia un derecho, la educación un privilegio universal y la dignidad una realidad cotidiana.
Solo cuando la esperanza se convierte en acción, la
utopía se vuelve historia.
Conclusión parcial del apartado
La utopía no es un sueño imposible: es la semilla del
porvenir. Todo lo que hoy existe —las libertades, los derechos, la democracia—
fue antes una utopía. Quienes se burlan de los soñadores olvidan que el
progreso siempre comienza con una idea rebelde.
El Salvador necesita volver a creer en su destino. El
cinismo no construye naciones; la esperanza sí. La utopía, cuando se vive con
ética y disciplina, se convierte en la energía moral más poderosa para
transformar la realidad.
La nueva política salvadoreña debe tener una brújula:
soñar lo justo, construir lo posible y defender lo digno.
IX. EL NUEVO HORIZONTE POLÍTICO DEL SIGLO XXI
El siglo XXI representa una oportunidad histórica para
repensar la política y liberarla de las cadenas del pasado. Después de décadas
de manipulación ideológica, corrupción institucional y desencanto ciudadano, El
Salvador se encuentra ante un punto de inflexión. La vieja política —basada en
la mentira, el egoísmo y el servilismo a intereses extranjeros— ha demostrado
su fracaso. Ha llegado el tiempo de construir un nuevo horizonte político,
fundado en la ética, la justicia, la educación y el amor a la patria.
El nuevo siglo exige abandonar la política como
espectáculo y devolverle su carácter de misión pública. Como afirmaba Hannah
Arendt (1958), “la política no debería ser el arte de dominar, sino el arte de
convivir”. Esa idea resume el reto del presente: reconstruir la política no
desde el poder, sino desde la convivencia, la solidaridad y el respeto al ser
humano.
lítica del siglo XXI: ética y humanidad
El político del siglo XXI no puede ser un gestor del
poder viejo, sino un constructor de confianza. En una era donde las redes
sociales amplifican la mentira y la polarización, la transparencia y la
coherencia son más necesarias que nunca. El poder ya no se sostiene solo con discursos,
sino con credibilidad.
La ética debe volver a ser la brújula de toda acción
política. No basta con ser eficiente; hay que ser justo. No basta con
administrar; hay que servir. En este sentido, el nuevo horizonte político no se
define por la ideología, sino por la moral. El verdadero conflicto no es entre
izquierda y derecha, sino entre honestidad y corrupción, entre servicio y egoísmo,
entre verdad y simulación.
Como sostenía el filósofo surcoreano Byung-Chul Han
(2012), vivimos en una “sociedad de la transparencia”, donde todo se muestra,
pero poco se comprende. La política del futuro no debe contentarse con la
exposición pública: debe recuperar la profundidad moral, el diálogo y la
responsabilidad social.
La transformación del liderazgo político
El liderazgo del siglo XXI ya no puede ser autoritario ni
caudillista. Debe ser empático, participativo y educativo. El líder moderno es
aquel que enseña, escucha y aprende. No impone su verdad, sino que la construye
junto al pueblo.
El Salvador necesita líderes que inspiren sin mentir, que
gobiernen con inteligencia emocional y que comprendan que el poder más fuerte
no es el del cargo, sino el del ejemplo. Un liderazgo sin ética se derrumba
ante la primera crisis; un liderazgo basado en valores perdura en la historia.
Max Weber (1919) describía tres tipos de autoridad: la
tradicional, la carismática y la racional-legal. El reto actual es integrar la
racionalidad con el carisma ético, es decir, formar líderes que combinen
capacidad técnica con integridad moral. En una era de incertidumbre, la
autoridad se gana con transparencia y coherencia, no con discursos populistas.
La ciudadanía activa y el poder popular
El nuevo horizonte político no se construirá desde los
despachos, sino desde la conciencia ciudadana. Un pueblo maduro políticamente
no espera salvadores, sino que asume la responsabilidad del cambio. La
democracia verdadera no consiste solo en votar, sino en participar, exigir
rendición de cuentas y actuar con pensamiento crítico.
Como advierte Amartya Sen (1999), la libertad política y
la participación son las bases del desarrollo humano. Cuando el ciudadano se
involucra, la corrupción pierde poder y la política recupera sentido. El
Salvador debe avanzar hacia una democracia participativa donde la gente no sea espectadora,
sino protagonista.
La política del futuro requiere ciudadanos informados,
críticos y éticos. Un pueblo educado políticamente se convierte en el mayor
control del poder. No hay dictadura posible cuando la conciencia colectiva está
despierta.
La integración regional y la soberanía ética
El nuevo horizonte político también exige mirar más allá
de las fronteras. América Latina comparte heridas históricas: el colonialismo,
la desigualdad, la dependencia económica y la manipulación extranjera. Pero
también comparte una reserva moral inmensa: su cultura, su gente y su deseo de
justicia.
El Salvador debe promover una soberanía ética, es decir,
una independencia no solo económica o política, sino moral. Ser soberano es
decidir conforme al bien común, no conforme a intereses foráneos. La
integración latinoamericana solo será real cuando se base en principios éticos
compartidos: dignidad, solidaridad, respeto y cooperación.
Simón Bolívar (1819) soñó con una América unida, capaz de
resistir las influencias del imperio y de construir su propio destino. Esa
utopía sigue vigente, y hoy más que nunca requiere líderes honestos, pueblos
críticos y un pensamiento político que coloque la justicia social por encima
del lucro.
La tecnología y la política del conocimiento
El siglo XXI trae consigo una revolución digital que
transforma la economía, la comunicación y la educación. La política no puede
quedarse atrás. Las nuevas generaciones viven en una sociedad interconectada
donde la información circula sin límites. Esto ofrece oportunidades inmensas
para la transparencia, pero también riesgos para la manipulación.
El reto es usar la tecnología como herramienta de
participación y no de dominación. Las plataformas digitales pueden fortalecer
la democracia si se emplean para rendir cuentas, educar y dialogar con el
pueblo. Sin embargo, también pueden destruirla si se convierten en instrumentos
de desinformación o vigilancia.
Por eso, la política del conocimiento debe integrar la
inteligencia artificial, la ciencia y la innovación al servicio de la justicia
y la igualdad. Como sostiene Manuel Castells (1996), “el poder en la era
informacional reside en la capacidad de dar significado a la información”.
Educar para ese poder es educar para la libertad.
El humanismo político como horizonte
La gran tarea del siglo XXI es reconciliar la política
con la humanidad. Tras siglos de dominio, guerras y explotación, el mundo
necesita líderes que piensen con el corazón y actúen con la razón. La política
debe volver a ser una forma de ética aplicada, una ciencia del bien común.
Erich Fromm (1968) lo sintetizó con sabiduría: “La
deshumanización es el signo más claro del fracaso político”. El nuevo horizonte
salvadoreño debe ser profundamente humanista: centrado en la dignidad, la
solidaridad y el respeto por la vida. Solo desde el humanismo es posible
construir una nación verdaderamente libre y justa.
Conclusión parcial del apartado
El nuevo horizonte político del siglo XXI no se basará en
discursos ideológicos, sino en valores universales: honestidad, justicia,
libertad y amor al prójimo. La política debe dejar de ser un campo de batalla y
convertirse en un espacio de encuentro.
El Salvador, que ha sufrido tanto por la corrupción y la
traición, tiene ahora la posibilidad de construir un modelo político ético,
participativo y moderno. Si la ética guía la acción, si la educación forma la
conciencia, y si la esperanza se convierte en motor, entonces la política
volverá a ser lo que siempre debió ser: el arte de servir a la vida.
X. CONCLUSIÓN Y REFLEXIÓN FINAL
Conclusión general
La historia política de El Salvador ha sido, por décadas,
una sucesión de traiciones al pueblo. Bajo los discursos de democracia,
justicia social o libertad, se escondieron proyectos de dominación, corrupción
y saqueo institucional que devastaron la confianza ciudadana y destruyeron la
moral pública.
Durante treinta años, la política se redujo a la búsqueda
del poder por el poder; el patriotismo se vació de contenido; la ética se
volvió retórica, y el pueblo fue utilizado como masa de maniobra.
Sin embargo, el presente abre una nueva posibilidad
histórica: redefinir la política desde la ética, la educación y el amor a la
patria.
El ensayo ha buscado demostrar que la regeneración moral
del país no será posible sin una transformación profunda del sentido de la
política. El buen político no es el que promete más, sino el que sirve mejor;
no el que brilla en los medios, sino el que trabaja en silencio por el bien
común; no el que divide, sino el que une.
El Salvador necesita políticos con conciencia, no con
ambición; ciudadanos con pensamiento crítico, no con fanatismo; educadores
comprometidos con la verdad, no con la comodidad.
La política debe recuperar su esencia: ser el arte de
servir a la vida y de organizar la justicia.
Síntesis de los valores fundamentales
Ética como raíz del poder justo. Sin ética, el poder se
convierte en tiranía. Con ética, se transforma en servicio. Cada decisión
política debe pasar por el filtro de la moral: ¿esto beneficia al pueblo o solo
a unos pocos
Patriotismo como virtud activa.
Amar a la patria no es repetir consignas, sino trabajar
con honestidad, cuidar lo público y servir con amor. El verdadero patriota no
roba, no traiciona, no divide.
Educación como herramienta de liberación.
Solo un pueblo educado puede resistir la manipulación y
construir una democracia verdadera. La educación cívica debe enseñar que la
honestidad es el mayor acto de patriotismo.
Utopía como fuerza espiritual.
El sueño de un país justo no es fantasía, sino deber
moral. Las utopías orientan el camino, alimentan la esperanza y sostienen la
lucha por el bien común.
Ciudadanía crítica y consciente.
La democracia no se limita al voto. Es una actitud de
vigilancia, participación y compromiso ético. El ciudadano consciente es el mayor
garante de la libertad.
Servicio como vocación política.
La política auténtica es una forma de amor al prójimo.
Servir al pueblo es el acto más alto de dignidad humana y la verdadera medida
del valor moral de un líder.
El desafío del presente
La regeneración política de El Salvador no dependerá de
nuevos partidos ni de viejos discursos, sino de una revolución moral
silenciosa: la que ocurre en la conciencia de cada ciudadano cuando decide
actuar con integridad.
Cada maestro que enseña con ética, cada joven que estudia
con disciplina, cada funcionario que rechaza un soborno, cada periodista que
dice la verdad, está construyendo patria.
El cambio no vendrá de arriba, sino desde dentro. La
patria no se reconstruye solo con leyes, sino con almas honestas.
Como advertía José Martí (1891), “Los pueblos han de
vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero deben hacerlo con amor,
porque el amor es la salvación”.
Ese amor —ético, consciente y activo— es la base de toda
reconstrucción nacional.
Hacia un nuevo humanismo político
La nueva era política que se vislumbra en el siglo XXI
exige humanizar el poder.
No basta con reemplazar rostros; es necesario reemplazar
valores.
El político del futuro deberá ser filósofo y servidor; el
maestro, un sembrador de conciencia; el ciudadano, un vigilante del bien común.
El humanismo político implica reconocer que cada decisión
pública afecta la dignidad humana. Gobernar sin humanidad es despojar al poder
de su sentido. Por ello, la política debe reconciliarse con la ética, la
cultura, la compasión y la espiritualidad del servicio.
Solo desde un humanismo ético será posible superar la
barbarie del egoísmo y construir un Estado verdaderamente al servicio del
pueblo.
REFLEXIÓN FINAL
El Salvador tiene heridas profundas, pero también una
fuerza moral inquebrantable.
Ha resistido guerras, crisis y traiciones, pero nunca ha
perdido la esperanza. Esa esperanza —alimentada por la ética, la educación y el
amor a la patria— es la semilla de un nuevo comienzo.
Hoy más que nunca, el país necesita menos odio y más
conciencia, menos ideología y más moral, menos discursos y más ejemplo.
Ser político, docente o ciudadano ético no es una utopía:
es una obligación moral con la historia.
Como escribió Eduardo Galeano (1993), “mucha gente pequeña,
en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”.
Cada acto de honestidad, cada palabra justa, cada gesto
solidario contribuye a reconstruir la patria que nos pertenece a todos.
La verdadera política no se mide en votos, sino en
virtudes; no se ejerce desde el odio, sino desde el amor; no se impone con el
poder, sino con el ejemplo.
Por eso, la tarea más urgente de nuestro tiempo es devolverle alma a la política, conciencia a los ciudadanos y dignidad a la nación. Porque cuando la política se hace con amor, la patria renace.
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Duncker & Humblot.
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(1952). Echar raíces. París: Gallimard.
SAN SALVADOR, 26 DE OCTUBRE DE 2025
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