jueves, 30 de octubre de 2025



 DEJAD QUE LOS PERROS LADREN, SANCHO, ES SEÑAL DE QUE VAMOS CAMINANDO.”

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA

INTRODUCCIÓN.

A lo largo de la historia, los pueblos que se han atrevido a desafiar el orden establecido, que han levantado su voz contra la corrupción, la injusticia y la hipocresía, han sido acompañados por un coro de ladridos: los ladridos del miedo, del odio y del resentimiento de quienes se resisten a perder sus privilegios. “Dejad que los perros ladren, Sancho, es señal de que vamos caminando”, atribuida erróneamente a Miguel de Cervantes Saavedra, pero en realidad nacida de la pluma de Johann Wolfgang von Goethe, es mucho más que una frase ingeniosa; es una declaración filosófica y política que sintetiza la lucha permanente entre el progreso y la reacción, entre la esperanza y el egoísmo, entre la verdad y la mentira.

En El Salvador, esta sentencia adquiere una vigencia extraordinaria. Durante décadas, los mismos grupos de poder económico, mediático y político se repartieron el país como si fuera su hacienda privada. Gobernaron con discursos vacíos, con falsas promesas y con la corrupción como sistema. Mientras tanto, el pueblo —ese que ellos siempre despreciaron— sobrevivía entre la pobreza, la violencia y la desesperanza. Hoy, cuando ese pueblo ha comenzado a despertar, a exigir dignidad, justicia y soberanía, los viejos perros del poder han empezado a ladrar con más fuerza. Ladran porque sienten que el suelo que antes dominaban se les mueve bajo las patas; ladran porque el miedo a perder sus privilegios es más grande que su amor por la patria.

El ladrido, en el sentido simbólico, es el ruido de la desesperación. Cada insulto mediático, cada mentira repetida mil veces, cada análisis vacío disfrazado de objetividad, son los ladridos de aquellos que temen el cambio, de los que añoran el viejo orden donde el pueblo no contaba, donde el poder era una herencia de apellidos y no un mandato popular. Sin embargo, esos ladridos, lejos de ser un obstáculo, son la prueba irrefutable de que se está caminando, de que algo se está moviendo en la conciencia colectiva, de que los cimientos del viejo sistema están resquebrajándose.

Este ensayo pretende analizar esa realidad desde una perspectiva política y social, con la firmeza de quien ama la verdad y con la energía de quien no teme llamar las cosas por su nombre. A lo largo de sus apartados se examinará cómo el cambio político salvadoreño ha despertado los ladridos de los viejos poderes; cómo los medios de comunicación, los analistas reciclados y las élites corruptas han intentado mantener su hegemonía; y cómo, pese a los ataques, el pueblo ha decidido continuar su marcha hacia la dignidad y la justicia.

Porque, como recordaba Don Quijote a su fiel escudero, el camino hacia la justicia y la libertad no está hecho para los cobardes ni para los acomodados. Los ladridos no deben asustar; son apenas el ruido que hace el pasado cuando siente que el futuro se le escapa de las manos. Goethe lo comprendió en su tiempo, y hoy, en el corazón de América Central, su sentencia vuelve a cobrar sentido: los perros ladran, sí, pero eso solo significa que el pueblo sigue caminando.

I. LA METÁFORA DEL LADRIDO: SÍMBOLO DEL CAMBIO SOCIAL

La frase de Johann Wolfgang von Goethe, “Dejad que los perros ladren, Sancho, es señal de que vamos caminando”, se ha convertido en una metáfora universal del avance y del cambio. Cada vez que un pueblo decide romper las cadenas de la resignación y dar pasos hacia su liberación, surgen los ladridos del miedo, del egoísmo y de la intolerancia. En la historia política salvadoreña, estos ladridos no son nuevos: han acompañado cada intento de transformación social, cada reforma, cada movimiento emancipador que ha pretendido devolverle la voz al pueblo.

El ladrido es, en el fondo, la manifestación de una crisis de poder. Los que ladran no lo hacen por valentía, sino por temor a perder los privilegios que han sostenido durante décadas. Su ruido es el reflejo del pánico que sienten ante el derrumbe de los antiguos pilares: la corrupción institucionalizada, la manipulación mediática, la impunidad judicial y la hipocresía moral. Ladran porque presienten que se acerca el fin de su reinado, que el país que dominaron con cinismo ya no es el mismo, que la gente dejó de creer en sus discursos reciclados y en sus promesas huecas.

Desde esta perspectiva, el ladrido no debe ser interpretado como un obstáculo, sino como una señal de movimiento histórico. Es la prueba de que el cambio avanza, de que las estructuras oxidadas se estremecen. Así como el temblor anuncia el nacimiento de un nuevo relieve, el ladrido de los viejos poderes anuncia el surgimiento de una nueva conciencia nacional.

 Cuando las clases dominantes aúllan contra las transformaciones sociales, lo hacen porque sienten amenazados los cimientos de su dominación. El pueblo, en cambio, debe aprender a reconocer en esos ladridos no una advertencia, sino una confirmación de que va por el camino correcto.

Goethe, al escribir su célebre metáfora, comprendía la dialéctica del movimiento humano: toda acción transformadora provoca reacción; todo avance suscita resistencia; todo intento de justicia genera la furia de los injustos. Esta lógica también fue señalada por Karl Marx (1859), cuando afirmaba que “la historia de todas las sociedades existentes hasta hoy es la historia de la lucha de clases”. En esa lucha, los ladridos de los privilegiados son el sonido característico de los que sienten tambalear su poder.

En el contexto salvadoreño actual, los ladridos provienen de distintas direcciones: de ciertos medios de comunicación que han perdido su capacidad de manipular a la opinión pública; de los analistas políticos que se reciclan una y otra vez para sostener un discurso derrotado; de los partidos tradicionales que ya no logran despertar entusiasmo ni confianza. Todos ladran porque sienten que el tiempo les ha pasado factura, y que el país que antes era su botín ahora les exige rendición de cuentas.

El ladrido, por tanto, es una expresión del miedo ante el cambio. Miedo al pueblo que piensa, miedo a la juventud que cuestiona, miedo al ciudadano que ya no se deja engañar. Pero también es, paradójicamente, una expresión de reconocimiento: quienes ladran admiten, aunque sea inconscientemente, que el proceso de transformación es real y que no podrán detenerlo. En el fondo, sus ataques son un tributo involuntario al movimiento que critican.

Por eso, cuando se escucha el ruido ensordecedor de los opositores que difaman, calumnian o insultan, no debe verse como un signo de fracaso del cambio, sino como su mayor evidencia. Los perros no ladran al silencio ni a lo inmóvil; ladran a aquello que se mueve, que avanza, que los deja atrás. Su ruido, aunque molesto, es también una forma de homenaje al paso firme de la historia.

En consecuencia, el desafío para las nuevas generaciones de salvadoreños no consiste en callar los ladridos, sino en mantener el paso firme. La mejor respuesta a la crítica destructiva no es el odio, sino la perseverancia. El pueblo que ha comenzado a caminar no debe mirar atrás ni temer a los ecos del pasado. Como decía Nietzsche (1883), “quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. El porqué del pueblo salvadoreño es claro: la búsqueda de dignidad, justicia y soberanía. Y mientras ese propósito se mantenga, los ladridos serán apenas el ruido del pasado que se niega a morir.

II. LOS PERROS DEL PASADO: LA VIEJA POLÍTICA Y SU RESISTENCIA AL CAMBIO

En toda transformación histórica existen actores que se niegan a desaparecer, personajes que viven anclados en el pasado y que confunden su nostalgia de poder con amor a la patria. En El Salvador, esos personajes son los “perros del pasado”, los mismos que durante décadas convirtieron la política en negocio, la democracia en simulacro y la palabra “servir” en sinónimo de “saquear”. Hoy, cuando el pueblo decide avanzar por caminos distintos, ellos se retuercen, ladran y muerden el aire, incapaces de aceptar que su tiempo terminó.

La historia política reciente del país es testimonio de esa decadencia moral. Los partidos tradicionales —ARENA y FMLN— gobernaron durante treinta años alternándose el poder, pero coincidiendo en lo esencial: la indiferencia hacia el pueblo. Uno se envolvía en la bandera del neoliberalismo y el otro en el disfraz del socialismo; pero ambos compartían la misma enfermedad: la corrupción estructural y el desprecio por la justicia social. Durante sus gestiones se robaron los sueños de millones, hipotecaron el futuro de los jóvenes y destruyeron la fe de los ciudadanos en las instituciones. A esos perros, hoy sin hueso que roer, les queda solo ladrar.

Su ladrido, sin embargo, no nace de la razón, sino de la frustración y el miedo. Temen que la verdad se conozca, que los archivos ocultos de su corrupción salgan a la luz, que la memoria colectiva les pase factura. Por eso han recurrido al insulto, al rumor, a la manipulación mediática y a la mentira como últimos refugios de su impotencia. Son los herederos de una cultura política que hizo del engaño su principal herramienta de supervivencia. Pero el pueblo salvadoreño ya los ha reconocido: son los mismos que prometían desarrollo mientras firmaban contratos millonarios para sus compadres; los mismos que hablaban de ética mientras vaciaban las arcas del Estado; los mismos que, desde sus curules o ministerios, defendían intereses extranjeros antes que el bienestar nacional.

Estos viejos perros del poder no ladran por patriotismo, sino por temor a la justicia. Les aterra la idea de rendir cuentas, de perder sus privilegios, de ver el amanecer de una nueva moral pública que no tolere ni el soborno ni el cinismo. Durante años controlaron los tribunales, la prensa, las universidades y hasta los sindicatos, y ahora que ese control se disuelve, buscan refugio en la descalificación. Hablan de “dictadura” cuando ya no pueden manipular al pueblo, y de “libertad” cuando en realidad defienden su libertad para seguir robando.

No se trata, por tanto, de una simple oposición política, sino de una reacción oligárquica, de una resistencia visceral ante el cambio estructural. Como lo señaló el sociólogo Pierre Bourdieu (1998), todo sistema dominante desarrolla mecanismos de defensa simbólica cuando siente amenazada su hegemonía. Los viejos partidos, los medios que les sirven y los analistas que viven de sus migajas son parte de ese mecanismo. Pretenden confundir al pueblo, sembrar miedo, fabricar escándalos y disfrazar sus derrotas de heroísmo. Pero el pueblo ya aprendió a distinguir el ladrido del argumento, el insulto del análisis y la mentira del hecho.

El problema es que estos perros no ladran solo por costumbre; ladran porque saben que su modelo político está en extinción. La corrupción dejó de ser un privilegio impune, la manipulación mediática perdió su eficacia, y los rostros que antes infundían respeto hoy provocan indignación o burla. La historia avanza sin ellos, y ellos no soportan ser espectadores de su propio ocaso. Como diría Antonio Gramsci (1930), “el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos”. En El Salvador, esos monstruos son los que hoy ladran desesperadamente, intentando detener una transformación que ya no depende de ellos.

En última instancia, los perros del pasado no son enemigos del gobierno de turno, sino enemigos del cambio mismo, enemigos del pueblo que piensa, del ciudadano que cuestiona, del joven que ya no se resigna. Representan el miedo petrificado, el egoísmo institucionalizado, la nostalgia de los corruptos por el país que se les escapó de las manos. Su ladrido es su epitafio: cada palabra que pronuncian los delata, cada ataque los exhibe como lo que son, sombras de un sistema que el pueblo ha comenzado a enterrar.

Y es que la historia no se detiene por los ladridos. Quien intenta detener el curso de los tiempos termina devorado por ellos.

Los perros del pasado están condenados a desaparecer, no por persecución política, sino por obsolescencia moral. Ya no tienen nada que ofrecer a una sociedad que exige transparencia, justicia y dignidad. Por eso ladran, porque saben que el futuro ya no les pertenece.

III. LOS MEDIOS DEL ODIO: LA MANIPULACIÓN Y LA MENTIRA COMO INSTRUMENTOS DE PODER

No hay ladrido más ensordecedor que el de los medios de comunicación cuando sienten amenazado su control sobre la opinión pública. Durante décadas, los grandes consorcios mediáticos en El Salvador se presentaron como guardianes de la democracia, como defensores de la libertad de expresión, pero en realidad fueron —y muchos continúan siendo— los voceros del poder económico y político tradicional. Convirtieron la información en mercancía, la verdad en propaganda, y la ética periodística en un simple eslogan vacío. Su función no era informar, sino domesticar la conciencia colectiva.

Los medios del odio son los nuevos perros guardianes del viejo sistema. Ya no ladran por convicción, sino por contrato; no muerden por instinto, sino por intereses. Como bien advirtió Noam Chomsky (2002), “los medios de comunicación actúan como un sistema de propaganda que sirve a los poderosos y marginaliza a los disidentes”. En el caso salvadoreño, esta afirmación cobra una fuerza estremecedora: los medios que antes callaban los robos de los gobiernos corruptos, hoy gritan con furia cada error, cada rumor o cada invento que pueda debilitar al proceso de cambio nacional.

La estrategia no es nueva. La manipulación mediática funciona a través de la repetición constante de mentiras, la selección interesada de noticias y la creación de una atmósfera de desconfianza. El objetivo es claro: debilitar la credibilidad del gobierno y desmoralizar al pueblo. Se construyen “escándalos” sin pruebas, se entrevista a los mismos “analistas reciclados”, se dramatizan los problemas y se ocultan los logros.

Las cámaras, micrófonos y titulares se convierten en armas de la vieja oligarquía, en ladridos amplificados que buscan confundir y dividir a la ciudadanía.

Pero el pueblo salvadoreño ya no es el mismo. Después de tantos años de manipulación, ha aprendido a leer entre líneas, a distinguir la noticia del rumor, el análisis del veneno. Las redes sociales, pese a sus riesgos, se han transformado en un espacio de resistencia informativa donde el ciudadano común puede expresar su voz sin pasar por los filtros del poder mediático. Por primera vez en la historia reciente, el monopolio de la palabra se ha roto, y eso explica el pánico de los viejos comunicadores: ya no controlan la narrativa, ya no imponen el relato, ya no dictan lo que la gente debe pensar.

La desesperación de esos medios se refleja en su lenguaje: insultante, apocalíptico, deshonesto. Utilizan términos como “dictadura”, “autoritarismo” o “pérdida de libertades” sin ofrecer argumentos ni pruebas, solo para despertar miedo en la población. Confunden crítica con difamación y oposición con odio. En sus pantallas desfilan los mismos rostros de siempre: periodistas parcializados, opinadores de escritorio y políticos disfrazados de analistas. Son los ecos mediáticos de los viejos partidos, los perros del micrófono que ladran al viento mientras el país sigue avanzando.

Esta manipulación mediática no solo busca destruir la imagen de un gobierno, sino minar la autoestima del pueblo. Se pretende convencer al ciudadano de que nada cambia, de que todo es igual, de que no vale la pena luchar. Se le inculca la impotencia como hábito. Así opera la colonización simbólica de la mente, que Paulo Freire (1970) denunciaba como la pedagogía de la opresión: mantener al pueblo desinformado para mantenerlo dominado. Por eso los medios del odio temen tanto a la educación crítica, a la lectura, a la conciencia: porque un pueblo que piensa deja de ser rebaño.

La reacción de estos medios, sin embargo, es también una confesión de derrota. Saben que su poder se desvanece, que su credibilidad se erosiona y que sus audiencias disminuyen.

 Cada vez más ciudadanos prefieren informarse directamente, comparar versiones, contrastar fuentes. La mentira ya no es rentable como antes. Y cada vez que un medio manipula, miles de salvadoreños levantan su voz en redes y plazas para desmentirlo. El ladrido del odio, por fuerte que sea, ya no detiene la marcha del pueblo.

En última instancia, los medios del odio son parte del mismo ecosistema que los partidos fracasados y los analistas reciclados. Son los últimos guardianes del viejo orden, los portavoces de una élite que perdió el control del relato nacional. Pero como toda fuerza en decadencia, su ruido es mayor que su fuerza. Pueden ladrar, mentir y gritar, pero no pueden detener el curso de la historia. Como escribió Bertolt Brecht (1935), “quien lucha puede perder, pero quien no lucha ya ha perdido”. El pueblo salvadoreño ha decidido luchar, informarse y caminar. Y mientras lo haga, los ladridos del odio serán apenas el eco de un pasado que se niega a aceptar su final.

IV. EL DESPERTAR DEL PUEBLO: CONCIENCIA, DIGNIDAD Y TRANSFORMACIÓN HISTÓRICA

Cada proceso de transformación auténtica nace del despertar de la conciencia colectiva, de ese instante en que el pueblo deja de aceptar pasivamente su destino y decide erguirse como protagonista de su propia historia. Durante décadas, el pueblo salvadoreño fue tratado como espectador del poder, como simple masa de votantes manipulables, sin voz ni dignidad política. Pero la historia reciente ha demostrado que algo profundo ha cambiado: el pueblo ha despertado, y su despertar ha trastocado los cimientos del viejo sistema político, económico y mediático.

Este despertar no ocurrió de la noche a la mañana. Es el resultado de un largo proceso de acumulación de frustraciones, abusos y engaños, de promesas incumplidas, de pobreza estructural y de exclusión sistemática. Los mismos que hoy ladran fueron los que durante treinta años le robaron la esperanza al pueblo, condenándolo a sobrevivir entre el desempleo, la violencia y la migración.

 Sin embargo, el dolor también enseña, y la experiencia de la humillación colectiva terminó por encender una chispa: la conciencia de que el cambio solo puede venir desde abajo, desde la voluntad organizada del pueblo.

Esa conciencia política se ha convertido en una fuerza transformadora. Ya no se trata únicamente de elegir nuevos gobernantes, sino de construir una nueva forma de hacer política: más cercana, más ética, más popular. El ciudadano común, antes indiferente o temeroso, ahora participa, cuestiona, exige y defiende sus conquistas. Lo que antes era apatía se ha transformado en energía social. Esa es la señal más clara de que El Salvador está caminando. El ladrido de los viejos poderes confirma que el pueblo ha tomado las riendas de su destino.

Como señalaba Paulo Freire (1970), “nadie libera a nadie, nadie se libera solo, los hombres se liberan en comunión”. El proceso salvadoreño actual encarna esta pedagogía de la liberación. El pueblo se ha liberado de la pedagogía del miedo y de la resignación, de la idea de que siempre habrá alguien arriba y alguien abajo. Por primera vez, amplios sectores de la población sienten que su voz tiene peso, que sus decisiones cuentan, que el país les pertenece. Y eso —más que cualquier discurso político— es lo que ha encendido la furia de los que perdieron sus privilegios.

El despertar popular ha traído consigo un renacimiento moral. La dignidad, esa palabra tantas veces olvidada, ha vuelto a ocupar el centro del discurso ciudadano. Los salvadoreños ya no se conforman con sobrevivir; ahora exigen vivir con respeto, con justicia y con oportunidades. La dignidad, como diría José Martí (1891), “es la palabra que encierra en sí todas las virtudes”. Por eso los ladridos de los viejos poderes no son otra cosa que los gritos de quienes no soportan ver a un pueblo digno, consciente y unido.

Sin embargo, todo proceso de liberación conlleva sus riesgos. El enemigo no solo está afuera, sino también adentro, en la tentación de la indiferencia, en el cansancio, en la manipulación. El pueblo debe cuidar su conciencia como el más valioso de los tesoros, porque es allí donde se libra la verdadera batalla: la lucha entre la lucidez y la confusión, entre la verdad y la mentira. Los viejos poderes saben que ya no pueden gobernar con las armas ni con los votos, pero aún intentan dominar con el engaño. Por eso, el desafío del pueblo es mantener su pensamiento crítico, su unidad y su memoria.

Este despertar también ha traído una redefinición del concepto de patria. Ya no es una palabra hueca usada por los corruptos para justificar sus abusos, sino una realidad viva que se construye con ética, trabajo y solidaridad. La patria es hoy el rostro del ciudadano honesto, del maestro comprometido, del campesino que produce, del joven que crea, del médico que sirve, del obrero que no se rinde. Esa es la nueva patria que se levanta en silencio mientras los perros del pasado ladran desde sus trincheras mediáticas.

La historia de los pueblos demuestra que, una vez despierta, la conciencia no vuelve a dormir. Podrá ser atacada, difamada o calumniada, pero no puede ser extinguida. El Salvador está viviendo un momento histórico de reconstrucción moral, donde la voz del pueblo ya no puede ser silenciada por los ladridos del odio ni por los micrófonos de la mentira. Y aunque los poderosos intenten frenar el avance con miedo o difamación, el camino está trazado: la marcha continúa, y cada paso del pueblo retumba como un acto de justicia histórica.

El pueblo ha entendido que el cambio no es un regalo, sino una conquista; que la libertad no se hereda, se defiende; y que la dignidad no se pide, se ejerce. En ese despertar reside la verdadera revolución salvadoreña: una revolución ética y cultural que no necesita balas, sino conciencia; que no se mide en discursos, sino en actos. Los perros del pasado pueden ladrar, pero ya no pueden detener la aurora que anuncia el nuevo tiempo del pueblo.

V. LA ÉTICA DEL NUEVO TIEMPO: ENTRE EL MIEDO DE LOS CORRUPTOS Y LA ESPERANZA DE LOS HONESTOS

En todo proceso de transformación histórica, la ética se convierte en la frontera que separa el pasado del futuro, la oscuridad de la claridad, la mentira del compromiso. Es, al mismo tiempo, brújula y escudo: guía los pasos del cambio y protege su esencia. Cuando un país decide reconstruirse desde los cimientos, lo primero que debe recuperar no es el dinero robado ni los edificios destruidos, sino la moral pública perdida. En el caso de El Salvador, esa recuperación ética ha comenzado, y precisamente por eso los viejos corruptos tiemblan y ladran: porque saben que un pueblo con conciencia moral es un pueblo imposible de someter.

Durante décadas, la corrupción fue la norma y no la excepción. Los cargos públicos se convirtieron en botines; los ministerios, en cajas personales; las instituciones, en feudos de partido. Los mismos que hoy se presentan como defensores de la “democracia” fueron los que vendieron la dignidad nacional al mejor postor. La ética se redujo a discurso electoral, a palabra vacía pronunciada entre aplausos y promesas que nunca se cumplieron. Sin embargo, como advertía Immanuel Kant (1785), “la moral no se basa en lo que el hombre hace, sino en el principio por el cual lo hace”. Y el principio que guiaba a esas viejas élites no era el bien común, sino el interés personal.

Hoy, el nuevo tiempo salvadoreño exige una ética de la responsabilidad y del servicio público, una moral que no sea un accesorio decorativo, sino la esencia misma de la función estatal. La política debe volver a ser una vocación de servicio, no un medio de enriquecimiento. La justicia debe volver a representar la equidad y no el soborno. La educación debe enseñar valores, no sumisión. Y los medios de comunicación deben informar con veracidad, no con cálculo. Esta revolución ética no se decreta desde arriba; nace desde la conciencia del pueblo que se niega a seguir siendo engañado.

Los corruptos temen a esta nueva ética porque en ella se refleja su derrota. Su miedo no es al gobierno, sino a la verdad. Les aterra que la transparencia los desnude, que la justicia deje de ser cómplice y que la moral ciudadana los condene al desprecio social. Por eso ladran, se victimizan, se presentan como perseguidos políticos cuando en realidad son refugiados del pasado. Su grito no es de valentía, sino de desesperación ante la pérdida de sus privilegios.

Frente a ese miedo, se levanta la esperanza de los honestos: la de quienes creen que sí es posible construir un país donde los valores sustituyan a los vicios, donde la palabra tenga peso, donde la coherencia valga más que la conveniencia. Esa esperanza no es ingenua; es consciente de los desafíos, pero se sostiene en una fe racional: la fe en la capacidad del ser humano para aprender de sus errores y reconstruirse moralmente. Como escribió Albert Camus (1942), “el hombre rebelde es aquel que dice no a la injusticia, pero también dice sí a un valor superior”. Ese valor, en el nuevo El Salvador, es la ética como fundamento de toda acción pública y social.

La ética del nuevo tiempo exige coherencia: que el discurso coincida con la práctica, que la honestidad se traduzca en políticas concretas, que la justicia no sea privilegio, sino derecho. Implica rechazar los atajos de la impunidad y los disfraces de la hipocresía. Significa comprender que la transparencia no es una moda, sino una obligación moral. Un funcionario honesto no es un héroe; es simplemente un ciudadano que cumple su deber. Pero en un país donde la corrupción fue durante años la norma, la honestidad se convierte en acto de valentía.

Esa valentía ética también debe reflejarse en el pueblo. No basta con aplaudir los cambios; hay que acompañarlos con convicción y vigilancia. La nueva ética no puede ser paternalista ni pasiva: requiere ciudadanos activos, críticos, que exijan rendición de cuentas, que denuncien los abusos, que no permitan que la historia vuelva a repetirse.

 El pueblo salvadoreño debe asumir el papel de vigilante moral de su propio destino, para que la esperanza no se diluya en el tiempo ni sea devorada por los mismos de siempre.

Este nuevo horizonte ético es también una reconciliación con la dignidad humana. Cuando el hombre actúa con justicia, se reencuentra consigo mismo; cuando el pueblo defiende la verdad, se libera. La ética es el puente entre la conciencia individual y la justicia social, entre el deber personal y el bienestar colectivo. En este sentido, la transformación política del país no será completa si no se consolida una revolución moral profunda, una educación cívica basada en la verdad, la solidaridad y el respeto.

Los ladridos de los corruptos seguirán sonando durante un tiempo, porque todo orden viejo muere haciendo ruido. Pero mientras el pueblo mantenga su rumbo y no renuncie a la ética como guía, esos ladridos se perderán en la distancia. El futuro pertenece a los que caminan con la conciencia limpia, a los que trabajan con transparencia, a los que creen que la patria se construye con honradez y sacrificio. La ética del nuevo tiempo es, en definitiva, el corazón de la nueva historia salvadoreña.

CONCLUSIÓN

La historia salvadoreña ha estado marcada por ciclos de opresión y de resistencia, por el dominio de unos pocos y la paciencia de muchos, por el abuso del poder y la dignidad del pueblo. Durante décadas, los mismos rostros y los mismos apellidos convirtieron al Estado en su botín personal, y al pueblo en instrumento de manipulación. Pero toda mentira tiene su límite, y ese límite llegó cuando la conciencia colectiva decidió despertar. Hoy, El Salvador transita un momento de ruptura: el país ha comenzado a caminar hacia un nuevo horizonte político, social y moral. Y, como bien anticipó Goethe, los ladridos son la confirmación de ese avance.

Los que hoy gritan, insultan o distorsionan la realidad no lo hacen por amor a la patria, sino por miedo a perder sus privilegios. Los “perros del pasado”, como se les ha denominado en este ensayo, representan los rezagos de un sistema corrupto que se resiste a morir. Ladran porque sienten que el pueblo ya no les teme; ladran porque no comprenden que la historia ya no les pertenece. Su ruido no es otra cosa que el sonido de su propio ocaso, el eco de un poder que se desvanece ante la fuerza moral de una sociedad que ha decidido levantarse.

Cada insulto mediático, cada campaña de desinformación, cada intento de desprestigio contra el proceso de cambio salvadoreño confirma la validez de la sentencia que da título a este ensayo: “Dejad que los perros ladren, Sancho, es señal de que vamos caminando.” Ese caminar simboliza mucho más que un cambio de gobierno; representa una revolución ética, una nueva conciencia nacional que ya no tolera la impunidad, la mentira ni la desigualdad. Es el inicio de una nueva cultura política en la que el poder vuelve a estar al servicio del pueblo, y no el pueblo al servicio del poder.

Sin embargo, el desafío no ha terminado. Toda transformación profunda debe cuidarse de no reproducir los vicios que intenta erradicar. El nuevo tiempo que vive El Salvador exige vigilancia, participación y educación moral. El pueblo no debe conformarse con aplaudir; debe también fiscalizar, aprender, pensar y actuar. Solo así se garantizará que el cambio no sea efímero, sino estructural. La verdadera victoria no consiste en derrotar a los corruptos, sino en impedir que regresen.

En este sentido, la frase de Goethe adquiere un valor simbólico y pedagógico: los ladridos del pasado son inevitables, pero no deben distraer la marcha. Los pueblos que avanzan no lo hacen en silencio, sino entre el ruido de los que se resisten. El deber de las nuevas generaciones es no detenerse, no mirar atrás, y entender que cada ladrido es una señal de progreso, una prueba de que el país está vivo y que el camino, aunque difícil, conduce hacia la dignidad.

La transformación salvadoreña, en su fondo más profundo, no es solo política, sino moral e histórica. La nueva ética pública, la conciencia ciudadana y la unidad del pueblo son los pilares de un país que se reconstruye desde sus cimientos. Y aunque los perros sigan ladrando desde sus cómodos sillones, la marcha del pueblo continuará. Porque, como escribió Eduardo Galeano (1998), “mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. El Salvador ya ha comenzado a hacerlo.

REFLEXIÓN FINAL

Cada época de la historia humana se define por su relación con la verdad. Hay siglos de mentira, de servidumbre y de silencio; y hay momentos en que la verdad, cansada de esperar, irrumpe con fuerza y sacude las conciencias. El Salvador vive hoy uno de esos momentos. Tras décadas de engaño, corrupción y manipulación, el pueblo ha comenzado a ver con claridad, a hablar con voz propia, a caminar sin miedo. Ese despertar no es perfecto, pero es real, y representa una victoria espiritual sobre la resignación.

Los que hoy ladran no comprenden que ya no se puede gobernar a un pueblo que ha aprendido a pensar. La ignorancia fue siempre la herramienta de los poderosos; la conciencia es ahora el arma de los pueblos libres. Cuando el ciudadano adquiere criterio, cuando el joven cuestiona, cuando el trabajador exige respeto, cuando la mujer alza su voz, cuando el maestro enseña con verdad, entonces el poder corrupto tiembla, porque entiende que su tiempo ha terminado.

Esta reflexión no pretende glorificar a ningún individuo ni a ningún partido. Pretende glorificar al pueblo consciente, a ese ciudadano anónimo que, con su trabajo y su fe, sostiene el país día a día. El cambio auténtico no se decreta desde arriba: se construye desde la ética personal, desde la honestidad cotidiana, desde el rechazo firme a la mentira. El futuro no será obra de los políticos que gritan, sino de los ciudadanos que piensan y actúan con dignidad.

En este nuevo amanecer histórico, la frase de Goethe resuena como un llamado a la serenidad y la perseverancia: “Dejad que los perros ladren, Sancho, es señal de que vamos caminando.” Caminar significa avanzar sin miedo, construir sin odio, servir sin esperar recompensas. Caminar es mantener la fe en la justicia, aunque todo parezca perdido, es no rendirse ante los ataques, es creer que un país mejor es posible.

Los pueblos que logran sostener su esperanza en medio del ruido, que continúan marchando cuando todo parece en su contra, son los que terminan cambiando la historia. El Salvador está en ese punto de inflexión. El reto es enorme: transformar la indignación en conciencia, la esperanza en acción y la ética en hábito nacional. No será un camino fácil, pero el simple hecho de caminar ya es una victoria.

El ladrido de los corruptos es apenas el ruido del pasado que se resiste a morir. Lo importante no es callarlos, sino superarlos con el ejemplo, con la educación, con la justicia y con la verdad. El tiempo demostrará que los ladridos no detienen la historia, que la marcha del pueblo no tiene retroceso y que la luz de la dignidad siempre termina imponiéndose sobre las sombras de la corrupción.

Caminar, entonces, no es solo avanzar: es resistir, construir y creer. Mientras haya un salvadoreño dispuesto a defender la verdad, mientras haya un maestro enseñando con ética, un médico sirviendo con compasión, un joven estudiando con esperanza o una madre trabajando con amor, el país seguirá caminando. Y aunque los perros sigan ladrando, el pueblo seguirá andando, porque —como enseñó Goethe y reafirmó la historia— solo los que avanzan provocan ruido, y solo los que sueñan despiertos logran transformar el mundo.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1.      Bourdieu, P. (1998). La dominación masculina. Anagrama.

2.      Camus, A. (1942). El hombre rebelde. Alianza Editorial.

3.      Chomsky, N. (2002). Los guardianes de la libertad: Propaganda, desinformación y consenso en los medios de comunicación de masas. Crítica.

4.      Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.

5.      Galeano, E. (1998). El libro de los abrazos. Siglo XXI Editores.

6.      Goethe, J. W. von. (1795). Conversaciones y máximas. Reunidas en diversas ediciones críticas.

7.      Gramsci, A. (1930). Cuadernos de la cárcel. Ediciones Era.

8.      Kant, I. (1785). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Espasa-Calpe.

9.      Marx, K. (1859). Prólogo a la contribución a la crítica de la economía política. Fondo de Cultura Económica.

10. Martí, J. (1891). Nuestra América. Fondo de Cultura Económica.

11. Nietzsche, F. (1883). Así habló Zaratustra. Alianza Editorial.

 

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