“HUMANIDAD EN VENTA: LA ENAJENACIÓN DEL HOMBRE EN LA ERA
DEL MERCADO GLOBAL”
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN
Vivimos en una época paradójica: nunca antes la humanidad
dispuso de tantos avances científicos, tecnológicos y comunicativos, y sin
embargo, pocas veces el ser humano se sintió tan vacío, tan confundido y tan
alejado de sí mismo. La sociedad contemporánea —dominada por el mercado, la
competencia y la acumulación— ha reducido la existencia a un mero proceso de
producción y consumo. La vida ya no se experimenta como un acto de creación, de
crecimiento o de comunión con los demás, sino como una carrera agotadora hacia
metas impuestas por la lógica del capital.
El objetivo de este ensayo es reflexionar críticamente
sobre las condiciones de enajenación y deshumanización que caracterizan a la
sociedad actual, especialmente dentro del sistema capitalista, y analizar cómo
dichas condiciones afectan no sólo la economía, sino también la conciencia, la
ética y el sentido de la vida. Esta reflexión —como señalaba Karl Marx— no es
un ejercicio abstracto, sino una necesidad histórica: “El filósofo no debe
limitarse a interpretar el mundo; debe transformarlo” (Marx, 1845/1973, p. 15).
En este sentido, la presente reflexión se orienta hacia
las clases sociales más vulnerables: los asalariados, obreros, empleados,
profesores, estudiantes y profesionales que, pese a su esfuerzo cotidiano,
permanecen atrapados en un sistema que los utiliza, los agota y los desecha. Se
trata de despertar en ellos una conciencia crítica y emancipadora, que permita
comprender las causas estructurales de su alienación y los impulse a participar
en la transformación de la sociedad.
El sistema capitalista, con su capacidad de adaptación y
seducción, ha logrado moldear un tipo de ser humano funcional a sus intereses:
un sujeto dócil, consumista, superficial y carente de pensamiento propio. Desde
los medios de comunicación, la publicidad y, más recientemente, las redes
sociales y los algoritmos digitales, se fabrica un modelo de individuo que mide
su valor en función de su apariencia, de su éxito económico o de su número de
seguidores. Así, el hombre deja de ser un fin en sí mismo para convertirse en
un instrumento del mercado. Como advertía Erich Fromm (1955), “el hombre moderno
ha sido transformado en una mercancía; siente su vida como un capital que debe
invertirse provechosamente” (p. 11).
A ello se suma la profunda crisis espiritual, ética y
moral que atraviesa nuestra civilización. El mismo estado de precariedad
material se refleja en una miseria interior que se manifiesta en la pérdida de
empatía, la indiferencia frente al dolor ajeno y la obsesión por el éxito
individual. En las clases dominantes, esta miseria ética se expresa como
ambición desmedida y avidez por el poder; en las clases trabajadoras, como
resignación, desencanto o evasión. La alienación no distingue jerarquías:
corroe tanto al explotador como al explotado, aunque de modos distintos.
De esta manera, el ser humano —privado de su dignidad y
reducido a su utilidad económica— se convierte en una pieza reemplazable dentro
de una maquinaria que sólo reconoce el valor de cambio.
Lo advertía Marx (1867/2000) en El Capital: “El obrero
tiene más necesidad de respeto que de pan”, subrayando que la miseria moral y
espiritual puede ser más degradante que el material. Fromm (1962) complementa
esta idea al afirmar que “la enajenación conduce a la perversión de todos los
valores”, pues cuando la ganancia se erige como fin supremo, la solidaridad, la
justicia y el amor se vuelven irrelevantes.
Hoy, en
pleno siglo XXI, la alienación adopta nuevas máscaras: el consumo compulsivo,
la idolatría tecnológica, la dependencia emocional de las pantallas y la
sustitución del pensamiento crítico por la inmediatez de la información
fragmentada. El hombre, conectado a todo, termina desconectado de sí mismo. Es
un ser hiperestimulado, pero vacío, hipercomunicado, pero incomunicado,
saturado de datos, pero hambriento de sentido.
Ante esta
realidad, urge repensar el sentido del trabajo, de la educación, de la ética y
de la vida misma. Urge rescatar al ser humano de la lógica del mercado,
devolverle su capacidad creadora, su dignidad y su conciencia crítica. Como
recordaba Fromm (1976), “la vida consiste en volver a nacer continuamente. La
tragedia es que la mayoría de nosotros morimos antes de haber comenzado a
vivir” (p. 11).
Este ensayo,
en consecuencia, busca no solo describir el fenómeno de la enajenación, sino
denunciar sus causas y consecuencias, y proponer una visión humanista
alternativa. El desafío es grande, pero imprescindible: recuperar el sentido de
lo humano frente a un sistema que, en su búsqueda de poder y ganancia, amenaza
con destruir la esencia misma de la vida.
I. LA HERENCIA DEL PENSAMIENTO MARXISTA Y HUMANISTA
Comprender la enajenación del ser humano en la sociedad
contemporánea exige regresar a las raíces filosóficas y sociológicas del
pensamiento marxista y humanista. Karl Marx y los pensadores que prolongaron su
visión —entre ellos Erich Fromm, Herbert Marcuse y David Escobar Velado en el
contexto latinoamericano— ofrecieron una interpretación profunda de cómo el
capitalismo despoja al ser humano de su esencia, convirtiéndolo en un medio
para la acumulación y no en un fin en sí mismo.
Para Marx, el hombre es un ser natural y social que se
realiza a través del trabajo creativo y consciente. Sin embargo, en el sistema
capitalista ese trabajo deja de ser una expresión de libertad para
transformarse en una fuerza ajena que lo domina. En sus Manuscritos
económico-filosóficos (1844), Marx explica que el trabajador se enajena porque
el fruto de su esfuerzo no le pertenece: “El trabajo no produce sólo
mercancías; se produce a sí mismo y al trabajador como mercancía” (Marx,
1844/1970, p. 45). Esta afirmación constituye una de las críticas más
contundentes al modo de producción capitalista, en el que la actividad humana
pierde su sentido creador y se convierte en simple instrumento de
supervivencia. La alienación, en este sentido, no es únicamente un fenómeno
económico, sino una crisis de la conciencia humana. El hombre deja de
reconocerse como sujeto activo de su historia y se percibe como un engranaje
pasivo dentro de una estructura que lo supera.
Erich Fromm
(1962), retomando el pensamiento marxista, afirma que “la historia de la
humanidad es también la historia de su creciente enajenación” (p. 55). Es
decir, a medida que el ser humano desarrolla sus capacidades productivas y
tecnológicas, paradójicamente, se aleja más de sí mismo. Cuanto más poder tiene
sobre la naturaleza, menos control ejerce sobre su propia vida interior.
La sociedad
actual es, en palabras de Fromm (1955), una sociedad de “hombres autómatas” (p.
14): trabajan sin pasión, consumen sin conciencia, obedecen sin convicción y
viven sin propósito. La libertad, lejos de ser un valor auténtico, se convierte
en una ilusión cuidadosamente fabricada por el sistema. El individuo se cree
libre porque puede elegir entre múltiples productos, marcas, empleos o partidos
políticos, pero en realidad todas esas opciones están diseñadas dentro del
mismo marco de dominación ideológica.
Desde esta perspectiva, el pensamiento marxista y
humanista constituye una herencia moral y crítica indispensable para entender
la deshumanización contemporánea. Marx no sólo analizó los mecanismos de
explotación material, sino también la dimensión espiritual del problema. Cuando
el trabajo pierde su carácter humano, el hombre se separa de su propia esencia.
Lo que debería ser una fuente de realización se transforma en un proceso de
esclavitud.
La alienación moderna no ha desaparecido; solo ha mutado.
En la época de Marx, el obrero estaba encadenado a la fábrica; hoy, el
ciudadano está encadenado al consumo, a la deuda, a la publicidad, a las redes
sociales y a la vigilancia digital. El capitalismo del siglo XXI ha extendido
su lógica hasta los rincones más íntimos de la subjetividad. Ya no basta con
controlar la producción: ahora se controla el deseo, la atención y el tiempo.
Esta nueva
forma de esclavitud invisible confirma lo que Marx advertía hace más de un
siglo: “El hombre se convierte en un ser extraño para sí mismo” (Marx,
1844/1970, p. 48). El sujeto moderno, aparentemente libre, se siente impotente
ante las fuerzas económicas, tecnológicas y mediáticas que determinan su
existencia. Su libertad es una apariencia; su vida, un reflejo de las
necesidades del mercado.
Por ello, recuperar la herencia del pensamiento marxista
y humanista no significa repetir dogmas del pasado, sino rescatar su esencia
liberadora: el llamado a transformar la realidad, no a aceptarla
resignadamente. En el fondo, Marx y
Fromm coinciden en que el verdadero progreso humano no consiste en acumular
bienes, sino en restituir la plenitud del ser, en devolver al hombre la
capacidad de amar, crear, pensar y vivir con sentido.
Como
recuerda Fromm (1968), “la salvación del hombre está en su redescubrimiento de
lo humano” (p. 22). Y ese redescubrimiento empieza cuando el ser humano deja de
verse como cosa, número o mercancía, y asume su papel como sujeto histórico
capaz de cambiar el mundo.
II. LA ENAJENACIÓN EN EL CAPITALISMO DEL SIGLO XXI
El capitalismo contemporáneo ha alcanzado un grado de
sofisticación tal que ya no necesita imponer su dominio por la fuerza; lo hace
por seducción. La enajenación, que en
los tiempos de Marx se manifestaba en la fábrica y el taller, hoy se extiende a
todas las esferas de la vida: el hogar, la escuela, el entretenimiento, la
política, la religión y la tecnología. Vivimos en un sistema donde el ser humano
se confunde con sus propias creaciones y termina subordinado a ellas. Lo que
antes eran instrumentos de liberación —el trabajo, la ciencia, la técnica— se
han convertido en medios de control, vigilancia y dominación.
El hombre
moderno, atrapado en la lógica del consumo, no vive: malvive. Su existencia
transcurre entre jornadas de trabajo extenuantes, deudas bancarias
interminables y una incesante carrera por alcanzar estándares de éxito dictados
por el mercado. El capitalismo ha
perfeccionado el arte de transformar necesidades ficticias en urgencias reales.
Se impone un ritmo de vida acelerado, competitivo, y cada vez más
deshumanizado, donde la identidad personal se mide por la capacidad de consumo
y no por la calidad de la conciencia.
En este contexto, la enajenación se expresa de múltiples
formas. Una de las más evidentes es el consumismo compulsivo, que lleva a
millones de personas a comprar cosas que no necesitan para impresionar a
quienes no conocen. Se trata de una
anestesia emocional colectiva, una forma de evasión ante la frustración y el
vacío existencial. La publicidad, los influencers y las plataformas
digitales han sustituido al pensamiento por la imagen, a la reflexión por el
espectáculo, al ser por el parecer.
La consecuencia es una profunda pérdida del sentido de la
realidad. El individuo ya no sabe distinguir entre lo esencial y lo
superficial, entre la verdad y la simulación. Como decía Guy Debord (1967),
vivimos en “la sociedad del espectáculo”, donde todo se convierte en
representación y mercancía. La apariencia sustituye al ser, y el hombre termina
creyendo que es libre simplemente porque puede elegir entre productos, marcas y
pantallas. Sin embargo, esa elección es solo una ilusión cuidadosamente
programada.
La enajenación también se manifiesta en la creciente
soledad y desconexión humana. Paradójicamente, en la era de la
hiperconectividad digital, el ser humano se siente más aislado que nunca. Las
redes sociales ofrecen una falsa sensación de compañía mientras debilitan los
lazos reales. Se multiplican las amistades virtuales, pero disminuye la
capacidad de diálogo, empatía y escucha. La comunicación se ha reducido a
mensajes breves, emojis y “likes”, fragmentando la profundidad del lenguaje y
del pensamiento.
En este sentido, la advertencia de Fromm (1955) se cumple
con una precisión asombrosa: “El hombre se ha transformado a sí mismo en un
bien de consumo, y siente su vida como un capital que debe ser invertido
provechosamente; si lo logra, triunfa; de lo contrario, fracasa” (p. 11).
Hoy, esta lógica se expresa crudamente en la cultura
digital, donde la autoestima depende de métricas algorítmicas: número de
seguidores, visualizaciones, reacciones. El valor del individuo no se mide por
su bondad, inteligencia o creatividad, sino por su “rendimiento” en el mercado
de la atención.
El capitalismo del siglo XXI no sólo vende productos,
sino también identidades, emociones y sueños. El sujeto es interpelado
constantemente a reinventarse, a competir consigo mismo, a mantenerse productivo
y visible. El ideal del “emprendedor de sí mismo” —propagado por la ideología
neoliberal— convierte la autoexplotación en virtud. El trabajador ya no
necesita capataces: él mismo se vigila, se presiona, se exige y se castiga. Se
trata de una nueva forma de esclavitud invisible, donde el látigo ha sido
reemplazado por la autoexigencia, y la fábrica, por la oficina doméstica o la
pantalla del teléfono.
La alienación, entonces, ha alcanzado una dimensión
total. El ser humano está alienado de su trabajo, porque este ya no le
pertenece; alienado de los otros, porque la competencia sustituye a la
solidaridad; alienado de la naturaleza, porque la explotación ambiental se ha
normalizado; y alienado de sí mismo, porque ha perdido el sentido del ser y la
trascendencia.
Frente a
esta situación, el pensamiento crítico se vuelve una urgencia ética. La
conciencia alienada, que acepta como natural lo injusto, es el mayor triunfo
del sistema. Por eso, como advertía Marx
(1867/2000), “la ideología dominante es siempre la ideología de la clase
dominante”. Hoy esa ideología se disfraza de neutralidad tecnológica, de
progreso inevitable, de modernidad incuestionable. Pero detrás de sus discursos
de eficiencia y libertad, se oculta una estructura que mercantiliza la vida y
somete a los pueblos a una servidumbre económica y mental.
La tarea histórica consiste, por tanto, en recuperar el
sentido humano del trabajo, del conocimiento y de la vida, devolviendo a la
persona su capacidad creadora y su poder de decisión sobre el destino
colectivo. Mientras el hombre siga midiendo su valor por su capacidad de
producir y consumir, continuará viviendo como un extraño dentro de su propia
existencia, un ser sin raíces, sin propósito y sin esperanza.
Como diría Erich Fromm (1968), “la libertad auténtica no
consiste en elegir entre opciones impuestas, sino en ser uno mismo, en actuar
conforme a la razón y al amor” (p. 47). Solo desde esa libertad interior
—crítica, creadora y solidaria— podrá el hombre contemporáneo romper las cadenas
invisibles de su enajenación.
III. EL
HOMBRE COMO MERCANCÍA Y PRODUCTO DEL MERCADO GLOBAL
En la sociedad contemporánea, el ser humano ha dejado de
ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio al servicio de las fuerzas
del mercado. Su cuerpo, su inteligencia, su creatividad e incluso sus emociones
son objetos de intercambio dentro de una economía que todo lo transforma en
mercancía. El capitalismo, que comenzó dominando los bienes materiales, ha
extendido su lógica a la vida entera: hoy se comercia con el tiempo, con la
atención, con la intimidad, con el deseo y con la identidad.
Karl Marx (1867/2000) advirtió tempranamente que en el
sistema capitalista “todo lo sólido se desvanece en el aire”, y con ello
anticipó la mutación antropológica que vivimos: la conversión del hombre en
mercancía. Ya no se trata solo de vender su fuerza de trabajo, sino de venderse
a sí mismo. El individuo se concibe como un “producto competitivo”, obligado a
mantener una imagen rentable ante los demás. Su valor ya no se mide por su
virtud, su sabiduría o su sensibilidad, sino por su capacidad de generar beneficio
o de proyectar éxito.
Erich Fromm (1955) lo expresó con lúcida anticipación:
·
“El trabajo
humano ha llegado a ser un bien de consumo, vendido en el mercado laboral en
iguales condiciones de comercio recíproco. Pero el sistema mercantil se ha
extendido más allá del trabajo: el hombre mismo se ha transformado en un bien
de consumo” (p. 11).
·
Esta
transformación constituye una de las formas más perversas de la enajenación
moderna. El ser humano deja de reconocerse como sujeto de valor intrínseco y se
percibe como un objeto con un precio fluctuante. En el mundo laboral, se le
evalúa en función de su productividad; en el mundo digital, por su número de
seguidores; en el mundo académico, por su rendimiento cuantificado en métricas;
y en el mundo afectivo, por su capacidad de atraer o complacer.
La lógica del mercado se infiltra así en todos los
aspectos de la existencia. Las relaciones humanas se convierten en
transacciones; la educación, en inversión; la cultura, en entretenimiento; la
política, en espectáculo. Lo que antes era un medio para la realización
personal, hoy se vuelve un fin en sí mismo: consumir, vender, aparentar. Esta
obsesión mercantil degrada la esencia del ser humano, que termina midiendo su
propia dignidad en términos de rentabilidad.
La cultura neoliberal del siglo XXI ha perfeccionado este
proceso al promover el ideal del homo economicus, un sujeto calculador,
competitivo y narcisista, que considera que su único deber moral es triunfar.
Se trata de un individuo moldeado para adaptarse al sistema, no para
cuestionarlo. Como señala Byung-Chul Han (2014), “el sujeto del rendimiento es
al mismo tiempo víctima y verdugo; se explota a sí mismo creyendo que se realiza”
(p. 23). El resultado es una paradoja trágica: mientras el ser humano proclama
su autonomía, en realidad vive esclavizado por su propia búsqueda de éxito y
reconocimiento.
En la sociedad de consumo, la identidad se ha vuelto una
marca. Las personas “se venden” en el mercado simbólico de las apariencias:
diseñan su imagen en redes sociales, editan su biografía, proyectan felicidad y
éxito aunque estén emocionalmente rotas. Esta mascarada permanente genera una
ansiedad silenciosa, un agotamiento interior que se disfraza de productividad.
De este modo, el individuo termina reducido a una mercancía publicitaria, un
envase brillante que esconde un vacío profundo.
Esta alienación no sólo afecta al individuo, sino al
conjunto de la sociedad. Al convertir al hombre en producto, el sistema
destruye los vínculos comunitarios y reemplaza la cooperación por la
competencia. El “otro” ya no es un hermano ni un compañero, sino un rival. La
solidaridad se sustituye por la rivalidad, y el amor, por el interés. De esta manera,
la sociedad moderna, obsesionada con la eficiencia, sacrifica su humanidad en
el altar del mercado.
Fromm (1968) advertía que esta lógica convierte la vida
misma en una inversión: “El hombre siente su existencia como un capital que
debe producir dividendos; su felicidad depende del rendimiento de su
personalidad” (p. 18). Así, el ser humano internaliza las leyes del mercado
hasta el punto de juzgarse a sí mismo como una empresa: se promueve, se mide,
se compara, se vende. En este proceso, pierde su espontaneidad, su autenticidad
y su capacidad para amar sin cálculo.
En el ámbito laboral, esta cosificación se traduce en
precariedad, explotación y pérdida del sentido del trabajo. El empleado ya no
encuentra en su labor una fuente de realización, sino una obligación alienante
que apenas garantiza su subsistencia. En palabras de Marx (1844/1970), “el
trabajo no sólo produce mercancías; produce al propio trabajador como
mercancía” (p. 44). Es decir, el obrero se convierte en una extensión de la
máquina, en un instrumento que puede ser reemplazado en cualquier momento.
La enajenación económica se entrelaza así con la
enajenación existencial. Cuando el hombre se acostumbra a ser tratado como
objeto, termina comportándose como tal. Su lenguaje se empobrece, su
sensibilidad se adormece y su horizonte se estrecha. Vive pendiente de su valor
en el mercado, pero ignora su valor como ser humano. Esta es, quizás, la mayor
tragedia del capitalismo global: haber convencido al hombre de que su felicidad
depende de su precio.
Superar esta condición exige recuperar el sentido de lo
humano, de la solidaridad y del trabajo creador. Es necesario volver a
comprender que el valor de una persona no reside en lo que posee, sino en lo
que es; no en lo que produce, sino en lo que aporta a la vida de los demás.
Como escribió Marx (1844/1970), “el hombre se afirma como ser genérico cuando
hace de su vida un objeto de conciencia” (p. 60). Solo al reencontrarse con su
esencia creadora y comunitaria, podrá el ser humano dejar de ser mercancía para
convertirse nuevamente en sujeto de su historia.
IV. LA ALIENACIÓN TECNOLÓGICA Y LA CULTURA DIGITAL
El siglo XXI ha consolidado una nueva forma de
alienación: la enajenación tecnológica. Lo que comenzó como un proceso de
progreso material y científico se ha convertido en una trampa invisible que
aprisiona la conciencia humana. Las máquinas, las redes, los algoritmos y la
inteligencia artificial, concebidos originalmente como herramientas para
mejorar la vida, se han transformado en estructuras que la dominan, la vigilan
y la moldean.
Karl Marx, en su análisis del trabajo alienado, anticipó
esta paradoja cuando escribió que “las fuerzas productivas creadas por el
hombre se vuelven fuerzas ajenas que lo dominan” (Marx, 1867/2000, p. 75). Hoy,
esa dominación ha alcanzado dimensiones inéditas: el hombre ya no solo produce
mercancías, sino también datos, información y contenidos digitales que son
apropiados por corporaciones tecnológicas para obtener ganancias colosales. La
mente humana se ha convertido en una mina explotable; el pensamiento, en materia
prima del mercado digital.
El sistema capitalista ha sabido fusionar la economía y
la tecnología en un nuevo tipo de poder: el del control algorítmico. Las
grandes plataformas digitales —Google, Meta, X, TikTok, Amazon— no solo venden
productos, sino que fabrican realidades, deseos e identidades. Su verdadero
negocio no es el comercio, sino la manipulación de la atención y del
comportamiento humano. El usuario, al conectarse, entrega inconscientemente su
tiempo, su privacidad y su libertad.
Byung-Chul Han (2014) señala que vivimos en una “sociedad
de la transparencia” donde el individuo, creyendo exhibirse libremente, se
desnuda ante el poder del algoritmo. La vigilancia ya no se impone por la
fuerza, como en las dictaduras del pasado; se ejerce a través de la seducción,
el entretenimiento y la adicción. El sujeto contemporáneo participa alegremente
en su propia esclavitud digital.
En esta nueva forma de alienación, el celular se ha
convertido en un símbolo de dominación moderna. El ser humano permanece
conectado las veinticuatro horas del día, revisando notificaciones, consumiendo
contenido efímero, midiendo su valor en “likes” y comentarios. Vive pendiente
de una pantalla que le promete conexión pero le entrega soledad; le ofrece
información pero le roba concentración; le muestra el mundo pero le impide
mirar dentro de sí.
El pensador francés Jean Baudrillard (1981) advirtió que
en la era de los simulacros, “la realidad desaparece detrás de su representación”
(p. 12). La cultura digital es precisamente eso: una gigantesca escenografía
donde la apariencia sustituye al ser. Las personas no viven para ser felices,
sino para parecerlo. La autenticidad se disuelve en la superficie de la imagen,
y el pensamiento crítico se diluye en la avalancha de información sin sentido.
La alienación tecnológica también ha invadido la
educación. Las pantallas sustituyen al diálogo, y la curiosidad ha sido
reemplazada por la inmediatez. Los jóvenes ya no se preguntan: “¿Por qué?”,
sino “¿para qué sirve?”. El conocimiento se reduce a datos, y la reflexión, a
resultados. Como advertía Erich Fromm (1962), “la sociedad moderna produce
hombres bien informados, pero incapaces de pensar” (p. 78). En el aula, el
maestro compite con el teléfono por la atención del estudiante; y el
estudiante, atrapado en la superficialidad digital, pierde la capacidad de
contemplar, analizar y crear.
El entretenimiento digital, por su parte, cumple una
función anestésica. En lugar de promover la conciencia crítica, distrae,
fragmenta y adormece. Las plataformas ofrecen una sucesión infinita de
estímulos breves que impiden la reflexión profunda. La mente se acostumbra a lo
inmediato y rechaza el esfuerzo intelectual. Como consecuencia, la alienación
se vuelve más eficiente: el individuo no siente que está oprimido, porque está
entretenido.
Detrás de esta aparente libertad tecnológica, se oculta
una estructura de poder que reproduce las desigualdades del capitalismo. Las
grandes corporaciones digitales concentran la información del planeta, influyen
en la política, controlan la economía y moldean la cultura. Así, la tecnología
no democratiza el conocimiento: lo centraliza. No libera al ser humano: lo
administra.
Sin embargo, la tecnología en sí misma no es el enemigo.
Lo que aliena al hombre no es la máquina, sino el uso deshumanizado que se hace
de ella. El problema no está en el progreso técnico, sino en la falta de
conciencia ética que lo guíe. Como decía Fromm (1968), “la humanidad ha
alcanzado la madurez técnica sin alcanzar la madurez moral” (p. 33).
Por ello, el desafío contemporáneo consiste en
reconciliar la tecnología con la ética y la humanidad. Es necesario formar
ciudadanos digitales críticos, capaces de usar la tecnología sin ser usados por
ella; capaces de comunicarse sin perder la profundidad del pensamiento; capaces
de conectarse al mundo sin desconectarse de su interior. La liberación no pasa
por destruir las máquinas, sino por reeducar la conciencia para que el hombre
vuelva a ser dueño de su destino.
La verdadera revolución tecnológica no será la de los
algoritmos, sino la de las conciencias. Solo cuando el ser humano deje de ser
un objeto de consumo digital y recupere su condición de sujeto pensante, la
tecnología podrá ponerse realmente al servicio de la vida. Mientras tanto, la
alienación tecnológica seguirá siendo la forma más sofisticada de la esclavitud
moderna: una cárcel luminosa en la que el hombre, creyéndose libre, camina sonriendo
hacia su deshumanización.
La educación, lejos de ser un espacio neutral, constituye
uno de los mecanismos más eficaces mediante los cuales la sociedad capitalista
reproduce sus estructuras de dominación. Aquello que debería liberar la mente
humana, desarrollar el pensamiento crítico y fomentar la creatividad, se
convierte, en muchos casos, en un instrumento de sumisión ideológica. El
sistema educativo, en lugar de cuestionar las injusticias del orden
establecido, las legitima. Así, la escuela no sólo transmite conocimientos,
sino también valores, creencias y comportamientos que garantizan la continuidad
del sistema.
Louis Althusser (1970) describió con precisión esta
función cuando sostuvo que la escuela moderna opera como un aparato ideológico
del Estado, encargado de perpetuar la ideología dominante bajo la apariencia de
neutralidad. Según él, mientras la familia y la religión cumplían ese papel en
el pasado, hoy la escuela es el principal escenario donde se moldea la
conciencia de los individuos para adaptarlos al sistema de producción
capitalista. “En la escuela —afirmaba Althusser— se aprende a comportarse
correctamente, es decir, de acuerdo con las normas del sistema” (p. 49).
En este sentido, la educación cumple una doble función:
formar fuerza de trabajo y fabricar conformismo. Por un lado, prepara a los futuros
trabajadores para insertarse en el mercado laboral; por otro, inculca valores
como la obediencia, la competitividad y la resignación. Desde temprana edad,
los niños aprenden que deben competir entre sí, seguir instrucciones sin
cuestionar, cumplir metas impuestas y aceptar evaluaciones externas como medida
de su valor. De esta manera, la escuela no forma ciudadanos críticos, sino
piezas útiles para el engranaje económico.
El pensador brasileño Paulo Freire (1970) denunció esta
lógica en su célebre obra Pedagogía del oprimido, señalando que el modelo
educativo tradicional —al que llamó “educación bancaria”— consiste en depositar
información en los estudiantes sin permitirles pensar por sí mismos. En sus
palabras, “cuanto más se les haga aceptar pasivamente, tanto más se les
adaptará al mundo tal como es y tanto menos desarrollarán su poder para
transformarlo” (p. 64). La verdadera educación, sostenía Freire, debe ser
concientizadora, es decir, un proceso de liberación donde el ser humano se
reconozca como sujeto histórico capaz de cambiar su realidad.
Lamentablemente, en la actualidad, el sistema educativo
mundial —especialmente en los países dominados por la lógica neoliberal— se ha
convertido en un mecanismo de adiestramiento tecnocrático. Las escuelas y
universidades priorizan la productividad, la eficiencia y las competencias
laborales por encima del pensamiento crítico, la ética o la sensibilidad
social. Se confunde la instrucción con la educación, la memorización con el
conocimiento, la calificación con la inteligencia.
La mercantilización de la educación es uno de los signos
más evidentes de esta enajenación. Los centros educativos se comportan como
empresas; los estudiantes, como clientes; y los maestros, como prestadores de
servicios. La educación, que debería ser un derecho humano y un instrumento de
emancipación, se ha transformado en un negocio lucrativo. En lugar de formar
ciudadanos conscientes, se producen consumidores dóciles y profesionales
sumisos.
Como señalaba Erich Fromm (1955), “la sociedad moderna
necesita hombres que cooperen dócilmente en grupos numerosos, que deseen
consumir más, y cuyos gustos estén estandarizados” (p. 12). Esa descripción,
formulada hace más de medio siglo, describe perfectamente el modelo educativo
actual, diseñado para reproducir el tipo de hombre que el sistema requiere:
adaptable, obediente, superficial y acrítico.
Pero el daño más profundo no es económico ni político: es
espiritual. La educación alienada mata la curiosidad, inhibe la creatividad y
mutila la capacidad de asombro. En lugar de despertar el pensamiento, lo
adormece. En lugar de inspirar el amor al conocimiento, genera miedo al error.
En lugar de formar conciencia, produce conformismo. Así, millones de jóvenes
atraviesan las aulas sin descubrir su propio potencial, convencidos de que
aprender consiste en repetir lo que otros ya dijeron.
Frente a esta realidad, urge repensar la función social
de la educación. Debemos pasar de una educación para la sumisión a una
educación para la emancipación. Una pedagogía verdaderamente transformadora
debe rescatar el diálogo, la crítica, la reflexión y la sensibilidad ética.
Como enseñaba Freire (1970), “nadie educa a nadie, nadie se educa solo: los
hombres se educan entre sí mediatizados por el mundo” (p. 66).
Esto implica que el maestro deje de ser un transmisor de
contenidos y se convierta en un facilitador de conciencia, en un guía que
acompañe al estudiante a descubrir el sentido de su existencia y su compromiso
con la sociedad. Una educación humanista debe enseñar a pensar, no a repetir; a
crear, no a imitar; a amar la vida y no a resignarse a ella.
La transformación educativa no puede reducirse a reformas
curriculares o tecnológicas: debe ser una revolución ética y espiritual. Se
trata de devolver a la educación su verdadero propósito: liberar al ser humano
de la ignorancia, del miedo y de la pasividad. Solo una educación que enseñe a
cuestionar el poder, a comprender la historia y a imaginar alternativas puede
romper el círculo de la alienación.
Como bien afirmaba Marx (1845/1973), “la educación del
hombre debe ser obra de sí mismo” (p. 23). Esa afirmación resume el espíritu
emancipador que este siglo necesita: una educación que no adiestre cuerpos ni
adorne discursos, sino que despierte conciencias y reconstruya la dignidad
humana.
VI. MISERIA ESPIRITUAL, PÉRDIDA ÉTICA Y DESARRAIGO HUMANO
El signo más profundo de la enajenación moderna no es la
pobreza material, sino la miseria espiritual. En la sociedad capitalista
contemporánea, el ser humano ha perdido el sentido de su propia existencia; ha
dejado de reconocerse como un ser dotado de conciencia y dignidad para
convertirse en un engranaje más dentro de la maquinaria de la producción y el
consumo. Esta degradación no solo afecta a las clases explotadas, sino también
a las dominantes: las primeras, por la impotencia y el desencanto; las segundas,
por la codicia y la deshumanización del poder.
Erich Fromm (1968) afirmaba que “la enajenación conduce a
la perversión de todos los valores” (p. 22). Cuando la ganancia se convierte en
el fin supremo, el trabajo, la ética y el amor pierden su significado humano y
se subordinan a la lógica del interés. Así, la sociedad termina produciendo
individuos vacíos, incapaces de experimentar la alegría de existir, el sentido
de la solidaridad o el valor del conocimiento. Lo que en otros tiempos se
consideraba virtud —la humildad, la justicia, la verdad— hoy es percibido como
debilidad o ingenuidad.
Esta miseria interior se manifiesta en múltiples
dimensiones. En el plano moral, se traduce en la pérdida del compromiso con el
bien común; en el plano social, en la indiferencia ante la injusticia; y en el
plano psicológico, en el vacío, la ansiedad y la desesperanza. Vivimos rodeados
de información, pero carecemos de sabiduría; tenemos comunicación inmediata,
pero relaciones superficiales; disponemos de comodidades materiales, pero
sufrimos un hambre profunda de sentido.
El hombre contemporáneo, sobreestimulado por el consumo y
la tecnología, se ha desconectado de su interioridad. Se siente libre, pero en
realidad está prisionero de sus impulsos y deseos artificiales. El filósofo
Byung-Chul Han (2012) lo resume con precisión: “La sociedad del rendimiento no
produce locos ni criminales, sino depresivos y fracasados” (p. 25). La
depresión, el estrés, la ansiedad y la soledad no son meros problemas
individuales, sino síntomas de una civilización que ha perdido su eje
espiritual.
En el fondo, esta crisis moral tiene raíces
estructurales. El capitalismo ha impuesto una ética del éxito que sustituye el
“ser” por el “tener”. El valor de una persona ya no se mide por su integridad o
su sabiduría, sino por su capacidad de acumular y aparentar. Quien no consume,
no existe; quien no triunfa, no vale. Esta lógica produce una sociedad de
máscaras, donde cada individuo se convierte en actor de un teatro de
apariencias, en un “hombre de plástico”, como diría el poeta David Escobar
Velado, que “no sabe de dónde viene el semen de sus vidas inmensamente
amargas”.
La miseria espiritual de las clases dominadas se expresa
en el conformismo, la resignación y la dependencia. Acostumbradas al
sufrimiento, muchas personas internalizan su opresión y llegan a justificarla.
Se refugian en religiones que prometen salvación futura o en diversiones que
adormecen la conciencia. No luchan por cambiar la realidad porque se les ha
convencido de que no pueden hacerlo. La alienación, en este sentido, no solo
explota al cuerpo, sino también a la mente.
Por otro lado, la miseria ética de las clases dominantes
es aún más corrosiva. Amparadas en su poder económico y político, practican la
doble moral y la hipocresía. Hablan de justicia mientras enriquecen su codicia;
predican libertad mientras oprimen; se presentan como benefactores mientras
explotan a los débiles. Su pobreza no es material, sino espiritual: una forma
de ceguera moral que los incapacita para reconocer al otro como igual.
Esta deshumanización generalizada genera lo que Zygmunt
Bauman (2007) llamó “la modernidad líquida”, una época donde todo es
transitorio, efímero y desechable, incluso los vínculos humanos. Las relaciones
afectivas, laborales y políticas se vuelven frágiles; la fidelidad y la lealtad
pierden valor; el compromiso se reemplaza por el interés. En una sociedad
líquida, el amor se mide en clics y la amistad se administra como un contrato.
Ante este panorama, la tarea más urgente de la humanidad
es reconstruir la ética. No una ética de normas impuestas, sino una ética del
amor, de la justicia y de la solidaridad. Como sostenía Fromm (1955), “solo un
renacimiento del espíritu humanista podrá salvar al hombre de su
autodestrucción” (p. 37). Recuperar la espiritualidad no significa regresar a
dogmas religiosos, sino reencontrarse con la dimensión interior que da sentido
a la existencia.
El hombre necesita redescubrir su capacidad de asombro,
su empatía, su humildad y su compromiso con la vida. Necesita volver a sentir
el dolor ajeno como propio, a indignarse ante la injusticia y a celebrar la
belleza de lo simple. Sin ese renacer espiritual, ninguna revolución económica
o tecnológica podrá salvarnos, porque seguiremos reproduciendo la misma estructura
de egoísmo y desarraigo.
Como bien lo dijo Albert Einstein, “sin una ética
inspirada en la compasión, la humanidad no tiene futuro”. Y esa ética solo
puede nacer del reconocimiento del otro, del respeto a la vida y de la búsqueda
de un sentido común a la existencia. En última instancia, la verdadera
liberación no se logrará solo transformando las estructuras materiales, sino
también reconstruyendo el alma colectiva que la enajenación moderna ha
fragmentado.
VII. HACIA UNA CONCIENCIA LIBERADORA Y HUMANISTA
Frente al panorama de alienación, miseria espiritual y
desarraigo humano que domina nuestra época, urge una respuesta ética, educativa
y existencial: la reconstrucción de una conciencia liberadora y humanista. Solo
mediante la recuperación del pensamiento crítico, del amor a la vida y de la
solidaridad auténtica podrá el ser humano superar la enajenación que lo ha
convertido en instrumento del mercado, esclavo de la tecnología y prisionero de
su propio egoísmo.
Karl Marx concebía la liberación humana no como una
utopía abstracta, sino como una transformación consciente de las condiciones
materiales y espirituales de existencia. Su ideal de comunismo no era
simplemente económico, sino profundamente ético y humanista: un sistema en el
cual el hombre pudiera desarrollarse plenamente como ser social, libre y
creador. En palabras suyas: “El hombre se afirma como ser genérico cuando hace
de su vida un objeto de conciencia” (Marx, 1844/1970, p. 60). La liberación,
por tanto, comienza con el conocimiento: con el despertar de la conciencia
sobre la propia condición de alienación.
Esa conciencia —crítica, reflexiva y solidaria— debe ser
el motor de toda transformación social. No basta con comprender el mundo; es
necesario transformarlo, como recordaba Marx (1845/1973). Y esa transformación
empieza por el interior del ser humano, por la reconstrucción de su dignidad,
de su capacidad de amar, de pensar y de actuar con sentido.
Erich Fromm (1955) retomó este legado en su propuesta de
humanismo radical, una filosofía que reivindica al ser humano como fin supremo
de toda organización social. Fromm consideraba que la libertad auténtica no
consiste en la ausencia de restricciones, sino en la capacidad de vivir de
acuerdo con los valores del amor, la razón y la creatividad. “El hombre moderno
cree que es libre —escribía—, pero su libertad no es más que la libertad de
elegir entre mercancías y empleos” (p. 19). Recuperar la libertad interior
implica liberarse del miedo, del conformismo y de la idolatría del consumo. Esa
liberación requiere, además, una educación humanizadora que sustituya la
repetición por el pensamiento, la obediencia por la creatividad y la
competencia por la cooperación. Paulo Freire (1970) enseñaba que la educación
verdadera no consiste en llenar la mente, sino en despertar la conciencia. “La
pedagogía del oprimido —decía— no puede ser una pedagogía para los oprimidos,
sino con los oprimidos” (p. 67). La tarea del educador no es imponer verdades,
sino acompañar al estudiante en el descubrimiento de las suyas, hasta
convertirlo en sujeto de su propio destino.
Una conciencia liberadora también implica un reencuentro
con la naturaleza. La alienación capitalista ha roto el vínculo esencial entre
el hombre y el mundo natural, transformando a la tierra en objeto de
explotación. Recuperar la armonía con el entorno es condición para la
supervivencia de la especie. La ecología, lejos de ser una moda, es hoy una
ética de la existencia. Cuidar la tierra equivale a cuidarnos a nosotros mismos,
porque somos parte de ella.
Pero ninguna liberación será posible sin una revolución
ética. La humanidad necesita recuperar el sentido del bien común, de la
compasión y de la justicia. En un mundo dominado por la codicia, el amor se
vuelve un acto de rebeldía. En una sociedad obsesionada con la apariencia, la
autenticidad es resistencia. En una época de desinformación, pensar críticamente
es un acto revolucionario.
La conciencia liberadora no es una teoría abstracta: es
una práctica cotidiana. Se expresa en el trabajo honesto, en la solidaridad con
los oprimidos, en la valentía de decir la verdad, en la humildad de aprender y
en la capacidad de perdonar. Implica también recuperar la esperanza, entendida
no como ilusión pasiva, sino como fuerza transformadora. Como escribió Freire
(1992), “la esperanza es necesaria, pero no basta con tenerla; hay que encarnarla
en la práctica” (p. 72).
Superar la enajenación, entonces, no depende únicamente
de cambiar las estructuras externas, sino de reconstruir el alma humana. La
revolución más profunda es la que ocurre dentro de cada persona cuando descubre
que su vida tiene sentido más allá del consumo y la competencia. En ese
despertar interior se encuentra la semilla de una nueva civilización: una
civilización fundada en la cooperación, la justicia, la fraternidad y la paz.
El humanismo que necesitamos no es un ideal romántico,
sino una urgencia histórica. Es la afirmación radical de la vida frente a la
lógica de la muerte; de la solidaridad frente al egoísmo; de la verdad frente a
la manipulación. Es el reconocimiento de que cada ser humano, por humilde que
sea, posee una dignidad inviolable que ninguna estructura económica ni
tecnológica puede arrebatarle.
Como diría Fromm (1968), “el hombre tiene dos
posibilidades: crear un mundo de amor o destruirse a sí mismo” (p. 35). La
historia contemporánea parece inclinarse hacia lo segundo, pero aún hay tiempo
para revertir el rumbo. La humanidad solo se salvará si aprende a reencontrarse
con su esencia, si logra poner la vida por encima del capital y la conciencia
por encima de la ambición.
Hacia esa meta se dirige este llamado: volver a ser
humanos en un mundo que ha olvidado lo que eso significa.
CONCLUSIÓN
El recorrido reflexivo de este ensayo ha mostrado que la
enajenación y la deshumanización no son accidentes del destino, sino el
resultado histórico de un sistema económico y cultural que ha subordinado al
ser humano a la lógica del capital. El capitalismo —desde sus orígenes
industriales hasta su fase digital y globalizada— ha perfeccionado las formas
de dominación, transformando la vida, la conciencia y hasta los sueños en
mercancías.
El hombre contemporáneo, despojado de su esencia
creadora, se ha convertido en consumidor de ilusiones. Su tiempo, su
pensamiento y sus emociones están colonizados por un sistema que le enseña a
valorar más el tener que el ser, más la apariencia que la autenticidad. Así, la
alienación se ha vuelto total: económica, cultural, tecnológica, espiritual.
Vivimos en una sociedad donde la libertad se reduce a elegir entre marcas, la
felicidad a consumir, y la dignidad a competir.
Pero esta tragedia no es irreversible. Como lo
sostuvieron Marx y Fromm, el mismo ser humano que ha creado el sistema que lo
oprime posee también la capacidad de transformarlo. La historia no está escrita
de una vez y para siempre: es una obra inacabada que puede reescribirse desde
la conciencia, la solidaridad y el amor. El cambio comienza cuando el hombre
deja de aceptar pasivamente las condiciones que lo esclavizan y decide pensar,
cuestionar y actuar.
La alienación puede vencerse solo mediante un proceso
integral de liberación, que abarque lo económico, lo educativo, lo ético y lo
espiritual. Se trata de rescatar el sentido de lo humano frente a la
deshumanización tecnológica; de recuperar la empatía frente a la indiferencia;
de sustituir la competencia por la cooperación; de devolver a la educación su
misión transformadora; y de comprender que la verdadera riqueza no está en la
acumulación de bienes, sino en la plenitud del ser.
El siglo XXI nos enfrenta a un dilema existencial: o
seguimos caminando hacia una civilización de máquinas sin alma, o nos atrevemos
a reconstruir una humanidad consciente y solidaria. Como escribió Fromm (1955),
“la salvación del hombre no está en su capacidad de producir, sino en su
capacidad de amar” (p. 27). Solo el amor —entendido como afirmación activa de
la vida y respeto por la dignidad ajena— puede reconciliar al ser humano con su
esencia y con la naturaleza.
En consecuencia, el desafío que nos plantea la historia es
eminentemente ético. No se trata de reformar únicamente las estructuras
materiales, sino de transformar la conciencia. La lucha por la justicia debe ir
acompañada de la lucha por la verdad, la sensibilidad y la ternura. Sin un
cambio interior, todo cambio exterior corre el riesgo de reproducir Así, el ser
humano del futuro deberá ser un ser crítico, creador y compasivo, capaz de
resistir la manipulación, de pensar con autonomía y de actuar con amor. Esa es
la verdadera revolución: una revolución de la conciencia.
Si el capitalismo ha reducido al hombre a cosa, a objeto,
a instrumento, el humanismo liberador debe devolverle su rostro, su voz y su
espíritu. No hay destino inevitable mientras exista la posibilidad de pensar,
amar y actuar éticamente. Como enseñó Paulo Freire (1970), “la deshumanización
no es un destino, sino una injusticia que puede y debe ser superada” (p. 45).
Por tanto, la esperanza no es ingenuidad: es resistencia.
Y el pensamiento crítico no es un lujo intelectual: es una necesidad vital. En
medio del ruido de la modernidad, este ensayo invita a redescubrir el silencio
interior donde el ser humano vuelve a encontrarse consigo mismo y con los
demás. Solo desde esa reconciliación será posible construir un mundo más justo,
más libre y verdaderamente humano.
REFLEXIÓN FINAL
Toda época enfrenta su propia batalla espiritual. La
nuestra no se libra únicamente en los campos económicos o tecnológicos, sino en
el territorio invisible de la conciencia. La humanidad, deslumbrada por sus
avances materiales, corre el riesgo de olvidar lo esencial: el sentido de su
existencia, la dignidad de la vida y la responsabilidad de amar.
Hoy más que nunca necesitamos detenernos, mirar hacia
adentro y preguntarnos con honestidad: ¿qué estamos haciendo con nuestra
humanidad? ¿Qué tipo de hombres y mujeres está formando esta sociedad que
idolatra la riqueza, desprecia la verdad y celebra la mediocridad? ¿Qué
significa progresar si ese progreso se construye sobre el vacío espiritual, la
desigualdad y el dolor ajeno?
La verdadera crisis de nuestro tiempo no es económica ni
tecnológica, sino moral y existencial. Hemos aprendido a fabricar máquinas
inteligentes, pero no seres humanos más sabios; hemos conquistado el espacio,
pero hemos perdido la capacidad de habitar nuestro propio corazón. Nos
enorgullecemos de la velocidad y del poder, pero olvidamos la ternura, la
justicia y la compasión.
Cada hombre y cada mujer llevan dentro una chispa de
libertad que ningún sistema puede apagar. Esa chispa es la conciencia: la capacidad
de pensar críticamente, de sentir con profundidad y de actuar con justicia.
Despertarla es la tarea más urgente de nuestro tiempo. Ninguna revolución
económica ni tecnológica tendrá sentido si no comienza en la mente y en el alma
de los seres humanos.
La educación —entendida como un proceso de humanización
permanente— debe volver a ser el espacio donde esa chispa se avive. Educar no
es domesticar, sino liberar; no es llenar cabezas, sino despertar conciencias.
Como enseñaba Paulo Freire, enseñar es un acto de amor y de valentía, porque
quien educa para la libertad desafía al poder que se nutre de la ignorancia.
El futuro no se construirá con más máquinas, sino con más
conciencia. Con hombres y mujeres que aprendan a pensar por sí mismos, a
trabajar con dignidad, a amar sin miedo y a cuidar la vida en todas sus formas.
Ese es el sentido profundo del humanismo que defendieron Marx, Fromm y Freire:
devolverle al hombre la capacidad de ser plenamente humano.
No se trata de negar los avances de la modernidad, sino
de iluminarlos con la luz de la ética. La ciencia, la tecnología y la economía
pueden ser instrumentos maravillosos si están al servicio del bien común; pero
sin dirección moral, se convierten en fuerzas destructivas. Por eso, el mayor
desafío del siglo XXI no es inventar más cosas, sino reaprender a ser humanos.
Cada uno de nosotros puede iniciar esa transformación
desde lo cotidiano: en la manera de mirar al otro, de escuchar, de servir, de
enseñar y de amar. La revolución más grande no vendrá de los palacios ni de los
parlamentos, sino del despertar silencioso de millones de conciencias que
decidan vivir con dignidad, pensar con libertad y actuar con compasión.
La historia aún no está escrita. El ser humano puede
elegir entre seguir siendo instrumento del capital o convertirse en artesano de
su propio destino. En esa elección se juega el sentido de nuestra época y el
porvenir de la humanidad.
Como diría Erich Fromm (1955), “el hombre puede elegir
entre crear un mundo de amor o destruirse a sí mismo”. Y esa elección comienza
hoy, en cada gesto, en cada pensamiento, en cada decisión. La salvación no
vendrá de los poderosos ni de los algoritmos, sino del corazón lúcido de
quienes todavía creen en la dignidad de lo humano.
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SAN SALVADOR, 30 DE OCTUBRE DE 2025
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