EDUCAR PARA GOBERNARSE: EL VERDADERO PROPÓSITO DE LA EDUCACIÓN HUMANA
POR: MSc. JOSÈ
ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN
En pleno siglo XXI, hablar de educación sigue siendo uno
de los temas más debatidos, idealizados y, al mismo tiempo, más tergiversados
por las políticas públicas, los medios de comunicación y las instituciones
educativas. A diario se escucha que la educación es la base del desarrollo, que
debemos formar buenos ingenieros, abogados, economistas, médicos o docentes, y
que el progreso de una nación depende de su sistema educativo. Sin embargo,
esta visión reduccionista de la educación como instrumento para el crecimiento
económico ha vaciado su esencia humana, convirtiéndola en una maquinaria de
producción de títulos y competencias técnicas, pero no de conciencia, ética ni
sabiduría.
La educación, en su sentido más profundo, no debería
limitarse a preparar individuos para el mercado laboral, sino a formar seres
humanos capaces de gobernarse a sí mismos, dominar sus pasiones,
orientar sus pensamientos, decidir con libertad y responsabilidad, y construir
relaciones sociales más justas y solidarias. Enseñar a gobernar una nación sin
antes enseñar a gobernarse internamente es, en palabras sencillas, formar
políticos sin ética, profesionales sin conciencia y ciudadanos sin rumbo.
El filósofo griego Sócrates, hace más de dos mil años, ya
advertía que el autoconocimiento es la clave del buen gobierno personal y
social. Su célebre frase “Conócete a ti mismo” (Platón, Apología de
Sócrates, 399 a.C.) no era una invitación al egoísmo, sino a la reflexión
profunda sobre los límites, virtudes y debilidades humanas. Gobernarse a uno
mismo implica educar la mente y el corazón, disciplinar los impulsos, cultivar
la empatía y reconocer que la verdadera libertad nace del dominio interior, no
del poder sobre los demás.
En la actualidad, la educación moderna parece haber
olvidado esta enseñanza milenaria. Los programas académicos priorizan la
información sobre la formación, los resultados medibles sobre el crecimiento personal,
y el rendimiento económico sobre la sabiduría moral. Según Edgar Morin (1999),
la educación debe “enseñar la condición humana” y “preparar para enfrentar la
incertidumbre”, pero el sistema actual sigue formando técnicos especializados
que saben mucho de cosas pequeñas y casi nada de sí mismos.
Educar para gobernarse no significa negar la importancia
del conocimiento científico o tecnológico, sino reintegrar lo humano, lo
ético y lo espiritual al proceso educativo. En una sociedad fragmentada por
el egoísmo, la competencia y la corrupción, urge un modelo educativo que
despierte la conciencia y transforme la mente. Paulo Freire (1970) sostenía que
“nadie educa a nadie, nadie se educa solo, los hombres se educan entre sí
mediatizados por el mundo”. Esto implica que la educación no puede ser una
simple transmisión de contenidos, sino una praxis liberadora que nos permita
pensar, sentir y actuar en coherencia con nuestros valores.
El verdadero desafío de la educación contemporánea no
está en la tecnología, ni en la infraestructura, ni siquiera en la cantidad de
maestros o escuelas; está en su propósito esencial. Mientras sigamos
confundiendo educar con instruir, seguiremos formando individuos que saben
hacer, pero no saben ser. Educar para gobernarse significa enseñar a pensar
antes de actuar, a sentir antes de juzgar y a decidir antes de obedecer. Es, en
última instancia, un proceso de autoconstrucción ética y emocional que
convierte al ser humano en un ciudadano consciente, libre y responsable.
Solo cuando cada persona logre gobernar sus pensamientos,
emociones y deseos, podremos hablar de una verdadera educación de calidad. Una
educación que no forme súbditos ni burócratas del conocimiento, sino seres
humanos plenos, capaces de gobernarse y, solo entonces, de contribuir al
gobierno justo de su comunidad. En palabras de Immanuel Kant (1784), la
educación debe sacar al ser humano de su “minoría de edad”, enseñándole a usar
su razón sin la tutela de otros. Ese es el gran desafío pendiente: educar no
para el poder, sino para la sabiduría; no para dominar, sino para dominarse.
I. EL MODELO
EDUCATIVO ACTUAL Y SU DESCONEXIÓN CON LA REALIDAD HUMANA
Durante décadas, los sistemas educativos del mundo
—especialmente en América Latina— han estado dominados por modelos heredados
del siglo XIX, diseñados para responder a las necesidades de la
industrialización y no a las del ser humano integral. La educación fue
concebida, en aquel contexto, como una herramienta para producir mano de obra
calificada, disciplinada y obediente; una estructura jerárquica que formaba
súbditos del sistema, no ciudadanos libres ni pensadores críticos. Como
advierte Morin (1999), “el conocimiento parcelado y especializado ha generado
una ceguera generalizadora” (p. 45). Esto significa que los sistemas educativos
actuales siguen formando técnicos hábiles, pero no seres humanos reflexivos,
capaces de comprender la totalidad de la vida.
En el caso de El Salvador y muchos países de la región,
el modelo educativo vigente continúa atrapado en una lógica instrumental. Se
enseña para aprobar exámenes, obtener títulos y conseguir empleo, pero no para
comprender el sentido de la existencia ni para construir una vida ética y
consciente.
Las escuelas y universidades, en su mayoría, reproducen
contenidos desvinculados de la realidad social, económica y espiritual del
individuo. Como señala Freire (1970), la educación bancaria “transforma a los
estudiantes en recipientes vacíos que deben ser llenados por el profesor”, en
lugar de promover el diálogo y la reflexión crítica.
El problema no radica solamente en los planes de estudio,
sino en la concepción misma del ser humano que subyace en el sistema educativo.
Se forma para la competencia y no para la cooperación; para el éxito individual
y no para el bienestar colectivo. La sociedad global ha reducido la educación a
un instrumento económico y político, dejando de lado su verdadera naturaleza: la
formación del carácter, la conciencia y la autodisciplina. Los jóvenes son
educados para obedecer órdenes, repetir fórmulas y alcanzar metas impuestas,
pero rara vez para cuestionar, crear o autogobernarse.
En ese sentido, la educación actual padece una profunda desconexión
ontológica: ha perdido el vínculo con la esencia del ser humano. Los
valores fundamentales —como la empatía, la solidaridad, la humildad, la
justicia y el amor al prójimo— han sido desplazados por el culto a la
productividad, el consumismo y la competencia desmedida. Como bien reflexiona
Fromm (1956), el ser humano moderno ha pasado “de ser a tener”, y esta misma
lógica se ha infiltrado en la escuela: los estudiantes ya no buscan aprender
para ser mejores personas, sino para poseer un título o un salario más alto.
Las consecuencias de esta desconexión son alarmantes.
Crecen los índices de violencia, corrupción, depresión y pérdida de sentido
vital, precisamente porque la educación ha dejado de enseñar el arte de vivir.
La UNESCO (2015) ha advertido que, sin una educación centrada en el ser humano,
no habrá desarrollo sostenible ni sociedades en paz. Y es que, como señala
Bunge (2006),
“la ignorancia
ética y la ausencia de pensamiento crítico son las raíces de los males
sociales”.
Por ello, no basta con reformar currículos o modernizar
las aulas. La verdadera transformación educativa requiere una revolución interior
que coloque al ser humano —no a la economía ni al Estado— en el centro del
proceso. Educar no es instruir, ni
llenar de datos, ni entrenar en habilidades laborales; educar es acompañar el
desarrollo de la conciencia, guiar hacia la autodeterminación y promover el
equilibrio entre razón, emoción y ética.
Mientras el sistema educativo continúe midiendo el éxito
por los resultados económicos o tecnológicos, seguiremos formando generaciones
con grandes conocimientos y poca sabiduría. Educar para gobernarse, como
propone esta reflexión, exige una ruptura con ese paradigma mecánico y
utilitarista. Implica devolverle a la educación su dimensión humanista y
transformadora, donde el aprendizaje no sea un medio para dominar el mundo,
sino para conocerse y mejorarse a sí mismo.
Uno de los grandes errores del modelo educativo
contemporáneo consiste en haber reducido al ser humano a un simple medio para
el crecimiento económico.
Las políticas educativas, los programas de estudio y los
discursos oficiales giran en torno a la productividad, la competitividad y la
empleabilidad, como si la finalidad de la educación fuera alimentar el
engranaje del mercado y no formar personas íntegras, libres y responsables. Se
ha olvidado que la educación debe servir al ser humano, y no el ser humano a
la educación ni a la economía.
Esta instrumentalización del conocimiento ha convertido
la escuela y la universidad en fábricas de profesionales que dominan técnicas
pero carecen de principios. Como señala Martha Nussbaum (2010), “las democracias
del mundo están educando a una generación de máquinas útiles en lugar de
ciudadanos pensantes y sensibles” (p. 7). En esta afirmación se encierra una
crítica profunda: el sistema educativo, al priorizar la utilidad sobre la
virtud, está produciendo seres funcionales al sistema, pero vacíos en su
interior.
La educación debería ser el espacio donde se cultiva la conciencia
moral, donde los estudiantes aprenden a distinguir el bien del mal, la
verdad de la mentira, la justicia de la injusticia. Sin embargo, hoy se enseña
más sobre cómo competir que sobre cómo convivir; más sobre cómo ganar que sobre
cómo compartir. La ética se ha convertido en una asignatura marginal, cuando en
realidad debería ser el corazón de todo proceso educativo.
Immanuel Kant (1785), en su Fundamentación de la
metafísica de las costumbres, sostenía que el ser humano debe ser tratado
siempre como un fin en sí mismo y nunca como un medio para otro fin. Esta
afirmación resume el principio moral que debería orientar toda educación:
formar personas que actúen por deber, por convicción interna, y no por
imposición o conveniencia. Educar sin ética es formar instrumentos sin alma,
individuos que saben hacer, pero no saben por qué ni para qué.
En muchas universidades se presume de excelencia
académica porque sus egresados consiguen buenos puestos laborales, pero raras
veces se evalúa si esos mismos profesionales actúan con honestidad, compasión o
sentido de justicia. La calidad educativa no puede medirse únicamente por
indicadores cuantitativos; debe medirse también por la calidad moral y
humana de sus egresados. Una sociedad que forma economistas sin conciencia,
abogados sin ética, médicos sin vocación o maestros sin empatía está condenada
al fracaso moral, aunque aparente prosperidad material.
El filósofo español José Antonio Marina (2009) afirma que
“la educación es el proceso por el cual la inteligencia se hace ética” (p. 33).
Sin ese paso, el conocimiento se convierte en un arma peligrosa, porque una
mente brillante sin conciencia puede ser la más destructiva. De nada sirve
enseñar ciencias, leyes o tecnologías si no se enseña al mismo tiempo el valor
de la vida, la dignidad del otro y la responsabilidad social.
La historia reciente ofrece ejemplos claros de cómo la
falta de educación ética ha llevado al mundo a crisis profundas: corrupción,
desigualdad, guerras, manipulación mediática, deterioro ambiental. Estos
problemas no nacen por falta de conocimiento técnico, sino por falta de gobierno
interior, de límites morales y de respeto por la humanidad. Si la educación
no recupera su dimensión ética, seguirá siendo cómplice de un sistema que
produce seres informados, pero deshumanizados.
Por ello, es urgente volver al principio fundamental: la
educación debe formar personas, no engranajes del sistema económico. El ser
humano es fin, no medio. La ética debe ser el centro de todo aprendizaje, pues
sin ella, la inteligencia se convierte en astucia y la ciencia en instrumento
de dominación. Solo una educación que humaniza puede formar individuos capaces
de gobernarse a sí mismos, respetar al otro y construir una sociedad más justa.
III. EDUCAR
PARA GOBERNARSE: LA BASE DE LA LIBERTAD Y LA DIGNIDAD
Hablar de educación para gobernarse es hablar del núcleo
mismo de la libertad y de la dignidad humana. Educar para gobernarse significa
enseñar a cada persona a pensar con autonomía, a controlar sus impulsos, a
reflexionar antes de actuar, y a asumir las consecuencias de sus decisiones.
Implica formar seres humanos conscientes de sí mismos, capaces de dirigir su
vida con equilibrio y sentido moral. En otras palabras, la educación
auténtica no busca domesticar, sino liberar.
El filósofo griego Platón (siglo IV a. C.) afirmaba que
el verdadero gobernante debía ser aquel que primero se ha gobernado a sí mismo,
porque quien no domina su interior no puede gobernar con justicia el exterior.
Esta idea, profundamente humanista, continúa vigente en el siglo XXI, donde la
mayoría de las crisis políticas y sociales son consecuencia de individuos que
buscan dominar a otros sin haberse conquistado a sí mismos. Gobernarse es, por
tanto, el primer acto de poder ético que puede ejercer el ser humano.
El educador brasileño Paulo Freire (1970) reforzaba esta
visión al señalar que “la educación verdadera es praxis, reflexión y acción del
hombre sobre el mundo para transformarlo” (p. 68). Pero esa transformación solo
es posible si el individuo se transforma primero a sí mismo. La autogobernanza
personal —basada en la disciplina, la conciencia y la ética— es el punto de
partida para toda transformación social duradera. Un pueblo formado en la
autocrítica y la autorregulación será, inevitablemente, un pueblo más libre y
menos manipulable.
Gobernarse no significa reprimir los deseos o eliminar
las emociones, sino armonizarlas con la razón y los valores. Aristóteles
(2001) ya lo enseñaba en su Ética a Nicómaco, al afirmar que la virtud
consiste en encontrar el justo medio entre los extremos. Esa educación del carácter
—que enseña a dominar la ira, la ambición o la pereza— es la que construye
ciudadanos con temple moral. No basta con enseñar conocimientos; hay que
enseñar a usar la razón como brújula interior.
En la actualidad, los jóvenes crecen en un entorno saturado
de estímulos, redes sociales, consumismo y falsas necesidades. El ruido
exterior ahoga la voz interior. Por eso, educar para gobernarse implica también
recuperar el silencio, la reflexión y el diálogo consigo mismo. Viktor Frankl
(1946), sobreviviente del Holocausto, escribió que “el hombre puede arrebatarle
todo al ser humano, salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la
elección de la actitud personal ante las circunstancias” (p. 87). Esa es la
esencia del autogobierno: la capacidad de decidir, incluso en medio del
sufrimiento o la adversidad, cómo responder ante la vida.
Educar para gobernarse significa enseñar a los niños y
jóvenes que la libertad no es hacer lo que se quiere, sino querer lo que es
correcto. Una persona verdaderamente libre no es aquella que actúa sin
límites, sino aquella que se domina a sí misma con sabiduría y compasión. Esta
educación del autocontrol, de la conciencia crítica y del equilibrio emocional
debería ser la prioridad de todos los sistemas educativos, porque sin ella,
toda otra enseñanza carece de fundamento.
La autogobernanza personal es, además, la base de la
dignidad. Solo quien se conoce, se respeta y se dirige a sí mismo puede
respetar a los demás. Cuando el ser humano logra dominar sus pensamientos y emociones,
deja de ser esclavo de las circunstancias. En ese momento, la educación cumple
su propósito más elevado: hacer del individuo un ser libre, digno y
moralmente fuerte.
Por ello, el ideal educativo no debería ser el de
producir líderes políticos, empresarios o tecnócratas, sino seres humanos
autónomos y éticos, capaces de gobernarse interiormente y de orientar sus
actos hacia el bien común. El día en que logremos que la educación despierte la
conciencia antes que la ambición, habremos iniciado la verdadera revolución
cultural que necesita nuestra sociedad.
IV. LA
AUTOGOBERNANZA INTERIOR FRENTE AL CAOS SOCIAL
Vivimos en una época marcada por el desorden exterior,
pero ese caos colectivo no es más que el reflejo del desorden interior del
ser humano. La violencia, la corrupción, la desigualdad, el fanatismo
político o religioso y la destrucción del medio ambiente no son fenómenos
aislados: son la manifestación visible de mentes y corazones que han perdido el
gobierno de sí mismos. Cuando el individuo no sabe dominar su ambición, su ira
o su egoísmo, la sociedad entera se convierte en un campo de batalla.
La educación, al haber olvidado su misión de formar
conciencia, ha contribuido a este caos. Las escuelas enseñan a manejar
máquinas, pero no emociones; a calcular intereses, pero no a cultivar empatía;
a competir, pero no a cooperar.
De ahí surgen generaciones incapaces de ejercer
autocontrol, adictas a la inmediatez y al reconocimiento externo. Como señala
Erich Fromm (1955), “la libertad moderna se ha convertido en una carga
insoportable porque el hombre, liberado de los lazos externos, no ha aprendido
a gobernarse internamente” (p. 31).
La falta de autogobernanza interior ha producido
sociedades dominadas por el miedo, la frustración y la desconfianza. El
individuo que no se conoce ni se domina busca llenar su vacío con poder,
consumo o violencia. Así surgen los políticos corruptos, los empresarios sin
escrúpulos, los ciudadanos indiferentes y los jóvenes desorientados. Todos
ellos son producto de un modelo educativo que privilegia la apariencia sobre la
esencia, la información sobre la sabiduría, el tener sobre el ser.
No es casual que las sociedades con mayores índices de
corrupción o desigualdad sean aquellas donde la educación carece de profundidad
ética. El autogobierno personal es la base del orden social. Como afirmaba
Mahatma Gandhi (1931), “no hay paz sin autodominio; la verdadera victoria es la
que uno obtiene sobre sí mismo”. Educar para la autogobernanza no es, entonces,
una utopía espiritual, sino una necesidad política y social.
En el ámbito político, la ausencia de autogobierno ha
dado lugar a líderes impulsivos, guiados por el ego y no por la razón.
Gobiernos enteros se derrumban cuando quienes los dirigen no saben controlar su
ambición o su soberbia. El poder, sin dominio interior, se transforma en
tiranía. Y lo mismo ocurre en los espacios cotidianos: en la familia, la
escuela o el trabajo. El descontrol emocional de una persona puede destruir
comunidades enteras. Por eso, la educación que enseña a gobernarse es la
mejor política preventiva.
Albert Einstein (1950) advertía que “los problemas que
hemos creado con nuestro pensamiento no pueden resolverse con el mismo nivel de
pensamiento que los originó”. Esto significa que ninguna reforma económica o
tecnológica podrá salvar a la humanidad si antes no se produce una revolución
interior. Solo el ser humano que se gobierna a sí mismo puede construir
instituciones justas, leyes éticas y relaciones humanas equilibradas.
Educar para la autogobernanza es, en esencia, educar para
la paz. No se trata de imponer valores moralistas, sino de despertar la conciencia
del bien, la capacidad de discernir y la empatía hacia los demás. Las naciones
no cambiarán mientras sus ciudadanos no cambien por dentro. Como afirmaba
Viktor Frankl (1946), “cuando no somos capaces de cambiar una situación, nos
enfrentamos al desafío de cambiarnos a nosotros mismos” (p. 112). Esa es la
educación que el mundo necesita: una educación transformadora que sustituya el
caos por equilibrio, y la ceguera moral por lucidez interior.
En consecuencia, la escuela y la universidad deben convertirse
en espacios de entrenamiento ético y emocional, no solo intelectual.
Enseñar a los estudiantes a pensar críticamente es importante, pero enseñarles
a gobernar sus pensamientos, emociones y actos es vital. Sin ese equilibrio
interior, toda sociedad estará condenada a repetir sus errores. La
autogobernanza personal es, por tanto, la condición previa de todo orden social
sostenible y de toda democracia verdadera.
V. LA
TRANSFORMACIÓN DEL PENSAMIENTO COMO OBJETIVO SUPREMO DE LA EDUCACIÓN
La verdadera finalidad de la educación no es la
transmisión de conocimientos, sino la transformación del pensamiento.
Solo cuando el ser humano aprende a pensar de manera crítica, libre y
consciente, se convierte en un ser verdaderamente educado. En ese sentido,
educar no es llenar la mente, sino iluminar la conciencia. La educación
auténtica debería ayudarnos a pasar del pensamiento superficial al pensamiento
profundo; de la simple información a la comprensión; del egoísmo individual al
sentido ético de comunidad.
El pensamiento es el punto de partida de toda acción
humana. Por eso, un pensamiento confundido genera sociedades desordenadas,
mientras que un pensamiento claro y ético produce civilizaciones más humanas.
Karel Kosík (1963), en Dialéctica de lo concreto, explica que el
conocimiento verdadero no consiste en repetir lo que se ve, sino en penetrar
en la esencia de las cosas, ir más allá de la apariencia, descubrir lo que
está oculto bajo la superficie de lo cotidiano. Esa es también la tarea de la
educación: enseñar a ver lo invisible, a pensar lo impensado, a cuestionar lo
establecido.
Sin embargo, la educación contemporánea ha renunciado a
esa tarea filosófica. Los sistemas educativos se han convertido en máquinas
reproductoras de pensamiento uniforme, donde se premia la memorización y se
castiga la duda. Se enseña a obedecer, no a discernir; a consumir información,
no a crear ideas. Como advierte Morin (1999), “el pensamiento que separa y
fragmenta impide comprender lo complejo y lo global” (p. 17). El resultado es
un ser humano dividido, incapaz de integrar razón, emoción y acción.
Transformar el pensamiento implica educar en tres
dimensiones inseparables: la autocrítica, la empatía y la ética. La
autocrítica permite reconocer los propios errores y limitaciones; la empatía
abre el pensamiento hacia los demás; y la ética da dirección moral a la
inteligencia. Sin estas tres cualidades, el conocimiento se convierte en
arrogancia o manipulación.
El filósofo español José Ortega y Gasset (1930) afirmaba
que “la claridad es la cortesía del filósofo”, lo cual puede aplicarse a todo
educador. Pensar bien no significa usar palabras difíciles, sino comprender
profundamente y expresar con sencillez. La educación debería formar mentes
capaces de entender la complejidad del mundo sin perder la capacidad de asombro
ni la sensibilidad humana.
Además, la transformación del pensamiento exige el
cultivo de la voluntad y la disciplina. No basta con enseñar a
reflexionar; es necesario enseñar a perseverar en la búsqueda de la verdad. El
pensamiento crítico no surge por casualidad, sino por un ejercicio constante de
atención, silencio interior y apertura al aprendizaje. El gran reto educativo
es formar personas que no solo piensen, sino que piensen bien y actúen mejor.
Por ello, el objetivo supremo de la educación debe ser formar
una mente lúcida y un corazón despierto. Solo quien ha transformado su
manera de pensar puede transformar su manera de vivir. La educación que no
modifica la mente solo produce eruditos vacíos o técnicos sin alma. En cambio,
la educación que despierta la conciencia engendra seres humanos capaces de
crear una sociedad más justa, solidaria y pacífica.
El pensamiento transformado es el germen del autogobierno
y la base de toda evolución moral. Educar para pensar es educar para
gobernarse, porque quien domina su mente domina su destino. Como afirmaba
Albert Einstein (1951), “la mente que se abre a una nueva idea jamás volverá a
su tamaño original”. Esa es la grandeza de la educación: expandir la mente y
ennoblecer el espíritu.
VI. LA
EDUCACIÓN INTEGRAL: RAZÓN, EMOCIÓN Y CONCIENCIA
Si la educación aspira a formar seres humanos completos,
debe integrar tres dimensiones inseparables del ser: la razón, la emoción y
la conciencia. El predominio exclusivo de la razón —característico del
modelo educativo moderno— ha producido generaciones de individuos racionalmente
competentes, pero emocionalmente analfabetos y espiritualmente vacíos. El
equilibrio entre pensar, sentir y actuar constituye el fundamento de una
verdadera educación integral.
Durante siglos, la escuela occidental privilegió el
intelecto por encima del corazón. Se enseñó a calcular, analizar y memorizar,
pero no a comprender los propios sentimientos ni a reconocer los de los
demás. El resultado es una humanidad hipertecnológica, pero deshumanizada,
que ha perdido la capacidad de compasión. Daniel Goleman (1995), en su obra Inteligencia
emocional, sostiene que el éxito personal y social depende más de la
autoconciencia, la autorregulación y la empatía que del coeficiente
intelectual. En ese sentido, una educación que ignora las emociones forma
individuos incompletos, incapaces de relacionarse de manera saludable consigo
mismos y con los demás.
La educación integral debe, por tanto, enseñar a pensar
con lógica, pero también a sentir con profundidad. La emoción no es
enemiga de la razón, sino su aliada. Aristóteles ya lo expresaba en la Ética
a Nicómaco cuando afirmaba que “educar la mente sin educar el corazón no es
educación en absoluto”. El corazón —símbolo de la sensibilidad moral— orienta
la razón hacia el bien común. De nada sirve formar científicos brillantes si
carecen de sensibilidad ante el dolor ajeno; ni políticos ilustrados si no
sienten compasión por el pueblo que gobiernan.
La tercera dimensión de la educación integral es la conciencia,
entendida como la capacidad de distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo
justo de lo injusto. La conciencia no se enseña con discursos, sino con ejemplo
y reflexión. Cuando el docente actúa con coherencia ética, transmite más que
conceptos: transmite humanidad. Como señalaba Viktor Frankl (1946), la
educación debe dirigirse “al sentido de la responsabilidad personal, porque
solo quien se siente responsable es verdaderamente libre” (p. 110).
Integrar razón, emoción y conciencia en el aula implica
replantear la pedagogía tradicional. Los espacios educativos deben convertirse
en laboratorios de humanidad, donde los estudiantes aprendan a pensar
críticamente, a sentir empáticamente y a actuar éticamente. Las asignaturas no
deberían estar separadas por muros conceptuales; todas deben dialogar entre sí
para mostrar la complejidad del mundo y del propio ser humano.
Asimismo, los docentes deben asumir un nuevo rol: el de guías
del autoconocimiento, más que transmisores de información. Su tarea no es
solo enseñar contenidos, sino inspirar transformaciones. Como afirma Edgar
Morin (2001), “enseñar la comprensión es condición y garantía de la solidaridad
intelectual y moral de la humanidad” (p. 91). Esto significa que la educación
integral no es una utopía, sino una urgencia ética ante un mundo fragmentado y
emocionalmente enfermo.
Una educación que equilibra razón, emoción y conciencia
prepara a los individuos no solo para sobrevivir, sino para vivir con
sentido, para convivir y contribuir a la paz social. El autogobierno
personal, que constituye el eje de este ensayo, solo es posible cuando esas
tres dimensiones se armonizan. La razón sin emoción se vuelve fría; la emoción
sin conciencia se vuelve ciega; y la conciencia sin conocimiento se vuelve
dogmática. La integración de las tres es la verdadera sabiduría.
CONCLUSIÓN
A lo largo de la historia, la humanidad ha depositado en
la educación la esperanza de construir un mundo mejor. Sin embargo, el modelo
educativo que impera en la actualidad parece haberse extraviado en su propósito
esencial. En lugar de formar seres humanos conscientes, libres y responsables,
ha terminado produciendo individuos fragmentados, atrapados entre la
competencia, la apariencia y el éxito material. Se ha confundido instruir con
educar, saber con pensar, y gobernar con gobernarse.
Este ensayo ha planteado una idea fundamental: la
educación de calidad no consiste en enseñar a gobernar naciones, sino en
enseñar a gobernarse a uno mismo. Solo quien ha aprendido a dominar su
mente, sus emociones y sus actos puede aspirar a dirigir con justicia una
familia, una empresa o un país. La autogobernanza es la base de la ética, de la
libertad y de la verdadera dignidad humana.
La educación auténtica, aquella que transforma el
pensamiento y eleva la conciencia, debe orientarse hacia la formación integral
del ser. No se trata de fabricar profesionales útiles al mercado, sino de
cultivar personas sabias, compasivas y coherentes. Como señala Paulo Freire
(1970), “la educación no cambia el mundo; cambia a las personas que van a
cambiar el mundo” (p. 82). Por tanto, toda transformación social profunda
empieza por el interior del individuo.
El modelo educativo actual necesita una revolución
humanista: un retorno al ser. Debemos pasar del aula como fábrica de títulos al
aula como espacio de autoconocimiento y reflexión ética. Cada materia, cada
lección, cada experiencia de aprendizaje debe contribuir a despertar en el
estudiante la pregunta fundamental: ¿Quién soy y cómo puedo mejorarme?
Solo así la educación recobrará su sentido moral y su poder transformador.
Gobernarse a sí mismo implica reconocer los propios
límites, aceptar los errores, cultivar la paciencia y actuar con rectitud,
incluso cuando nadie nos observa. Es aprender a dirigir la vida con equilibrio,
sin depender del aplauso ni del poder. En palabras de Epicteto (siglo I d. C.),
“nadie es libre si no es dueño de sí mismo”. Esa libertad interior es la que
debería perseguir todo sistema educativo que aspire a formar seres humanos
verdaderamente libres.
Por otra parte, educar para gobernarse no significa negar
el conocimiento científico o técnico, sino humanizarlo. La ciencia sin
ética puede destruir, pero la ciencia guiada por la conciencia puede redimir.
La educación del futuro —como propone Morin (1999)— debe integrar los saberes
fragmentados en una comprensión global de la condición humana, que reconcilie
razón, emoción y valores.
En síntesis, una educación que enseñe a gobernarse
producirá ciudadanos conscientes, líderes honestos, científicos responsables,
docentes comprometidos y comunidades solidarias.
Solo así podremos afirmar que hemos alcanzado una educación
de calidad, no por sus cifras ni por sus rankings, sino por la calidad
humana de sus egresados.
Educar para gobernarse es, en definitiva, el más alto
acto de libertad. Es enseñar al ser humano a ser dueño de su pensamiento,
arquitecto de su destino y guardián de su dignidad. Cuando logremos que la
escuela y la universidad abracen esta misión, la educación dejará de ser un
mecanismo de control y se convertirá en un camino de emancipación. Y entonces,
como humanidad, podremos decir que realmente hemos aprendido a vivir.
REFLEXIÓN
FINAL
Educar para gobernarse no es un ideal lejano ni una
utopía romántica; es una necesidad urgente en un mundo que ha perdido el rumbo.
Hemos avanzado en ciencia, tecnología y comunicación, pero retrocedido en
humanidad, empatía y sensatez. Los logros materiales se multiplican, mientras
el vacío interior se agranda. Y es precisamente ahí donde la educación debe
intervenir: no solo para enseñar a saber, sino para enseñar a ser.
La verdadera educación no se mide por títulos ni por
diplomas, sino por la capacidad del ser humano de enfrentarse a la vida con
serenidad, juicio y bondad. Educar para gobernarse significa devolverle al
hombre su centro, su equilibrio y su sentido moral. Es enseñar que el dominio
de sí mismo vale más que el dominio de los demás; que la mayor victoria no se
libra en las calles ni en los parlamentos, sino en el interior del corazón.
Cada persona que aprende a gobernarse se convierte en una
luz en medio del caos, en un ejemplo silencioso de coherencia y de esperanza.
Cuando una sociedad cultiva ciudadanos conscientes, no necesita tantas leyes ni
castigos, porque la justicia nace desde dentro. En palabras de Confucio (siglo
VI a. C.), “gobernar un país bien ordenado es como cocinar un pequeño pescado:
no se debe manipular demasiado”. Ese orden exterior solo puede nacer del orden
interior de sus individuos.
Educar para gobernarse es, por tanto, un acto de
emancipación espiritual. Es enseñar a pensar con libertad, a sentir con
compasión y a actuar con responsabilidad. Es invitar al estudiante a conocerse,
a aceptarse y a transformarse, porque solo quien se transforma a sí mismo puede
transformar su entorno. Viktor Frankl (1946) decía que “quien tiene un porqué
para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. La educación debe ayudar a cada
ser humano a descubrir ese “porqué”, su propósito, su misión en la existencia.
El reto de nuestra época no es tecnológico ni económico,
sino ético. Hemos construido máquinas inteligentes, pero seguimos siendo
emocionalmente inmaduros. Hemos aprendido a conquistar el espacio exterior,
pero no el espacio interior. Educar para gobernarse es abrir esa nueva
frontera: la conquista del yo, el dominio del pensamiento, de la palabra
y de la acción.
La educación que necesitamos no es aquella que forma
obedientes ni ambiciosos, sino seres humanos íntegros, conscientes de su poder
y de su fragilidad. Cuando logremos que un niño aprenda a reconocer sus
emociones, a pensar con claridad y a actuar con rectitud, habremos ganado más
que mil reformas educativas. Porque de nada sirve enseñar a un hombre a
gobernar el mundo si no sabe gobernarse a sí mismo.
Como escribió Mahatma Gandhi (1931), “si quieres cambiar
el mundo, empieza por cambiarte a ti mismo”. Esa frase encierra el núcleo de
todo sistema educativo verdaderamente humano. La educación que transforma
comienza en el alma, se manifiesta en el pensamiento y florece en la conducta.
El futuro de la humanidad no dependerá de la cantidad de
conocimientos que acumulen las nuevas generaciones, sino de la sabiduría con
que aprendan a usarlos. Gobernarse es el arte de vivir con conciencia, y
educar para ello es el mayor acto de amor que puede ofrecer una sociedad a sus
hijos.
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS
1.
Aristóteles.
(2001). Ética a Nicómaco. Editorial Gredos.
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SAN SALVADOR, 29 DE OCTUBRE DE 2025
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