miércoles, 29 de octubre de 2025

 


EDUCAR PARA GOBERNARSE: EL VERDADERO PROPÓSITO DE LA EDUCACIÓN HUMANA

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

En pleno siglo XXI, hablar de educación sigue siendo uno de los temas más debatidos, idealizados y, al mismo tiempo, más tergiversados por las políticas públicas, los medios de comunicación y las instituciones educativas. A diario se escucha que la educación es la base del desarrollo, que debemos formar buenos ingenieros, abogados, economistas, médicos o docentes, y que el progreso de una nación depende de su sistema educativo. Sin embargo, esta visión reduccionista de la educación como instrumento para el crecimiento económico ha vaciado su esencia humana, convirtiéndola en una maquinaria de producción de títulos y competencias técnicas, pero no de conciencia, ética ni sabiduría.

La educación, en su sentido más profundo, no debería limitarse a preparar individuos para el mercado laboral, sino a formar seres humanos capaces de gobernarse a sí mismos, dominar sus pasiones, orientar sus pensamientos, decidir con libertad y responsabilidad, y construir relaciones sociales más justas y solidarias. Enseñar a gobernar una nación sin antes enseñar a gobernarse internamente es, en palabras sencillas, formar políticos sin ética, profesionales sin conciencia y ciudadanos sin rumbo.

El filósofo griego Sócrates, hace más de dos mil años, ya advertía que el autoconocimiento es la clave del buen gobierno personal y social. Su célebre frase “Conócete a ti mismo” (Platón, Apología de Sócrates, 399 a.C.) no era una invitación al egoísmo, sino a la reflexión profunda sobre los límites, virtudes y debilidades humanas. Gobernarse a uno mismo implica educar la mente y el corazón, disciplinar los impulsos, cultivar la empatía y reconocer que la verdadera libertad nace del dominio interior, no del poder sobre los demás.

En la actualidad, la educación moderna parece haber olvidado esta enseñanza milenaria. Los programas académicos priorizan la información sobre la formación, los resultados medibles sobre el crecimiento personal, y el rendimiento económico sobre la sabiduría moral. Según Edgar Morin (1999), la educación debe “enseñar la condición humana” y “preparar para enfrentar la incertidumbre”, pero el sistema actual sigue formando técnicos especializados que saben mucho de cosas pequeñas y casi nada de sí mismos.

Educar para gobernarse no significa negar la importancia del conocimiento científico o tecnológico, sino reintegrar lo humano, lo ético y lo espiritual al proceso educativo. En una sociedad fragmentada por el egoísmo, la competencia y la corrupción, urge un modelo educativo que despierte la conciencia y transforme la mente. Paulo Freire (1970) sostenía que “nadie educa a nadie, nadie se educa solo, los hombres se educan entre sí mediatizados por el mundo”. Esto implica que la educación no puede ser una simple transmisión de contenidos, sino una praxis liberadora que nos permita pensar, sentir y actuar en coherencia con nuestros valores.

El verdadero desafío de la educación contemporánea no está en la tecnología, ni en la infraestructura, ni siquiera en la cantidad de maestros o escuelas; está en su propósito esencial. Mientras sigamos confundiendo educar con instruir, seguiremos formando individuos que saben hacer, pero no saben ser. Educar para gobernarse significa enseñar a pensar antes de actuar, a sentir antes de juzgar y a decidir antes de obedecer. Es, en última instancia, un proceso de autoconstrucción ética y emocional que convierte al ser humano en un ciudadano consciente, libre y responsable.

Solo cuando cada persona logre gobernar sus pensamientos, emociones y deseos, podremos hablar de una verdadera educación de calidad. Una educación que no forme súbditos ni burócratas del conocimiento, sino seres humanos plenos, capaces de gobernarse y, solo entonces, de contribuir al gobierno justo de su comunidad. En palabras de Immanuel Kant (1784), la educación debe sacar al ser humano de su “minoría de edad”, enseñándole a usar su razón sin la tutela de otros. Ese es el gran desafío pendiente: educar no para el poder, sino para la sabiduría; no para dominar, sino para dominarse.

I. EL MODELO EDUCATIVO ACTUAL Y SU DESCONEXIÓN CON LA REALIDAD HUMANA

Durante décadas, los sistemas educativos del mundo —especialmente en América Latina— han estado dominados por modelos heredados del siglo XIX, diseñados para responder a las necesidades de la industrialización y no a las del ser humano integral. La educación fue concebida, en aquel contexto, como una herramienta para producir mano de obra calificada, disciplinada y obediente; una estructura jerárquica que formaba súbditos del sistema, no ciudadanos libres ni pensadores críticos. Como advierte Morin (1999), “el conocimiento parcelado y especializado ha generado una ceguera generalizadora” (p. 45). Esto significa que los sistemas educativos actuales siguen formando técnicos hábiles, pero no seres humanos reflexivos, capaces de comprender la totalidad de la vida.

En el caso de El Salvador y muchos países de la región, el modelo educativo vigente continúa atrapado en una lógica instrumental. Se enseña para aprobar exámenes, obtener títulos y conseguir empleo, pero no para comprender el sentido de la existencia ni para construir una vida ética y consciente.

Las escuelas y universidades, en su mayoría, reproducen contenidos desvinculados de la realidad social, económica y espiritual del individuo. Como señala Freire (1970), la educación bancaria “transforma a los estudiantes en recipientes vacíos que deben ser llenados por el profesor”, en lugar de promover el diálogo y la reflexión crítica.

El problema no radica solamente en los planes de estudio, sino en la concepción misma del ser humano que subyace en el sistema educativo. Se forma para la competencia y no para la cooperación; para el éxito individual y no para el bienestar colectivo. La sociedad global ha reducido la educación a un instrumento económico y político, dejando de lado su verdadera naturaleza: la formación del carácter, la conciencia y la autodisciplina. Los jóvenes son educados para obedecer órdenes, repetir fórmulas y alcanzar metas impuestas, pero rara vez para cuestionar, crear o autogobernarse.

En ese sentido, la educación actual padece una profunda desconexión ontológica: ha perdido el vínculo con la esencia del ser humano. Los valores fundamentales —como la empatía, la solidaridad, la humildad, la justicia y el amor al prójimo— han sido desplazados por el culto a la productividad, el consumismo y la competencia desmedida. Como bien reflexiona Fromm (1956), el ser humano moderno ha pasado “de ser a tener”, y esta misma lógica se ha infiltrado en la escuela: los estudiantes ya no buscan aprender para ser mejores personas, sino para poseer un título o un salario más alto.

Las consecuencias de esta desconexión son alarmantes. Crecen los índices de violencia, corrupción, depresión y pérdida de sentido vital, precisamente porque la educación ha dejado de enseñar el arte de vivir. La UNESCO (2015) ha advertido que, sin una educación centrada en el ser humano, no habrá desarrollo sostenible ni sociedades en paz. Y es que, como señala Bunge (2006),

 “la ignorancia ética y la ausencia de pensamiento crítico son las raíces de los males sociales”.

Por ello, no basta con reformar currículos o modernizar las aulas. La verdadera transformación educativa requiere una revolución interior que coloque al ser humano —no a la economía ni al Estado— en el centro del proceso. Educar no es instruir, ni llenar de datos, ni entrenar en habilidades laborales; educar es acompañar el desarrollo de la conciencia, guiar hacia la autodeterminación y promover el equilibrio entre razón, emoción y ética.

Mientras el sistema educativo continúe midiendo el éxito por los resultados económicos o tecnológicos, seguiremos formando generaciones con grandes conocimientos y poca sabiduría. Educar para gobernarse, como propone esta reflexión, exige una ruptura con ese paradigma mecánico y utilitarista. Implica devolverle a la educación su dimensión humanista y transformadora, donde el aprendizaje no sea un medio para dominar el mundo, sino para conocerse y mejorarse a sí mismo.

Uno de los grandes errores del modelo educativo contemporáneo consiste en haber reducido al ser humano a un simple medio para el crecimiento económico.

Las políticas educativas, los programas de estudio y los discursos oficiales giran en torno a la productividad, la competitividad y la empleabilidad, como si la finalidad de la educación fuera alimentar el engranaje del mercado y no formar personas íntegras, libres y responsables. Se ha olvidado que la educación debe servir al ser humano, y no el ser humano a la educación ni a la economía.

Esta instrumentalización del conocimiento ha convertido la escuela y la universidad en fábricas de profesionales que dominan técnicas pero carecen de principios. Como señala Martha Nussbaum (2010), “las democracias del mundo están educando a una generación de máquinas útiles en lugar de ciudadanos pensantes y sensibles” (p. 7). En esta afirmación se encierra una crítica profunda: el sistema educativo, al priorizar la utilidad sobre la virtud, está produciendo seres funcionales al sistema, pero vacíos en su interior.

La educación debería ser el espacio donde se cultiva la conciencia moral, donde los estudiantes aprenden a distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira, la justicia de la injusticia. Sin embargo, hoy se enseña más sobre cómo competir que sobre cómo convivir; más sobre cómo ganar que sobre cómo compartir. La ética se ha convertido en una asignatura marginal, cuando en realidad debería ser el corazón de todo proceso educativo.

Immanuel Kant (1785), en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, sostenía que el ser humano debe ser tratado siempre como un fin en sí mismo y nunca como un medio para otro fin. Esta afirmación resume el principio moral que debería orientar toda educación: formar personas que actúen por deber, por convicción interna, y no por imposición o conveniencia. Educar sin ética es formar instrumentos sin alma, individuos que saben hacer, pero no saben por qué ni para qué.

En muchas universidades se presume de excelencia académica porque sus egresados consiguen buenos puestos laborales, pero raras veces se evalúa si esos mismos profesionales actúan con honestidad, compasión o sentido de justicia. La calidad educativa no puede medirse únicamente por indicadores cuantitativos; debe medirse también por la calidad moral y humana de sus egresados. Una sociedad que forma economistas sin conciencia, abogados sin ética, médicos sin vocación o maestros sin empatía está condenada al fracaso moral, aunque aparente prosperidad material.

El filósofo español José Antonio Marina (2009) afirma que “la educación es el proceso por el cual la inteligencia se hace ética” (p. 33). Sin ese paso, el conocimiento se convierte en un arma peligrosa, porque una mente brillante sin conciencia puede ser la más destructiva. De nada sirve enseñar ciencias, leyes o tecnologías si no se enseña al mismo tiempo el valor de la vida, la dignidad del otro y la responsabilidad social.

La historia reciente ofrece ejemplos claros de cómo la falta de educación ética ha llevado al mundo a crisis profundas: corrupción, desigualdad, guerras, manipulación mediática, deterioro ambiental. Estos problemas no nacen por falta de conocimiento técnico, sino por falta de gobierno interior, de límites morales y de respeto por la humanidad. Si la educación no recupera su dimensión ética, seguirá siendo cómplice de un sistema que produce seres informados, pero deshumanizados.

Por ello, es urgente volver al principio fundamental: la educación debe formar personas, no engranajes del sistema económico. El ser humano es fin, no medio. La ética debe ser el centro de todo aprendizaje, pues sin ella, la inteligencia se convierte en astucia y la ciencia en instrumento de dominación. Solo una educación que humaniza puede formar individuos capaces de gobernarse a sí mismos, respetar al otro y construir una sociedad más justa.

III. EDUCAR PARA GOBERNARSE: LA BASE DE LA LIBERTAD Y LA DIGNIDAD

Hablar de educación para gobernarse es hablar del núcleo mismo de la libertad y de la dignidad humana. Educar para gobernarse significa enseñar a cada persona a pensar con autonomía, a controlar sus impulsos, a reflexionar antes de actuar, y a asumir las consecuencias de sus decisiones. Implica formar seres humanos conscientes de sí mismos, capaces de dirigir su vida con equilibrio y sentido moral. En otras palabras, la educación auténtica no busca domesticar, sino liberar.

El filósofo griego Platón (siglo IV a. C.) afirmaba que el verdadero gobernante debía ser aquel que primero se ha gobernado a sí mismo, porque quien no domina su interior no puede gobernar con justicia el exterior. Esta idea, profundamente humanista, continúa vigente en el siglo XXI, donde la mayoría de las crisis políticas y sociales son consecuencia de individuos que buscan dominar a otros sin haberse conquistado a sí mismos. Gobernarse es, por tanto, el primer acto de poder ético que puede ejercer el ser humano.

El educador brasileño Paulo Freire (1970) reforzaba esta visión al señalar que “la educación verdadera es praxis, reflexión y acción del hombre sobre el mundo para transformarlo” (p. 68). Pero esa transformación solo es posible si el individuo se transforma primero a sí mismo. La autogobernanza personal —basada en la disciplina, la conciencia y la ética— es el punto de partida para toda transformación social duradera. Un pueblo formado en la autocrítica y la autorregulación será, inevitablemente, un pueblo más libre y menos manipulable.

Gobernarse no significa reprimir los deseos o eliminar las emociones, sino armonizarlas con la razón y los valores. Aristóteles (2001) ya lo enseñaba en su Ética a Nicómaco, al afirmar que la virtud consiste en encontrar el justo medio entre los extremos. Esa educación del carácter —que enseña a dominar la ira, la ambición o la pereza— es la que construye ciudadanos con temple moral. No basta con enseñar conocimientos; hay que enseñar a usar la razón como brújula interior.

En la actualidad, los jóvenes crecen en un entorno saturado de estímulos, redes sociales, consumismo y falsas necesidades. El ruido exterior ahoga la voz interior. Por eso, educar para gobernarse implica también recuperar el silencio, la reflexión y el diálogo consigo mismo. Viktor Frankl (1946), sobreviviente del Holocausto, escribió que “el hombre puede arrebatarle todo al ser humano, salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal ante las circunstancias” (p. 87). Esa es la esencia del autogobierno: la capacidad de decidir, incluso en medio del sufrimiento o la adversidad, cómo responder ante la vida.

Educar para gobernarse significa enseñar a los niños y jóvenes que la libertad no es hacer lo que se quiere, sino querer lo que es correcto. Una persona verdaderamente libre no es aquella que actúa sin límites, sino aquella que se domina a sí misma con sabiduría y compasión. Esta educación del autocontrol, de la conciencia crítica y del equilibrio emocional debería ser la prioridad de todos los sistemas educativos, porque sin ella, toda otra enseñanza carece de fundamento.

La autogobernanza personal es, además, la base de la dignidad. Solo quien se conoce, se respeta y se dirige a sí mismo puede respetar a los demás. Cuando el ser humano logra dominar sus pensamientos y emociones, deja de ser esclavo de las circunstancias. En ese momento, la educación cumple su propósito más elevado: hacer del individuo un ser libre, digno y moralmente fuerte.

Por ello, el ideal educativo no debería ser el de producir líderes políticos, empresarios o tecnócratas, sino seres humanos autónomos y éticos, capaces de gobernarse interiormente y de orientar sus actos hacia el bien común. El día en que logremos que la educación despierte la conciencia antes que la ambición, habremos iniciado la verdadera revolución cultural que necesita nuestra sociedad.

IV. LA AUTOGOBERNANZA INTERIOR FRENTE AL CAOS SOCIAL

Vivimos en una época marcada por el desorden exterior, pero ese caos colectivo no es más que el reflejo del desorden interior del ser humano. La violencia, la corrupción, la desigualdad, el fanatismo político o religioso y la destrucción del medio ambiente no son fenómenos aislados: son la manifestación visible de mentes y corazones que han perdido el gobierno de sí mismos. Cuando el individuo no sabe dominar su ambición, su ira o su egoísmo, la sociedad entera se convierte en un campo de batalla.

La educación, al haber olvidado su misión de formar conciencia, ha contribuido a este caos. Las escuelas enseñan a manejar máquinas, pero no emociones; a calcular intereses, pero no a cultivar empatía; a competir, pero no a cooperar.

De ahí surgen generaciones incapaces de ejercer autocontrol, adictas a la inmediatez y al reconocimiento externo. Como señala Erich Fromm (1955), “la libertad moderna se ha convertido en una carga insoportable porque el hombre, liberado de los lazos externos, no ha aprendido a gobernarse internamente” (p. 31).

La falta de autogobernanza interior ha producido sociedades dominadas por el miedo, la frustración y la desconfianza. El individuo que no se conoce ni se domina busca llenar su vacío con poder, consumo o violencia. Así surgen los políticos corruptos, los empresarios sin escrúpulos, los ciudadanos indiferentes y los jóvenes desorientados. Todos ellos son producto de un modelo educativo que privilegia la apariencia sobre la esencia, la información sobre la sabiduría, el tener sobre el ser.

No es casual que las sociedades con mayores índices de corrupción o desigualdad sean aquellas donde la educación carece de profundidad ética. El autogobierno personal es la base del orden social. Como afirmaba Mahatma Gandhi (1931), “no hay paz sin autodominio; la verdadera victoria es la que uno obtiene sobre sí mismo”. Educar para la autogobernanza no es, entonces, una utopía espiritual, sino una necesidad política y social.

En el ámbito político, la ausencia de autogobierno ha dado lugar a líderes impulsivos, guiados por el ego y no por la razón. Gobiernos enteros se derrumban cuando quienes los dirigen no saben controlar su ambición o su soberbia. El poder, sin dominio interior, se transforma en tiranía. Y lo mismo ocurre en los espacios cotidianos: en la familia, la escuela o el trabajo. El descontrol emocional de una persona puede destruir comunidades enteras. Por eso, la educación que enseña a gobernarse es la mejor política preventiva.

Albert Einstein (1950) advertía que “los problemas que hemos creado con nuestro pensamiento no pueden resolverse con el mismo nivel de pensamiento que los originó”. Esto significa que ninguna reforma económica o tecnológica podrá salvar a la humanidad si antes no se produce una revolución interior. Solo el ser humano que se gobierna a sí mismo puede construir instituciones justas, leyes éticas y relaciones humanas equilibradas.

Educar para la autogobernanza es, en esencia, educar para la paz. No se trata de imponer valores moralistas, sino de despertar la conciencia del bien, la capacidad de discernir y la empatía hacia los demás. Las naciones no cambiarán mientras sus ciudadanos no cambien por dentro. Como afirmaba Viktor Frankl (1946), “cuando no somos capaces de cambiar una situación, nos enfrentamos al desafío de cambiarnos a nosotros mismos” (p. 112). Esa es la educación que el mundo necesita: una educación transformadora que sustituya el caos por equilibrio, y la ceguera moral por lucidez interior.

En consecuencia, la escuela y la universidad deben convertirse en espacios de entrenamiento ético y emocional, no solo intelectual. Enseñar a los estudiantes a pensar críticamente es importante, pero enseñarles a gobernar sus pensamientos, emociones y actos es vital. Sin ese equilibrio interior, toda sociedad estará condenada a repetir sus errores. La autogobernanza personal es, por tanto, la condición previa de todo orden social sostenible y de toda democracia verdadera.

V. LA TRANSFORMACIÓN DEL PENSAMIENTO COMO OBJETIVO SUPREMO DE LA EDUCACIÓN

La verdadera finalidad de la educación no es la transmisión de conocimientos, sino la transformación del pensamiento. Solo cuando el ser humano aprende a pensar de manera crítica, libre y consciente, se convierte en un ser verdaderamente educado. En ese sentido, educar no es llenar la mente, sino iluminar la conciencia. La educación auténtica debería ayudarnos a pasar del pensamiento superficial al pensamiento profundo; de la simple información a la comprensión; del egoísmo individual al sentido ético de comunidad.

El pensamiento es el punto de partida de toda acción humana. Por eso, un pensamiento confundido genera sociedades desordenadas, mientras que un pensamiento claro y ético produce civilizaciones más humanas. Karel Kosík (1963), en Dialéctica de lo concreto, explica que el conocimiento verdadero no consiste en repetir lo que se ve, sino en penetrar en la esencia de las cosas, ir más allá de la apariencia, descubrir lo que está oculto bajo la superficie de lo cotidiano. Esa es también la tarea de la educación: enseñar a ver lo invisible, a pensar lo impensado, a cuestionar lo establecido.

Sin embargo, la educación contemporánea ha renunciado a esa tarea filosófica. Los sistemas educativos se han convertido en máquinas reproductoras de pensamiento uniforme, donde se premia la memorización y se castiga la duda. Se enseña a obedecer, no a discernir; a consumir información, no a crear ideas. Como advierte Morin (1999), “el pensamiento que separa y fragmenta impide comprender lo complejo y lo global” (p. 17). El resultado es un ser humano dividido, incapaz de integrar razón, emoción y acción.

Transformar el pensamiento implica educar en tres dimensiones inseparables: la autocrítica, la empatía y la ética. La autocrítica permite reconocer los propios errores y limitaciones; la empatía abre el pensamiento hacia los demás; y la ética da dirección moral a la inteligencia. Sin estas tres cualidades, el conocimiento se convierte en arrogancia o manipulación.

El filósofo español José Ortega y Gasset (1930) afirmaba que “la claridad es la cortesía del filósofo”, lo cual puede aplicarse a todo educador. Pensar bien no significa usar palabras difíciles, sino comprender profundamente y expresar con sencillez. La educación debería formar mentes capaces de entender la complejidad del mundo sin perder la capacidad de asombro ni la sensibilidad humana.

Además, la transformación del pensamiento exige el cultivo de la voluntad y la disciplina. No basta con enseñar a reflexionar; es necesario enseñar a perseverar en la búsqueda de la verdad. El pensamiento crítico no surge por casualidad, sino por un ejercicio constante de atención, silencio interior y apertura al aprendizaje. El gran reto educativo es formar personas que no solo piensen, sino que piensen bien y actúen mejor.

Por ello, el objetivo supremo de la educación debe ser formar una mente lúcida y un corazón despierto. Solo quien ha transformado su manera de pensar puede transformar su manera de vivir. La educación que no modifica la mente solo produce eruditos vacíos o técnicos sin alma. En cambio, la educación que despierta la conciencia engendra seres humanos capaces de crear una sociedad más justa, solidaria y pacífica.

El pensamiento transformado es el germen del autogobierno y la base de toda evolución moral. Educar para pensar es educar para gobernarse, porque quien domina su mente domina su destino. Como afirmaba Albert Einstein (1951), “la mente que se abre a una nueva idea jamás volverá a su tamaño original”. Esa es la grandeza de la educación: expandir la mente y ennoblecer el espíritu.

VI. LA EDUCACIÓN INTEGRAL: RAZÓN, EMOCIÓN Y CONCIENCIA

Si la educación aspira a formar seres humanos completos, debe integrar tres dimensiones inseparables del ser: la razón, la emoción y la conciencia. El predominio exclusivo de la razón —característico del modelo educativo moderno— ha producido generaciones de individuos racionalmente competentes, pero emocionalmente analfabetos y espiritualmente vacíos. El equilibrio entre pensar, sentir y actuar constituye el fundamento de una verdadera educación integral.

Durante siglos, la escuela occidental privilegió el intelecto por encima del corazón. Se enseñó a calcular, analizar y memorizar, pero no a comprender los propios sentimientos ni a reconocer los de los demás. El resultado es una humanidad hipertecnológica, pero deshumanizada, que ha perdido la capacidad de compasión. Daniel Goleman (1995), en su obra Inteligencia emocional, sostiene que el éxito personal y social depende más de la autoconciencia, la autorregulación y la empatía que del coeficiente intelectual. En ese sentido, una educación que ignora las emociones forma individuos incompletos, incapaces de relacionarse de manera saludable consigo mismos y con los demás.

La educación integral debe, por tanto, enseñar a pensar con lógica, pero también a sentir con profundidad. La emoción no es enemiga de la razón, sino su aliada. Aristóteles ya lo expresaba en la Ética a Nicómaco cuando afirmaba que “educar la mente sin educar el corazón no es educación en absoluto”. El corazón —símbolo de la sensibilidad moral— orienta la razón hacia el bien común. De nada sirve formar científicos brillantes si carecen de sensibilidad ante el dolor ajeno; ni políticos ilustrados si no sienten compasión por el pueblo que gobiernan.

La tercera dimensión de la educación integral es la conciencia, entendida como la capacidad de distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo justo de lo injusto. La conciencia no se enseña con discursos, sino con ejemplo y reflexión. Cuando el docente actúa con coherencia ética, transmite más que conceptos: transmite humanidad. Como señalaba Viktor Frankl (1946), la educación debe dirigirse “al sentido de la responsabilidad personal, porque solo quien se siente responsable es verdaderamente libre” (p. 110).

Integrar razón, emoción y conciencia en el aula implica replantear la pedagogía tradicional. Los espacios educativos deben convertirse en laboratorios de humanidad, donde los estudiantes aprendan a pensar críticamente, a sentir empáticamente y a actuar éticamente. Las asignaturas no deberían estar separadas por muros conceptuales; todas deben dialogar entre sí para mostrar la complejidad del mundo y del propio ser humano.

Asimismo, los docentes deben asumir un nuevo rol: el de guías del autoconocimiento, más que transmisores de información. Su tarea no es solo enseñar contenidos, sino inspirar transformaciones. Como afirma Edgar Morin (2001), “enseñar la comprensión es condición y garantía de la solidaridad intelectual y moral de la humanidad” (p. 91). Esto significa que la educación integral no es una utopía, sino una urgencia ética ante un mundo fragmentado y emocionalmente enfermo.

Una educación que equilibra razón, emoción y conciencia prepara a los individuos no solo para sobrevivir, sino para vivir con sentido, para convivir y contribuir a la paz social. El autogobierno personal, que constituye el eje de este ensayo, solo es posible cuando esas tres dimensiones se armonizan. La razón sin emoción se vuelve fría; la emoción sin conciencia se vuelve ciega; y la conciencia sin conocimiento se vuelve dogmática. La integración de las tres es la verdadera sabiduría.

CONCLUSIÓN

A lo largo de la historia, la humanidad ha depositado en la educación la esperanza de construir un mundo mejor. Sin embargo, el modelo educativo que impera en la actualidad parece haberse extraviado en su propósito esencial. En lugar de formar seres humanos conscientes, libres y responsables, ha terminado produciendo individuos fragmentados, atrapados entre la competencia, la apariencia y el éxito material. Se ha confundido instruir con educar, saber con pensar, y gobernar con gobernarse.

Este ensayo ha planteado una idea fundamental: la educación de calidad no consiste en enseñar a gobernar naciones, sino en enseñar a gobernarse a uno mismo. Solo quien ha aprendido a dominar su mente, sus emociones y sus actos puede aspirar a dirigir con justicia una familia, una empresa o un país. La autogobernanza es la base de la ética, de la libertad y de la verdadera dignidad humana.

La educación auténtica, aquella que transforma el pensamiento y eleva la conciencia, debe orientarse hacia la formación integral del ser. No se trata de fabricar profesionales útiles al mercado, sino de cultivar personas sabias, compasivas y coherentes. Como señala Paulo Freire (1970), “la educación no cambia el mundo; cambia a las personas que van a cambiar el mundo” (p. 82). Por tanto, toda transformación social profunda empieza por el interior del individuo.

El modelo educativo actual necesita una revolución humanista: un retorno al ser. Debemos pasar del aula como fábrica de títulos al aula como espacio de autoconocimiento y reflexión ética. Cada materia, cada lección, cada experiencia de aprendizaje debe contribuir a despertar en el estudiante la pregunta fundamental: ¿Quién soy y cómo puedo mejorarme? Solo así la educación recobrará su sentido moral y su poder transformador.

Gobernarse a sí mismo implica reconocer los propios límites, aceptar los errores, cultivar la paciencia y actuar con rectitud, incluso cuando nadie nos observa. Es aprender a dirigir la vida con equilibrio, sin depender del aplauso ni del poder. En palabras de Epicteto (siglo I d. C.), “nadie es libre si no es dueño de sí mismo”. Esa libertad interior es la que debería perseguir todo sistema educativo que aspire a formar seres humanos verdaderamente libres.

Por otra parte, educar para gobernarse no significa negar el conocimiento científico o técnico, sino humanizarlo. La ciencia sin ética puede destruir, pero la ciencia guiada por la conciencia puede redimir. La educación del futuro —como propone Morin (1999)— debe integrar los saberes fragmentados en una comprensión global de la condición humana, que reconcilie razón, emoción y valores.

En síntesis, una educación que enseñe a gobernarse producirá ciudadanos conscientes, líderes honestos, científicos responsables, docentes comprometidos y comunidades solidarias.

Solo así podremos afirmar que hemos alcanzado una educación de calidad, no por sus cifras ni por sus rankings, sino por la calidad humana de sus egresados.

Educar para gobernarse es, en definitiva, el más alto acto de libertad. Es enseñar al ser humano a ser dueño de su pensamiento, arquitecto de su destino y guardián de su dignidad. Cuando logremos que la escuela y la universidad abracen esta misión, la educación dejará de ser un mecanismo de control y se convertirá en un camino de emancipación. Y entonces, como humanidad, podremos decir que realmente hemos aprendido a vivir.

REFLEXIÓN FINAL

Educar para gobernarse no es un ideal lejano ni una utopía romántica; es una necesidad urgente en un mundo que ha perdido el rumbo. Hemos avanzado en ciencia, tecnología y comunicación, pero retrocedido en humanidad, empatía y sensatez. Los logros materiales se multiplican, mientras el vacío interior se agranda. Y es precisamente ahí donde la educación debe intervenir: no solo para enseñar a saber, sino para enseñar a ser.

La verdadera educación no se mide por títulos ni por diplomas, sino por la capacidad del ser humano de enfrentarse a la vida con serenidad, juicio y bondad. Educar para gobernarse significa devolverle al hombre su centro, su equilibrio y su sentido moral. Es enseñar que el dominio de sí mismo vale más que el dominio de los demás; que la mayor victoria no se libra en las calles ni en los parlamentos, sino en el interior del corazón.

Cada persona que aprende a gobernarse se convierte en una luz en medio del caos, en un ejemplo silencioso de coherencia y de esperanza. Cuando una sociedad cultiva ciudadanos conscientes, no necesita tantas leyes ni castigos, porque la justicia nace desde dentro. En palabras de Confucio (siglo VI a. C.), “gobernar un país bien ordenado es como cocinar un pequeño pescado: no se debe manipular demasiado”. Ese orden exterior solo puede nacer del orden interior de sus individuos.

Educar para gobernarse es, por tanto, un acto de emancipación espiritual. Es enseñar a pensar con libertad, a sentir con compasión y a actuar con responsabilidad. Es invitar al estudiante a conocerse, a aceptarse y a transformarse, porque solo quien se transforma a sí mismo puede transformar su entorno. Viktor Frankl (1946) decía que “quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. La educación debe ayudar a cada ser humano a descubrir ese “porqué”, su propósito, su misión en la existencia.

El reto de nuestra época no es tecnológico ni económico, sino ético. Hemos construido máquinas inteligentes, pero seguimos siendo emocionalmente inmaduros. Hemos aprendido a conquistar el espacio exterior, pero no el espacio interior. Educar para gobernarse es abrir esa nueva frontera: la conquista del yo, el dominio del pensamiento, de la palabra y de la acción.

La educación que necesitamos no es aquella que forma obedientes ni ambiciosos, sino seres humanos íntegros, conscientes de su poder y de su fragilidad. Cuando logremos que un niño aprenda a reconocer sus emociones, a pensar con claridad y a actuar con rectitud, habremos ganado más que mil reformas educativas. Porque de nada sirve enseñar a un hombre a gobernar el mundo si no sabe gobernarse a sí mismo.

Como escribió Mahatma Gandhi (1931), “si quieres cambiar el mundo, empieza por cambiarte a ti mismo”. Esa frase encierra el núcleo de todo sistema educativo verdaderamente humano. La educación que transforma comienza en el alma, se manifiesta en el pensamiento y florece en la conducta.

El futuro de la humanidad no dependerá de la cantidad de conocimientos que acumulen las nuevas generaciones, sino de la sabiduría con que aprendan a usarlos. Gobernarse es el arte de vivir con conciencia, y educar para ello es el mayor acto de amor que puede ofrecer una sociedad a sus hijos.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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20.   Platón. (1992). La República. Editorial Alianza.

21.   UNESCO. (2015). Replantear la educación: ¿Hacia un bien común mundial? UNESCO Publishing.

 

 

SAN SALVADOR, 29 DE OCTUBRE DE 2025

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