“EVALUAR PARA LIBERAR, NO PARA CASTIGAR: HACIA UNA EDUCACIÓN SIN MIEDO”
POR: MSc. JOSÈ
ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN
Hablar de evaluación
en la educación moderna es hablar de poder. Las calificaciones, lejos de ser un
reflejo fiel del aprendizaje, se han convertido en un mecanismo de control y
sometimiento que mide la obediencia antes que el pensamiento. Este ensayo nace
del compromiso de cuestionar el uso inadecuado, arbitrario y deshumanizante que
todavía predomina en muchos ámbitos educativos, especialmente en la educación
universitaria.
La práctica evaluativa
actual, basada en el conductismo y en la lógica de la recompensa y el castigo,
produce un tipo de profesional dócil, técnico y acrítico, incapaz de cuestionar
la estructura de poder que reproduce.
La obsesión por medir,
clasificar y jerarquizar ha desplazado la verdadera esencia de la educación:
formar seres humanos capaces de pensar, crear y transformar su entorno. Como
advirtió Paulo Freire (1970), la educación bancaria no busca liberar, sino
domesticar. Bajo esta óptica, la evaluación tradicional no educa: adiestra.
En la mayoría de las
universidades, el examen y la nota han adquirido una categoría casi sagrada.
Los estudiantes aprenden a estudiar para aprobar, no para comprender. El
docente, muchas veces sin darse cuenta, ejerce una forma de poder simbólico
(Bourdieu, 1990) al convertir la calificación en la medida del valor humano e
intelectual de sus alumnos. El resultado es una cultura del miedo, donde
aprender deja de ser un acto de curiosidad y se convierte en un ejercicio de
supervivencia académica.
Este trabajo no
pretende ofrecer verdades concluyentes, sino abrir un espacio para la reflexión
colectiva. Se parte del principio de que toda evaluación, si no se orienta a la
formación integral del ser humano, se vuelve una forma de violencia simbólica.
Repensar la evaluación es, por tanto, un imperativo ético y político para
quienes creemos en una educación liberadora.
I. LA EVALUACIÓN COMO
INSTRUMENTO DE PODER Y CONTROL
Desde sus orígenes, el
examen ha estado asociado más a la burocracia y al control que al aprendizaje.
En la antigua China, los exámenes imperiales servían para seleccionar
funcionarios dóciles al poder, no pensadores libres. Ese mismo espíritu
sobrevive hoy en nuestras universidades. El examen no busca el saber, sino la
obediencia.
Michel Foucault (1992)
advirtió que el examen es “una técnica de vigilancia que combina la jerarquía
que observa y la sanción que normaliza”. A través de él, la institución
educativa ejerce un poder disciplinario que clasifica, etiqueta y somete. De
este modo, la evaluación se convierte en una herramienta política al servicio
de la reproducción del sistema, más que en un medio para la emancipación
intelectual. En muchos contextos educativos, el docente —consciente o no— asume
el papel de juez. Evalúa no solo conocimientos, sino actitudes, comportamientos
y conformismo.
El alumno aprende que
su supervivencia académica depende de agradar al evaluador. Así, el miedo
sustituye al deseo de aprender. Como escribió Krishnamurti (1981), “la inteligencia
solo florece en ausencia del miedo”.
Philippe Perrenoud
(1998) también subraya que “evaluar es siempre un acto político”, porque
determina quién avanza y quién queda excluido. Las notas no son neutrales:
definen destinos. En una sociedad marcada por la desigualdad, las
calificaciones se convierten en un filtro de clase que legitima privilegios y
perpetúa exclusiones. Lo que parece un simple número encierra un profundo
juicio moral y social.
Frente a esta
realidad, urge recuperar el sentido ético de la evaluación. Evaluar no debe
significar castigar, sino comprender. No debe buscar etiquetar, sino acompañar.
La evaluación formativa —como sostiene Neus Sanmartí (2007)— debe ser “una
herramienta para aprender, no un instrumento de selección”. Evaluar debería ser
un acto de confianza y diálogo, no una sentencia.
El reto del siglo XXI
es liberar la evaluación de su función punitiva y devolverle su verdadero
propósito: ayudar al estudiante a conocerse, autorregular su aprendizaje y
desarrollar una conciencia crítica. Solo así podremos construir una educación
que libere, en lugar de domesticar.
II. LA SOCIEDAD INSTRUMENTAL Y LA LÓGICA DEL
RENDIMIENTO
Vivimos en una
sociedad dominada por la lógica del rendimiento, donde el valor del ser humano
se mide por su capacidad de producir, competir y rendir. Esta racionalidad
instrumental —heredera del pensamiento tecnocrático del siglo XX— ha colonizado
todos los ámbitos de la vida, incluida la educación. Hoy, ser eficiente vale más que ser sabio;
obtener resultados importa más que comprender procesos.
El filósofo y
sociólogo Jürgen Habermas (1984) denominó a esta tendencia la “colonización del
mundo de la vida” por la racionalidad técnica. En otras palabras, los sistemas
educativos han adoptado los criterios del mercado: productividad, medición,
resultados. En este contexto, el estudiante se convierte en un número, una
cifra dentro de una estadística, y el aprendizaje en un producto que debe ser
cuantificado.
Mario Bunge (2006) ya advertía que “enseñar no
es evaluar la memoria, sino provocar el pensamiento”. Sin embargo, la práctica
educativa actual continúa atrapada en la obsesión por medir lo inmedible: la
comprensión, la curiosidad, la creatividad. La calificación se ha convertido en
el fetiche moderno del sistema educativo; una cifra que, lejos de reflejar el
aprendizaje real, sirve para mantener la ilusión de objetividad y control.
En el aula
universitaria, este paradigma se traduce en docentes que reducen la complejidad
del pensamiento a escalas numéricas, y en estudiantes que asocian su valor
personal con su promedio académico. De este modo, la evaluación deja de ser un
medio para el aprendizaje y se transforma en una forma de alienación. Como bien
lo resume Byung-Chul Han (2012), “en la sociedad del rendimiento, el sujeto se
explota a sí mismo creyendo que se realiza”.
La educación superior,
en lugar de ser un espacio de pensamiento libre, corre el riesgo de convertirse
en una fábrica de certificados. Los estudiantes aprenden a optimizar su
desempeño, a responder exámenes estandarizados y a satisfacer los criterios del
sistema. Pero se olvidan de aprender a pensar. Como recordaba Ken Bain (2004),
“los mejores profesores universitarios no evalúan para medir, sino para
inspirar”.
Esta lógica
cuantitativa y deshumanizada ha vaciado de sentido el proceso educativo. Por
ello, repensar la evaluación es también una forma de resistencia frente a la
colonización de la mente por el mercado. Enseñar a los jóvenes a pensar
críticamente es una forma de liberarles del yugo de la eficiencia sin alma.
III. EL EXAMEN COMO
VIOLENCIA SIMBÓLICA
El examen, tal como se
practica en la mayoría de instituciones, es una de las formas más sutiles de
violencia simbólica. Pierre Bourdieu (1990) describió la violencia simbólica como
aquella que se ejerce de manera invisible, legitimada por las estructuras
sociales, y que los dominados terminan aceptando como natural. El examen
encarna perfectamente esa lógica: se presenta como un acto neutral, pero en
realidad reproduce desigualdades y jerarquías.
En la práctica, el examen no mide tanto lo que
el alumno sabe, sino su capacidad para adaptarse al formato impuesto, para
repetir lo aprendido o para adivinar las expectativas del docente. Como
escribió Foucault (1992), “el examen es un ritual de verdad en el que el poder
produce conocimiento y el conocimiento produce poder”. El estudiante aprende
desde joven que quien califica tiene el poder de decidir su destino.
Ángel Díaz Barriga (1993) recordaba que el
examen nació como un instrumento de control burocrático en la antigua China, no
como una herramienta pedagógica. Con el tiempo, esta lógica se institucionalizó
en Occidente, hasta convertirse en el eje central de la educación moderna. Hoy,
el examen sigue siendo un mecanismo de vigilancia, control y exclusión,
revestido con la apariencia de objetividad científica.
Esta “matematización
del saber” —como la denomina Álvarez Méndez (2001)— convierte la educación en
una operación aritmética: aprobar, reprobar, promediar. Pero el aprendizaje no
puede reducirse a cifras. La comprensión, la reflexión crítica y el pensamiento
ético no caben en una escala del 1 al 10.
Desde una perspectiva
freiriana, el examen tradicional refuerza la educación bancaria: el profesor
deposita información y el alumno la reproduce para obtener una nota. No hay
diálogo, no hay descubrimiento, no hay autonomía. La evaluación, en este
modelo, se vuelve un acto autoritario. Freire (1970) afirmaba que “nadie educa
a nadie, nadie se educa solo, los hombres se educan entre sí, mediatizados por
el mundo”. La evaluación debería ser, por tanto, un proceso de construcción
colectiva del saber.
Cuando el examen se
usa como arma de poder, genera miedo, ansiedad y frustración. El miedo paraliza
la inteligencia, destruye la creatividad y mata el deseo de aprender.
Krishnamurti (1981) lo expresó con claridad:
“la inteligencia surge solo cuando desaparece el miedo”. Una educación basada
en el temor al examen jamás podrá formar seres libres ni pensadores críticos.
Reemplazar la cultura
del examen por una cultura del diálogo, la retroalimentación y la
autoevaluación no significa eliminar la exigencia, sino transformarla. Exigir
no es castigar: es invitar al estudiante a superarse desde la reflexión y la
comprensión, no desde el temor y la sumisión.
IV. LAS CALIFICACIONES
Y LA MEDIOCRIDAD PROFESIONAL
Una de las
consecuencias más visibles del sistema de calificaciones punitivo es la
formación de profesionales mediocres. Muchos estudiantes no estudian para
aprender, sino para pasar. Su meta no es el conocimiento, sino el título. Las
notas, convertidas en símbolo de éxito, reducen el sentido del aprendizaje a una
transacción burocrática: estudiar para aprobar, aprobar para titularse,
titularse para competir.
Esta lógica destruye el espíritu crítico y
ético de la profesión. Un médico, un maestro o un ingeniero formado bajo este
modelo puede saber mucho, pero carecer de sensibilidad humana, ética
profesional o compromiso social. Como señala Guillermo Jaim Etcheverry (1999)
en La tragedia educativa, el sistema está “produciendo técnicos eficientes pero
vacíos de sentido, incapaces de comprender la dimensión humana de su labor”.
Howard Gardner (1993),
con su teoría de las inteligencias múltiples, demostró que no existe una sola
forma de inteligencia. Sin embargo, el sistema educativo continúa valorando
únicamente la inteligencia lógico-verbal, la memoria y la obediencia. Los
estudiantes creativos, artísticos o intuitivos suelen ser castigados por un
sistema que no comprende su forma de aprender.
El resultado es una
universidad que forma especialistas funcionales, pero no pensadores críticos.
En lugar de fomentar la curiosidad científica y la reflexión filosófica, se
premia la repetición mecánica. En este contexto, el docente se convierte en un
“distribuidor de notas” más que en un guía del pensamiento.
El filósofo Edgar
Morin (2000) sostiene que la educación debe enseñar a “enfrentar la
incertidumbre, comprender la complejidad y asumir la ética del conocimiento”.
Pero las calificaciones actuales, lejos de promover ese horizonte, refuerzan la
conformidad. En el aula del siglo XXI, muchos estudiantes ya no preguntan “¿Por
qué?”, sino “¿Cuánto vale?”.
Esta obsesión por la nota ha vaciado el sentido de la educación. Las universidades deberían ser laboratorios del pensamiento, no fábricas de promedios. Evaluar con justicia y profundidad no significa cuantificar, sino comprender el proceso humano de aprender. Solo así podremos superar la mediocridad profesional y construir una educación verdaderamente transformadora.
V. CONSECUENCIAS
PSICOLÓGICAS Y PEDAGÓGICAS DEL SISTEMA PUNITIVO
El uso punitivo de la
evaluación y las calificaciones ha generado una profunda distorsión en los
procesos educativos, provocando efectos negativos tanto en el ámbito
psicológico como en el pedagógico. En lugar de estimular el aprendizaje, este
modelo produce ansiedad, miedo, frustración y apatía. El aula se convierte así
en un espacio de
tensión emocional, no de creatividad ni reflexión.
Los estudios en psicología educativa (Deci
& Ryan, 1985) demuestran que las recompensas y castigos externos —como las
notas— tienden a reducir la motivación intrínseca del estudiante. Es decir,
cuando el aprendizaje se asocia a la obtención de una calificación, el interés
genuino por saber se reemplaza por el deseo de aprobación. El alumno estudia no
por amor al conocimiento, sino por temor a fracasar.
Este tipo de dinámica
se agrava cuando los docentes utilizan las calificaciones como instrumentos de
control o de venganza personal. Tal como señaló el filósofo Krishnamurti
(1981), “el miedo destruye la inteligencia”. Un estudiante que teme ser
humillado por una nota o castigado por un error, deja de pensar críticamente y
se limita a obedecer. En consecuencia, el miedo reemplaza al pensamiento, y la
disciplina exterior sustituye la autodisciplina interior.
Pedagógicamente, este sistema fomenta la
superficialidad. Los alumnos aprenden a memorizar datos para el examen y luego
los olvidan. Es lo que Paulo Freire (1970) llamó “educación bancaria”: una
relación vertical en la que el maestro deposita información y el alumno la
reproduce sin cuestionarla. De esa forma, se mata la curiosidad, se desactiva
el pensamiento crítico y se refuerza la dependencia intelectual.
Además, la presión
constante por las notas genera desigualdades sociales. Los estudiantes con
menos recursos culturales o emocionales son los más afectados, pues el sistema
privilegia a quienes dominan los códigos académicos tradicionales. Pierre
Bourdieu (1990) ya advertía que el sistema educativo reproduce las jerarquías
sociales al presentar como mérito individual lo que en realidad es una ventaja
de clase.
El costo humano de este modelo es incalculable:
jóvenes talentosos desmotivados, docentes agotados y una educación sin alma.
Revertir esta tendencia exige transformar la cultura institucional y construir
una pedagogía basada en el respeto, la empatía y la confianza.
VI. LA ADICCIÓN
DOCENTE A LAS CALIFICACIONES
En muchos entornos
educativos, los docentes se han vuelto adictos a las calificaciones. Su
identidad profesional se sostiene en el acto de evaluar y sancionar, como si la
autoridad del maestro dependiera de su poder para poner notas. Este fenómeno,
descrito ya por Olga Moreno de Gama (2010), revela una dependencia psicológica
y cultural profundamente arraigada: sin calificar, el docente siente que pierde
control. Esta adicción se explica en parte por la formación tradicional del
profesorado, basada en el paradigma conductista.
El docente fue educado
para “hacer exámenes” y “controlar” al estudiante, no para acompañarlo en un
proceso de construcción del saber. De este modo, el examen se convierte en un
símbolo de autoridad, y la nota en una herramienta de legitimación.
La analogía médica que
ofrece Moreno de Gama (2010) es esclarecedora: sería absurdo que un médico
dijera a su paciente “usted tiene un 7 en hígado y un 5 en pulmones”. Sin
embargo, eso es exactamente lo que ocurre en la escuela y la universidad: se
pretende reducir la complejidad humana del aprendizaje a cifras sin sentido.
Los docentes, atrapados en esta lógica, confunden medición con comprensión.
El pedagogo Philippe
Meirieu (2001) señala que “una evaluación sin sentido pedagógico es un abuso de
poder”. Evaluar, en su auténtico significado, implica ayudar al otro a entender
su proceso, no etiquetarlo. Pero cuando la evaluación se usa como castigo o
amenaza, el maestro abdica de su papel de formador y se convierte en un
burócrata del sistema.
Por otro lado, esta
adicción a las calificaciones tiene consecuencias éticas. El abuso de poder
evaluativo ha llevado en ocasiones a prácticas injustas: favoritismos,
represalias, subjetividades o simple negligencia. El caso relatado por el autor
del ensayo original —un estudiante que aprobó sin siquiera estar inscrito en la
materia— es un reflejo extremo de esta deshumanización. En tales
circunstancias, la nota pierde cualquier valor formativo o científico.
La superación de esta
adicción requiere una profunda reeducación del docente. Evaluar no es “poner
notas”, sino comprender procesos. Es necesario que los profesores se liberen
del fetiche de la calificación y recuperen el verdadero sentido del acto
educativo: acompañar, orientar y provocar el pensamiento. La autoridad del
maestro no proviene de su poder para sancionar, sino de su sabiduría para
inspirar.
VII. HACIA UNA
EVALUACIÓN HUMANISTA Y EMANCIPADORA
El siglo XXI exige un
cambio radical en la concepción de la evaluación. Frente a la lógica punitiva, cuantitativa y
deshumanizadora, debe surgir una evaluación humanista, ética y emancipadora.
Evaluar, en este nuevo paradigma, significa acompañar al estudiante en su
proceso de autodescubrimiento intelectual, no juzgarlo por sus errores, sino
ayudarle a comprenderlos.
Paulo Freire (1996)
insistía en que la evaluación debía ser un acto de amor y de diálogo. Solo en
un clima de confianza puede florecer el aprendizaje verdadero. La evaluación
emancipadora se basa en la coevaluación y la autoevaluación, donde el
estudiante participa activamente en el análisis de su propio progreso. De esa
manera, deja de ser un objeto de evaluación para convertirse en sujeto de
aprendizaje.
Neus Sanmartí (2007)
define la evaluación formativa como “un proceso de diálogo continuo que permite
a los estudiantes aprender a aprender”. Esta perspectiva implica romper con la
idea del examen como evento final y sustituirlo por un proceso constante de
retroalimentación. El error deja de ser un pecado y se convierte en una
oportunidad pedagógica.
Por su parte, Edgar
Morin (2000) propone una educación que enseñe la condición humana, que conecte
saberes y promueva la comprensión. Una evaluación coherente con este principio
no puede limitarse a medir resultados aislados, sino que debe valorar la
capacidad del estudiante para integrar conocimientos, pensar críticamente y
actuar éticamente.
Adoptar una evaluación
humanista también implica un compromiso político. Significa rechazar la lógica
mercantil que convierte al estudiante en cliente y al conocimiento en
mercancía. Como advierte Henry Giroux (2011), la educación debe recuperar su
función pública y su papel en la construcción de ciudadanía. Evaluar, en este
sentido, es un acto de responsabilidad social.
La evaluación
emancipadora no renuncia al rigor, pero redefine su sentido. El rigor no
consiste en castigar errores, sino en acompañar con honestidad intelectual. No
busca homogeneizar, sino reconocer la diversidad. En este nuevo paradigma, el
docente deja de ser juez para convertirse en guía, y el aula se transforma en
un espacio de libertad, pensamiento y humanidad.
CONCLUSIÓN
La evaluación, en su
sentido más noble, debería ser un puente hacia la comprensión, no un muro que
divide a quienes “aprueban” y a quienes “fracasan”. Sin embargo, en la mayoría
de nuestras instituciones educativas, se ha convertido en un dispositivo de
control, una forma de poder que reduce el aprendizaje a un simple número. El
sistema punitivo de evaluación ha dejado huellas profundas en la subjetividad
de los estudiantes, en la cultura docente y en la sociedad misma.
A lo largo de este
ensayo se ha demostrado que las calificaciones, tal como se aplican hoy, no
miden la inteligencia, ni la creatividad, ni el compromiso ético, sino la
obediencia al modelo hegemónico de conocimiento. En este sentido, la educación
se ha vuelto funcional a un sistema que necesita profesionales técnicos, pero
no pensadores críticos; ejecutores eficientes, pero no ciudadanos conscientes.
Autores como Foucault,
Bourdieu, Freire y Morin han permitido comprender que la evaluación no es un
acto neutral, sino una práctica política. En ella se condensan relaciones de
poder, ideologías y visiones del mundo. Por eso, transformar la evaluación
implica también transformar la educación y, con ella, la sociedad.
Evaluar para liberar
significa devolverle a la educación su dimensión humana, ética y transformadora.
Significa que el docente deje de ser un juez para convertirse en un mediador
del aprendizaje; que el estudiante deje de temer el error y aprenda a
comprenderlo como parte natural de su desarrollo. La evaluación humanista y
emancipadora no busca domesticar, sino despertar la conciencia.
La universidad del
siglo XXI debe asumir el desafío de romper con el paradigma del castigo y la
recompensa. Debe reinventar sus métodos para fomentar la investigación, la
creatividad y la ética profesional. Solo así podrá formar seres humanos libres,
capaces de pensar por sí mismos y comprometidos con el bien común. La educación
no puede seguir midiendo lo que es fácil de cuantificar, sino lo que realmente
importa: el crecimiento interior, la comprensión crítica y la responsabilidad
moral.
En definitiva, la
evaluación debe dejar de ser el látigo del miedo para convertirse en la brújula
del aprendizaje.
REFLEXIÓN FINAL
Educar sin miedo es
uno de los mayores actos de libertad y esperanza. La educación auténtica no se
construye sobre la obediencia, sino sobre la confianza. No sobre el temor a la
sanción, sino sobre la alegría de descubrir. La evaluación, cuando se usa de
manera punitiva, destruye lo mejor del ser humano: su capacidad de asombro, su
curiosidad, su amor por el saber.
Como afirmaba
Krishnamurti (1981), “la esencia de la educación es liberar al ser humano del
miedo”. Y esa liberación empieza cuando el docente renuncia al poder que
otorgan las calificaciones para recuperar la autoridad moral que proviene del
ejemplo, la empatía y la sabiduría.
En este nuevo
horizonte, la evaluación deja de ser una sentencia y se convierte en un
diálogo; deja de ser una prueba para volverse un proceso; deja de ser una
amenaza para convertirse en una oportunidad. Solo así podremos hablar de una
educación verdaderamente transformadora, donde el conocimiento no se impone,
sino que se construye colectivamente.
Repensar la evaluación
no es un mero cambio técnico, sino un acto ético, político y espiritual. Es una
revolución silenciosa que empieza en el aula, pero que puede transformar toda
una nación. Evaluar para liberar es, en esencia, un llamado a humanizar la
educación y devolverle su propósito original: ayudar a las personas a ser más
sabias, más libres y más humanas.
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SAN SALVADOR, 23 DE OCTUBRE DE 2025
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