jueves, 23 de octubre de 2025

 


“EVALUAR PARA LIBERAR, NO PARA CASTIGAR: HACIA UNA EDUCACIÓN SIN MIEDO”

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

Hablar de evaluación en la educación moderna es hablar de poder. Las calificaciones, lejos de ser un reflejo fiel del aprendizaje, se han convertido en un mecanismo de control y sometimiento que mide la obediencia antes que el pensamiento. Este ensayo nace del compromiso de cuestionar el uso inadecuado, arbitrario y deshumanizante que todavía predomina en muchos ámbitos educativos, especialmente en la educación universitaria.

La práctica evaluativa actual, basada en el conductismo y en la lógica de la recompensa y el castigo, produce un tipo de profesional dócil, técnico y acrítico, incapaz de cuestionar la estructura de poder que reproduce.

La obsesión por medir, clasificar y jerarquizar ha desplazado la verdadera esencia de la educación: formar seres humanos capaces de pensar, crear y transformar su entorno. Como advirtió Paulo Freire (1970), la educación bancaria no busca liberar, sino domesticar. Bajo esta óptica, la evaluación tradicional no educa: adiestra.

En la mayoría de las universidades, el examen y la nota han adquirido una categoría casi sagrada. Los estudiantes aprenden a estudiar para aprobar, no para comprender. El docente, muchas veces sin darse cuenta, ejerce una forma de poder simbólico (Bourdieu, 1990) al convertir la calificación en la medida del valor humano e intelectual de sus alumnos. El resultado es una cultura del miedo, donde aprender deja de ser un acto de curiosidad y se convierte en un ejercicio de supervivencia académica.

Este trabajo no pretende ofrecer verdades concluyentes, sino abrir un espacio para la reflexión colectiva. Se parte del principio de que toda evaluación, si no se orienta a la formación integral del ser humano, se vuelve una forma de violencia simbólica. Repensar la evaluación es, por tanto, un imperativo ético y político para quienes creemos en una educación liberadora.

I. LA EVALUACIÓN COMO INSTRUMENTO DE PODER Y CONTROL

Desde sus orígenes, el examen ha estado asociado más a la burocracia y al control que al aprendizaje. En la antigua China, los exámenes imperiales servían para seleccionar funcionarios dóciles al poder, no pensadores libres. Ese mismo espíritu sobrevive hoy en nuestras universidades. El examen no busca el saber, sino la obediencia.

Michel Foucault (1992) advirtió que el examen es “una técnica de vigilancia que combina la jerarquía que observa y la sanción que normaliza”. A través de él, la institución educativa ejerce un poder disciplinario que clasifica, etiqueta y somete. De este modo, la evaluación se convierte en una herramienta política al servicio de la reproducción del sistema, más que en un medio para la emancipación intelectual. En muchos contextos educativos, el docente —consciente o no— asume el papel de juez. Evalúa no solo conocimientos, sino actitudes, comportamientos y conformismo.

El alumno aprende que su supervivencia académica depende de agradar al evaluador. Así, el miedo sustituye al deseo de aprender. Como escribió Krishnamurti (1981), “la inteligencia solo florece en ausencia del miedo”.

Philippe Perrenoud (1998) también subraya que “evaluar es siempre un acto político”, porque determina quién avanza y quién queda excluido. Las notas no son neutrales: definen destinos. En una sociedad marcada por la desigualdad, las calificaciones se convierten en un filtro de clase que legitima privilegios y perpetúa exclusiones. Lo que parece un simple número encierra un profundo juicio moral y social.

Frente a esta realidad, urge recuperar el sentido ético de la evaluación. Evaluar no debe significar castigar, sino comprender. No debe buscar etiquetar, sino acompañar. La evaluación formativa —como sostiene Neus Sanmartí (2007)— debe ser “una herramienta para aprender, no un instrumento de selección”. Evaluar debería ser un acto de confianza y diálogo, no una sentencia.

El reto del siglo XXI es liberar la evaluación de su función punitiva y devolverle su verdadero propósito: ayudar al estudiante a conocerse, autorregular su aprendizaje y desarrollar una conciencia crítica. Solo así podremos construir una educación que libere, en lugar de domesticar.

II. LA SOCIEDAD INSTRUMENTAL Y LA LÓGICA DEL RENDIMIENTO

Vivimos en una sociedad dominada por la lógica del rendimiento, donde el valor del ser humano se mide por su capacidad de producir, competir y rendir. Esta racionalidad instrumental —heredera del pensamiento tecnocrático del siglo XX— ha colonizado todos los ámbitos de la vida, incluida la educación. Hoy, ser eficiente vale más que ser sabio; obtener resultados importa más que comprender procesos.

El filósofo y sociólogo Jürgen Habermas (1984) denominó a esta tendencia la “colonización del mundo de la vida” por la racionalidad técnica. En otras palabras, los sistemas educativos han adoptado los criterios del mercado: productividad, medición, resultados. En este contexto, el estudiante se convierte en un número, una cifra dentro de una estadística, y el aprendizaje en un producto que debe ser cuantificado.

Mario Bunge (2006) ya advertía que “enseñar no es evaluar la memoria, sino provocar el pensamiento”. Sin embargo, la práctica educativa actual continúa atrapada en la obsesión por medir lo inmedible: la comprensión, la curiosidad, la creatividad. La calificación se ha convertido en el fetiche moderno del sistema educativo; una cifra que, lejos de reflejar el aprendizaje real, sirve para mantener la ilusión de objetividad y control.

En el aula universitaria, este paradigma se traduce en docentes que reducen la complejidad del pensamiento a escalas numéricas, y en estudiantes que asocian su valor personal con su promedio académico. De este modo, la evaluación deja de ser un medio para el aprendizaje y se transforma en una forma de alienación. Como bien lo resume Byung-Chul Han (2012), “en la sociedad del rendimiento, el sujeto se explota a sí mismo creyendo que se realiza”.

La educación superior, en lugar de ser un espacio de pensamiento libre, corre el riesgo de convertirse en una fábrica de certificados. Los estudiantes aprenden a optimizar su desempeño, a responder exámenes estandarizados y a satisfacer los criterios del sistema. Pero se olvidan de aprender a pensar. Como recordaba Ken Bain (2004), “los mejores profesores universitarios no evalúan para medir, sino para inspirar”.

Esta lógica cuantitativa y deshumanizada ha vaciado de sentido el proceso educativo. Por ello, repensar la evaluación es también una forma de resistencia frente a la colonización de la mente por el mercado. Enseñar a los jóvenes a pensar críticamente es una forma de liberarles del yugo de la eficiencia sin alma.

III. EL EXAMEN COMO VIOLENCIA SIMBÓLICA

El examen, tal como se practica en la mayoría de instituciones, es una de las formas más sutiles de violencia simbólica. Pierre Bourdieu (1990) describió la violencia simbólica como aquella que se ejerce de manera invisible, legitimada por las estructuras sociales, y que los dominados terminan aceptando como natural. El examen encarna perfectamente esa lógica: se presenta como un acto neutral, pero en realidad reproduce desigualdades y jerarquías.

En la práctica, el examen no mide tanto lo que el alumno sabe, sino su capacidad para adaptarse al formato impuesto, para repetir lo aprendido o para adivinar las expectativas del docente. Como escribió Foucault (1992), “el examen es un ritual de verdad en el que el poder produce conocimiento y el conocimiento produce poder”. El estudiante aprende desde joven que quien califica tiene el poder de decidir su destino.

Ángel Díaz Barriga (1993) recordaba que el examen nació como un instrumento de control burocrático en la antigua China, no como una herramienta pedagógica. Con el tiempo, esta lógica se institucionalizó en Occidente, hasta convertirse en el eje central de la educación moderna. Hoy, el examen sigue siendo un mecanismo de vigilancia, control y exclusión, revestido con la apariencia de objetividad científica.

Esta “matematización del saber” —como la denomina Álvarez Méndez (2001)— convierte la educación en una operación aritmética: aprobar, reprobar, promediar. Pero el aprendizaje no puede reducirse a cifras. La comprensión, la reflexión crítica y el pensamiento ético no caben en una escala del 1 al 10.

Desde una perspectiva freiriana, el examen tradicional refuerza la educación bancaria: el profesor deposita información y el alumno la reproduce para obtener una nota. No hay diálogo, no hay descubrimiento, no hay autonomía. La evaluación, en este modelo, se vuelve un acto autoritario. Freire (1970) afirmaba que “nadie educa a nadie, nadie se educa solo, los hombres se educan entre sí, mediatizados por el mundo”. La evaluación debería ser, por tanto, un proceso de construcción colectiva del saber.

Cuando el examen se usa como arma de poder, genera miedo, ansiedad y frustración. El miedo paraliza la inteligencia, destruye la creatividad y mata el deseo de aprender.

 Krishnamurti (1981) lo expresó con claridad: “la inteligencia surge solo cuando desaparece el miedo”. Una educación basada en el temor al examen jamás podrá formar seres libres ni pensadores críticos.

Reemplazar la cultura del examen por una cultura del diálogo, la retroalimentación y la autoevaluación no significa eliminar la exigencia, sino transformarla. Exigir no es castigar: es invitar al estudiante a superarse desde la reflexión y la comprensión, no desde el temor y la sumisión.

IV. LAS CALIFICACIONES Y LA MEDIOCRIDAD PROFESIONAL

Una de las consecuencias más visibles del sistema de calificaciones punitivo es la formación de profesionales mediocres. Muchos estudiantes no estudian para aprender, sino para pasar. Su meta no es el conocimiento, sino el título. Las notas, convertidas en símbolo de éxito, reducen el sentido del aprendizaje a una transacción burocrática: estudiar para aprobar, aprobar para titularse, titularse para competir.

Esta lógica destruye el espíritu crítico y ético de la profesión. Un médico, un maestro o un ingeniero formado bajo este modelo puede saber mucho, pero carecer de sensibilidad humana, ética profesional o compromiso social. Como señala Guillermo Jaim Etcheverry (1999) en La tragedia educativa, el sistema está “produciendo técnicos eficientes pero vacíos de sentido, incapaces de comprender la dimensión humana de su labor”.

Howard Gardner (1993), con su teoría de las inteligencias múltiples, demostró que no existe una sola forma de inteligencia. Sin embargo, el sistema educativo continúa valorando únicamente la inteligencia lógico-verbal, la memoria y la obediencia. Los estudiantes creativos, artísticos o intuitivos suelen ser castigados por un sistema que no comprende su forma de aprender.

El resultado es una universidad que forma especialistas funcionales, pero no pensadores críticos. En lugar de fomentar la curiosidad científica y la reflexión filosófica, se premia la repetición mecánica. En este contexto, el docente se convierte en un “distribuidor de notas” más que en un guía del pensamiento.

El filósofo Edgar Morin (2000) sostiene que la educación debe enseñar a “enfrentar la incertidumbre, comprender la complejidad y asumir la ética del conocimiento”. Pero las calificaciones actuales, lejos de promover ese horizonte, refuerzan la conformidad. En el aula del siglo XXI, muchos estudiantes ya no preguntan “¿Por qué?”, sino “¿Cuánto vale?”.

Esta obsesión por la nota ha vaciado el sentido de la educación. Las universidades deberían ser laboratorios del pensamiento, no fábricas de promedios. Evaluar con justicia y profundidad no significa cuantificar, sino comprender el proceso humano de aprender. Solo así podremos superar la mediocridad profesional y construir una educación verdaderamente transformadora.

V. CONSECUENCIAS PSICOLÓGICAS Y PEDAGÓGICAS DEL SISTEMA PUNITIVO

El uso punitivo de la evaluación y las calificaciones ha generado una profunda distorsión en los procesos educativos, provocando efectos negativos tanto en el ámbito psicológico como en el pedagógico. En lugar de estimular el aprendizaje, este modelo produce ansiedad, miedo, frustración y apatía. El aula se convierte así en un espacio de tensión emocional, no de creatividad ni reflexión.

Los estudios en psicología educativa (Deci & Ryan, 1985) demuestran que las recompensas y castigos externos —como las notas— tienden a reducir la motivación intrínseca del estudiante. Es decir, cuando el aprendizaje se asocia a la obtención de una calificación, el interés genuino por saber se reemplaza por el deseo de aprobación. El alumno estudia no por amor al conocimiento, sino por temor a fracasar.

Este tipo de dinámica se agrava cuando los docentes utilizan las calificaciones como instrumentos de control o de venganza personal. Tal como señaló el filósofo Krishnamurti (1981), “el miedo destruye la inteligencia”. Un estudiante que teme ser humillado por una nota o castigado por un error, deja de pensar críticamente y se limita a obedecer. En consecuencia, el miedo reemplaza al pensamiento, y la disciplina exterior sustituye la autodisciplina interior.

Pedagógicamente, este sistema fomenta la superficialidad. Los alumnos aprenden a memorizar datos para el examen y luego los olvidan. Es lo que Paulo Freire (1970) llamó “educación bancaria”: una relación vertical en la que el maestro deposita información y el alumno la reproduce sin cuestionarla. De esa forma, se mata la curiosidad, se desactiva el pensamiento crítico y se refuerza la dependencia intelectual.

Además, la presión constante por las notas genera desigualdades sociales. Los estudiantes con menos recursos culturales o emocionales son los más afectados, pues el sistema privilegia a quienes dominan los códigos académicos tradicionales. Pierre Bourdieu (1990) ya advertía que el sistema educativo reproduce las jerarquías sociales al presentar como mérito individual lo que en realidad es una ventaja de clase.

El costo humano de este modelo es incalculable: jóvenes talentosos desmotivados, docentes agotados y una educación sin alma. Revertir esta tendencia exige transformar la cultura institucional y construir una pedagogía basada en el respeto, la empatía y la confianza.

VI. LA ADICCIÓN DOCENTE A LAS CALIFICACIONES

En muchos entornos educativos, los docentes se han vuelto adictos a las calificaciones. Su identidad profesional se sostiene en el acto de evaluar y sancionar, como si la autoridad del maestro dependiera de su poder para poner notas. Este fenómeno, descrito ya por Olga Moreno de Gama (2010), revela una dependencia psicológica y cultural profundamente arraigada: sin calificar, el docente siente que pierde control. Esta adicción se explica en parte por la formación tradicional del profesorado, basada en el paradigma conductista.

El docente fue educado para “hacer exámenes” y “controlar” al estudiante, no para acompañarlo en un proceso de construcción del saber. De este modo, el examen se convierte en un símbolo de autoridad, y la nota en una herramienta de legitimación.

La analogía médica que ofrece Moreno de Gama (2010) es esclarecedora: sería absurdo que un médico dijera a su paciente “usted tiene un 7 en hígado y un 5 en pulmones”. Sin embargo, eso es exactamente lo que ocurre en la escuela y la universidad: se pretende reducir la complejidad humana del aprendizaje a cifras sin sentido. Los docentes, atrapados en esta lógica, confunden medición con comprensión.

El pedagogo Philippe Meirieu (2001) señala que “una evaluación sin sentido pedagógico es un abuso de poder”. Evaluar, en su auténtico significado, implica ayudar al otro a entender su proceso, no etiquetarlo. Pero cuando la evaluación se usa como castigo o amenaza, el maestro abdica de su papel de formador y se convierte en un burócrata del sistema.

Por otro lado, esta adicción a las calificaciones tiene consecuencias éticas. El abuso de poder evaluativo ha llevado en ocasiones a prácticas injustas: favoritismos, represalias, subjetividades o simple negligencia. El caso relatado por el autor del ensayo original —un estudiante que aprobó sin siquiera estar inscrito en la materia— es un reflejo extremo de esta deshumanización. En tales circunstancias, la nota pierde cualquier valor formativo o científico.

La superación de esta adicción requiere una profunda reeducación del docente. Evaluar no es “poner notas”, sino comprender procesos. Es necesario que los profesores se liberen del fetiche de la calificación y recuperen el verdadero sentido del acto educativo: acompañar, orientar y provocar el pensamiento. La autoridad del maestro no proviene de su poder para sancionar, sino de su sabiduría para inspirar.

VII. HACIA UNA EVALUACIÓN HUMANISTA Y EMANCIPADORA

El siglo XXI exige un cambio radical en la concepción de la evaluación. Frente a la lógica punitiva, cuantitativa y deshumanizadora, debe surgir una evaluación humanista, ética y emancipadora. Evaluar, en este nuevo paradigma, significa acompañar al estudiante en su proceso de autodescubrimiento intelectual, no juzgarlo por sus errores, sino ayudarle a comprenderlos.

Paulo Freire (1996) insistía en que la evaluación debía ser un acto de amor y de diálogo. Solo en un clima de confianza puede florecer el aprendizaje verdadero. La evaluación emancipadora se basa en la coevaluación y la autoevaluación, donde el estudiante participa activamente en el análisis de su propio progreso. De esa manera, deja de ser un objeto de evaluación para convertirse en sujeto de aprendizaje.

Neus Sanmartí (2007) define la evaluación formativa como “un proceso de diálogo continuo que permite a los estudiantes aprender a aprender”. Esta perspectiva implica romper con la idea del examen como evento final y sustituirlo por un proceso constante de retroalimentación. El error deja de ser un pecado y se convierte en una oportunidad pedagógica.

Por su parte, Edgar Morin (2000) propone una educación que enseñe la condición humana, que conecte saberes y promueva la comprensión. Una evaluación coherente con este principio no puede limitarse a medir resultados aislados, sino que debe valorar la capacidad del estudiante para integrar conocimientos, pensar críticamente y actuar éticamente.

Adoptar una evaluación humanista también implica un compromiso político. Significa rechazar la lógica mercantil que convierte al estudiante en cliente y al conocimiento en mercancía. Como advierte Henry Giroux (2011), la educación debe recuperar su función pública y su papel en la construcción de ciudadanía. Evaluar, en este sentido, es un acto de responsabilidad social.

La evaluación emancipadora no renuncia al rigor, pero redefine su sentido. El rigor no consiste en castigar errores, sino en acompañar con honestidad intelectual. No busca homogeneizar, sino reconocer la diversidad. En este nuevo paradigma, el docente deja de ser juez para convertirse en guía, y el aula se transforma en un espacio de libertad, pensamiento y humanidad.

CONCLUSIÓN

La evaluación, en su sentido más noble, debería ser un puente hacia la comprensión, no un muro que divide a quienes “aprueban” y a quienes “fracasan”. Sin embargo, en la mayoría de nuestras instituciones educativas, se ha convertido en un dispositivo de control, una forma de poder que reduce el aprendizaje a un simple número. El sistema punitivo de evaluación ha dejado huellas profundas en la subjetividad de los estudiantes, en la cultura docente y en la sociedad misma.

A lo largo de este ensayo se ha demostrado que las calificaciones, tal como se aplican hoy, no miden la inteligencia, ni la creatividad, ni el compromiso ético, sino la obediencia al modelo hegemónico de conocimiento. En este sentido, la educación se ha vuelto funcional a un sistema que necesita profesionales técnicos, pero no pensadores críticos; ejecutores eficientes, pero no ciudadanos conscientes.

Autores como Foucault, Bourdieu, Freire y Morin han permitido comprender que la evaluación no es un acto neutral, sino una práctica política. En ella se condensan relaciones de poder, ideologías y visiones del mundo. Por eso, transformar la evaluación implica también transformar la educación y, con ella, la sociedad.

Evaluar para liberar significa devolverle a la educación su dimensión humana, ética y transformadora. Significa que el docente deje de ser un juez para convertirse en un mediador del aprendizaje; que el estudiante deje de temer el error y aprenda a comprenderlo como parte natural de su desarrollo. La evaluación humanista y emancipadora no busca domesticar, sino despertar la conciencia.

La universidad del siglo XXI debe asumir el desafío de romper con el paradigma del castigo y la recompensa. Debe reinventar sus métodos para fomentar la investigación, la creatividad y la ética profesional. Solo así podrá formar seres humanos libres, capaces de pensar por sí mismos y comprometidos con el bien común. La educación no puede seguir midiendo lo que es fácil de cuantificar, sino lo que realmente importa: el crecimiento interior, la comprensión crítica y la responsabilidad moral.

En definitiva, la evaluación debe dejar de ser el látigo del miedo para convertirse en la brújula del aprendizaje.

REFLEXIÓN FINAL

Educar sin miedo es uno de los mayores actos de libertad y esperanza. La educación auténtica no se construye sobre la obediencia, sino sobre la confianza. No sobre el temor a la sanción, sino sobre la alegría de descubrir. La evaluación, cuando se usa de manera punitiva, destruye lo mejor del ser humano: su capacidad de asombro, su curiosidad, su amor por el saber.

Como afirmaba Krishnamurti (1981), “la esencia de la educación es liberar al ser humano del miedo”. Y esa liberación empieza cuando el docente renuncia al poder que otorgan las calificaciones para recuperar la autoridad moral que proviene del ejemplo, la empatía y la sabiduría.

En este nuevo horizonte, la evaluación deja de ser una sentencia y se convierte en un diálogo; deja de ser una prueba para volverse un proceso; deja de ser una amenaza para convertirse en una oportunidad. Solo así podremos hablar de una educación verdaderamente transformadora, donde el conocimiento no se impone, sino que se construye colectivamente.

Repensar la evaluación no es un mero cambio técnico, sino un acto ético, político y espiritual. Es una revolución silenciosa que empieza en el aula, pero que puede transformar toda una nación. Evaluar para liberar es, en esencia, un llamado a humanizar la educación y devolverle su propósito original: ayudar a las personas a ser más sabias, más libres y más humanas.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.

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2.       Bain, K. (2004). Lo que hacen los mejores profesores universitarios. Universidad de Harvard.

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14.    Jaim Etcheverry, G. (1999). La tragedia educativa. Fondo de Cultura Económica.

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17.    Moreno de Gama, O. (2010). Adictos a las calificaciones. Scribd.

18.    Morin, E. (2000). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. UNESCO.

19.    Perrenoud, P. (1998). La evaluación: de la medición a la regulación. Graó.

20.    Sanmartí, N. (2007). Evaluar para aprender: 10 ideas clave. Graó.

 


                         SAN SALVADOR, 23 DE OCTUBRE DE 2025

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