LA EDUCACIÓN SUPERIOR ANTE EL DESAFÍO DE ENSEÑAR A PENSARCIENTIFICAMENTE
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN.
La educación
superior atraviesa uno de los momentos más decisivos de su historia. Nunca
antes había tenido acceso a tantos recursos tecnológicos, ni había contado con
una generación tan conectada al conocimiento global. Sin embargo,
paradójicamente, nunca se había observado con tanta claridad una crisis del
pensamiento profundo, crítico y autónomo.
La universidad
—institución destinada a formar las mentes más lúcidas de la sociedad— se ve
atrapada, en muchos casos, por métodos anacrónicos y modelos de enseñanza que
privilegian la memorización, la pasividad y la dependencia intelectual. Como
bien se advierte en el texto original, el objetivo de la educación superior no
debería limitarse a exponer conocimientos, sino a explicar cómo estos se
producen, bajo qué condiciones históricas y epistemológicas surgen, y cómo se
articulan con la práctica social y científica.
En otras palabras, la universidad no debe enseñar qué
pensar, sino cómo pensar. Su misión fundamental es formar sujetos capaces de
analizar, cuestionar, investigar y transformar la realidad. Paulo Freire (2008)
lo expresó con fuerza: “La educación auténtica no se hace de ‘A’ para ‘B’ o de
‘A’ sobre ‘B’, sino de ‘A’ con ‘B’, mediante el mundo” (p. 77). Este principio
freiriano sigue siendo una advertencia urgente contra el modelo bancario de
educación, que convierte al estudiante en un simple recipiente pasivo de
información.
La sociedad actual necesita profesionales con pensamiento
lógico, creativo y científico; pero muchas universidades siguen aferradas a una
pedagogía libresca y conductual, que mide el aprendizaje por la cantidad de
datos retenidos y no por la capacidad de comprender, interpretar o generar
conocimiento nuevo.
Como señala Morin (1999), “la educación debe enseñar la
condición humana, la incertidumbre y la capacidad de enfrentar la complejidad
del mundo” (p. 35). No basta, entonces, con enseñar contenidos; es necesario
enseñar a problematizar, enseñar a pensar.
La educación superior debe entenderse como un proceso de
producción de saberes en diálogo con la historia, la cultura y las necesidades
de los pueblos. Esto implica romper con los modelos educativos que separan
teoría y práctica, ciencia y vida, conocimiento y acción. El pensamiento
científico no surge del aislamiento académico, sino del análisis crítico de la
realidad. Por ello, enseñar ciencia no es exponer fórmulas ni repetir teorías,
sino mostrar cómo el conocimiento se construye, evoluciona y se cuestiona a sí
mismo.
El desafío de la universidad moderna es recuperar su
papel emancipador, aquel que históricamente la convirtió en el espacio del
pensamiento libre, de la investigación rigurosa y del debate ético sobre el
rumbo de la sociedad. La docencia universitaria debe rescatar su sentido
crítico y humanista, reconociendo que cada estudiante no es un receptor, sino
un sujeto activo de conocimiento. Solo así será posible pasar del saber
repetido al saber pensado, del alumno obediente al investigador inquieto, del
profesor transmisor al docente creador de pensamiento.
En este ensayo se reflexionará sobre la misión
epistemológica de la educación superior, el agotamiento del modelo memorístico,
la urgencia de una pedagogía del pensamiento científico y el papel del docente
como constructor de saberes y conciencia crítica. La meta no es simplemente
defender un cambio metodológico, sino plantear una transformación cultural
profunda que devuelva a la universidad su razón de ser: enseñar a pensar para
transformar la realidad.
I. LA UNIVERSIDAD Y SU MISIÓN EPISTEMOLÓGICA
La universidad nació, históricamente, como el lugar del
saber universal. Su nombre mismo lo indica: universitas, la búsqueda del
conocimiento en todas sus dimensiones. No obstante, en el contexto actual,
muchas instituciones han olvidado esa esencia y han reducido su misión a formar
técnicos eficientes, pero no pensadores críticos ni ciudadanos conscientes. Se
ha confundido la transmisión de información con la formación del pensamiento, y
la instrucción mecánica con la educación científica.
La verdadera misión de la universidad, como lo plantea el
documento base, no consiste en exponer los conocimientos de una ciencia, sino
en explicar cómo esa ciencia produce conocimientos, cuáles son sus categorías,
principios y métodos, y cómo éstos se transforman a lo largo del tiempo
Esta afirmación revela una verdad profunda: el
conocimiento universitario debe ser un acto de producción y no de repetición.
El epistemólogo francés Gaston Bachelard (1979) sostenía
que el conocimiento científico avanza a través de rupturas con el sentido común
y con las ideas heredadas. Desde esa perspectiva, la universidad tiene una
misión epistemológica: enseñar al estudiante a dudar, a interrogar, a
desconfiar de las verdades establecidas, y a reconstruirlas con base en la
razón, la experiencia y el método. Enseñar ciencia significa enseñar a romper
con los prejuicios y a construir nuevos conceptos.
Sin embargo, gran parte de la educación superior
contemporánea ha caído en lo que Pierre Bourdieu (1999) llamaba la reproducción
del orden simbólico, es decir, un sistema educativo que, en lugar de
transformar la realidad, la legitima y la reproduce. En muchas aulas
universitarias se enseña lo mismo de siempre, con los mismos enfoques, sin que
el estudiante logre relacionar la teoría con la vida, la ciencia con la ética,
o la investigación con los problemas concretos de su entorno.
La universidad, si quiere ser fiel a su misión histórica,
debe asumir un compromiso epistemológico con la verdad y la transformación
social. Esto implica enseñar al estudiante a comprender que el conocimiento no
es un conjunto de datos muertos, sino un proceso vivo, dinámico y dialéctico.
En palabras de Karl Marx (1852/1975), “la teoría se convierte en una fuerza
material cuando prende en las masas” (p. 47). De ahí que una universidad desconectada
de la realidad social es una institución vacía, que se limita a reproducir
fórmulas sin espíritu crítico ni proyección humanista.
Desde esta perspectiva, la misión epistemológica de la
universidad no puede reducirse a la instrucción técnica o al entrenamiento
profesional. Su propósito fundamental es formar sujetos capaces de pensar
científicamente, de investigar las causas y relaciones de los fenómenos, y de
comprender la ciencia como una construcción humana, histórica y perfectible. Un
estudiante universitario verdaderamente formado no es aquel que repite
conceptos, sino quien es capaz de explicar por qué y cómo se producen los
conocimientos, cómo se transforman y qué papel cumplen en la sociedad.
Así, la universidad debe concebirse como un espacio de
producción y reflexión del conocimiento, no como un simple centro de
capacitación laboral. La educación superior debe recuperar su papel de
laboratorio del pensamiento, de semillero de investigadores, de terreno fértil
para el debate ético, científico y político. Solo cuando la universidad
recupere su función epistemológica podrá contribuir de verdad al desarrollo de
una sociedad más justa, crítica y racional.
II.
LA EDUCACIÓN COMO PRODUCCIÓN DE CONOCIMIENTO Y NO COMO SIMPLE TRANSMISIÓN
Uno de los errores más persistentes en la educación
superior contemporánea es confundir el acto de enseñar con el de transmitir
información. En muchas aulas universitarias, el proceso educativo se reduce a
una secuencia mecánica: el docente expone, el estudiante escucha, memoriza, y
luego repite en un examen. Este modelo, que aún domina en gran parte de las
universidades latinoamericanas, genera profesionales instruidos, pero no
pensadores críticos. Se forman repetidores ilustrados, no productores de
conocimiento.
El texto base es categórico al señalar que el objeto de
la educación superior no consiste en exponer los conocimientos de una ciencia,
sino en explicar cómo se producen esos conocimientos, cuáles son sus
fundamentos, principios, leyes y teorías.
Esto implica un
cambio radical en la concepción misma del aprendizaje universitario: enseñar no
es transferir saberes, sino provocar el pensamiento.
El filósofo brasileño Paulo Freire (2008) afirmaba que
“nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo; los hombres se educan entre
sí, mediatizados por el mundo” (p. 79). La educación, entonces, es un proceso
dialógico en el que tanto docente como estudiante construyen juntos el
conocimiento a partir de la reflexión sobre la realidad. Desde esta
perspectiva, la universidad debe dejar de ser un templo del saber estático y
convertirse en un laboratorio del pensamiento, donde cada idea se somete a la
crítica, a la contrastación empírica y al diálogo racional.
Cuando la enseñanza se limita a la repetición de
contenidos, la mente del estudiante se llena, pero su conciencia se vacía. El
conocimiento sin reflexión se convierte en un peso muerto. En cambio, cuando el
estudiante se involucra activamente en la producción del saber —cuando
pregunta, investiga, debate y relaciona lo aprendido con su contexto—, el
conocimiento se vuelve poder transformador. De ahí que Edgar Morin (2000)
sostenga que “la educación debe enseñar a contextualizar, a globalizar y a
enfrentar la incertidumbre” (p. 45).
El conocimiento científico no se transmite como una
mercancía; se construye. Enseñar ciencia implica enseñar el proceso por el cual
se llega a una conclusión, cómo se formula una hipótesis, cómo se comprueba y
cómo puede ser refutada o reformulada. En este sentido, el acto educativo debe ser
un proceso de invención, no de repetición.
Además, una universidad que se limita a reproducir
información desconectada de la práctica social, termina contribuyendo a la
alienación del individuo.
El conocimiento,
cuando se divorcia de la acción, pierde su sentido ético y social. Por ello, la
educación superior debe promover una formación integral, donde el saber no se
mida por la cantidad de datos acumulados, sino por la capacidad de comprender
el mundo y transformarlo críticamente.
En palabras de Bachelard (1979), “el conocimiento
científico es siempre una rectificación de un error anterior” (p. 14). Enseñar
a pensar científicamente es, por tanto, enseñar a rectificar, a dudar y a
reconstruir. El verdadero profesor no es el que da respuestas, sino el que
despierta preguntas. La universidad debe dejar de ser una fábrica de títulos
para convertirse en una escuela de pensamiento, donde el estudiante aprenda que
el conocimiento no es un fin en sí mismo, sino una herramienta para comprender,
transformar y humanizar la realidad.
III. EL AGOTAMIENTO DEL MODELO CONDUCTISTA Y MEMORÍSTICO
El modelo conductista —aquel que concibe la educación
como un proceso de estímulo y respuesta, donde el alumno es un sujeto pasivo
que repite lo que el maestro dicta— está en franca decadencia. Nació en un
contexto histórico donde el ideal educativo era la obediencia, la disciplina
mecánica y la uniformidad del pensamiento. Su propósito era formar individuos
dóciles, previsibles y adaptados a los requerimientos del sistema productivo.
Pero ese paradigma, heredado de la educación industrial del siglo XIX, ya no
responde a las exigencias de una sociedad del conocimiento, donde la
creatividad, la autonomía y la reflexión crítica son las verdaderas
competencias esenciales.
El texto original señala con firmeza que en la mayoría de
facultades universitarias se sigue al pie de la letra un modelo educativo
memorístico, conductual y libresco, bajo la falsa creencia de que entre más
información reciba el estudiante, mejor preparado estará.
Sin embargo, ese
supuesto ha demostrado ser un espejismo. El exceso de información no garantiza
comprensión; al contrario, muchas veces produce confusión, saturación y
superficialidad.
Bajo este modelo obsoleto, el estudiante se acostumbra a
repetir sin comprender, a aprobar sin reflexionar, a obedecer sin cuestionar.
La educación se convierte en un ritual de acumulación de datos que pronto serán
olvidados, porque nunca fueron asimilados críticamente. Como advierte Morin
(1999), “el conocimiento fragmentado y parcelado destruye la comprensión de lo
global” (p. 27). En consecuencia, la enseñanza memorística no forma pensadores,
sino reproductores; no despierta vocaciones científicas, sino hábitos de
dependencia intelectual.
El modelo conductista, al centrarse en el control y la
repetición, asfixia la curiosidad natural del estudiante. No promueve el
descubrimiento, la investigación ni la duda metódica. El profesor se convierte
en autoridad absoluta, y el alumno en receptor silencioso. El resultado es una
educación deshumanizada, donde el acto de aprender deja de ser un proceso de
creación y se transforma en una rutina mecánica.
La universidad, en este contexto, enfrenta una tarea
urgente: superar el paradigma del adiestramiento para dar paso al paradigma del
pensamiento. Como afirmaba Freire (1997), “enseñar exige respeto a la autonomía
del ser del educando” (p. 59). Educar no es domesticar, sino liberar; no es
imponer verdades, sino guiar hacia su descubrimiento. El docente universitario
debe ser un mediador entre el conocimiento y la conciencia del estudiante, no
un simple transmisor de datos.
El agotamiento del modelo conductista se evidencia
también en los resultados: estudiantes con dificultades para argumentar,
incapaces de establecer relaciones entre teoría y práctica, y profesionales que
no saben aplicar los conocimientos adquiridos a situaciones reales. Esta crisis
de pensamiento no es casual, sino consecuencia directa de una educación que ha
privilegiado la memorización sobre la comprensión, y el examen sobre la
reflexión.
En la era digital, donde la información está a un clic de
distancia, seguir basando la enseñanza en la repetición es un anacronismo. Hoy
el desafío no es acumular datos, sino saber interpretarlos, analizarlos, y
utilizarlos para resolver problemas complejos. Por eso, el futuro de la
universidad dependerá de su capacidad para romper con el modelo memorístico y
abrirse a nuevas pedagogías basadas en la indagación, el pensamiento crítico y
la creación de conocimiento.
Como decía Albert Einstein (citado en Calaprice, 2005),
“la educación es lo que queda después de olvidar lo que se ha aprendido en la
escuela” (p. 34). Esta frase resume con claridad que el verdadero aprendizaje
no está en lo memorizado, sino en lo comprendido, interiorizado y puesto en
práctica. Enseñar a pensar es, entonces, el único camino para rescatar a la
educación superior del letargo intelectual en el que el modelo conductista la
ha sumido.
IV. LA NECESIDAD DE UNA PEDAGOGÍA DEL PENSAMIENTO
CIENTÍFICO
Si la educación superior pretende ser verdaderamente
formadora de pensamiento, no puede seguir dependiendo de métodos pedagógicos
del pasado. Necesita reinventarse desde una pedagogía del pensamiento
científico, es decir, desde una enseñanza que no transmita certezas terminadas,
sino que enseñe a investigar, a formular preguntas, a dudar, a buscar
evidencias y a construir conocimiento racionalmente. El pensamiento científico
no se impone: se cultiva.
El documento base plantea con claridad que el propósito
esencial de la docencia universitaria debe ser enseñar a pensar de manera
científica y a explicar el porqué de los fenómenos que rodean al estudiante
Esta afirmación
encierra el corazón de la transformación educativa que las universidades
necesitan: pasar del aprendizaje por repetición al aprendizaje por comprensión,
del dato aislado a la explicación causal, del saber acumulado al saber
reflexivo.
Educar científicamente no significa convertir a todos los
estudiantes en científicos, sino enseñarles a razonar con rigor, lógica y
método. Significa despertar en ellos el sentido de la observación, la capacidad
de formular hipótesis, de argumentar con fundamentos y de verificar sus
conclusiones. En palabras de Mario Bunge (2004), “pensar científicamente es
pensar con claridad, con base empírica y con apertura a la revisión” (p. 22).
La pedagogía del pensamiento científico debe incorporar
tres dimensiones fundamentales: la epistemológica, la metodológica y la ética.
La dimensión epistemológica enseña a comprender el
conocimiento como construcción histórica y perfectible; no como una verdad
inmutable, sino como un proceso dialéctico entre teoría y experiencia.
La dimensión metodológica ofrece al estudiante
herramientas para investigar la realidad con objetividad, rigor y creatividad,
evitando caer en la superficialidad o el dogmatismo.
La dimensión ética, por su parte, recuerda que la ciencia
no es neutral, y que todo conocimiento tiene consecuencias sociales,
ambientales y humanas.
En este sentido, el pensamiento científico no debe
reducirse al laboratorio, sino proyectarse a la vida cotidiana. Enseñar a
pensar científicamente es enseñar a discernir entre lo verdadero y lo falso,
entre lo comprobable y lo opinable, entre la evidencia y la manipulación. En un
mundo saturado de información y de noticias falsas, esta competencia es
esencial para la autonomía intelectual del individuo.
Asimismo, la pedagogía universitaria debe superar el
divorcio entre ciencia y humanismo. El pensamiento científico necesita ser
acompañado por una visión ética y humanizadora del conocimiento. Como advierte
Morin (2000), “el conocimiento del mundo debe ser al mismo tiempo conocimiento
del ser humano y del contexto planetario” (p. 67). En otras palabras, enseñar
ciencia es también enseñar responsabilidad.
El docente universitario, en este nuevo paradigma, deja
de ser un expositor de teorías para convertirse en un facilitador del
descubrimiento, un guía que acompaña al estudiante en el proceso de aprender a
pensar, de aprender a aprender, y de aprender a transformar. Su función no es llenar
mentes, sino encenderlas.
La pedagogía del pensamiento científico es, por tanto, un
acto de emancipación. Libera al estudiante del dogma, del conformismo y de la
ignorancia. Lo impulsa a buscar razones, a construir argumentos, a cuestionar
estructuras injustas y a participar activamente en la construcción de una
sociedad más racional, justa y solidaria.
En palabras de Carl Sagan (1997), “la ciencia no es solo
un cuerpo de conocimientos, sino una manera de pensar, una forma de examinar el
universo con escepticismo informado” (p. 25). La universidad que asuma esta
visión formará ciudadanos libres, no autómatas; pensadores críticos, no
repetidores de fórmulas. Solo una pedagogía del pensamiento científico puede
garantizar que la educación superior cumpla su verdadera misión: formar seres
humanos capaces de comprender el mundo y transformarlo éticamente.
V. ENSEÑAR A PENSAR: EL VERDADERO SENTIDO DE LA DOCENCIA
UNIVERSITARIA
Enseñar a pensar constituye la misión más noble y
compleja de la docencia universitaria. No se trata de una consigna retórica,
sino de una exigencia epistemológica, ética y social. Formar profesionales sin
enseñarles a pensar críticamente equivale a fabricar instrumentos técnicos sin
conciencia; es preparar manos que ejecutan, pero no mentes que comprenden. El
docente que no enseña a pensar traiciona la esencia misma de la educación superior.
El texto base lo expresa con contundencia: la docencia
universitaria debe enseñar a explicar el porqué de las cosas, los fenómenos que
se suscitan a su alrededor
En otras palabras,
el acto educativo debe orientarse a la comprensión, no a la simple descripción.
Enseñar a pensar significa formar individuos capaces de analizar, interpretar,
cuestionar y proponer soluciones; sujetos que no acepten pasivamente las
verdades impuestas, sino que las examinen críticamente.
Paulo Freire (1997) insistía en que “la educación
auténtica es praxis: reflexión y acción del hombre sobre el mundo para
transformarlo” (p. 68). Desde esta perspectiva, enseñar a pensar no es
transmitir contenidos, sino promover la reflexión crítica que permita
transformar la realidad. El estudiante no debe ser visto como un receptor
vacío, sino como un interlocutor activo que participa en la construcción del
saber.
El pensamiento crítico es una competencia esencial en el
siglo XXI. En un entorno donde la información abunda, pero la comprensión
escasea, la universidad tiene la responsabilidad de formar mentes capaces de
discernir, de argumentar y de resistir la manipulación ideológica y mediática.
Como advierte Lipman (2003), “pensar críticamente implica pensar de forma
cuidadosa, razonable, reflexiva y responsable” (p. 19).
El docente universitario no debe limitarse a evaluar lo
que el estudiante memoriza, sino a desafiar su capacidad de razonamiento. Debe
crear escenarios de diálogo, investigación y debate, donde los errores se
entiendan como oportunidades de aprendizaje y no como fracasos. En este
proceso, el aula se transforma en un espacio de descubrimiento colectivo, donde
tanto profesor como alumno aprenden mutuamente.
Enseñar a pensar, por tanto, exige una transformación en
el rol del docente. Ya no puede ser el “dueño del saber”, sino el facilitador
del pensamiento. Debe enseñar a formular preguntas más que a recitar
respuestas, a analizar causas más que a repetir consecuencias. En palabras de
Sócrates, “la educación no es llenar un vaso, sino encender un fuego” (citado
en Jaeger, 2001, p. 114). Ese fuego es el pensamiento crítico, la chispa que
enciende la curiosidad, la duda y la búsqueda de la verdad.
Por desgracia, en muchas universidades el docente aún
actúa como transmisor de conocimientos acabados, y no como orientador del
pensamiento. Se sigue valorando la exposición magistral por encima del diálogo,
el examen memorístico sobre la investigación, y la obediencia sobre la
creatividad. Este esquema convierte el aula en un espacio de subordinación
intelectual, donde el estudiante se acostumbra a recibir respuestas sin haber
formulado preguntas.
La verdadera docencia universitaria, sin embargo, debe
romper con esa estructura jerárquica. Enseñar a pensar significa devolver la
palabra al estudiante, permitirle construir su propio discurso, guiarlo en el
arte de razonar, argumentar y confrontar ideas. Implica fomentar la autonomía
intelectual y la ética del pensamiento libre.
Como afirma Morin (2000), “educar para el pensamiento es
enseñar a navegar en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de
certeza” (p. 57). Por ello, enseñar a pensar no es entregar verdades absolutas,
sino enseñar a convivir con la duda y a buscar respuestas fundamentadas.
En síntesis, la docencia universitaria solo cumple su
sentido más alto cuando se convierte en un acto de liberación cognitiva.
Enseñar a pensar es enseñar a ser libres, a ser críticos, a ser humanos. En la
medida en que la universidad logre formar mentes autónomas y conscientes, habrá
cumplido su misión civilizadora y su responsabilidad histórica con la sociedad.
VI. CIENCIA, CRÍTICA Y TRANSFORMACIÓN SOCIAL
La universidad no puede concebirse únicamente como un
espacio de transmisión de saberes, sino como un centro de producción crítica de
conocimiento. La ciencia, entendida en su sentido más profundo, no es un
conjunto de datos neutros ni una simple acumulación de teorías: es una
herramienta para comprender y transformar la realidad. Por eso, la educación
superior debe articular el pensamiento científico con la crítica social,
reconociendo que toda ciencia verdadera es, al mismo tiempo, una forma de
emancipación humana.
El conocimiento científico, cuando se divorcia de la
ética y la crítica, pierde su sentido. Como advertía Albert Einstein, “la
ciencia sin religión está coja, y la religión sin ciencia está ciega” (citado
en Calaprice, 2005, p. 45). Esta frase resume la necesidad de integrar la razón
con los valores, la objetividad con la conciencia. El científico, el docente y
el estudiante universitario deben entender que investigar no es solo descubrir
cómo funcionan las cosas, sino también reflexionar para qué y para quién
funcionan.
La ciencia, en su sentido humanista, no puede permanecer
indiferente ante el sufrimiento, la desigualdad y la injusticia. La docencia
universitaria debe enseñar que todo conocimiento tiene una dimensión ética y
social. Paulo Freire (2005) lo expresó con claridad: “Nadie puede ser
verdaderamente neutro en el proceso educativo; enseñar es siempre un acto
político” (p. 33). Esto significa que toda práctica docente, consciente o no,
contribuye a mantener o transformar el orden existente. Por tanto, la ciencia
universitaria debe orientarse hacia la liberación, no hacia la reproducción de
estructuras de poder.
El pensamiento crítico es el puente que une la ciencia
con la transformación social. La crítica permite romper con la ideología, con
los dogmas, con la falsa neutralidad académica. Un estudiante que aprende a
pensar críticamente entiende que la realidad no es algo dado, sino construido
históricamente. Este enfoque dialéctico, heredero del pensamiento marxista, nos
recuerda que la tarea de la ciencia no es solo interpretar el mundo, sino
transformarlo (Marx, 1845/1975, p. 11).
Por eso, una educación universitaria verdaderamente
científica no puede limitarse a reproducir teorías ajenas, sino que debe
generar pensamiento propio, capaz de analizar los problemas concretos de la
sociedad. En América Latina, esta tarea es aún más urgente: la pobreza, la
exclusión, la dependencia tecnológica y la crisis ambiental exigen una
universidad comprometida con la justicia social y el desarrollo sostenible.
Como señalaba Enrique Dussel (1998), “la razón crítica debe situarse desde la
exterioridad de las víctimas del sistema, para pensar un mundo más humano” (p.
62).
La universidad, en consecuencia, debe convertirse en un
laboratorio de pensamiento crítico y transformación social, donde la ciencia no
esté al servicio del mercado, sino del ser humano. Debe formar ciudadanos
éticos, investigadores responsables y profesionales capaces de usar su
conocimiento para el bien común. La investigación universitaria debe orientarse
a resolver problemas reales: la desigualdad, la violencia, el deterioro
ambiental, la desinformación, la pérdida de valores.
Una universidad desconectada del pueblo es una
universidad vacía. Su ciencia se vuelve estéril si no responde a las necesidades
humanas. Por ello, la educación superior debe recuperar su vocación
emancipadora, asumiendo que todo conocimiento tiene una finalidad social. El
científico, el profesor y el estudiante deben preguntarse permanentemente:
¿para qué sirve lo que aprendemos?, ¿a quién beneficia?, ¿a quién perjudica?
La ciencia y la crítica, cuando se articulan en la
universidad, se convierten en fuerzas de liberación. Forman mentes despiertas,
capaces de resistir la manipulación ideológica y de crear soluciones éticas a
los problemas de la humanidad. Como afirmaba Morin (2000), “la misión esencial
de la educación es armar las mentes para enfrentar la complejidad y la incertidumbre
del mundo” (p. 34).
En definitiva, la educación superior no puede ser un
espejo que refleje la sociedad tal como es; debe ser un faro que la ilumine
para transformarla. La ciencia universitaria, guiada por la crítica y la ética,
tiene el poder de convertir el conocimiento en justicia y la razón en
esperanza.
VII. LA UNIVERSIDAD COMO ESPACIO DE RUPTURA Y DE CREACIÓN
DE NUEVOS SABERES
La universidad, si desea conservar su vigencia histórica,
debe reafirmarse como un espacio de ruptura epistemológica, de innovación y de
creación de nuevos saberes. No puede ser un museo del conocimiento, donde se veneren
teorías muertas, sino un laboratorio de pensamiento vivo, donde se gesten
nuevas formas de comprender y transformar la realidad. En este sentido, la
universidad no debe adaptarse pasivamente a los cambios del mundo, sino ser el
motor de esos cambios.
El documento base afirma que la enseñanza universitaria
no debe limitarse a exponer el pensamiento de los autores, sino a explicar las
circunstancias históricas e intelectuales en las que se producen los
conocimientos.
Este principio
encierra la esencia misma del pensamiento crítico: comprender el conocimiento
en su contexto, analizar por qué surge, qué problemas pretende resolver y qué
límites posee. De este modo, la docencia universitaria deja de ser un simple
acto de repetición para convertirse en un proceso de reconstrucción permanente
del saber.
El filósofo checo Karel Kosík (1967) advertía que la
auténtica comprensión de la realidad no consiste en describir sus apariencias,
sino en penetrar en su estructura profunda, en su esencia concreta. De manera
similar, la universidad debe enseñar a los estudiantes a ir más allá de lo
visible, de lo aparente y de lo dado, para descubrir las contradicciones
internas de los fenómenos sociales y naturales. Esta búsqueda del sentido
profundo del conocimiento constituye una ruptura con la superficialidad dominante
en la educación actual.
La ruptura epistemológica no implica destruir el pasado,
sino dialogar críticamente con él. Todo nuevo conocimiento nace de una relación
dialéctica con los saberes anteriores: se apoya en ellos, los cuestiona y los
supera. En palabras de Bachelard (1979), “el conocimiento científico se
construye contra el conocimiento anterior” (p. 14). La universidad, por tanto,
debe ser el lugar donde se cuestione incluso aquello que parece incuestionable,
donde se promueva la duda como punto de partida del aprendizaje.
En este proceso, la investigación juega un papel central.
Sin investigación no hay creación de conocimiento, y sin conocimiento nuevo la
universidad se convierte en un eco del pasado. Por ello, la docencia debe estar
indisolublemente ligada a la investigación, y ambos deben retroalimentarse de
manera continua. Un profesor que no investiga termina enseñando ideas viejas,
mientras que un investigador que no enseña corre el riesgo de aislarse en su
propio mundo.
Además, la universidad debe abrirse a los saberes no
hegemónicos: los conocimientos populares, ancestrales, comunitarios y locales.
La ciencia moderna no puede seguir ignorando las formas de sabiduría que los
pueblos han desarrollado durante siglos. Como señala Boaventura de Sousa Santos
(2009), “no hay ignorancia absoluta ni conocimiento absoluto; todos los saberes
son parciales y situados” (p. 56). Esta perspectiva pluralista invita a construir
una universidad más inclusiva, donde el conocimiento científico dialogue con la
cultura, la ética, el arte y la experiencia social.
Por tanto, el papel de la universidad en el siglo XXI no
es reproducir el orden existente, sino crear las condiciones para pensar un
mundo distinto. Debe formar profesionales que no se conformen con aplicar
modelos importados, sino que sean capaces de generar teorías y soluciones desde
su propia realidad. América Latina, con sus desafíos estructurales y su riqueza
cultural, necesita una universidad creadora, no imitadora; crítica, no
complaciente; transformadora, no conservadora.
La universidad como espacio de ruptura y creación no teme
al cambio, lo asume. No teme a la contradicción, la analiza. No teme al
conflicto de ideas, lo aprovecha para construir conocimiento más sólido. Su
fuerza no está en repetir lo establecido, sino en imaginar lo posible.
En definitiva, la universidad debe ser el territorio
donde nazcan las utopías del pensamiento, donde la libertad académica no sea un
lema, sino una práctica cotidiana. Enseñar, investigar y crear conocimiento
deben ser actos de liberación intelectual. Como escribió Freire (1997), “nadie
educa verdaderamente si no está dispuesto a reinventar el mundo” (p. 91).
Solo cuando la universidad asuma esa tarea —la de
reinventar el mundo a través del pensamiento crítico y creativo— podrá decir
que cumple con su misión histórica y su responsabilidad ética con la humanidad.
VIII. EL PAPEL DEL DOCENTE UNIVERSITARIO COMO INVESTIGADOR
Y GUÍA DEL PENSAMIENTO
El docente universitario del siglo XXI enfrenta un doble
desafío: enseñar y producir conocimiento. No basta con dominar los contenidos
de una asignatura; es imprescindible comprender la ciencia como un proceso
dinámico de investigación, debate y descubrimiento. El profesor ya no puede ser
un transmisor pasivo de información: debe convertirse en un investigador
permanente, en un intelectual crítico que oriente al estudiante hacia la
comprensión profunda de la realidad y hacia la construcción de su propio pensamiento.
El documento base señala que la enseñanza universitaria
no debe atiborrar de conocimientos a los alumnos, sino enseñarles a pensar
científicamente, a explicar el porqué de los fenómenos.
se hace ciencia. En otras palabras, el maestro no enseña
resultados, enseña procesos; no dicta teorías cerradas, sino que abre caminos
de indagación.
Un docente investigador no teme a la duda. La considera
una aliada del pensamiento. Enseña a sus estudiantes a formular preguntas, a
buscar evidencias, a contrastar fuentes, a debatir con argumentos. En este
sentido, la docencia se convierte en una actividad creadora, donde el aula se
transforma en un espacio de investigación colectiva. Como señala Paulo Freire
(1997), “enseñar exige investigación, curiosidad, y sobre todo, humildad para
reconocer que el conocimiento es una construcción compartida” (p. 72).
Por desgracia, en muchas universidades todavía prevalece
una cultura docente rutinaria, donde el profesor se limita a repetir cada
semestre los mismos contenidos, sin actualizarse ni investigar. Este tipo de
práctica mata la curiosidad, tanto en el docente como en el estudiante. La
verdadera educación universitaria requiere profesores inquietos
intelectualmente, que lean, que escriban, que experimenten, que se atrevan a
cuestionar y a reinventar su propio saber. Solo así podrán formar estudiantes
que también se atrevan a pensar y crear.
Ser investigador no significa necesariamente trabajar en
un laboratorio o publicar artículos en revistas académicas. Significa tener una
actitud científica ante la vida, una disposición constante a observar, a
reflexionar y a comprender los fenómenos de manera crítica. En palabras de
Mario Bunge (2004), “el espíritu científico no consiste en acumular datos, sino
en saber distinguir entre lo cierto, lo probable y lo dudoso” (p. 18). El
docente investigador, por tanto, enseña con base en la evidencia y fomenta la
autonomía intelectual de sus estudiantes.
Además, el docente debe ser un guía del pensamiento
ético. La investigación científica carece de sentido si no está orientada por
valores humanos. No se trata solo de formar profesionales competentes, sino de
formar personas conscientes, responsables y solidarias. La educación superior,
en este aspecto, tiene una función moral: enseñar a usar el conocimiento para
el bien común y no para el beneficio individual o el poder.
Por ello, el docente universitario debe inspirar, no
imponer; debe dialogar, no dictar; debe acompañar, no controlar. El estudiante
no es un recipiente vacío, sino una conciencia en desarrollo. Como afirmaba
Carl Rogers (1983), “el maestro ideal es aquel que facilita el aprendizaje
ayudando al alumno a descubrir por sí mismo” (p. 41). Esa es la verdadera guía
del pensamiento: conducir sin sustituir, orientar sin dominar, provocar sin
adoctrinar.
El profesor que enseña a pensar se convierte en un
sembrador de conciencia. Su influencia trasciende las aulas, porque forma
ciudadanos críticos, investigadores sociales, profesionales éticos y seres
humanos con sentido de justicia. En cambio, el docente que enseña a repetir
forma trabajadores dóciles, incapaces de transformar su entorno.
La universidad necesita, con urgencia, una nueva
generación de docentes que comprendan que enseñar es investigar, y que
investigar es enseñar. La docencia universitaria debe basarse en el ejemplo: no
se puede enseñar pensamiento crítico desde la pasividad, ni ética desde la
indiferencia. El maestro universitario es, ante todo, un testimonio vivo de lo
que significa aprender constantemente.
En síntesis, el papel del docente universitario no se
limita a la transmisión del saber, sino que consiste en ser un guía del
pensamiento libre y un constructor de conocimiento nuevo. Su tarea más alta no
es llenar de información las mentes jóvenes, sino despertar en ellas la pasión
por la verdad y el compromiso con la transformación social. Enseñar a pensar y
a investigar es, en definitiva, enseñar a ser humanos en toda su plenitud.
IX. LA INTEGRACIÓN ENTRE TEORÍA Y PRÁCTICA EN LA
FORMACIÓN PROFESIONAL
Uno de los problemas estructurales más persistentes en la
educación superior es la separación entre teoría y práctica. En muchas
universidades, los conocimientos se enseñan como entes abstractos,
desvinculados de la realidad concreta que deberían transformar. Los estudiantes
aprenden conceptos, leyes y fórmulas, pero no logran comprender cómo aplicarlos
para resolver los problemas reales de su entorno. Este divorcio entre saber y
hacer, entre pensar y actuar, ha debilitado profundamente la función social de
la universidad y ha convertido la educación superior en un proceso incompleto.
El texto base advierte que los conocimientos impartidos
en las facultades no están vinculados con la práctica, lo que impide el
desarrollo de una capacidad lógica y crítica del pensamiento.
Esta afirmación sintetiza una de las mayores deficiencias
del modelo educativo tradicional: formar profesionales que saben mucho en
teoría, pero que no saben cómo usar ese conocimiento para transformar la
realidad.
Karl Marx (1845/1975) señaló con precisión que “la
práctica es el criterio de la verdad” (p. 12). Esto significa que la validez
del conocimiento no radica en su coherencia interna, sino en su capacidad para
explicar y modificar el mundo. Desde esta perspectiva, una universidad que no
une teoría y práctica produce conocimiento estéril. Enseñar teoría sin práctica
genera mentes dogmáticas; enseñar práctica sin teoría forma técnicos sin
comprensión. Solo su integración permite formar profesionales verdaderamente
competentes, críticos y creativos.
El aprendizaje universitario debe partir de la
comprensión del entorno social, económico y cultural del estudiante. La
práctica, entendida como experiencia viva y reflexiva, permite verificar los
conceptos, confrontar las teorías y descubrir la complejidad del mundo real.
Por eso, la docencia universitaria debe orientarse hacia metodologías activas,
como el aprendizaje basado en problemas, la investigación acción, las prácticas
comunitarias y los proyectos interdisciplinarios.
Edgar Morin (2000) plantea que “la educación del futuro
debe enseñar a articular los saberes y no a separarlos” (p. 84). Esta idea
reafirma que el conocimiento fragmentado conduce a la superficialidad, mientras
que la articulación entre teoría y práctica permite comprender la totalidad de
los fenómenos. En ese sentido, el aula universitaria no debe ser un espacio
cerrado, sino una extensión del mundo; un laboratorio donde se analicen las
realidades sociales, políticas y ambientales que rodean al estudiante.
La integración teoría-práctica tiene también una
dimensión ética. Un profesional que no conecta sus conocimientos con la vida
carece de sensibilidad social. Por el contrario, aquel que aprende a aplicar la
teoría para servir a los demás se convierte en un agente de cambio. La
educación superior debe formar no solo expertos, sino seres humanos
comprometidos con su comunidad. En palabras de Freire (1997), “no hay verdadera
educación sin compromiso con la transformación del mundo” (p. 93).
Además, esta integración permite derribar una falsa
jerarquía que ha dominado la educación durante siglos: la idea de que el
trabajo intelectual es superior al trabajo práctico. En realidad, ambos son
complementarios y necesarios. La práctica sin reflexión se vuelve rutina; la
teoría sin acción, vacío. La síntesis entre ambas constituye el acto educativo
más completo, donde el conocimiento se hace vida.
La universidad, por tanto, debe crear puentes permanentes
entre el aula y la sociedad, entre el laboratorio y la comunidad, entre la
investigación y la acción. Las pasantías, los trabajos de campo, los proyectos
sociales y las prácticas profesionales no deben ser vistos como requisitos
administrativos, sino como espacios formativos donde la teoría se prueba, se
ajusta y se enriquece.
Solo así se logrará una formación integral, donde el
estudiante aprenda a pensar desde la práctica y a actuar desde la reflexión. El
resultado será un profesional más humano, capaz de unir la razón con la
empatía, la ciencia con la ética y el conocimiento con la acción
transformadora.
En síntesis, integrar teoría y práctica es superar la
dicotomía entre saber y ser. Es comprender que el conocimiento auténtico no se
agota en los libros, sino que se realiza plenamente cuando se pone al servicio
de la vida. La universidad que logre unir pensamiento y acción formará
ciudadanos que no solo sepan interpretar el mundo, sino que también estén
dispuestos a mejorarlo.
X. HACIA UN NUEVO PARADIGMA EDUCATIVO EN LA EDUCACIÓN
SUPERIOR
La crisis de la educación superior no se resolverá con
reformas superficiales ni con la simple modernización tecnológica. Se requiere
una transformación profunda del paradigma educativo, capaz de situar al ser
humano —no al mercado, ni a la burocracia, ni a la rutina institucional— en el
centro del proceso formativo. La universidad necesita reinventarse como un
espacio de pensamiento libre, investigación crítica y formación integral,
orientado a la construcción de una sociedad más justa, ética y sostenible.
El viejo modelo educativo —memorístico, conductista y
fragmentado— ha llegado a su límite. Como se señala en el texto base, la
enseñanza universitaria tradicional ha estado dominada por el modelo libresco,
en el que se valora la cantidad de información antes que la comprensión, la
obediencia antes que la creatividad, la repetición antes que el razonamiento.
Este paradigma ya no responde a los desafíos del
presente: una época caracterizada por la sobreinformación, la inteligencia
artificial, la crisis ambiental, la desigualdad global y la necesidad urgente de
pensamiento ético y crítico.
Un nuevo paradigma educativo debe basarse en cinco
pilares fundamentales: pensamiento crítico, interdisciplinariedad, investigación,
ética y compromiso social.
El pensamiento crítico debe ser el eje de toda formación
universitaria. Sin él, la educación se convierte en adiestramiento. Enseñar a
pensar, dudar, argumentar y cuestionar debe ser el objetivo primordial de todo
proceso docente.
La interdisciplinariedad permite superar la fragmentación
del conocimiento. Los problemas del siglo XXI —el cambio climático, la
desigualdad, la desinformación, la pobreza— no pueden resolverse desde una sola
disciplina. Como señala Edgar Morin (2000), “es necesario un pensamiento
complejo que sepa unir lo que está separado y distinguir sin disolver” (p. 47).
La investigación debe ser el corazón de la universidad.
No basta con transmitir lo que otros descubren: es necesario producir
conocimiento desde la propia realidad nacional. La universidad que no investiga
se condena al atraso intelectual y a la dependencia científica.
La ética debe guiar toda acción educativa. El
conocimiento sin valores puede ser peligroso. Solo una ciencia comprometida con
la verdad, la justicia y la dignidad humana puede considerarse auténticamente
liberadora.
El compromiso social transforma la universidad en un
actor activo del desarrollo nacional. La educación superior no puede estar al
margen de los problemas del pueblo. Debe contribuir a erradicar la pobreza, a
fortalecer la democracia y a promover la cultura de la paz.
Este nuevo paradigma exige, además, un cambio en la
relación entre docente y estudiante. El profesor ya no debe ser el centro de la
enseñanza, sino un mediador del aprendizaje. El estudiante, por su parte, debe
asumir un papel activo, crítico y participativo. La educación deja de ser
vertical para convertirse en un diálogo horizontal de saberes, donde todos aprenden
y enseñan al mismo tiempo.
Asimismo, las universidades deben adoptar metodologías
que fomenten la creatividad, la reflexión y la acción transformadora: el
aprendizaje basado en proyectos, la investigación participativa, la evaluación
formativa, la enseñanza colaborativa y la integración de las tecnologías
digitales al servicio del pensamiento crítico, no de la dependencia mecánica.
El nuevo paradigma educativo no solo implica cambiar
métodos, sino cambiar la cultura universitaria. Se trata de recuperar la misión
humanista de la educación: formar personas libres, solidarias, éticas y
conscientes de su responsabilidad con la humanidad. Como escribió Freire
(1997), “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a
cambiar el mundo” (p. 92).
Por tanto, la educación superior del futuro debe ser una
educación para la comprensión, la creatividad y la transformación. Una
educación que devuelva al conocimiento su sentido moral y social, que promueva
la cooperación por encima de la competencia, y que coloque la verdad y la
dignidad humana por encima de los intereses económicos o ideológicos.
El nuevo paradigma educativo será verdaderamente
revolucionario cuando cada aula universitaria se convierta en un espacio de
pensamiento libre, donde los estudiantes no sean espectadores, sino
protagonistas del saber. Solo así la universidad cumplirá su función histórica:
ser el faro que ilumine la conciencia de los pueblos y el motor de la
transformación social.
CONCLUSIÓN
La educación superior enfrenta un dilema histórico:
seguir atrapada en los modelos tradicionales que privilegian la memorización y
la obediencia intelectual, o asumir con valentía el desafío de enseñar a
pensar, investigar y transformar la realidad. En un mundo que cambia
aceleradamente, donde la información es abundante pero el pensamiento crítico
escaso, la universidad tiene la responsabilidad de convertirse en el faro del
conocimiento reflexivo, ético y humanizador.
A lo largo de este ensayo se ha mostrado que la misión
fundamental de la educación universitaria no consiste en transmitir
conocimientos acabados, sino en enseñar cómo se producen, se cuestionan y se
renuevan los saberes. La universidad debe formar seres humanos capaces de
razonar, crear y comprometerse con su tiempo. En palabras de Paulo Freire
(1997), “enseñar exige respeto a la autonomía del ser del educando” (p. 58), lo
que implica reconocer al estudiante como sujeto activo de su aprendizaje y no
como objeto pasivo de instrucción.
La universidad contemporánea necesita romper con los
paradigmas obsoletos que aún la encadenan: el conductismo, el memorismo y la
visión fragmentada del conocimiento. Debe construir una pedagogía del
pensamiento científico que estimule la curiosidad, la argumentación y la
creatividad, y que integre la teoría con la práctica en una relación
dialéctica. La investigación debe ocupar un lugar central, porque solo quien
investiga aprende a pensar, y solo quien piensa puede innovar.
Asimismo, el docente universitario debe asumir su papel
como guía del pensamiento y productor de conocimiento, no como simple expositor
de contenidos. Su tarea es despertar en el estudiante la pasión por la verdad,
la reflexión y la transformación. El profesor que enseña a dudar enseña a
pensar, y el que enseña a pensar enseña a ser libre.
La universidad del siglo XXI debe convertirse en un
espacio de ruptura y creación, donde el conocimiento no se reproduzca, sino que
se construya en diálogo con la realidad y con los saberes del pueblo. Debe
abrirse a la interdisciplinariedad, al pluralismo cultural y al compromiso
ético. En este sentido, como afirma Edgar Morin (2000), “la misión de la
educación es armar las mentes para afrontar la incertidumbre y el desafío de la
complejidad” (p. 34).
En conclusión, la educación superior debe volver a su
esencia humanista y crítica. Su tarea más alta no es formar empleados del
sistema, sino ciudadanos del pensamiento, profesionales que unan ciencia y
conciencia, razón y sensibilidad, conocimiento y ética. Una universidad que
enseña a pensar es una universidad que libera; una que enseña a repetir,
esclaviza.
Solo cuando las universidades logren formar mentes
críticas y corazones éticos, el conocimiento recuperará su verdadero sentido:
servir al ser humano y contribuir a la transformación de la sociedad hacia la
justicia, la verdad y la dignidad.
REFLEXIÓN FINAL
La educación superior es mucho más que un peldaño en la
carrera profesional; es un espacio donde el ser humano puede encontrarse
consigo mismo a través del conocimiento. Enseñar y aprender en la universidad
no debería ser un acto burocrático, sino una experiencia de renacimiento intelectual
y ético, donde la mente se expanda y la conciencia despierte.
Cada estudiante que aprende a pensar críticamente se
convierte en una semilla de cambio. Cada docente que enseña con pasión y
ejemplo ético se transforma en un faro que ilumina generaciones. Y cada
universidad que asume el compromiso de educar para la libertad y no para la
obediencia contribuye a la construcción de una sociedad más justa, culta y
solidaria.
El futuro de la humanidad no depende de la cantidad de
información que poseamos, sino de la calidad de nuestro pensamiento. Vivimos en
una era donde las máquinas pueden almacenar datos infinitos, pero ninguna
inteligencia artificial podrá reemplazar la conciencia moral ni la creatividad
humana. Solo el pensamiento libre, reflexivo y ético nos permitirá preservar
nuestra esencia en medio del ruido tecnológico y del vértigo del progreso.
Por eso, enseñar a pensar no es una opción pedagógica: es
una necesidad existencial. Pensar es resistir la manipulación, es romper con la
ignorancia, es afirmar la dignidad humana frente a la indiferencia del mundo.
Una universidad que enseña a pensar construye ciudadanos, no consumidores; crea
conciencia, no conformismo; despierta humanidad, no automatismos.
El destino de la educación superior —y con ella, el
destino de los pueblos— dependerá de su capacidad para mantener vivo ese fuego
del pensamiento. Que las universidades no se conviertan en fábricas de títulos,
sino en forjas de conciencia, donde cada clase, cada debate y cada
investigación sean actos de esperanza, de libertad y de transformación.
Porque al final, pensar es el acto más humano de todos, y
educar para pensar es el mayor servicio que la universidad puede ofrecer a la
vida, a la verdad y al futuro de la humanidad.
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