miércoles, 22 de octubre de 2025



 LA EDUCACIÓN SUPERIOR ANTE EL DESAFÍO DE ENSEÑAR A PENSARCIENTIFICAMENTE

                                               POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

 INTRODUCCIÓN.

 La educación superior atraviesa uno de los momentos más decisivos de su historia. Nunca antes había tenido acceso a tantos recursos tecnológicos, ni había contado con una generación tan conectada al conocimiento global. Sin embargo, paradójicamente, nunca se había observado con tanta claridad una crisis del pensamiento profundo, crítico y autónomo.

  La universidad —institución destinada a formar las mentes más lúcidas de la sociedad— se ve atrapada, en muchos casos, por métodos anacrónicos y modelos de enseñanza que privilegian la memorización, la pasividad y la dependencia intelectual. Como bien se advierte en el texto original, el objetivo de la educación superior no debería limitarse a exponer conocimientos, sino a explicar cómo estos se producen, bajo qué condiciones históricas y epistemológicas surgen, y cómo se articulan con la práctica social y científica.

En otras palabras, la universidad no debe enseñar qué pensar, sino cómo pensar. Su misión fundamental es formar sujetos capaces de analizar, cuestionar, investigar y transformar la realidad. Paulo Freire (2008) lo expresó con fuerza: “La educación auténtica no se hace de ‘A’ para ‘B’ o de ‘A’ sobre ‘B’, sino de ‘A’ con ‘B’, mediante el mundo” (p. 77). Este principio freiriano sigue siendo una advertencia urgente contra el modelo bancario de educación, que convierte al estudiante en un simple recipiente pasivo de información.

La sociedad actual necesita profesionales con pensamiento lógico, creativo y científico; pero muchas universidades siguen aferradas a una pedagogía libresca y conductual, que mide el aprendizaje por la cantidad de datos retenidos y no por la capacidad de comprender, interpretar o generar conocimiento nuevo.

Como señala Morin (1999), “la educación debe enseñar la condición humana, la incertidumbre y la capacidad de enfrentar la complejidad del mundo” (p. 35). No basta, entonces, con enseñar contenidos; es necesario enseñar a problematizar, enseñar a pensar.

La educación superior debe entenderse como un proceso de producción de saberes en diálogo con la historia, la cultura y las necesidades de los pueblos. Esto implica romper con los modelos educativos que separan teoría y práctica, ciencia y vida, conocimiento y acción. El pensamiento científico no surge del aislamiento académico, sino del análisis crítico de la realidad. Por ello, enseñar ciencia no es exponer fórmulas ni repetir teorías, sino mostrar cómo el conocimiento se construye, evoluciona y se cuestiona a sí mismo.

El desafío de la universidad moderna es recuperar su papel emancipador, aquel que históricamente la convirtió en el espacio del pensamiento libre, de la investigación rigurosa y del debate ético sobre el rumbo de la sociedad. La docencia universitaria debe rescatar su sentido crítico y humanista, reconociendo que cada estudiante no es un receptor, sino un sujeto activo de conocimiento. Solo así será posible pasar del saber repetido al saber pensado, del alumno obediente al investigador inquieto, del profesor transmisor al docente creador de pensamiento.

En este ensayo se reflexionará sobre la misión epistemológica de la educación superior, el agotamiento del modelo memorístico, la urgencia de una pedagogía del pensamiento científico y el papel del docente como constructor de saberes y conciencia crítica. La meta no es simplemente defender un cambio metodológico, sino plantear una transformación cultural profunda que devuelva a la universidad su razón de ser: enseñar a pensar para transformar la realidad.

I. LA UNIVERSIDAD Y SU MISIÓN EPISTEMOLÓGICA

La universidad nació, históricamente, como el lugar del saber universal. Su nombre mismo lo indica: universitas, la búsqueda del conocimiento en todas sus dimensiones. No obstante, en el contexto actual, muchas instituciones han olvidado esa esencia y han reducido su misión a formar técnicos eficientes, pero no pensadores críticos ni ciudadanos conscientes. Se ha confundido la transmisión de información con la formación del pensamiento, y la instrucción mecánica con la educación científica.

La verdadera misión de la universidad, como lo plantea el documento base, no consiste en exponer los conocimientos de una ciencia, sino en explicar cómo esa ciencia produce conocimientos, cuáles son sus categorías, principios y métodos, y cómo éstos se transforman a lo largo del tiempo

Esta afirmación revela una verdad profunda: el conocimiento universitario debe ser un acto de producción y no de repetición.

El epistemólogo francés Gaston Bachelard (1979) sostenía que el conocimiento científico avanza a través de rupturas con el sentido común y con las ideas heredadas. Desde esa perspectiva, la universidad tiene una misión epistemológica: enseñar al estudiante a dudar, a interrogar, a desconfiar de las verdades establecidas, y a reconstruirlas con base en la razón, la experiencia y el método. Enseñar ciencia significa enseñar a romper con los prejuicios y a construir nuevos conceptos.

Sin embargo, gran parte de la educación superior contemporánea ha caído en lo que Pierre Bourdieu (1999) llamaba la reproducción del orden simbólico, es decir, un sistema educativo que, en lugar de transformar la realidad, la legitima y la reproduce. En muchas aulas universitarias se enseña lo mismo de siempre, con los mismos enfoques, sin que el estudiante logre relacionar la teoría con la vida, la ciencia con la ética, o la investigación con los problemas concretos de su entorno.

La universidad, si quiere ser fiel a su misión histórica, debe asumir un compromiso epistemológico con la verdad y la transformación social. Esto implica enseñar al estudiante a comprender que el conocimiento no es un conjunto de datos muertos, sino un proceso vivo, dinámico y dialéctico. En palabras de Karl Marx (1852/1975), “la teoría se convierte en una fuerza material cuando prende en las masas” (p. 47). De ahí que una universidad desconectada de la realidad social es una institución vacía, que se limita a reproducir fórmulas sin espíritu crítico ni proyección humanista.

Desde esta perspectiva, la misión epistemológica de la universidad no puede reducirse a la instrucción técnica o al entrenamiento profesional. Su propósito fundamental es formar sujetos capaces de pensar científicamente, de investigar las causas y relaciones de los fenómenos, y de comprender la ciencia como una construcción humana, histórica y perfectible. Un estudiante universitario verdaderamente formado no es aquel que repite conceptos, sino quien es capaz de explicar por qué y cómo se producen los conocimientos, cómo se transforman y qué papel cumplen en la sociedad.

Así, la universidad debe concebirse como un espacio de producción y reflexión del conocimiento, no como un simple centro de capacitación laboral. La educación superior debe recuperar su papel de laboratorio del pensamiento, de semillero de investigadores, de terreno fértil para el debate ético, científico y político. Solo cuando la universidad recupere su función epistemológica podrá contribuir de verdad al desarrollo de una sociedad más justa, crítica y racional.

II. LA EDUCACIÓN COMO PRODUCCIÓN DE CONOCIMIENTO Y NO COMO SIMPLE TRANSMISIÓN

Uno de los errores más persistentes en la educación superior contemporánea es confundir el acto de enseñar con el de transmitir información. En muchas aulas universitarias, el proceso educativo se reduce a una secuencia mecánica: el docente expone, el estudiante escucha, memoriza, y luego repite en un examen. Este modelo, que aún domina en gran parte de las universidades latinoamericanas, genera profesionales instruidos, pero no pensadores críticos. Se forman repetidores ilustrados, no productores de conocimiento.

El texto base es categórico al señalar que el objeto de la educación superior no consiste en exponer los conocimientos de una ciencia, sino en explicar cómo se producen esos conocimientos, cuáles son sus fundamentos, principios, leyes y teorías.

 Esto implica un cambio radical en la concepción misma del aprendizaje universitario: enseñar no es transferir saberes, sino provocar el pensamiento.

El filósofo brasileño Paulo Freire (2008) afirmaba que “nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo; los hombres se educan entre sí, mediatizados por el mundo” (p. 79). La educación, entonces, es un proceso dialógico en el que tanto docente como estudiante construyen juntos el conocimiento a partir de la reflexión sobre la realidad. Desde esta perspectiva, la universidad debe dejar de ser un templo del saber estático y convertirse en un laboratorio del pensamiento, donde cada idea se somete a la crítica, a la contrastación empírica y al diálogo racional.

Cuando la enseñanza se limita a la repetición de contenidos, la mente del estudiante se llena, pero su conciencia se vacía. El conocimiento sin reflexión se convierte en un peso muerto. En cambio, cuando el estudiante se involucra activamente en la producción del saber —cuando pregunta, investiga, debate y relaciona lo aprendido con su contexto—, el conocimiento se vuelve poder transformador. De ahí que Edgar Morin (2000) sostenga que “la educación debe enseñar a contextualizar, a globalizar y a enfrentar la incertidumbre” (p. 45).

El conocimiento científico no se transmite como una mercancía; se construye. Enseñar ciencia implica enseñar el proceso por el cual se llega a una conclusión, cómo se formula una hipótesis, cómo se comprueba y cómo puede ser refutada o reformulada. En este sentido, el acto educativo debe ser un proceso de invención, no de repetición.

Además, una universidad que se limita a reproducir información desconectada de la práctica social, termina contribuyendo a la alienación del individuo.

 El conocimiento, cuando se divorcia de la acción, pierde su sentido ético y social. Por ello, la educación superior debe promover una formación integral, donde el saber no se mida por la cantidad de datos acumulados, sino por la capacidad de comprender el mundo y transformarlo críticamente.

En palabras de Bachelard (1979), “el conocimiento científico es siempre una rectificación de un error anterior” (p. 14). Enseñar a pensar científicamente es, por tanto, enseñar a rectificar, a dudar y a reconstruir. El verdadero profesor no es el que da respuestas, sino el que despierta preguntas. La universidad debe dejar de ser una fábrica de títulos para convertirse en una escuela de pensamiento, donde el estudiante aprenda que el conocimiento no es un fin en sí mismo, sino una herramienta para comprender, transformar y humanizar la realidad.

III. EL AGOTAMIENTO DEL MODELO CONDUCTISTA Y MEMORÍSTICO

El modelo conductista —aquel que concibe la educación como un proceso de estímulo y respuesta, donde el alumno es un sujeto pasivo que repite lo que el maestro dicta— está en franca decadencia. Nació en un contexto histórico donde el ideal educativo era la obediencia, la disciplina mecánica y la uniformidad del pensamiento. Su propósito era formar individuos dóciles, previsibles y adaptados a los requerimientos del sistema productivo. Pero ese paradigma, heredado de la educación industrial del siglo XIX, ya no responde a las exigencias de una sociedad del conocimiento, donde la creatividad, la autonomía y la reflexión crítica son las verdaderas competencias esenciales.

El texto original señala con firmeza que en la mayoría de facultades universitarias se sigue al pie de la letra un modelo educativo memorístico, conductual y libresco, bajo la falsa creencia de que entre más información reciba el estudiante, mejor preparado estará.

 

 Sin embargo, ese supuesto ha demostrado ser un espejismo. El exceso de información no garantiza comprensión; al contrario, muchas veces produce confusión, saturación y superficialidad.

Bajo este modelo obsoleto, el estudiante se acostumbra a repetir sin comprender, a aprobar sin reflexionar, a obedecer sin cuestionar. La educación se convierte en un ritual de acumulación de datos que pronto serán olvidados, porque nunca fueron asimilados críticamente. Como advierte Morin (1999), “el conocimiento fragmentado y parcelado destruye la comprensión de lo global” (p. 27). En consecuencia, la enseñanza memorística no forma pensadores, sino reproductores; no despierta vocaciones científicas, sino hábitos de dependencia intelectual.

El modelo conductista, al centrarse en el control y la repetición, asfixia la curiosidad natural del estudiante. No promueve el descubrimiento, la investigación ni la duda metódica. El profesor se convierte en autoridad absoluta, y el alumno en receptor silencioso. El resultado es una educación deshumanizada, donde el acto de aprender deja de ser un proceso de creación y se transforma en una rutina mecánica.

La universidad, en este contexto, enfrenta una tarea urgente: superar el paradigma del adiestramiento para dar paso al paradigma del pensamiento. Como afirmaba Freire (1997), “enseñar exige respeto a la autonomía del ser del educando” (p. 59). Educar no es domesticar, sino liberar; no es imponer verdades, sino guiar hacia su descubrimiento. El docente universitario debe ser un mediador entre el conocimiento y la conciencia del estudiante, no un simple transmisor de datos.

El agotamiento del modelo conductista se evidencia también en los resultados: estudiantes con dificultades para argumentar, incapaces de establecer relaciones entre teoría y práctica, y profesionales que no saben aplicar los conocimientos adquiridos a situaciones reales. Esta crisis de pensamiento no es casual, sino consecuencia directa de una educación que ha privilegiado la memorización sobre la comprensión, y el examen sobre la reflexión.

En la era digital, donde la información está a un clic de distancia, seguir basando la enseñanza en la repetición es un anacronismo. Hoy el desafío no es acumular datos, sino saber interpretarlos, analizarlos, y utilizarlos para resolver problemas complejos. Por eso, el futuro de la universidad dependerá de su capacidad para romper con el modelo memorístico y abrirse a nuevas pedagogías basadas en la indagación, el pensamiento crítico y la creación de conocimiento.

Como decía Albert Einstein (citado en Calaprice, 2005), “la educación es lo que queda después de olvidar lo que se ha aprendido en la escuela” (p. 34). Esta frase resume con claridad que el verdadero aprendizaje no está en lo memorizado, sino en lo comprendido, interiorizado y puesto en práctica. Enseñar a pensar es, entonces, el único camino para rescatar a la educación superior del letargo intelectual en el que el modelo conductista la ha sumido.

IV. LA NECESIDAD DE UNA PEDAGOGÍA DEL PENSAMIENTO CIENTÍFICO

Si la educación superior pretende ser verdaderamente formadora de pensamiento, no puede seguir dependiendo de métodos pedagógicos del pasado. Necesita reinventarse desde una pedagogía del pensamiento científico, es decir, desde una enseñanza que no transmita certezas terminadas, sino que enseñe a investigar, a formular preguntas, a dudar, a buscar evidencias y a construir conocimiento racionalmente. El pensamiento científico no se impone: se cultiva.

El documento base plantea con claridad que el propósito esencial de la docencia universitaria debe ser enseñar a pensar de manera científica y a explicar el porqué de los fenómenos que rodean al estudiante

 Esta afirmación encierra el corazón de la transformación educativa que las universidades necesitan: pasar del aprendizaje por repetición al aprendizaje por comprensión, del dato aislado a la explicación causal, del saber acumulado al saber reflexivo.

Educar científicamente no significa convertir a todos los estudiantes en científicos, sino enseñarles a razonar con rigor, lógica y método. Significa despertar en ellos el sentido de la observación, la capacidad de formular hipótesis, de argumentar con fundamentos y de verificar sus conclusiones. En palabras de Mario Bunge (2004), “pensar científicamente es pensar con claridad, con base empírica y con apertura a la revisión” (p. 22).

La pedagogía del pensamiento científico debe incorporar tres dimensiones fundamentales: la epistemológica, la metodológica y la ética.

La dimensión epistemológica enseña a comprender el conocimiento como construcción histórica y perfectible; no como una verdad inmutable, sino como un proceso dialéctico entre teoría y experiencia.

La dimensión metodológica ofrece al estudiante herramientas para investigar la realidad con objetividad, rigor y creatividad, evitando caer en la superficialidad o el dogmatismo.

La dimensión ética, por su parte, recuerda que la ciencia no es neutral, y que todo conocimiento tiene consecuencias sociales, ambientales y humanas.

En este sentido, el pensamiento científico no debe reducirse al laboratorio, sino proyectarse a la vida cotidiana. Enseñar a pensar científicamente es enseñar a discernir entre lo verdadero y lo falso, entre lo comprobable y lo opinable, entre la evidencia y la manipulación. En un mundo saturado de información y de noticias falsas, esta competencia es esencial para la autonomía intelectual del individuo.

Asimismo, la pedagogía universitaria debe superar el divorcio entre ciencia y humanismo. El pensamiento científico necesita ser acompañado por una visión ética y humanizadora del conocimiento. Como advierte Morin (2000), “el conocimiento del mundo debe ser al mismo tiempo conocimiento del ser humano y del contexto planetario” (p. 67). En otras palabras, enseñar ciencia es también enseñar responsabilidad.

El docente universitario, en este nuevo paradigma, deja de ser un expositor de teorías para convertirse en un facilitador del descubrimiento, un guía que acompaña al estudiante en el proceso de aprender a pensar, de aprender a aprender, y de aprender a transformar. Su función no es llenar mentes, sino encenderlas.

La pedagogía del pensamiento científico es, por tanto, un acto de emancipación. Libera al estudiante del dogma, del conformismo y de la ignorancia. Lo impulsa a buscar razones, a construir argumentos, a cuestionar estructuras injustas y a participar activamente en la construcción de una sociedad más racional, justa y solidaria.

En palabras de Carl Sagan (1997), “la ciencia no es solo un cuerpo de conocimientos, sino una manera de pensar, una forma de examinar el universo con escepticismo informado” (p. 25). La universidad que asuma esta visión formará ciudadanos libres, no autómatas; pensadores críticos, no repetidores de fórmulas. Solo una pedagogía del pensamiento científico puede garantizar que la educación superior cumpla su verdadera misión: formar seres humanos capaces de comprender el mundo y transformarlo éticamente.

V. ENSEÑAR A PENSAR: EL VERDADERO SENTIDO DE LA DOCENCIA UNIVERSITARIA

Enseñar a pensar constituye la misión más noble y compleja de la docencia universitaria. No se trata de una consigna retórica, sino de una exigencia epistemológica, ética y social. Formar profesionales sin enseñarles a pensar críticamente equivale a fabricar instrumentos técnicos sin conciencia; es preparar manos que ejecutan, pero no mentes que comprenden. El docente que no enseña a pensar traiciona la esencia misma de la educación superior.

El texto base lo expresa con contundencia: la docencia universitaria debe enseñar a explicar el porqué de las cosas, los fenómenos que se suscitan a su alrededor

 En otras palabras, el acto educativo debe orientarse a la comprensión, no a la simple descripción. Enseñar a pensar significa formar individuos capaces de analizar, interpretar, cuestionar y proponer soluciones; sujetos que no acepten pasivamente las verdades impuestas, sino que las examinen críticamente.

Paulo Freire (1997) insistía en que “la educación auténtica es praxis: reflexión y acción del hombre sobre el mundo para transformarlo” (p. 68). Desde esta perspectiva, enseñar a pensar no es transmitir contenidos, sino promover la reflexión crítica que permita transformar la realidad. El estudiante no debe ser visto como un receptor vacío, sino como un interlocutor activo que participa en la construcción del saber.

El pensamiento crítico es una competencia esencial en el siglo XXI. En un entorno donde la información abunda, pero la comprensión escasea, la universidad tiene la responsabilidad de formar mentes capaces de discernir, de argumentar y de resistir la manipulación ideológica y mediática. Como advierte Lipman (2003), “pensar críticamente implica pensar de forma cuidadosa, razonable, reflexiva y responsable” (p. 19).

El docente universitario no debe limitarse a evaluar lo que el estudiante memoriza, sino a desafiar su capacidad de razonamiento. Debe crear escenarios de diálogo, investigación y debate, donde los errores se entiendan como oportunidades de aprendizaje y no como fracasos. En este proceso, el aula se transforma en un espacio de descubrimiento colectivo, donde tanto profesor como alumno aprenden mutuamente.

Enseñar a pensar, por tanto, exige una transformación en el rol del docente. Ya no puede ser el “dueño del saber”, sino el facilitador del pensamiento. Debe enseñar a formular preguntas más que a recitar respuestas, a analizar causas más que a repetir consecuencias. En palabras de Sócrates, “la educación no es llenar un vaso, sino encender un fuego” (citado en Jaeger, 2001, p. 114). Ese fuego es el pensamiento crítico, la chispa que enciende la curiosidad, la duda y la búsqueda de la verdad.

Por desgracia, en muchas universidades el docente aún actúa como transmisor de conocimientos acabados, y no como orientador del pensamiento. Se sigue valorando la exposición magistral por encima del diálogo, el examen memorístico sobre la investigación, y la obediencia sobre la creatividad. Este esquema convierte el aula en un espacio de subordinación intelectual, donde el estudiante se acostumbra a recibir respuestas sin haber formulado preguntas.

La verdadera docencia universitaria, sin embargo, debe romper con esa estructura jerárquica. Enseñar a pensar significa devolver la palabra al estudiante, permitirle construir su propio discurso, guiarlo en el arte de razonar, argumentar y confrontar ideas. Implica fomentar la autonomía intelectual y la ética del pensamiento libre.

Como afirma Morin (2000), “educar para el pensamiento es enseñar a navegar en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certeza” (p. 57). Por ello, enseñar a pensar no es entregar verdades absolutas, sino enseñar a convivir con la duda y a buscar respuestas fundamentadas.

En síntesis, la docencia universitaria solo cumple su sentido más alto cuando se convierte en un acto de liberación cognitiva. Enseñar a pensar es enseñar a ser libres, a ser críticos, a ser humanos. En la medida en que la universidad logre formar mentes autónomas y conscientes, habrá cumplido su misión civilizadora y su responsabilidad histórica con la sociedad.

VI. CIENCIA, CRÍTICA Y TRANSFORMACIÓN SOCIAL

La universidad no puede concebirse únicamente como un espacio de transmisión de saberes, sino como un centro de producción crítica de conocimiento. La ciencia, entendida en su sentido más profundo, no es un conjunto de datos neutros ni una simple acumulación de teorías: es una herramienta para comprender y transformar la realidad. Por eso, la educación superior debe articular el pensamiento científico con la crítica social, reconociendo que toda ciencia verdadera es, al mismo tiempo, una forma de emancipación humana.

El conocimiento científico, cuando se divorcia de la ética y la crítica, pierde su sentido. Como advertía Albert Einstein, “la ciencia sin religión está coja, y la religión sin ciencia está ciega” (citado en Calaprice, 2005, p. 45). Esta frase resume la necesidad de integrar la razón con los valores, la objetividad con la conciencia. El científico, el docente y el estudiante universitario deben entender que investigar no es solo descubrir cómo funcionan las cosas, sino también reflexionar para qué y para quién funcionan.

La ciencia, en su sentido humanista, no puede permanecer indiferente ante el sufrimiento, la desigualdad y la injusticia. La docencia universitaria debe enseñar que todo conocimiento tiene una dimensión ética y social. Paulo Freire (2005) lo expresó con claridad: “Nadie puede ser verdaderamente neutro en el proceso educativo; enseñar es siempre un acto político” (p. 33). Esto significa que toda práctica docente, consciente o no, contribuye a mantener o transformar el orden existente. Por tanto, la ciencia universitaria debe orientarse hacia la liberación, no hacia la reproducción de estructuras de poder.

El pensamiento crítico es el puente que une la ciencia con la transformación social. La crítica permite romper con la ideología, con los dogmas, con la falsa neutralidad académica. Un estudiante que aprende a pensar críticamente entiende que la realidad no es algo dado, sino construido históricamente. Este enfoque dialéctico, heredero del pensamiento marxista, nos recuerda que la tarea de la ciencia no es solo interpretar el mundo, sino transformarlo (Marx, 1845/1975, p. 11).

Por eso, una educación universitaria verdaderamente científica no puede limitarse a reproducir teorías ajenas, sino que debe generar pensamiento propio, capaz de analizar los problemas concretos de la sociedad. En América Latina, esta tarea es aún más urgente: la pobreza, la exclusión, la dependencia tecnológica y la crisis ambiental exigen una universidad comprometida con la justicia social y el desarrollo sostenible. Como señalaba Enrique Dussel (1998), “la razón crítica debe situarse desde la exterioridad de las víctimas del sistema, para pensar un mundo más humano” (p. 62).

La universidad, en consecuencia, debe convertirse en un laboratorio de pensamiento crítico y transformación social, donde la ciencia no esté al servicio del mercado, sino del ser humano. Debe formar ciudadanos éticos, investigadores responsables y profesionales capaces de usar su conocimiento para el bien común. La investigación universitaria debe orientarse a resolver problemas reales: la desigualdad, la violencia, el deterioro ambiental, la desinformación, la pérdida de valores.

Una universidad desconectada del pueblo es una universidad vacía. Su ciencia se vuelve estéril si no responde a las necesidades humanas. Por ello, la educación superior debe recuperar su vocación emancipadora, asumiendo que todo conocimiento tiene una finalidad social. El científico, el profesor y el estudiante deben preguntarse permanentemente: ¿para qué sirve lo que aprendemos?, ¿a quién beneficia?, ¿a quién perjudica?

La ciencia y la crítica, cuando se articulan en la universidad, se convierten en fuerzas de liberación. Forman mentes despiertas, capaces de resistir la manipulación ideológica y de crear soluciones éticas a los problemas de la humanidad. Como afirmaba Morin (2000), “la misión esencial de la educación es armar las mentes para enfrentar la complejidad y la incertidumbre del mundo” (p. 34).

En definitiva, la educación superior no puede ser un espejo que refleje la sociedad tal como es; debe ser un faro que la ilumine para transformarla. La ciencia universitaria, guiada por la crítica y la ética, tiene el poder de convertir el conocimiento en justicia y la razón en esperanza.

VII. LA UNIVERSIDAD COMO ESPACIO DE RUPTURA Y DE CREACIÓN DE NUEVOS SABERES

La universidad, si desea conservar su vigencia histórica, debe reafirmarse como un espacio de ruptura epistemológica, de innovación y de creación de nuevos saberes. No puede ser un museo del conocimiento, donde se veneren teorías muertas, sino un laboratorio de pensamiento vivo, donde se gesten nuevas formas de comprender y transformar la realidad. En este sentido, la universidad no debe adaptarse pasivamente a los cambios del mundo, sino ser el motor de esos cambios.

El documento base afirma que la enseñanza universitaria no debe limitarse a exponer el pensamiento de los autores, sino a explicar las circunstancias históricas e intelectuales en las que se producen los conocimientos.

 Este principio encierra la esencia misma del pensamiento crítico: comprender el conocimiento en su contexto, analizar por qué surge, qué problemas pretende resolver y qué límites posee. De este modo, la docencia universitaria deja de ser un simple acto de repetición para convertirse en un proceso de reconstrucción permanente del saber.

El filósofo checo Karel Kosík (1967) advertía que la auténtica comprensión de la realidad no consiste en describir sus apariencias, sino en penetrar en su estructura profunda, en su esencia concreta. De manera similar, la universidad debe enseñar a los estudiantes a ir más allá de lo visible, de lo aparente y de lo dado, para descubrir las contradicciones internas de los fenómenos sociales y naturales. Esta búsqueda del sentido profundo del conocimiento constituye una ruptura con la superficialidad dominante en la educación actual.

La ruptura epistemológica no implica destruir el pasado, sino dialogar críticamente con él. Todo nuevo conocimiento nace de una relación dialéctica con los saberes anteriores: se apoya en ellos, los cuestiona y los supera. En palabras de Bachelard (1979), “el conocimiento científico se construye contra el conocimiento anterior” (p. 14). La universidad, por tanto, debe ser el lugar donde se cuestione incluso aquello que parece incuestionable, donde se promueva la duda como punto de partida del aprendizaje.

En este proceso, la investigación juega un papel central. Sin investigación no hay creación de conocimiento, y sin conocimiento nuevo la universidad se convierte en un eco del pasado. Por ello, la docencia debe estar indisolublemente ligada a la investigación, y ambos deben retroalimentarse de manera continua. Un profesor que no investiga termina enseñando ideas viejas, mientras que un investigador que no enseña corre el riesgo de aislarse en su propio mundo.

Además, la universidad debe abrirse a los saberes no hegemónicos: los conocimientos populares, ancestrales, comunitarios y locales. La ciencia moderna no puede seguir ignorando las formas de sabiduría que los pueblos han desarrollado durante siglos. Como señala Boaventura de Sousa Santos (2009), “no hay ignorancia absoluta ni conocimiento absoluto; todos los saberes son parciales y situados” (p. 56). Esta perspectiva pluralista invita a construir una universidad más inclusiva, donde el conocimiento científico dialogue con la cultura, la ética, el arte y la experiencia social.

Por tanto, el papel de la universidad en el siglo XXI no es reproducir el orden existente, sino crear las condiciones para pensar un mundo distinto. Debe formar profesionales que no se conformen con aplicar modelos importados, sino que sean capaces de generar teorías y soluciones desde su propia realidad. América Latina, con sus desafíos estructurales y su riqueza cultural, necesita una universidad creadora, no imitadora; crítica, no complaciente; transformadora, no conservadora.

La universidad como espacio de ruptura y creación no teme al cambio, lo asume. No teme a la contradicción, la analiza. No teme al conflicto de ideas, lo aprovecha para construir conocimiento más sólido. Su fuerza no está en repetir lo establecido, sino en imaginar lo posible.

En definitiva, la universidad debe ser el territorio donde nazcan las utopías del pensamiento, donde la libertad académica no sea un lema, sino una práctica cotidiana. Enseñar, investigar y crear conocimiento deben ser actos de liberación intelectual. Como escribió Freire (1997), “nadie educa verdaderamente si no está dispuesto a reinventar el mundo” (p. 91).

Solo cuando la universidad asuma esa tarea —la de reinventar el mundo a través del pensamiento crítico y creativo— podrá decir que cumple con su misión histórica y su responsabilidad ética con la humanidad.

VIII. EL PAPEL DEL DOCENTE UNIVERSITARIO COMO INVESTIGADOR Y GUÍA DEL PENSAMIENTO

El docente universitario del siglo XXI enfrenta un doble desafío: enseñar y producir conocimiento. No basta con dominar los contenidos de una asignatura; es imprescindible comprender la ciencia como un proceso dinámico de investigación, debate y descubrimiento. El profesor ya no puede ser un transmisor pasivo de información: debe convertirse en un investigador permanente, en un intelectual crítico que oriente al estudiante hacia la comprensión profunda de la realidad y hacia la construcción de su propio pensamiento.

El documento base señala que la enseñanza universitaria no debe atiborrar de conocimientos a los alumnos, sino enseñarles a pensar científicamente, a explicar el porqué de los fenómenos.

se hace ciencia. En otras palabras, el maestro no enseña resultados, enseña procesos; no dicta teorías cerradas, sino que abre caminos de indagación.

Un docente investigador no teme a la duda. La considera una aliada del pensamiento. Enseña a sus estudiantes a formular preguntas, a buscar evidencias, a contrastar fuentes, a debatir con argumentos. En este sentido, la docencia se convierte en una actividad creadora, donde el aula se transforma en un espacio de investigación colectiva. Como señala Paulo Freire (1997), “enseñar exige investigación, curiosidad, y sobre todo, humildad para reconocer que el conocimiento es una construcción compartida” (p. 72).

Por desgracia, en muchas universidades todavía prevalece una cultura docente rutinaria, donde el profesor se limita a repetir cada semestre los mismos contenidos, sin actualizarse ni investigar. Este tipo de práctica mata la curiosidad, tanto en el docente como en el estudiante. La verdadera educación universitaria requiere profesores inquietos intelectualmente, que lean, que escriban, que experimenten, que se atrevan a cuestionar y a reinventar su propio saber. Solo así podrán formar estudiantes que también se atrevan a pensar y crear.

Ser investigador no significa necesariamente trabajar en un laboratorio o publicar artículos en revistas académicas. Significa tener una actitud científica ante la vida, una disposición constante a observar, a reflexionar y a comprender los fenómenos de manera crítica. En palabras de Mario Bunge (2004), “el espíritu científico no consiste en acumular datos, sino en saber distinguir entre lo cierto, lo probable y lo dudoso” (p. 18). El docente investigador, por tanto, enseña con base en la evidencia y fomenta la autonomía intelectual de sus estudiantes.

Además, el docente debe ser un guía del pensamiento ético. La investigación científica carece de sentido si no está orientada por valores humanos. No se trata solo de formar profesionales competentes, sino de formar personas conscientes, responsables y solidarias. La educación superior, en este aspecto, tiene una función moral: enseñar a usar el conocimiento para el bien común y no para el beneficio individual o el poder.

Por ello, el docente universitario debe inspirar, no imponer; debe dialogar, no dictar; debe acompañar, no controlar. El estudiante no es un recipiente vacío, sino una conciencia en desarrollo. Como afirmaba Carl Rogers (1983), “el maestro ideal es aquel que facilita el aprendizaje ayudando al alumno a descubrir por sí mismo” (p. 41). Esa es la verdadera guía del pensamiento: conducir sin sustituir, orientar sin dominar, provocar sin adoctrinar.

El profesor que enseña a pensar se convierte en un sembrador de conciencia. Su influencia trasciende las aulas, porque forma ciudadanos críticos, investigadores sociales, profesionales éticos y seres humanos con sentido de justicia. En cambio, el docente que enseña a repetir forma trabajadores dóciles, incapaces de transformar su entorno.

La universidad necesita, con urgencia, una nueva generación de docentes que comprendan que enseñar es investigar, y que investigar es enseñar. La docencia universitaria debe basarse en el ejemplo: no se puede enseñar pensamiento crítico desde la pasividad, ni ética desde la indiferencia. El maestro universitario es, ante todo, un testimonio vivo de lo que significa aprender constantemente.

En síntesis, el papel del docente universitario no se limita a la transmisión del saber, sino que consiste en ser un guía del pensamiento libre y un constructor de conocimiento nuevo. Su tarea más alta no es llenar de información las mentes jóvenes, sino despertar en ellas la pasión por la verdad y el compromiso con la transformación social. Enseñar a pensar y a investigar es, en definitiva, enseñar a ser humanos en toda su plenitud.

IX. LA INTEGRACIÓN ENTRE TEORÍA Y PRÁCTICA EN LA FORMACIÓN PROFESIONAL

Uno de los problemas estructurales más persistentes en la educación superior es la separación entre teoría y práctica. En muchas universidades, los conocimientos se enseñan como entes abstractos, desvinculados de la realidad concreta que deberían transformar. Los estudiantes aprenden conceptos, leyes y fórmulas, pero no logran comprender cómo aplicarlos para resolver los problemas reales de su entorno. Este divorcio entre saber y hacer, entre pensar y actuar, ha debilitado profundamente la función social de la universidad y ha convertido la educación superior en un proceso incompleto.

El texto base advierte que los conocimientos impartidos en las facultades no están vinculados con la práctica, lo que impide el desarrollo de una capacidad lógica y crítica del pensamiento.

Esta afirmación sintetiza una de las mayores deficiencias del modelo educativo tradicional: formar profesionales que saben mucho en teoría, pero que no saben cómo usar ese conocimiento para transformar la realidad.

Karl Marx (1845/1975) señaló con precisión que “la práctica es el criterio de la verdad” (p. 12). Esto significa que la validez del conocimiento no radica en su coherencia interna, sino en su capacidad para explicar y modificar el mundo. Desde esta perspectiva, una universidad que no une teoría y práctica produce conocimiento estéril. Enseñar teoría sin práctica genera mentes dogmáticas; enseñar práctica sin teoría forma técnicos sin comprensión. Solo su integración permite formar profesionales verdaderamente competentes, críticos y creativos.

El aprendizaje universitario debe partir de la comprensión del entorno social, económico y cultural del estudiante. La práctica, entendida como experiencia viva y reflexiva, permite verificar los conceptos, confrontar las teorías y descubrir la complejidad del mundo real. Por eso, la docencia universitaria debe orientarse hacia metodologías activas, como el aprendizaje basado en problemas, la investigación acción, las prácticas comunitarias y los proyectos interdisciplinarios.

Edgar Morin (2000) plantea que “la educación del futuro debe enseñar a articular los saberes y no a separarlos” (p. 84). Esta idea reafirma que el conocimiento fragmentado conduce a la superficialidad, mientras que la articulación entre teoría y práctica permite comprender la totalidad de los fenómenos. En ese sentido, el aula universitaria no debe ser un espacio cerrado, sino una extensión del mundo; un laboratorio donde se analicen las realidades sociales, políticas y ambientales que rodean al estudiante.

La integración teoría-práctica tiene también una dimensión ética. Un profesional que no conecta sus conocimientos con la vida carece de sensibilidad social. Por el contrario, aquel que aprende a aplicar la teoría para servir a los demás se convierte en un agente de cambio. La educación superior debe formar no solo expertos, sino seres humanos comprometidos con su comunidad. En palabras de Freire (1997), “no hay verdadera educación sin compromiso con la transformación del mundo” (p. 93).

Además, esta integración permite derribar una falsa jerarquía que ha dominado la educación durante siglos: la idea de que el trabajo intelectual es superior al trabajo práctico. En realidad, ambos son complementarios y necesarios. La práctica sin reflexión se vuelve rutina; la teoría sin acción, vacío. La síntesis entre ambas constituye el acto educativo más completo, donde el conocimiento se hace vida.

La universidad, por tanto, debe crear puentes permanentes entre el aula y la sociedad, entre el laboratorio y la comunidad, entre la investigación y la acción. Las pasantías, los trabajos de campo, los proyectos sociales y las prácticas profesionales no deben ser vistos como requisitos administrativos, sino como espacios formativos donde la teoría se prueba, se ajusta y se enriquece.

Solo así se logrará una formación integral, donde el estudiante aprenda a pensar desde la práctica y a actuar desde la reflexión. El resultado será un profesional más humano, capaz de unir la razón con la empatía, la ciencia con la ética y el conocimiento con la acción transformadora.

En síntesis, integrar teoría y práctica es superar la dicotomía entre saber y ser. Es comprender que el conocimiento auténtico no se agota en los libros, sino que se realiza plenamente cuando se pone al servicio de la vida. La universidad que logre unir pensamiento y acción formará ciudadanos que no solo sepan interpretar el mundo, sino que también estén dispuestos a mejorarlo.

X. HACIA UN NUEVO PARADIGMA EDUCATIVO EN LA EDUCACIÓN SUPERIOR

La crisis de la educación superior no se resolverá con reformas superficiales ni con la simple modernización tecnológica. Se requiere una transformación profunda del paradigma educativo, capaz de situar al ser humano —no al mercado, ni a la burocracia, ni a la rutina institucional— en el centro del proceso formativo. La universidad necesita reinventarse como un espacio de pensamiento libre, investigación crítica y formación integral, orientado a la construcción de una sociedad más justa, ética y sostenible.

El viejo modelo educativo —memorístico, conductista y fragmentado— ha llegado a su límite. Como se señala en el texto base, la enseñanza universitaria tradicional ha estado dominada por el modelo libresco, en el que se valora la cantidad de información antes que la comprensión, la obediencia antes que la creatividad, la repetición antes que el razonamiento.

Este paradigma ya no responde a los desafíos del presente: una época caracterizada por la sobreinformación, la inteligencia artificial, la crisis ambiental, la desigualdad global y la necesidad urgente de pensamiento ético y crítico.

Un nuevo paradigma educativo debe basarse en cinco pilares fundamentales: pensamiento crítico, interdisciplinariedad, investigación, ética y compromiso social.

El pensamiento crítico debe ser el eje de toda formación universitaria. Sin él, la educación se convierte en adiestramiento. Enseñar a pensar, dudar, argumentar y cuestionar debe ser el objetivo primordial de todo proceso docente.

La interdisciplinariedad permite superar la fragmentación del conocimiento. Los problemas del siglo XXI —el cambio climático, la desigualdad, la desinformación, la pobreza— no pueden resolverse desde una sola disciplina. Como señala Edgar Morin (2000), “es necesario un pensamiento complejo que sepa unir lo que está separado y distinguir sin disolver” (p. 47).

La investigación debe ser el corazón de la universidad. No basta con transmitir lo que otros descubren: es necesario producir conocimiento desde la propia realidad nacional. La universidad que no investiga se condena al atraso intelectual y a la dependencia científica.

La ética debe guiar toda acción educativa. El conocimiento sin valores puede ser peligroso. Solo una ciencia comprometida con la verdad, la justicia y la dignidad humana puede considerarse auténticamente liberadora.

El compromiso social transforma la universidad en un actor activo del desarrollo nacional. La educación superior no puede estar al margen de los problemas del pueblo. Debe contribuir a erradicar la pobreza, a fortalecer la democracia y a promover la cultura de la paz.

Este nuevo paradigma exige, además, un cambio en la relación entre docente y estudiante. El profesor ya no debe ser el centro de la enseñanza, sino un mediador del aprendizaje. El estudiante, por su parte, debe asumir un papel activo, crítico y participativo. La educación deja de ser vertical para convertirse en un diálogo horizontal de saberes, donde todos aprenden y enseñan al mismo tiempo.

Asimismo, las universidades deben adoptar metodologías que fomenten la creatividad, la reflexión y la acción transformadora: el aprendizaje basado en proyectos, la investigación participativa, la evaluación formativa, la enseñanza colaborativa y la integración de las tecnologías digitales al servicio del pensamiento crítico, no de la dependencia mecánica.

El nuevo paradigma educativo no solo implica cambiar métodos, sino cambiar la cultura universitaria. Se trata de recuperar la misión humanista de la educación: formar personas libres, solidarias, éticas y conscientes de su responsabilidad con la humanidad. Como escribió Freire (1997), “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo” (p. 92).

Por tanto, la educación superior del futuro debe ser una educación para la comprensión, la creatividad y la transformación. Una educación que devuelva al conocimiento su sentido moral y social, que promueva la cooperación por encima de la competencia, y que coloque la verdad y la dignidad humana por encima de los intereses económicos o ideológicos.

El nuevo paradigma educativo será verdaderamente revolucionario cuando cada aula universitaria se convierta en un espacio de pensamiento libre, donde los estudiantes no sean espectadores, sino protagonistas del saber. Solo así la universidad cumplirá su función histórica: ser el faro que ilumine la conciencia de los pueblos y el motor de la transformación social.

CONCLUSIÓN

La educación superior enfrenta un dilema histórico: seguir atrapada en los modelos tradicionales que privilegian la memorización y la obediencia intelectual, o asumir con valentía el desafío de enseñar a pensar, investigar y transformar la realidad. En un mundo que cambia aceleradamente, donde la información es abundante pero el pensamiento crítico escaso, la universidad tiene la responsabilidad de convertirse en el faro del conocimiento reflexivo, ético y humanizador.

A lo largo de este ensayo se ha mostrado que la misión fundamental de la educación universitaria no consiste en transmitir conocimientos acabados, sino en enseñar cómo se producen, se cuestionan y se renuevan los saberes. La universidad debe formar seres humanos capaces de razonar, crear y comprometerse con su tiempo. En palabras de Paulo Freire (1997), “enseñar exige respeto a la autonomía del ser del educando” (p. 58), lo que implica reconocer al estudiante como sujeto activo de su aprendizaje y no como objeto pasivo de instrucción.

La universidad contemporánea necesita romper con los paradigmas obsoletos que aún la encadenan: el conductismo, el memorismo y la visión fragmentada del conocimiento. Debe construir una pedagogía del pensamiento científico que estimule la curiosidad, la argumentación y la creatividad, y que integre la teoría con la práctica en una relación dialéctica. La investigación debe ocupar un lugar central, porque solo quien investiga aprende a pensar, y solo quien piensa puede innovar.

Asimismo, el docente universitario debe asumir su papel como guía del pensamiento y productor de conocimiento, no como simple expositor de contenidos. Su tarea es despertar en el estudiante la pasión por la verdad, la reflexión y la transformación. El profesor que enseña a dudar enseña a pensar, y el que enseña a pensar enseña a ser libre.

La universidad del siglo XXI debe convertirse en un espacio de ruptura y creación, donde el conocimiento no se reproduzca, sino que se construya en diálogo con la realidad y con los saberes del pueblo. Debe abrirse a la interdisciplinariedad, al pluralismo cultural y al compromiso ético. En este sentido, como afirma Edgar Morin (2000), “la misión de la educación es armar las mentes para afrontar la incertidumbre y el desafío de la complejidad” (p. 34).

En conclusión, la educación superior debe volver a su esencia humanista y crítica. Su tarea más alta no es formar empleados del sistema, sino ciudadanos del pensamiento, profesionales que unan ciencia y conciencia, razón y sensibilidad, conocimiento y ética. Una universidad que enseña a pensar es una universidad que libera; una que enseña a repetir, esclaviza.

Solo cuando las universidades logren formar mentes críticas y corazones éticos, el conocimiento recuperará su verdadero sentido: servir al ser humano y contribuir a la transformación de la sociedad hacia la justicia, la verdad y la dignidad.

REFLEXIÓN FINAL

La educación superior es mucho más que un peldaño en la carrera profesional; es un espacio donde el ser humano puede encontrarse consigo mismo a través del conocimiento. Enseñar y aprender en la universidad no debería ser un acto burocrático, sino una experiencia de renacimiento intelectual y ético, donde la mente se expanda y la conciencia despierte.

Cada estudiante que aprende a pensar críticamente se convierte en una semilla de cambio. Cada docente que enseña con pasión y ejemplo ético se transforma en un faro que ilumina generaciones. Y cada universidad que asume el compromiso de educar para la libertad y no para la obediencia contribuye a la construcción de una sociedad más justa, culta y solidaria.

El futuro de la humanidad no depende de la cantidad de información que poseamos, sino de la calidad de nuestro pensamiento. Vivimos en una era donde las máquinas pueden almacenar datos infinitos, pero ninguna inteligencia artificial podrá reemplazar la conciencia moral ni la creatividad humana. Solo el pensamiento libre, reflexivo y ético nos permitirá preservar nuestra esencia en medio del ruido tecnológico y del vértigo del progreso.

Por eso, enseñar a pensar no es una opción pedagógica: es una necesidad existencial. Pensar es resistir la manipulación, es romper con la ignorancia, es afirmar la dignidad humana frente a la indiferencia del mundo. Una universidad que enseña a pensar construye ciudadanos, no consumidores; crea conciencia, no conformismo; despierta humanidad, no automatismos.

El destino de la educación superior —y con ella, el destino de los pueblos— dependerá de su capacidad para mantener vivo ese fuego del pensamiento. Que las universidades no se conviertan en fábricas de títulos, sino en forjas de conciencia, donde cada clase, cada debate y cada investigación sean actos de esperanza, de libertad y de transformación.

Porque al final, pensar es el acto más humano de todos, y educar para pensar es el mayor servicio que la universidad puede ofrecer a la vida, a la verdad y al futuro de la humanidad.

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