martes, 16 de septiembre de 2025

 

ROMPER LA DICTADURA DEL SILENCIO: ESCUELA, AUTORITARISMO Y CIUDADANÍA CRÍTICA EN EL SALVADOR”.

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

La educación, entendida como uno de los pilares fundamentales para el desarrollo humano y social, ha sido concebida en múltiples ocasiones como un espacio neutral de transmisión de conocimientos. Sin embargo, esta visión resulta limitada y engañosa. La escuela, lejos de ser un ámbito imparcial, constituye un espacio profundamente político donde se reproducen, refuerzan o, en algunos casos, se cuestionan las estructuras de poder vigentes.

En El Salvador, marcado por largos períodos de dictaduras militares, represión social y violencia estructural, la escuela no ha escapado a estas lógicas. Al contrario, ha sido uno de los principales escenarios de domesticación cultural y disciplinaria.

En este contexto, hablar de la dictadura del silencio no es una metáfora exagerada, sino una descripción precisa de cómo funcionan muchos procesos educativos. Se enseña a los niños que el silencio es sinónimo de disciplina, que hablar sin permiso es un acto de insubordinación y que el “buen alumno” es aquel que escucha sin interrumpir, copia sin cuestionar y obedece sin debatir. Esta dinámica, lejos de fomentar aprendizajes significativos, perpetúa una lógica autoritaria que traspasa los límites de la escuela y se instala en la vida social y política del país.

La narrativa sobre la experiencia escolar en El Salvador confirma esta realidad: niños castigados por atreverse a opinar, jóvenes humillados por escribir con errores, estudiantes universitarios expulsados de clases por disentir con sus docentes. Cada uno de estos hechos no es aislado, sino expresión de una cultura educativa que entiende la enseñanza como control y no como diálogo. Tal como lo advirtió Paulo Freire (1970), toda educación es un acto político: o se educa para la liberación, o se educa para la dominación.

El propósito de este ensayo es desarrollar una crítica profunda a la pedagogía autoritaria en El Salvador, mostrando cómo el silencio escolar es, en realidad, un reflejo de las estructuras sociales de dominación. A lo largo de los apartados, se examinarán las raíces históricas de este fenómeno, sus consecuencias en la formación de la niñez y la juventud, la continuidad de estas prácticas en la universidad, y se propondrán alternativas desde una pedagogía crítica que fomente el diálogo, la participación y el pensamiento reflexivo. El ensayo no busca únicamente describir, sino denunciar y, sobre todo, plantear caminos para transformar la escuela en un verdadero laboratorio de democracia.

1. LA ESCUELA COMO REFLEJO DE LA SOCIEDAD AUTORITARIA

La escuela es, sin duda, un microcosmos de la sociedad. Sus dinámicas internas no pueden entenderse como procesos aislados, pues reflejan y reproducen las relaciones de poder existentes en el entorno social y político. En sociedades con tradiciones democráticas sólidas, la escuela tiende a fomentar la participación, el diálogo y la autonomía del estudiante. En cambio, en contextos autoritarios como el salvadoreño, marcado por largos períodos de dictaduras militares, represión política y violencia estructural, la escuela reproduce esas mismas lógicas: jerarquías rígidas, obediencia ciega y silencio impuesto.

Pierre Bourdieu (1990) conceptualizó este fenómeno a través de la noción de habitus: un conjunto de disposiciones sociales interiorizadas que moldean la manera de pensar, sentir y actuar de los individuos. La escuela, al imponer que el buen alumno es el que calla y obedece, está cultivando en los niños un habitus de sumisión que los prepara para aceptar sin cuestionamientos las estructuras de dominación en la vida adulta. De esta manera, la disciplina entendida como silencio no es solo una práctica pedagógica, sino una herramienta de reproducción social y política.

En el caso salvadoreño, la escuela ha funcionado históricamente como una extensión del autoritarismo estatal. Durante décadas de gobiernos militares, cuando la represión y el miedo eran instrumentos cotidianos de control social, el aula se convirtió en un espacio donde se ensayaba ese mismo esquema de dominación. El niño que no opinaba en clase aprendía la lección más importante de la cultura autoritaria: el silencio es seguridad, mientras que la palabra crítica es peligro. Así, lo aprendido en la escuela trascendía las paredes del aula y se convertía en una disposición para la vida pública: no cuestionar, no disentir, no desafiar al poder.

Paulo Freire (1970), al analizar la educación bancaria en América Latina, señalaba que esta se limita a “depositar” conocimientos en los alumnos, tratándolos como recipientes vacíos. Esta visión es profundamente autoritaria porque niega la capacidad crítica del estudiante y lo reduce a un objeto pasivo de enseñanza. En El Salvador, esta concepción se expresó en la pedagogía del silencio: el estudiante no es visto como un sujeto de derecho, sino como un receptor de órdenes. El maestro, en consecuencia, se ubica como una figura de autoridad casi incuestionable, cuya voz sustituye a la experiencia y al pensamiento propio de los educandos.

Lo que ocurre en las aulas salvadoreñas no es, entonces, un fenómeno meramente educativo, sino también político. Callar a los niños y jóvenes en la escuela es preparar ciudadanos dóciles para la sociedad. La disciplina entendida como obediencia absoluta se convierte en la base de la dominación política. Esta relación entre educación y autoritarismo explica por qué, durante tanto tiempo, en El Salvador predominó una ciudadanía temerosa de expresar su opinión en la esfera pública. La escuela, en lugar de formar ciudadanos críticos y libres, fue configurando sujetos adaptados a sobrevivir en un orden social represivo.

2. LA DICTADURA DEL SILENCIO EN LA INFANCIA ESCOLAR

La infancia debería ser la etapa de mayor creatividad, espontaneidad y curiosidad del ser humano. Sin embargo, en muchas escuelas salvadoreñas, esas cualidades se ven reprimidas bajo el peso de una disciplina rígida que premia el silencio y castiga la expresión libre.

Desde los primeros grados, se enseña a los niños que hablar sin permiso es un acto de insubordinación y que su voz carece de valor frente a la del adulto. El mensaje es claro: en el aula, solo el maestro posee la palabra legítima; el estudiante debe limitarse a escuchar y obedecer.

Este modelo disciplinario convierte al aula en un espacio de control antes que de aprendizaje. Se mide el éxito docente no por la participación activa de los estudiantes, sino por la “tranquilidad” del salón: niños callados, quietos y dóciles. Pero, como advierte Paulo Freire (1970), negar la palabra al oprimido es negarle la posibilidad de ser sujeto histórico. El niño que no aprende a expresarse desde pequeño difícilmente desarrollará la confianza necesaria para hacerlo en la adolescencia o en la adultez. El silencio, entonces, no es una simple práctica pedagógica: es una estrategia de domesticación que anula la posibilidad de formar ciudadanos críticos.

La psicología educativa ha demostrado que la participación activa es esencial para el aprendizaje significativo. Vygotsky (1978), por ejemplo, insistía en que el desarrollo cognitivo se potencia en la interacción social, cuando el niño dialoga, pregunta, debate y negocia significados. Negar esa oportunidad en la infancia implica limitar gravemente sus procesos de pensamiento. No es extraño, por tanto, que muchos jóvenes salvadoreños lleguen a la universidad con miedo a hablar en público o con escasas habilidades para argumentar por escrito: su voz fue sistemáticamente ignorada durante los años más decisivos de su formación.

Otro aspecto que refuerza esta dictadura del silencio es la cultura familiar, muchas veces autoritaria, que complementa el silencio escolar. En la mayoría de hogares salvadoreños, los niños tampoco son consultados en las decisiones familiares, ni se les permite intervenir en las conversaciones de adultos. De este modo, tanto en la escuela como en el hogar se refuerza la misma idea: los niños no tienen derecho a opinar. La palabra infantil es relegada a espacios marginales, como los juegos entre pares, pero nunca reconocida en contextos formales. Esto configura un habitus de sumisión (Bourdieu, 1990), en el que la obediencia se naturaliza como virtud.

Las consecuencias de esta represión temprana son múltiples. Por un lado, se genera inseguridad personal y miedo al error: el niño aprende que hablar puede traer castigos, burlas o humillaciones. Por otro, se inhibe el desarrollo del pensamiento crítico, porque pensar críticamente requiere arriesgarse a opinar y a disentir. Y, en un plano más amplio, se educa a ciudadanos pasivos que no cuestionan el orden social. La dictadura del silencio en la infancia, por tanto, no solo empobrece la vida escolar, sino que condiciona el futuro democrático del país.

3. CONSECUENCIAS EN LA FORMACIÓN: MIEDO Y DEFICIENCIA EXPRESIVA

La imposición del silencio en las aulas no es un hecho inocuo ni pasajero; deja huellas profundas en la subjetividad de los estudiantes. Una de las consecuencias más visibles es el miedo a expresarse, tanto oralmente como por escrito. Los alumnos que han sido constantemente reprendidos por opinar en clase o castigados por sus errores terminan interiorizando la idea de que hablar o escribir conlleva riesgos. Así, se forma una generación de jóvenes que prefieren callar antes que equivocarse, repitiendo la máxima del autoritarismo: “es mejor guardar silencio que enfrentarse a la autoridad”.

Este miedo se hace evidente cuando los estudiantes llegan a la universidad. Muchos jóvenes presentan dificultades para exponer sus ideas en público, para defender un argumento en un debate o para redactar un ensayo con fluidez. No se trata únicamente de deficiencias técnicas en la ortografía o en la redacción, sino de una incapacidad estructural derivada de la ausencia de un entrenamiento sistemático en la expresión. Según Cassany (2006), escribir y hablar con claridad no son talentos naturales, sino competencias que se desarrollan con la práctica constante. Si la escuela reprime en lugar de estimular, los estudiantes carecen de esas oportunidades formativas.

El problema se agrava porque este déficit comunicativo no se limita al ámbito académico, sino que trasciende a la vida social y política. Un joven que teme hablar en la universidad probablemente también tema expresar su opinión en un espacio comunitario, sindical o político. En este sentido, el silencio escolar se prolonga como silencio ciudadano, debilitando los procesos democráticos. Como afirma Martínez (2015), la falta de habilidades expresivas limita la participación social, pues sin capacidad para comunicar ideas no es posible ejercer plenamente los derechos cívicos ni cuestionar las injusticias estructurales.

A la par del miedo, la dictadura del silencio produce también una deficiencia expresiva generalizada. Los estudiantes que han sido formados bajo un modelo autoritario tienden a reproducir mecánicamente lo que escuchan, pero tienen serias dificultades para elaborar ideas propias. En términos de Paulo Freire (1970), son víctimas de la educación bancaria, donde se “depositan” contenidos en sus mentes sin que haya un proceso de reflexión crítica. De este modo, la escuela produce sujetos que saben repetir información, pero no saben construir conocimiento ni utilizar la palabra como herramienta de transformación social.

Estas consecuencias no son responsabilidad exclusiva de los estudiantes, como muchas veces se pretende señalar, sino del sistema educativo en su conjunto. Cuando los jóvenes llegan a la universidad con graves deficiencias en lectura y escritura, el problema no radica en su supuesta incapacidad, sino en una educación que durante años sofocó sus voces. El miedo y la pobreza expresiva no son fallas individuales, sino resultados estructurales de una pedagogía autoritaria que privilegia el silencio sobre la palabra.

4. EL FALSO CONCEPTO DE ESCRITURA EN LA ESCUELA

Uno de los problemas más persistentes en el sistema educativo salvadoreño es la concepción reduccionista de la escritura. Para muchos maestros y padres de familia, “escribir bien” significa tener una letra clara, redonda, sin errores ortográficos y con las tildes en su lugar. Bajo esta óptica, el aprendizaje de la escritura se limita a la reproducción mecánica de signos gráficos y no se concibe como un proceso de creación de significados. En lugar de estimular la capacidad de pensar y comunicar, la escuela transforma la escritura en un ejercicio estético y superficial.

Esta visión tiene raíces en la tradición escolar latinoamericana, donde el dictado y la copia han sido las metodologías predominantes para enseñar a escribir. El alumno repite frases completas, reproduce párrafos enteros y, con ello, se cree que está aprendiendo a escribir. Sin embargo, como advierte Daniel Cassany (2006), la escritura no es un simple código de transcripción, sino un proceso cognitivo complejo que implica organizar ideas, argumentar, persuadir y reflexionar. Cuando la escuela reduce la escritura a la caligrafía, lo que hace en realidad es entrenar la mano, pero no la mente.

El resultado de esta práctica es la formación de estudiantes que pueden copiar de manera impecable, pero que tienen enormes dificultades para redactar un texto propio, expresar una opinión fundamentada o producir un escrito crítico. En términos pedagógicos, se entrenan transcriptores, no pensadores. Esto explica por qué, en muchos casos, los jóvenes llegan a la educación superior con serias limitaciones para redactar ensayos, informes o investigaciones. No es que carezcan de inteligencia, sino que el sistema nunca les permitió desarrollar las competencias necesarias para usar la escritura como herramienta de pensamiento.

Además, este enfoque genera una visión punitiva del error. El maestro, en lugar de valorar el proceso creativo del alumno, se concentra en tachar faltas de ortografía, señalar letras mal formadas o castigar la “mala presentación”. El mensaje implícito es devastador: escribir es una actividad peligrosa porque expone a la crítica y al castigo. De este modo, los estudiantes terminan asociando la escritura con ansiedad y frustración. Lejos de ser un espacio de expresión, la escritura se convierte en un campo de vigilancia, donde el error no se interpreta como oportunidad de aprendizaje, sino como muestra de incapacidad.

La consecuencia más grave de este falso concepto es que se mutila la dimensión crítica y liberadora de la escritura. Tal como lo señala Freire (1970), leer y escribir son actos de libertad, porque permiten a los sujetos interpretar el mundo y transformarlo. Reducir la escritura a la caligrafía y la ortografía equivale a negar su potencia emancipadora. En el caso salvadoreño, esta limitación se traduce en generaciones de estudiantes que saben reproducir palabras, pero que tienen dificultades para usar el lenguaje como herramienta de participación ciudadana y de cuestionamiento social.

5. AUTORITARISMO Y DESCONOCIMIENTO DOCENTE

Un factor determinante en la perpetuación de la dictadura del silencio dentro de las aulas salvadoreñas es el bajo nivel de formación crítica de muchos docentes. La narrativa señala con contundencia que numerosos maestros nunca han escrito una carta ni leído un libro complejo. Esta observación, que puede parecer anecdótica, en realidad refleja un problema estructural: la precariedad en la formación y actualización del magisterio. Un educador que carece de experiencia lectora y escritora difícilmente puede guiar a sus estudiantes en esos procesos. El resultado es un ejercicio docente que privilegia la disciplina autoritaria por encima de la reflexión crítica.

Henry Giroux (1985) sostiene que el docente debe ser un intelectual transformador, alguien que no solo transmite información, sino que ayuda a los estudiantes a comprender críticamente la realidad. Para ello, el maestro necesita hábitos de lectura constantes, experiencia en la escritura reflexiva y capacidad para interpretar los fenómenos sociales en su complejidad. Sin embargo, cuando estos elementos faltan, la autoridad del docente ya no se sustenta en el conocimiento, sino en la imposición. La consecuencia es un aula donde predomina el control disciplinario sobre el desarrollo del pensamiento.

Este problema no puede entenderse como responsabilidad individual de los maestros, sino como reflejo de políticas educativas insuficientes. Durante décadas, el sistema de formación docente en El Salvador ha sido incapaz de garantizar estándares de calidad en la preparación académica del magisterio. Los institutos y universidades encargados de formar maestros han privilegiado un modelo técnico y memorístico, dejando de lado la investigación, la lectura crítica y el ejercicio de la escritura académica. En ese contexto, muchos docentes llegan al aula con una formación limitada y reproducen el mismo esquema autoritario que ellos vivieron como estudiantes.

La falta de práctica lectora tiene implicaciones directas en la relación pedagógica. Un maestro que no lee no sabe escuchar; un maestro que no escribe no comprende las dificultades del proceso de escritura de sus alumnos. En consecuencia, la voz de los estudiantes es minimizada o ignorada. Esto explica por qué, en tantas aulas, las intervenciones de los niños son descalificadas de inmediato, y los errores de escritura son castigados con dureza. Sin la experiencia personal de enfrentarse al proceso de leer y escribir críticamente, el docente recurre a la estrategia más fácil: el silencio impuesto como garantía de control.

Además, este fenómeno tiene consecuencias sociales de gran alcance. Una generación de docentes que no cultiva la lectura ni la escritura reproduce en sus estudiantes la misma carencia. El círculo vicioso es evidente: maestros que no leen forman alumnos que tampoco leen; maestros que no escriben forman alumnos incapaces de redactar textos complejos. A largo plazo, este déficit se traduce en una ciudadanía con limitadas competencias para participar activamente en los debates públicos y para cuestionar la injusticia social. De ahí la urgencia de repensar la formación docente en El Salvador como un proyecto integral que supere el autoritarismo y coloque en el centro la lectura, la escritura y la crítica social como herramientas de emancipación.

6. LA UNIVERSIDAD: CONTINUIDAD DEL MODELO AUTORITARIO

La universidad, en teoría, debería representar el espacio por excelencia de la libertad intelectual, el debate de ideas y la producción crítica de conocimiento. Sin embargo, en el contexto salvadoreño, este ideal se ve frustrado por la persistencia de prácticas autoritarias que reproducen la lógica escolar de la obediencia y el silencio. El paso de la educación básica y media a la educación superior no implica necesariamente un cambio en la relación pedagógica; por el contrario, muchas veces se da una continuidad casi idéntica del modelo disciplinario.

La experiencia relatada de estudiantes expulsados de clase por disentir con sus profesores o reprendidos por su curiosidad intelectual es ilustrativa. Estos hechos revelan que, en lugar de celebrarse como muestra de pensamiento crítico, el cuestionamiento es interpretado como falta de respeto. De este modo, la cátedra universitaria se convierte en un monólogo donde el profesor monopoliza la palabra y el estudiante ocupa un rol pasivo. Como advierte Freire (1970), esta práctica corresponde a la lógica de la educación bancaria, donde el maestro “deposita” contenidos en los alumnos sin permitir el diálogo ni la construcción colectiva del saber.

Este fenómeno no solo limita la experiencia académica, sino que afecta directamente la calidad de la formación profesional. Los futuros abogados, médicos, ingenieros o maestros formados en aulas autoritarias reproducirán esa misma lógica en sus respectivos campos. La consecuencia es un país con profesionales técnicamente competentes en algunos casos, pero con escasa capacidad crítica para analizar la realidad social y proponer soluciones innovadoras. Como sostiene Martha Nussbaum (2010), una educación que no fomenta el pensamiento crítico está condenada a producir individuos obedientes, pero incapaces de sostener democracias sólidas.

Por otra parte, el autoritarismo universitario tiene efectos psicológicos profundos. Muchos estudiantes interiorizan la idea de que opinar es peligroso y que contradecir a una autoridad trae consecuencias negativas. Esto genera una cultura de autocensura, donde los jóvenes prefieren callar sus ideas antes que arriesgarse a un conflicto con el docente. En lugar de cultivar la confianza intelectual, la universidad refuerza la inseguridad y el miedo. El aula se convierte, así, en un espacio de represión disfrazado de formación académica.

Finalmente, no debe olvidarse que la universidad también es un actor político en la sociedad. Si sus aulas perpetúan la dictadura del silencio, difícilmente podrán cumplir su función de motor de cambio social. Una universidad autoritaria contribuye a la reproducción de un orden político excluyente, mientras que una universidad democrática podría ser el germen de una sociedad más justa y participativa. De ahí la urgencia de transformar las prácticas pedagógicas universitarias hacia modelos más dialógicos, críticos y emancipadores que garanticen no solo la formación profesional, sino también la construcción de ciudadanía activa.

7. TESTIMONIOS COMO EVIDENCIA

Los testimonios personales son una fuente invaluable para comprender la magnitud del autoritarismo pedagógico en El Salvador. A diferencia de los datos estadísticos o de los informes técnicos, las vivencias individuales permiten evidenciar cómo las prácticas educativas impactan directamente en la vida de los estudiantes. El relato de haber sido expulsado de una clase por disentir con un profesor, o la experiencia de recibir un grito al intentar ojear un libro, revelan que la represión no es un concepto abstracto, sino una experiencia concreta que hiere la autoestima y limita el desarrollo intelectual. Estos testimonios cumplen una función doble. En primer lugar, denuncian: ponen en evidencia un problema que muchas veces es silenciado dentro de las instituciones educativas. En segundo lugar, ilustran: muestran de manera clara cómo la dictadura del silencio se encarna en situaciones cotidianas, aparentemente pequeñas, pero de gran impacto en la subjetividad estudiantil. Como afirma Elizabeth Jelin (2002), los relatos personales son fundamentales para la construcción de la memoria social, pues permiten reconocer las experiencias de opresión y darles un sentido colectivo.

La reacción de los compañeros en estos episodios —quedarse callados por miedo a la autoridad docente— también constituye un testimonio silencioso de la cultura escolar. No solo el estudiante sancionado es víctima del autoritarismo; todo el grupo aprende la lección: cuestionar es peligroso. Este aprendizaje implícito refuerza el habitus de sumisión descrito por Bourdieu (1990). Cada acto de represión es, al mismo tiempo, una lección de obediencia para los demás.

Freire (1970) señala que los procesos de dominación se sostienen, entre otras cosas, en la “cultura del silencio”, es decir, en la interiorización de la idea de que la palabra del oprimido no tiene valor. Los testimonios de estudiantes humillados o reprimidos en clase confirman la vigencia de esa cultura en la educación salvadoreña. Lejos de alentar el diálogo, la escuela y la universidad se convierten en escenarios donde el poder del docente se impone sobre la voz del estudiante.

No obstante, estos testimonios también pueden tener un efecto liberador. Compartir las experiencias de represión es un primer paso para construir conciencia crítica y cuestionar las prácticas autoritarias. Al convertir la experiencia individual en narrativa colectiva, se abre la posibilidad de transformación. En este sentido, dar voz a los testimonios estudiantiles no solo es un ejercicio de memoria, sino también un acto político que desafía la dictadura del silencio y abre el camino hacia una pedagogía más democrática.

8. EDUCACIÓN Y POLÍTICA: UNA RELACIÓN INSEPARABLE

Con frecuencia se intenta presentar la educación como un espacio “neutral”, desligado de los conflictos políticos y de las tensiones sociales. Esta idea de neutralidad ha sido utilizada por sectores conservadores para legitimar prácticas pedagógicas que, en realidad, reproducen el statu quo. Sin embargo, como advierte Paulo Freire (1970), toda educación es un acto político: no existe neutralidad en la enseñanza, porque cada práctica educativa contribuye ya sea a la reproducción de la dominación o a la promoción de la liberación.

En el caso salvadoreño, la educación ha estado íntimamente ligada al autoritarismo político que marcó al país durante gran parte del siglo XX. Los regímenes militares y las élites tradicionales comprendieron que el control de la escuela era una herramienta eficaz para garantizar la obediencia social. De esta manera, la pedagogía del silencio se convirtió en un reflejo del sistema político: así como en la esfera pública la protesta era reprimida, en la esfera escolar la palabra del niño o del joven era sancionada. La lógica es la misma: quien calla sobrevive; quien habla, arriesga.

La relación entre educación y política no se limita al control ideológico. También se manifiesta en los contenidos curriculares y en las metodologías utilizadas. Los programas oficiales, elaborados sin participación real de estudiantes o docentes, transmiten una visión del mundo alineada con los intereses de las clases dominantes. Al enseñar historia, por ejemplo, muchas veces se ocultan las luchas sociales o se glorifican figuras vinculadas al poder político. En el área de ciencias sociales, se privilegia la memorización de fechas y conceptos, pero se evita el análisis crítico de la realidad nacional. Como señala Apple (2006), el currículo nunca es neutral: es un campo de disputa política donde se decide qué voces son escuchadas y cuáles son silenciadas.

Otro elemento clave de esta relación es el papel de los docentes. Cuando un profesor prohíbe el debate en clase o castiga la opinión crítica, está actuando como un agente de reproducción del orden autoritario. Pero cuando un maestro fomenta la discusión, la investigación y la participación estudiantil, se convierte en un actor político que contribuye a la democratización de la sociedad. En este sentido, la labor docente trasciende lo puramente académico y se inscribe en la lucha por la justicia social. Giroux (1985) lo expresó con claridad al describir a los educadores como intelectuales transformadores.

En conclusión, la educación y la política están unidas de manera inseparable. La escuela puede ser un instrumento de dominación, como ha ocurrido en gran parte de la historia salvadoreña, o puede convertirse en un espacio de emancipación y ciudadanía crítica. Reconocer esta relación es el primer paso para transformar la educación en un acto de resistencia y construcción democrática. Negar el carácter político de la enseñanza solo sirve para perpetuar la dictadura del silencio en las aulas.

9. LA PEDAGOGÍA CRÍTICA COMO ALTERNATIVA

Frente a la dictadura del silencio que caracteriza a la educación salvadoreña, se vuelve urgente pensar y aplicar una alternativa pedagógica que devuelva la voz a los estudiantes y transforme la escuela en un espacio de libertad. Esa alternativa es la pedagogía crítica, corriente que surge de la reflexión de Paulo Freire y que ha sido enriquecida por autores como Henry Giroux, Peter McLaren y Michael Apple. La pedagogía crítica se opone a la educación bancaria —aquella que concibe al estudiante como un recipiente pasivo— y propone una educación problematizadora, dialógica y emancipadora.

El eje central de la pedagogía crítica es el diálogo. Para Freire (1970), el acto educativo debe ser un proceso horizontal en el que maestros y estudiantes se reconocen mutuamente como sujetos capaces de construir conocimiento. En este modelo, la palabra del niño o del joven no es ruido, sino un insumo fundamental para la reflexión colectiva. El aula deja de ser un espacio de silencios impuestos y se convierte en un lugar de debate donde las ideas circulan y se confrontan. Este enfoque no niega la figura del maestro, pero la redefine: ya no como autoridad incuestionable, sino como facilitador y mediador.

Además, la pedagogía crítica concibe la educación como un acto de concientización. Esto significa que el aprendizaje no se limita a la memorización de datos, sino que busca vincular el conocimiento con la realidad social del estudiante. Así, un ejercicio de lectura o escritura no se entiende únicamente como práctica técnica, sino como oportunidad para interpretar y transformar el mundo. En un país como El Salvador, atravesado por la desigualdad y la violencia, esta concepción resulta esencial: los estudiantes necesitan herramientas para comprender críticamente su contexto y para actuar sobre él.

La pedagogía crítica también reconoce el valor del error como parte fundamental del proceso de aprendizaje. Mientras que en el modelo autoritario el error es castigado con dureza, en el enfoque crítico se asume como oportunidad de reflexión. El estudiante aprende corrigiendo, revisando y volviendo a intentar, lo que fortalece su autonomía y confianza. Este cambio de perspectiva resulta clave para romper con la cultura del miedo que impera en las aulas salvadoreñas.

Finalmente, es importante señalar que la pedagogía crítica no es un mero método didáctico, sino un proyecto político y ético. Busca formar ciudadanos capaces de cuestionar, de dialogar y de transformar su realidad. Como señala Giroux (1985), el docente crítico no solo enseña contenidos, sino que fomenta la esperanza y la capacidad de imaginar futuros diferentes. Implementar esta pedagogía en El Salvador significaría pasar de una escuela de obediencia a una escuela de emancipación, de una dictadura del silencio a una democracia de la palabra.

10. EL ROL TRANSFORMADOR DEL DOCENTE

En cualquier proceso educativo, el docente ocupa un lugar central. Sin embargo, el modo en que ejerce ese rol puede significar la perpetuación del autoritarismo o, por el contrario, la apertura hacia una pedagogía emancipadora. En El Salvador, muchos maestros han reproducido sin cuestionar la disciplina del silencio, midiendo su eficacia por el orden y la obediencia en el aula. Esta visión empobrece la práctica docente y reduce la enseñanza a una actividad mecánica de control. Frente a ello, se impone la necesidad de redefinir el papel del maestro como agente de transformación social.

Paulo Freire (1970) insistía en que el educador debía dejar de ser un mero transmisor de contenidos y convertirse en un facilitador del diálogo y la concientización. Esto implica escuchar la voz de los estudiantes, reconocer su capacidad de interpretar la realidad y construir con ellos procesos de conocimiento colectivo. La autoridad del maestro no debe fundarse en el miedo, sino en el respeto y la coherencia. El docente transformador inspira por su ejemplo de lectura, investigación y compromiso ético, no por la imposición de sanciones o castigos.

Este rol exige un cambio profundo en la formación docente. Giroux (1985) acuñó el concepto de intelectual transformador para referirse a un maestro que asume su responsabilidad política en la formación de ciudadanos críticos. El docente no puede limitarse a enseñar técnicas, sino que debe fomentar la capacidad de cuestionar las estructuras sociales y de imaginar alternativas. En un país como El Salvador, donde la desigualdad y la exclusión han marcado la vida de millones, esta función resulta crucial: los maestros son llamados a convertirse en líderes pedagógicos que acompañen a sus estudiantes en la búsqueda de justicia y dignidad.

La transformación del rol docente también implica reconocer que el aprendizaje es un proceso bidireccional. El profesor aprende de sus alumnos tanto como ellos aprenden de él. Esta perspectiva rompe con la lógica jerárquica de la educación tradicional y abre la puerta a un modelo más democrático. Cuando los estudiantes perciben que sus ideas son escuchadas y valoradas, desarrollan mayor confianza en sí mismos y se comprometen más con el aprendizaje. Así, el aula se convierte en un espacio de construcción colectiva del saber, y no en un escenario de obediencia pasiva.

Finalmente, el rol transformador del docente tiene un impacto directo en la sociedad. Cada maestro que fomenta el pensamiento crítico está contribuyendo a la formación de ciudadanos activos, capaces de participar en la vida democrática y de cuestionar las injusticias. Por el contrario, cada maestro que calla a sus alumnos está contribuyendo a la reproducción de una sociedad autoritaria. En este sentido, el aula no es un espacio aislado, sino un terreno político donde se disputa el futuro del país. Apostar por un docente transformador es, en última instancia, apostar por un El Salvador más justo y democrático.

11. LA NECESIDAD DE DEMOCRATIZAR EL AULA

La escuela salvadoreña, en su versión más tradicional, se ha caracterizado por ser un espacio vertical, donde el poder se concentra en el maestro y los estudiantes se ven reducidos a simples receptores de instrucciones. Este modelo autoritario convierte al aula en un espacio de sumisión antes que de aprendizaje. Sin embargo, si aspiramos a una sociedad más democrática, es imprescindible transformar el aula en un lugar de participación, diálogo y reconocimiento mutuo. La democratización del aula no es un lujo pedagógico, sino una necesidad histórica y política.

La democratización implica, en primer lugar, reconocer al estudiante como sujeto de derecho y no como objeto de enseñanza. Esto significa abrir espacios donde pueda expresar sus ideas, formular preguntas y participar en las decisiones pedagógicas. Apple (2006) sostiene que la escuela debe ser un terreno de disputa democrática, donde se aprenda no solo contenidos académicos, sino también las prácticas de deliberación y participación que sostienen la vida pública. En este sentido, cada clase es una oportunidad para ejercitar la ciudadanía en pequeño.

En segundo lugar, democratizar el aula exige un cambio en la relación docente-estudiante. El maestro deja de ser un “juez” que califica silencios y castiga errores, para convertirse en un mediador del conocimiento. El diálogo se vuelve la herramienta principal de aprendizaje. Freire (1970) describe este proceso como una educación problematizadora, donde el profesor y el alumno investigan juntos la realidad y buscan comprenderla de manera crítica. Bajo esta perspectiva, la voz del estudiante no es una interrupción, sino un aporte que enriquece el proceso educativo.

Por otra parte, la democratización del aula también requiere un rediseño de las metodologías y evaluaciones. Las prácticas centradas en la memorización y la repetición deben dar paso a estrategias participativas: debates, trabajos colaborativos, proyectos de investigación y evaluaciones formativas. Estas herramientas no solo mejoran el aprendizaje, sino que también fortalecen habilidades ciudadanas como la cooperación, la escucha activa y la argumentación. La democracia no se improvisa; se aprende en la práctica cotidiana del aula.

Finalmente, democratizar el aula tiene implicaciones profundas para la sociedad salvadoreña. Una escuela autoritaria forma ciudadanos obedientes, incapaces de cuestionar las injusticias; una escuela democrática, en cambio, forma ciudadanos activos, capaces de defender sus derechos y de construir colectivamente soluciones a los problemas sociales. De ahí que la transformación del aula no pueda considerarse un tema marginal. Es, en realidad, una condición esencial para avanzar hacia un país más justo, inclusivo y participativo. En palabras de Dewey (1916), la democracia debe ser entendida no solo como una forma de gobierno, sino como un modo de vida que comienza en la educación.

12. DEL ERROR COMO CASTIGO AL ERROR COMO APRENDIZAJE

Una de las expresiones más claras de la pedagogía autoritaria en El Salvador es la concepción del error como una falta grave que debe castigarse. Desde los primeros años de escolaridad, los niños son reprendidos con dureza por equivocarse en una palabra, por escribir con faltas ortográficas o por no recordar un dato exacto en clase. Esta práctica, lejos de ayudar al aprendizaje, genera miedo y ansiedad. En lugar de percibir la equivocación como parte natural del proceso formativo, el estudiante la vive como una amenaza constante.

La investigación pedagógica contemporánea sostiene, por el contrario, que el error es una herramienta fundamental de aprendizaje. Piaget (1972) afirmaba que el conocimiento se construye a través de procesos de desequilibrio y reajuste cognitivo. Dicho de otro modo, aprender implica equivocarse, confrontar los errores, analizarlos y superarlos. Castigar la equivocación es, entonces, negar la esencia misma del aprendizaje humano. No obstante, en muchas escuelas salvadoreñas el error se sigue interpretando como signo de incapacidad, lo que conduce a la frustración y al abandono escolar en no pocos casos.

Freire (1970) también insistía en que la educación crítica debía superar la visión punitiva del error. Para él, cada equivocación es una oportunidad para reflexionar, cuestionar y mejorar. Cuando los maestros entienden esto, el aula se convierte en un espacio de confianza donde los estudiantes se atreven a experimentar, a escribir sin miedo y a hablar con libertad. Por el contrario, cuando el error se asocia al castigo, los alumnos optan por callar y por no arriesgarse a pensar diferente. De esta manera, la pedagogía del castigo reproduce la cultura del silencio.

Además, la concepción punitiva del error genera desigualdades profundas. Los niños con más dificultades de aprendizaje o con contextos familiares adversos son los más castigados, reforzando así la exclusión social. En lugar de recibir apoyo diferenciado, se les etiqueta como incapaces o indisciplinados. Esta práctica no solo afecta su autoestima, sino que los margina del proceso educativo. Como señala Vygotsky (1978), el aprendizaje requiere de una “zona de desarrollo próximo”, es decir, de un acompañamiento pedagógico que permita al niño avanzar desde lo que ya sabe hacia lo que todavía no domina. Castigar el error impide precisamente ese acompañamiento.

En definitiva, transformar la concepción del error es clave para romper con la dictadura del silencio en las aulas. Mientras el error sea castigado, los estudiantes seguirán temiendo hablar y escribir. Cuando el error sea asumido como parte del proceso, se abrirá la posibilidad de un aprendizaje genuino y creativo. Este cambio no es solo metodológico, sino también cultural: significa pasar de una escuela que controla y reprime a una escuela que confía, acompaña y libera.

13. LA URGENCIA DE UN NUEVO PACTO EDUCATIVO

El sistema educativo salvadoreño arrastra múltiples deficiencias históricas que no pueden resolverse con reformas parciales ni con programas aislados. Lo que se requiere es un nuevo pacto educativo que reconozca la educación como un derecho humano fundamental y como un pilar para la construcción democrática del país. Este pacto debe superar la visión reducida de la educación como simple transmisión de conocimientos y colocar en el centro el desarrollo integral de los estudiantes, su capacidad crítica y su participación ciudadana.

Un pacto educativo implica, en primer lugar, redefinir el papel de la escuela en la sociedad. No basta con que funcione como espacio de alfabetización básica o de entrenamiento laboral; debe convertirse en un laboratorio de democracia donde se aprenda a dialogar, a disentir y a tomar decisiones colectivas. Como sostiene Nussbaum (2010), una educación que prescinde de la formación crítica y humanística produce individuos obedientes, pero no ciudadanos capaces de sostener instituciones democráticas. En este sentido, El Salvador necesita un sistema educativo que forme no solo trabajadores, sino también ciudadanos conscientes y responsables.

En segundo lugar, este pacto requiere una profunda reforma en la formación docente. Ningún cambio educativo será posible si los maestros continúan reproduciendo las prácticas autoritarias que ellos mismos vivieron como estudiantes. Es necesario garantizar que los futuros docentes se formen en la lectura crítica, la escritura reflexiva y el análisis social. La figura del maestro debe transitar de vigilante del silencio a mediador del conocimiento. Como afirma Giroux (1985), los educadores deben ser intelectuales transformadores comprometidos con la justicia social.

Otro elemento indispensable de este pacto es la democratización de las políticas educativas. Durante demasiado tiempo, las decisiones sobre programas, contenidos y métodos han sido tomadas desde despachos ministeriales, sin consultar a estudiantes, maestros y comunidades. Un verdadero pacto educativo exige la participación activa de todos los actores sociales: familias, docentes, sindicatos, organizaciones estudiantiles y comunidades locales. Solo de esta forma la educación responderá a las necesidades reales del país y no a intereses políticos coyunturales.

Por último, la urgencia de este pacto se explica por el momento histórico que vive El Salvador. Un país que ha padecido guerras, dictaduras y exclusión social no puede permitirse una escuela que siga reproduciendo el autoritarismo. La transformación educativa no es opcional: es una condición para romper con la herencia de violencia y desigualdad. Un pacto educativo amplio, participativo y democrático abriría la posibilidad de formar generaciones críticas, creativas y solidarias, capaces de construir un futuro distinto.

14. EDUCACIÓN Y CIUDADANÍA CRÍTICA

La relación entre educación y ciudadanía es directa y profunda. Una escuela que fomenta el silencio, la obediencia y la repetición de contenidos produce ciudadanos pasivos, incapaces de cuestionar el poder y de participar activamente en la vida democrática. Por el contrario, una escuela que promueve el diálogo, la investigación y el pensamiento crítico forma individuos autónomos y responsables, capaces de defender sus derechos y de aportar a la construcción de una sociedad más justa. En este sentido, la calidad de la democracia salvadoreña depende en gran medida del tipo de educación que reciban sus ciudadanos.

La ciudadanía crítica no se improvisa en la vida adulta; se aprende y se ejercita desde la infancia. Dewey (1916) afirmaba que la democracia debía ser concebida no solo como una forma de gobierno, sino como un modo de vida que se cultiva en las experiencias cotidianas. Si la escuela salvadoreña continúa siendo un espacio de silencio impuesto, será imposible desarrollar una cultura ciudadana basada en la deliberación, el respeto y la responsabilidad compartida. Por ello, democratizar el aula y fomentar la participación estudiantil no es únicamente una estrategia pedagógica, sino un requisito para consolidar la democracia en el país.

Además, la ciudadanía crítica requiere una sólida formación humanística. Nussbaum (2010) advierte que las democracias están en peligro cuando se descuida la enseñanza de las humanidades y las artes, pues son ellas las que desarrollan la empatía, la imaginación y la capacidad de análisis. Reducir la educación a la mera instrucción técnica o laboral implica formar individuos funcionales al mercado, pero incapaces de cuestionar la injusticia o de comprometerse con el bien común. En el caso salvadoreño, esta tendencia refuerza la desigualdad y limita las posibilidades de transformación social.

La construcción de una ciudadanía crítica también pasa por recuperar la memoria histórica. Los estudiantes deben conocer las luchas sociales, las dictaduras y los procesos de resistencia que han marcado la historia del país. Solo así podrán comprender el presente y proyectar un futuro distinto. Como afirma Freire (1970), nadie se educa en el vacío; la educación es siempre un diálogo entre la experiencia personal y la realidad social. Formar ciudadanos críticos significa, entonces, enseñar a leer el mundo con una mirada cuestionadora y comprometida.

En conclusión, la educación salvadoreña tiene ante sí un desafío decisivo: contribuir a la formación de una ciudadanía activa y crítica. Esto implica superar la dictadura del silencio y apostar por un modelo pedagógico que fomente la participación, el debate y la reflexión. Una democracia sin ciudadanos críticos es una democracia frágil y vulnerable. Una escuela sin voz estudiantil es una fábrica de obediencia. Por ello, fortalecer el vínculo entre educación y ciudadanía crítica es una tarea urgente para garantizar un futuro más democrático y solidario en El Salvador.

15. CONCLUSIONES

El recorrido realizado en este ensayo permite constatar que la educación salvadoreña, lejos de ser un espacio neutral, ha funcionado históricamente como un instrumento de reproducción del autoritarismo social y político. La llamada dictadura del silencio no es una metáfora exagerada, sino la descripción de una práctica cotidiana: callar a los niños en la escuela, castigar el error, despreciar la opinión estudiantil y reprimir la crítica universitaria. Estas dinámicas han formado generaciones de ciudadanos inseguros, pasivos y temerosos de expresar sus ideas.

El análisis también muestra que estas prácticas no son hechos aislados, sino parte de una estructura más amplia. La escuela ha sido el reflejo de un país gobernado por dictaduras militares, élites excluyentes y regímenes autoritarios que han utilizado la educación como herramienta de control. Así como en la vida pública se castigaba la protesta, en la vida escolar se castigaba la palabra del estudiante. En ambos casos, el mensaje era el mismo: quien calla sobrevive, quien habla arriesga.

Sin embargo, esta realidad no debe conducir al pesimismo, sino a la acción. El ensayo ha subrayado que existen alternativas viables para transformar la educación salvadoreña. La pedagogía crítica, inspirada en Freire, Giroux y Apple, ofrece un camino para sustituir la lógica del silencio por la lógica del diálogo, la obediencia ciega por la participación consciente y el castigo por el acompañamiento. Democratizar el aula, revalorizar el error como oportunidad y fortalecer la formación docente son pasos indispensables hacia una escuela liberadora.

Las conclusiones también ponen en evidencia que la transformación educativa no es solo un tema pedagógico, sino político. Reformar la escuela significa reformar la sociedad. Una educación autoritaria seguirá produciendo ciudadanos sumisos, mientras que una educación crítica puede formar ciudadanos capaces de construir una democracia sólida. En este sentido, un nuevo pacto educativo se vuelve indispensable: un acuerdo nacional que coloque en el centro el derecho a la palabra, la participación y la ciudadanía crítica.

En síntesis, romper con la dictadura del silencio es una tarea urgente y colectiva. Los maestros deben asumir su rol como intelectuales transformadores; los estudiantes, reclamar su derecho a hablar y a ser escuchados; y el Estado, garantizar políticas educativas que promuevan la igualdad y la democracia. La escuela no puede seguir siendo un espacio de represión: debe convertirse en el lugar donde nazca la esperanza de un El Salvador más libre, justo y humano.

REFLEXIÓN FINAL

La educación salvadoreña enfrenta una paradoja profunda: en lugar de ser el espacio donde los estudiantes descubren su voz y aprenden a ejercerla con responsabilidad, ha sido históricamente el lugar donde esa voz se reprime. La dictadura del silencio no solo afecta al proceso de enseñanza-aprendizaje, sino que erosiona la base misma de la democracia. Un país donde los niños y jóvenes aprenden a callar es un país condenado a repetir las cadenas de la sumisión y del autoritarismo.

Romper con este ciclo implica reconocer que la palabra es un derecho humano fundamental. Escuchar a los estudiantes no es un gesto de cortesía, sino un acto de justicia. Permitirles equivocarse no es una concesión, sino el reconocimiento de que el error es la vía natural hacia el conocimiento. Transformar el aula en un espacio de diálogo no es una moda pedagógica, sino una necesidad política para garantizar que las nuevas generaciones no reproduzcan los vicios del pasado.

La escuela, en este sentido, no puede limitarse a preparar trabajadores para el mercado, sino que debe formar ciudadanos críticos para la vida democrática. En un país marcado por la desigualdad y la violencia, la educación tiene la responsabilidad ética de cultivar la solidaridad, el pensamiento reflexivo y la valentía de disentir. Como afirmaba Freire (1970), “nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo: los hombres se liberan en comunión”. La escuela debe ser ese espacio de comunión donde la libertad se aprende y se ejerce cotidianamente.

La transformación educativa exige, además, valentía. Implica cuestionar estructuras arraigadas, desafiar prácticas autoritarias y abrir espacios de participación real. Este desafío no corresponde únicamente a los maestros o a los estudiantes: es una tarea de toda la sociedad. Padres, comunidades, universidades y Estado deben comprometerse en un nuevo pacto educativo que coloque en el centro la dignidad humana y la soberanía de la palabra.

En última instancia, la educación es el terreno donde se decide el futuro de El Salvador. Si seguimos reproduciendo la dictadura del silencio, continuaremos formando generaciones sumisas. Pero si nos atrevemos a democratizar el aula, a valorar la voz de cada niño y joven, estaremos construyendo las bases de una sociedad más justa, inclusiva y verdaderamente libre. La pregunta ya no es si debemos hacerlo, sino cuándo y cómo nos decidiremos a romper el silenci

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SAN SALVADOR, 16 DE SEPTIEMBRE DE 2025

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