martes, 16 de septiembre de 2025

 

“EDUCACIÓN, BUROCRACIA Y ESPERANZA: HACIA UN NUEVO MODELO DE EDUCACIÒN PARA LA UNIVERSIDAD DE EL SALVADOR.

 

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

La universidad, en tanto institución social, siempre ha sido llamada a convertirse en un faro de conocimiento, crítica y transformación. Sin embargo, en el caso salvadoreño, la realidad que envuelve a la educación superior revela un panorama distinto: burocracia excesiva, salarios insuficientes, poca inversión en investigación y una cultura institucional que, lejos de estimular la creatividad y la reflexión, en muchos casos las sofoca. Como docente con más de treinta y cuatro años de experiencia en la Universidad de El Salvador, mi testimonio no es únicamente personal, sino también un reflejo de lo que viven cientos de catedráticos en un sistema que debería ser el corazón científico y cultural de la nación, pero que se encuentra atrapado en inercias administrativas y políticas.

La crítica que aquí se formula surge desde la vivencia, desde la cotidianidad marcada por la planificación, la preparación de clases, la asistencia a reuniones interminables como miembro del Consejo Superior Universitario (CSU) y de la Asamblea General Universitaria (AGU), y desde la necesidad de buscar trabajos adicionales para sostener a la familia. Todo esto se convirtió en un obstáculo para dedicar tiempo a la investigación y la creación académica. Es decir, el docente universitario en El Salvador ha sido reducido a una figura de sobrevivencia, más preocupado por cubrir necesidades inmediatas que por generar conocimiento original.

Esta situación no es un simple asunto gremial. Tiene implicaciones sociales profundas: si la universidad pública más importante del país no logra consolidar una verdadera cultura de investigación, de debate y de pensamiento crítico, el proyecto nacional de desarrollo queda trunco. Paulo Freire (1970) advertía que “la educación puede ser un acto de liberación o un acto de domesticación”, y en este caso, lo que debería liberar se encuentra atrapado en estructuras que domesticaron a generaciones enteras.

El presente ensayo tiene tres objetivos fundamentales. En primer lugar, ofrecer una crítica enérgica a la forma en que la universidad salvadoreña ha perdido su horizonte emancipador y se ha convertido en un espacio limitado por el formalismo y la rutina. En segundo lugar, reflexionar sobre el papel que la investigación, la curiosidad y la creatividad deberían jugar en un nuevo modelo educativo. Y finalmente, proponer líneas de acción que permitan superar la lógica del “empupitramiento” —la pasividad y memorización acrítica del estudiante— hacia una universidad que fomente el pensamiento libre, la investigación rigurosa y la vinculación real con los problemas del país.

En palabras de Carl Sagan (1995), “en algún lugar, algo increíble espera ser descubierto”. Ese “algo” no puede ser alcanzado si la universidad continúa apagando la chispa de la curiosidad, en lugar de avivarla. Por ello, este ensayo es también un llamado urgente a recuperar la esperanza y la función social de la universidad en El Salvador.

LA DOCENCIA UNIVERSITARIA: ENTRE LA VOCACIÓN Y LA RUTINA

Ser docente universitario nunca ha sido una tarea sencilla. Requiere preparación, dedicación, paciencia y, sobre todo, una profunda convicción de que enseñar es también transformar.

En mi caso, desde el primer día en la Universidad de El Salvador, comprendí que la docencia universitaria era mucho más que transmitir contenidos: se trataba de formar personas críticas, con capacidad de pensar y de aportar a la sociedad.

Esa vocación inicial me impulsó durante décadas, aun en medio de carencias materiales, contextos de crisis nacional y estructuras institucionales que no siempre favorecían el trabajo académico.

No obstante, la realidad cotidiana pronto empezó a mostrarme otra cara. La vida docente se convirtió en un cúmulo de responsabilidades rutinarias: planificar, organizar y preparar los contenidos encomendados, sin el espacio suficiente para innovar o investigar. Además, como miembro del Consejo Superior Universitario (CSU) y de la Asamblea General Universitaria (AGU), era necesario asistir a reuniones interminables, muchas veces absorbidas por debates políticos más que por verdaderas decisiones académicas. Lo que en un inicio era entusiasmo, con el tiempo se transformó en desgaste. A esta carga institucional se sumaba un problema estructural: los salarios insuficientes.

El sueldo universitario no alcanzaba para sostener dignamente a mi familia, por lo que me vi obligado a trabajar en otras instituciones. La docencia, que debía ser un espacio de entrega total, se convirtió en una actividad compartida con múltiples empleos, restándole tiempo y energía a lo que realmente importa: la investigación, la reflexión y la actualización constante. En estas condiciones, el docente se convierte en un sobreviviente, atrapado entre la necesidad económica y la vocación intelectual.

El resultado fue una vida académica fragmentada. Por un lado, el compromiso con mis estudiantes y con la universidad, cumpliendo siempre con la responsabilidad de preparar y desarrollar mis clases.

Por otro lado, la imposibilidad de disponer de horas para leer, escribir, investigar y generar conocimiento nuevo. Así, la universidad parecía exigir al profesor que cumpliera funciones administrativas y repetitivas, pero sin brindarle las condiciones necesarias para florecer como investigador y creador. En ese sentido, el ideal de la docencia universitaria como motor de transformación social se fue diluyendo bajo el peso de la rutina.

En palabras de Pierre Bourdieu (1990), la universidad corre el riesgo de convertirse en un “campo” donde predominan las fuerzas de reproducción social antes que las de transformación. La rutina docente, marcada por la burocracia y la necesidad económica, no solo desgasta a los profesores, sino que también limita la formación crítica de los estudiantes, quienes terminan recibiendo clases sin el respaldo de una sólida investigación ni de un contexto intelectual fértil.

En síntesis, la vocación que me llevó a dedicar más de tres décadas a la docencia universitaria terminó muchas veces atrapada en una rutina que sofocaba la creatividad y la pasión inicial. Sin embargo, esa experiencia, lejos de derrotarme, me permitió identificar con claridad los problemas estructurales que hoy necesitan ser transformados para rescatar el verdadero sentido de la educación superior.

LA UNIVERSIDAD BUROCRATIZADA Y SUS ATENUANTES

La Universidad de El Salvador, como máxima casa de estudios del país, debería ser el espacio donde convergen la ciencia, el pensamiento crítico y la innovación. Sin embargo, la realidad cotidiana demuestra lo contrario: una institución que ha caído, poco a poco, en la trampa de la burocracia.

 La burocratización excesiva ha convertido al quehacer docente en un mar de trámites, controles, firmas y reuniones, donde se desgasta más tiempo en cumplir con requisitos administrativos que en investigar, crear o innovar.

Este fenómeno no es exclusivo de El Salvador. Max Weber (1978) ya advertía que la burocracia, aunque necesaria para organizar a gran escala, puede degenerar en una “jaula de hierro” que atrapa al individuo en procesos rígidos y repetitivos. En el caso de la universidad, esa jaula se refleja en la forma en que los docentes quedan atrapados entre formatos, informes, reglamentos y dinámicas institucionales que poco aportan al crecimiento académico real.

Lo preocupante es que esta lógica termina absorbiendo la energía vital de la docencia y desincentivando la investigación.

A esta situación se suma otro factor determinante: los salarios insuficientes. El sueldo de un profesor universitario, lejos de ser un incentivo para la dedicación exclusiva, obliga a la mayoría a buscar empleos adicionales.

En vez de consolidarse como investigadores de tiempo completo, los docentes se ven reducidos a “trabajadores por horas”, corriendo de una institución a otra para completar un ingreso digno. La consecuencia es devastadora: no hay espacio ni energía para leer, reflexionar, investigar o escribir. Como señala José Joaquín Brunner (2015), cuando la docencia se convierte en simple pluriempleo, el profesor pierde la posibilidad de ser un “intelectual orgánico” vinculado con la sociedad y se transforma en un simple “proveedor de clases”.

Otro de los atenuantes estructurales es la falta de tiempo institucional para la investigación. No existe una verdadera política universitaria que libere horas para que los docentes desarrollen proyectos, publiquen artículos o colaboren en redes internacionales de conocimiento. En cambio, el tiempo se llena con burocracia, con asambleas administrativas y con una dinámica de supervivencia que contradice la esencia misma de la vida universitaria.

 Como bien advertía Karel Kosík (1967), cuando las instituciones pierden el vínculo con lo concreto, se convierten en estructuras vacías que repiten formalismos sin transformar la realidad. La suma de estos atenuantes –bajos salarios, falta de tiempo, ausencia de una cultura de investigación y exceso de burocracia– ha limitado profundamente el desarrollo académico y científico en El Salvador. No se trata únicamente de un problema económico, sino también de una visión reducida de lo que la universidad debería ser. En lugar de consolidarse como un espacio creativo y crítico, la universidad ha corrido el riesgo de convertirse en una maquinaria de reproducción de títulos, más preocupada por mantener su estructura formal que por generar conocimiento nuevo y útil para el país.

En este sentido, la burocratización no solo afecta a los docentes, sino también a los estudiantes y a la sociedad en general. Si los profesores no tienen condiciones dignas para investigar, difícilmente podrán motivar a sus alumnos a hacerlo. Y si la universidad no investiga ni produce ciencia, se convierte en una institución desconectada de las necesidades nacionales. Como advirtió Paulo Freire (1996), “una educación que no responde a los desafíos de la realidad concreta es una educación domesticadora, no liberadora”.

LA CULTURA AUSENTE DE LA INVESTIGACIÓN

Si hay un rasgo que define a la universidad salvadoreña en las últimas décadas es la ausencia de una verdadera cultura de investigación. Aunque en los discursos institucionales se habla de “innovación”, “avance científico” y “desarrollo académico”, la realidad vivida en las aulas muestra un contraste doloroso: la investigación no es prioridad, ni para las autoridades, ni para gran parte de la comunidad universitaria. Se trata más de una aspiración declarativa que de una práctica concreta.

Mi experiencia como docente de la asignatura de Métodos de investigación fue un claro ejemplo de esta carencia. En varias facultades, nos cerraban literalmente las puertas cuando intentábamos desarrollar proyectos prácticos con los estudiantes. La infraestructura era escasa, los recursos bibliográficos insuficientes y, en muchos casos, había resistencia institucional para abrir espacios de indagación real.

En lugar de fomentar la curiosidad y la exploración, se nos obligaba a improvisar estrategias: reunirnos en espacios alternativos, utilizar materiales propios o recurrir a ejemplos teóricos sin poder aterrizarlos en experiencias concretas.

Esta falta de apoyo no era un asunto aislado, sino un reflejo de un problema estructural. En la Universidad de El Salvador, y en gran parte de las universidades de la región, la docencia se privilegia sobre la investigación.

No existe un equilibrio entre ambas dimensiones, cuando en realidad deberían retroalimentarse mutuamente. Como advierte Derek Bok (2006), expresidente de la Universidad de Harvard, “sin investigación constante, la enseñanza corre el riesgo de volverse repetitiva y obsoleta”. Esa fue precisamente la sensación que muchas veces enfrenté: impartir un curso metodológico sin la posibilidad real de llevar a cabo un proyecto de investigación significativa.

A lo anterior se suma la falta de incentivos. Los docentes no cuentan con estímulos económicos ni con reconocimiento institucional para investigar. Publicar artículos, participar en congresos o vincularse con redes científicas internacionales suele ser un esfuerzo individual, sostenido con recursos propios y en tiempos robados al descanso o a la familia. En estas condiciones, la investigación se convierte en una tarea heroica más que en una práctica cotidiana.

Pero lo más preocupante es el impacto en los estudiantes. Al no vivir de cerca la experiencia investigativa, los futuros profesionales se gradúan con una visión reducida de su disciplina. Aprenden a memorizar teorías y a reproducir fórmulas, pero no a cuestionar, analizar o generar conocimiento nuevo. Esta limitación tiene consecuencias graves: profesionales que se insertan en el mercado laboral sin herramientas para innovar ni para aportar soluciones creativas a los problemas del país. Como diría Pierre Bourdieu (2002), se trata de un sistema que produce “reproductores culturales” en lugar de “productores de conocimiento”.

En medio de estas carencias, fue necesario apelar a la creatividad y la resiliencia. Con frecuencia, diseñaba proyectos alternativos para que los estudiantes no perdieran el contacto con la investigación. Recurriendo a bibliotecas personales, bases de datos abiertas en Internet y estrategias de observación en la vida cotidiana, intentábamos suplir lo que la institución no ofrecía. No siempre se lograba con éxito, pero al menos se mantenía viva la chispa de la curiosidad y el ejercicio de pensar de manera crítica.

Así, la ausencia de una cultura de investigación en la universidad no solo limita el desarrollo académico, sino que también perpetúa un círculo vicioso: docentes sin tiempo ni recursos, estudiantes sin experiencias investigativas, y una sociedad que recibe profesionales más adaptados a la rutina que a la innovación. Romper este círculo es uno de los grandes desafíos que debe enfrentar la educación superior salvadoreña.

DE LA PRÁCTICA A LA REFLEXIÓN: UN NUEVO HORIZONTE PERSONAL

Durante más de tres décadas, la docencia universitaria fue una experiencia absorbente, marcada por la rutina, la burocracia y la exigencia de sobrevivir en un contexto de salarios limitados y múltiples empleos. Esa dinámica cotidiana, aunque formativa en muchos sentidos, me dejó poco margen para la reflexión profunda. El profesor universitario se convierte, en tales condiciones, en un trabajador a contrarreloj: planifica, imparte, corrige, asiste a reuniones, repite contenidos y cumple con las exigencias administrativas. Lo que queda relegado es, precisamente, lo más esencial: el tiempo para leer, pensar y crear.

Sin embargo, el paso de los años y el retiro parcial de algunas responsabilidades me han permitido recuperar un tesoro invaluable: el tiempo. Aunque no cuento con la plena solvencia económica que hubiera deseado, hoy dispongo de horas para dedicarme a la lectura, la investigación personal y la escritura. Esta nueva etapa representa un giro significativo, pues me permite volver a las preguntas fundamentales que quedaron pendientes en el pasado.

En este horizonte renovado, los recursos tecnológicos han jugado un papel clave. El acceso a Internet, a bibliotecas virtuales y a herramientas como la inteligencia artificial han abierto puertas que antes parecían inalcanzables. Hoy, desde un escritorio sencillo, puedo consultar los textos de grandes filósofos, sociólogos y pedagogos; puedo contrastar teorías, explorar corrientes de pensamiento y construir mis propios análisis. Lo que antes exigía viajes y bibliotecas físicas, ahora se encuentra al alcance de un clic.

Esta oportunidad de reconectar con la reflexión filosófica y pedagógica me ha permitido reinterpretar mi propia experiencia. Al leer a autores como Paulo Freire, Karel Kosík, Pierre Bourdieu o Carl Sagan, descubro que muchas de las tensiones que viví como docente no eran meramente personales, sino estructurales. Mi frustración no era un hecho aislado, sino parte de una problemática más amplia: un modelo universitario que sofoca la curiosidad y limita la investigación.

Más aún, esta etapa de reflexión me ha hecho reencontrarme con la dimensión humana de la educación. La docencia no es únicamente un oficio ni un empleo; es, como diría Freire (1970), un acto profundamente político y ético. La educación tiene el poder de liberar o de domesticar, de encender preguntas o de apagarlas. Y ahora, con distancia crítica, puedo ver cómo las estructuras burocráticas tendieron a domesticar, pero también cómo algunos esfuerzos individuales –míos y de muchos colegas– buscaban mantener encendida la llama de la curiosidad.

Este nuevo horizonte me ha llevado también a pensar en la necesidad urgente de un cambio de modelo educativo. No basta con mejorar salarios o reducir la burocracia: es necesario replantear la universidad desde sus cimientos, para que vuelva a ser un espacio de reflexión, de diálogo y de investigación viva. Como afirma Edgar Morin (1999), el gran desafío del siglo XXI es enseñar a pensar la complejidad del mundo. Esa tarea solo será posible si la universidad se atreve a abandonar el formalismo vacío y a colocar la curiosidad y la investigación en el centro de su misión.

En síntesis, de la práctica rutinaria he transitado hacia una etapa de reflexión consciente. Aunque carezco de muchos recursos materiales, cuento con el más valioso: el tiempo para pensar, leer y escribir. Y en esa nueva posibilidad, encuentro la fuerza para proponer alternativas y para insistir en que la universidad salvadoreña debe transformarse si quiere estar a la altura de los desafíos de nuestro tiempo

LA CURIOSIDAD COMO MOTOR DE LA EDUCACIÓN

Desde tiempos antiguos, los filósofos y pensadores han reconocido que la curiosidad es el motor fundamental del aprendizaje humano. Sócrates, con su método de la mayéutica, planteaba que enseñar no consistía en llenar la mente del alumno, sino en ayudarle a “parir” el conocimiento que ya llevaba dentro, a partir de preguntas. En la misma línea, Carl Sagan (1995) afirmaba que los seres humanos somos criaturas naturalmente curiosas y que la educación debía proteger, alimentar y fortalecer esa chispa de asombro frente al universo. Sin embargo, la experiencia cotidiana en el sistema educativo salvadoreño –y en buena parte de América Latina– revela una contradicción dolorosa: esa curiosidad innata es sofocada desde la infancia por un modelo que premia la memorización y castiga la pregunta.

¿Cuántas veces un niño curioso, al levantar la mano para preguntar, se convierte en objeto de burla de sus compañeros o de impaciencia de sus maestros? En lugar de incentivar la exploración, el sistema refuerza la idea de que preguntar es molesto, que lo importante es repetir lo ya establecido. Así se va apagando el fuego natural del aprendizaje, hasta convertir a los jóvenes en receptores pasivos de información. La escuela, que debería ser un laboratorio de preguntas, se transforma en un espacio de silencios y conformismo.

Mi experiencia docente me permitió ver esa contradicción en carne propia. Cuando los estudiantes llegaban a la universidad, la mayoría traía consigo una formación marcada por el “empupitramiento”: jóvenes acostumbrados a escuchar pasivamente y a copiar apuntes, pero con poca iniciativa para indagar o cuestionar. Recuperar en ellos la chispa de la curiosidad era una tarea ardua, que exigía romper esquemas tradicionales de enseñanza. Con frecuencia, diseñaba actividades que obligaban a los alumnos a investigar, a observar su entorno, a formular hipótesis. Pero no era fácil: muchos de ellos nunca habían experimentado el gozo de descubrir por sí mismos.

Lo más preocupante es que esta situación no solo afecta a los individuos, sino a toda la sociedad. Una nación donde la educación apaga la curiosidad está condenada a reproducir la ignorancia, la dependencia y la falta de innovación. La investigación científica, la creatividad tecnológica y el pensamiento crítico nacen de la capacidad de hacerse preguntas incómodas, de cuestionar lo establecido y de imaginar alternativas. Sin curiosidad, todo progreso se paraliza. Como advierte Paulo Freire (1970), “nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan entre sí mediatizados por el mundo”. Ese “mediatizarse por el mundo” exige la chispa inicial de la curiosidad.

En contraste, cuando la curiosidad se mantiene viva, la educación se convierte en una experiencia transformadora. Recordemos que muchos de los grandes descubrimientos de la humanidad surgieron de preguntas aparentemente ingenuas: ¿por qué caen los cuerpos? (Newton), ¿qué hay más allá de la Tierra? (Copérnico, Galileo), ¿cómo funciona la mente? (Freud), ¿qué sostiene la vida social? (Durkheim). Preguntas simples, pero fundamentales, que abrieron puertas inmensas al conocimiento.

Por ello, uno de los grandes retos de la universidad salvadoreña es recuperar la curiosidad como eje del aprendizaje. No se trata de repetir teorías en aulas abarrotadas, sino de enseñar a pensar, a formular preguntas, a buscar respuestas y a cuestionar incluso las verdades que parecen más firmes. Como bien señala Sagan (1995), “la ciencia no es solo un cuerpo de conocimientos, sino una manera de pensar”. Y esa manera de pensar solo puede florecer si se protege la curiosidad en cada etapa del proceso educativo. En este sentido, la universidad debe dejar de ser un espacio de domesticación y convertirse en un laboratorio de preguntas.

 El futuro no pertenece a quienes memorizan respuestas prefabricadas, sino a quienes tienen el valor de formular nuevas preguntas. Si logramos que cada estudiante conserve viva esa chispa de curiosidad, entonces la educación superior podrá cumplir su misión emancipadora y abrir caminos hacia un país más libre, justo y creativo.

EL DESENCANTO Y LA ESPERANZA: DE LA NASA SOÑADA AL AULA SATURADA

Cuando ingresé a la Universidad de El Salvador, lo hice con un entusiasmo que solo puede entenderse como el de un joven que se siente llamado a las grandes alturas del conocimiento. En mi imaginación, la universidad era como llegar a la NASA: un lugar donde podría especializarme, investigar a fondo y aportar descubrimientos que transformaran la sociedad. Soñaba con laboratorios, debates académicos vibrantes y comunidades de investigadores apasionados por comprender la realidad. Era la visión romántica de quien cree que la educación superior es la llave que abre todas las puertas del futuro.

Sin embargo, ese sueño comenzó a languidecer con el paso del tiempo. La universidad que encontré no era la NASA, sino una institución saturada de estudiantes, con aulas abarrotadas y con recursos limitados. El ideal de la investigación se desvanecía frente a la crudeza de la rutina: largas horas de clases, trámites burocráticos, reuniones interminables y la obligación de buscar ingresos extra para sostener a mi familia. La pasión de los primeros años chocó contra la pared de una realidad que parecía diseñada para frustrar las aspiraciones científicas.

El desencanto no llegó de golpe, sino poco a poco. Cada semestre se repetía el mismo esquema: preparar clases con materiales escasos, enfrentarse a la apatía de algunos estudiantes acostumbrados a la memorización, lidiar con estructuras que cerraban puertas a la investigación. Como el fuego que se apaga lentamente por falta de oxígeno, el entusiasmo inicial se fue consumiendo. Ese proceso de desgaste me hizo comprender lo difícil que resulta mantener viva la esperanza en un sistema que no brinda las condiciones para soñar.

No obstante, sería injusto afirmar que todo fue frustración. Hubo momentos luminosos, experiencias que recordaban el valor profundo de la docencia. Cada vez que un estudiante mostraba genuino interés, que formulaba una pregunta inesperada o que emprendía un proyecto con pasión, renacía en mí la esperanza. Eran destellos que demostraban que la curiosidad y la capacidad de aprender seguían vivas, a pesar de las limitaciones estructurales. En esos instantes comprendía que mi tarea no era en vano, que la universidad todavía podía ser un espacio de transformación, aunque no siempre lo pareciera.

En este contraste entre la NASA soñada y el aula saturada se encuentra una de las lecciones más importantes de mi vida académica: los ideales deben ajustarse a la realidad, pero nunca extinguirse por completo. El desencanto es real, pero también lo es la posibilidad de reinventarse. Como señala Ernst Bloch (1959) en su Principio esperanza, incluso en los contextos más adversos, el ser humano conserva la capacidad de imaginar futuros mejores. La esperanza no es ingenuidad, sino resistencia activa contra la resignación.

Hoy, al mirar atrás, reconozco que el sueño de juventud se enfrentó a los muros de la realidad, pero no fue destruido del todo. Sobrevivió en cada clase, en cada esfuerzo por mantener viva la chispa de la curiosidad, en cada intento por conectar el aula con la vida. Y ahora, en esta etapa de reflexión, esa esperanza se ha transformado: ya no sueño con la NASA, pero sí con una universidad renovada, capaz de rescatar lo mejor de su misión y de responder a las necesidades de nuestro tiempo.

HACIA UN NUEVO MODELO DE UNIVERSIDAD

La experiencia acumulada durante décadas en la docencia me ha convencido de que la Universidad de El Salvador –y, en general, la educación superior en América Latina– necesita una transformación profunda. No basta con ajustes administrativos o incrementos salariales: es necesario un cambio de paradigma que supere el modelo tradicional basado en la memorización, el burocratismo y el “empupitramiento” de los estudiantes.

El primer paso es reconocer que el aula universitaria no puede seguir reduciéndose a un espacio de transmisión de contenidos. En pleno siglo XXI, con el acceso a Internet, a bibliotecas virtuales y a herramientas de inteligencia artificial, el conocimiento ya no depende exclusivamente del profesor. La función del docente debe transformarse: de ser un repetidor de teorías a convertirse en un guía, un mediador y un facilitador del pensamiento crítico. Como plantea Edgar Morin (1999), el desafío de la educación contemporánea es enseñar a pensar la complejidad, no a fragmentar la realidad en compartimentos estériles.

En este sentido, la investigación debe ocupar el lugar central en la vida universitaria. No se trata únicamente de producir artículos académicos para engrosar currículos, sino de generar conocimiento vinculado con los problemas concretos de la sociedad salvadoreña: pobreza, violencia, corrupción, desigualdad, degradación ambiental. Una universidad que no investiga es una universidad que repite, que reproduce saberes ajenos sin aportar soluciones propias. Como señala Boaventura de Sousa Santos (2006), la universidad latinoamericana debe ser al mismo tiempo crítica y propositiva, recuperando su papel de conciencia de la sociedad.

Un nuevo modelo universitario también exige superar la fragmentación disciplinaria. Los problemas de la realidad no se presentan aislados, sino interconectados, y solo pueden ser abordados desde una perspectiva interdisciplinaria. El estudiante de medicina necesita comprender la dimensión social de la salud; el de ingeniería debe conocer el impacto ambiental de sus proyectos; el de ciencias sociales debe dialogar con los avances tecnológicos. La universidad debe convertirse en un crisol de saberes, donde el diálogo interdisciplinario sea la norma y no la excepción.

Asimismo, la educación debe recuperar su dimensión ética y humanista. No basta con formar profesionales competentes técnicamente: es urgente formar ciudadanos responsables, con sensibilidad social y compromiso con el bien común. En un país marcado por décadas de violencia y desigualdad, la universidad tiene la misión de cultivar la dignidad humana como criterio rector de la política, la economía y la cultura.

En palabras de Paulo Freire (1996), “la educación es un acto de amor y, por tanto, un acto de valor”. Una universidad sin ética se convierte en una fábrica de títulos sin conciencia.

Finalmente, un nuevo modelo educativo debe fomentar la autonomía del estudiante. El joven universitario no puede seguir siendo tratado como un receptor pasivo, sentado horas frente a un pupitre, repitiendo contenidos que olvida al terminar el examen. Es necesario promover metodologías activas: proyectos de investigación, aprendizaje basado en problemas, prácticas comunitarias, debates críticos, uso creativo de las nuevas tecnologías. El objetivo es formar sujetos capaces de aprender durante toda la vida, no simples empleados que repiten mecánicamente instrucciones.

En suma, el nuevo modelo de universidad que propongo se fundamenta en cinco pilares:

·        Docencia transformadora: el profesor como guía y mediador.

·        Investigación viva: vinculada con los problemas sociales.

·        Interdisciplinariedad: ruptura de fronteras artificiales entre disciplinas.

·        Ética y humanismo: formación integral con compromiso social.

·        Autonomía del estudiante: metodologías activas y aprendizaje permanente.

Este modelo no es una utopía lejana. Es una necesidad urgente si queremos que la universidad deje de ser una institución que apaga la curiosidad y se convierta, de nuevo, en un motor de esperanza y transformación social.

LA UNIVERSIDAD Y LA SOCIEDAD SALVADOREÑA

La Universidad de El Salvador no existe en el vacío. Su sentido y su misión están íntimamente ligados a la realidad social del país. En una nación marcada por la pobreza, la desigualdad, la violencia y la corrupción, la universidad debería ser mucho más que un espacio de formación profesional: debe ser un motor de conciencia crítica, un laboratorio de soluciones y un faro de esperanza para las nuevas generaciones. Sin embargo, con frecuencia se ha quedado atrapada en formalismos, desconectada de los problemas urgentes que aquejan a la sociedad salvadoreña.

En un país donde históricamente la mayoría de la población ha carecido de oportunidades educativas, la universidad pública se convierte en un bien estratégico. Representa, para miles de jóvenes de origen humilde, la posibilidad de romper el círculo de la pobreza y ascender socialmente. Sin embargo, cuando la universidad no garantiza calidad, investigación ni pertinencia social, esa esperanza se convierte en frustración. Profesionales formados en aulas saturadas, sin contacto real con la investigación ni con proyectos comunitarios, difícilmente podrán transformar la sociedad. En cambio, se corre el riesgo de reproducir las mismas desigualdades estructurales que la universidad debería combatir.

El rol social de la universidad debe comprenderse en al menos tres dimensiones:

Dimensión académica: la universidad tiene la responsabilidad de generar conocimiento pertinente para el país. No basta con repetir teorías importadas; es necesario investigar los problemas locales, sistematizar experiencias nacionales y producir pensamiento propio. Por ejemplo, frente a la violencia social, no solo se requieren policías y jueces, sino también investigaciones multidisciplinarias que analicen las raíces de la exclusión, la marginalidad y las dinámicas culturales de las comunidades.

Dimensión social: la universidad debe vincularse directamente con las comunidades. La extensión universitaria no puede ser un adorno en los planes de estudio, sino una práctica central. Los estudiantes deben aprender no solo en las aulas, sino también en el contacto con la realidad de los barrios, los cantones y las zonas rurales. Ese vínculo no solo enriquece la formación académica, sino que devuelve a la sociedad la inversión que se hace en la universidad pública.

Dimensión ética y política: en un país donde la corrupción ha corroído las instituciones y donde los intereses partidarios han predominado sobre el bien común, la universidad debe ser la conciencia crítica de la nación. No puede callar frente a la injusticia, la exclusión o el deterioro ambiental. Debe formar ciudadanos que no solo sepan ejercer una profesión, sino que estén dispuestos a asumir responsabilidades éticas en su campo laboral y en la vida pública. Como señala Martha Nussbaum (2010), la educación superior debe cultivar no solo competencias técnicas, sino también las capacidades humanas necesarias para sostener una democracia saludable.

Desde mi experiencia, observé muchas veces cómo esta dimensión social se descuidaba. Se dedicaban más energías a debates internos, luchas gremiales o burocracias estériles, que a construir proyectos reales de vinculación social. La universidad se miraba demasiado hacia adentro y muy poco hacia afuera. Y cuando una institución educativa se desconecta de la sociedad que le da vida, pierde su razón de ser.

No obstante, creo que aún hay esperanza. La juventud salvadoreña, marcada por la curiosidad y la energía, representa un potencial enorme para reconstruir esa vinculación. Si logramos una universidad que incentive la investigación viva, el trabajo comunitario y el compromiso ético, podremos avanzar hacia una sociedad más justa. De lo contrario, seguiremos atrapados en el círculo vicioso de la burocracia académica y la indiferencia social.

Como lo advirtió Ignacio Ellacuría (1982), asesinado junto a otros jesuitas en la UCA, “la universidad debe encarnarse en la realidad de los pobres, debe ser voz de los sin voz y fuerza de los que no tienen fuerza”. Esa es la misión que la Universidad de El Salvador aún tiene pendiente: ser no solo una institución académica, sino una fuerza transformadora de la nación.

CONCLUSIONES

La experiencia de más de tres décadas en la Universidad de El Salvador me permitió constatar, en carne propia, las contradicciones y desafíos de la educación superior en nuestro país. Lo que inició como un sueño lleno de entusiasmo —convertir la docencia en un puente hacia la transformación social— se enfrentó rápidamente con la dureza de la realidad: burocracia excesiva, salarios insuficientes, ausencia de una verdadera cultura de investigación y un modelo educativo centrado en la repetición, más que en el pensamiento crítico.

En este ensayo se ha mostrado cómo la vocación docente, pese a su fuerza inicial, terminó muchas veces atrapada en rutinas administrativas que sofocaban la creatividad. El profesor universitario se convirtió en un trabajador que debía multiplicarse en varios empleos para sobrevivir, con poco tiempo para reflexionar, investigar o escribir. Esa limitación no fue un hecho individual, sino un reflejo estructural de la universidad salvadoreña.

Del mismo modo, se ha expuesto que la ausencia de una cultura de investigación constituye una de las mayores carencias de nuestra universidad. Sin investigación, la docencia se empobrece, los estudiantes se reducen a meros receptores de información y la sociedad pierde la posibilidad de contar con un conocimiento pertinente para resolver sus problemas.

Sin embargo, también se ha mostrado que esta situación no debe llevarnos al pesimismo absoluto. Al contrario, constituye un llamado urgente a la transformación. La universidad necesita replantear su modelo, superar el “empupitramiento” del estudiante y avanzar hacia una educación activa, crítica, interdisciplinaria y vinculada a la realidad social. Solo así podrá recuperar su misión histórica: formar profesionales con conciencia ética, generar conocimiento útil y convertirse en una fuerza transformadora frente a la pobreza, la violencia y la desigualdad.

El recorrido por mi propia experiencia me ha permitido comprender que, aunque la rutina y la burocracia apagaron parte del entusiasmo inicial, la chispa de la curiosidad sigue viva. Hoy, con más tiempo para reflexionar y leer, confirmo que la educación tiene un poder liberador que no puede desperdiciarse. La universidad debe volver a encender esa chispa, tanto en los docentes como en los estudiantes, si quiere responder a los desafíos del presente.

En conclusión, la Universidad de El Salvador enfrenta una encrucijada histórica. Puede continuar atrapada en la burocracia y la indiferencia, reproduciendo un modelo de enseñanza obsoleto. O puede renovarse desde sus cimientos, abrazando la investigación, el pensamiento crítico y el compromiso social como ejes centrales. La decisión marcará no solo su futuro, sino también el de todo el país.

REFLEXIÓN FINAL

Al mirar hacia atrás, después de más de tres décadas dedicadas a la docencia universitaria, comprendo que mi historia no es solo la de un profesor más, sino también la de una generación de docentes que vivió atrapada entre la vocación y la sobrevivencia. Soñamos con universidades que fuesen faros de ciencia y conciencia crítica, pero la realidad nos mostró instituciones ahogadas en burocracia, con salarios insuficientes y sin una cultura sólida de investigación. Esa tensión marcó nuestras vidas, robándonos tiempo para pensar, leer y crear.

Hoy, sin embargo, desde un lugar distinto, tengo la posibilidad de recuperar algo que había perdido: el tiempo para reflexionar. Y en ese ejercicio de reflexión he descubierto que la verdadera riqueza de la educación no está en las rutinas ni en los títulos, sino en la chispa de la curiosidad que nos mantiene vivos intelectualmente. Carl Sagan tenía razón: los seres humanos nacemos con una curiosidad innata, pero el sistema educativo la apaga con rapidez. Nuestra tarea, como educadores, es mantener esa chispa encendida en cada estudiante, aun en medio de la precariedad y la adversidad.

Esta etapa de lectura y diálogo con grandes pensadores —Freire, Kosík, Bourdieu, Morin, Sagan, entre tantos otros— me ha permitido comprender que la educación no puede ser reducida a la mera transmisión de contenidos. Es un acto profundamente humano, político y ético. Y aunque en mi vida docente experimenté frustraciones y desencantos, también confirmé que, en cada pregunta de un estudiante, en cada mirada curiosa, en cada intento por romper la rutina, había una semilla de esperanza.

La universidad salvadoreña debe reinventarse. No basta con sobrevivir como institución; debe convertirse en un espacio que libere, que piense, que investigue y que actúe frente a los problemas del país. Si logra hacerlo, podrá ser la fuerza transformadora que El Salvador necesita. Si no, seguirá siendo un espacio que reproduce la indiferencia y la dependencia.

En lo personal, he aprendido que nunca es tarde para volver a pensar, para volver a soñar. Aunque el tiempo me robó oportunidades de investigar en el pasado, hoy me encuentro frente a una nueva posibilidad: la de reflexionar con calma, de escribir con libertad y de compartir con otros las lecciones aprendidas. Esa es la victoria silenciosa de quien, a pesar de las adversidades, sigue creyendo en la educación como un acto de esperanza.

Como decía Paulo Freire (1996), “la esperanza no es esperar pasivamente; es luchar, es actuar, es transformar”. Esa es la reflexión que hoy comparto: la universidad y la sociedad salvadoreña necesitan esperanza activa, crítica y comprometida. Y aunque mis años de docencia hayan concluido formalmente, sigo convencido de que, desde la escritura, la lectura y el pensamiento, aún puedo contribuir a encender esa chispa en otros.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

1.      Bloch, E. (1959). El principio esperanza. Trotta.

2.      Bok, D. (2006). Our underachieving colleges: A candid look at how much students learn and why they should be learning more. Princeton University Press.

3.      Bourdieu, P. (1990). El sentido práctico. Siglo XXI Editores.

4.      Bourdieu, P. (2002). Capital cultural, escuela y espacio social. Siglo XXI Editores.

5.      De Sousa Santos, B. (2006). La universidad en el siglo XXI: Para una reforma democrática y emancipadora de la universidad. CIDES-UMSA.

6.      Ellacuría, I. (1982). Universidad y política. UCA Editores.

7.      Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.

8.      Freire, P. (1996). Pedagogía de la autonomía: Saberes necesarios para la práctica educativa. Siglo XXI Editores.

9.      Kosík, K. (1967). Dialéctica de lo concreto. Grijalbo.

10. Morin, E. (1999). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. UNESCO.

11. Nussbaum, M. (2010). Sin fines de lucro: Por qué la democracia necesita de las humanidades. Katz Editores.

12. Sagan, C. (1995). El mundo y sus demonios: La ciencia como una luz en la oscuridad. Planeta.

13. Weber, M. (1978). Economía y sociedad. Fondo de Cultura Económica.

 

 

 

 

SAN SALVADOR, 17 DE SEPTIEMBRE DE 2025

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