“LA CONTRADICCIÓN PEDAGÓGICA DE LA UNIVERSIDAD: ADULTOS
TRATADOS COMO NIÑOS EN LA EDUCACIÓN SUPERIOR”
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN
Cuando ingresé a la universidad como docente en 1987, me
asaltó una inquietud que, con el paso de los años, se ha convertido en una
reflexión constante: ¿por qué la universidad sigue tratando a los adultos como
si fueran niños? La pregunta surgía de una comparación inevitable: un
estudiante de primer grado de educación básica llega a la escuela, se sienta en
un pupitre y permanece durante una o dos horas escuchando la exposición de su
maestro o maestra. Décadas después, ese mismo niño convertido en adulto, al
llegar a la universidad, se enfrenta con una dinámica sorprendentemente
similar: vuelve a sentarse en un pupitre y escucha pasivamente la exposición
del docente durante largos períodos. La diferencia biológica, psicológica y
social entre un niño y un adulto parece desvanecerse en el aula universitaria,
como si el tiempo y la experiencia vital no tuvieran relevancia en el proceso
formativo.
Esta paradoja me llevó a preguntarme reiteradamente:
¿acaso niños y adultos son iguales en su manera de aprender?, ¿acaso los
intereses, las motivaciones y las responsabilidades de un adulto se reducen a
la simple escucha de una lección?, ¿acaso la universidad no ha entendido que la
educación superior exige metodologías distintas, críticas, participativas y
emancipadoras? En más de una ocasión comenté estas inquietudes con colegas y
autoridades académicas. Recuerdo un diálogo con el Decano de la Facultad de
Odontología, en el marco de un proceso de transformación curricular. Le
pregunté directamente: “Doctor, ¿por qué no incluimos la andragogía, entendida
como la pedagogía de los adultos, dentro de este proceso de cambio?”. Su
respuesta fue inmediata: “Claro, ya va incluida”. Sin embargo, los años pasaron
y los cambios nunca se materializaron; la enseñanza seguía estancada en la
misma lógica infantilizante, centrada en el “empupitramiento” del alumnado.
La palabra “empupitramiento” sintetiza con crudeza la
realidad universitaria: estudiantes convertidos en cuerpos inmovilizados,
sujetos pasivos cuya participación se limita a tomar apuntes, memorizar y
repetir lo que el docente dicta. Esta práctica, lejos de estimular la autonomía
y la creatividad, contribuye a atrofiar la curiosidad intelectual que debería
caracterizar la educación superior. No se trata de un problema anecdótico, sino
de una contradicción estructural que pone en entredicho la esencia de la
universidad. En efecto, la educación universitaria debería ser un espacio donde
el adulto se reconozca como sujeto autónomo, constructor de su propio
conocimiento, y no como un receptor pasivo de contenidos fragmentados.
Diversos pensadores y pedagogos han abordado esta
problemática desde distintas perspectivas. Malcolm Knowles (1980), considerado
el padre de la andragogía, subraya que la educación de adultos debe reconocer
la experiencia acumulada, la necesidad de autonomía y la motivación intrínseca
que caracteriza a quienes buscan aprender en la edad adulta. Para él, resulta
improcedente aplicar el mismo modelo pedagógico diseñado para la infancia a los
contextos de educación superior, donde lo que se demanda es pensamiento
crítico, autorreflexión y capacidad de resolver problemas reales. En una línea
semejante, Paulo Freire (1970) denunció la “educación bancaria” como una forma
de opresión que convierte a los educandos en depósitos de información, anulando
su capacidad de cuestionamiento y transformación. Estas advertencias, sin
embargo, parecen no haber calado profundamente en la práctica universitaria de
El Salvador y de América Latina, donde persisten rutinas educativas que inhiben
la iniciativa y la creatividad.
La contradicción es aún más evidente si se considera que
los marcos normativos de la educación superior en El Salvador, como la Ley
Orgánica de la Universidad de El Salvador (1982), establecen de manera
explícita que la institución debe formar profesionales críticos, conscientes,
comprometidos y con ética. El discurso oficial reconoce la importancia de la
investigación, la autonomía intelectual y la responsabilidad social. No
obstante, en la práctica, los métodos y estructuras universitarias continúan
atrapadas en una lógica reproductiva, centrada en la transmisión vertical de
contenidos, con poca o nula apertura a la innovación pedagógica.
Así, el problema no radica en una supuesta falta de
capacidad de la universidad, ni en una conspiración deliberada para sofocar la
creatividad. Más bien, la dificultad proviene de una inercia estructural que
mantiene anclada a la institución en modelos obsoletos, diseñados para
contextos distintos y poco adecuados a las necesidades contemporáneas. La
universidad se convierte, entonces, en un espacio que, en lugar de liberar la
curiosidad y fomentar la investigación, la reprime mediante rutinas
burocráticas y metodologías estandarizadas.
Este ensayo crítico se propone, en primer lugar, exponer
las causas y consecuencias de esta contradicción pedagógica en la educación
universitaria. En segundo lugar, analizará las diferencias sustantivas entre la
pedagogía y la andragogía, mostrando cómo la falta de reconocimiento de estas
diferencias perpetúa una formación deficiente. En tercer lugar, se discutirán
los efectos negativos de este modelo sobre la creatividad, la autonomía y el
compromiso social de los futuros profesionales. Finalmente, se argumentará a
favor de la necesidad urgente de un giro andragógico en la educación superior,
entendido como un cambio de paradigma que reconozca la naturaleza adulta del
estudiante universitario y lo sitúe como protagonista de su propio aprendizaje.
La introducción de la andragogía no debe ser vista como
un simple añadido metodológico, sino como una reforma estructural de la
concepción universitaria. Implica repensar el rol del docente, del estudiante,
del currículo y de la misma institución en su conjunto. Significa reconocer que
el conocimiento no se transmite de manera vertical, sino que se construye
colectivamente; que el estudiante adulto no es un niño en versión mayor, sino
un sujeto con experiencia vital, aspiraciones y responsabilidades que
condicionan su manera de aprender. En suma, implica asumir que la universidad,
si realmente desea cumplir con su misión social, debe abandonar el
empupitramiento y abrirse a la creatividad, la crítica y la transformación.
En las páginas que siguen, se desarrollará esta reflexión
en distintos apartados que buscan no solo criticar el estado actual de la
educación universitaria, sino también proponer rutas de transformación. No se
trata de un mero ejercicio teórico, sino de una exigencia ética y social: la
universidad salvadoreña y latinoamericana tienen la responsabilidad de formar a
las nuevas generaciones como ciudadanos críticos y comprometidos, capaces de
pensar con libertad y de transformar la realidad que los rodea.
2. EL CONTEXTO HISTÓRICO Y PERSONAL DE LA INQUIETUD
2.1. Mi ingreso a la universidad como docente
La década de 1980 en El Salvador estuvo marcada por el
conflicto armado, la polarización política y una crisis social profunda. En
medio de este contexto, la universidad pública era, a la vez, refugio de
pensamiento crítico y escenario de tensiones ideológicas. Fue en este ambiente
que, en 1987, inicié mis labores docentes en la Universidad de El Salvador. Llegaba
con la convicción de que la educación superior debía ser un espacio de
transformación, un lugar donde el conocimiento se pusiera al servicio de la
libertad, la justicia y el progreso social.
Pronto, sin embargo, descubrí una contradicción que me acompañaría
durante toda mi trayectoria universitaria: la enseñanza seguía un modelo casi
idéntico al de la educación básica. Los estudiantes universitarios, que ya eran
adultos con experiencias propias, eran tratados con las mismas metodologías que
un niño de primaria. Se les pedía sentarse en silencio, tomar apuntes,
memorizar, y esperar el examen como único mecanismo de validación de su
aprendizaje.
El rol del docente seguía siendo el del “poseedor del
saber”, quien hablaba desde la autoridad, mientras los estudiantes permanecían
en un rol pasivo. Esta estructura vertical, heredada de siglos de tradición
escolástica, contrastaba con la misión que la universidad proclamaba en sus
documentos: formar profesionales críticos, capaces de pensar y actuar con independencia.
En la práctica, se enseñaba obediencia antes que pensamiento autónomo;
repetición antes que cuestionamiento; silencio antes que debate.
Mi inquietud crecía cada día. Me preguntaba: ¿Cómo es
posible que, en un país en crisis, con necesidades urgentes de reflexión
crítica, la universidad no se replantee sus métodos de enseñanza? ¿Cómo formar
profesionales capaces de transformar la realidad si los tratamos como escolares
que solo escuchan y repiten? Estas preguntas fueron la semilla de una crítica
más profunda: la universidad estaba reproduciendo una lógica infantilizante que
no correspondía a la madurez, la experiencia ni las expectativas de sus
estudiantes.
La situación resultaba aún más paradójica si se tomaba en
cuenta el perfil del alumnado. Muchos estudiantes universitarios de la época no
solo eran adultos jóvenes; algunos eran trabajadores que se esforzaban por
estudiar mientras cumplían con responsabilidades familiares o laborales.
Su tiempo, sus motivaciones y su forma de aprender eran
radicalmente distintos a los de un niño de siete años. Y, sin embargo, la
institución seguía sin reconocer esa diferencia sustancial.
Este desfase no era exclusivo de la Facultad de
Odontología ni de la Universidad de El Salvador. Era —y aún es— un problema
estructural en buena parte de América Latina, donde la universidad suele
arrastrar inercias pedagógicas propias de la escuela tradicional. Lo más grave
es que esta incoherencia formativa se naturalizó: nadie la cuestionaba en voz
alta, y quienes lo hacíamos éramos vistos como ingenuos o excesivamente
críticos.
2.2. El empupitramiento como metáfora
Para describir esta realidad utilicé, en más de una
ocasión, el término “empupitramiento”. La palabra, aunque coloquial, sintetiza
con precisión el problema: estudiantes reducidos al pupitre, inmovilizados,
convertidos en cuerpos pasivos cuya única función es escuchar, escribir lo que
se dicta y rendir un examen memorístico.
El empupitramiento no es solo una práctica mecánica; es
una metáfora de la universidad autoritaria y rígida que desconoce la condición
adulta de sus estudiantes. El pupitre, que debería ser un espacio de apoyo para
el aprendizaje, se convierte en un símbolo de quietud forzada y de control
disciplinario. No hay movimiento, no hay interacción significativa, no hay
diálogo horizontal.
Esta dinámica tiene efectos profundos. Por un lado,
transmite al estudiante la idea de que su papel es obedecer y recibir, no
cuestionar ni crear. Por otro, genera una visión reduccionista del aprendizaje:
se estudia para aprobar un examen, no para pensar críticamente ni para resolver
problemas reales. Así, la universidad pierde su capacidad de ser un espacio de
emancipación y se transforma en una extensión burocrática de la escuela básica.
La metáfora del empupitramiento también revela una
contradicción ética. Si el estudiante adulto llega a la universidad con
expectativas de crecimiento, creatividad y libertad, la institución traiciona
esas expectativas al someterlo a rutinas monótonas y rígidas. Lo que debería
ser una experiencia de liberación intelectual termina siendo una experiencia de
limitación y frustración.
Incluso en los procesos de reforma curricular en los que
participé, este empupitramiento se mantuvo intacto. Recuerdo cómo, en los
debates con el decano y otros colegas, se hablaba de incluir la andragogía como
una “nueva metodología” para adultos. Sin embargo, en la práctica, nunca se dio
el salto. El discurso mencionaba innovación, pero la práctica seguía aferrada
al pupitre, al dictado y al examen memorístico. El cambio quedó reducido a un
simple enunciado, mientras la rutina continuaba sofocando la creatividad y la
curiosidad de los estudiantes.
Con el tiempo, comprendí que el empupitramiento no era un
accidente, sino una consecuencia directa de la falta de visión pedagógica. La
universidad no había interiorizado que el aprendizaje adulto exige condiciones
distintas: autonomía, diálogo, flexibilidad y proyectos vinculados con la vida
real.
En lugar de ello, se seguía imponiendo una estructura
escolarizada que, lejos de fomentar la emancipación, mantenía a los estudiantes
en una minoría intelectual artificial.
El empupitramiento, por tanto, es más que una metáfora:
es una denuncia de cómo la universidad ha fallado en reconocer al estudiante
adulto como sujeto de su propio aprendizaje. Y mientras esa lógica no se
transforme, seguiremos atrapados en un modelo que reproduce obediencia,
pasividad y conformismo, en lugar de crítica, creatividad y compromiso social.
3. PEDAGOGÍA Y ANDRAGOGÍA: DOS PARADIGMAS EN TENSIÓN
3.1. La pedagogía infantil y sus límites
La pedagogía, desde sus orígenes etimológicos, hace
referencia a la conducción del niño (paidos = niño, agogos = conducción). En
sus formas tradicionales, la pedagogía supone que el educando es un ser en
formación, carente de experiencia y dependiente de la guía del adulto. Esta
concepción, válida en los primeros años de vida, está construida sobre la idea
de que el niño necesita dirección, protección y una fuerte conducción externa
para asimilar los conocimientos básicos que lo insertarán en la vida social.
Émile Durkheim (2002), uno de los grandes teóricos de la
educación, definió la pedagogía como la socialización metódica de las nuevas
generaciones. El niño, al ingresar a la escuela, se encuentra con un sistema
que busca inculcar normas, valores y hábitos que lo conviertan en un ser
socialmente aceptado. En este marco, la autoridad del docente es incuestionable:
el maestro enseña y el niño aprende; el primero habla y el segundo escucha.
El problema surge cuando este paradigma, diseñado para la
infancia, se extrapola sin cambios a la universidad. Allí ya no encontramos
niños, sino adultos con experiencias de vida, con responsabilidades sociales y
con motivaciones propias. La pedagogía infantilizante aplicada a los adultos
universitarios produce una contradicción estructural: el estudiante se ve
reducido a la pasividad en un momento de su vida en el que debería ser
autónomo, crítico y creativo.
Este desfase se traduce en prácticas como la clase
magistral unilateral, el examen memorístico como único criterio de evaluación y
la invisibilización de la experiencia previa de los estudiantes. De esta forma,
se niega la riqueza que los adultos llevan consigo y se les coloca en una
posición artificial de dependencia intelectual, como si fueran “tablas rasas”
que necesitan ser llenadas de información.
3.2. La propuesta de la andragogía (Knowles)
En contraste, la andragogía surge como el paradigma que
reconoce la especificidad del aprendizaje adulto. Malcolm Knowles (1980, 1984)
popularizó el término en el contexto de la educación contemporánea,
definiéndolo como “el arte y la ciencia de ayudar a los adultos a aprender”.
Para Knowles, existen diferencias sustantivas entre la
pedagogía infantil y la educación de adultos, diferencias que no pueden ignorarse
sin consecuencias negativas.
Knowles identificó seis principios fundamentales de la
educación de adultos:
La necesidad
de saber: los adultos quieren
comprender por qué necesitan aprender algo antes de invertir tiempo y esfuerzo.
El
autoconcepto: el adulto se percibe como un
ser autónomo, capaz de dirigir su propio aprendizaje.
La
experiencia previa: el adulto llega al aula
con un bagaje de experiencias que deben ser reconocidas y aprovechadas en el
proceso formativo.
La
disposición para aprender: el adulto
está dispuesto a aprender cuando lo que se enseña se relaciona directamente con
su vida y sus necesidades.
La
orientación hacia el aprendizaje: el
adulto se enfoca en problemas reales y busca soluciones aplicables más que
conocimientos abstractos.
La
motivación: aunque factores externos
influyen, la motivación principal del adulto proviene de intereses internos como
la autorrealización, la mejora personal y el compromiso social.
Estos principios rompen con la lógica infantilizante de
la pedagogía tradicional. La universidad que ignora estos aspectos, en lugar de
potenciar la autonomía del adulto, lo reduce a una pasividad que contradice su
naturaleza y su momento vital.
Aplicar la andragogía en la educación superior implica
reconocer al estudiante como protagonista de su proceso formativo. El rol del
docente se transforma: deja de ser el depositario del saber y se convierte en
facilitador, mediador y orientador. El aula deja de ser un espacio de dictado
unidireccional para convertirse en un lugar de diálogo, investigación y
construcción colectiva de conocimiento.
3.3. Paulo Freire y la crítica a la educación bancaria
Paralelamente, el pensamiento de Paulo Freire ofrece un
marco crítico indispensable para comprender la necesidad de superar la
pedagogía tradicional en la universidad. Freire (1970) acuñó el concepto de
“educación bancaria” para describir el modelo en el que los educadores
depositan información en los estudiantes como si fueran recipientes vacíos. En
este esquema, el estudiante no participa activamente en su proceso de
aprendizaje; simplemente memoriza y repite.
Freire argumenta que esta forma de enseñanza no solo es
pedagógicamente deficiente, sino también políticamente opresiva, pues reproduce
estructuras de poder que perpetúan la pasividad y la dependencia. En lugar de
liberar al educando, la educación bancaria lo somete.
El pensamiento freiriano se entrelaza con la propuesta
andragógica en un punto clave: la necesidad de transformar la relación
pedagógica en un acto de diálogo crítico. Para Freire, enseñar no es transferir
conocimiento, sino crear las condiciones para su producción conjunta. En la universidad,
esto significa que el docente debe reconocer al adulto no como un receptor de
información, sino como un sujeto con voz, con historia y con capacidad de
reflexión.
En palabras de Freire: “Nadie educa a nadie, nadie se
educa a sí mismo, los hombres se educan entre sí mediatizados por el mundo”
(Freire, 1970, p. 72). Esta afirmación rompe radicalmente con la lógica
bancaria y se acerca a la visión de Knowles sobre el aprendizaje autónomo del
adulto.
Síntesis crítica del capítulo
La tensión entre pedagogía y andragogía es, en el fondo,
una tensión entre dependencia y autonomía, entre pasividad y protagonismo,
entre educación bancaria y educación crítica. Mientras la pedagogía
infantilizante, aplicada sin cambios a la universidad, condena al adulto al empupitramiento
y la repetición, la andragogía abre el camino a la creatividad, a la autonomía
y a la formación integral de profesionales comprometidos con su realidad
social.
4. LA UNIVERSIDAD COMO REPRODUCTORA DE ESQUEMAS OBSOLETOS
4.1. El currículo rígido y fragmentado
Uno de los principales problemas de la educación superior
es su tendencia a reproducir estructuras rígidas y burocráticas que, lejos de
fomentar el pensamiento crítico, limitan las posibilidades de innovación. El
currículo universitario, en muchos casos, sigue respondiendo a un modelo
enciclopédico: se organiza en asignaturas fragmentadas, sin conexión entre sí,
y se mide el avance académico en créditos y horas clase, más que en
competencias adquiridas o proyectos transformadores.
En teoría, los planes de estudio suelen estar redactados
con un lenguaje moderno, cargado de términos como formación integral,
interdisciplinariedad o competencias críticas. Sin embargo, en la práctica,
estas palabras se diluyen en programas que continúan atrapados en rutinas
tradicionales. Las clases se estructuran en torno a un temario que se debe
cubrir a toda costa, sin importar si los estudiantes realmente comprenden,
reflexionan o aplican lo aprendido en su vida profesional.
Durkheim (2002) advertía que la educación, cuando se
vuelve excesivamente normativa, corre el riesgo de convertirse en mera
reproducción social.
Eso es precisamente lo que ocurre en muchas
universidades: en lugar de cuestionar la realidad y formar profesionales
críticos, se mantiene un modelo que reproduce el statu quo. Se trata de un
currículo diseñado para “cumplir” con los requisitos institucionales, pero que
rara vez se vincula con las necesidades reales de la sociedad.
Este currículo rígido se convierte, además, en una camisa
de fuerza que limita la creatividad del docente. Aun cuando un profesor desee
introducir metodologías innovadoras, suele encontrarse con obstáculos
administrativos y resistencias institucionales: hay que “cumplir el programa”,
“cubrir los contenidos”, “respetar las horas clase”. La innovación queda
subordinada al formalismo burocrático.
4.2. La falta de actualización metodológica
A este problema se suma la escasa actualización en las
metodologías de enseñanza. Pese a los cambios sociales, tecnológicos y
culturales de las últimas décadas, la universidad sigue aferrada a la clase
magistral expositiva como el eje central de la práctica docente.
La clase magistral, en sí misma, no es negativa: puede
ser útil en ciertos contextos, sobre todo cuando el docente logra transmitir
pasión y claridad en los contenidos. Sin embargo, cuando se convierte en la
única metodología, conduce inevitablemente a la pasividad estudiantil. El
estudiante se acostumbra a escuchar, copiar y memorizar, en lugar de investigar,
debatir, crear y aplicar.
La resistencia al cambio metodológico tiene varias
causas. En primer lugar, existe una inercia cultural: muchos docentes fueron
formados bajo este mismo modelo y lo reproducen sin cuestionarlo. En segundo lugar, se percibe un temor a perder
autoridad: abandonar la clase expositiva significa ceder protagonismo al
estudiante, lo que algunos docentes interpretan como una amenaza a su rol. En
tercer lugar, influyen las limitaciones institucionales: falta de recursos, de
formación pedagógica docente y de incentivos para la innovación.
Mientras tanto, en el mundo contemporáneo proliferan
enfoques alternativos como el aprendizaje basado en problemas (ABP), el
aprendizaje colaborativo, el enfoque por proyectos y el uso crítico de
tecnologías digitales. Estas metodologías, alineadas con la visión andragógica,
permiten que los estudiantes construyan conocimientos a partir de experiencias,
debates y la resolución de problemas reales. No obstante, en muchas
universidades latinoamericanas, estas prácticas siguen siendo excepciones
aisladas, limitadas a unos pocos profesores innovadores.
La falta de actualización metodológica convierte al aula
universitaria en un espacio que parece detenido en el tiempo: pupitres
alineados, un docente al frente y un grupo de estudiantes que, a pesar de vivir
en la era digital, siguen aprendiendo como si estuvieran en el siglo XIX.
4.3. La atrofia de la creatividad y la curiosidad
Quizá la consecuencia más grave de estas prácticas
rígidas y obsoletas sea la atrofia de la creatividad y la curiosidad
intelectual. La universidad debería ser el espacio por excelencia donde florece
el pensamiento crítico, donde se cuestiona lo establecido y se exploran nuevas
posibilidades. Sin embargo, el modelo actual fomenta la conformidad antes que
la creatividad.
La creatividad no puede desarrollarse en un ambiente
donde todo está predeterminado: contenidos, horarios, métodos y evaluaciones.
Tampoco puede florecer la curiosidad cuando la pregunta del estudiante es vista
como interrupción en lugar de oportunidad para el diálogo. En este sentido, el
empupitramiento del que hablábamos antes no solo inmoviliza físicamente al
estudiante, sino también mentalmente: lo acostumbra a recibir, pero no a
buscar; a obedecer, pero no a cuestionar.
Freire (1970) señalaba que la educación bancaria mata la
curiosidad porque priva al estudiante del derecho a preguntar. El docente, en
lugar de estimular el asombro y el cuestionamiento, ofrece respuestas cerradas
a preguntas que el alumno nunca formuló. La consecuencia es un profesional que,
aunque pueda manejar conceptos y técnicas, carece de la capacidad de imaginar
alternativas y de proponer soluciones creativas a los problemas de su sociedad.
Lo más preocupante es que esta atrofia no se percibe de
inmediato. El estudiante, al adaptarse a este modelo, puede incluso sentirse
cómodo: sabe qué estudiar para aprobar, qué repetir en los exámenes, qué decir
para complacer al profesor. Pero esa comodidad es peligrosa, pues lo prepara
para un futuro profesional donde la obediencia sustituye al pensamiento crítico
y donde la rutina reemplaza a la innovación.
En un país como El Salvador, donde los desafíos sociales,
económicos y políticos son enormes, esta situación resulta especialmente grave.
Necesitamos profesionales capaces de pensar distinto, de cuestionar, de
imaginar soluciones nuevas. Una universidad que reprime la creatividad y la
curiosidad está traicionando su misión social y condenando a la sociedad a la
repetición de viejos errores.
Síntesis crítica del capítulo
La universidad, en lugar de ser motor de transformación,
se ha convertido en una reproductora de esquemas obsoletos. Un currículo rígido
y fragmentado, una metodología anclada en la clase magistral y un ambiente que
atrofia la creatividad configuran un panorama preocupante. En vez de liberar el
potencial adulto, la universidad lo reduce, lo limita y lo acomoda a rutinas
que generan profesionales obedientes, pero no críticos. Este desfase entre
discurso y práctica constituye uno de los principales obstáculos para una
educación superior verdaderamente transformadora.
5. DIMENSIONES BIOLÓGICAS, PSICOLÓGICAS Y SOCIALES DEL
ADULTO APRENDIZ
5.1. Diferencias con el niño
Una de las grandes contradicciones de la universidad es
que ignora las diferencias sustanciales entre la manera en que aprende un niño
y la forma en que aprende un adulto. La pedagogía tradicional parte de la
premisa de que el niño es un ser en formación, dependiente y carente de
experiencias, que requiere de la guía externa de un maestro para adquirir
conocimientos. Bajo esta lógica, el rol del docente es directivo, normativo y
hasta paternalista.
El adulto, en cambio, no es un lienzo en blanco. Cuando
ingresa a la universidad, llega con una historia de vida cargada de
experiencias, aprendizajes previos, responsabilidades y expectativas. Como
señala Knowles (1984), la experiencia constituye uno de los recursos más
valiosos del aprendizaje adulto. Pretender que los estudiantes universitarios
se sienten en pupitres y escuchen pasivamente como si fueran niños de primer
grado constituye un grave error metodológico, porque desconoce la riqueza
cognitiva y vivencial que cada uno aporta.
Desde el punto de vista biológico, el adulto ya ha
alcanzado su madurez física y neurológica. Su cerebro no aprende de la misma
manera que el de un niño. Mientras que el niño depende más de la memoria
mecánica y del aprendizaje por repetición, el adulto tiende a relacionar lo
nuevo con lo ya vivido, a establecer conexiones y a buscar significados
prácticos.
En términos psicológicos, el adulto posee un autoconcepto
más definido: se percibe como un ser autónomo y responsable. En este sentido,
la educación que lo trata como dependiente genera frustración, pues contradice
su propia identidad. Según Erik Erikson (1980), las etapas del desarrollo
humano muestran que la adultez está marcada por la búsqueda de identidad
laboral, social y afectiva; por tanto, aprender no es solo “cumplir con
tareas”, sino encontrar sentido y coherencia con su proyecto de vida.
Desde la dimensión social, el adulto no estudia aislado:
lo hace en medio de responsabilidades familiares, laborales y comunitarias.
Esto condiciona tanto su motivación como su manera de aprender. A diferencia
del niño, que estudia por obligación y bajo la tutela de sus padres, el adulto
busca en la educación herramientas para mejorar su vida, su trabajo y su aporte
a la sociedad.
Por todas estas razones, aplicar el mismo modelo
pedagógico infantil al adulto universitario constituye una negación de su
condición humana y vital. Es como pedirle a un profesional en formación que
“olvide” su experiencia y que se limite a comportarse como un escolar
obediente.
5.2. El aprendizaje como proyecto vital
La educación universitaria no puede entenderse como un
simple proceso de acumulación de información. Para el adulto, aprender es un
proyecto vital que se relaciona con sus metas personales, familiares y
sociales.
Knowles (1980) afirma que los adultos aprenden mejor
cuando lo que estudian está vinculado a su vida cotidiana y cuando perciben un
propósito claro en el conocimiento adquirido.
Esto significa que el aprendizaje adulto es profundamente
instrumental y existencial: se aprende para resolver problemas, para mejorar la
calidad de vida, para avanzar profesionalmente o para cumplir una vocación de
servicio. La universidad que no reconoce este carácter vital del aprendizaje
termina generando frustración y desmotivación.
Además, el aprendizaje en la adultez se vincula con la
autorrealización. Maslow (1970) situaba en la cúspide de su pirámide de
necesidades la búsqueda de sentido, creatividad y trascendencia. El adulto que
estudia en la universidad no solo busca un título; busca también un espacio de
crecimiento personal, de construcción de identidad y de aporte a su comunidad.
Por ello, la universidad debería ofrecer espacios
flexibles, dialógicos y participativos que conecten el conocimiento con los
proyectos vitales de los estudiantes. No se trata de imponer contenidos
abstractos, sino de crear condiciones para que cada estudiante encuentre en el
aprendizaje una herramienta de transformación de su vida y de su entorno.
Sin embargo, lo que ocurre con frecuencia es lo
contrario: el estudiante adulto se enfrenta a un sistema rígido, con horarios
inflexibles, programas descontextualizados y métodos autoritarios que lo
reducen a un receptor pasivo. La consecuencia es la pérdida de motivación.
Muchos estudiantes terminan “estudiando para aprobar” y no “estudiando para
vivir mejor o para transformar la sociedad”.
Freire (1970) advertía que la educación, cuando se
desconecta de la vida, pierde su sentido emancipador. En palabras del pedagogo
brasileño: “El estudio no puede ser una actividad alienada y alienante, sino un
acto creador de libertad” (p. 88). La universidad, entonces, debe comprender
que el aprendizaje adulto no es una obligación externa, sino una búsqueda de
sentido interno.
Síntesis crítica del capítulo
Las diferencias biológicas, psicológicas y sociales entre
un niño y un adulto son profundas y determinantes. El adulto aprende de manera
distinta, con motivaciones propias y proyectos vitales que van más allá de la
mera acumulación de información. Tratar al estudiante universitario como a un
niño es una forma de violencia simbólica que niega su autonomía, su experiencia
y su madurez. La universidad, al desconocer estas dimensiones, no solo atrofia
la curiosidad y la creatividad, sino que además frustra la posibilidad de una
formación verdaderamente transformadora.
6. LA CONTRADICCIÓN UNIVERSITARIA: DISCURSO VS. PRÁCTICA
Una de las tensiones más evidentes en la educación
superior es la que existe entre lo que la universidad proclama en su discurso y
lo que realmente ejecuta en su práctica cotidiana. Los documentos oficiales
—como los planes estratégicos, las leyes orgánicas y los discursos inaugurales
de las autoridades académicas— están cargados de expresiones grandilocuentes:
se habla de formación integral, profesionales críticos y comprometidos,
investigación al servicio de la sociedad y ética como principio rector.
Sin embargo, al observar las aulas, los métodos de
enseñanza y las rutinas administrativas, encontramos un panorama muy distinto. La
Ley Orgánica de la Universidad de El Salvador (1982), por ejemplo, establece
con claridad que la institución tiene como misión formar profesionales con
pensamiento crítico, ético y socialmente comprometido. En el papel, la
declaración es contundente. Pero en la práctica, la enseñanza sigue anclada en
la clase magistral, en el examen memorístico y en la relación vertical entre
docente y estudiante. La contradicción entre discurso y práctica genera un
vacío que, lejos de ser inocuo, tiene profundas repercusiones en la calidad
formativa de los futuros profesionales.
La universidad suele presentarse como espacio de libertad
y crítica, pero al interior de sus aulas se mantiene una cultura autoritaria
donde el estudiante rara vez tiene voz real en las decisiones sobre su proceso
de aprendizaje. Se habla de participación estudiantil, pero las dinámicas
cotidianas se reducen a la obediencia y al cumplimiento de rutinas
burocráticas. El estudiante se convierte en un receptor de planes de estudio
elaborados desde arriba, sin consulta ni vinculación con sus intereses vitales.
Este desfase revela una verdad incómoda: la universidad
funciona como una institución reproductora de poder. Mientras en sus discursos
dice querer emancipar, en sus prácticas mantiene esquemas de control y
domesticación. Pierre Bourdieu (1990) explicaba que la educación, lejos de ser
neutral, reproduce las estructuras de dominación de la sociedad. En este
sentido, la universidad salvadoreña y latinoamericana no escapa de la lógica:
forma profesionales competentes en lo técnico, pero obedientes en lo político e
intelectual.
La contradicción también se manifiesta en el campo de la
investigación. En teoría, la universidad promueve la investigación científica
como eje fundamental de su quehacer. Sin
embargo, en la práctica, los recursos son mínimos, la investigación suele
quedar relegada a proyectos aislados y el estudiante no es incentivado a
investigar desde sus primeros años. Lo que predomina es la repetición de
teorías, no la construcción de conocimiento propio. La universidad dice formar
investigadores, pero sus prácticas generan repetidores.
Asimismo, en el ámbito de la ética y el compromiso
social, los discursos oficiales son inspiradores: se habla de formar
profesionales responsables, con vocación de servicio y con compromiso hacia el
desarrollo nacional.
Sin embargo, en la práctica, el currículo suele estar más
orientado a la formación técnica que a la formación ética. Los cursos de ética
profesional, cuando existen, se reducen a formalidades teóricas, sin generar un
verdadero debate crítico sobre la responsabilidad social de los futuros
profesionales.
Esta contradicción genera un efecto desmoralizador en los
estudiantes. Por un lado, escuchan discursos motivadores sobre su papel como
agentes de cambio; por otro, experimentan un sistema educativo que los
inmoviliza y los trata como receptores pasivos. La brecha entre lo que se dice
y lo que se hace genera cinismo, apatía y desconfianza en la institución. En
lugar de inspirar compromiso, la universidad puede terminar produciendo
indiferencia.
El problema no es únicamente pedagógico: es también ético
y político. Una universidad que proclama emancipación, pero practica
domesticación se convierte en una institución incoherente, que traiciona sus
principios y debilita su legitimidad social. La transformación no puede
quedarse en el discurso; requiere cambios profundos en la metodología, en el
currículo y en la relación docente-estudiante.
En síntesis, la contradicción universitaria entre
discurso y práctica revela que la institución, aunque declara tener una misión
transformadora, sigue atrapada en rutinas que reproducen pasividad y
conformismo. Mientras no se cierre esa brecha, la universidad continuará siendo
un espacio de frustración más que de emancipación, un lugar donde la
creatividad y la curiosidad se sofocan bajo el peso de la tradición y la
burocracia.
7. LA URGENCIA DE UN GIRO ANDRAGÓGICO
La universidad salvadoreña y latinoamericana enfrenta un
dilema crucial: seguir reproduciendo modelos pedagógicos obsoletos que
infantilizan al estudiante adulto, o asumir con seriedad el paradigma de la
andragogía para transformar la educación superior. La primera opción asegura la
continuidad de la pasividad, la rutina y el conformismo; la segunda implica un
cambio profundo en la concepción del aprendizaje, en el rol del docente y en la
dinámica del aula.
Este giro andragógico no puede verse como un añadido
decorativo a los programas universitarios, sino como una reforma estructural
que modifique las bases mismas del proceso formativo. A continuación, se
presentan tres dimensiones claves de este cambio: la autonomía del estudiante,
la redefinición del rol docente y la innovación metodológica.
7.1. La autonomía del estudiante adulto
El principio fundamental de la andragogía es el
reconocimiento de la autonomía del estudiante adulto. Malcolm Knowles (1980)
señalaba que, a diferencia del niño, el adulto se percibe como un ser
autodirigido, capaz de tomar decisiones sobre su vida y su aprendizaje. Ignorar
esta característica es condenar a los estudiantes universitarios a un estado
artificial de dependencia intelectual.
La autonomía implica que el estudiante participe
activamente en la definición de sus objetivos de aprendizaje, en la elección de
métodos y en la construcción de significados. Esto no significa ausencia de
guía, sino la creación de un entorno donde el adulto asume la responsabilidad
de aprender. La universidad debe, entonces, generar condiciones que promuevan
la investigación autónoma, el trabajo en proyectos, el aprendizaje colaborativo
y la reflexión crítica.
En este modelo, el examen memorístico deja de ser el
centro de la evaluación. En su lugar, se priorizan productos intelectuales y
prácticos que reflejen la capacidad del estudiante de analizar, crear y aplicar
conocimientos a problemas reales. La autonomía, lejos de ser un privilegio,
debe convertirse en un derecho fundamental del estudiante universitario.
7.2. El rol del docente como facilitador
El giro andragógico exige también una redefinición
profunda del rol del docente. El profesor universitario no puede seguir siendo
visto como el “poseedor del saber” “como el dueño de la verdad absoluta “que
dicta contenidos a receptores pasivos. Debe transformarse en un facilitador del
aprendizaje, un mediador que acompaña al estudiante en su proceso autónomo de
construcción del conocimiento.
Paulo Freire (1970) sostenía que enseñar no es transferir
conocimiento, sino crear las condiciones para su producción o construcción.
Bajo esta perspectiva, el docente se convierte en un guía que provoca
preguntas, que orienta debates, que estimula la investigación y que acompaña al
estudiante en el descubrimiento crítico del mundo.
El rol del docente facilitador demanda habilidades
pedagógicas que no siempre forman parte de la preparación universitaria. Por
eso, la universidad necesita programas de formación docente en andragogía, que
enseñen a los profesores a manejar dinámicas participativas, a utilizar
metodologías activas y a valorar la experiencia de los estudiantes como parte
del proceso de aprendizaje.
Además, ser facilitador no significa perder autoridad,
como algunos temen. Significa ejercer una autoridad distinta, basada en la
coherencia, en el respeto y en la capacidad de inspirar. El docente que
facilita el aprendizaje no impone, sino que propone; no reprime, sino que
motiva; no dicta, sino que dialoga.
7.3. Innovación metodológica y tecnologías
Finalmente, el giro andragógico requiere una innovación
metodológica que rompa con el esquema único de la clase magistral. La
universidad debe diversificar las formas de enseñar y aprender, incorporando
metodologías activas que respondan a las características del adulto aprendiz.
Entre estas metodologías destacan:
Aprendizaje basado en problemas (ABP): donde los
estudiantes enfrentan situaciones reales y deben investigar, analizar y
proponer soluciones.
Aprendizaje colaborativo: que fomenta el trabajo en
equipo, la construcción colectiva y el desarrollo de habilidades sociales.
Aprendizaje por proyectos: que permite integrar varias
asignaturas en torno a un objetivo común y aplicable a la realidad.
Estudio de casos: que conecta la teoría con situaciones
concretas y estimula el análisis crítico.
Uso crítico de tecnologías digitales: que abre
posibilidades de aprendizaje autónomo, investigación en línea y creación de
redes académicas globales.
El uso de tecnologías, en particular, constituye una
oportunidad clave. Las plataformas virtuales, las bibliotecas digitales y los
recursos multimedia permiten superar el empupitramiento del aula física y dar
lugar a un aprendizaje más dinámico, flexible y autónomo. Sin embargo, estas
herramientas deben usarse con un enfoque crítico: no basta con digitalizar la
clase magistral, sino que hay que repensar la interacción educativa para
fomentar la participación y la creatividad.
La innovación metodológica no solo transforma el aula,
sino que cambia la cultura universitaria. El estudiante deja de ser un sujeto
pasivo y se convierte en protagonista de su formación; el docente abandona la
posición de monopolio del saber y se convierte en acompañante; y la
universidad, en lugar de ser una reproductora de esquemas obsoletos, se
convierte en un laboratorio de pensamiento crítico y transformación social.
Síntesis crítica del capítulo
El giro andragógico no es una opción secundaria, sino una
urgencia inaplazable para la educación superior. Reconocer la autonomía del
estudiante adulto, redefinir el rol del docente como facilitador e implementar
metodologías innovadoras son pasos esenciales para superar el empupitramiento y
para recuperar la misión emancipadora de la universidad. Sin este cambio, la
institución seguirá atrapada en un discurso incoherente y en una práctica
obsoleta que sofoca la creatividad y la curiosidad. Con él, en cambio, la
universidad puede convertirse en un verdadero espacio de libertad, crítica y
transformación.
8. IMPLICACIONES ÉTICAS Y SOCIALES DE LA ENSEÑANZA
UNIVERSITARIA
La universidad no es una institución aislada ni neutra.
Sus métodos de enseñanza, sus rutinas académicas y su visión pedagógica tienen
un impacto directo en la sociedad. Lo que ocurre dentro del aula repercute en
la manera en que los futuros profesionales se relacionan con su comunidad, en
cómo ejercen su trabajo y en la ética que guía sus decisiones.
Por eso, mantener
un modelo pedagógico infantilizante en la educación superior no es un problema
menor: sus consecuencias trascienden lo académico y se proyectan en la vida
social, política y cultural del país.
8.1. Formación de profesionales obedientes, pero no
críticos
Una primera implicación es que el modelo tradicional,
centrado en la pasividad, produce profesionales obedientes y técnicamente
competentes, pero poco críticos. El estudiante que durante años fue entrenado
para escuchar, memorizar y repetir, difícilmente se convertirá en un
profesional capaz de cuestionar estructuras injustas, proponer soluciones
innovadoras o resistir presiones éticas.
Este tipo de formación responde a lo que Freire (1970)
denominaba una educación domesticadora: una práctica que prepara a los
individuos para adaptarse al sistema existente, no para transformarlo. Así, la
universidad contribuye —consciente o inconscientemente— a reproducir un orden
social donde la obediencia pesa más que la creatividad, y la rutina más que la
innovación.
8.2. Déficit ético en el ejercicio profesional
Otra consecuencia es el déficit ético en el ejercicio de
las profesiones. La universidad que ignora la autonomía del adulto y lo
acostumbra a depender de la autoridad docente, forma individuos que replican
esa dependencia en su vida profesional. Se convierten en técnicos que cumplen
órdenes, pero que no cuestionan las implicaciones morales de su trabajo.
Esto es especialmente grave en áreas como la medicina, la
ingeniería, la abogacía o la educación, donde las decisiones profesionales
afectan directamente la vida de las personas. Un médico que no fue entrenado
para pensar críticamente puede seguir protocolos sin cuestionar si son los más
adecuados; un abogado puede defender causas injustas sin reflexionar sobre el
impacto social; un docente puede reproducir prácticas autoritarias en el aula
sin cuestionar su efecto en la niñez.
El déficit ético no surge de la maldad individual, sino
de una formación universitaria que prioriza lo técnico sobre lo humano, lo
memorístico sobre lo reflexivo, lo rutinario sobre lo crítico.
8.3. Reproducción de desigualdades sociales
La pedagogía infantilizante aplicada a los adultos
también contribuye a la reproducción de desigualdades sociales. Pierre Bourdieu
(1990) explicó cómo la educación, al reproducir esquemas de dominación,
legitima las desigualdades existentes en lugar de combatirlas. En la
universidad, esto se traduce en una formación que adapta a los estudiantes a un
sistema económico y político desigual, sin brindarles herramientas para
cuestionarlo. Cuando la universidad forma profesionales pasivos, estos
difícilmente podrán convertirse en agentes de cambio en sus comunidades. Al
contrario, tienden a integrarse al sistema tal como está, sin cuestionar las
estructuras de corrupción, exclusión o injusticia que afectan a los sectores más
vulnerables de la sociedad.
8.4. La responsabilidad social de la universidad
Frente a este panorama, surge una pregunta ineludible:
¿qué responsabilidad tiene la universidad en la construcción de una sociedad
más justa, crítica y solidaria?. No basta con transmitir conocimientos
técnicos; se necesita una educación que forme ciudadanos conscientes de su
papel social.
La responsabilidad social universitaria implica promover
valores como la solidaridad, la justicia, el respeto a la dignidad humana y el
compromiso con el bien común. Pero estos valores no pueden enseñarse desde la
pasividad y el empupitramiento; deben practicarse en un modelo educativo
dialógico, participativo y andragógico.
Si la universidad adopta la andragogía, no solo mejorará
la calidad académica, sino que también formará profesionales éticos y
comprometidos con la transformación social. Si, por el contrario, mantiene la
lógica infantilizante, seguirá reproduciendo la apatía, el conformismo y la obediencia
acrítica que tanto daño hacen a nuestras sociedades.
Síntesis crítica del capítulo
La forma en que la universidad enseña no es inocente:
tiene consecuencias éticas y sociales de largo alcance. El modelo pedagógico
infantilizante forma profesionales obedientes pero no críticos, genera déficits
éticos en el ejercicio profesional y reproduce desigualdades sociales. En
cambio, un modelo andragógico puede formar ciudadanos autónomos, creativos y
comprometidos con la justicia. Por ello, la transformación universitaria no es
solo un asunto académico, sino un imperativo ético y social.
9. CONCLUSIÓN
El recorrido realizado a lo largo de este ensayo permite
afirmar, con claridad y sin ambigüedades, que la universidad salvadoreña y
latinoamericana enfrenta una contradicción estructural: proclama en su discurso
la formación de profesionales críticos, éticos y comprometidos, pero en la
práctica sigue aplicando metodologías infantilizantes que reducen al adulto
universitario a un receptor pasivo de información.
Desde mi experiencia iniciada en 1987 como docente
universitario, pude observar cómo los estudiantes adultos eran tratados con la
misma lógica que un niño de primer grado: empupitramiento, clases expositivas
unidireccionales, exámenes memorísticos y ausencia de espacios reales para la
autonomía y la creatividad. Esta contradicción no se explica por falta de
intención, sino por la fuerza de la inercia institucional, las rutinas
burocráticas y la resistencia al cambio.
El análisis teórico ha mostrado que la pedagogía infantil
y la andragogía son dos paradigmas distintos que no pueden confundirse.
Mientras la pedagogía responde a la dependencia del niño, la andragogía
reconoce la autonomía, la experiencia y la motivación intrínseca del adulto.
Ignorar estas diferencias produce una educación superior incoherente, incapaz
de formar profesionales capaces de pensar críticamente y de responder a los desafíos
sociales de su tiempo.
Asimismo, se ha demostrado que el modelo universitario
actual atrofia la creatividad y la curiosidad intelectual, dos cualidades que
deberían ser centrales en la formación superior. La rigidez curricular, la
falta de innovación metodológica y la cultura autoritaria de las aulas
reproducen pasividad y conformismo, en lugar de fomentar la investigación, la
reflexión y la crítica.
Las consecuencias de este desfase no son solo académicas,
sino también éticas y sociales. Una universidad que trata a los adultos como
niños contribuye a formar profesionales obedientes, pero no críticos,
competentes en lo técnico, pero con déficits éticos, adaptados al sistema, pero
incapaces de transformarlo. De esta manera, la universidad se convierte en un
agente de reproducción de desigualdades y no en un motor de justicia y progreso
social.
Frente a este panorama, la urgencia de un giro
andragógico se vuelve evidente. Este cambio implica reconocer la autonomía del
estudiante adulto, redefinir el rol del docente como facilitador e introducir
metodologías activas e innovadoras. No se trata de una opción secundaria, sino
de una necesidad impostergable si se quiere que la universidad cumpla su misión
de formar ciudadanos críticos, creativos y éticos.
La conclusión general es clara: mientras la universidad
mantenga el empupitramiento y la pedagogía infantilizante, seguirá sofocando la
curiosidad y la creatividad de los estudiantes adultos. Pero si asume el
paradigma andragógico, podrá convertirse en un espacio de libertad intelectual,
de construcción crítica y de compromiso social. El reto es enorme, pero
ineludible: transformar la universidad para que deje de ser reproductora de
pasividad y se convierta en sembradora de conciencia y de dignidad.
10. REFLEXIÓN FINAL
La pregunta que me hice en 1987, al ingresar como docente
a la universidad, sigue resonando con fuerza hasta hoy: ¿por qué la universidad
trata a los adultos como si fueran niños?. Han pasado décadas, y la respuesta
no ha cambiado sustancialmente: porque la institución no ha tenido la valentía
de romper con la inercia, de abandonar las rutinas cómodas, de enfrentar la
contradicción entre lo que dice y lo que hace.
El empupitramiento, la clase magistral expositiva, el
examen memorístico y la ausencia de diálogo no son meras prácticas
administrativas; son símbolos de una universidad que teme a la autonomía de sus
estudiantes, que prefiere la obediencia a la creatividad, la repetición a la
crítica, la rutina al asombro. Y, sin embargo, la misión de la universidad no
es domesticar, sino liberar; no es callar la curiosidad, sino potenciarla; no
es convertir a los adultos en niños obedientes, sino reconocerlos como
ciudadanos plenos, capaces de pensar y transformar su realidad.
A lo largo de mi experiencia docente, he confirmado que
la universidad puede ser tanto un espacio de atrofia como un espacio de
liberación. Depende de las metodologías, de las actitudes y, sobre todo, de la
visión que cada institución asuma. Cuando se persiste en el modelo
infantilizante, se mata la chispa de la creatividad; cuando se abre la puerta a
la andragogía, florece la curiosidad, la investigación y el pensamiento
crítico.
Por eso, mi reflexión final es también un llamado: la
universidad debe decidir qué tipo de profesionales quiere formar y, en
consecuencia, qué tipo de sociedad desea contribuir a construir. Si se limita a
producir técnicos obedientes, seguirá reforzando un sistema desigual, pasivo y
acrítico. Si, en cambio, apuesta por la formación de adultos autónomos,
críticos y éticos, abrirá el camino hacia una sociedad más justa, solidaria y
democrática.
La universidad salvadoreña y latinoamericana necesita
entender que la educación superior no es un simple trámite para obtener un
título, sino un proyecto de vida y de transformación social. Los estudiantes
adultos llegan con sueños, con experiencias, con responsabilidades; la
universidad no puede reducirlos a pupitres y exámenes, debe ofrecerles horizontes,
caminos y desafíos.
Como escribió Paulo Freire (1970), “la educación no
cambia el mundo: cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. Esa es la
verdadera misión de la universidad: formar personas que no solo sepan, sino que
piensen, que cuestionen, que sueñen y que actúen.
Hoy, mirando hacia atrás y hacia adelante, confirmo que
la universidad tiene en sus manos la posibilidad de elegir: seguir tratando a
los adultos como niños, o reconocerlos como protagonistas de su propio
aprendizaje. La primera opción conduce a la frustración y a la repetición; la
segunda, a la esperanza y a la transformación.
La respuesta, en última instancia, no depende solo de las
autoridades ni de los planes de estudio; depende de cada docente, de cada
estudiante, de cada comunidad universitaria. El cambio es posible, y es
necesario. Porque mientras sigamos formando adultos como niños, seguiremos
teniendo sociedades inmaduras. Pero si logramos formar adultos como adultos,
críticos y conscientes, estaremos sembrando el futuro que nuestro país y
nuestra región necesitan con urgencia.
11. REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.
1.
Bourdieu, P.
(1990). La reproducción: Elementos para una teoría del sistema de enseñanza.
Fontamara.
2.
Durkheim, É.
(2002). Educación y sociología (J. A. García & P. R. Lanzas, Trads.). Akal.
(Obra original publicada en 1922).
3.
Erikson, E. H. (1980). Identity and the life
cycle. W. W. Norton & Company.
4.
Freire, P.
(1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.
5.
Kant, I.
(1999). Sobre la educación. Alianza Editorial. (Obra original publicada en
1803).
6.
Knowles, M.
S. (1980). The modern practice of adult education: From pedagogy to
andragogy. Cambridge Books.
7.
Knowles, M. S. (1984). Andragogy in action: Applying
modern principles of adult learning. Jossey-Bass.
8.
Maslow, A. H. (1970). Motivation and personality
(2nd ed.). Harper & Row.
9.
Universidad
de El Salvador. (1982). Ley Orgánica de la Universidad de El Salvador. San
Salvador, El Salvador: UES.
SAN SALVADOR, 13 DE SEPTIEMBRE DE 2025
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