"HIPERTROFIA DE
DATOS, RAQUITISMO ESPIRITUAL"
POR: MSc. JOSÉ ISRAEL
VENTURA.
INTRODUCCIÓN
La humanidad, a lo largo
de su historia, ha acumulado una cantidad de información tan vasta que
resultaría imposible para una sola generación leerla, procesarla o comprenderla
en diez millones de años. Bibliotecas físicas y digitales rebosan de datos, estudios,
estadísticas, teorías y fórmulas; internet se ha convertido en un océano
inabarcable de contenidos que se multiplican a una velocidad vertiginosa. Y,
sin embargo, en medio de esta sobreabundancia de información, el hombre
contemporáneo se encuentra más desorientado, vacío y frágil espiritualmente que
nunca.
El verdadero drama no
radica en tener demasiada información, sino en haber desplazado la sabiduría
que generaciones anteriores forjaron con esfuerzo, experiencia y reflexión. Esa
sabiduría —que no depende de bytes ni de megabytes, sino de principios éticos,
valores humanos y visión trascendental— ha sido relegada al rincón del olvido.
Hoy, el mundo sabe más sobre el comportamiento de un algoritmo que sobre el
sentido profundo de la justicia; más sobre la mecánica cuántica que sobre la
mecánica de la compasión; más sobre cómo conquistar mercados que sobre cómo
gobernar las propias pasiones.
El resultado es un hombre hipertrofiado en datos, pero
raquítico en espíritu; un ser con la cabeza llena, pero con el corazón vacío. Y es precisamente esta
contradicción la que debemos analizar críticamente: ¿cómo hemos llegado al
punto en que la sabiduría se considera prescindible mientras la información se
idolatra como si fuera un fin en sí misma?
DESARROLLO
La historia nos muestra
que cada gran civilización tuvo su propia forma de acumular conocimiento, pero
también de transmitir sabiduría. Los pueblos antiguos no solo preservaban
mitos, relatos o leyes: preservaban formas de vivir. Egipto no solo nos dejó
jeroglíficos; nos dejó una cosmovisión sobre la muerte y la eternidad. Grecia
no solo nos legó filosofía; nos entregó reflexiones eternas sobre el bien, la
belleza y la verdad. China no solo conservó caracteres escritos; cultivó un
pensamiento ético-político que aún ilumina.
Pero el hombre
contemporáneo, creyéndose más inteligente que sus ancestros, decidió que la
sabiduría no era rentable, que los principios no producían dividendos, que los
valores no cotizaban en bolsa. Así, optó por reemplazar la reflexión profunda
por la inmediatez de datos que cambian cada segundo. En este contexto, saber
cuántos likes obtuvo una publicación parece más relevante que comprender el
sentido de la vida.
La acumulación
indiscriminada de información ha creado un espejismo: el de confundir estar
informado con estar formado. Sin embargo, una persona puede conocer miles de
cifras y aun así ser incapaz de orientar su vida hacia el bien común. La
historia reciente lo confirma: sociedades con altos índices de alfabetización
tecnológica pueden caer en la corrupción, la manipulación ideológica y la
autodestrucción, porque la información sin ética se convierte en un arma
peligrosa.
Además, esta hipertrofia
de datos ha generado un fenómeno psicológico inquietante: la fatiga
informativa. Las personas, bombardeadas por miles de estímulos, ya no pueden
distinguir lo importante de lo irrelevante, lo verdadero de lo falso. Y en esa
confusión, las lecciones de la historia, las advertencias de los sabios y la
experiencia de nuestros mayores quedan ahogadas en un mar de ruido digital.
La sabiduría, a
diferencia de la información, requiere tiempo, contemplación, autocrítica y
humildad. Y precisamente por eso es incómoda en un mundo que idolatra la
velocidad, la producción constante y el consumo inmediato. Nos hemos convertido
en acumuladores compulsivos de datos, pero en indigentes de sentido.
CONCLUSIÓN
La humanidad está ante
una encrucijada: puede seguir acumulando información como un coleccionista
obsesionado que nunca usa lo que guarda, o puede recuperar el hilo perdido de
la sabiduría que durante siglos dio sentido a nuestra existencia. La información nos dice cómo hacer las
cosas; la sabiduría nos dice por qué y para qué hacerlas. Y sin este “por
qué” y “para qué”, la información se convierte en una máquina sin alma, capaz
de destruir lo que no entiende.
Si no revertimos esta tendencia, corremos el riesgo de convertirnos en una civilización hiperinformada, pero autodestructiva, que sabrá enviar sondas a otros planetas, pero no podrá convivir pacíficamente en el suyo; que sabrá manipular el ADN humano, pero no sabrá amar a su prójimo. En ese escenario, el vacío espiritual será tan grande que ni diez millones de bibliotecas digitales podrán llenarlo.
REFLEXIÓN FINAL
El gran desafío de
nuestro tiempo no es acceder a más información, sino aprender a filtrar,
asimilar y transformar esa información en sabiduría. La información sin ética
es como un barco sin timón: puede avanzar a gran velocidad, pero hacia el
naufragio. La sabiduría, en cambio, es el timón que nos orienta, el faro que
nos salva de las rocas, la brújula que nos recuerda que lo esencial no se mide
en gigabytes, sino en la capacidad de vivir bien y hacer el bien.
Recuperar la sabiduría
no es un capricho romántico: es una urgencia civilizatoria. Si no lo hacemos,
la historia nos recordará no como la generación que lo sabía todo, sino como la
que, teniendo todo para comprender, eligió la ignorancia más peligrosa: la de ignorarse a sí misma.
SAN SALVADOR, 11 DE
AGOSTO DE 2025
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