martes, 12 de agosto de 2025

 

"HIPERTROFIA DE DATOS, RAQUITISMO ESPIRITUAL"

POR: MSc. JOSÉ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

La humanidad, a lo largo de su historia, ha acumulado una cantidad de información tan vasta que resultaría imposible para una sola generación leerla, procesarla o comprenderla en diez millones de años. Bibliotecas físicas y digitales rebosan de datos, estudios, estadísticas, teorías y fórmulas; internet se ha convertido en un océano inabarcable de contenidos que se multiplican a una velocidad vertiginosa. Y, sin embargo, en medio de esta sobreabundancia de información, el hombre contemporáneo se encuentra más desorientado, vacío y frágil espiritualmente que nunca.

El verdadero drama no radica en tener demasiada información, sino en haber desplazado la sabiduría que generaciones anteriores forjaron con esfuerzo, experiencia y reflexión. Esa sabiduría —que no depende de bytes ni de megabytes, sino de principios éticos, valores humanos y visión trascendental— ha sido relegada al rincón del olvido. Hoy, el mundo sabe más sobre el comportamiento de un algoritmo que sobre el sentido profundo de la justicia; más sobre la mecánica cuántica que sobre la mecánica de la compasión; más sobre cómo conquistar mercados que sobre cómo gobernar las propias pasiones.

El resultado es un hombre hipertrofiado en datos, pero raquítico en espíritu; un ser con la cabeza llena, pero con el corazón vacío. Y es precisamente esta contradicción la que debemos analizar críticamente: ¿cómo hemos llegado al punto en que la sabiduría se considera prescindible mientras la información se idolatra como si fuera un fin en sí misma?

DESARROLLO

La historia nos muestra que cada gran civilización tuvo su propia forma de acumular conocimiento, pero también de transmitir sabiduría. Los pueblos antiguos no solo preservaban mitos, relatos o leyes: preservaban formas de vivir. Egipto no solo nos dejó jeroglíficos; nos dejó una cosmovisión sobre la muerte y la eternidad. Grecia no solo nos legó filosofía; nos entregó reflexiones eternas sobre el bien, la belleza y la verdad. China no solo conservó caracteres escritos; cultivó un pensamiento ético-político que aún ilumina.

Pero el hombre contemporáneo, creyéndose más inteligente que sus ancestros, decidió que la sabiduría no era rentable, que los principios no producían dividendos, que los valores no cotizaban en bolsa. Así, optó por reemplazar la reflexión profunda por la inmediatez de datos que cambian cada segundo. En este contexto, saber cuántos likes obtuvo una publicación parece más relevante que comprender el sentido de la vida.

La acumulación indiscriminada de información ha creado un espejismo: el de confundir estar informado con estar formado. Sin embargo, una persona puede conocer miles de cifras y aun así ser incapaz de orientar su vida hacia el bien común. La historia reciente lo confirma: sociedades con altos índices de alfabetización tecnológica pueden caer en la corrupción, la manipulación ideológica y la autodestrucción, porque la información sin ética se convierte en un arma peligrosa.

Además, esta hipertrofia de datos ha generado un fenómeno psicológico inquietante: la fatiga informativa. Las personas, bombardeadas por miles de estímulos, ya no pueden distinguir lo importante de lo irrelevante, lo verdadero de lo falso. Y en esa confusión, las lecciones de la historia, las advertencias de los sabios y la experiencia de nuestros mayores quedan ahogadas en un mar de ruido digital.

La sabiduría, a diferencia de la información, requiere tiempo, contemplación, autocrítica y humildad. Y precisamente por eso es incómoda en un mundo que idolatra la velocidad, la producción constante y el consumo inmediato. Nos hemos convertido en acumuladores compulsivos de datos, pero en indigentes de sentido.

CONCLUSIÓN

La humanidad está ante una encrucijada: puede seguir acumulando información como un coleccionista obsesionado que nunca usa lo que guarda, o puede recuperar el hilo perdido de la sabiduría que durante siglos dio sentido a nuestra existencia. La información nos dice cómo hacer las cosas; la sabiduría nos dice por qué y para qué hacerlas. Y sin este “por qué” y “para qué”, la información se convierte en una máquina sin alma, capaz de destruir lo que no entiende.

Si no revertimos esta tendencia, corremos el riesgo de convertirnos en una civilización hiperinformada, pero autodestructiva, que sabrá enviar sondas a otros planetas, pero no podrá convivir pacíficamente en el suyo; que sabrá manipular el ADN humano, pero no sabrá amar a su prójimo. En ese escenario, el vacío espiritual será tan grande que ni diez millones de bibliotecas digitales podrán llenarlo.

REFLEXIÓN FINAL

El gran desafío de nuestro tiempo no es acceder a más información, sino aprender a filtrar, asimilar y transformar esa información en sabiduría. La información sin ética es como un barco sin timón: puede avanzar a gran velocidad, pero hacia el naufragio. La sabiduría, en cambio, es el timón que nos orienta, el faro que nos salva de las rocas, la brújula que nos recuerda que lo esencial no se mide en gigabytes, sino en la capacidad de vivir bien y hacer el bien.

Recuperar la sabiduría no es un capricho romántico: es una urgencia civilizatoria. Si no lo hacemos, la historia nos recordará no como la generación que lo sabía todo, sino como la que, teniendo todo para comprender, eligió la ignorancia más peligrosa: la de ignorarse a sí misma.

 

 

 

SAN SALVADOR, 11 DE AGOSTO DE 2025

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