DE LA METÁSTASIS POLÍTICA A LA CIRUGÍA DEL CAMBIO
POR: MSc. JOSE ISRAEL VENTURA
INTRODUCCIÓN
Antes de la llegada de Nayib Bukele a la presidencia, El
Salvador no solo estaba enfermo: sufría un cáncer político y moral en estado terminal.
Durante décadas, el tejido institucional estuvo infiltrado por células malignas
llamadas gobiernos corruptos. No era un simple resfriado democrático; era una
metástasis que se extendía desde la Presidencia hasta el último eslabón del
aparato estatal. Los presidentes gobernaban como emperadores de bolsillo
propio, los ministros eran comerciantes del erario, los secretarios de Estado,
operadores de redes oscuras, y los diputados, ratas con fuero y nómina estatal.
Los partidos políticos actuaban como carteles de poder, los embajadores se
lucraban bajo el manto diplomático, la Fiscalía era un bufete de favores para
corruptos y los jueces, junto a la Corte Suprema de Justicia, se convirtieron
en guardianes del saqueo.
Era una plaga incrustada en cada órgano del Estado, un
sistema inmunológico nacional colapsado que impedía cualquier defensa contra el
saqueo. El pueblo había sido condenado a convivir con un aparato político que
vivía de su sangre, mientras la esperanza era anestesiada con discursos falsos
y promesas huecas.
Sin embargo, con la llegada de Bukele, la historia dio un giro. La medicina no fue dulce, pero era necesaria: reformas profundas, depuración de instituciones y un quiebre radical con la “normalidad” que tanto beneficio dio a la élite política corrupta. Esa medicina, recetada con dosis de autoridad y respaldo popular, comenzó a frenar el avance de la enfermedad, orientando al país hacia un rumbo que muchos creían imposible.
EL PAÍS ANTES DE LA CIRUGÍA POLÍTICA
Hablar de El Salvador antes de Bukele es describir un
organismo moribundo. Las instituciones, en lugar de defender la justicia, se
convirtieron en cómplices activos del crimen organizado de cuello blanco.
Los partidos políticos tradicionales, principalmente
ARENA y FMLN, se turnaron el poder como dos médicos charlatanes que vendían el
mismo veneno, maquillado como cura. Los gabinetes ministeriales eran, en muchos
casos, redes familiares y amistosas dedicadas a drenar recursos públicos.
La corrupción no era un accidente: era un sistema, un
modelo económico-político que vivía del robo institucionalizado. Las leyes eran
interpretadas según el interés de las cúpulas; la justicia era selectiva y la
impunidad, garantizada para quienes tenían poder o influencia. En este
contexto, el pueblo no solo estaba abandonado, sino traicionado.
Era un país donde un diputado podía aprobar leyes para
favorecer a sus financistas, donde un juez podía absolver a un político con
pruebas abrumadoras de corrupción y donde un fiscal general podía “extraviar”
expedientes enteros. No era casualidad que la palabra Estado se pronunciara con
desprecio: para el ciudadano común, significaba un aparato al servicio de
ladrones.
LA MEDICINA DEL CAMBIO
Con la llegada de Bukele, la narrativa política se
rompió. Su estrategia no fue cosmética ni de maquillaje institucional; fue
quirúrgica. El primer paso fue enfrentar a la vieja clase política sin miedo,
incluso cuando eso significaba romper alianzas históricas. La depuración de la
Asamblea Legislativa y el reemplazo de jueces de la CSJ fueron vistas como
golpes directos al corazón de la impunidad.
Se rompió con la “diplomacia” hipócrita que permitía a
embajadores corruptos y operadores extranjeros influir en la política interna.
La Fiscalía dejó de ser un santuario de encubrimiento y pasó a ejecutar
capturas que antes eran impensables.
El Ejecutivo asumió un papel activo en la recuperación de
la soberanía nacional, priorizando la seguridad y el bienestar sobre los
intereses de las élites.
Claro está: esta medicina no agradó a todos. Los
beneficiarios del antiguo cáncer —los corruptos, sus socios internacionales y
sus medios de comunicación— la calificaron de “autoritarismo”, cuando en
realidad se trataba de amputar un sistema podrido para salvar la vida del
paciente llamado El Salvador.
CONCLUSIÓN
Antes de Bukele, el país era un enfermo terminal
condenado a morir lentamente en manos de médicos que lucraban con su agonía.
Hoy, aunque no todos los problemas han desaparecido, el paciente está de pie y
respira por sí mismo. Las cicatrices de la cirugía política están ahí, pero son
marcas de supervivencia, no señales de derrota.
La corrupción estructural que por décadas se consideró
“inevitable” está siendo enfrentada con firmeza.
Y aunque los opositores intenten disfrazar la nostalgia
por el viejo sistema de “defensa de la democracia”, el pueblo sabe que esa
“democracia” era un teatro donde el ciudadano era el payaso y los políticos,
los dueños del circo.
REFLEXIÓN FINAL
La historia de El Salvador es una advertencia y una
lección. La advertencia es que, si se baja la guardia, la plaga de la
corrupción puede regresar, mutada y más resistente. La lección es que la
voluntad política, respaldada por un pueblo despierto, puede cambiar incluso un
destino que parecía sellado.
Hoy, el país se encuentra en un punto de no retorno:
seguir el tratamiento hasta la recuperación total o permitir que los viejos
doctores del saqueo retomen el control y vuelvan a inocular el veneno. El
pueblo ya probó lo que es tener esperanza y seguridad; renunciar a ello sería
aceptar una recaída mortal.
La medicina del cambio puede ser dura, pero es la única
que asegura que El Salvador no vuelva a ser aquel cuerpo enfermo que durante
décadas fue devorado desde adentro por sus propios “representantes”.
SAN SALVADOR, 13 DE AGOSTO DE 2025
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