sábado, 9 de agosto de 2025

 

CUANDO LA LLAVE DE LA CÁRCEL PASÓ A MANOS DEL PUEBLO

POR: MSc. JOSÉ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

Durante décadas, El Salvador vivió bajo un sistema judicial y político hecho a la medida de una élite voraz. La ley no era un instrumento de justicia, sino un arma de control selectivo: se aplicaba con toda su fuerza contra el pobre, contra el olvidado, contra el que robaba por hambre o necesidad; pero se transformaba en un escudo impenetrable para los que saqueaban las arcas del Estado. Quien hurtaba una libra de carne de un supermercado, una gallina de un corral, un par de zapatos viejos de una tienda de barrio, sentía sobre su cuello el peso inmediato y brutal de la ley. Sin embargo, quienes firmaban cheques millonarios para desviar fondos públicos, quienes inflaban contratos, lavaban dinero e hipotecaban el futuro del país, eran tratados como señores intocables.

Este pacto de impunidad no era casual ni accidental: era el resultado de un aparato jurídico diseñado para blindarlos. Ellos eran los arquitectos de las leyes y, al mismo tiempo, sus únicos beneficiarios. Eran los dioses en un Olimpo político y empresarial donde el sufrimiento del pueblo no era más que ruido de fondo. Hoy, ese Olimpo se les ha derrumbado y, sin el blindaje que los protegía, su voz se ha convertido en un coro histérico que clama “¡dictadura!”, “¡represión!”, “¡libertad de prensa!”, “¡democracia en peligro!”. Lo que realmente está en peligro no es la democracia, sino su impunidad.

DESARROLLO

En el país de ayer, la justicia tenía precio y apellido. Los jueces obedecían líneas políticas, las fiscalías se manejaban como oficinas privadas de los partidos, y las leyes eran simples decoraciones para los discursos de campaña. El ciudadano común sabía que, si cometía un error por necesidad, terminaría tras las rejas; mientras que el funcionario corrupto podía dormir tranquilo después de robar millones, sabiendo que su “blindaje jurídico” estaba asegurado.

No importaba cuántas pruebas existieran: todo se podía “arreglar” con influencias, favores políticos o maletines negros.

Ese modelo de justicia era perverso porque normalizaba el saqueo y criminalizaba la pobreza. No había persecución contra los grandes corruptos porque ellos mismos habían colocado las piezas clave del sistema judicial. Se protegían entre sí, intercambiaban favores y construían un círculo cerrado donde nadie podía entrar sin ser parte del pacto. El pueblo era apenas un espectador impotente, condenado a ver cómo se desangraba el país.

Pero los tiempos han cambiado. Hoy, la llave de la justicia ya no está en las manos de los partidos que se turnaban el poder para repartirse botines. Hoy, el miedo ha cambiado de bando. Aquellos que antes dictaban quién iba preso y quién no, ahora sienten el frío de la justicia acercarse.

 Por eso ladran, por eso gritan, por eso inventan narrativas de “persecución política”.

Lo que en realidad temen no es una supuesta dictadura: temen ser tratados con el mismo rigor con el que ellos trataron al pueblo pobre e indefenso.

Su estrategia es clara: recurrir al viejo manual de la manipulación, disfrazar su miedo de defensa de la democracia, y agitar a la prensa servil que durante décadas fue su vocera. Hablan de libertad de prensa, pero callan cuando se recuerda que en su tiempo se persiguió, exilió y hasta se eliminó físicamente a periodistas incómodos.

Claman por derechos humanos, pero olvidan que en sus gobiernos la pobreza y la violencia fueron el pan de cada día para millones. Denuncian “represión” mientras jamás condenaron la represión brutal que ellos mismos ejercieron contra protestas legítimas en las calles.

Lo que vivimos no es el fin de la democracia, es el inicio de la verdadera igualdad ante la ley. Y eso, para quienes siempre estuvieron por encima de ella, es el peor de los castigos. El pueblo, por primera vez en décadas, tiene un rol activo en decidir el rumbo del país y vigilar que los corruptos paguen por sus crímenes.

 El poder que antes se ejercía desde oscuros salones cerrados ahora se ejerce bajo la luz pública. Por eso tiemblan: porque saben que las llaves de la cárcel ya no están en sus bolsillos, sino en las manos de aquellos a quienes robaron por tanto tiempo.

CONCLUSIÓN

La justicia selectiva del pasado fue el motor que alimentó la corrupción estructural en El Salvador. Durante años, los corruptos vivieron convencidos de que eran intocables, y el pueblo resignado creyó que nada podía cambiar. Hoy, el cambio es real: los poderosos de ayer están en el banquillo de los acusados y los jueces ya no se arrodillan ante sus apellidos. Esa es la raíz del odio y la furia que hoy destilan contra el sistema actual: no soportan que el país ya no esté bajo su control.

La pregunta “¿por qué antes no se perseguía a los grandes corruptos?” tiene una respuesta sencilla y brutal: porque eran ellos mismos quienes decidían qué era delito y qué no, quién iba preso y quién quedaba libre. Pero ese tiempo terminó, y no volverá, por más que pataleen, inventen o clamen ante organismos internacionales.

REFLEXIÓN FINAL

El Salvador está escribiendo una página inédita en su historia: la de un país que dejó de proteger a los ladrones de cuello blanco y comenzó a tratarlos como lo que son: criminales. No es dictadura, no es represión: es justicia. Y la justicia, cuando es verdadera, incomoda al que siempre vivió fuera de su alcance.

Los gritos de “dictadura” que escuchamos hoy no son un llamado genuino por la democracia; son el llanto desesperado de quienes han perdido privilegios, de quienes ya no tienen el control del aparato jurídico para escapar de sus crímenes. La verdadera democracia no se defiende desde las mansiones blindadas con dólares robados, sino desde el pueblo que exige y ejerce justicia.

Hoy, esas llaves que abren y cierran la puerta de la cárcel están en manos del soberano: el pueblo. Y el pueblo, a diferencia de ellos, no las usará para proteger corruptos, sino para asegurarse de que, por primera vez en mucho tiempo, el ladrón de millones y el ladrón de gallinas enfrenten la ley con el mismo peso y sin excepciones.

 

 

 

SAN SALVADOR, 9 DE AGOSTO DE 2025

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