CUANDO LA LLAVE DE LA CÁRCEL PASÓ A MANOS DEL PUEBLO
POR: MSc. JOSÉ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN
Durante décadas, El Salvador vivió bajo un sistema
judicial y político hecho a la medida de una élite voraz. La ley no era un
instrumento de justicia, sino un arma de control selectivo: se aplicaba con
toda su fuerza contra el pobre, contra el olvidado, contra el que robaba por
hambre o necesidad; pero se transformaba en un escudo impenetrable para los que
saqueaban las arcas del Estado. Quien hurtaba una libra de carne de un
supermercado, una gallina de un corral, un par de zapatos viejos de una tienda
de barrio, sentía sobre su cuello el peso inmediato y brutal de la ley. Sin
embargo, quienes firmaban cheques millonarios para desviar fondos públicos,
quienes inflaban contratos, lavaban dinero e hipotecaban el futuro del país,
eran tratados como señores intocables.
Este pacto de impunidad no era casual ni accidental: era
el resultado de un aparato jurídico diseñado para blindarlos. Ellos eran los
arquitectos de las leyes y, al mismo tiempo, sus únicos beneficiarios. Eran los
dioses en un Olimpo político y empresarial donde el sufrimiento del pueblo no
era más que ruido de fondo. Hoy, ese Olimpo se les ha derrumbado y, sin el
blindaje que los protegía, su voz se ha convertido en un coro histérico que
clama “¡dictadura!”, “¡represión!”, “¡libertad de prensa!”, “¡democracia en
peligro!”. Lo que realmente está en peligro no es la democracia, sino su
impunidad.
DESARROLLO
En el país de ayer, la justicia tenía precio y apellido.
Los jueces obedecían líneas políticas, las fiscalías se manejaban como oficinas
privadas de los partidos, y las leyes eran simples decoraciones para los
discursos de campaña. El ciudadano común sabía que, si cometía un error por
necesidad, terminaría tras las rejas; mientras que el funcionario corrupto
podía dormir tranquilo después de robar millones, sabiendo que su “blindaje
jurídico” estaba asegurado.
No importaba cuántas pruebas existieran: todo se podía
“arreglar” con influencias, favores políticos o maletines negros.
Ese modelo de justicia era perverso porque normalizaba el
saqueo y criminalizaba la pobreza. No había persecución contra los grandes
corruptos porque ellos mismos habían colocado las piezas clave del sistema
judicial. Se protegían entre sí, intercambiaban favores y construían un círculo
cerrado donde nadie podía entrar sin ser parte del pacto. El pueblo era apenas
un espectador impotente, condenado a ver cómo se desangraba el país.
Pero los tiempos han cambiado. Hoy, la llave de la
justicia ya no está en las manos de los partidos que se turnaban el poder para
repartirse botines. Hoy, el miedo ha cambiado de bando. Aquellos que antes
dictaban quién iba preso y quién no, ahora sienten el frío de la justicia
acercarse.
Por eso ladran,
por eso gritan, por eso inventan narrativas de “persecución política”.
Lo que en realidad temen no es una supuesta dictadura:
temen ser tratados con el mismo rigor con el que ellos trataron al pueblo pobre
e indefenso.
Su estrategia es clara: recurrir al viejo manual de la
manipulación, disfrazar su miedo de defensa de la democracia, y agitar a la
prensa servil que durante décadas fue su vocera. Hablan de libertad de prensa,
pero callan cuando se recuerda que en su tiempo se persiguió, exilió y hasta se
eliminó físicamente a periodistas incómodos.
Claman por derechos humanos, pero olvidan que en sus
gobiernos la pobreza y la violencia fueron el pan de cada día para millones.
Denuncian “represión” mientras jamás condenaron la represión brutal que ellos
mismos ejercieron contra protestas legítimas en las calles.
Lo que vivimos no es el fin de la democracia, es el
inicio de la verdadera igualdad ante la ley. Y eso, para quienes siempre
estuvieron por encima de ella, es el peor de los castigos. El pueblo, por
primera vez en décadas, tiene un rol activo en decidir el rumbo del país y
vigilar que los corruptos paguen por sus crímenes.
El poder que antes
se ejercía desde oscuros salones cerrados ahora se ejerce bajo la luz pública.
Por eso tiemblan: porque saben que las llaves de la cárcel ya no están en sus
bolsillos, sino en las manos de aquellos a quienes robaron por tanto tiempo.
CONCLUSIÓN
La justicia selectiva del pasado fue el motor que
alimentó la corrupción estructural en El Salvador. Durante años, los corruptos
vivieron convencidos de que eran intocables, y el pueblo resignado creyó que
nada podía cambiar. Hoy, el cambio es real: los poderosos de ayer están en el
banquillo de los acusados y los jueces ya no se arrodillan ante sus apellidos.
Esa es la raíz del odio y la furia que hoy destilan contra el sistema actual:
no soportan que el país ya no esté bajo su control.
La pregunta “¿por qué antes no se perseguía a los grandes
corruptos?” tiene una respuesta sencilla y brutal: porque eran ellos mismos
quienes decidían qué era delito y qué no, quién iba preso y quién quedaba
libre. Pero ese tiempo terminó, y no volverá, por más que pataleen, inventen o
clamen ante organismos internacionales.
REFLEXIÓN FINAL
El Salvador está escribiendo una página inédita en su
historia: la de un país que dejó de proteger a los ladrones de cuello blanco y
comenzó a tratarlos como lo que son: criminales. No es dictadura, no es
represión: es justicia. Y la justicia, cuando es verdadera, incomoda al que siempre
vivió fuera de su alcance.
Los gritos de “dictadura” que escuchamos hoy no son un
llamado genuino por la democracia; son el llanto desesperado de quienes han
perdido privilegios, de quienes ya no tienen el control del aparato jurídico
para escapar de sus crímenes. La verdadera democracia no se defiende desde las
mansiones blindadas con dólares robados, sino desde el pueblo que exige y
ejerce justicia.
Hoy, esas llaves que abren y cierran la puerta de la
cárcel están en manos del soberano: el pueblo. Y el pueblo, a diferencia de
ellos, no las usará para proteger corruptos, sino para asegurarse de que, por
primera vez en mucho tiempo, el ladrón de millones y el ladrón de gallinas
enfrenten la ley con el mismo peso y sin excepciones.
SAN SALVADOR, 9 DE AGOSTO DE 2025
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