“LA REBELIÓN DE LA RAZÓN: FILOSOFAR EN TIEMPOS DE
MANIPULACIÓN”
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL
VENTURA.
INTRODUCCIÒN.
Pensar filosóficamente no es un lujo intelectual ni un
ejercicio estéril reservado para las aulas; es, ante todo, un acto de rebelión
ante la mentira institucionalizada. Pensar es romper el hechizo del sentido
común, esa red invisible de creencias impuestas que nos hace aceptar como
natural lo que es injusto, como lógico lo que es irracional, y como verdad lo
que solo beneficia a los poderosos. Trascender el sentido común, como bien lo
advirtió Karel Kosík, significa destruir la estructura simbólica que sostiene
al sistema establecido. Significa mirar más allá de las apariencias, desmontar
el decorado ideológico del capitalismo y desenterrar la raíz de las falsedades
que dan forma a nuestra cotidianidad.
Vivimos en un tiempo donde el poder no se impone
únicamente por la fuerza ni por la ley, sino a través de la fabricación de
verdades. Los grandes medios de comunicación, las redes sociales y los aparatos
culturales del mercado son hoy los nuevos templos del sentido común. Desde
ellos se dicta qué pensar, qué admirar, a quién odiar y a quién temer. En
apariencia, el ciudadano es libre; en realidad, está atrapado en una jaula
invisible de discursos prefabricados que modelan su percepción del mundo. Tal
como señaló Antonio Gramsci, la verdadera dominación es aquella que logra que
los dominados piensen y hablen el lenguaje de sus dominadores.
En este contexto, el sentido común deja de ser una simple
categoría del pensamiento cotidiano y se convierte en un dispositivo de poder.
Se nos enseña a repetir frases como “así son las cosas”, “nada se puede
cambiar”, “cada quien tiene lo que merece”, mientras se invisibilizan las
estructuras históricas que generan desigualdad y pobreza. Esa es la función del
sentido común en el capitalismo: anestesiar la conciencia crítica y legitimar
el orden injusto como si fuera el único posible. Por eso Marx decía que “en el mundo de las formas fenoménicas, los poderosos se mueven
como peces en el agua”, pues saben nadar en la confusión que ellos mismos
crean.
La filosofía, en cambio, nos invita a sospechar. Nos
enseña a ver detrás del decorado de la realidad aparente. Nos llama a destruir
las verdades cómodas y a construir un pensamiento libre, incómodo, insurgente.
De ahí la importancia de rescatar el sentido radical de pensar: no aceptar nada
como definitivo, no repetir lo heredado, sino someterlo todo al tribunal de la
razón y la experiencia. En palabras de René Descartes, es necesario “deshacerse de
todas las opiniones recibidas” para construir un conocimiento firme. Pero en
nuestra época, esa tarea se ha vuelto más urgente que nunca, pues el
capitalismo digital fabrica no solo mercancías, sino conciencias.
Pensar filosóficamente hoy es un acto político. Es resistirse a la
colonización mental impuesta por los medios y el mercado. Es reconocer que la
corrupción, la desigualdad y la ignorancia no son accidentes, sino el resultado
de un sistema que se alimenta del conformismo colectivo. Pensar, por tanto, es
el primer paso para liberarse. Es abrir
los ojos en un mundo que prefiere mantenernos dormidos. Como afirmaba Ignacio
Martín-Baró, “conocer la verdad tiene como consecuencia desvelar la mentira”; y
eso, en sociedades dominadas por la falsedad institucional, equivale a un acto
revolucionario.
El presente ensayo busca justamente eso: desvelar la
lógica ideológica que sostiene el sentido común, analizar cómo opera como
instrumento del poder hegemónico, y proponer la necesidad de un pensamiento
crítico que, más allá de interpretar el mundo, lo transforme. Trascender el
sentido común no significa despreciar la experiencia cotidiana, sino rescatarla
de su manipulación y devolverle su autenticidad. Significa reconectar la razón
con la justicia, la palabra con la verdad y el pensamiento con la acción.
Solo así podremos
destruir el sistema establecido, no con violencia física, sino con la violencia
creadora del pensamiento que libera.
1. EL SENTIDO COMÚN COMO INSTRUMENTO DE
DOMINACIÓN
El sentido común, presentado como sabiduría popular o
como verdad indiscutible, ha sido históricamente una de las armas más eficaces
del poder. En apariencia, representa la voz de la experiencia colectiva; en la
práctica, es la ideología disfrazada de naturalidad. Su función es simple y a
la vez letal: convertir los intereses de las clases dominantes en convicciones
compartidas por los dominados. Bajo su influjo, los pueblos aceptan sin
resistencia la desigualdad, justifican la injusticia y consideran normal la
explotación.
Antonio Gramsci advirtió tempranamente que el poder
hegemónico no se sostiene solo en la coerción o en la economía, sino también —y,
sobre todo— en el consenso. Ese consenso se construye a través del sentido
común, un entramado de ideas, valores y prejuicios que se transmiten desde la
familia, la escuela, la iglesia, los medios y la publicidad. Por eso el sentido
común no es espontáneo ni inocente: es un producto social cuidadosamente
fabricado para mantener la estabilidad del sistema. Su aparente neutralidad es
su mayor engaño.
En el capitalismo contemporáneo, el sentido común actúa
como un “software mental” que programa la forma en que los individuos perciben
el mundo. Nos enseña a pensar en términos de éxito individual, competencia,
consumo y obediencia. Así, la pobreza deja de ser una injusticia estructural
para convertirse en un “fracaso personal”. La desigualdad se justifica como
consecuencia natural del mérito. La explotación se oculta bajo el nombre de
“progreso”, y la alienación se vende como “libertad”. Todo esto constituye el
núcleo ideológico que sostiene la estabilidad del sistema, incluso cuando este
se hunde en su propia contradicción.
Esta operación ideológica se refuerza día a día por los
medios de comunicación, que moldean la opinión pública a través de imágenes,
titulares y discursos cuidadosamente elaborados. Como señala José Pablo
Feinmann, miles de personas repiten las mismas frases, piensan igual, sienten
igual y creen que esa uniformidad es el signo de la verdad. En este contexto,
quien piensa diferente es etiquetado como loco, subversivo o enemigo del orden.
De ese modo, el sentido común cumple una función disciplinaria: normaliza la
mediocridad y castiga la disidencia.
El sistema dominante no teme a la ignorancia; la fomenta. Le teme, en
cambio, al pensamiento libre. Por eso necesita que el sentido común sea una
muralla que impida a las masas acceder al pensamiento crítico. En palabras de
Michel Foucault, “el poder produce saber, y el saber produce poder”. Lo que el
ciudadano común llama “realidad” no es otra cosa que una versión construida por
los aparatos del poder. En este sentido, el sentido común no es más que una
ilusión compartida, un simulacro que convierte la mentira en costumbre y la
injusticia en paisaje.
Los ejemplos abundan. Cuando los medios repiten que “los
mercados están nerviosos”, nadie se pregunta quiénes son esos mercados. Cuando
se dice que “hay que atraer inversión extranjera”, pocos reflexionan sobre los
costos humanos y ecológicos de esa dependencia. Cuando se condena la violencia
de los pobres, nadie denuncia la violencia estructural del sistema que los
empuja a sobrevivir. Así, el sentido común produce una ceguera selectiva:
permite ver lo superficial y oculta lo esencial. Como advertía Marx, “la apariencia
y la esencia de las cosas difieren como el día de la noche”.
Trascender el sentido común, por tanto, es un acto de emancipación. Implica recuperar la capacidad de pensar por cuenta propia, de sospechar de las verdades oficiales y de confrontar los dogmas del sistema. El ser humano libre no repite, interroga. No se resigna a la apariencia, busca la esencia. No obedece sin pensar, cuestiona y actúa. Ese es el punto de partida de toda liberación auténtica: desmontar el sentido común que mantiene viva la dominación.
2. LA HEGEMONÍA CULTURAL: DE GRAMSCI A LA
ERA DIGITAL
Antonio Gramsci fue uno de los pensadores más lúcidos del
siglo XX al comprender que el poder no se impone únicamente por la fuerza de
las armas o las leyes, sino por la conquista del pensamiento. La dominación
moderna —decía— se construye en el terreno de la cultura, en la forma en que la
gente común interpreta la realidad. Quien domina la cultura, domina la conciencia. Por eso la
burguesía, desde sus orígenes, no se conformó con controlar los medios de
producción material, sino que extendió su dominio a los medios de producción
simbólica: la educación, la religión, la prensa, la publicidad, la televisión
y, hoy, las redes sociales.
En los tiempos de Gramsci, la hegemonía cultural se sostenía
principalmente a través de las instituciones tradicionales: la escuela, la
iglesia y los periódicos. En nuestra época, el centro de esa hegemonía se ha
desplazado hacia el espacio digital. El capitalismo contemporáneo, como advierte Byung-Chul Han, ya
no necesita reprimir: seduce. Nos hace creer que somos libres mientras nos
vigila, nos analiza y nos utiliza como fuente de datos y como consumidores
dóciles. La coerción ha sido reemplazada por la autoexplotación. En la era de
las pantallas, cada “me gusta”, cada búsqueda y cada publicación contribuye a
sostener un sistema que se alimenta de nuestra atención y de nuestra obediencia
inconsciente.
El “nuevo sentido común” de la era digital ya no se
construye en las fábricas ni en los templos, sino en las plataformas
tecnológicas que monopolizan la información. Las grandes corporaciones digitales —Google,
Meta, X, TikTok, Amazon— son las nuevas fábricas ideológicas del mundo.
Producen no solo mercancías, sino identidades, emociones y modos de pensar. Lo
que antes era manipulación mediática hoy se ha transformado en ingeniería del
comportamiento. La hegemonía cultural se ha tecnificado: ya no persuade,
programa. Como explica Shoshana Zuboff, vivimos bajo un “capitalismo de
vigilancia”, en el que los datos personales son la nueva materia prima y la
conciencia humana el nuevo territorio colonizado.
En este contexto, el sentido común se ha digitalizado. Millones de
personas repiten narrativas diseñadas por algoritmos que privilegian la emoción
sobre la razón, el escándalo sobre el análisis, la polarización sobre el
diálogo. Se crea así un campo de batalla invisible donde la
hegemonía se refuerza minuto a minuto, bajo la apariencia de libertad de
expresión. Paradójicamente, nunca antes hubo tanta comunicación, y nunca el
pensamiento crítico estuvo tan silenciado. Los algoritmos nos muestran solo lo que queremos ver, nos
encierran en burbujas ideológicas, y así el sistema logra su objetivo: mantener
la ilusión de pluralidad mientras consolida el control.
La hegemonía cultural actual no necesita censurar; basta
con saturar. En palabras de Noam Chomsky, “la propaganda es a la democracia lo
que la violencia es a la dictadura”. Hoy esa propaganda no se impone desde un
solo centro, sino que se disfraza de espontaneidad, de entretenimiento, de
tendencias virales. Los grandes relatos del capitalismo —el éxito individual, la
meritocracia, el consumo como felicidad— circulan disfrazados de memes,
influencers o campañas publicitarias. El resultado es un ciudadano distraído,
que confunde información con conocimiento, consumo con libertad, y opinión con
pensamiento.
El desafío, entonces, no es solo económico ni político: es
profundamente cultural. La revolución del siglo XXI será, ante todo, una
revolución de las conciencias. De nada sirve cambiar de gobierno si las mentes
siguen cautivas del mismo sistema de ideas. Mientras el pueblo piense con las
categorías del poder, seguirá siendo gobernado por él. Por eso, como afirmaba
Gramsci, “toda revolución es, en primer lugar, una revolución cultural”. Y en
esta era de manipulación mediática y digital, pensar filosóficamente se
convierte en un acto de resistencia moral, política y espiritual.
3. PSEUDOCONCRECIÓN Y APARIENCIA DE
VERDAD EN LA VIDA COTIDIANA
Karel Kosík, en La dialéctica de lo concreto, nos
advierte que los seres humanos habitan un “mundo de la pseudoconcreción”: una
realidad que parece concreta, cercana, evidente, pero que en verdad es una
ilusión ideológica. La pseudoconcreción está compuesta por hechos aparentes,
discursos superficiales y verdades prefabricadas que ocultan las verdaderas
relaciones sociales y económicas que determinan la vida cotidiana. Es el mundo de las
apariencias, donde la mentira se disfraza de verdad, la injusticia se normaliza
y la alienación se confunde con libertad.
El ciudadano moderno vive inmerso en esta
pseudoconcreción sin advertirlo. Se levanta, trabaja, consume y opina dentro de
un sistema que le ofrece respuestas antes de que formule preguntas. Las cosas
parecen tener sentido por sí mismas, sin relación con el contexto social que
las produce. Un
celular no es visto como el resultado de la explotación laboral y la minería
destructiva, sino como símbolo de estatus. Un producto de moda no se asocia con las
cadenas globales de trabajo precario, sino con “éxito” y “buen gusto”. Así, la
ideología del consumo logra que lo irracional parezca razonable, y lo absurdo,
normal.
En la pseudoconcreción, la gente percibe la realidad solo
a través de los fenómenos inmediatos. Si hay pobreza, se explica por la pereza;
si hay corrupción, por individuos malos; si hay desigualdad, por destino o
suerte. El análisis estructural desaparece, y el pensamiento crítico se
reemplaza por juicios morales superficiales. De ese modo, el sistema se
perpetúa sin necesidad de recurrir a la fuerza, pues las masas mismas defienden
las apariencias que las oprimen. Es lo que Marx llamaba “fetichismo de la
mercancía”: las relaciones humanas se transforman en relaciones entre cosas, y
las cosas adquieren vida propia, ocultando la explotación que las engendra.
Los medios de comunicación y la publicidad son los
principales arquitectos de este mundo aparente. Ellos fabrican símbolos y
emociones que sustituyen la experiencia directa por simulacros. En las
pantallas, la guerra se convierte en espectáculo, la miseria en estadística, la
injusticia en debate televisivo. El pensamiento profundo se reemplaza por el
eslogan, la verdad por la tendencia, la conciencia por el rating. La sociedad
vive en una especie de sueño colectivo donde la apariencia es más poderosa que
la realidad. Y mientras el pueblo discute sombras, los dueños del poder mueven
los hilos desde la penumbra.
Vivimos rodeados de pseudoconcreción política: se habla
de democracia, pero se gobierna con intereses corporativos; se invoca la
libertad, pero se censura el pensamiento independiente; se proclama justicia,
mientras se fortalecen los privilegios. Incluso la educación, que debería ser
instrumento de liberación, ha sido reducida a un mecanismo de domesticación:
enseña a repetir, no a pensar; a obedecer, no a cuestionar. Como bien afirmaba
Paulo Freire, “la educación puede ser práctica de libertad o de dominación”. Y
hoy, en la mayoría de los sistemas educativos, predomina lo segundo.
El dominio del sentido común se sostiene precisamente en
esa pseudoconcreción: la gente cree comprender el mundo, pero solo ve su
superficie. Por eso Kosík insistía en que el pensamiento filosófico debe
penetrar más allá de las apariencias, revelar las contradicciones ocultas y
reconstruir la totalidad concreta. Pensar dialécticamente significa mirar los
fenómenos no como hechos aislados, sino como partes de un sistema dinámico e
histórico. En otras palabras, significa despertar del sueño ideológico que nos
mantiene esclavos de lo aparente.
Trascender la pseudoconcreción es, entonces, un acto de
liberación del pensamiento. Es mirar más allá de lo que se muestra, sospechar
de lo evidente, dudar de lo que se repite. Es comprender que el mundo no es
como parece, sino como se construye históricamente. Y que detrás de cada
apariencia de libertad, igualdad o progreso, hay estructuras de poder que
moldean esa apariencia para conservar sus privilegios. Destruir la
pseudoconcreción, como proponía Kosík, es destruir el espejismo que protege al
sistema establecido: es arrancar el velo que cubre la verdad.
4. PENSAR CONTRA EL SISTEMA: FILOSOFÍA,
CRÍTICA Y EMANCIPACIÓN
Pensar contra el sistema es, en esencia, pensar contra el
miedo. El sistema establecido —económico, político y mediático— no teme a la
ignorancia del pueblo; teme a su pensamiento. Teme al ciudadano que pregunta,
al maestro que enseña a dudar, al joven que no acepta el mundo como se le
presenta. Por eso todo sistema de dominación busca anestesiar la conciencia
crítica y sustituirla por la repetición del sentido común. Pensar
filosóficamente, entonces, no es una actividad pasiva ni neutra: es una forma
de lucha, una herramienta de emancipación que amenaza las bases del poder.
La historia demuestra que las grandes transformaciones
sociales comienzan en la conciencia. Antes que toda revolución política hubo
siempre una revolución del pensamiento. Así fue con Sócrates cuando desafió las
creencias de Atenas; con Marx cuando desnudó las contradicciones del
capitalismo; con Freire cuando transformó la educación en práctica de libertad;
o con Monseñor Romero cuando convirtió la palabra en instrumento de justicia.
Todos ellos pensaron contra el sistema, y por eso fueron perseguidos o
silenciados. Porque pensar libremente es subversivo: rompe los moldes de la
obediencia y abre los caminos de la esperanza.
El sistema necesita que los individuos se acostumbren a
no pensar, a delegar su juicio en los medios, en los políticos o en los
algoritmos. Pero el pensamiento crítico no delega; interroga, incomoda,
desobedece. Cuestiona la normalidad, desenmascara la hipocresía y revela la
contradicción. El filósofo —en el sentido más amplio del término— no es el que
acumula conocimientos, sino el que se atreve a mirar donde los demás callan.
Por eso, como señalaba Bertrand Russell, “el pensamiento es subversivo,
destructivo, despiadado con los privilegios, las instituciones establecidas y
las costumbres cómodas”.
Pensar contra el sistema también significa rescatar la
dimensión ética del pensamiento. No basta con conocer la injusticia: hay que
indignarse ante ella. No basta con comprender las estructuras de poder: hay que
decidir de qué lado se está. La filosofía auténtica no es contemplativa, sino
comprometida. No se encierra en la torre de marfil del academicismo, sino que
baja a las calles, a las escuelas, a los barrios, donde la gente vive la
opresión todos los días. Solo allí, en contacto con la realidad viva, el
pensamiento se convierte en praxis transformadora.
Sin embargo, en la sociedad actual, el pensamiento
crítico ha sido desplazado por la información vacía. Las redes sociales y los
medios de masas nos bombardean con datos, opiniones y distracciones, pero no
nos invitan a reflexionar. Se confunde “estar informado” con “entender”. Se
cree que leer titulares es pensar, que compartir mensajes es comprometerse. El
resultado es una ciudadanía saturada de ruido pero carente de criterio. Como
advierte Martha Nussbaum, vivimos una crisis mundial de la educación cívica y
humanista: formamos técnicos eficientes, pero no seres humanos capaces de
pensar por sí mismos.
El pensamiento filosófico, por el contrario, nos devuelve
la dignidad de la conciencia. Nos enseña que toda verdad debe ser conquistada,
que toda libertad implica responsabilidad, y que todo cambio comienza en la
mente. Trascender el sentido común es, por tanto, recuperar el poder de pensar.
Y pensar contra el sistema es el primer paso para liberarse de él. Porque cuando
el pensamiento deja de obedecer, el poder comienza a temblar.
El desafío está en reconstruir una cultura del
pensamiento crítico en todos los ámbitos: en la escuela, en la universidad, en
los medios y en la vida cotidiana. Enseñar a pensar es enseñar a ser libres. Y
esa libertad no se concede: se conquista. Como recordaba Paulo Freire, “nadie
libera a nadie, nadie se libera solo; los hombres se liberan en comunión”. Esa
comunión nace del pensamiento compartido, del diálogo, de la conciencia
colectiva que se rebela ante la injusticia.
Pensar contra el sistema, en última instancia, no es un
acto de odio, sino de amor. Amor a la verdad, a la justicia, a la dignidad
humana. Pensar es resistir y crear al mismo tiempo: resistir la mentira y crear
nuevas formas de esperanza. Porque, como decía Martín-Baró, “conocer la verdad
es un acto de justicia”, y toda justicia comienza en la mente que se atreve a
ver más allá de lo que le han dicho que vea.
5. EL PENSAMIENTO COMO ACTO SUBVERSIVO Y
LIBERADOR
Pensar libremente, en un mundo diseñado para impedirlo,
es un acto revolucionario. El pensamiento auténtico no se adapta al poder, lo
desafía; no repite consignas, las desmantela; no teme a la soledad, porque sabe
que la verdad casi nunca habita en la multitud. En la sociedad contemporánea,
donde la superficialidad se disfraza de sabiduría y la ignorancia se exhibe
como virtud, pensar se ha vuelto una forma de desobediencia. Y toda
desobediencia del pensamiento es subversiva, porque desordena el orden impuesto
y revela su falsedad.
El sistema dominante necesita que la gente piense poco,
que dude menos y que crea mucho. Requiere de ciudadanos obedientes que
consuman, voten, trabajen y callen. Por eso, cuando alguien comienza a
cuestionar, se convierte en una amenaza. La historia está llena de pensadores
que fueron perseguidos por atreverse a decir lo que todos callaban: Sócrates
fue condenado por corromper a la juventud; Galileo por mirar más allá del
dogma; Giordano Bruno por imaginar un universo infinito; y en América Latina,
tantos intelectuales y maestros fueron silenciados por educar en libertad.
Pensar ha sido siempre un delito para los sistemas que viven de la mentira.
Pero el pensamiento no solo destruye; también construye.
Su fuerza liberadora no radica en negar por negar, sino en afirmar la
posibilidad de un mundo distinto. Pensar críticamente es romper el hechizo de
la necesidad, descubrir que lo que existe no es lo único posible. Esa es la
función más profunda de la filosofía: abrir horizontes donde antes solo había
resignación. Por eso decía Ernst Bloch que “la esperanza es una categoría
ontológica”. Pensar nos permite imaginar lo que aún no existe, y esa
imaginación es el primer paso de toda transformación.
En este sentido, el pensamiento subversivo no es mera
crítica; es creación. Es el acto mediante el cual el ser humano se reapropia de
su poder de construir realidad. Frente a la cultura de la obediencia y el
miedo, el pensamiento rebelde propone la cultura de la conciencia y la
dignidad. Y frente al ruido mediático que nos impide reflexionar, el
pensamiento profundo invita al silencio creador, al diálogo interior, al
encuentro con la verdad que nace de la duda. Quien piensa realmente no obedece,
y quien no obedece sin razón, se vuelve libre.
El pensamiento liberador tiene, además, una dimensión
moral. No se trata solo de entender el mundo, sino de tomar posición ante él.
Como advertía Albert Camus, “el hombre rebelde no dice no por capricho, sino
porque dice sí a algo más grande”. Pensar, entonces, es comprometerse con la
vida, con la justicia y con el ser humano. La filosofía se convierte así en
ética en acción, en conciencia activa que desenmascara la hipocresía del
sistema y rescata el valor de la verdad como fuerza política.
El poder teme al pensamiento porque este no se puede
encarcelar. Se pueden clausurar universidades, censurar periodistas, eliminar
libros, pero nunca se puede extinguir una idea cuyo tiempo ha llegado. Esa es
la grandeza de la razón crítica: su capacidad de renacer en cada generación que
se niega a vivir arrodillada. En las dictaduras del siglo XX, la censura
intentó sofocar la verdad; en las democracias del siglo XXI, el exceso de
información la diluye. Pero en ambos casos, el pensamiento que se pregunta, que
analiza, que se niega a repetir, sigue siendo el enemigo número uno del poder.
En América Latina, el pensamiento liberador tiene una
historia heroica. Desde los filósofos de la liberación como Enrique Dussel y
Leopoldo Zea, hasta educadores como Freire y figuras morales como Romero o Galeano,
todos entendieron que pensar era servir a la humanidad. En sus palabras, la
filosofía no es un discurso abstracto, sino un acto de amor a la verdad y al
pueblo. “La cabeza piensa donde los pies pisan”, decía Galeano. Por eso, el
pensamiento que no se arraiga en la realidad concreta del sufrimiento humano se
convierte en pura retórica.
Pensar libremente, en definitiva, es ejercer el derecho
más profundo del ser humano: el derecho a la verdad. Es negarse a vivir bajo la
dictadura del sentido común. Es asumir la responsabilidad de mirar el mundo con
ojos propios, aunque duela. Y esa lucidez —esa claridad que no se vende ni se
negocia— es el comienzo de toda verdadera libertad. Porque el pensamiento que
libera no se arrodilla ante ningún poder, y el poder que teme al pensamiento ya
ha empezado a caer.
6. CONCLUSIÓN
Trascender el sentido común es más que un ejercicio
intelectual: es una necesidad histórica. Mientras la humanidad permanezca
atrapada en las redes de la pseudoconcreción y la manipulación mediática,
seguirá reproduciendo las cadenas de su propia esclavitud. El sistema
establecido —económico, político y cultural— ha sabido construir una maquinaria
invisible que fabrica conformismo, repite dogmas y convierte la mentira en
sentido común. Pero la historia demuestra que ningún sistema es eterno cuando
los pueblos despiertan. Y el primer paso de ese despertar es aprender a pensar
por cuenta propia.
El sentido común, lejos de ser un simple conjunto de
creencias populares, funciona como el cemento ideológico del capitalismo. Es el
lenguaje del poder traducido al lenguaje cotidiano del pueblo. A través de él,
las clases dominantes logran que los oprimidos acepten su lugar en el mundo sin
cuestionarlo. Pero cuando el pensamiento crítico irrumpe, esa lógica se rompe:
lo que parecía natural se revela como injusto, lo que parecía eterno se muestra
transitorio, y lo que parecía invencible se vuelve vulnerable. El pensamiento
tiene ese poder: desestabiliza el orden porque ilumina la verdad.
En la era digital, la dominación se ha vuelto más sutil
pero más profunda. Ya no se impone con bayonetas ni censura, sino con
algoritmos, distracciones y discursos que moldean la mente colectiva. El
ciudadano del siglo XXI vive bajo vigilancia constante, no solo física sino
mental. Y, sin embargo, sigue creyéndose libre. Frente a este panorama, la
filosofía —esa vieja rebelde de la humanidad— vuelve a tener una misión
urgente: enseñar a discernir, a sospechar, a distinguir entre lo real y lo
aparente. Pensar se convierte así en el más alto acto político de resistencia.
Pensar filosóficamente es devolverle al ser humano su
condición de sujeto. Es romper el círculo vicioso de la obediencia y el miedo.
Es afirmar que la libertad comienza en la conciencia. Ningún cambio social será
posible si no se libera primero la mente de los mitos, los prejuicios y las
verdades oficiales. Por eso, la educación crítica no debe limitarse a
transmitir conocimientos, sino a formar espíritus libres, capaces de dudar y de
crear. Un pueblo que piensa deja de ser masa; se convierte en comunidad
consciente.
Como afirmaba Gramsci, “instruirse porque necesitaremos
toda nuestra inteligencia, agitarse porque necesitaremos todo nuestro
entusiasmo, y organizarse porque necesitaremos toda nuestra fuerza”. Hoy, más
que nunca, la humanidad necesita esas tres cosas para destruir el sistema
establecido: inteligencia para comprenderlo, entusiasmo para enfrentarlo y
fuerza moral para construir uno nuevo. El cambio no será posible sin
pensamiento, y el pensamiento no servirá si no se traduce en acción. Solo
cuando el pueblo piense y actúe desde su propia conciencia podrá emanciparse de
las cadenas invisibles del poder.
Trascender el sentido común es, en última instancia, un
acto de dignidad. Es rechazar la comodidad de lo conocido para aventurarse
hacia la verdad. Es el gesto más humano y más político que existe. Porque todo
lo que hoy parece imposible —la justicia, la igualdad, la verdad— comenzará a
ser realidad el día en que dejemos de repetir lo que nos dicen y empecemos a
pensar con nuestra propia voz.
7. REFLEXIÓN FINAL
Pensar es un acto de amor. Amor por la verdad, por la
justicia y por la dignidad del ser humano. En tiempos donde la mentira se
disfraza de noticia, donde la ignorancia se viraliza y donde la conciencia se
alquila al mejor postor, pensar libremente es volver a amar la vida con
autenticidad. Pensar es rescatar la pureza del alma en medio del ruido, es
reconquistar el derecho de ver el mundo con nuestros propios ojos, sin filtros,
sin miedos, sin cadenas.
Vivimos en una era donde el ruido ahoga al pensamiento y
donde la velocidad reemplaza a la reflexión. Pero ningún avance tecnológico,
ninguna red social ni ninguna inteligencia artificial podrá sustituir la
capacidad del ser humano para preguntarse por el sentido de su existencia.
Cuando dejamos de pensar, dejamos de ser. Cuando dejamos de dudar, dejamos de
crecer. Y cuando dejamos de indignarnos ante la injusticia, dejamos de ser
humanos. Por eso el pensamiento crítico no es un lujo: es una necesidad vital.
La verdadera revolución comienza dentro de la conciencia.
No habrá transformación política, económica ni educativa posible si antes no se
derrumba el muro del conformismo mental. Mientras sigamos pensando como el
sistema quiere que pensemos, seremos parte de su engranaje. Pero cuando
aprendamos a mirar desde nuestras propias categorías, desde nuestra historia,
desde nuestra realidad concreta, nacerá una nueva libertad: la del ser humano
que se sabe dueño de su destino.
Trascender el sentido común es, pues, un llamado a la
valentía. A la osadía de pensar donde otros callan, a la nobleza de dudar donde
otros obedecen, y a la esperanza de construir donde otros destruyen. El
pensamiento filosófico no pertenece solo a los libros ni a las universidades; pertenece
a todo aquel que no se resigna, a todo aquel que se pregunta por qué el mundo
es como es y cómo podría ser mejor. Pensar es crear futuro.
La tarea de nuestra época no es fácil. Estamos llamados a
reconstruir el pensamiento desde las ruinas del desencanto, a rescatar la razón
del abismo del consumo y a devolverle a la palabra su poder de verdad. Pero si
algo nos enseña la historia, es que ninguna oscuridad puede apagar la luz de
una mente que se niega a rendirse. La verdad puede ser perseguida, pero nunca
destruida; puede ser silenciada, pero no olvidada. Porque cada vez que un ser
humano se atreve a pensar, el mundo vuelve a nacer.
Por eso, pensar hoy es un acto revolucionario, pero
también profundamente espiritual. Es volver a creer en el hombre, en su
capacidad de cambiar, de sanar, de amar y de aprender. Pensar filosóficamente
es caminar con la mirada despierta hacia la justicia, con el corazón lleno de
humanidad. Es sembrar conciencia donde antes había miedo, y esperanza donde
antes solo había silencio.
El sistema establecido caerá no por las armas, sino por
las ideas. Porque ningún poder es más fuerte que una verdad que se ha hecho
conciencia en el corazón del pueblo. Y esa verdad comienza a germinar cuando
cada ciudadano decide, en lo más íntimo de su ser, dejar de repetir y comenzar
a pensar.
REFERENCIAS
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