“EL HOMBRE FRENTE A SUS CADENAS INVISIBLES: LA CONQUISTA DEL MUNDO Y EL OLVIDO DE SÍ MISMO”
MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN AMPLIADA
Desde que el ser humano apareció en la Tierra, se vio
obligado a pensar para sobrevivir. Su pensamiento nació, no de la curiosidad
teórica ni del deseo de verdad, sino del miedo y la necesidad. En un mundo
hostil y desconocido, lleno de peligros naturales y amenazas constantes, el
hombre primitivo se convirtió en un observador atento de los fenómenos
externos: el fuego, las lluvias, los ciclos del día y la noche, los animales
que cazaba o que lo perseguían. Comprender su entorno era una cuestión de vida
o muerte.
El pensamiento humano, en su origen, se concentró por
tanto en lo que ocurría afuera, no en lo que habitaba dentro. El hombre
aprendió a dominar la piedra, el fuego y el metal; luego, con el paso de los
siglos, a dominar el espacio, la energía y la materia. Pero mientras su mirada
se dirigía hacia el universo exterior, su mundo interior —sus emociones, pasiones,
miedos, valores y contradicciones— permanecía en la penumbra. En su afán por
controlar la naturaleza, terminó por descuidar la suya propia.
Así se forjó una paradoja trágica: el ser humano,
creyendo alcanzar la libertad mediante el dominio del entorno, fue forjando
lentamente las cadenas que un día lo aprisionarían. Cadenas invisibles, hechas
de egoísmo, ambición, indiferencia y desconexión. La historia de la
civilización es también, por tanto, la historia de la pérdida del equilibrio
entre lo exterior y lo interior, entre la ciencia y la conciencia, entre el
conocimiento y la sabiduría.
El desarrollo de las ciencias naturales —la física, la
química, la biología, la astronomía— dio al hombre poder sobre su entorno, pero
no sobre sí mismo. Por el contrario, las ciencias humanas y sociales, que
buscan comprender el alma, la mente y el comportamiento, han avanzado con más
lentitud, como si el hombre tuviera miedo de mirar dentro de sí. Este
desequilibrio explica por qué la humanidad puede construir ciudades inteligentes,
pero sigue siendo incapaz de vivir en armonía; puede curar enfermedades
físicas, pero no sanar su vacío espiritual.
Desde
Sócrates hasta Viktor Frankl, los grandes pensadores han advertido que el
conocimiento de sí mismo es la condición más alta de la sabiduría y de la
libertad. Sin embargo, la civilización moderna parece
haber olvidado esa enseñanza. El hombre ha creado más de lo que puede
comprender y ha comprendido menos de lo que realmente necesita para vivir en
plenitud.
Este ensayo reflexiona críticamente sobre esa
contradicción fundamental del ser humano: su capacidad para dominar el mundo
exterior y, al mismo tiempo, su ceguera hacia el mundo interior. Se examinarán
los orígenes de este desequilibrio, las consecuencias históricas de un
conocimiento fragmentado, y la necesidad urgente de un reencuentro entre el
progreso científico y el conocimiento espiritual. Porque, como advirtió Erich
Fromm (1976), el
hombre “ha aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no
ha aprendido el arte de vivir como ser humano”. Y mientras no lo
haga, seguirá prisionero de sus propias cadenas, esas que no están hechas de
hierro, sino de ignorancia interior.
I. EL NACIMIENTO DEL PENSAMIENTO EXTERIOR: SOBREVIVIR
PARA EXISTIR
El pensamiento humano no surgió de la contemplación, sino
de la necesidad. En los primeros tiempos de la especie, el hombre no se
preguntaba quién era, ni cuál era el sentido de su existencia; simplemente
trataba de sobrevivir. Cada pensamiento respondía a un estímulo inmediato:
protegerse del frío, buscar alimento, huir del peligro o refugiarse de las
tormentas. Su inteligencia se ejercitó, por tanto, mirando hacia fuera, hacia
el mundo visible, donde cada fenómeno era una amenaza o una oportunidad.
Este primer impulso —la curiosidad frente a lo
desconocido— fue la semilla de la ciencia. A medida que el ser humano observaba
los astros, los ríos, el fuego o los animales, comenzó a descubrir
regularidades, patrones, causas y efectos. En esa búsqueda nació la razón
científica. Como sostiene Auguste Comte (1986), el pensamiento humano pasa por
tres estadios: el teológico, el metafísico y el positivo. En el primero, el
hombre atribuía todo a la voluntad de los dioses; en el segundo, buscaba causas
abstractas; y en el tercero, observaba los hechos para descubrir sus leyes
naturales.
Este proceso fue, sin duda, un avance formidable.
Permitió al ser humano liberarse del miedo irracional y construir una
comprensión racional del mundo. Sin embargo, este avance tuvo un costo:
mientras su inteligencia se proyectaba hacia el universo exterior, su
conciencia interior quedaba relegada. La atención se centró en los fenómenos
observables, no en las emociones o los dilemas morales. El hombre empezó a
dominar la materia, pero no su alma.
De esta forma, la humanidad avanzó en el control del
entorno natural, pero permaneció rezagada en el dominio de su propio interior.
El fuego, la rueda, el metal y la agricultura marcaron hitos en el progreso
material, pero no en el crecimiento espiritual. La cultura se volvió técnica
antes que reflexiva, utilitaria antes que ética. El conocimiento servía para transformar el
mundo, no para transformar al hombre.
Este enfoque, que priorizó lo externo, consolidó una
forma de pensamiento fragmentado. El hombre aprendió a analizar, medir y
calcular, pero no a sentir, comprender o reconciliar. Su mente se volvió
analítica, pero no integradora. Como afirma Edgar Morin (1999), la ciencia
moderna “ha separado al hombre del mundo, al conocimiento de la sabiduría y al
saber del sentido”. En lugar de comprender la totalidad, el ser humano se
dedicó a dividirla, creyendo que así la dominaría.
El resultado fue un progreso unilateral. En términos
materiales, la humanidad avanzó a pasos agigantados; en términos espirituales,
quedó estancada.
El mismo impulso que le permitió descubrir la ley de la
gravedad no le permitió entender el peso de su propia conciencia. Su
pensamiento, orientado hacia la observación y la experimentación, se olvidó de
la introspección. La conquista del mundo visible lo deslumbró tanto que dejó de
mirar el mundo invisible que habitaba en sí mismo.
En efecto, el hombre primitivo buscaba en el cielo las
respuestas que no encontraba en su alma. Cuando el trueno lo aterraba, miraba
hacia las nubes; cuando el sol lo quemaba, imploraba al cielo; cuando moría un
ser querido, creía que su espíritu viajaba hacia arriba. La mirada al exterior
se convirtió en una costumbre cultural: el cielo fue su primer laboratorio y
también su primer espejo. Pero en ese espejo, paradójicamente, el hombre no
veía su rostro.
A partir de entonces, el pensamiento humano se estructuró
sobre una dualidad: la del sujeto que observa y el objeto que es observado. Esa
división, necesaria para la ciencia, resultó desastrosa para la comprensión de
lo humano. El
hombre se colocó fuera de la naturaleza, como si él no fuera parte de ella; se
convirtió en observador, no en participante. En esa distancia nació la
arrogancia científica, pero también la soledad espiritual.
Como explica Gaston Bachelard (1938), el conocimiento
científico surge al romper con el “obstáculo del conocimiento inmediato”, es
decir, con las creencias ingenuas y los sentidos comunes. Sin embargo, el mismo
impulso que lo llevó a superar los mitos del mundo natural lo hizo caer en un
nuevo mito: el de la autosuficiencia racional. El hombre creyó que podía comprenderlo todo sin
necesidad de mirar dentro de sí, y en esa ilusión se extravió.
Por eso, el nacimiento del pensamiento exterior, aunque
fue un paso gigantesco para la humanidad, también marcó el inicio de su
desconexión interior. El hombre se convirtió en amo del mundo material, pero
esclavo de su ignorancia espiritual. Creyó haber conquistado la naturaleza, sin
advertir que la naturaleza más indómita era la suya propia.
II. EL OLVIDO DEL SÍ MISMO: DE SÓCRATES A LA MODERNIDAD
La historia del pensamiento humano está atravesada por
una advertencia constante que la humanidad ha preferido olvidar: la necesidad
de conocerse a sí misma. Desde la antigua Grecia, algunos filósofos comprendieron que
el peligro no estaba tanto en la ignorancia del mundo exterior como en la
ignorancia interior. Sócrates, considerado el padre de la filosofía
moral, pronunció la sentencia que aún resuena como una guía para todos los
tiempos: “Conócete
a ti mismo”. Esta máxima no era un simple consejo moral, sino
una invitación a descubrir la raíz del ser, a explorar las profundidades de la
conciencia, y a entender que sin autoconocimiento no hay libertad verdadera.
Para Sócrates, el conocimiento más alto no consistía en
dominar las estrellas, sino en dominar el alma. El sabio no es quien conoce muchas cosas, sino
quien se conoce a sí mismo. Sin embargo, a lo largo de la historia, la
humanidad ha hecho exactamente lo contrario: ha sustituido el autoconocimiento
por la acumulación de datos, la sabiduría interior por la erudición técnica.
Así, mientras
las civilizaciones crecían en poder material, el hombre se empobrecía
espiritualmente.
Platón y Aristóteles siguieron la senda abierta por
Sócrates, cada uno con un enfoque distinto. Para Platón, el conocimiento del
alma era el camino hacia el mundo de las ideas eternas; para Aristóteles, la
virtud consistía en alcanzar el equilibrio entre los extremos. Ambos
comprendieron que el ser humano debía buscar la armonía entre el cuerpo, la
mente y el alma. Pero con el paso del tiempo, el pensamiento occidental se fue
alejando de esta visión integral, fragmentando al hombre en piezas separadas:
razón, emoción, cuerpo y espíritu.
Durante la Edad Media, la introspección quedó subordinada
a la fe. El conocimiento interior fue monopolizado por la religión, y el alma
humana se convirtió en un terreno controlado por la teología. El hombre ya no
se pertenecía a sí mismo: debía mirarse solo a través de la mirada de Dios.
Si bien la espiritualidad medieval permitió ciertos
avances en la ética y en la contemplación, también impuso una forma de
dependencia: el alma debía obedecer, no cuestionar.
La
modernidad trajo consigo una ruptura radical. Con el surgimiento del
racionalismo, el empirismo y la ciencia moderna, el hombre desplazó a Dios del
centro del universo para colocar allí su propia razón. Descartes proclamó: “Pienso, luego existo”, dando inicio
a una era en la que la conciencia se definió como pensamiento lógico, no como
experiencia interior. Pero este giro cartesiano, aunque liberador en muchos
aspectos, también encerró al hombre en una nueva prisión: la del intelecto.
A partir del siglo XVII, el conocimiento del mundo avanzó
con una velocidad sin precedentes. Newton descifró las leyes del movimiento,
Galileo midió los astros, Darwin explicó la evolución de las especies, y Freud
exploró el inconsciente. Pero mientras el conocimiento científico crecía, la
comprensión del alma humana se hacía más confusa. Freud (1923) mostró que gran parte de nuestros
actos son guiados por fuerzas inconscientes que desconocemos, revelando que el
hombre no es dueño de sí mismo. Sin embargo, el propio Freud reconocía que el
psicoanálisis no bastaba para otorgar sentido a la existencia; solo abría la
puerta a un laberinto más profundo.
El
filósofo alemán Friedrich Nietzsche denunció ese olvido del sí mismo con una
lucidez dolorosa. Según él, la civilización occidental había matado a Dios,
pero no había encontrado con qué reemplazarlo. El
resultado fue un vacío moral y espiritual. El superhombre nietzscheano
no era un ser arrogante, sino un individuo que se atrevía a crear su propio
sentido, a vivir desde su interior y no desde las normas impuestas. Sin
embargo, la mayoría de los hombres —decía Nietzsche— prefieren la comodidad de
las certezas externas antes que el vértigo de mirarse por dentro.
La modernidad, al liberar al hombre de la religión, lo
encadenó a la técnica. Ya no se siente guiado por los dioses, sino por los
algoritmos, los mercados y los aparatos tecnológicos. Como advierte Erich Fromm
(1976), “el hombre moderno está profundamente alienado; su propia creación —el
sistema económico, la máquina, el Estado— se le ha escapado de las manos y se
ha convertido en una fuerza que lo domina”. El resultado es una paradoja: el ser humano se
cree libre, pero vive condicionado por sus propias obras.
Este
olvido del sí mismo tiene consecuencias visibles en la vida cotidiana:
ansiedad, vacío existencial, depresión, pérdida de sentido. El hombre
contemporáneo ha aprendido a calcularlo todo, pero ha olvidado sentir. Puede
medir su ritmo cardíaco con un reloj digital, pero no comprende el latido de su
alma. Tiene miles de amigos en redes sociales, pero carece de vínculos
profundos. Su comunicación es instantánea, pero su soledad también.
La crisis del autoconocimiento no es un problema
filosófico abstracto; es una herida que sangra en la vida de millones de
personas. La falta
de diálogo interior conduce a la violencia, la intolerancia y la
deshumanización. Cuando el hombre deja de conocerse, deja también de reconocer
a los demás. La ignorancia de sí mismo se convierte en indiferencia hacia el
otro.
El
siglo XXI exige, por tanto, un retorno al espíritu socrático. Conocerse no es
mirarse al espejo, sino descender a lo más profundo de uno mismo, enfrentar los
propios miedos, contradicciones y oscuridades. Es un acto de valentía, no de
vanidad. Como recuerda Viktor Frankl (1984), “la libertad humana no consiste en
hacer lo que se quiere, sino en querer lo que se debe”. Y solo quien se conoce,
sabe realmente qué debe querer.
El hombre moderno, en su carrera por dominar el mundo, ha
olvidado la sabiduría más antigua: que la verdadera conquista comienza por uno
mismo. Redescubrir el conocimiento interior no significa renunciar a la
ciencia, sino complementarla con conciencia. Solo así el pensamiento humano
podrá recuperar su equilibrio perdido y liberarse del vacío que él mismo ha creado.
III. EL DESARROLLO
DESIGUAL DE LAS CIENCIAS: PODER SIN SABIDURÍA
El desarrollo de la ciencia ha sido, sin duda, uno de los
mayores triunfos del espíritu humano. Desde los primeros cálculos astronómicos
hasta las actuales exploraciones espaciales, la humanidad ha demostrado una
capacidad asombrosa para comprender, medir y transformar la realidad. La física
desentrañó las leyes del movimiento, la química explicó la composición de la
materia, la biología descubrió los mecanismos de la vida, y la tecnología llevó
esos conocimientos a aplicaciones que antes parecían milagrosas. Sin embargo,
mientras el conocimiento del mundo exterior alcanzaba alturas impresionantes,
el conocimiento interior —el del alma, la mente y los valores humanos— avanzaba
con pasos lentos y vacilantes.
Este desequilibrio entre las ciencias exactas y las
ciencias humanas ha sido una constante histórica. Las primeras, apoyadas en la
observación empírica, la experimentación y la matemática, lograron resultados
verificables y útiles. Las segundas, orientadas a comprender el comportamiento
humano, la conciencia, la ética y la cultura, se enfrentaron a la complejidad
de lo subjetivo y lo impredecible. Como resultado, la civilización moderna se
construyó sobre una base técnica formidable, pero con una profunda fragilidad
moral.
Edgar
Morin (1999) sostiene que la ciencia moderna, al fragmentar el conocimiento,
separó la sabiduría del saber. La especialización extrema llevó al científico a
conocer mucho sobre una parte diminuta del mundo, pero a ignorar el conjunto.
Se perdió la visión holística que integra el saber científico con la
comprensión humana. Así, el conocimiento se volvió instrumental, un medio para
dominar, no para comprender.
El hombre aprendió a construir máquinas más poderosas que
él, pero no a dominar sus impulsos. Descubrió la energía nuclear, pero la usó
para destruir. Creó redes globales de comunicación, pero también sistemas de
vigilancia masiva y desinformación.
Inventó la inteligencia artificial, pero olvidó cultivar
la inteligencia emocional. Cada avance tecnológico, sin una base ética sólida,
se convierte en un arma de doble filo: lo que podía liberar al hombre, termina
por encadenarlo.
Como lo expresó Albert Einstein (citado en Morin, 1999),
“el progreso técnico es como un hacha en manos de un criminal patológico”. Esta metáfora
resume la tragedia de nuestro tiempo: el poder del conocimiento crece más
rápido que la sabiduría que debería guiarlo. El hombre moderno tiene más medios
que nunca, pero menos fines claros; más herramientas, pero menos sentido; más
información, pero menos comprensión.
En la Antigüedad, el conocimiento y la ética formaban una
unidad. El filósofo era también maestro de vida. Sócrates, Platón o Aristóteles
no concebían el saber sin virtud. Pero con el surgimiento de la ciencia
moderna, el saber se separó de la moral. Francis Bacon proclamó que “el conocimiento es poder”, y esa
idea se convirtió en el lema del mundo moderno. No obstante, el poder sin
dirección ética es peligroso: puede transformar al sabio en tirano o al
inventor en destructor.
A medida que el hombre amplió su dominio sobre la
naturaleza, se fue distanciando de ella. La consideró una cosa, un recurso, una
fuente de beneficios económicos. La lógica del control reemplazó a la del
respeto. El mundo dejó de ser un hogar para convertirse en una mina. Como
advierte Fromm (1976), el ser humano pasó de ser a tener, y de contemplar
a consumir. La relación armónica con la Tierra fue sustituida por una
relación de explotación.
Este desarrollo desigual de las ciencias produjo lo que
podríamos llamar una ceguera ilustrada: el hombre sabe más, pero
comprende menos. Domina los mecanismos del universo físico, pero no los de su
corazón. Ha multiplicado sus capacidades, pero ha reducido su humanidad. En
palabras de Gaston Bachelard (1938), “cada progreso del espíritu científico supone
una ruptura con el pasado, pero también exige una renovación del alma”.
Sin esa renovación
interior, el conocimiento se vuelve estéril o destructivo.
La educación moderna, heredera de esa visión fragmentada,
ha formado generaciones de técnicos competentes pero de ciudadanos vacíos. Se
enseña a resolver problemas matemáticos, pero no a enfrentar los dilemas éticos
de la vida. Se aprende a programar máquinas, pero no a comprender los
sentimientos. En este sentido, el sistema educativo reproduce la misma lógica
de la ciencia deshumanizada: instruye, pero no forma; informa, pero no
transforma.
Por ello, el verdadero desafío del siglo XXI no es
producir más conocimiento, sino humanizarlo. La ciencia no debe ser enemiga de
la ética, sino su aliada. El científico necesita, además de su laboratorio, un
espacio interior donde reflexionar sobre el sentido de su obra. El conocimiento
técnico sin conciencia moral conduce inevitablemente al abuso del poder. El
progreso material sin crecimiento espiritual produce sociedades opulentas, pero
infelices; informadas, pero desorientadas.
La historia reciente lo demuestra con claridad: los
grandes desastres del siglo XX —las guerras mundiales, el genocidio, la bomba
atómica— no fueron producto de la ignorancia, sino del conocimiento mal
orientado. Como afirmó Víktor Frankl (1984), “la humanidad necesita más que un
aumento del bienestar; necesita un sentido para vivir”. Sin ese sentido, el
progreso se convierte en un camino hacia la autodestrucción.
En consecuencia, la ciencia debe volver a encontrarse con
la sabiduría. No se trata de renunciar al conocimiento técnico, sino de
integrarlo con una ética de la vida. El futuro de la humanidad depende de esa
reconciliación. El día en que el hombre entienda que cada avance exterior debe
corresponder a un avance interior, ese día la ciencia dejará de ser poder para
convertirse nuevamente en luz.
IV. LA ILUSIÓN DEL DOMINIO: EL HOMBRE COMO PRISIONERO DE
SU CREACIÓN
El ser humano ha perseguido desde sus orígenes la idea
del dominio total: dominar la naturaleza, el tiempo, la enfermedad y hasta la
muerte. Este impulso, que en principio nació como un acto legítimo de
supervivencia, se transformó con el paso de los siglos en una obsesión de
poder. En su afán de controlarlo todo, el hombre creyó haber conquistado el
mundo; sin embargo, terminó siendo conquistado por él. La paradoja de la modernidad es que cuanto más
controla el hombre las fuerzas de la naturaleza, menos controla las de su
propia alma.
La ilusión del dominio comenzó cuando el ser humano
confundió el conocimiento con el poder absoluto. Francis Bacon (1620) sintetizó
esta idea en su célebre frase: “Saber es poder”. Con esa afirmación, inauguró una nueva concepción
del saber cómo instrumento de control. Desde entonces, el conocimiento dejó de
ser contemplación para convertirse en posesión; dejó de buscar la verdad para
buscar utilidad. En lugar de preguntar qué es el mundo, el hombre empezó a
preguntarse cómo puede usarlo.
El dominio sobre la naturaleza le permitió desarrollar
civilizaciones avanzadas, pero también sistemas de dominación social, económica
y política. El mismo impulso que movió a los antiguos cazadores a fabricar
herramientas, llevó a los imperios modernos a fabricar armas de destrucción
masiva. Así, el progreso técnico, sin un sentido ético, convirtió al creador en
esclavo de su propia obra.
Karl Marx (1867) advirtió que el hombre moderno se aliena
en el producto de su trabajo: crea objetos, sistemas o instituciones que luego
lo dominan. Esta alienación no solo ocurre en la fábrica o en la economía, sino
también en la cultura y la mente. El ser humano termina subordinado a sus
propias creaciones: la tecnología, el mercado, las ideologías y los medios de
comunicación.
Como señala Erich Fromm (1976), “el hombre ha creado una
sociedad que lo domina, una máquina que lo explota, una economía que lo
utiliza”.
La era industrial fue el punto de inflexión. La máquina,
inventada para aliviar el trabajo, terminó imponiendo su ritmo sobre el hombre.
El reloj, símbolo del progreso, se convirtió en el amo del tiempo humano. La
producción en masa trajo comodidad material, pero también despersonalización.
En palabras de Nietzsche, el hombre moderno es un “último hombre”: un ser
satisfecho en lo superficial, pero vacío en lo esencial.
En el siglo XXI, la ilusión del dominio alcanza su punto
máximo con la tecnología digital. El hombre contemporáneo vive rodeado de
pantallas, algoritmos y dispositivos que le prometen libertad, pero en realidad
lo vigilan y condicionan. La inteligencia artificial, el consumo automatizado y
las redes sociales se han convertido en extensiones del poder humano, pero
también en sus nuevas cadenas. Hoy, el ser humano produce datos con cada acción
y esos datos alimentan un sistema que lo conoce más de lo que él se conoce a sí
mismo.
Zygmunt Bauman (2007) describe esta situación como una modernidad
líquida, en la que todo fluye sin raíces ni profundidad. Las relaciones
humanas se han vuelto volátiles, los valores efímeros y las convicciones
intercambiables. El hombre moderno, atrapado en la lógica del consumo, vive
para satisfacer deseos que no son suyos. Cree elegir libremente, pero en
realidad sigue las rutas invisibles que la sociedad de mercado traza para él.
La libertad se reduce a la capacidad de consumir, y la identidad, a una marca.
La
ilusión de control es tan poderosa que pocos se atreven a reconocerla. El ser
humano actual confunde su dependencia con autonomía, su esclavitud con
comodidad. Sujeto a la tecnología, experimenta una sensación de poder inmediato
—el clic, la conexión, la respuesta instantánea— que refuerza su ego, pero
debilita su conciencia.
Como señala Morin (1999), el hombre “ha conquistado el
cosmos, pero no ha conquistado su propio espíritu”.
Paradójicamente, la tecnología que prometía liberar
tiempo, produce más prisa; la comunicación que prometía unión, genera
aislamiento; y la información que prometía conocimiento, engendra confusión. La
abundancia de medios ha empobrecido los fines. El hombre, embriagado de poder,
no se da cuenta de que su dominio es ilusorio: controla las cosas, pero no a sí
mismo.
Este fenómeno no se limita a lo tecnológico. También se
manifiesta en el campo político y económico. Las estructuras creadas para
servir al bienestar humano —el Estado, el mercado, la educación, los medios—
han terminado subordinando a las personas a sus lógicas internas. La economía
global dicta las prioridades de los gobiernos; la publicidad moldea los deseos;
los medios determinan la verdad. La humanidad vive, así, bajo un nuevo tipo de
esclavitud: no impuesta por la fuerza, sino por la seducción.
La filósofa Hannah Arendt (1958) advirtió que el mayor
peligro de la modernidad no es la violencia, sino la banalidad del mal: la
costumbre de obedecer sin pensar. El hombre moderno, acostumbrado a las órdenes
del sistema, ya no necesita tiranos visibles; se gobierna a sí mismo con las
reglas del consumo, la moda y la productividad. Su esclavitud se ha vuelto
voluntaria.
La ilusión del dominio ha producido una profunda crisis
espiritual. El hombre ya no se pregunta por el sentido de la vida, sino por la
utilidad de las cosas. Ha reemplazado la búsqueda de la verdad por la búsqueda
de resultados. En su carrera por el progreso, ha olvidado que la ciencia sin
ética puede destruir lo que pretende salvar. Einstein (1946) advirtió: “La
fuerza desatada del átomo ha cambiado todo, excepto nuestra forma de pensar”.
Esa forma de pensar, centrada en el control y no en la comprensión, es la raíz
de nuestras nuevas cadenas.
Frente a este panorama, la verdadera revolución pendiente
no es tecnológica, sino moral y espiritual. El hombre necesita aprender
nuevamente a usar sus creaciones sin convertirse en su esclavo. El conocimiento
debe volver a estar al servicio de la vida, no la vida al servicio del
conocimiento. La libertad no se alcanza multiplicando herramientas, sino
recuperando la capacidad de reflexión.
Solo cuando el hombre sea capaz de gobernar su interior
con la misma precisión con que gobierna las máquinas, podrá decirse
verdaderamente libre. Mientras tanto, seguirá prisionero de su propio poder,
esclavo de su aparente dominio, cautivo de una civilización que confunde el
avance con la sabiduría.
V. EL ALMA OLVIDADA EN LA ERA TECNOLÓGICA
El siglo XXI ha sido proclamado como la era de la
información, la comunicación y la inteligencia artificial. Nunca antes el ser
humano había tenido tanto acceso al conocimiento, ni había estado tan
interconectado con el mundo. Paradójicamente, nunca antes había estado tan
desconectado de sí mismo. La tecnología, concebida para ampliar las capacidades
humanas, ha terminado sustituyéndolas. El hombre digital vive rodeado de
pantallas que lo informan, lo entretienen y lo distraen, pero que, al mismo
tiempo, lo alejan de su interioridad.
Lo que en sus inicios fue un instrumento liberador, se ha
convertido en un dispositivo de control emocional y psicológico. Las redes
sociales, los algoritmos y los dispositivos móviles configuran un entorno donde
la atención, el tiempo y hasta la identidad se vuelven mercancías. Como
advierte Byung-Chul Han (2012), vivimos en una “sociedad del cansancio”, donde
el sujeto ya no es oprimido por un amo exterior, sino por la exigencia interna
de rendir, producir y mostrarse exitoso. El hombre contemporáneo se explota a
sí mismo creyendo que se realiza, y en ese proceso se vacía.
El alma humana, aquella dimensión profunda que da
sentido, ha sido desplazada por la imagen y la apariencia. La cultura del “me
gusta”, del “compartir” y del “ser visto” ha reemplazado la introspección por
la exhibición. Ya no se piensa para comprender, sino para impresionar; ya no se
siente para vivir, sino para mostrar. El individuo moderno mide su valor en
función de su visibilidad digital, y su autoestima depende del reflejo virtual
que otros le devuelven.
En esta lógica, la identidad se vuelve fragmentaria y
superficial. El sujeto se transforma en un perfil, en una suma de datos y
fotografías que apenas rozan la superficie de su ser. El filósofo Jean
Baudrillard (1981) denominó a este fenómeno la era de los simulacros,
donde la realidad es sustituida por representaciones artificiales que parecen más
reales que la propia vida. El hombre digital ya no vive en el mundo, sino en su
representación.
La consecuencia más grave de esta transformación es la
pérdida de interioridad. Al estar permanentemente conectado con lo externo, el
ser humano ha dejado de conectarse consigo mismo. El silencio, la soledad y la
reflexión —espacios necesarios para el autoconocimiento— son hoy vistos como
signos de debilidad o aburrimiento. El pensamiento profundo ha sido reemplazado
por el estímulo constante. Como afirma Nicholas Carr (2011), “Internet nos hace
más hábiles para movernos rápido entre la información, pero menos capaces de
concentrarnos y reflexionar”. La atención dispersa se ha convertido en el nuevo
modo de existencia.
Este fenómeno tiene implicaciones éticas y existenciales
profundas. Sin tiempo para la reflexión, el hombre no puede elaborar juicios
morales sólidos; sin silencio, no puede escuchar su conciencia; sin
desconexión, no puede reencontrarse con su sentido. Así, el progreso técnico
produce un retroceso espiritual. El hombre de la era tecnológica posee más
información que nunca, pero menos sabiduría; más poder sobre el mundo, pero
menos control sobre sí mismo.
Viktor Frankl (1984) señaló que el vacío existencial es
el mal de nuestro tiempo: el hombre, al perder el sentido, se refugia en la
diversión o el consumo. “Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi
cualquier cómo”, escribió citando a Nietzsche. Sin embargo, el hombre
tecnológico ya no busca un porqué, sino un para qué inmediato: likes, reproducciones,
seguidores. La inmediatez reemplaza al propósito, y el ruido al pensamiento.
La hiperconectividad produce una forma sutil de
esclavitud emocional. El individuo, convencido de que decide libremente, en
realidad está dirigido por algoritmos que moldean sus gustos, opiniones y
comportamientos. La publicidad ya no vende productos, sino identidades
prefabricadas. El hombre no elige, sino que es elegido por el sistema. Como
advierte Shoshana Zuboff (2019), vivimos bajo un “capitalismo de la vigilancia”
que convierte la experiencia humana en materia prima para el control económico.
Esta pérdida del alma no significa que el hombre haya
dejado de tener espiritualidad, sino que la ha desplazado hacia objetos
efímeros. Busca trascendencia en la fama, salvación en el consumo y
reconocimiento en la mirada del otro. Pero esa búsqueda lo deja vacío, porque
lo exterior nunca puede llenar el abismo interior. Erich Fromm (1976) lo
expresó con precisión: “El hombre moderno vive en una contradicción: cuanto más
posee, menos es”.
El alma olvidada de la era tecnológica clama por
atención. En medio del ruido digital, el silencio se convierte en un acto
revolucionario; en medio del exceso de información, la reflexión se vuelve un
gesto de resistencia. Recuperar el alma significa recuperar la capacidad de
sentir, de contemplar, de preguntarse. No se trata de renunciar a la
tecnología, sino de humanizarla, de ponerla al servicio del ser, no del tener.
La educación tiene aquí un papel crucial. Formar seres
humanos conscientes implica enseñarles a pensar críticamente sobre la
tecnología, a reconocer su poder y sus límites. Como advierte Morin (1999), “la
educación del futuro debe enseñar a enfrentar la incertidumbre y a reconectar
los saberes dispersos”. Solo así el conocimiento digital podrá integrarse en
una ética del cuidado, del respeto y de la verdad.
El alma humana, aunque relegada, no está perdida.
Permanece como una llama silenciosa esperando ser reavivada. Cada vez que un
ser humano se detiene, reflexiona, ama o se solidariza, vuelve a encontrarse
consigo mismo. Esa es la verdadera revolución que necesita nuestro tiempo: no
una revolución tecnológica, sino una revolución del espíritu.
VI. EL PENSAMIENTO FRAGMENTADO Y LA CRISIS DEL SER
Toda crisis humana tiene una raíz más profunda que la
económica o política: la crisis del pensamiento. Cuando el hombre pierde la
capacidad de pensar integralmente, pierde también el sentido de su existencia.
A lo largo de la historia moderna, el pensamiento se ha fragmentado en parcelas,
especialidades y disciplinas que, aunque han producido un enorme conocimiento,
han desintegrado la visión del ser humano como totalidad. El resultado es un
individuo dividido entre razón y emoción, ciencia y ética, saber y conciencia.
La fragmentación del pensamiento es una consecuencia
directa del modelo científico que privilegia la separación sobre la unidad. El
método analítico —que divide para entender— ha sido extraordinariamente eficaz
para explicar los fenómenos naturales, pero devastador cuando se aplica a la
comprensión del hombre y la sociedad. Al separar lo físico de lo espiritual, lo
racional de lo sensible, el conocimiento se volvió parcial, incapaz de captar
la complejidad de la vida. Edgar Morin (1999) lo expresó con claridad: “El
pensamiento simplificador corta lo que une y separa lo que está ligado”. Esa
simplificación, al aislar las partes del todo, produce una inteligencia miope,
tecnocrática y deshumanizada.
El ser humano, producto de esa lógica fragmentaria, ha
perdido su centro. Ya no se reconoce como un ser unitario, sino como una suma
de funciones: trabajador, consumidor, usuario, elector. Vive dividido entre
múltiples roles, pero sin una identidad profunda que los integre. Esa
dispersión produce una sensación de vacío existencial, una pérdida de sentido
que ni el conocimiento ni la tecnología pueden llenar. Viktor Frankl (1984)
advertía que “la crisis de nuestro tiempo no es la falta de medios, sino la
falta de sentido”, y que la modernidad ha convertido la vida en una búsqueda sin
dirección.
Esta crisis del ser se manifiesta en todos los ámbitos.
En la educación, donde el conocimiento se transmite como información sin
reflexión; en la política, donde la verdad se diluye entre discursos
mediáticos; en la economía, donde el valor humano se mide en productividad; y
en la cultura, donde el arte se confunde con espectáculo. Cada esfera de la
vida moderna refleja la misma fractura: la separación entre el saber y el ser.
Se sabe mucho, pero se comprende poco; se habla de progreso, pero se ignora
hacia dónde se progresa.
Erich Fromm (1976) analizó esta enfermedad cultural como
una forma de “alienación del ser”. El hombre moderno —dice— se ha convertido en
un objeto dentro de un sistema que lo mide, lo evalúa y lo utiliza. Vive hacia
afuera, dependiendo del reconocimiento ajeno y del éxito social. Su valor
personal ya no proviene de lo que es, sino de lo que tiene o aparenta ser. La
consecuencia es la pérdida de autenticidad: el hombre se representa a sí mismo
como una imagen, un papel, una función. Lo esencial se disuelve en la
apariencia.
A nivel colectivo, esta fragmentación genera una sociedad
que sabe producir riqueza, pero no justicia; que acumula información, pero no
sabiduría; que perfecciona sus medios, pero olvida sus fines. Las crisis
ambientales, éticas y sociales son, en última instancia, síntomas de una
enfermedad epistemológica: el desconocimiento de la unidad entre el hombre y el
mundo. Cuando la ciencia separa al sujeto del objeto, cuando la economía separa
el valor del trabajo humano, y cuando la educación separa el conocimiento de la
ética, el resultado es un universo sin alma.
El filósofo Martin Heidegger (1954) advertía que el
hombre contemporáneo vive en el “olvido del ser”. Ocupado en sus tareas
cotidianas y en sus logros técnicos, ha dejado de preguntarse por el sentido de
su existencia. Este olvido es el origen de la angustia moderna. En su análisis,
el hombre ha sustituido el ser por el hacer y el tener; y
al hacerlo, ha perdido la experiencia fundamental de la presencia y la
trascendencia. En otras palabras, el ser humano está rodeado de todo, excepto
de sí mismo.
La crisis del pensamiento fragmentado no solo es
intelectual, sino espiritual. Impide ver la relación entre las partes y el
todo, entre el individuo y la comunidad, entre la libertad y la
responsabilidad. Cada persona vive en una burbuja de información, encerrada en
su propio universo de opiniones, sin diálogo ni reflexión. La posverdad y la
polarización son expresiones de esa mente fragmentada, incapaz de escuchar o
comprender al otro. La sociedad moderna, saturada de mensajes, se ha vuelto
muda para la verdad.
La solución no está en rechazar el conocimiento
científico, sino en integrarlo en una visión más amplia del ser. Morin (1999)
propone un “pensamiento complejo” que reconecte los saberes dispersos, que una
lo racional con lo emocional, lo técnico con lo ético, lo personal con lo
colectivo. Solo un pensamiento que abrace la totalidad puede devolverle sentido
al mundo y unidad al hombre.
Esta crisis, aunque profunda, también ofrece una
oportunidad histórica. Cuando las certezas se derrumban, surge la posibilidad
de reconstruir sobre nuevas bases. La fragmentación del pensamiento puede
superarse mediante una nueva educación que forme individuos reflexivos, éticos
y solidarios. Como señala Paulo Freire (1970), la verdadera educación no
consiste en llenar de información al estudiante, sino en despertar su
conciencia crítica para transformar la realidad.
La crisis del ser es, en el fondo, una crisis de
humanidad. El hombre no ha dejado de pensar, pero ha olvidado pensar
humanamente. Ha separado la inteligencia de la compasión, la ciencia de la
ética, el éxito de la justicia. La tarea pendiente de nuestra era no es crear
más conocimiento, sino unir lo que se ha separado: razón y corazón, saber y
sabiduría, progreso y sentido.
Solo un pensamiento reunificado permitirá al ser humano
reconstruir su integridad interior y recuperar su condición de sujeto
consciente. Cuando el hombre vuelva a pensar con todo su ser —con la mente, el
alma y la sensibilidad—, podrá iniciar la verdadera revolución que el mundo
necesita: la revolución del espíritu.
VII. HACIA UNA RECONCILIACIÓN DEL HOMBRE CONSIGO MISMO
Cada época histórica ha buscado su propia forma de
redención. La antigüedad soñó con el equilibrio del alma; la Edad Media, con la
salvación divina; la modernidad, con el progreso material; y nuestra era
digital, con la conexión total. Sin embargo, todas estas búsquedas han dejado
una huella común: la insatisfacción del ser humano. Pese a sus avances
científicos, económicos y tecnológicos, el hombre continúa sintiendo un vacío
interior que ninguna conquista exterior logra llenar. Ese vacío no se debe a la
falta de cosas, sino a la pérdida de sí mismo. La reconciliación del hombre con
su interioridad aparece, entonces, como la tarea más urgente del siglo XXI.
Reconciliarse consigo mismo significa restablecer la
armonía entre pensamiento, sentimiento y acción; entre la razón y el corazón;
entre el mundo exterior y el mundo interior. No se trata de volver atrás, ni de
renunciar a los logros de la ciencia, sino de integrar el progreso técnico con
una renovación espiritual. Como explica Edgar Morin (1999), el futuro de la
humanidad depende de su capacidad para “reunir lo que está separado”. Esa
reunión no es solo intelectual, sino moral y afectiva. El hombre debe aprender
a pensar con amor y a amar con pensamiento.
Esta reconciliación requiere un cambio profundo en la
educación, entendida no como instrucción técnica, sino como formación integral.
La educación moderna ha privilegiado el saber útil sobre el saber esencial,
preparando a los jóvenes para competir, no para convivir. Urge recuperar la
educación humanista que enseñe al hombre a ser persona antes que profesional, a
comprender antes que calcular, a reflexionar antes que obedecer. Como afirmó
Paulo Freire (1970), “la educación verdadera es praxis: reflexión y acción del
hombre sobre el mundo para transformarlo”. Pero esa transformación solo será
liberadora si parte del conocimiento de sí mismo.
El nuevo paradigma educativo debe enseñar a pensar
complejamente, es decir, a unir en lugar de dividir. Debe articular la ciencia
con la ética, la tecnología con la conciencia, y el conocimiento con la
compasión. Un científico que no reflexiona sobre las consecuencias morales de
sus descubrimientos puede convertirse en instrumento de destrucción; un
político sin conciencia puede transformar el poder en tiranía; un educador sin
vocación de verdad puede convertir la enseñanza en adoctrinamiento. Por eso, el
conocimiento solo cobra sentido cuando está guiado por una ética del bien
común.
Esta reconciliación también exige un retorno a la vida
interior. En un mundo saturado de estímulos, aprender a escuchar el silencio se
vuelve un acto revolucionario. La meditación, la lectura profunda, el arte, la
naturaleza o la oración son caminos que conducen al reencuentro con uno mismo.
Viktor Frankl (1984) nos recuerda que “el hombre es un ser que busca sentido”,
y que solo al descubrir ese sentido puede soportar el sufrimiento y transformar
la adversidad en crecimiento. Mirar hacia dentro no es escapar del mundo, sino
encontrar en el interior la fuerza para cambiarlo.
Asimismo, el ser humano debe reconciliarse con la
naturaleza. Durante siglos, la consideró un objeto de dominio; ahora debe
reconocerla como parte de su propio ser. La crisis ecológica no es más que el
reflejo de la crisis interior del hombre: quien explota la tierra, explota
también su alma. Como señala Leonardo Boff (1996), “la Tierra y la humanidad
son una sola comunidad de destino”. Sanar el planeta implica sanar la
conciencia humana, y viceversa.
La ética del cuidado —del otro, de sí mismo y del
entorno— es la base de esa reconciliación. Cuidar significa respetar,
comprender, acompañar. La sociedad contemporánea necesita recuperar el valor
del cuidado como principio de convivencia. Frente a la lógica del consumo y la
competencia, el cuidado introduce la ternura, la empatía y la responsabilidad.
Solo un ser reconciliado consigo mismo puede cuidar sin dominar, compartir sin
poseer y servir sin humillarse.
Pero la reconciliación interior no se logra de una vez.
Es un proceso continuo, una tarea de cada día. Implica aceptar la
contradicción, reconocer la vulnerabilidad, abrazar el error y aprender del
sufrimiento. En esa lucha permanente, el hombre encuentra su verdadera
grandeza. Como enseña Fromm (1976), “la madurez del ser humano consiste en
haber aprendido a amar, a trabajar y a pensar sin miedo”. El autoconocimiento
no es un refugio, sino una conquista ética y existencial.
La esperanza no debe buscarse en un futuro utópico, sino
en la posibilidad de una transformación presente. Cada ser humano puede iniciar
esa reconciliación desde su propia vida: reflexionando antes de actuar,
escuchando antes de juzgar, agradeciendo antes de exigir. La humanidad no
cambiará por decretos ni por revoluciones externas, sino cuando cada individuo
empiece a gobernar su propio mundo interior.
En última instancia, reconciliarse consigo mismo es
reconciliarse con la totalidad de la vida. Es comprender que el universo no es
un conjunto de cosas, sino una red de relaciones; que el conocimiento no es
dominio, sino comunión; y que la verdadera libertad no consiste en hacer lo que
se quiere, sino en querer lo que da sentido. Como afirma Morin (1999), “la
misión esencial del ser humano es humanizarse”. Y ese proceso comienza cuando
se mira al espejo y, en lugar de un consumidor o un técnico, vuelve a
reconocerse como un ser consciente, capaz de amar, crear y transformar.
CONCLUSIÓN
La historia del ser humano es, en esencia, la historia de
una contradicción profunda: mientras ha conquistado el universo exterior con
inteligencia y determinación, ha descuidado el universo interior que lo define.
Desde sus primeros pasos en la Tierra, el hombre se ha esforzado por dominar la
naturaleza, descubrir sus leyes, construir civilizaciones y transformar la
materia. Pero en ese proceso ha ido olvidando su esencia más íntima: la
capacidad de conocerse, de comprenderse y de gobernarse a sí mismo.
Las grandes conquistas de la humanidad —el fuego, la
rueda, la imprenta, la electricidad, la informática y la inteligencia
artificial— son logros admirables del pensamiento exterior. Sin embargo, ningún
descubrimiento ha logrado apaciguar el vacío que el hombre siente dentro de sí.
Las guerras, la desigualdad, el egoísmo, la violencia y la pérdida de sentido
son síntomas de una enfermedad más profunda: la desconexión interior.
El ser humano moderno se ha vuelto un experto en manejar
las cosas, pero un aprendiz torpe para manejar su propia vida. Tiene en sus
manos la tecnología más avanzada, pero carece de la sabiduría para usarla
éticamente. Puede llegar al espacio, pero no al corazón del otro. Posee datos
sobre todo, pero ignora el misterio de su propia existencia. Así, el
conocimiento, cuando se separa de la conciencia, deja de ser fuente de
liberación y se convierte en instrumento de esclavitud.
Como ha señalado Erich Fromm (1976), el hombre moderno
vive “en una sociedad que produce todo menos humanidad”. Esta afirmación
sintetiza la tragedia de nuestro tiempo: el progreso ha sido espectacular en lo
material, pero insuficiente en lo moral. Hemos creado un mundo cómodo, pero no
justo; eficiente, pero no feliz; interconectado, pero solitario.
La raíz de esta crisis se encuentra en el pensamiento
fragmentado y en el olvido del alma. El hombre separó la razón del corazón, la
ciencia de la ética, la verdad de la compasión. Al dividir su conocimiento,
dividió también su ser. Y esa división se refleja en la sociedad, en la
política, en la educación y en la vida cotidiana. El resultado es una humanidad
poderosa, pero desorientada; informada, pero sin sabiduría; libre en
apariencia, pero prisionera de sus propias creaciones.
Superar esta crisis exige una reconciliación integral del
hombre consigo mismo. No basta con más ciencia, tecnología o desarrollo
económico; se necesita un renacimiento espiritual y ético. El conocimiento debe
recuperar su sentido original: servir a la vida. La educación, por su parte,
debe volver a formar seres humanos íntegros, capaces de pensar críticamente, de
sentir con empatía y de actuar con justicia.
El hombre no puede seguir buscando fuera lo que solo
encontrará dentro. La verdadera libertad no consiste en controlar el mundo,
sino en dominar el propio espíritu. La sabiduría comienza cuando el ser humano
se atreve a mirarse con honestidad, a reconocer sus sombras y a reconciliarse
con ellas. Solo quien se conoce puede transformarse, y solo quien se transforma
puede transformar el mundo.
Como afirmaba Viktor Frankl (1984), “la vida tiene
sentido bajo cualquier circunstancia, incluso en el sufrimiento”. Redescubrir
ese sentido es la tarea más urgente de nuestra época. Si la humanidad logra
unir su inteligencia con su conciencia, su poder con su compasión y su ciencia
con su ética, entonces podrá construir una civilización verdaderamente humana,
donde el progreso no sea una amenaza, sino una expresión de amor y sabiduría.
REFLEXIÓN FINAL
Cada época ha tenido sus cadenas, y el siglo XXI no es la
excepción. Las nuestras no son de hierro ni de esclavitud visible: son cadenas
invisibles, tejidas con tecnología, consumo, indiferencia y olvido. El ser
humano, que un día conquistó el fuego, hoy arde en su propio vacío. Ha
aprendido a viajar más rápido que la luz, pero no ha aprendido a detenerse para
mirar dentro de sí. Vive conectado con el mundo, pero desconectado de su alma;
rodeado de información, pero hambriento de sentido; rodeado de gente, pero
profundamente solo.
Sin embargo, toda crisis es también una oportunidad. El
hombre está frente a un umbral decisivo: puede continuar su carrera frenética
hacia la deshumanización o puede detenerse, respirar y emprender el regreso
hacia sí mismo. Esa vuelta al interior no implica aislamiento, sino reencuentro:
con la naturaleza, con los otros, con el amor, con lo sagrado y con la verdad.
El camino de la autoconciencia no promete comodidad, pero sí plenitud. Como
decía Sócrates, “una vida sin examen no merece ser vivida”.
Recuperar el alma significa recuperar el asombro, la
ternura, la empatía y la capacidad de admirar la belleza de lo simple.
Significa comprender que la vida no se mide por lo que poseemos, sino por lo
que somos capaces de dar; que la felicidad no se encuentra en el brillo de las
pantallas, sino en la profundidad de una mirada; que el progreso verdadero no
consiste en dominar la Tierra, sino en cuidarla; y que el conocimiento sin
ética no ilumina, sino que enceguece.
El futuro de la humanidad no depende únicamente de nuevas
máquinas o descubrimientos, sino de un nuevo tipo de conciencia. El ser humano
debe volver a preguntarse no solo cómo vive, sino para qué vive.
La respuesta no la
encontrará en los laboratorios, ni en las redes, ni en los algoritmos, sino en
la intimidad de su corazón. Solo allí puede reconciliarse con su historia,
sanar sus heridas y descubrir que la sabiduría no está en conquistar el mundo,
sino en habitarlo con amor y justicia.
El día en que el hombre aprenda a mirar hacia adentro con
la misma pasión con la que ha mirado el universo exterior, ese día comenzará la
verdadera revolución: la revolución del espíritu. Una revolución silenciosa,
pero poderosa; invisible, pero luminosa; personal, pero transformadora. Será el
momento en que el ser humano, finalmente libre de sus cadenas invisibles,
vuelva a reconocerse como lo que siempre fue: un ser consciente, capaz de
pensar, sentir, amar y crear un mundo más humano.
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