jueves, 6 de noviembre de 2025

 


“EL FIN DE LA FARSA POLÍTICA: DEL CINISMO OPOSITOR AL DESPERTAR MORAL DEL PUEBLO” (Este es un comentario)

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA

INTRODUCCIÓN

En el panorama político contemporáneo de El Salvador, resulta inevitable detenerse a analizar con rigor y sentido crítico el papel de quienes se autodenominan “oposición”. Desde el retorno de la democracia formal en los años noventa, la política salvadoreña ha estado marcada por la alternancia entre dos fuerzas tradicionales: ARENA y el FMLN. Sin embargo, ambas han demostrado en las últimas décadas una incapacidad estructural para renovar su pensamiento político, ético y programático. Su discurso se ha vaciado de contenido, su conexión con el pueblo se ha desintegrado, y su horizonte moral parece haberse reducido a la nostalgia del poder perdido.

En el contexto actual, cuando el presidente Nayib Bukele ha transformado el ejercicio gubernamental con una visión de eficiencia, transparencia y resultados visibles, la oposición ha respondido no con ideas, sino con desvaríos, sarcasmos, resentimientos y una crítica hueca que bordea el ridículo político.

El fenómeno resulta alarmante porque revela no solo la decadencia de ciertos liderazgos, sino la crisis intelectual y moral de un sector que debería desempeñar un papel esencial en toda democracia:

 el de contrapeso racional y propositivo. Sin embargo, lo que se observa en las declaraciones de figuras como Manuel el “chino” Flores, Walter Raudales y otros voceros improvisados de esa oposición fragmentada, no es un pensamiento articulado, sino una reacción visceral, carente de argumentos y de comprensión de la realidad nacional. Su discurso, plagado de falacias y frases sin sustento, se ha convertido en una caricatura de lo que alguna vez significó la disidencia política responsable. Esta situación no solo degrada el debate público, sino que también erosiona la posibilidad de construir un futuro democrático maduro, basado en la razón y no en la rabia.

Resulta especialmente ilustrativo el episodio reciente en que el llamado “chino” Flores cuestionó la inauguración de setenta escuelas por parte del Gobierno salvadoreño, argumentando con ironía que “ya se estaba terminando el año escolar”. Tal afirmación, además de demostrar ignorancia elemental sobre la naturaleza continua del sistema educativo, exhibe una pobreza conceptual y un desprecio profundo por el sentido común. En lugar de celebrar la inversión pública en educación —uno de los pilares más nobles de cualquier proyecto de nación—, se opta por ridiculizar el esfuerzo, evidenciando una mentalidad que durante años condenó al país al estancamiento, la corrupción y la desigualdad. Quien se burla de una escuela, se burla del futuro de los niños; quien minimiza la educación, delata su propia ceguera moral.

Pero más allá del anecdotario político, el problema de fondo es ético e intelectual. Esta oposición no discute ideas, no ofrece alternativas, ni siquiera parece comprender el alcance de los cambios estructurales que vive el país. Hablan porque tienen micrófono, no porque tengan pensamiento. Reproducen frases vacías, consignas oxidadas, ataques personales y comentarios desprovistos de análisis. Es la verborrea del resentimiento, el ruido del fracaso político que aún no ha aprendido a mirarse en el espejo de la autocrítica. Mientras tanto, el pueblo salvadoreño, cansado de décadas de manipulación, observa con lucidez que los viejos discursos ya no sirven para explicar un país que se transforma día a día con hechos concretos: escuelas, hospitales, obras públicas, seguridad y dignificación nacional.

Esta introducción no busca solo denunciar el vacío moral e intelectual de esa oposición decadente; pretende además abrir una reflexión más profunda sobre el papel que debería desempeñar la crítica política en una sociedad democrática. Criticar no es destruir; oponerse no es insultar; disidir no significa negarlo todo por sistema. Una oposición madura y seria tiene el deber de examinar, cuestionar y proponer desde la razón, no desde el resentimiento. Pero cuando la crítica se convierte en farsa y el debate en circo, la palabra “oposición” pierde su sentido ético y se transforma en sinónimo de obstrucción y mediocridad.

En este comentario crítico se analizará, por tanto, la degradación de la oposición salvadoreña contemporánea, representada por figuras que confunden la libertad de expresión con la irresponsabilidad verbal. Se abordará su falta de coherencia, su desconexión con la realidad social, su desprecio por la inteligencia del pueblo y su resistencia enfermiza a reconocer los avances palpables del país. Al final, se argumentará que El Salvador no necesita una oposición que grite, sino una oposición que piense; no una oposición que ridiculice, sino una que proponga; no una oposición que se refugie en el pasado, sino una que contribuya, desde la razón y la ética, a construir el futuro.

I. LA OPOSICIÓN SIN IDEAS: DEL DISCURSO POLÍTICO A LA VERBORREA SIN SENTIDO

Toda sociedad democrática necesita voces críticas; sin ellas, el poder podría caer fácilmente en la autocomplacencia o el abuso.

Sin embargo, la crítica solo cumple su función cuando se sustenta en argumentos racionales, conocimiento de la realidad y sentido ético. En El Salvador, lo que se autodenomina “oposición” ha perdido precisamente esos tres elementos. La falta de pensamiento político se ha convertido en su sello distintivo, y lo que antes fue debate hoy se ha transformado en una verborrea sin contenido, en un eco vacío que busca más resonancia mediática que transformación social.

La decadencia intelectual de la oposición salvadoreña se refleja en la ausencia de ideas estructuradas y en su incapacidad para formular propuestas alternativas viables. La crítica se ha reducido a descalificaciones personales, insultos y frases sin coherencia. Figuras como Manuel el “chino” Flores o Walter Raudales encarnan esta nueva forma de “disidencia vacía”: hablan, pero no comunican; critican, pero no analizan; se oponen, pero no proponen.

 Su discurso político ha degenerado en un conjunto de reacciones emocionales, no en un pensamiento político razonado. Como señala el filósofo español José Antonio Marina (2018), “la inteligencia no se mide por la cantidad de palabras pronunciadas, sino por la capacidad de orientar las palabras hacia la verdad y la justicia” (p. 45). En este sentido, buena parte de la oposición salvadoreña actual parece haber renunciado a pensar, y en su lugar, se ha entregado al ruido mediático como forma de supervivencia política.

La política, entendida como servicio público y como arte de gobernar para el bien común, se ha degradado en manos de aquellos que solo la conciben como escenario de revancha o micrófono de resentimiento. Las declaraciones recientes del “Chino” Flores, cuestionando la construcción de escuelas porque “ya se termina el año escolar”, son una muestra grotesca de esa pobreza mental y moral. Tal expresión no solo denota ignorancia, sino también falta de empatía con el pueblo, que durante décadas sufrió un sistema educativo deteriorado por la corrupción, el abandono y la indiferencia.

En vez de alegrarse por la inversión en infraestructura escolar, la oposición busca ridiculizarla, como si el progreso fuera una amenaza para su supervivencia política. Es el absurdo de quienes necesitan el fracaso nacional para justificar su existencia.

Desde la perspectiva sociológica, este comportamiento puede explicarse como una reacción de impotencia ante la pérdida de privilegios históricos. Pierre Bourdieu (1998) explicó que las élites tienden a resistirse al cambio porque este pone en riesgo el “capital simbólico” que les otorgaba poder dentro del campo político. En el caso salvadoreño, ARENA y el FMLN fueron, durante décadas, los polos hegemónicos del sistema; pero la irrupción de un nuevo liderazgo con una lógica distinta —eficiente, comunicativa y respaldada por la mayoría— los ha dejado sin rumbo. De ahí surge una oposición que no se organiza para proponer, sino para sobrevivir mediáticamente, apelando al escándalo, la burla y la manipulación emocional.

Esta oposición huérfana de ideas se comporta como un actor político anacrónico que no ha entendido la transformación cultural del país. Vive atrapada en un pasado que ya no existe y desconoce el nuevo lenguaje social de una ciudadanía que exige resultados, no discursos. El pueblo salvadoreño ha evolucionado más rápido que su clase política tradicional. Mientras el gobierno actual avanza con obras tangibles —escuelas, hospitales, carreteras, seguridad—, la oposición se mantiene en la retórica de los años noventa, donde bastaba una consigna ideológica para manipular conciencias. Hoy, esas consignas suenan vacías frente a la evidencia concreta de una nueva realidad.

El politólogo italiano Giovanni Sartori (2008) advertía que “la democracia no puede sostenerse sin una oposición racional, pero tampoco puede sobrevivir con una oposición irracional” (p. 73). Esto aplica plenamente al contexto salvadoreño: la crítica sin fundamento destruye la credibilidad del sistema político, porque transforma el disenso en espectáculo y la deliberación en griterío. En vez de fortalecer la democracia, la debilita. De ahí la necesidad urgente de exigir una oposición que eleve el nivel del debate público, que investigue antes de opinar y que proponga soluciones reales a los problemas del país.

El vacío ideológico de la oposición actual no es casual: es consecuencia directa de su pasado. Gobernaron durante décadas sin visión estratégica, alimentando redes de corrupción, clientelismo y desigualdad. Su derrota electoral no fue producto de la manipulación, sino de su propio desgaste moral. Hoy, incapaces de aceptar esa realidad, intentan reconstruir su relevancia a través de la crítica desesperada, pero sus palabras carecen de peso porque no tienen coherencia histórica ni ética. Como señala Byung-Chul Han (2020), “la sociedad de la indignación se caracteriza por la ausencia de reflexión: grita, pero no piensa” (p. 28). Esa descripción encaja perfectamente con el comportamiento de ciertos sectores opositores que, incapaces de producir pensamiento, recurren a la ofensa y al sarcasmo.

El resultado es una oposición caricaturesca, más cercana al espectáculo que a la política. Se trata de un fenómeno preocupante porque banaliza la discusión pública y aleja a la ciudadanía de la reflexión. Una sociedad sin debate serio corre el riesgo de caer en la superficialidad colectiva, donde la mentira y la estupidez se disfrazan de libertad de expresión. La crítica no consiste en negar todo lo que hace el adversario, sino en analizar con lucidez lo que puede mejorarse. El verdadero opositor no es quien grita más fuerte, sino quien piensa más profundamente.

II. LA IGNORANCIA COMO ESTRATEGIA: CUANDO LA OPOSICIÓN CONVIERTE LA ESTUPIDEZ EN DISCURSO POLÍTICO

En tiempos de crisis moral y de vacío ideológico, la ignorancia suele presentarse como una forma de identidad política. En El Salvador, la oposición actual ha convertido la falta de conocimiento y de análisis en una estrategia de visibilidad. Lejos de asumir la responsabilidad de educar políticamente a la ciudadanía o de ofrecer un pensamiento alternativo, ha optado por convertir la estupidez en espectáculo. Se promueve la desinformación, se repite el error y se ridiculiza la inteligencia. En esa dinámica perversa, la razón se devalúa y el populismo verbal se convierte en el único capital político de quienes no tienen nada que proponer.

Las declaraciones del “chino” Flores constituyen un caso paradigmático de esta patología discursiva. Su afirmación de que “no tiene sentido construir escuelas porque el año escolar está por terminar” no es una simple torpeza, sino el reflejo de un modo de pensar que desprecia la educación, la razón y la inteligencia del pueblo. Es la expresión más visible de un tipo de mentalidad que gobernó durante décadas desde la improvisación, la corrupción y la ignorancia. Quien formula semejante comentario no solo revela desconocimiento sobre el carácter permanente del sistema educativo, sino también una visión mezquina de la inversión pública. ¿Qué tipo de político puede burlarse de la construcción de escuelas, cuando la historia de nuestro país ha estado marcada por el abandono de la educación pública y la marginación de miles de niños sin acceso digno al conocimiento?

Esta oposición ha hecho de la ignorancia una bandera y de la crítica sin fundamento una costumbre. Como lo advierte el filósofo español Fernando Savater (2019), “la ignorancia voluntaria es más peligrosa que la imposición de la mentira, porque convierte la estupidez en virtud” (p. 91). Ese es precisamente el fenómeno que se observa en los discursos mediáticos de muchos de los autoproclamados líderes de oposición: se enorgullecen de su falta de rigor, exhiben su desprecio por la ciencia, y sustituyen el pensamiento por el sarcasmo. Lo que antes era debate ahora es espectáculo; lo que antes era disidencia hoy es chisme político.

El problema, sin embargo, no se limita a los individuos, sino que refleja una crisis estructural del pensamiento político salvadoreño. Durante décadas, la educación cívica fue abandonada, y el ejercicio del poder se concibió como privilegio, no como servicio. Esta herencia explica por qué muchos exfuncionarios y figuras políticas siguen sin comprender el cambio cultural que vive el país bajo una nueva generación de liderazgo. En lugar de asumir una actitud autocrítica, persisten en su arrogancia y se atrincheran en un lenguaje de confrontación vacía, convencidos de que su antigüedad les otorga autoridad moral. Pero la experiencia sin ética solo produce cinismo, y el cinismo es la forma más peligrosa de ignorancia ilustrada.

El filósofo Umberto Eco (2015) advertía que la expansión de las redes sociales ha permitido que “el idiota del pueblo tenga la misma voz que un premio Nobel” (p. 12). Esto, aplicado al contexto político salvadoreño, se traduce en que cualquier personaje con micrófono o cuenta de Twitter se siente autorizado para opinar sin conocimiento alguno. El resultado es una infodemia política, un exceso de palabras sin contenido que confunden, manipulan y deterioran el juicio colectivo. La oposición, en lugar de usar las plataformas digitales para educar o debatir con argumentos, las usa para repetir consignas, atacar con insultos y generar desinformación. Es la política del ruido, no de las ideas.

Frente a esta degradación del discurso, el pueblo salvadoreño se encuentra ante un dilema moral y cognitivo: o se deja arrastrar por la ignorancia institucionalizada, o asume la responsabilidad de pensar críticamente. Como afirmaba Paulo Freire (1970), “la verdadera educación consiste en aprender a leer el mundo, no solo las palabras” (p. 98). Aplicando su enseñanza, podría decirse que buena parte de la oposición no ha aprendido a leer el país real, porque sigue atrapada en una narrativa derrotada por los hechos. No entiende que el pueblo ya no se guía por ideologías, sino por resultados; que la ciudadanía de hoy no vota por lemas, sino por logros; y que la educación, la seguridad y la dignidad no se discuten con retórica, sino con acciones concretas.

La ignorancia también se manifiesta en el desprecio por la historia reciente. Muchos de los actuales opositores fueron protagonistas del viejo sistema político que saqueó el Estado, abandonó los hospitales, descuidó las escuelas y utilizó la pobreza como herramienta de control social. Ahora pretenden erigirse en jueces morales, olvidando que sus propios gobiernos fueron sinónimo de corrupción, impunidad y miseria. Su crítica carece de autoridad ética, porque quienes destruyeron las instituciones no pueden presentarse como defensores de la democracia. La memoria histórica es, en este sentido, la mayor enemiga de esta oposición, porque recuerda al pueblo quiénes fueron los responsables de su sufrimiento.

Convertir la ignorancia en estrategia política tiene un efecto devastador: banaliza la conciencia colectiva y degrada el pensamiento social. La palabra, que debería ser instrumento de verdad, se convierte en arma de manipulación. La opinión, que debería ser razonada, se transforma en capricho emocional. Y la crítica, que debería ser constructiva, se convierte en ataque sin rumbo. De esta manera, se reproduce un modelo de oposición que no busca construir, sino destruir; que no busca esclarecer, sino confundir. Y cuando la ignorancia se institucionaliza, la política pierde su función pedagógica y se convierte en un espectáculo de mediocridad.

Como bien señala Martha Nussbaum (2016), “una democracia no se sostiene solo con votos, sino con ciudadanos capaces de pensar” (p. 65). En ese sentido, el problema no radica únicamente en los políticos opositores, sino también en los sectores mediáticos que los amplifican, otorgando espacio a sus discursos vacíos y silenciando la reflexión profunda. Esta simbiosis entre ignorancia y visibilidad produce un tipo de liderazgo efímero, sostenido por la polémica, pero vacío de sustancia. Es el triunfo del ruido sobre la razón.

En definitiva, la ignorancia se ha convertido en una forma de poder para quienes perdieron el poder real. No se trata de incapacidad, sino de cálculo: saben que su única posibilidad de existencia mediática es oponerse a todo, incluso a lo evidente, incluso al bien. Critican la construcción de escuelas, la entrega de aguinaldos, la seguridad y el desarrollo, no porque no comprendan su valor, sino porque reconocen que cada logro del actual gobierno desmonta las mentiras que sostuvieron por décadas. Y frente a eso, su única defensa es el cinismo.

III. LA MISERIA MORAL DEL RESENTIMIENTO POLÍTICO: OPOSICIÓN SIN PATRIA NI VERGÜENZA

Cuando una clase política pierde el poder, puede reaccionar de dos maneras: reconstruirse desde la autocrítica o hundirse en el resentimiento. La oposición salvadoreña ha optado por el segundo camino. Incapaz de reconocer sus errores, se ha refugiado en la amargura, en la envidia disfrazada de crítica y en la mentira repetida como consigna. No se trata solo de una crisis de ideas, sino de una miseria moral profunda, que revela el colapso ético de quienes, habiendo tenido en sus manos la conducción del país, prefirieron saquearlo antes que servirlo. El resentimiento se ha convertido en su motor, la destrucción en su objetivo, y la vergüenza, en un sentimiento ausente.

El filósofo Friedrich Nietzsche (1887/2009) definió el resentimiento como el sentimiento de los débiles que, al no poder crear ni construir, dedican su existencia a destruir lo que otros edifican. Ese diagnóstico se ajusta con exactitud al comportamiento de buena parte de la oposición salvadoreña: no propone, no construye, no sueña; solo se indigna ante el éxito ajeno. Cada obra pública, cada avance en salud, educación o seguridad, se percibe no como un logro nacional, sino como una amenaza a su narrativa de fracaso. Su identidad política ya no se define por un ideal, sino por su oposición visceral al presidente Bukele. Son opositores del gobierno, pero, sobre todo, opositores del progreso.

Esta pérdida de sentido patriótico es el síntoma más alarmante. En lugar de defender los intereses del país, defienden los de sus partidos. En lugar de celebrar las victorias colectivas, las minimizan. En lugar de alegrarse por la prosperidad del pueblo, la ridiculizan. Su patriotismo se limita a los años de campaña; una vez fuera del poder, su amor a la patria se evapora. Quien critica la construcción de escuelas, quien se burla de los hospitales, quien descalifica los programas sociales que benefician a los más pobres, no defiende la democracia: la insulta. Como advirtió el escritor Albert Camus (1951/2008), “la rebeldía sin moral se transforma en nihilismo, y el nihilismo es la negación de toda esperanza” (p. 112). La oposición salvadoreña ha caído en ese nihilismo político: no cree en nada, no representa nada, no inspira a nadie.

El resentimiento, además, se ha transformado en discurso. Cada declaración pública, cada entrevista, cada publicación en redes sociales parece impulsada por la frustración más que por la razón. Hablan con enojo, no con argumentos. Critican sin leer, insultan sin pensar. Esa actitud refleja no solo pobreza intelectual, sino una forma de odio hacia el propio país, porque todo lo que fortalece la nación debilita su retórica. No hay peor traición que la del político que prefiere ver caer a su patria antes que reconocer los aciertos de su adversario.

Desde la ética pública, este comportamiento resulta inadmisible. El filósofo José Ramón Ayllón (2015) sostiene que “la política solo tiene sentido cuando se ejerce con sentido moral, es decir, cuando busca el bien común por encima del interés partidista” (p. 79). Bajo ese principio, la actual oposición se encuentra moralmente descalificada. Su comportamiento no persigue el bien común, sino la revancha. Han reemplazado el compromiso por la venganza, el servicio por la ambición y la verdad por la manipulación. La degradación ética no solo se percibe en sus palabras, sino en sus gestos: el desprecio por los logros nacionales y la incapacidad de sentir orgullo por los avances del pueblo salvadoreño.

El resentimiento político, además, tiene consecuencias culturales. Cuando el discurso público se llena de odio, el pueblo corre el riesgo de normalizar la envidia como forma de pensamiento. Esta es una enfermedad social que ya describía Erich Fromm (1955/2005) al hablar del “carácter destructivo” del hombre moderno, quien “odia lo que no puede poseer y desprecia lo que no puede comprender” (p. 61). Así actúa la oposición salvadoreña: desprecia lo que no hizo, critica lo que no entiende y teme lo que no controla. Esa miseria moral se traduce en cinismo, y el cinismo es la negación de toda esperanza colectiva.

Paradójicamente, mientras más obras realiza el gobierno, más se desnuda la oposición. Su falta de humildad para reconocer los avances revela su desconexión con la realidad. Se han vuelto prisioneros de su propio ego, incapaces de mirar más allá de su rabia. El pueblo percibe esa mezquindad moral, y por eso los ha castigado con el voto y con el desprecio público. La oposición, en su afán de desacreditar al gobierno, ha terminado desacreditándose a sí misma. Ya no representan una alternativa, sino un recordatorio de lo que el país no quiere volver a ser.

La ética política exige coherencia. No puede haber autoridad moral sin verdad, ni liderazgo sin ejemplo. El Salvador necesita una oposición que piense en el país antes que en su partido; que comprenda que la democracia no consiste en sabotear al adversario, sino en contribuir al bien común desde el disenso responsable. Pero mientras los supuestos líderes de oposición sigan prefiriendo el insulto a la idea, seguirán hundiéndose en la irrelevancia. Como afirmó Václav Havel (1991), “la política moral no es la que busca el poder, sino la que busca la verdad” (p. 27). Y en la oposición salvadoreña actual, la verdad se ha vuelto un bien escaso.

La miseria moral de la oposición no radica únicamente en su corrupción pasada, sino en su incapacidad presente para redimirse. A diferencia de las verdaderas fuerzas democráticas que aprenden de sus errores, esta oposición persiste en el autoengaño. Cree que puede recuperar la confianza del pueblo sin limpiar su historia, sin pedir perdón y sin ofrecer un proyecto nuevo. No ha comprendido que la política moderna se funda en la credibilidad, y la credibilidad nace de la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Sin ética, toda palabra política se convierte en ruido, y todo discurso en farsa.

El resentimiento político es, en el fondo, la confesión de la derrota moral. Es la forma en que los mediocres reconocen, sin decirlo, que ya no tienen nada que ofrecer. Y cuando la política se queda sin virtud, solo queda el espectáculo. Por eso, las declaraciones absurdas, los comentarios vacíos y las burlas a la educación no son errores aislados: son los síntomas de un cuerpo político enfermo, que ha perdido el alma.

IV. LA ÉTICA DEL GOBIERNO FRENTE A LA DECADENCIA MORAL DE LA OPOSICIÓN

La política no se mide solo por los resultados materiales, sino también por la ética que los orienta. Un gobierno puede construir hospitales, carreteras o escuelas; pero si esas obras no se enmarcan en un propósito moral de justicia y dignidad, pierden su sentido. En el caso de El Salvador, los últimos años han revelado una transformación profunda: la política recupera su dimensión ética, y con ello, el Estado comienza a reconstruir su legitimidad ante el pueblo. En contraposición, la oposición tradicional —atormentada por su pasado corrupto y su presente vacío— exhibe la crisis moral de quienes sirvieron a sus partidos antes que a la nación.

La frase del presidente Nayib Bukele, “el dinero alcanza cuando nadie se lo roba”, sintetiza un principio ético esencial: la administración pública debe regirse por la honradez y la transparencia. Más allá de su valor comunicativo, esa máxima expresa un cambio de paradigma moral en la gestión del Estado. Durante décadas, la corrupción fue considerada una práctica normalizada, casi parte del paisaje político. Hoy, en cambio, se concibe como una afrenta a la dignidad nacional. El filósofo Immanuel Kant (1785/2007) sostenía que “la moralidad consiste en obrar de tal manera que la humanidad sea siempre un fin y nunca un medio” (p. 43). Aplicado al contexto salvadoreño, esto significa que el dinero público —producto del esfuerzo de millones de trabajadores— no puede ser instrumento de enriquecimiento personal, sino herramienta para servir al pueblo.

Esa recuperación de la ética pública explica por qué el actual gobierno cuenta con un respaldo popular sin precedentes. No se trata solo de eficiencia administrativa, sino de coherencia moral. La gente percibe que sus impuestos se traducen en obras visibles, en políticas sociales tangibles y en dignidad nacional. La oposición, incapaz de comprender este cambio, lo descalifica con sarcasmo o con el viejo argumento del “autoritarismo”. Pero ¿qué mayor autoritarismo que el que ejercieron durante tres décadas, cuando el Estado era botín de unos pocos? ¿Qué mayor desprecio por la democracia que haber convertido la política en un negocio privado? Quienes destruyeron hospitales, robaron fondos públicos y abandonaron la educación pública no pueden hoy erigirse en guardianes de la libertad.

El cambio ético que impulsa el gobierno actual también se refleja en su relación con la ciudadanía. Por primera vez en la historia reciente, el pueblo se siente parte del proceso político. Ya no se le trata como masa manipulable, sino como protagonista del cambio. Este sentido de pertenencia es fundamental, porque —como señaló Hannah Arendt (1958/2006)— “la política nace en el espacio donde los hombres se reconocen mutuamente como libres e iguales” (p. 177). La confianza ciudadana que ha recuperado el Estado salvadoreño es, en ese sentido, un signo de madurez democrática y de reconstrucción moral.

Por contraste, la oposición se ha convertido en un obstáculo para la consolidación de esa ética cívica. Lejos de contribuir al debate, se ha dedicado a sembrar desconfianza, a distorsionar los hechos y a banalizar los logros. Sus críticas no buscan mejorar al país, sino debilitar al gobierno; no se inspiran en el amor a la verdad, sino en el deseo de recuperar privilegios perdidos. Se trata, como diría Zygmunt Bauman (2013), de una “moral líquida”: adaptable, sin convicción, sin principios. Critican hoy lo que ayer defendieron, y defienden hoy lo que ayer destruyeron. Su discurso carece de coherencia porque su brújula ética está rota.

El pueblo salvadoreño ha demostrado una sabiduría política que supera con creces la de sus antiguos gobernantes. Sabe distinguir entre la crítica legítima y la manipulación disfrazada de opinión. Por eso, la narrativa del fracaso no tiene ya eco social. Mientras la oposición repite consignas gastadas, la realidad se impone con hechos: escuelas modernas, hospitales en funcionamiento, calles renovadas, reducción de homicidios, y un Estado que por primera vez cumple su función esencial: servir al bien común. La ética pública se traduce en bienestar social, y eso explica el divorcio entre el discurso opositor y la percepción popular.

Este contraste entre la ética del gobierno y la decadencia moral de la oposición no debe interpretarse como un fanatismo político, sino como una constatación histórica. El Salvador está experimentando un proceso de regeneración moral, donde el valor del trabajo, la honestidad y la eficiencia comienzan a sustituir la cultura de la impunidad. En cambio, los partidos tradicionales parecen haberse quedado sin alma, sin convicción, sin futuro. No representan una alternativa porque no se han reconciliado con la verdad. El filósofo español Adela Cortina (2017) recuerda que “sin ética pública no hay ciudadanía, solo clientelismo” (p. 88). Precisamente eso es lo que el actual gobierno ha roto: la vieja lógica del clientelismo partidario, reemplazándola por una nueva relación entre Estado y pueblo, basada en la transparencia y el respeto.

La oposición, en su miseria moral, no logra comprender que la ética no se predica, se practica. Su credibilidad se agotó porque sus palabras no corresponden a sus actos. En cambio, el gobierno actual ha entendido que la legitimidad nace de la coherencia entre el discurso y la acción. De ahí que la población confíe más en un presidente que construye escuelas que en políticos que las critican. Esa confianza no es irracional ni ciega: es el resultado de una experiencia concreta de transformación social. Cuando la ética guía la política, el pueblo responde con gratitud y esperanza.

En suma, la diferencia entre el gobierno y la oposición no radica solo en la gestión, sino en la moral. Mientras uno construye desde la honestidad y la visión, la otra destruye desde la envidia y el resentimiento. La historia será implacable con quienes tuvieron la oportunidad de servir y optaron por robar; con quienes pudieron construir y eligieron destruir; con quienes pudieron amar a su país y prefirieron traicionarlo por un micrófono y una cámara.

V. EL PAPEL DEL PUEBLO SALVADOREÑO: CONCIENCIA CIUDADANA Y MADUREZ POLÍTICA ANTE LA MANIPULACIÓN

El pueblo salvadoreño ha sido, históricamente, el gran ausente en los procesos de toma de decisiones. Durante décadas, su voz fue silenciada por estructuras partidarias que usaron el discurso popular como herramienta electoral, pero jamás como principio de acción política. Sin embargo, en los últimos años se ha producido un fenómeno inédito en la historia contemporánea del país: el pueblo ha despertado, ha recuperado la palabra y se ha convertido en el verdadero juez moral de la política nacional. Frente a la manipulación y la mentira, la ciudadanía salvadoreña ha respondido con conciencia, con dignidad y con una claridad que ha dejado desconcertada a la vieja clase dirigente.

La madurez política del pueblo salvadoreño se manifiesta en su capacidad para distinguir entre el discurso vacío y la gestión efectiva. Ya no se deja engañar por promesas recicladas ni por la nostalgia de los partidos tradicionales. Ha comprendido que la democracia no consiste en alternar ladrones en el poder, sino en consolidar un Estado que funcione para todos. Como expresó Paulo Freire (1970), “la conciencia crítica no se hereda, se conquista en la práctica de la libertad” (p. 112). Esa conquista ciudadana se ha gestado en los últimos años, cuando el pueblo ha empezado a ver resultados tangibles que contradicen el discurso derrotista de los opositores.

El pueblo ya no es el espectador pasivo de la política, sino su protagonista moral. Mientras la oposición repite consignas vacías, los ciudadanos observan, comparan, reflexionan y deciden. El cambio no ha sido solo institucional, sino cultural: el salvadoreño ha dejado de aceptar la corrupción como destino y ha empezado a exigir transparencia como derecho. Ese salto de conciencia colectiva explica por qué la vieja política se siente amenazada: porque ya no controla al pueblo a través del miedo ni de la mentira. Como afirmó Erich Fromm (1941/2006), “la libertad verdadera nace cuando el ser humano se libera del miedo y de la obediencia ciega” (p. 87). Precisamente eso ha ocurrido en El Salvador: el pueblo se ha liberado del chantaje ideológico que por años lo mantuvo dividido.

Las declaraciones absurdas de ciertos líderes opositores, como las del “Chino” Flores, no solo ofenden la inteligencia, sino que subestiman la capacidad crítica del ciudadano común. El salvadoreño actual no necesita que le expliquen el valor de una escuela o de un hospital; lo ve, lo vive, lo agradece. Su experiencia cotidiana desmiente la narrativa de la oposición. Por eso, cuando escucha a un político burlarse de la educación o de los logros del país, percibe inmediatamente la distancia moral entre el gobernante que trabaja y el opositor que destruye. Esa lucidez colectiva es, sin duda, uno de los mayores logros de esta nueva etapa nacional.

El pueblo también ha aprendido a interpretar los medios de comunicación con mayor madurez. Ya no cree ciegamente en los noticieros que actúan como portavoces de los viejos intereses partidarios. Las redes sociales, lejos de ser solo espacios de entretenimiento, se han convertido en tribunas de fiscalización ciudadana donde las mentiras se exponen y los hechos se viralizan. Esto ha transformado la relación entre poder, información y ciudadanía. Como sostiene Manuel Castells (2009), “el poder es comunicación, y quien controla la comunicación controla la política” (p. 142). Hoy, el pueblo salvadoreño ha arrebatado ese poder a los medios tradicionales y lo ejerce directamente, participando activamente en el debate público.

No obstante, esta nueva conciencia no ha sido fácil de construir. Ha requerido años de desengaños, crisis económicas y traiciones políticas. La población aprendió por dolorosa experiencia que los viejos partidos —que se autoproclamaban defensores de la democracia— utilizaron al Estado como botín y al pueblo como pretexto. Hoy, el ciudadano común se reconoce en una nueva narrativa: la de la dignidad recuperada. Ya no se conforma con discursos; exige hechos, exige resultados. Y cuando los obtiene —escuelas nuevas, hospitales modernos, seguridad pública, empleo—, sabe que el cambio no es casualidad, sino consecuencia de una gestión ética.

Esta madurez política ha descolocado a la oposición, que aún se comporta como si el pueblo fuese el mismo de los años noventa: obediente, manipulable, resignado. No entienden que ese pueblo ha cambiado, que hoy sabe leer, comparar y decidir por sí mismo. En su ceguera, los opositores continúan apelando al desprecio y al insulto, como si la burla pudiera sustituir a la razón. Pero el pueblo ya no responde al odio con odio, sino con indiferencia. Y la indiferencia popular es el castigo más severo para cualquier clase política que ha perdido su legitimidad.

La conciencia ciudadana que hoy se observa en El Salvador constituye un fenómeno político de gran trascendencia histórica. Es el renacimiento de la soberanía moral del pueblo, que durante años fue traicionada por los mismos que decían representarlo. En palabras de Jean-Jacques Rousseau (1762/2011), “la soberanía no puede ser representada, porque pertenece al pueblo en su totalidad” (p. 59). Esa verdad se ha hecho carne en la nueva realidad salvadoreña: el poder regresa al ciudadano común, no como dádiva, sino como derecho conquistado. Y esa conciencia, una vez despertada, no volverá a dormirse.

En conclusión, el pueblo salvadoreño se ha convertido en el nuevo sujeto histórico del cambio nacional. Su madurez política desarma la manipulación, su lucidez desmiente las mentiras, y su dignidad reconstruye la patria. Por eso la oposición, en su desesperación, intenta ridiculizar lo que ya no puede controlar. Pero el juicio del pueblo es irreversible: los que traicionaron la confianza nacional han perdido para siempre el derecho moral de representarlo.

VI. DEL CINISMO AL DESCRÉDITO TOTAL: EL OCASO HISTÓRICO DE LA VIEJA OPOSICIÓN

Toda decadencia política tiene su punto de no retorno. En el caso salvadoreño, ese punto ya ha sido traspasado por una oposición que no solo perdió el poder, sino también la dignidad. El tiempo, la historia y la conciencia ciudadana se han encargado de desnudar su verdadera naturaleza: un conjunto de siglas sin alma, un eco sin voz, una sombra sin futuro. Lo que alguna vez fue una fuerza política hoy es apenas un residuo moral que sobrevive en los márgenes del descrédito. El ocaso de la vieja oposición no ha sido producto de persecución ni censura, sino del juicio implacable de la realidad.

El cinismo se ha convertido en su única ideología. Incapaces de reconocer sus errores, sus antiguos dirigentes insisten en repetir las mismas estrategias y los mismos discursos que los llevaron al fracaso. Siguen hablando de democracia mientras su historial los delata: gobiernos corruptos, pactos oscuros, enriquecimiento ilícito y abandono del pueblo. Como señaló el filósofo francés Michel Foucault (1977/2002), “el poder sin ética tiende a convertirse en farsa” (p. 132). Y eso es lo que la oposición salvadoreña encarna hoy: una farsa moral sostenida por la nostalgia del privilegio perdido.

El descrédito público no ha sido impuesto; ha sido ganado con méritos propios. El pueblo no olvida que durante los gobiernos de ARENA y el FMLN se multiplicaron los casos de corrupción, el endeudamiento, la pobreza y la inseguridad. Tampoco olvida los hospitales colapsados, las escuelas abandonadas y la represión disfrazada de legalidad. Aquellos que hoy pretenden erigirse en “guardianes de la democracia” son los mismos que durante años destruyeron sus cimientos. El descrédito no proviene de una campaña mediática, sino de la memoria colectiva. Como escribió José Martí (1894/2003), “los pueblos recuerdan con amor a quien los redime, y con desprecio a quien los traiciona” (p. 51). Y en ese juicio moral, la vieja oposición ya ha sido condenada.

El cinismo de sus líderes alcanza niveles grotescos. Critican las obras públicas con argumentos ridículos, se burlan de los avances educativos y minimizan los logros sociales del gobierno. Pero cada palabra pronunciada contra el progreso revela su envidia y su impotencia. No soportan ver un país que avanza sin ellos, un pueblo que prospera sin sus siglas, un Estado que funciona sin su control. La modernización de la infraestructura nacional, la recuperación de la seguridad y la transparencia en la gestión son heridas abiertas en el ego de una oposición que solo sabía gobernar desde la corrupción y el discurso.

Desde una perspectiva filosófica, el cinismo político es el resultado de la pérdida del sentido del bien común. Aristóteles (s. IV a. C./1998) afirmaba en La Política que “la corrupción del mejor régimen se da cuando los gobernantes buscan su propio interés en lugar del de la comunidad” (p. 201). Eso explica el colapso de la vieja clase política salvadoreña: gobernaron para sí mismos, no para el pueblo. Hoy, su caída no es solo electoral, sino moral. La historia los ha reducido a ejemplos negativos de lo que nunca más debe repetirse.

La oposición salvadoreña ha llegado a un punto donde ni siquiera logra representar la disidencia legítima. Ya no existe como alternativa política, sino como símbolo del fracaso ético. Cada intento por reinventarse fracasa, porque pretende hacerlo sin autocrítica y sin renovación moral. No basta cambiar de rostro si se conserva la misma podredumbre interior. No basta con discursos sobre “unidad” o “democracia” si detrás subsiste el desprecio por el pueblo y la codicia por el poder. El país ya no les cree, porque la confianza rota es más difícil de reconstruir que cualquier institución.

El descrédito total también tiene una dimensión pedagógica: enseña al pueblo que sin ética no hay política posible. Este colapso opositor debe servir como advertencia a las futuras generaciones de líderes: el poder sin moral termina en ruina. Como advertía el filósofo español Fernando Savater (1999), “la política sin ética se convierte en un teatro de impostores” (p. 83). En ese teatro, la oposición salvadoreña ha agotado todos sus papeles: el del mártir, el del crítico, el del sabio, el del defensor de la democracia. Solo le queda el del bufón, repitiendo frases vacías ante un público que ya cambió de escenario.

El pueblo, con su madurez y sabiduría, ha retirado el aplauso. Y sin pueblo, no hay política. El poder ya no se mide en votos comprados ni en micrófonos alquilados, sino en la confianza de una ciudadanía que aprendió a pensar por sí misma. En esa nueva realidad, la vieja oposición ya no tiene cabida. Ha sido sustituida por una conciencia nacional que exige hechos, transparencia y resultados. El Salvador ha cambiado, y quien no evolucione con él quedará sepultado bajo los escombros de su propia mediocridad.

El ocaso de la oposición salvadoreña no es solo un fenómeno político, sino también un triunfo moral del pueblo. Porque cada vez que la mentira cae, la verdad avanza; cada vez que la corrupción se expone, la justicia florece; y cada vez que la hipocresía se desnuda, la dignidad nacional se fortalece. Por eso, este momento histórico no debe interpretarse como un simple cambio de gobierno, sino como una revolución ética, donde la honradez reemplaza al cinismo, y la verdad expulsa a la mentira de los espacios de poder.

VII. HACIA UNA NUEVA CULTURA POLÍTICA BASADA EN LA VERDAD, LA EDUCACIÓN Y LA DIGNIDAD NACIONAL

Todo cambio político verdadero debe ir acompañado de un cambio cultural y moral. No basta con sustituir partidos, ni con renovar rostros; lo esencial es reconstruir la conciencia política del país. El Salvador vive hoy una oportunidad histórica para hacerlo: una oportunidad que no proviene de los viejos manuales partidarios, sino del despertar moral del pueblo y de la exigencia de una nueva ética pública. Este momento no es el fin de la política, sino su renacimiento desde la verdad, la educación y la dignidad.

El filósofo checo Karel Kosík (1967/2003) sostenía que “la transformación de la sociedad comienza cuando el hombre recupera la conciencia de lo esencial” (p. 54). Lo esencial, en el caso salvadoreño, no son los intereses de partido ni las ideologías envejecidas, sino el ser humano concreto: el niño que necesita una escuela, el enfermo que requiere un hospital, el trabajador que espera justicia, la madre que anhela seguridad para sus hijos. Recuperar lo esencial significa devolver a la política su razón de ser: servir al pueblo con honestidad, inteligencia y compasión.

El nuevo horizonte político de El Salvador debe construirse sobre tres pilares fundamentales: la verdad, la educación y la dignidad.
La verdad, porque sin ella la política se degrada en propaganda. La mentira ha sido el cemento del viejo sistema, que durante décadas ocultó su corrupción bajo discursos vacíos. Hoy, el pueblo exige transparencia, hechos y coherencia. La verdad no se impone; se demuestra con resultados. Cada escuela construida, cada hospital inaugurado, cada mejora visible es un acto de verdad política, una prueba de que el poder puede ser instrumento del bien común.

La educación, porque es el medio más poderoso para consolidar el cambio ético. No hay ciudadanía madura sin pensamiento crítico, ni democracia sólida sin educación moral. El filósofo brasileño Paulo Freire (1997) afirmaba que “la educación es un acto de amor, y por tanto, un acto de valor” (p. 87). Educar políticamente al pueblo no significa adoctrinarlo, sino enseñarle a pensar, a cuestionar y a decidir con libertad. Por eso resulta tan indignante que ciertos líderes opositores se burlen de las escuelas nuevas: porque evidencian su miedo a una sociedad instruida, consciente y libre. Una nación educada es una nación difícil de manipular, y eso es precisamente lo que temen quienes vivieron de la ignorancia colectiva.

La dignidad, finalmente, es el alma del nuevo proyecto nacional. Es la virtud que eleva a los pueblos por encima de la miseria material y moral. Después de años de humillación, corrupción y abandono, el salvadoreño vuelve a sentir orgullo de su país. Este resurgimiento de la autoestima nacional es un fenómeno cultural sin precedentes. Como escribió Nelson Mandela (1994/2013), “nadie nace odiando a otro; el odio se aprende, y si se puede aprender a odiar, también se puede aprender a amar” (p. 29). El Salvador está aprendiendo a amarse de nuevo, a creer en sí mismo, a reconocerse capaz de construir su propio destino sin tutelas externas ni partidos corruptos.

La nueva cultura política debe ser humanista, crítica y ética. Humanista, porque coloca al ser humano en el centro de toda acción pública; crítica, porque fomenta el pensamiento racional y la participación consciente; ética, porque entiende que el poder sin moral destruye y el poder con virtud edifica. El reto del presente es consolidar esta conciencia colectiva, de modo que ningún grupo político pueda volver a secuestrar el Estado ni engañar al pueblo con falsas promesas.

El gobierno tiene aquí una responsabilidad histórica: transformar los logros materiales en valores permanentes de civilización política. La honestidad debe institucionalizarse, la transparencia debe enseñarse, y la participación ciudadana debe convertirse en costumbre. Solo así la regeneración ética será duradera. Como señaló Adela Cortina (2010), “la ética no es un lujo para tiempos de bonanza, sino una necesidad para la vida pública” (p. 103). En efecto, la ética no es un adorno de la política, sino su fundamento más profundo.

El futuro de El Salvador dependerá de su capacidad para convertir este despertar moral en una cultura estable. Si el país logra educar en valores, consolidar la verdad como principio y mantener la dignidad como guía, nada ni nadie podrá devolverlo a la oscuridad del pasado. En ese sentido, la decadencia de la vieja oposición no debe verse como un simple colapso, sino como una lección moral: los pueblos que no olvidan sus heridas aprenden a no repetirlas.

El Salvador del presente camina hacia una nueva era política donde la ética no es un discurso, sino una práctica; donde la educación no es promesa, sino derecho; y donde la dignidad no es consigna, sino realidad. La oposición ha muerto como proyecto, pero ha nacido una ciudadanía nueva. Y esa ciudadanía, consciente de su poder, no permitirá jamás que la mentira vuelva a gobernar.

CONCLUSIÓN

El análisis del panorama político salvadoreño contemporáneo revela una transformación de fondo: la sustitución de una política vacía y corrupta por un proyecto ético de nación. Lo que hoy se observa no es simplemente un cambio de administración, sino una ruptura con las estructuras morales y culturales del pasado. La oposición tradicional —representada por antiguos partidos como ARENA y el FMLN— ha quedado atrapada en su propio laberinto de contradicciones, incapaz de ofrecer al país una alternativa racional, honesta o moderna. Su discurso, antes revestido de ideología, se ha reducido a un eco rencoroso de su fracaso histórico.
El Salvador, en cambio, ha comenzado a caminar hacia una nueva conciencia nacional en la que la verdad, la educación y la dignidad constituyen los pilares de un futuro distinto.

La vieja oposición ya no posee autoridad moral ni política porque perdió el vínculo con la realidad y con el pueblo. Las declaraciones de personajes como el “chino” Flores o Walter Raudales no son simples errores comunicativos, sino síntomas de una enfermedad más profunda: la decadencia moral de quienes creen que el poder es un privilegio, no un servicio. Mientras ellos se burlan de la construcción de escuelas, el gobierno construye futuro. Mientras ellos critican la inversión en hospitales, los ciudadanos ven renacer la salud pública. Mientras ellos ironizan sobre la modernización del país, la población experimenta mejoras tangibles en su vida cotidiana. Ese contraste —entre la obra y la palabra, entre el trabajo y la burla, entre la moral y el cinismo— explica el colapso total de la oposición y el surgimiento de una nueva legitimidad política.

El pueblo salvadoreño ha demostrado que no es ingenuo ni manipulable. Su juicio ha sido más certero que el de muchos analistas y politólogos. Comprendió que la honestidad no se predica, se demuestra; que la educación no se discute, se construye; y que el patriotismo no se proclama, se practica. La madurez política de la ciudadanía es la prueba de que El Salvador ha iniciado una revolución moral silenciosa, cuyo motor no es la ideología, sino la dignidad. En este contexto, el papel del gobierno ha sido esencial, no solo como gestor de obras materiales, sino como promotor de una ética pública basada en la transparencia y el respeto por lo colectivo.

El verdadero cambio político no consiste en ganar elecciones, sino en transformar la conciencia del pueblo. Y eso, precisamente, es lo que ha ocurrido: el salvadoreño de hoy piensa, compara y decide con criterio. Ya no se deja seducir por los mismos discursos que durante décadas lo condenaron a la frustración. Su fidelidad no es a un partido, sino a su propio bienestar y al destino de su país. Esa autonomía moral del ciudadano es el logro más grande de esta nueva etapa, y el más temido por los opositores que vivieron del engaño y la manipulación.

La conclusión es clara: la vieja oposición ha muerto políticamente porque murió moralmente primero. Su derrota no provino de un adversario, sino de sus propios actos. En cambio, el país ha renacido sobre las ruinas de su corrupción. La historia salvadoreña enseña que la justicia no siempre se pronuncia en tribunales; a veces se pronuncia en la conciencia colectiva de un pueblo que ha aprendido a distinguir entre quien roba y quien sirve, entre quien miente y quien construye. Ese juicio, más poderoso que cualquier ley, ha sellado el destino de los falsos líderes y ha abierto la puerta a una nueva era de esperanza.

El desafío ahora consiste en consolidar lo alcanzado, para que el cambio ético no sea una etapa, sino una cultura; no un eslogan, sino una convicción nacional. La educación debe ser el camino permanente para garantizar que las próximas generaciones no repitan los errores del pasado. Solo una ciudadanía instruida, crítica y moralmente fuerte podrá proteger las conquistas logradas y sostener el rumbo hacia un Estado verdaderamente humano, justo y transparente.

El Salvador tiene hoy la oportunidad de convertirse en ejemplo regional de renovación política y moral. Si el país logra mantener su rumbo ético y fortalecer la conciencia ciudadana, ningún poder podrá revertir su avance. La oposición podrá seguir gritando desde los márgenes, pero su voz será cada vez más débil ante el estruendo de una nación que trabaja, estudia, construye y se levanta con dignidad.

REFLEXIÓN FINAL

Toda nación vive momentos decisivos en su historia: instantes donde el pasado y el futuro se enfrentan, y donde el rumbo que se elija determina generaciones enteras. El Salvador vive uno de esos momentos. Tras décadas de corrupción, manipulación y mediocridad, el país ha decidido no volver atrás. El pueblo ha descubierto que el poder real no está en los partidos, sino en su conciencia; no en las consignas, sino en la verdad; no en el resentimiento, sino en la dignidad. Esa conciencia colectiva —educada por la experiencia y fortalecida por la esperanza— es el nuevo cimiento de la República.

La oposición política, carente de moral y de visión, ha quedado al margen de la historia. Su voz es ruido, su crítica es farsa, su existencia es un eco del pasado. El futuro no pertenece a los que odian, sino a los que construyen; no a los que se burlan, sino a los que enseñan; no a los que roban, sino a los que sirven. El Salvador de hoy avanza hacia una nueva ética nacional, donde el progreso se mide por la honestidad, y la justicia por la igualdad de oportunidades.

La frase “el dinero alcanza cuando nadie se lo roba” ha trascendido el eslogan político: se ha convertido en símbolo de una moral colectiva que rechaza la corrupción y exige transparencia. Es, al mismo tiempo, una advertencia y una promesa: advertencia para quienes pretendan regresar con las viejas prácticas, y promesa para quienes creen en el poder transformador de la honradez.

La historia ha cambiado de manos. Ya no la escriben los corruptos, sino los ciudadanos dignos. El Salvador, por fin, camina hacia su destino con la frente en alto, consciente de que el mayor triunfo de un pueblo no es económico ni electoral, sino moral.

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