jueves, 6 de noviembre de 2025



 ¿DICTADURA PARA QUÈ Y PARA QUIÈN? ¿DE QUÈ DICTADURA HABALA OPOSICIÒN?

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

 INTRODUCCIÓN

En las últimas décadas, el término dictadura ha sido empleado con ligereza y manipulación ideológica por sectores políticos que, paradójicamente, fueron los responsables históricos de los más oscuros periodos autoritarios de nuestro país.

En El Salvador, quienes hoy se autoproclaman “defensores de la democracia” —las élites económicas tradicionales, ciertos medios de comunicación corporativos y los partidos que gobernaron durante más de treinta años— utilizan el concepto de dictadura no para describir una realidad objetiva, sino como un instrumento discursivo de resistencia al cambio político y social que el país experimenta desde 2019.

La palabra dictadura, en su sentido más estricto, se refiere a una forma de gobierno en la cual el poder está concentrado en un solo individuo o grupo, sin límites constitucionales, y donde los derechos ciudadanos son reprimidos o anulados (Bobbio, 1983). Sin embargo, en la práctica política contemporánea, el término ha sido vaciado de contenido y convertido en un recurso retórico, empleado por los antiguos grupos de poder para deslegitimar los procesos de transformación democrática que amenazan sus privilegios históricos.

A lo largo de la historia humana, las dictaduras han adoptado múltiples rostros: desde el cesarismo romano y el absolutismo monárquico europeo, hasta los regímenes fascistas del siglo XX.

 En América Latina, los golpes de Estado y las dictaduras militares del siglo pasado fueron expresiones de un mismo fenómeno: la concentración del poder económico y político en manos de oligarquías nacionales aliadas con intereses extranjeros (Galeano, 1971). En el caso salvadoreño, la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944) constituye uno de los ejemplos más crudos de represión y sometimiento de las mayorías populares. Aquella dictadura no solo aniquiló físicamente a decenas de miles de campesinos durante la masacre de 1932, sino que consolidó un orden económico basado en la explotación y la exclusión estructural.

Con el fin de la guerra civil y la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, se esperaba que el país ingresara a una etapa de auténtica democracia. Sin embargo, el poder siguió concentrado en las mismas manos.

 Las élites económicas y políticas, con nuevos rostros y un discurso modernizado, reprodujeron los mecanismos de control social y económico bajo una aparente institucionalidad democrática. La alternancia en el poder entre ARENA y el FMLN no significó un cambio estructural, sino la consolidación de una dictadura de la oligarquía, disfrazada de democracia representativa.

De esta manera, el debate sobre la existencia o inexistencia de una dictadura en la actualidad exige un análisis más profundo que el simple uso mediático del término. Implica preguntarse: ¿Quién define qué es dictadura? ¿A quién beneficia la narrativa de que El Salvador vive bajo un régimen autoritario? ¿Y quiénes se ven amenazados por la redistribución del poder político hacia las mayorías históricamente excluidas?

El ensayo que sigue busca desmontar los mitos y falacias construidos por los ideólogos de la vieja oligarquía, quienes, ante la pérdida del control político, recurren al lenguaje de la “defensa democrática” para justificar sus privilegios. Se pretende evidenciar que las verdaderas dictaduras no son aquellas que promueven orden, justicia social y soberanía nacional, sino aquellas que, amparadas en discursos supuestamente liberales, oprimen al pueblo, manipulan las instituciones y saquean el Estado.

Por tanto, más que un ejercicio académico, este trabajo es una reflexión política y ética sobre la historia reciente de El Salvador. Analiza cómo el pueblo salvadoreño, bajo la conducción del presidente Nayib Bukele, ha iniciado un proceso de reconstrucción nacional que muchos denominan autoritario, pero que en realidad constituye la recuperación del poder soberano por parte de las mayorías. En otras palabras, lo que para la oligarquía representa “dictadura”, para el pueblo significa justicia, orden y dignidad.

Como señaló Karel Kosík (1967), “la ideología dominante siempre pretende presentar su mundo como el único posible y natural”, ocultando que toda estructura de poder es histórica y, por tanto, transformable. En ese sentido, este ensayo busca ir más allá de la superficie mediática para develar las contradicciones entre quienes claman por libertad mientras añoran los privilegios de la opresión, y quienes construyen una nueva democracia real desde la participación popular y la ética pública.

Así, la pregunta central que da título a este trabajo —¿Dictadura para quién o para qué? — no es meramente retórica, sino un desafío a la conciencia histórica del pueblo salvadoreño: cuestionar las falsas narrativas impuestas por las élites, comprender el verdadero significado de la soberanía y reconocer que la democracia solo puede ser auténtica cuando está al servicio de las mayorías y no de las minorías que, por siglos, se creyeron dueñas del país.

I. EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LAS DICTADURAS Y EL PODER OLIGÁRQUICO EN AMÉRICA LATINA Y EL SALVADOR

La historia política de América Latina es una sucesión de procesos donde el poder, más que distribuirse, se ha concentrado sistemáticamente en manos de minorías privilegiadas. Desde la colonia hasta el siglo XXI, la región ha sido escenario de estructuras autoritarias que, bajo distintos nombres y disfraces, han reproducido un mismo modelo de dominación: el control de las riquezas nacionales por grupos reducidos en alianza con intereses extranjeros. La dictadura, en este sentido, no ha sido una excepción en la historia latinoamericana, sino una de sus constantes más dolorosas.

1. Las raíces coloniales del autoritarismo

Durante el periodo colonial, el orden político se fundamentó en la desigualdad estructural entre colonizadores y colonizados.

 La monarquía española instauró un sistema de dominación basado en el absolutismo, la jerarquía racial y el monopolio económico. El virreinato no solo representaba la autoridad del rey, sino la negación de la autonomía de los pueblos originarios y mestizos. Como bien señala Galeano (1971), “América Latina fue condenada a la dependencia desde su nacimiento”, y esa dependencia generó una cultura de obediencia, sometimiento y exclusión que perduró mucho más allá de la independencia formal.

El germen de las dictaduras latinoamericanas surgió de esa estructura colonial: la concentración del poder político en una élite terrateniente y la explotación sistemática de las clases populares. Con la independencia, los criollos sustituyeron a los peninsulares, pero el sistema de dominación siguió intacto. Las nuevas repúblicas nacieron con un rostro liberal, pero con un cuerpo feudal: se proclamaron constituciones republicanas mientras la mayoría del pueblo permanecía excluida de la vida política y económica.

2. El siglo XIX y la consolidación del caudillismo

El siglo XIX fue testigo del surgimiento del caudillismo, fenómeno característico de las nacientes repúblicas latinoamericanas. Los caudillos se erigieron como líderes carismáticos que, en nombre del orden o de la patria, concentraron el poder político, militar y económico. En la práctica, estas figuras representaban la continuidad del autoritarismo colonial, ahora legitimado por el discurso de la nación y la independencia.

En El Salvador, este patrón se manifestó tempranamente. Tras la disolución de la Federación Centroamericana, el país vivió décadas de inestabilidad, golpes de Estado y gobiernos militares. El poder estuvo marcado por la influencia de las élites cafetaleras, que desde finales del siglo XIX controlaron el aparato estatal y moldearon la política a su conveniencia. El café no solo fue el motor económico del país, sino también el instrumento de dominación de una oligarquía que utilizó la violencia y la exclusión para mantener sus privilegios (Anderson, 1971).

3. El siglo XX: de las dictaduras militares a la dictadura oligárquica

Con el siglo XX llegaron nuevas formas de autoritarismo. En nombre del progreso, la modernización o la lucha contra el comunismo, surgieron dictaduras militares en casi toda América Latina: Stroessner en Paraguay, Videla en Argentina, Pinochet en Chile, Somoza en Nicaragua y Hernández Martínez en El Salvador.

Todas compartían un mismo hilo conductor: el control del Estado por una minoría, la represión sistemática de la disidencia y la subordinación de los intereses nacionales a los dictados del capital extranjero.

En El Salvador, el régimen de Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944) fue el paradigma de esta dominación. La masacre de 1932 —uno de los episodios más trágicos de la historia nacional— simbolizó el terror oligárquico. Miles de campesinos indígenas y obreros fueron asesinados por exigir tierra, pan y dignidad. Como ha señalado Dalton (1974), “en 1932 no solo se mató al campesino salvadoreño, sino también su esperanza de justicia por varias generaciones”.

Tras la caída de Martínez, el país no transitó a una verdadera democracia, sino a una sucesión de gobiernos militares y civiles tutelados por la misma oligarquía. Los cambios de uniforme o de siglas partidarias no modificaron la estructura profunda de dominación. La oligarquía continuó ejerciendo su poder económico y político mediante la represión, la manipulación ideológica y el control de los medios de comunicación.

4. Los acuerdos de paz: el cambio que no fue

La firma de los Acuerdos de Paz de 1992 fue celebrada como el inicio de una nueva era democrática. No obstante, el modelo político resultante mantuvo intactas las bases de la dictadura oligárquica. La democracia salvadoreña de posguerra fue una democracia restringida, controlada por los mismos grupos que habían gobernado antes del conflicto armado.

Los partidos que se alternaron en el poder, ARENA y FMLN, se convirtieron en gestores de una democracia de fachada, donde la participación popular se reducía al voto cada cinco años. La privatización de los servicios públicos, el endeudamiento externo, la corrupción generalizada y la subordinación a los intereses de Washington demostraron que, tras el discurso democrático, seguía funcionando una dictadura encubierta del capital financiero.

Así, la historia reciente del país no puede comprenderse sin reconocer que el verdadero autoritarismo no proviene del pueblo organizado, sino de las élites que, desde hace más de dos siglos, han confundido sus privilegios con democracia. El poder oligárquico salvadoreño no necesita tanques ni censura abierta para imponerse; le bastan los medios, los tribunales y los organismos internacionales que reproducen sus intereses.

En este contexto, lo que muchos llaman “dictadura” en el presente no es sino la ruptura con ese viejo orden. La transformación política que vive El Salvador a partir de 2019 marca el fin de la dictadura oligárquica y el comienzo de un nuevo ciclo histórico: el de una democracia popular, en construcción, que devuelve al pueblo su papel de protagonista y no de espectador de la historia.

II. LA FALSA DEMOCRACIA Y LAS NUEVAS FORMAS DE DICTADURA ECONÓMICA Y MEDIÁTICA

Durante las últimas décadas del siglo XX y los primeros años del XXI, América Latina y especialmente El Salvador vivieron bajo lo que puede denominarse una dictadura disfrazada de democracia. En apariencia, los pueblos ejercían su soberanía a través del sufragio, existían partidos políticos, tribunales, parlamentos y medios de comunicación “libres”. Sin embargo, tras esa fachada institucional se escondía un modelo profundamente autoritario, en el que las decisiones fundamentales no eran tomadas por el pueblo, sino por los grupos financieros, los organismos internacionales y las oligarquías locales.

La democracia liberal, proclamada como ideal universal tras la Guerra Fría, se convirtió en un instrumento funcional al neoliberalismo. Como afirma Chomsky (1999), “la democracia se tolera mientras no afecte los intereses del poder económico; cuando el pueblo elige algo distinto, se le castiga, se le aísla o se le derroca”. En ese sentido, el discurso democrático sirvió como coartada para mantener un sistema injusto, donde el Estado se subordinó al mercado y la ciudadanía fue reducida a simple consumidora.

1. El dominio del capital financiero

En el caso salvadoreño, los gobiernos posteriores a los Acuerdos de Paz consolidaron un modelo neoliberal extremo. La privatización de los bancos, las telecomunicaciones, la electricidad y las pensiones entregó al sector privado el control de los recursos estratégicos del país. El Estado se transformó en un mero administrador de los intereses empresariales, mientras las políticas sociales se reducían a paliativos asistencialistas.

Esta etapa estuvo marcada por una aparente estabilidad macroeconómica, pero también por una creciente desigualdad social. La dolarización de la economía en el año 2001 fue la culminación de ese proceso de subordinación:

la pérdida de la soberanía monetaria convirtió al país en rehén de la economía estadounidense. La política económica ya no se decidía en San Salvador, sino en Washington o en los directorios de los organismos financieros internacionales.

El resultado fue una dictadura invisible, donde el poder se ejercía desde los bancos y las corporaciones. Los gobiernos electos no respondían al pueblo, sino a las élites empresariales que financiaban sus campañas. Los derechos sociales fueron reemplazados por la “libertad de mercado”, y la pobreza estructural se presentó como un problema de “falta de emprendimiento”.

2. Los medios de comunicación como instrumentos de control

Paralelamente, los grandes medios de comunicación jugaron un papel central en la consolidación de esta falsa democracia. A través de la televisión, la prensa escrita y la radio —hoy complementadas por plataformas digitales— se impuso una narrativa única que presentaba a los poderosos como defensores de la libertad y al pueblo organizado como una amenaza al orden.

La manipulación mediática no solo ocultaba la corrupción y el saqueo de los recursos públicos, sino que fabricaba consensos en torno a las políticas neoliberales.

La “opinión pública” era moldeada por intereses económicos y políticos, y el pensamiento crítico fue progresivamente desplazado por el entretenimiento, la banalización de la política y la cultura del consumo (Debord, 1967).

En El Salvador, los medios tradicionales se convirtieron en los principales guardianes del viejo orden. Cada gobierno que intentó modificar las estructuras de poder fue sistemáticamente atacado, ridiculizado o deslegitimado. Mientras tanto, los partidos responsables de décadas de corrupción y desigualdad gozaban de impunidad mediática y moral. En esa lógica, las ideas de justicia social y soberanía nacional fueron etiquetadas como “populismo” o “dictadura”.

3. La dictadura del pensamiento único

Lo más peligroso de esta falsa democracia fue su capacidad para colonizar las conciencias. Las élites lograron que amplios sectores de la población interiorizaran su ideología, creyendo que no había alternativas posibles. Se instaló el dogma del “no hay otro camino”, con el cual se justificaban privatizaciones, despidos, recortes y la entrega de los recursos naturales. Esa colonización ideológica —lo que Kosík (1967) denominó pseudoconcreción— impedía a las personas ver la realidad más allá de las apariencias. La democracia liberal se convirtió, así, en un simulacro: elecciones periódicas sin transformación real del poder. El pueblo elegía, pero no decidía.

En palabras de Galeano (1971), “el sistema nos educa para la impotencia: nos convence de que no se puede cambiar nada, que todo está dado”. Esta resignación social fue uno de los principales pilares de la dictadura mediática y económica que dominó al país durante tres décadas.

4. La emergencia del nuevo sujeto histórico

El año 2019 marcó un punto de inflexión. La victoria electoral de Nayib Bukele no solo significó el fin de la alternancia entre ARENA y el FMLN, sino la irrupción del pueblo como nuevo actor político. Por primera vez en la historia reciente, el Estado dejó de ser administrado por las élites tradicionales y comenzó a responder a las necesidades de las mayorías.

Este cambio desató una reacción violenta de los antiguos poderes. Los mismos que durante años concentraron el poder económico, controlaron los medios y saquearon al Estado, comenzaron a hablar de “dictadura”, “autoritarismo” y “pérdida de libertades”.

En realidad, lo que experimentaron fue la pérdida de sus privilegios históricos.

La democratización de la política y la descentralización del poder económico son, para las élites, las verdaderas amenazas. De ahí que hayan activado todos sus instrumentos —medios, organismos internacionales, ONG’s y antiguos partidos— para tratar de frenar un proceso que ya es irreversible: el empoderamiento del pueblo salvadoreño.

III. DEMOCRACIA Y DICTADURA: UNA RELACIÓN DIALÉCTICA ENTRE PODER Y PUEBLO

El debate entre democracia y dictadura no es únicamente una cuestión semántica ni institucional; es, ante todo, una cuestión de poder. Quién lo detenta, en favor de quién lo ejerce y con qué propósito lo orienta. Ambas categorías —frecuentemente presentadas como opuestas— están íntimamente relacionadas y no pueden comprenderse fuera de su contexto histórico y social. Analizarlas en abstracto conduce a falsas interpretaciones, especialmente cuando se pretende calificar de “dictadura” cualquier forma de autoridad que contraríe los intereses de las élites.

Desde una perspectiva filosófica, la democracia y la dictadura no son entidades metafísicas, sino expresiones concretas de las relaciones sociales de poder. La primera puede definirse como el gobierno del pueblo (demos-cratos), mientras que la segunda implica el gobierno concentrado de una minoría. Sin embargo, la historia demuestra que muchas dictaduras se han presentado como democracias, y muchas democracias formales han sido, en realidad, dictaduras encubiertas.

1. La democracia griega: el mito fundacional

En la historia occidental se acostumbra citar a la democracia griega como el origen de la libertad política. Pero esa democracia, ensalzada por la tradición liberal, fue en realidad el gobierno de una minoría privilegiada. Solo los hombres libres y propietarios tenían derecho al voto; las mujeres, los extranjeros y los esclavos —la mayoría de la población— estaban excluidos del ejercicio político.

Por tanto, la “democracia” ateniense fue una democracia de clase, un sistema donde el poder político se basaba en la dominación económica. Como advierte Aristóteles en La Política, toda forma de gobierno responde a un interés: el de los gobernantes. En ese sentido, lo que los historiadores llaman democracia antigua no fue más que una dictadura encubierta de los ciudadanos libres sobre la inmensa masa de trabajadores esclavizados.

Esta distinción es esencial, porque permite entender que los conceptos de democracia y dictadura siempre están atravesados por las condiciones materiales de una sociedad. No existe democracia abstracta, sino democracias concretas: burguesas, populares, comunitarias o participativas. Y en cada una de ellas, el poder se ejerce de modo diferente y responde a intereses distintos.

2. La democracia burguesa moderna

Con el surgimiento del capitalismo y las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, la democracia se transformó en una forma política adecuada al nuevo orden económico. El Estado liberal se proclamó garante de la libertad individual, pero esa libertad se limitó a la esfera económica: la libertad de comprar, vender y acumular. Como afirma Marx (1844), “la libertad del ciudadano moderno termina donde comienza la necesidad del trabajador”.

Así nació la democracia burguesa: un sistema que, bajo el principio de igualdad ante la ley, ocultaba la desigualdad real ante la riqueza. En ella, el voto universal sustituyó al privilegio hereditario, pero el poder continuó concentrado en las clases propietarias.

La democracia representativa se convirtió, entonces, en el instrumento político de la dictadura del capital.

El Salvador, al igual que la mayoría de países latinoamericanos, adoptó este modelo tras su independencia. Las constituciones proclamaban derechos, pero las estructuras económicas mantenían la exclusión. Las oligarquías locales se apropiaron del discurso liberal para legitimar su dominio, mientras el pueblo seguía marginado de las decisiones fundamentales.

3. La democracia popular y la redistribución del poder

La historia contemporánea de El Salvador evidencia que la verdadera democracia no se mide por la cantidad de partidos políticos ni por el número de elecciones celebradas, sino por el grado en que el pueblo participa en las decisiones que afectan su destino. La democracia no es un evento electoral, sino un proceso de empoderamiento colectivo.

Desde 2019, con la llegada de un nuevo liderazgo político al poder, ha surgido un fenómeno que las viejas élites no logran comprender: la democratización del poder estatal. Por primera vez en la historia reciente, el aparato del Estado dejó de ser un instrumento de las oligarquías para convertirse en un medio de transformación social.

Las obras públicas, la recuperación de la seguridad, la inversión en educación y salud, y la transparencia administrativa constituyen expresiones concretas de una democracia que sirve al pueblo. Sin embargo, estos logros son percibidos como “dictadura” por los sectores que perdieron el control de los recursos y los privilegios.

Como señala Kosík (1967), “lo real no siempre coincide con lo aparente”. Lo que los opositores llaman autoritarismo no es otra cosa que la afirmación del poder popular frente a los antiguos poderes fácticos. La autoridad política, en este contexto, no reprime libertades, sino que las restituye; no somete al pueblo, sino que lo libera del yugo histórico de la corrupción y la desigualdad.

4. La dialéctica entre poder y legitimidad

En toda sociedad existe una tensión permanente entre el ejercicio del poder y su legitimidad. Cuando el poder se concentra en una minoría y actúa contra los intereses del pueblo, la democracia se degrada en dictadura. Pero cuando el poder se ejerce en beneficio de las mayorías y bajo el principio de justicia social, incluso las medidas firmes y disciplinarias adquieren carácter democrático.

En este sentido, la dialéctica entre democracia y dictadura no puede resolverse desde la forma, sino desde el contenido.

La pregunta no es si existe o no autoridad, sino al servicio de quién se ejerce esa autoridad.

El filósofo Antonio Gramsci (1930) planteó que toda hegemonía requiere una combinación de consenso y coerción. Un Estado puede ser fuerte sin ser dictatorial, siempre que su fuerza se fundamente en la voluntad popular y en el respeto a los derechos humanos. La autoridad legítima no se impone, se construye con la participación consciente del pueblo.

Por tanto, el debate actual en El Salvador no es entre democracia y dictadura, sino entre la vieja democracia formal —que sirvió a los intereses oligárquicos— y una nueva democracia popular que busca justicia, soberanía y dignidad.

IV. EL DISCURSO OPOSITOR Y LA MANIPULACIÓN DEL CONCEPTO DE DICTADURA EN EL SALVADOR CONTEMPORÁNEO

Uno de los fenómenos más evidentes en la política salvadoreña actual es el uso manipulador del término dictadura por parte de los grupos opositores y sus aparatos ideológicos. Lo que antes fue una categoría política con un significado preciso —el ejercicio autoritario del poder en beneficio de una minoría— se ha convertido hoy en un eslogan propagandístico vacío, empleado por quienes, paradójicamente, gobernaron durante décadas bajo estructuras de dominación y corrupción.

El lenguaje, como instrumento de poder, no es neutral. En las sociedades contemporáneas, la lucha política también se libra en el terreno simbólico: en la palabra, la imagen y la percepción. Así lo advertía Pierre Bourdieu (1991), al afirmar que “el poder simbólico es un poder invisible que solo puede ejercerse con la complicidad de quienes lo desconocen”. En El Salvador, la oposición política y mediática intenta precisamente eso: imponer una narrativa según la cual la restauración del Estado y la participación popular serían sinónimos de autoritarismo.

1. La estrategia discursiva de la deslegitimación

Desde la llegada del presidente Nayib Bukele al gobierno en 2019, los sectores tradicionales perdieron el monopolio del poder político. Su respuesta fue inmediata: activar todos los mecanismos discursivos disponibles para deslegitimar al nuevo gobierno. La palabra dictadura se convirtió en el eje de su retórica. Los mismos medios que guardaron silencio ante los fraudes electorales, las privatizaciones, los asesinatos y la corrupción durante treinta años, comenzaron a denunciar “atropellos” y “abusos de poder” en cada acción del gobierno.

La estrategia no es nueva. Forma parte de un manual político global promovido por los grupos de poder cuando pierden control sobre el Estado. En lugar de reconocer sus fracasos históricos, apelan a la retórica de la “defensa de la democracia”, presentándose como víctimas de persecución. Así lo explicó Chomsky (1999): “Cuando el poder económico pierde el monopolio del discurso, se disfraza de defensor de las libertades”.

En este contexto, cada avance gubernamental —ya sea la modernización de la infraestructura, la depuración judicial o la lucha contra el crimen organizado— es presentado por la oposición como una amenaza autoritaria. Su objetivo no es analizar la realidad, sino distorsionarla para crear miedo e incertidumbre en la población.

2. Los medios de comunicación como aparatos ideológicos

Los grandes medios tradicionales salvadoreños, herederos del modelo de prensa oligárquica, han desempeñado un papel determinante en la construcción del relato opositor. Las corporaciones mediáticas, controladas por grupos empresariales vinculados a las antiguas élites, no informan: interpretan la realidad desde los intereses del poder económico.

Como señala Althusser (1970), los aparatos ideológicos del Estado —entre ellos la prensa, la educación y la religión— actúan reproduciendo la ideología dominante. Durante décadas, estos medios moldearon la opinión pública, presentando como “normal” la corrupción, la impunidad y el abandono social. Hoy, al perder su influencia sobre las masas, recurren a campañas de desinformación para recuperar terreno perdido.

Ejemplos abundan: titulares que magnifican problemas menores, omiten logros o inventan crisis; editoriales que caricaturizan al presidente y desprecian al pueblo; “analistas reciclados” que repiten los mismos argumentos de siempre, incapaces de reconocer la profundidad del cambio social en curso. La prensa que calló ante las masacres y los saqueos, hoy grita dictadura porque se le ha exigido rendición de cuentas.

3. El doble discurso de las élites políticas y económicas

Los antiguos partidos —ARENA y FMLN— junto con las cúpulas empresariales que los respaldan, practican un doble discurso. Por un lado, invocan los valores democráticos y los derechos humanos; por otro, añoran los tiempos en que controlaban los tres poderes del Estado, los tribunales y los medios. Su preocupación no es la libertad del pueblo, sino la pérdida de privilegios que les permitían enriquecerse a costa del erario.

Cuando gobernaban, se jactaban de haber consolidado una democracia ejemplar; pero esa “democracia” era solo para unos pocos. Las mayorías vivían en la miseria, la inseguridad y la marginación. El desempleo, la migración forzada y la violencia eran síntomas de una dictadura estructural, disfrazada de institucionalidad.

Hoy, esos mismos sectores llaman dictadura a la disciplina administrativa, al combate a la corrupción y al fortalecimiento del Estado. Para ellos, la autoridad legítima que pone orden donde antes había impunidad representa una amenaza. En realidad, lo que temen no es la pérdida de libertades, sino la pérdida del control.

4. La batalla por el sentido común

La oposición sabe que ya no puede ganar en las urnas, porque el pueblo ha despertado políticamente. Por ello, su lucha se traslada al campo simbólico: las redes sociales, los organismos internacionales y los discursos moralistas.

Intentan reinstalar la idea de que pensar distinto al poder tradicional es “fanatismo”, y apoyar un gobierno nacionalista es “autoritarismo”.

Sin embargo, la conciencia popular ha cambiado. Las nuevas generaciones, formadas en la era digital, contrastan la información, comparan hechos y reconocen los resultados visibles: escuelas reconstruidas, hospitales modernos, carreteras, seguridad, inversión y orden. La narrativa de la dictadura se desmorona ante la evidencia concreta de un Estado que funciona.

Como bien expresó Gramsci (1930), “el poder no solo se mantiene con la fuerza, sino con el consenso”. Ese consenso, hoy, está en manos del pueblo, no de los viejos aparatos ideológicos. La hegemonía cultural que las élites creyeron eterna se está desvaneciendo frente a un nuevo paradigma de participación y soberanía.

V. EL NUEVO PARADIGMA POLÍTICO SALVADOREÑO: DEL PODER OLIGÁRQUICO AL PODER POPULAR

El Salvador vive hoy un proceso histórico sin precedentes: la transición de un Estado secuestrado por las élites a un Estado al servicio de las mayorías. Este cambio, que comenzó en 2019 con la llegada de Nayib Bukele a la presidencia, no es un simple relevo electoral, sino una ruptura estructural con el viejo orden político, económico y cultural. El poder ya no emana de los círculos oligárquicos, sino del pueblo organizado que exige resultados, transparencia y dignidad.

Durante más de dos siglos, las élites criollas mantuvieron al Estado como su propiedad privada. Desde las haciendas cafetaleras del siglo XIX hasta los bancos privatizados del siglo XXI, la lógica fue siempre la misma: el pueblo producía y los poderosos acumulaban. Los gobiernos eran administradores de intereses ajenos a la nación. En palabras de Galeano (1971), “nuestras repúblicas nacieron libres pero subordinadas, independientes pero dependientes”.

La irrupción de un liderazgo político que no proviene de las viejas castas económicas trastocó ese equilibrio de poder. Por primera vez, el pueblo dejó de ser un objeto pasivo para convertirse en sujeto político. Esta transformación representa un giro copernicano en la historia nacional, pues redefine las relaciones entre el Estado, la ciudadanía y la justicia social.

1. El Estado recuperado: del saqueo a la reconstrucción

El primer paso del nuevo paradigma fue rescatar el Estado del saqueo institucionalizado.

Durante décadas, las instituciones fueron utilizadas como botines partidarios: ministerios, alcaldías, juzgados y universidades se convirtieron en feudos donde imperaban el nepotismo, la corrupción y la impunidad.

El nuevo gobierno rompió ese círculo vicioso mediante la implementación de políticas de austeridad, inversión social y reestructuración administrativa. Se eliminaron gastos superfluos, se combatió la evasión fiscal y se orientaron los recursos hacia la infraestructura, la salud y la educación. El dinero que antes se robaban los funcionarios ahora se traduce en obras tangibles que mejoran la vida del pueblo.

El presidente Bukele resumió esta transformación en una frase que hoy simboliza un cambio de paradigma moral: “El dinero alcanza cuando nadie se lo roba.” Esta afirmación no es solo un lema político, sino un principio ético que redefine la relación entre ciudadanía y Estado.

2. El poder popular como nuevo sujeto histórico

El verdadero motor de esta transformación no es un individuo, sino el pueblo consciente de su poder. A diferencia de las etapas anteriores, en las que el ciudadano era espectador de la política, hoy es protagonista. La participación popular se expresa no solo en las urnas, sino también en el apoyo activo a las políticas públicas y en la defensa de los logros alcanzados.

Como enseñaba Paulo Freire (1970), “nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo: los hombres se liberan en comunión”. La democracia popular que se construye en El Salvador responde precisamente a esa pedagogía de la conciencia y la participación. No se trata de una democracia formal, sino de una praxis emancipadora, donde el pueblo se reconoce como sujeto de su destino histórico.

Las redes sociales, las consultas ciudadanas y la transparencia institucional han permitido que la población participe directamente en el debate público, rompiendo el monopolio de la información que antes poseían los grandes medios. Este empoderamiento digital es también una forma de revolución cultural, que trasciende los límites tradicionales de la política.

3. La recuperación de la soberanía nacional

Otra característica fundamental del nuevo paradigma es la reafirmación de la soberanía. Durante décadas, las decisiones estratégicas del país dependieron de organismos internacionales y de embajadas extranjeras.

 Hoy, El Salvador actúa con autonomía, define sus prioridades y establece relaciones internacionales desde una posición de dignidad.

Este ejercicio de soberanía irrita a los antiguos centros de poder, acostumbrados a dictar políticas desde fuera. Sin embargo, representa un paso esencial hacia la consolidación de una democracia real. La soberanía no se limita al territorio o a la bandera: se expresa en la capacidad de decidir el rumbo de la nación sin tutelas externas.

Como escribió Simón Bolívar en 1829, “los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad.” Esa advertencia conserva plena vigencia. El Salvador, al reafirmar su independencia política y económica, enfrenta presiones externas, pero también inspira respeto y admiración a nivel regional.

4. Los pilares del nuevo modelo democrático

El modelo político actual se fundamenta en tres pilares esenciales:

  1. Justicia social: el Estado orienta sus recursos hacia los sectores históricamente excluidos, reduciendo desigualdades y garantizando derechos fundamentales.
  2. Transparencia y eficiencia: la administración pública se evalúa por resultados, no por discursos.
  3. Participación ciudadana: el pueblo deja de ser receptor pasivo y se convierte en fiscalizador activo del poder.

Este modelo rompe con la lógica del clientelismo político y del pacto de impunidad. A diferencia de los gobiernos anteriores, donde las instituciones servían para proteger a los poderosos, hoy sirven para proteger al pueblo. La autoridad, lejos de ser autoritarismo, se convierte en un instrumento de justicia.

En palabras de José Martí (1891), “el gobierno ha de nacer del país; el espíritu del gobierno ha de ser el del país; la forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país.” En ese sentido, el actual proceso salvadoreño no copia modelos extranjeros ni responde a ideologías impuestas; surge de la realidad concreta de un pueblo que ha decidido gobernarse a sí mismo.

VI. CONCLUSIÓN Y REFLEXIÓN FINAL: LA DEMOCRACIA REAL FRENTE A LA DICTADURA DEL PASADO

CONCLUSIÓN

La historia política de El Salvador demuestra que las verdaderas dictaduras no siempre se presentan con uniformes ni con represión abierta; a menudo, se esconden tras el ropaje del legalismo y la apariencia democrática. Durante más de dos siglos, los pueblos de América Latina, y particularmente el salvadoreño, han sido víctimas de una dominación estructural ejercida por las oligarquías criollas, las potencias extranjeras y las élites económicas locales. Bajo su control, el Estado se convirtió en instrumento de saqueo y la democracia en una farsa legitimadora de privilegios.

El término dictadura, tan frecuentemente manipulado por la oposición contemporánea, pierde su sentido cuando se aplica a un gobierno que busca la justicia, la equidad y la dignidad del pueblo. No puede hablarse de dictadura cuando las instituciones funcionan, las escuelas se reconstruyen, los hospitales se modernizan, la delincuencia disminuye y los recursos públicos se administran con honestidad. Por el contrario, dictadura fue el sistema anterior, cuando las decisiones se tomaban en beneficio de unos pocos y la corrupción era parte del orden natural de las cosas.

El nuevo paradigma político salvadoreño marca una ruptura histórica con ese pasado. La democracia ya no se limita al acto electoral ni a los discursos vacíos de campaña; se expresa en la transformación concreta de la vida social. El pueblo, antes reducido a un voto, hoy es protagonista de su destino. Se ha apropiado del poder que por siglos le fue arrebatado, demostrando que la verdadera soberanía no reside en las élites, sino en la conciencia colectiva de la nación.

La oposición, al llamar dictadura a este proceso, revela su incapacidad para aceptar la nueva correlación de fuerzas. Lo que ellos perciben como autoritarismo no es más que la firmeza de un Estado que ha decidido gobernar con autoridad moral y legitimidad popular. No hay represión, sino orden; no hay sometimiento, sino justicia; no hay silencio impuesto, sino una voz unánime del pueblo que dice: “nunca más volverán los corruptos.”

Desde una perspectiva filosófica y sociológica, este proceso puede entenderse como una negación dialéctica del viejo orden burgués. En términos de Kosík (1967), el pueblo salvadoreño ha roto con la pseudoconcreción de la democracia liberal —esa apariencia de libertad que ocultaba la opresión— y ha ingresado en la esfera de lo concreto, donde la política se convierte en praxis transformadora. La contradicción entre minorías dominantes y mayorías dominadas está siendo resuelta a favor de las segundas, mediante un proyecto de nación basado en la justicia social, la soberanía y la dignidad humana.

Por primera vez en mucho tiempo, el poder no se ejerce sobre el pueblo, sino con el pueblo. Esa es la esencia de la democracia real: el poder compartido, la autoridad con propósito moral y el liderazgo que rinde cuentas. Lo que para las élites es dictadura, para las mayorías es emancipación; lo que para los viejos políticos es pérdida, para el pueblo es renacimiento.

REFLEXIÓN FINAL

La historia juzgará este periodo no por las acusaciones de los opositores, sino por las obras que permanecen. Cuando las futuras generaciones vean escuelas dignas, hospitales modernos, calles seguras y jóvenes esperanzados, entenderán que hubo un momento en que el pueblo salvadoreño decidió recuperar su destino.

Esa decisión —colectiva, consciente y soberana— marca el fin de la dictadura oligárquica y el inicio de una democracia verdadera. No una democracia de papel, sino una democracia con rostro humano, cimentada en el trabajo, la educación, la ética y la justicia social.

Como expresó José Martí (1891): “La libertad es el derecho que tienen los hombres de actuar libremente, pensar y hablar sin hipocresía.” Hoy, esa libertad se manifiesta en la dignidad recuperada del pueblo salvadoreño, que ya no calla, que piensa, que juzga y que construye.

El futuro de la nación dependerá de mantener viva esa conciencia. Porque la democracia no es un regalo ni un decreto: es una conquista permanente. Defenderla exige educación, ética y memoria histórica. Recordar que los mismos que hoy gritan “dictadura” fueron ayer los verdugos del pueblo; y que los que hoy construyen escuelas, hospitales y carreteras son los que han devuelto al país su fe en sí mismo.

En síntesis, El Salvador ha dejado de ser la patria del desencanto para convertirse en la patria de la esperanza. La dictadura del pasado se desmoronó ante la fuerza moral de un pueblo que aprendió a gobernarse. La historia ha cambiado de manos. Hoy, el poder pertenece a quien siempre debió pertenecer: al pueblo salvadoreño.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS (APA 7.ª ED.)

1.       Althusser, L. (1970). Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Siglo XXI Editores.

2.       Aristóteles. (1988). La política (Trad. A. Gómez Robledo). Fondo de Cultura Económica.

3.       Bobbio, N. (1983). Estado, gobierno y sociedad. Fondo de Cultura Económica.

4.       Bolívar, S. (1829). Carta al coronel Patricio Campbell.

5.       Bourdieu, P. (1991). El sentido práctico. Anagrama.

6.       Chomsky, N. (1999). El beneficio es lo que cuenta: neoliberalismo y orden global. Crítica.

7.       Dalton, R. (1974). Las historias prohibidas del Pulgarcito. Siglo XXI Editores.

8.       Debord, G. (1967). La sociedad del espectáculo. Black & Red.

9.       Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.

10.   Galeano, E. (1971). Las venas abiertas de América Latina. Siglo XXI Editores.

11.   Gramsci, A. (1930). Cuadernos de la cárcel. Ediciones Era.

12.   Kosík, K. (1967). Dialéctica de lo concreto. Grijalbo.

13.   Martí, J. (1891). Nuestra América. Imprenta El Partido Liberal.

14.   Marx, K. (1844). Manuscritos económico-filosóficos. Ed. Progreso.

 

 

SAN SALVADOR, 6 DE NOVIEMBRE DE 2025

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