¿DICTADURA PARA QUÈ Y PARA QUIÈN? ¿DE QUÈ DICTADURA HABALA OPOSICIÒN?
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL
VENTURA.
INTRODUCCIÓN
En las últimas décadas,
el término dictadura ha sido empleado con ligereza y manipulación
ideológica por sectores políticos que, paradójicamente, fueron los responsables
históricos de los más oscuros periodos autoritarios de nuestro país.
En El Salvador, quienes
hoy se autoproclaman “defensores de la democracia” —las élites económicas
tradicionales, ciertos medios de comunicación corporativos y los partidos que
gobernaron durante más de treinta años— utilizan el concepto de dictadura no
para describir una realidad objetiva, sino como un instrumento discursivo de
resistencia al cambio político y social que el país experimenta desde 2019.
La palabra dictadura,
en su sentido más estricto, se refiere a una forma de gobierno en la cual el
poder está concentrado en un solo individuo o grupo, sin límites constitucionales,
y donde los derechos ciudadanos son reprimidos o anulados (Bobbio, 1983). Sin
embargo, en la práctica política contemporánea, el término ha sido vaciado de
contenido y convertido en un recurso retórico, empleado por los antiguos grupos
de poder para deslegitimar los procesos de transformación democrática que
amenazan sus privilegios históricos.
A lo largo de la
historia humana, las dictaduras han adoptado múltiples rostros: desde el
cesarismo romano y el absolutismo monárquico europeo, hasta los regímenes
fascistas del siglo XX.
En América Latina, los golpes de Estado y las
dictaduras militares del siglo pasado fueron expresiones de un mismo fenómeno:
la concentración del poder económico y político en manos de oligarquías
nacionales aliadas con intereses extranjeros (Galeano, 1971). En el caso
salvadoreño, la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez
(1931-1944) constituye uno de los ejemplos más crudos de represión y
sometimiento de las mayorías populares. Aquella dictadura no solo aniquiló
físicamente a decenas de miles de campesinos durante la masacre de 1932, sino
que consolidó un orden económico basado en la explotación y la exclusión
estructural.
Con el fin de la guerra
civil y la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, se esperaba que el país
ingresara a una etapa de auténtica democracia. Sin embargo, el poder siguió
concentrado en las mismas manos.
Las élites económicas y políticas, con nuevos
rostros y un discurso modernizado, reprodujeron los mecanismos de control
social y económico bajo una aparente institucionalidad democrática. La
alternancia en el poder entre ARENA y el FMLN no significó un cambio
estructural, sino la consolidación de una dictadura de la oligarquía,
disfrazada de democracia representativa.
De esta manera, el
debate sobre la existencia o inexistencia de una dictadura en la actualidad
exige un análisis más profundo que el simple uso mediático del término. Implica
preguntarse: ¿Quién define qué es dictadura? ¿A quién beneficia la narrativa de
que El Salvador vive bajo un régimen autoritario? ¿Y quiénes se ven amenazados
por la redistribución del poder político hacia las mayorías históricamente
excluidas?
El ensayo que sigue
busca desmontar los mitos y falacias construidos por los ideólogos de la vieja
oligarquía, quienes, ante la pérdida del control político, recurren al lenguaje
de la “defensa democrática” para justificar sus privilegios. Se pretende
evidenciar que las verdaderas dictaduras no son aquellas que promueven orden,
justicia social y soberanía nacional, sino aquellas que, amparadas en discursos
supuestamente liberales, oprimen al pueblo, manipulan las instituciones y
saquean el Estado.
Por tanto, más que un
ejercicio académico, este trabajo es una reflexión política y ética sobre la
historia reciente de El Salvador. Analiza cómo el pueblo salvadoreño, bajo la
conducción del presidente Nayib Bukele, ha iniciado un proceso de
reconstrucción nacional que muchos denominan autoritario, pero que en realidad
constituye la recuperación del poder soberano por parte de las mayorías. En
otras palabras, lo que para la oligarquía representa “dictadura”, para el
pueblo significa justicia, orden y dignidad.
Como señaló Karel Kosík
(1967), “la ideología dominante siempre pretende presentar su mundo como el
único posible y natural”, ocultando que toda estructura de poder es histórica
y, por tanto, transformable. En ese sentido, este ensayo busca ir más allá de
la superficie mediática para develar las contradicciones entre quienes claman
por libertad mientras añoran los privilegios de la opresión, y quienes
construyen una nueva democracia real desde la participación popular y la ética
pública.
Así, la pregunta central que da título a este trabajo —¿Dictadura
para quién o para qué? — no es meramente retórica, sino un desafío a la conciencia histórica
del pueblo salvadoreño: cuestionar las falsas narrativas impuestas por las
élites, comprender el verdadero significado de la soberanía y reconocer que la
democracia solo puede ser auténtica cuando está al servicio de las mayorías y
no de las minorías que, por siglos, se creyeron dueñas del país.
I. EVOLUCIÓN HISTÓRICA
DE LAS DICTADURAS Y EL PODER OLIGÁRQUICO EN AMÉRICA LATINA Y EL SALVADOR
La historia política de
América Latina es una sucesión de procesos donde el poder, más que
distribuirse, se ha concentrado sistemáticamente en manos de minorías
privilegiadas. Desde la colonia hasta el siglo XXI, la región ha sido escenario
de estructuras autoritarias que, bajo distintos nombres y disfraces, han
reproducido un mismo modelo de dominación: el control de las riquezas
nacionales por grupos reducidos en alianza con intereses extranjeros. La
dictadura, en este sentido, no ha sido una excepción en la historia
latinoamericana, sino una de sus constantes más dolorosas.
1. Las raíces coloniales
del autoritarismo
Durante el periodo
colonial, el orden político se fundamentó en la desigualdad estructural entre
colonizadores y colonizados.
La monarquía española instauró un sistema de
dominación basado en el absolutismo, la jerarquía racial y el monopolio
económico. El virreinato no solo representaba la autoridad del rey, sino la
negación de la autonomía de los pueblos originarios y mestizos. Como bien
señala Galeano (1971), “América Latina fue condenada a la dependencia desde su
nacimiento”, y esa dependencia generó una cultura de obediencia, sometimiento y
exclusión que perduró mucho más allá de la independencia formal.
El germen de las
dictaduras latinoamericanas surgió de esa estructura colonial: la concentración
del poder político en una élite terrateniente y la explotación sistemática de
las clases populares. Con la independencia, los criollos sustituyeron a los
peninsulares, pero el sistema de dominación siguió intacto. Las nuevas
repúblicas nacieron con un rostro liberal, pero con un cuerpo feudal: se
proclamaron constituciones republicanas mientras la mayoría del pueblo
permanecía excluida de la vida política y económica.
2. El siglo XIX y la
consolidación del caudillismo
El siglo XIX fue testigo
del surgimiento del caudillismo, fenómeno característico de las
nacientes repúblicas latinoamericanas. Los caudillos se erigieron como líderes
carismáticos que, en nombre del orden o de la patria, concentraron el poder
político, militar y económico. En la práctica, estas figuras representaban la
continuidad del autoritarismo colonial, ahora legitimado por el discurso de la
nación y la independencia.
En El Salvador, este
patrón se manifestó tempranamente. Tras la disolución de la Federación
Centroamericana, el país vivió décadas de inestabilidad, golpes de Estado y
gobiernos militares. El poder estuvo marcado por la influencia de las élites
cafetaleras, que desde finales del siglo XIX controlaron el aparato estatal y
moldearon la política a su conveniencia. El
café no solo fue el motor económico del país, sino también el instrumento de
dominación de una oligarquía que utilizó la violencia y la exclusión para
mantener sus privilegios (Anderson, 1971).
3. El siglo XX: de las
dictaduras militares a la dictadura oligárquica
Con el siglo XX llegaron
nuevas formas de autoritarismo. En nombre del progreso, la modernización o la
lucha contra el comunismo, surgieron dictaduras militares en casi toda América
Latina: Stroessner en Paraguay, Videla en Argentina, Pinochet en Chile, Somoza
en Nicaragua y Hernández Martínez en El Salvador.
Todas compartían un
mismo hilo conductor: el control del Estado por una minoría, la represión
sistemática de la disidencia y la subordinación de los intereses nacionales a
los dictados del capital extranjero.
En El Salvador, el
régimen de Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944) fue el paradigma de esta
dominación. La masacre de 1932 —uno de los episodios más trágicos de la
historia nacional— simbolizó el terror oligárquico. Miles de campesinos
indígenas y obreros fueron asesinados por exigir tierra, pan y dignidad. Como
ha señalado Dalton (1974), “en 1932 no solo se mató al campesino salvadoreño,
sino también su esperanza de justicia por varias generaciones”.
Tras la caída de
Martínez, el país no transitó a una verdadera democracia, sino a una sucesión
de gobiernos militares y civiles tutelados por la misma oligarquía. Los cambios
de uniforme o de siglas partidarias no modificaron la estructura profunda de
dominación. La oligarquía continuó ejerciendo su poder económico y político
mediante la represión, la manipulación ideológica y el control de los medios de
comunicación.
4. Los acuerdos de paz:
el cambio que no fue
La firma de los Acuerdos
de Paz de 1992 fue celebrada como el inicio de una nueva era democrática. No
obstante, el modelo político resultante mantuvo intactas las bases de la
dictadura oligárquica. La democracia salvadoreña de posguerra fue una
democracia restringida, controlada por los mismos grupos que habían gobernado
antes del conflicto armado.
Los partidos que se
alternaron en el poder, ARENA y FMLN, se convirtieron en gestores de una democracia
de fachada, donde la participación popular se reducía al voto cada cinco
años. La privatización de los servicios públicos, el endeudamiento externo, la
corrupción generalizada y la subordinación a los intereses de Washington
demostraron que, tras el discurso democrático, seguía funcionando una dictadura
encubierta del capital financiero.
Así, la historia reciente del país no puede comprenderse
sin reconocer que el verdadero autoritarismo no proviene del pueblo organizado,
sino de las élites que, desde hace más de dos siglos, han confundido sus
privilegios con democracia. El poder oligárquico salvadoreño no necesita
tanques ni censura abierta para imponerse; le bastan los medios, los tribunales
y los organismos internacionales que reproducen sus intereses.
En este contexto, lo que
muchos llaman “dictadura” en el presente no es sino la ruptura con ese viejo
orden. La transformación política que vive El Salvador a partir de 2019 marca
el fin de la dictadura oligárquica y el comienzo de un nuevo ciclo histórico:
el de una democracia popular, en construcción, que devuelve al pueblo su papel
de protagonista y no de espectador de la historia.
II. LA FALSA DEMOCRACIA
Y LAS NUEVAS FORMAS DE DICTADURA ECONÓMICA Y MEDIÁTICA
Durante las últimas décadas del siglo XX y los primeros
años del XXI, América Latina y especialmente El Salvador vivieron bajo lo que
puede denominarse una dictadura disfrazada de democracia. En apariencia, los
pueblos ejercían su soberanía a través del sufragio, existían partidos
políticos, tribunales, parlamentos y medios de comunicación “libres”. Sin
embargo, tras esa fachada institucional se escondía un modelo profundamente
autoritario, en el que las decisiones fundamentales no eran tomadas por el
pueblo, sino por los grupos financieros, los organismos internacionales y las
oligarquías locales.
La democracia liberal, proclamada como ideal universal tras la Guerra Fría, se convirtió en un instrumento funcional al neoliberalismo. Como afirma Chomsky (1999), “la democracia se tolera mientras no afecte los intereses del poder económico; cuando el pueblo elige algo distinto, se le castiga, se le aísla o se le derroca”. En ese sentido, el discurso democrático sirvió como coartada para mantener un sistema injusto, donde el Estado se subordinó al mercado y la ciudadanía fue reducida a simple consumidora.
1. El dominio del
capital financiero
En el caso salvadoreño,
los gobiernos posteriores a los Acuerdos de Paz consolidaron un modelo
neoliberal extremo. La privatización de los bancos, las telecomunicaciones, la
electricidad y las pensiones entregó al sector privado el control de los
recursos estratégicos del país. El
Estado se transformó en un mero administrador de los intereses empresariales,
mientras las políticas sociales se reducían a paliativos asistencialistas.
Esta etapa estuvo
marcada por una aparente estabilidad macroeconómica, pero también por una
creciente desigualdad social. La dolarización de la economía en el año 2001 fue
la culminación de ese proceso de subordinación:
la pérdida de la
soberanía monetaria convirtió al país en rehén de la economía estadounidense.
La política económica ya no se decidía en San Salvador, sino en Washington o en
los directorios de los organismos financieros internacionales.
El resultado fue una
dictadura invisible, donde el poder se ejercía desde los bancos y las
corporaciones. Los gobiernos electos no
respondían al pueblo, sino a las élites empresariales que financiaban sus
campañas. Los derechos sociales fueron reemplazados por la “libertad de
mercado”, y la pobreza estructural se presentó como un problema de “falta de
emprendimiento”.
2. Los medios de
comunicación como instrumentos de control
Paralelamente, los
grandes medios de comunicación jugaron un papel central en la consolidación de
esta falsa democracia. A través de la
televisión, la prensa escrita y la radio —hoy complementadas por plataformas
digitales— se impuso una narrativa única que presentaba a los poderosos como
defensores de la libertad y al pueblo organizado como una amenaza al orden.
La manipulación
mediática no solo ocultaba la corrupción y el saqueo de los recursos públicos,
sino que fabricaba consensos en torno a las políticas neoliberales.
La “opinión pública” era
moldeada por intereses económicos y políticos, y el pensamiento crítico fue
progresivamente desplazado por el entretenimiento, la banalización de la
política y la cultura del consumo (Debord, 1967).
En El Salvador, los
medios tradicionales se convirtieron en los principales guardianes del viejo
orden. Cada gobierno que intentó modificar las estructuras de poder fue
sistemáticamente atacado, ridiculizado o deslegitimado. Mientras tanto, los
partidos responsables de décadas de corrupción y desigualdad gozaban de
impunidad mediática y moral. En esa lógica, las ideas de justicia social y
soberanía nacional fueron etiquetadas como “populismo” o “dictadura”.
3. La dictadura del
pensamiento único
Lo más peligroso de esta
falsa democracia fue su capacidad para colonizar las conciencias. Las élites
lograron que amplios sectores de la población interiorizaran su ideología,
creyendo que no había alternativas posibles. Se instaló el dogma del “no hay
otro camino”, con el cual se justificaban privatizaciones, despidos, recortes y
la entrega de los recursos naturales. Esa colonización ideológica —lo que Kosík
(1967) denominó pseudoconcreción— impedía a las personas ver la realidad
más allá de las apariencias. La democracia liberal se convirtió, así, en un
simulacro: elecciones periódicas sin transformación real del poder. El pueblo
elegía, pero no decidía.
En palabras de Galeano
(1971), “el sistema nos educa para la
impotencia: nos convence de que no se puede cambiar nada, que todo está dado”.
Esta resignación social fue uno de los principales pilares de la dictadura
mediática y económica que dominó al país durante tres décadas.
4. La emergencia del
nuevo sujeto histórico
El año 2019 marcó un
punto de inflexión. La victoria electoral de Nayib Bukele no solo significó el
fin de la alternancia entre ARENA y el FMLN, sino la irrupción del pueblo como
nuevo actor político. Por primera vez en la historia reciente, el Estado dejó
de ser administrado por las élites tradicionales y comenzó a responder a las
necesidades de las mayorías.
Este cambio desató una
reacción violenta de los antiguos poderes. Los mismos que durante años
concentraron el poder económico, controlaron los medios y saquearon al Estado,
comenzaron a hablar de “dictadura”, “autoritarismo” y “pérdida de libertades”.
En realidad, lo que
experimentaron fue la pérdida de sus privilegios históricos.
La democratización de la
política y la descentralización del poder económico son, para las élites, las
verdaderas amenazas. De ahí que hayan activado todos sus instrumentos —medios,
organismos internacionales, ONG’s y antiguos partidos— para tratar de frenar un
proceso que ya es irreversible: el empoderamiento del pueblo salvadoreño.
III. DEMOCRACIA Y
DICTADURA: UNA RELACIÓN DIALÉCTICA ENTRE PODER Y PUEBLO
El debate entre
democracia y dictadura no es únicamente una cuestión semántica ni
institucional; es, ante todo, una cuestión de poder. Quién lo detenta, en favor
de quién lo ejerce y con qué propósito lo orienta. Ambas categorías
—frecuentemente presentadas como opuestas— están íntimamente relacionadas y no
pueden comprenderse fuera de su contexto histórico y social. Analizarlas en
abstracto conduce a falsas interpretaciones, especialmente cuando se pretende
calificar de “dictadura” cualquier forma de autoridad que contraríe los
intereses de las élites.
Desde una perspectiva
filosófica, la democracia y la dictadura no son entidades
metafísicas, sino expresiones concretas de las relaciones sociales de poder. La
primera puede definirse como el gobierno del pueblo (demos-cratos),
mientras que la segunda implica el gobierno concentrado de una minoría. Sin
embargo, la historia demuestra que muchas dictaduras se han presentado como
democracias, y muchas democracias formales han sido, en realidad, dictaduras
encubiertas.
1. La democracia griega:
el mito fundacional
En la historia
occidental se acostumbra citar a la democracia griega como el origen de la
libertad política. Pero esa democracia, ensalzada por la tradición liberal, fue
en realidad el gobierno de una minoría privilegiada. Solo los hombres libres y
propietarios tenían derecho al voto; las mujeres, los extranjeros y los
esclavos —la mayoría de la población— estaban excluidos del ejercicio político.
Por tanto, la
“democracia” ateniense fue una democracia de clase, un sistema donde el poder
político se basaba en la dominación económica. Como advierte Aristóteles en La
Política, toda forma de gobierno responde a un interés: el de los
gobernantes. En ese sentido, lo que los historiadores llaman democracia antigua
no fue más que una dictadura encubierta de los ciudadanos libres sobre la
inmensa masa de trabajadores esclavizados.
Esta distinción es
esencial, porque permite entender que los conceptos de democracia y dictadura
siempre están atravesados por las condiciones materiales de una sociedad. No
existe democracia abstracta, sino democracias concretas: burguesas, populares,
comunitarias o participativas. Y en cada una de ellas, el poder se ejerce de
modo diferente y responde a intereses distintos.
2. La democracia
burguesa moderna
Con el surgimiento del
capitalismo y las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, la
democracia se transformó en una forma política adecuada al nuevo orden
económico. El Estado liberal se proclamó garante de la libertad individual,
pero esa libertad se limitó a la esfera económica: la libertad de comprar,
vender y acumular. Como afirma Marx (1844), “la libertad del ciudadano moderno termina donde comienza la necesidad
del trabajador”.
Así nació la democracia
burguesa: un sistema que, bajo el principio de igualdad ante la ley,
ocultaba la desigualdad real ante la riqueza. En ella, el voto universal
sustituyó al privilegio hereditario, pero el poder continuó concentrado en las
clases propietarias.
La democracia representativa se convirtió, entonces, en
el instrumento político de la dictadura del capital.
El Salvador, al igual
que la mayoría de países latinoamericanos, adoptó este modelo tras su
independencia. Las constituciones proclamaban derechos, pero las estructuras
económicas mantenían la exclusión. Las oligarquías locales se apropiaron del
discurso liberal para legitimar su dominio, mientras el pueblo seguía marginado
de las decisiones fundamentales.
3. La democracia popular
y la redistribución del poder
La historia contemporánea de El Salvador evidencia que la
verdadera democracia no se mide por la cantidad de partidos políticos ni por el
número de elecciones celebradas, sino por el grado en que el pueblo participa
en las decisiones que afectan su destino. La democracia no es un
evento electoral, sino un proceso de empoderamiento colectivo.
Desde 2019, con la
llegada de un nuevo liderazgo político al poder, ha surgido un fenómeno que las
viejas élites no logran comprender: la democratización del poder estatal. Por
primera vez en la historia reciente, el aparato del Estado dejó de ser un
instrumento de las oligarquías para convertirse en un medio de transformación
social.
Las obras públicas, la
recuperación de la seguridad, la inversión en educación y salud, y la
transparencia administrativa constituyen expresiones concretas de una
democracia que sirve al pueblo. Sin embargo, estos logros son percibidos como
“dictadura” por los sectores que perdieron el control de los recursos y los
privilegios.
Como señala Kosík
(1967), “lo real no siempre coincide con
lo aparente”. Lo que los opositores llaman autoritarismo no es otra cosa que la
afirmación del poder popular frente a los antiguos poderes fácticos. La
autoridad política, en este contexto, no reprime libertades, sino que las
restituye; no somete al pueblo, sino que lo libera del yugo histórico de la
corrupción y la desigualdad.
4. La dialéctica entre
poder y legitimidad
En toda sociedad existe
una tensión permanente entre el ejercicio del poder y su legitimidad. Cuando el
poder se concentra en una minoría y actúa contra los intereses del pueblo, la
democracia se degrada en dictadura. Pero cuando el poder se ejerce en beneficio
de las mayorías y bajo el principio de justicia social, incluso las medidas
firmes y disciplinarias adquieren carácter democrático.
En este sentido, la
dialéctica entre democracia y dictadura no puede resolverse desde la forma,
sino desde el contenido.
La pregunta no es si existe o no autoridad, sino al
servicio de quién se ejerce esa autoridad.
El filósofo Antonio Gramsci (1930) planteó que toda
hegemonía requiere una combinación de consenso y coerción. Un Estado puede ser
fuerte sin ser dictatorial, siempre que su fuerza se fundamente en la voluntad
popular y en el respeto a los derechos humanos. La autoridad legítima no se
impone, se construye con la participación consciente del pueblo.
Por tanto, el debate
actual en El Salvador no es entre democracia y dictadura, sino entre la vieja
democracia formal —que sirvió a los intereses oligárquicos— y una nueva
democracia popular que busca justicia, soberanía y dignidad.
IV. EL DISCURSO OPOSITOR
Y LA MANIPULACIÓN DEL CONCEPTO DE DICTADURA EN EL SALVADOR CONTEMPORÁNEO
Uno de los fenómenos más
evidentes en la política salvadoreña actual es el uso manipulador del término dictadura
por parte de los grupos opositores y sus aparatos ideológicos. Lo que antes fue
una categoría política con un significado preciso —el ejercicio autoritario del
poder en beneficio de una minoría— se ha convertido hoy en un eslogan
propagandístico vacío, empleado por quienes, paradójicamente, gobernaron
durante décadas bajo estructuras de dominación y corrupción.
El lenguaje, como
instrumento de poder, no es neutral. En las sociedades contemporáneas, la lucha
política también se libra en el terreno simbólico: en la palabra, la imagen y
la percepción. Así lo advertía Pierre
Bourdieu (1991), al afirmar que “el poder simbólico es un poder invisible que
solo puede ejercerse con la complicidad de quienes lo desconocen”. En El
Salvador, la oposición política y mediática intenta precisamente eso: imponer
una narrativa según la cual la restauración del Estado y la participación
popular serían sinónimos de autoritarismo.
1. La estrategia
discursiva de la deslegitimación
Desde la llegada del presidente Nayib Bukele al gobierno
en 2019, los sectores tradicionales perdieron el monopolio del poder político.
Su respuesta fue inmediata: activar todos los mecanismos discursivos
disponibles para deslegitimar al nuevo gobierno. La palabra dictadura se
convirtió en el eje de su retórica. Los mismos medios que guardaron silencio ante los
fraudes electorales, las privatizaciones, los asesinatos y la corrupción
durante treinta años, comenzaron a denunciar “atropellos” y “abusos de poder”
en cada acción del gobierno.
La estrategia no es
nueva. Forma parte de un manual político global promovido por los grupos de
poder cuando pierden control sobre el Estado. En lugar de reconocer sus
fracasos históricos, apelan a la retórica de la “defensa de la democracia”,
presentándose como víctimas de persecución. Así lo explicó Chomsky (1999): “Cuando el poder económico pierde el
monopolio del discurso, se disfraza de defensor de las libertades”.
En este contexto, cada avance gubernamental —ya sea la modernización
de la infraestructura, la depuración judicial o la lucha contra el crimen
organizado— es presentado por la oposición como una amenaza autoritaria. Su
objetivo no es analizar la realidad, sino distorsionarla para crear miedo e
incertidumbre en la población.
2. Los medios de
comunicación como aparatos ideológicos
Los grandes medios
tradicionales salvadoreños, herederos del modelo de prensa oligárquica, han
desempeñado un papel determinante en la construcción del relato opositor. Las
corporaciones mediáticas, controladas por grupos empresariales vinculados a las
antiguas élites, no informan: interpretan la realidad desde los intereses del
poder económico.
Como señala Althusser
(1970), los aparatos ideológicos del Estado —entre ellos la prensa, la
educación y la religión— actúan reproduciendo la ideología dominante. Durante
décadas, estos medios moldearon la opinión pública, presentando como “normal”
la corrupción, la impunidad y el abandono social. Hoy, al perder su influencia sobre las masas, recurren a campañas de
desinformación para recuperar terreno perdido.
Ejemplos abundan:
titulares que magnifican problemas menores, omiten logros o inventan crisis;
editoriales que caricaturizan al presidente y desprecian al pueblo; “analistas
reciclados” que repiten los mismos argumentos de siempre, incapaces de
reconocer la profundidad del cambio social en curso. La prensa que calló ante las masacres y los saqueos, hoy grita
dictadura porque se le ha exigido rendición de cuentas.
3. El doble discurso de
las élites políticas y económicas
Los antiguos partidos
—ARENA y FMLN— junto con las cúpulas empresariales que los respaldan, practican
un doble discurso. Por un lado, invocan los valores democráticos y los derechos
humanos; por otro, añoran los tiempos en que controlaban los tres poderes del Estado, los tribunales y los medios. Su
preocupación no es la libertad del pueblo, sino la pérdida de privilegios que
les permitían enriquecerse a costa del erario.
Cuando gobernaban, se
jactaban de haber consolidado una democracia ejemplar; pero esa “democracia”
era solo para unos pocos. Las mayorías vivían en la miseria, la inseguridad y
la marginación. El desempleo, la migración forzada y la violencia eran síntomas
de una dictadura estructural, disfrazada de institucionalidad.
Hoy, esos mismos sectores llaman dictadura a la
disciplina administrativa, al combate a la corrupción y al fortalecimiento del
Estado. Para ellos, la autoridad legítima que pone orden donde antes había
impunidad representa una amenaza. En realidad, lo que temen no es la pérdida de
libertades, sino la pérdida del control.
4. La batalla por el
sentido común
La oposición sabe que ya
no puede ganar en las urnas, porque el pueblo ha despertado políticamente. Por
ello, su lucha se traslada al campo simbólico: las redes sociales, los
organismos internacionales y los discursos moralistas.
Intentan reinstalar la
idea de que pensar distinto al poder tradicional es “fanatismo”, y apoyar un
gobierno nacionalista es “autoritarismo”.
Sin embargo, la conciencia popular ha cambiado. Las
nuevas generaciones, formadas en la era digital, contrastan la información,
comparan hechos y reconocen los resultados visibles: escuelas reconstruidas,
hospitales modernos, carreteras, seguridad, inversión y orden. La narrativa de
la dictadura se desmorona ante la evidencia concreta de un Estado que funciona.
Como bien expresó
Gramsci (1930), “el poder no solo se
mantiene con la fuerza, sino con el consenso”. Ese consenso, hoy, está en manos
del pueblo, no de los viejos aparatos ideológicos. La hegemonía cultural
que las élites creyeron eterna se está desvaneciendo frente a un nuevo paradigma
de participación y soberanía.
V. EL NUEVO PARADIGMA
POLÍTICO SALVADOREÑO: DEL PODER OLIGÁRQUICO AL PODER POPULAR
El Salvador vive hoy un
proceso histórico sin precedentes: la transición de un Estado secuestrado por
las élites a un Estado al servicio de las mayorías. Este cambio, que comenzó en
2019 con la llegada de Nayib Bukele a la presidencia, no es un simple relevo
electoral, sino una ruptura estructural con el viejo orden político, económico
y cultural. El poder ya no emana de los círculos oligárquicos, sino del pueblo
organizado que exige resultados, transparencia y dignidad.
Durante más de dos
siglos, las élites criollas mantuvieron al Estado como su propiedad privada.
Desde las haciendas cafetaleras del siglo XIX hasta los bancos privatizados del
siglo XXI, la lógica fue siempre la misma:
el pueblo producía y los poderosos acumulaban. Los gobiernos eran
administradores de intereses ajenos a la nación. En palabras de Galeano
(1971), “nuestras repúblicas nacieron libres pero subordinadas, independientes
pero dependientes”.
La irrupción de un
liderazgo político que no proviene de las viejas castas económicas trastocó ese
equilibrio de poder. Por primera vez, el pueblo dejó de ser un objeto pasivo
para convertirse en sujeto político. Esta transformación representa un giro
copernicano en la historia nacional, pues redefine las relaciones entre el
Estado, la ciudadanía y la justicia social.
1. El Estado recuperado:
del saqueo a la reconstrucción
El primer paso del nuevo
paradigma fue rescatar el Estado del saqueo institucionalizado.
Durante décadas, las
instituciones fueron utilizadas como botines partidarios: ministerios,
alcaldías, juzgados y universidades se convirtieron en feudos donde imperaban
el nepotismo, la corrupción y la impunidad.
El nuevo gobierno rompió
ese círculo vicioso mediante la implementación de políticas de austeridad,
inversión social y reestructuración administrativa. Se eliminaron gastos
superfluos, se combatió la evasión fiscal y se orientaron los recursos hacia la
infraestructura, la salud y la educación.
El dinero que antes se robaban los funcionarios ahora se traduce en obras
tangibles que mejoran la vida del pueblo.
El presidente Bukele
resumió esta transformación en una frase que hoy simboliza un cambio de
paradigma moral: “El dinero alcanza cuando nadie se lo roba.” Esta
afirmación no es solo un lema político, sino un principio ético que redefine la
relación entre ciudadanía y Estado.
2. El poder popular como
nuevo sujeto histórico
El verdadero motor de
esta transformación no es un individuo, sino el pueblo consciente de su poder.
A diferencia de las etapas anteriores, en las que el ciudadano era espectador
de la política, hoy es protagonista. La participación popular se expresa no
solo en las urnas, sino también en el apoyo activo a las políticas públicas y
en la defensa de los logros alcanzados.
Como enseñaba Paulo
Freire (1970), “nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo: los hombres se
liberan en comunión”. La democracia popular que se construye en El Salvador responde
precisamente a esa pedagogía de la conciencia y la participación. No se trata
de una democracia formal, sino de una praxis emancipadora, donde el pueblo se
reconoce como sujeto de su destino histórico.
Las redes sociales, las
consultas ciudadanas y la transparencia institucional han permitido que la
población participe directamente en el debate público, rompiendo el monopolio
de la información que antes poseían los grandes medios. Este empoderamiento
digital es también una forma de revolución cultural, que trasciende los límites
tradicionales de la política.
3. La recuperación de la
soberanía nacional
Otra característica
fundamental del nuevo paradigma es la reafirmación de la soberanía. Durante
décadas, las decisiones estratégicas del país dependieron de organismos
internacionales y de embajadas extranjeras.
Hoy, El Salvador
actúa con autonomía, define sus prioridades y establece relaciones
internacionales desde una posición de dignidad.
Este ejercicio de soberanía irrita a los antiguos centros
de poder, acostumbrados a dictar políticas desde fuera. Sin embargo, representa
un paso esencial hacia la consolidación de una democracia real. La soberanía no
se limita al territorio o a la bandera: se expresa en la capacidad de decidir
el rumbo de la nación sin tutelas externas.
Como escribió Simón
Bolívar en 1829, “los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a
plagar la América de miserias en nombre de la libertad.” Esa advertencia
conserva plena vigencia. El Salvador, al reafirmar su independencia política y
económica, enfrenta presiones externas, pero también inspira respeto y
admiración a nivel regional.
4. Los pilares del nuevo
modelo democrático
El modelo político
actual se fundamenta en tres pilares esenciales:
- Justicia social: el Estado orienta sus recursos hacia los sectores
históricamente excluidos, reduciendo desigualdades y garantizando derechos
fundamentales.
- Transparencia y eficiencia: la administración pública se evalúa por resultados,
no por discursos.
- Participación ciudadana: el pueblo deja de ser receptor pasivo y se
convierte en fiscalizador activo del poder.
Este modelo rompe con la
lógica del clientelismo político y del pacto de impunidad. A diferencia de los
gobiernos anteriores, donde las instituciones servían para proteger a los
poderosos, hoy sirven para proteger al pueblo. La autoridad, lejos de ser
autoritarismo, se convierte en un instrumento de justicia.
En palabras de José Martí (1891), “el gobierno ha de nacer del país; el espíritu del gobierno ha de ser el del país; la forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país.” En ese sentido, el actual proceso salvadoreño no copia modelos extranjeros ni responde a ideologías impuestas; surge de la realidad concreta de un pueblo que ha decidido gobernarse a sí mismo.
VI. CONCLUSIÓN Y
REFLEXIÓN FINAL: LA DEMOCRACIA REAL FRENTE A LA DICTADURA DEL PASADO
CONCLUSIÓN
La historia política de
El Salvador demuestra que las verdaderas dictaduras no siempre se presentan con
uniformes ni con represión abierta; a menudo, se esconden tras el ropaje del
legalismo y la apariencia democrática. Durante más de dos siglos, los pueblos
de América Latina, y particularmente el salvadoreño, han sido víctimas de una
dominación estructural ejercida por las oligarquías criollas, las potencias
extranjeras y las élites económicas locales. Bajo su control, el Estado se
convirtió en instrumento de saqueo y la democracia en una farsa legitimadora de
privilegios.
El término dictadura,
tan frecuentemente manipulado por la oposición contemporánea, pierde su sentido
cuando se aplica a un gobierno que busca la justicia, la equidad y la dignidad
del pueblo. No puede hablarse de dictadura cuando las instituciones funcionan,
las escuelas se reconstruyen, los hospitales se modernizan, la delincuencia
disminuye y los recursos públicos se administran con honestidad. Por el
contrario, dictadura fue el sistema anterior, cuando las decisiones se
tomaban en beneficio de unos pocos y la corrupción era parte del orden natural
de las cosas.
El nuevo paradigma
político salvadoreño marca una ruptura histórica con ese pasado. La democracia
ya no se limita al acto electoral ni a los discursos vacíos de campaña; se
expresa en la transformación concreta de la vida social. El pueblo, antes
reducido a un voto, hoy es protagonista de su destino. Se ha apropiado del
poder que por siglos le fue arrebatado, demostrando que la verdadera soberanía
no reside en las élites, sino en la conciencia colectiva de la nación.
La oposición, al llamar
dictadura a este proceso, revela su incapacidad para aceptar la nueva
correlación de fuerzas. Lo que ellos perciben como autoritarismo no es más que
la firmeza de un Estado que ha decidido gobernar con autoridad moral y
legitimidad popular. No hay represión, sino orden; no hay sometimiento, sino
justicia; no hay silencio impuesto, sino una voz unánime del pueblo que dice: “nunca
más volverán los corruptos.”
Desde una perspectiva
filosófica y sociológica, este proceso puede entenderse como una negación
dialéctica del viejo orden burgués. En términos de Kosík (1967), el pueblo
salvadoreño ha roto con la pseudoconcreción de la democracia liberal
—esa apariencia de libertad que ocultaba la opresión— y ha ingresado en la
esfera de lo concreto, donde la política se convierte en praxis transformadora.
La contradicción entre minorías dominantes y mayorías dominadas está siendo
resuelta a favor de las segundas, mediante un proyecto de nación basado en la
justicia social, la soberanía y la dignidad humana.
Por primera vez en mucho
tiempo, el poder no se ejerce sobre el pueblo, sino con el
pueblo. Esa es la esencia de la democracia real: el poder compartido, la
autoridad con propósito moral y el liderazgo que rinde cuentas. Lo que para las
élites es dictadura, para las mayorías es emancipación; lo que para los viejos
políticos es pérdida, para el pueblo es renacimiento.
REFLEXIÓN FINAL
La historia juzgará este
periodo no por las acusaciones de los opositores, sino por las obras que
permanecen. Cuando las futuras generaciones vean escuelas dignas, hospitales
modernos, calles seguras y jóvenes esperanzados, entenderán que hubo un momento
en que el pueblo salvadoreño decidió recuperar su destino.
Esa decisión —colectiva,
consciente y soberana— marca el fin de la dictadura oligárquica y el inicio de una
democracia verdadera. No una democracia de papel, sino una democracia con
rostro humano, cimentada en el trabajo, la educación, la ética y la justicia
social.
Como expresó José Martí
(1891): “La libertad es el derecho que tienen los hombres de actuar libremente,
pensar y hablar sin hipocresía.” Hoy, esa libertad se manifiesta en la
dignidad recuperada del pueblo salvadoreño, que ya no calla, que piensa, que
juzga y que construye.
El futuro de la nación
dependerá de mantener viva esa conciencia. Porque la democracia no es un regalo
ni un decreto: es una conquista permanente. Defenderla exige educación, ética y
memoria histórica. Recordar que los mismos que hoy gritan “dictadura” fueron
ayer los verdugos del pueblo; y que los que hoy construyen escuelas, hospitales
y carreteras son los que han devuelto al país su fe en sí mismo.
En síntesis, El Salvador
ha dejado de ser la patria del desencanto para convertirse en la patria de la
esperanza. La dictadura del pasado se desmoronó ante la fuerza moral de un pueblo
que aprendió a gobernarse. La historia ha cambiado de manos. Hoy, el poder
pertenece a quien siempre debió pertenecer: al pueblo salvadoreño.
REFERENCIAS
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del Estado. Siglo XXI
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al coronel Patricio Campbell.
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neoliberalismo y orden global. Crítica.
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Pulgarcito. Siglo XXI
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12.
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13. Martí, J. (1891). Nuestra
América. Imprenta El Partido Liberal.
14.
Marx, K. (1844). Manuscritos económico-filosóficos.
Ed. Progreso.
SAN SALVADOR, 6 DE
NOVIEMBRE DE 2025
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