DEL CAPITALISMO OLIGÁRQUICO AL NUEVO ESTADO SALVADOREÑO: ÉTICA, SOBERANÍA Y JUSTICIA SOCIA
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN
Durante más de dos siglos, el capitalismo ha sido
presentado como el sistema económico más eficaz para generar riqueza y progreso
material. Sin embargo, la realidad demuestra que ese progreso ha tenido un
precio moral y humano demasiado alto: la desigualdad, la explotación, la
deshumanización del trabajo y la conversión del ser humano en un simple número
dentro de la maquinaria global de la acumulación. Hoy, en pleno siglo XXI,
mientras algunos países discuten sobre la conquista de Marte o la inteligencia
artificial, más de 700 millones de personas en el mundo continúan viviendo en
la pobreza extrema (ONU, 2024). Nunca antes hubo tanta abundancia, ni tanta
miseria coexistiendo en un mismo planeta.
El capitalismo, que en su origen surgió como motor de
libertad económica y creatividad humana, se ha degradado en su forma
contemporánea, transformándose en una fábrica de hacer pobres, como bien se
advirtió en los primeros años del milenio. Es un sistema que, bajo la
apariencia del desarrollo, concentra la riqueza, despoja a los pueblos de su
soberanía y manipula la conciencia colectiva mediante el consumo y la
alienación. Las grandes corporaciones globales, los bancos y los organismos
financieros internacionales (FMI, BM, OMC) continúan imponiendo su lógica depredadora
sobre las naciones más débiles, definiendo políticas, destruyendo economías
locales y condicionando las decisiones de los Estados bajo el disfraz del
“progreso” o la “ayuda internacional”.
En el caso de El Salvador, el capitalismo no solo fue
impuesto desde fuera, sino que también se consolidó desde dentro a través de
una oligarquía rapaz y antinacional, que durante más de un siglo controló el
poder político, económico y mediático del país. Desde las antiguas familias
cafetaleras del siglo XIX hasta los grupos empresariales financieros del siglo
XX y XXI, la historia salvadoreña fue una historia de concentración, exclusión
y violencia estructural.
Las élites locales
aprendieron pronto a asociarse con los intereses extranjeros, vendiendo la
soberanía nacional a cambio de privilegios. El pueblo, por su parte, fue
condenado a la pobreza, la migración y la desesperanza.
Sin embargo, la historia no está escrita de manera
definitiva.
Desde 2019, con la llegada del presidente Nayib Bukele,
El Salvador ha iniciado un proceso de transformación política y moral sin
precedentes en su historia contemporánea. Este nuevo ciclo ha desmontado los
pilares del viejo capitalismo oligárquico y de la corrupción institucional que
lo sostenía, desafiando tanto a las élites locales como a los intereses
foráneos que siempre habían dictado el rumbo del país. El modelo neoliberal
heredado de las décadas anteriores —basado en la privatización, el
endeudamiento y la corrupción— comenzó a ser sustituido por un modelo de Estado
activo, soberano y socialmente responsable, donde la inversión pública, la
honestidad administrativa y la seguridad ciudadana han pasado a ocupar el
centro de las políticas nacionales.
Las consecuencias de este viraje son visibles: la
reducción histórica de la violencia, la reconstrucción de hospitales y
escuelas, la inversión en infraestructura, la modernización tecnológica y el
combate frontal contra los privilegios de una clase política que durante
décadas utilizó la pobreza como herramienta de dominación. Este nuevo rumbo ha
generado un debate profundo sobre el papel del Estado, el mercado y la ética
pública en el desarrollo nacional. Ya no se trata simplemente de crecer
económicamente, sino de redistribuir con justicia, de garantizar que el dinero
público se utilice para el bien común y no para enriquecer a unos pocos.
La célebre frase del presidente Bukele —“El dinero
alcanza cuando nadie se lo roba”— resume con claridad este nuevo paradigma.
Más que un eslogan político, es una afirmación moral y
económica que desvela el núcleo ético del desarrollo: cuando la corrupción
desaparece, la prosperidad se vuelve posible; cuando el capital se administra
con transparencia, el Estado deja de ser instrumento de opresión y se convierte
en agente de liberación. Esta transformación ética del poder ha comenzado a
redefinir la relación entre el pueblo y el Estado, entre la economía y la
justicia, entre la política y la moral.
Pero no basta con celebrar los avances; es necesario
comprenderlos críticamente.
El desafío actual consiste en analizar si este nuevo
modelo en gestación representa una verdadera superación del capitalismo
depredador, o si simplemente constituye una versión corregida, más humana y
regulada, del mismo sistema. La tarea intelectual, ética y política de nuestro
tiempo consiste en estudiar las raíces estructurales de la desigualdad, sin
ignorar los logros alcanzados, pero tampoco sin perder de vista las
contradicciones que todavía persisten.
Por ello, este ensayo se propone examinar la evolución
del capitalismo en El Salvador, desde sus orígenes coloniales hasta su
reconfiguración contemporánea; evaluar las políticas que lo sostuvieron, los
grupos de poder que lo usufructuaron y las resistencias populares que lo
enfrentaron; y, finalmente, reflexionar sobre el nuevo escenario nacional que
emerge bajo la conducción de un Estado que se reivindica soberano, justo y
éticamente fundado. En un mundo cada vez más tecnificado y desigual, El
Salvador parece ofrecer un modelo alternativo de dignidad nacional, demostrando
que la ética, cuando se convierte en política de Estado, puede transformar la
historia.
I. EL CAPITALISMO GLOBAL Y LA NUEVA GEOPOLÍTICA DEL SIGLO
XXI
El capitalismo contemporáneo ya no es aquel que Karl Marx
describió en El Capital en el siglo XIX, centrado en la producción industrial y
la acumulación originaria de la riqueza.
Hoy se manifiesta como un sistema mundial financiarizado,
digital y tecnológicamente expandido, en el cual la información, los datos y
los algoritmos se han convertido en los nuevos medios de dominación. Las
corporaciones transnacionales que controlan las plataformas digitales, los
flujos financieros y la inteligencia artificial han desplazado a los antiguos
imperios coloniales, instaurando una forma más sutil —pero no menos violenta— de
dependencia global.
La llamada “economía del conocimiento” ha terminado por
ser una economía del control, donde los grandes consorcios tecnológicos
(Google, Amazon, Meta, Apple, Microsoft y BlackRock) manejan más poder que
muchos Estados soberanos.
Según el informe de Oxfam Internacional (2024), el 1% más
rico del planeta concentra más del 60% de la nueva riqueza generada en los
últimos tres años, mientras que casi 4 mil millones de personas continúan
viviendo con menos de 5,50 dólares diarios. Esta brecha económica ya no es solo
un problema de desigualdad material, sino una amenaza directa a la democracia y
la dignidad humana. Las grandes potencias han aprendido a sostener su hegemonía
no solo mediante la fuerza militar, sino a través del endeudamiento, la
especulación financiera y la manipulación mediática.
En este
contexto, las instituciones que durante décadas se presentaron como defensoras
del “desarrollo” —el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM)
y la Organización Mundial del Comercio (OMC)— se han convertido en guardianes
de un orden económico profundamente injusto. Su lógica no ha cambiado: prestan
dinero con condiciones que obligan a los países pobres a recortar gasto social,
privatizar servicios públicos y abrir sus mercados al capital extranjero. La supuesta “ayuda financiera” se transforma en una
cadena de dependencia estructural que perpetúa la pobreza, destruye la
soberanía y debilita la capacidad productiva de los Estados.
El Foro Económico Mundial (2024) reconoció que los riesgos
globales más graves para los próximos años son precisamente los generados por
el propio sistema capitalista: desigualdad extrema, desinformación digital,
concentración tecnológica y crisis climática. Paradójicamente, quienes causan
estos problemas son los mismos que se sientan en Davos cada enero a discutir
cómo “salvar al planeta”. El capitalismo global, en su versión neoliberal
tardía, ha alcanzado un punto de contradicción interna: su eficiencia económica
genera al mismo tiempo su propia destrucción moral y ecológica.
Desde una
perspectiva filosófica, el capitalismo del siglo XXI puede entenderse como la
nueva forma del fetichismo moderno, donde el valor económico sustituye al valor
humano. Todo se mide en términos de ganancia: la vida, la naturaleza, el tiempo
y hasta la conciencia. El ser humano ya no vale por lo que es, sino por lo que
produce y consume. El sistema convierte en mercancía todo lo que toca —incluso
el conocimiento, la educación y las emociones—, generando un tipo de alienación
más profunda que la descrita por Marx: una alienación digital, invisible,
silenciosa y adictiva.
Como señala el sociólogo Byung-Chul Han (2022), el
capitalismo actual no reprime: seduce. Ya no obliga al trabajador mediante la
fuerza física, sino que lo domina a través del placer, la distracción y la
hiperconectividad. El sujeto contemporáneo no se siente explotado, sino
“libre”, aunque en realidad sea esclavo de su propio rendimiento. El nuevo capitalismo fabrica no solo
pobreza material, sino también pobreza espiritual y emocional.
La pandemia del COVID-19 dejó al descubierto la
fragilidad de este modelo global. Mientras millones de personas perdieron sus
empleos, las grandes empresas tecnológicas y farmacéuticas duplicaron sus
ganancias. En 2021, la riqueza combinada de los diez hombres más ricos del
mundo creció en más de 700 mil millones de dólares (Oxfam, 2022). Este fenómeno, lejos de ser accidental, es
la expresión de un sistema que ha institucionalizado el egoísmo como virtud y
la desigualdad como motor de progreso.
El capitalismo global del siglo XXI ya no necesita
ejércitos para dominar: le basta el control de los datos, la deuda y la
narrativa.
En este escenario,
las naciones latinoamericanas —y especialmente El Salvador— se ven obligadas a
repensar su papel en el mundo. Durante décadas, la región fue tratada como un
laboratorio del neoliberalismo, donde se experimentaron las recetas del FMI y
se consolidaron las oligarquías nacionales. Pero en los últimos años ha surgido
una nueva conciencia latinoamericana, crítica y soberana, que busca romper el
ciclo de dependencia.
En este contexto, la experiencia salvadoreña reciente
representa una ruptura simbólica y política. Por primera vez en más de un
siglo, el Estado se coloca por encima de las élites financieras, afirmando que
la política puede dominar al capital y no al revés. Esta reconfiguración del
poder económico y político desafía los dogmas neoliberales y marca el inicio de
una nueva geopolítica regional basada en la soberanía, la ética pública y la independencia
nacional.
Por tanto,
el capitalismo global del siglo XXI, con todo su poder tecnológico y
financiero, enfrenta una contradicción esencial: o se transforma en un modelo
más humano, justo y sostenible, o colapsará bajo el peso de su propia deshumanización.
Las naciones que comprendan esta encrucijada —como parece hacerlo hoy El
Salvador— serán las que definan el rumbo del nuevo orden mundial.
II. DEL NEOLIBERALISMO AL ESTADO MODERNO SALVADOREÑO: DEL
SAQUEO AL DESARROLLO CON ÉTICA PÚBLICA
Durante más de tres décadas, El Salvador fue un
laboratorio del neoliberalismo. Desde la llegada al poder del partido ARENA en
1989, las políticas impuestas por los organismos financieros internacionales y
las élites locales establecieron un modelo económico orientado hacia la
privatización, la apertura comercial y la concentración de la riqueza. La
“receta neoliberal”, presentada como la vía del progreso, se tradujo en una
progresiva pérdida de soberanía nacional, el debilitamiento del Estado y la
mercantilización de todos los derechos sociales.
Lo que en el discurso se llamaba “modernización” del país
fue, en la práctica, la consolidación de un sistema oligárquico en el que el
capital mandaba y el pueblo obedecía.
La privatización de los bancos, las telecomunicaciones,
la energía eléctrica, las pensiones y hasta los servicios de salud y educación
benefició a un reducido grupo de familias históricas —los Cristiani, Poma,
Dueñas, Hill, Simán, entre otros—, que durante más de un siglo habían dominado
la economía nacional. Estas familias,
que se autodenominaban “empresariales”, no construyeron la riqueza productiva
del país, sino que la heredaron del despojo colonial y la multiplicaron
mediante el control de los recursos públicos. Mientras tanto, la mayoría del
pueblo salvadoreño quedó sometida a salarios precarios, desempleo y exclusión
social.
El neoliberalismo, bajo su apariencia técnica, fue una
ideología de dominación. Su lógica consistió en convencer a las naciones pobres
de que el Estado debía retirarse de la economía, que las empresas privadas
debían asumir la dirección del desarrollo y que la inversión extranjera
resolvería todos los males sociales. Pero,
como lo advirtió el economista Joseph Stiglitz (2023), “los países que entregan
sus políticas públicas a los mercados internacionales pierden no solo su
soberanía económica, sino su democracia misma”. Eso fue precisamente lo que
ocurrió en El Salvador entre 1989 y 2019: el poder político se convirtió en una
extensión del poder económico. ARENA y FMLN, pese a sus diferencias
ideológicas, compartieron una misma raíz estructural: la subordinación al
capital global y la tolerancia frente a la corrupción institucional.
Durante ese período, el Estado salvadoreño dejó de ser
garante del bien común para transformarse en una empresa clientelar. Los
gobiernos se convirtieron en intermediarios entre el pueblo y los grupos
financieros. Se endeudaron masivamente, subieron impuestos regresivos y
vendieron bienes nacionales a precios simbólicos. El dinero público fue
saqueado, las instituciones se vaciaron de sentido y el pueblo perdió la
confianza en sus dirigentes. La pobreza, en lugar de disminuir, se consolidó
como un fenómeno estructural: según la CEPAL (2019), más del 40% de la
población salvadoreña vivía en condiciones de vulnerabilidad social al final de
la década de los noventa, y casi la mitad de los hogares dependían de remesas
familiares para sobrevivir.
Ese modelo no solo generó pobreza económica, sino también
pobreza moral. Se normalizó la corrupción como parte del paisaje político.
Presidentes, ministros y diputados acumularon fortunas ilícitas mientras los
hospitales se caían a pedazos, las escuelas carecían de pupitres y los
campesinos eran expulsados de sus tierras por la miseria. La élite política y
mediática construyó un relato de “democracia ejemplar” mientras el país se
hundía en la violencia, el desempleo y la migración masiva. La democracia
neoliberal se convirtió, como escribió el filósofo Slavoj Žižek (2021), en “la forma más sofisticada de
dictadura del dinero”.
Sin embargo, en 2019 ocurrió un hecho histórico que marcó
un antes y un después: la irrupción política del presidente Nayib Bukele, quien
rompió con el viejo bipartidismo y puso en evidencia la corrupción de la vieja
clase dirigente. Su llegada al poder no fue un accidente político, sino la
expresión de una conciencia popular acumulada tras décadas de frustración. La
sociedad salvadoreña, cansada de promesas incumplidas, exigía un nuevo modelo
de Estado que no se arrodillara ante las oligarquías internas ni ante los
intereses extranjeros.
A partir de entonces comenzó a gestarse lo que puede
definirse como el Estado moderno salvadoreño, un Estado que no reniega de la
economía de mercado, pero que coloca la ética y la justicia social como
principios rectores de la acción pública. El eje de este nuevo paradigma se
resume en una frase que trascendió las fronteras nacionales:
“El dinero alcanza cuando nadie se lo roba.”
Esta afirmación, más que un lema político, se ha
convertido en una doctrina moral del nuevo Estado. Su mensaje es claro: el
problema del subdesarrollo no era la falta de recursos, sino el robo
sistemático de los mismos por parte de los gobiernos anteriores. Al cortar los
flujos de corrupción, se liberaron los fondos necesarios para transformar el
país. Obras que durante décadas fueron promesas incumplidas —como el Hospital
Rosales, las escuelas de primer nivel, los proyectos de vivienda y la
modernización vial— comenzaron a materializarse en tiempo récord, demostrando
que la honestidad administrativa es, en sí misma, una política de desarrollo.
La nueva
gestión pública, apoyada en tecnología, transparencia y participación
ciudadana, ha puesto al Estado como protagonista del progreso y no como
cómplice del saqueo. En apenas
seis años, el gobierno ha mostrado resultados tangibles: reducción histórica de
homicidios (de 51 por cada 100 mil habitantes en 2018 a menos de 2 en 2024,
según el Informe de Seguridad Nacional), aumento en la inversión educativa y
sanitaria, y una recuperación sostenida del crecimiento económico pospandemia.
Más importante aún, se ha iniciado una transformación
cultural: el pueblo ha comenzado a creer nuevamente en el Estado, y la política
ha recuperado su función ética. El neoliberalismo había roto ese vínculo,
reduciendo la ciudadanía a consumidores despolitizados. Hoy, el ciudadano
vuelve a sentirse sujeto de derechos y participante de un proyecto común.
Por supuesto, la transición no está exenta de tensiones.
Los antiguos poderes económicos, los medios tradicionales y los organismos
internacionales han intentado desacreditar las reformas salvadoreñas,
acusándolas de autoritarismo o populismo.
Sin embargo, esas críticas provienen de los mismos actores que durante décadas
guardaron silencio ante el saqueo y la miseria. La diferencia fundamental es
que, por primera vez, el Estado salvadoreño actúa en función de la mayoría y no
de las élites. Esa sola inversión de prioridades constituye una revolución
ética y política en sí misma.
El caso de El Salvador se ha convertido así en un
referente para América Latina, al demostrar que es posible recuperar la soberanía
sin aislarse del mundo, y que el desarrollo puede fundarse en la honestidad, la
eficiencia y la justicia social. El Estado moderno salvadoreño representa una
nueva síntesis: ni capitalismo salvaje ni estatismo burocrático, sino una
economía ética, disciplinada y humana, al servicio de la nación.
En este sentido, el tránsito del neoliberalismo al nuevo
Estado salvadoreño no es solo una transformación económica, sino también
espiritual. Supone pasar del egoísmo a la solidaridad, del lucro a la justicia,
de la corrupción a la decencia. Es, en definitiva, un renacimiento moral de la
política.
Como lo expresó Nayib Bukele (2023) en un discurso ante
la Asamblea General de las Naciones Unidas:
“Por primera vez, el dinero de los salvadoreños se usa
para los salvadoreños. Esa simple decisión está cambiando la historia de
nuestro país.”
Esa afirmación sintetiza el principio rector del nuevo El
Salvador: un Estado que gobierna con eficiencia y moralidad, consciente de que
la verdadera riqueza de una nación no está en sus bancos ni en sus empresas,
sino en la dignidad de su pueblo.
III. EL SALVADOR ANTES Y DESPUÉS DE LA CORRUPCIÓN
SISTÉMICA: LA CAÍDA DEL VIEJO PODER OLIGÁRQUICO
Durante gran parte del siglo XX y principios del XXI, El
Salvador vivió bajo un régimen de corrupción estructural legitimado por el
poder político y económico. Lo que se conocía como “democracia representativa” era, en realidad, una oligarquía de
partidos, banqueros y empresarios que utilizaban al Estado como su fuente
privada de enriquecimiento. El país estaba secuestrado por un puñado de
familias y sus partidos —ARENA y FMLN—, que alternaban el poder sin alterar el
sistema. Ambos funcionaban como guardianes del capitalismo local, uno desde la
derecha conservadora y otro desde la izquierda domesticada. En apariencia se
oponían; en la práctica compartían la misma raíz: el interés por mantener los privilegios.
Este sistema fue lo que el filósofo checo Karel Kosík
(1967) llamó una pseudoconcreción: una realidad aparente que oculta su esencia.
Los discursos democráticos, las elecciones periódicas y las promesas de
justicia social eran solo una fachada que disimulaba el verdadero
funcionamiento del poder. Detrás de la retórica republicana se escondía un
Estado capturado por los intereses económicos más oscuros. Los contratos
públicos, los préstamos internacionales, las privatizaciones y los fondos para
la reconstrucción nacional eran los principales mecanismos de saqueo
institucional.
En ese contexto, la corrupción no era una desviación del
sistema: era el sistema mismo. Gobernar implicaba enriquecerse; administrar el
Estado equivalía a repartirse el botín. Los
líderes políticos se transformaron en intermediarios del capital financiero y,
con la complicidad de los grandes medios, crearon una narrativa que culpaba al
pueblo de su propia pobreza. Mientras millones de salvadoreños emigraban o
sobrevivían con salarios miserables, los exmandatarios acumulaban fortunas en
cuentas extranjeras.
El resultado fue devastador. Según el Informe de
Transparencia Internacional (2018), El Salvador figuraba entre los países más
corruptos de América Latina, con una percepción de corrupción superior al 70%.
Los casos de enriquecimiento ilícito, desvío de fondos y sobornos se
multiplicaron: los expresidentes Francisco Flores, Antonio Saca y Mauricio
Funes fueron señalados o condenados por delitos relacionados con el uso
indebido de los recursos públicos. Entre 1990 y 2018, se estima que más de 10
mil millones de dólares fueron sustraídos al Estado por mecanismos de corrupción
institucional (FUSADES, 2019). Esa cifra equivalía al presupuesto total de
salud de una década.
La consecuencia social fue brutal: hospitales colapsados,
escuelas deterioradas, caminos destruidos, desempleo estructural y una
violencia desbordante que convirtió al país en uno de los más inseguros del
mundo. El Salvador se convirtió en una
nación donde la esperanza parecía imposible y la corrupción era aceptada como
una “costumbre nacional”. Se instaló una cultura de la resignación moral, en la
que la impunidad de los poderosos era vista como algo inevitable.
Frente a ese panorama, la llegada del presidente Nayib
Bukele en 2019 marcó el punto de inflexión. Por primera vez, un liderazgo ajeno
a los viejos partidos y sin vínculos con las élites tradicionales asumió el
control del Estado con una promesa concreta: poner fin al pacto de impunidad
que había protegido a los corruptos.
Este momento histórico puede describirse como el derrumbe de la vieja
arquitectura del poder oligárquico, un acontecimiento comparable, en términos
simbólicos, con las grandes revoluciones morales de la historia.
Desde
entonces, el país ha vivido una transformación profunda: el poder político se
emancipó del poder económico, y el Estado se colocó nuevamente al servicio del
pueblo. En palabras de Bukele (2022):
“Los mismos de siempre robaron durante treinta años y no
construyeron nada. En seis años hemos demostrado que se puede hacer todo, si el
dinero se usa con honestidad.”
Esa afirmación resume una verdad estructural: la
corrupción no solo roba dinero, roba futuro, salud, educación, confianza y
dignidad. Por eso, combatirla no es una acción administrativa, sino un acto
moral y patriótico. El nuevo gobierno
salvadoreño ha comprendido que sin ética pública no puede haber desarrollo
sostenible ni paz social. La lucha contra la corrupción se ha convertido en el
eje de una revolución política silenciosa que ha devuelto al país su esperanza
perdida.
Los resultados son visibles. Según el Banco Central de
Reserva (2025), la inversión pública ha crecido más del 60% en comparación con
2018, mientras que los índices de pobreza extrema han caído en un 40%.
Pero más allá de las cifras, lo esencial es el cambio de
mentalidad colectiva: el pueblo ha recuperado la fe en sus instituciones. Por
primera vez en décadas, la mayoría de los salvadoreños percibe al Estado como
un aliado y no como un enemigo.
Este fenómeno puede interpretarse como el nacimiento de
una nueva moral pública. El país ha
comprendido que el problema no era la escasez de recursos, sino la abundancia
de ladrones. Y cuando el robo sistemático cesa, el progreso se vuelve
posible. La transparencia se ha convertido en la nueva forma de patriotismo, y
la obra pública en el símbolo tangible de una nueva ética nacional.
La construcción de 70 escuelas nuevas, la remodelación
del Hospital Rosales, la expansión de la infraestructura vial y la recuperación
de los espacios públicos no son simples logros administrativos; son actos
simbólicos de redención histórica. Representan el paso del oprobio a la dignidad,
del saqueo a la reconstrucción.
El filósofo Erich Fromm (1968) señalaba que la libertad
auténtica comienza cuando el hombre deja de ser esclavo de las estructuras que
lo oprimen. En ese sentido, El Salvador está comenzando a liberarse no solo del
crimen y la corrupción, sino también de su pasado de dependencia psicológica.
El ciudadano ya no ve en el Estado una maquinaria corrupta, sino una
herramienta de justicia. Este cambio cultural es quizás el más profundo de
todos: el paso del pesimismo histórico al optimismo nacional.
Naturalmente, esta transformación ha generado
resistencia. Los viejos poderes económicos y políticos —incapaces de aceptar su
decadencia— han intentado rearticularse bajo nuevos nombres y colores
partidarios. Algunos se camuflan detrás
de discursos de “democracia”, “derechos humanos” o “pluralismo”, pero en
realidad defienden el mismo sistema de privilegios que empobreció al país
durante décadas. Sin embargo, la sociedad salvadoreña parece haber
aprendido la lección: la corrupción no se combate con discursos, sino con
resultados.
El derrumbe del viejo poder oligárquico no ha sido solo
político, sino también moral y simbólico. Se ha producido una inversión del
imaginario social: lo que antes era aceptado como “normal” hoy se considera
intolerable. El pueblo ha dejado de
admirar a los corruptos y ha comenzado a admirar la honestidad, el trabajo y la
eficiencia. En un país donde la desconfianza era la norma, el gobierno logró
instalar la confianza como valor cívico.
Así, El Salvador vive un proceso que podríamos llamar la
revolución ética del siglo XXI. Una revolución sin violencia, pero con
profundidad estructural; sin fusiles, pero con conciencia. El Estado ha sido
rescatado del secuestro oligárquico, y el pueblo ha recuperado el derecho a
soñar con un futuro digno. La caída de los viejos partidos —ARENA y FMLN— no
fue solo el fin de una época, sino el comienzo de una nueva forma de hacer
política: una política que ya no se basa en la demagogia, sino en la eficacia;
no en la retórica, sino en la obra; no en el robo, sino en la decencia.
En este nuevo horizonte, el capitalismo salvadoreño
comienza a ser redefinido: ya no como un instrumento de opresión de las élites,
sino como una herramienta regulada por el Estado para el bienestar colectivo.
La economía deja de ser fin en sí misma y se convierte en medio de justicia
social. El dinero público deja de servir a los corruptos y comienza a servir al
pueblo.
Este proceso, inédito en la historia nacional, demuestra
que cuando la ética entra en la política, la política deja de ser farsa y se
transforma en servicio. Por primera vez, El Salvador está escribiendo una
página luminosa en la historia latinoamericana: la historia de un país que
decidió vencer al poder del dinero con el poder de la moral.
IV. OBRAS, INVERSIÓN SOCIAL Y REDISTRIBUCIÓN EN LA ERA
BUKELE: LA ÉTICA COMO MOTOR DEL DESARROLLO
El desarrollo auténtico no se mide solo en cifras
macroeconómicas, sino en la dignificación de la vida humana. Un país
verdaderamente próspero no es aquel con los bancos más grandes o los centros
comerciales más brillantes, sino aquel en el que su pueblo tiene acceso a
salud, educación, vivienda, cultura y seguridad. Esta premisa, que había sido
olvidada por los gobiernos neoliberales de las últimas décadas, se ha
convertido en el eje rector del nuevo modelo salvadoreño impulsado desde 2019:
un modelo de Estado ético-productivo, donde la obra pública y la inversión
social se conciben como expresiones tangibles de justicia.
1. El dinero al servicio del pueblo
El principio “el dinero alcanza cuando nadie se lo roba”
no es solo una frase popular, sino la síntesis de una revolución moral y
administrativa. En los gobiernos anteriores, los recursos públicos se
evaporaban entre redes de corrupción, sobornos y proyectos fantasma. Hoy, esos
mismos fondos son la base de un proceso acelerado de transformación nacional.
Según el Banco Central de Reserva (2025), el gasto social
del Estado ha crecido más del 70% desde 2019, y el 83% de la inversión pública
se ejecuta directamente en obras de infraestructura, educación y salud. Por
primera vez en décadas, los proyectos se terminan y se entregan al pueblo en
lugar de quedar a medio construir o abandonados. Esta eficiencia no es producto
de un milagro económico, sino del orden moral en la administración del dinero
público.
Cada dólar que antes se perdía en corrupción se traduce
hoy en escuelas, carreteras, hospitales y becas.
La construcción y remodelación de más de 70 centros
escolares de primer nivel, inaugurados en 2025, constituye un símbolo de esta
transformación. No se trata únicamente de edificios modernos, sino de espacios
de dignidad donde miles de niños y jóvenes estudian en condiciones que antes
eran exclusivas de los colegios privados. Las nuevas escuelas, equipadas con
tecnología, mobiliario de calidad y conectividad, representan un acto de
justicia histórica: devolverle al pueblo lo que el Estado le debía desde hace
más de medio siglo.
2. La salud como derecho y no como privilegio
Uno de los pilares del nuevo Estado moderno es la
inversión en salud pública. Durante años, el Hospital Rosales, símbolo de la
decadencia institucional, fue utilizado por las élites políticas como excusa
para prometer lo que nunca cumplían. Hoy, su reconstrucción completa —con
tecnología médica avanzada y estándares regionales— es una de las obras más
emblemáticas del gobierno.
De acuerdo con el Ministerio de Salud (2025), el país ha
invertido más de 700 millones de dólares en infraestructura hospitalaria,
ampliación de unidades médicas y equipamiento moderno. El acceso gratuito a
medicamentos esenciales ha mejorado en un 60% respecto a 2018. Estos avances no
solo salvan vidas, sino que demuestran que la honestidad en la gestión pública
tiene efectos concretos en el bienestar colectivo.
La ética se convierte, así, en una política de salud:
cuando no se roba, hay medicinas; cuando no se desvían fondos, hay hospitales;
cuando se administra con decencia, hay esperanza.
3. Seguridad y desarrollo humano
El Plan Control Territorial y la creación de los Centros
de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) marcaron el inicio de una nueva era de
seguridad pública. Lo que durante décadas se consideró imposible —el fin de las
pandillas como poder paralelo— se logró mediante una estrategia integral basada
en tres pilares: justicia, prevención e inversión social.
El resultado es histórico: El Salvador pasó de ser uno de
los países más violentos del mundo a uno de los más seguros de América Latina.
En 2015 se registraban 103 homicidios por cada 100 mil habitantes; en 2024, la
cifra descendió a menos de 2 por cada 100 mil (Ministerio de Seguridad, 2024).
Esta reducción no solo representa el fin del terror
cotidiano, sino también la recuperación del espacio público y de la libertad
colectiva. Donde antes había miedo, hoy hay vida. Donde había extorsión, hoy
hay inversión. La seguridad se ha convertido en la base de un nuevo desarrollo,
porque no hay economía posible sin paz social.
La estabilidad lograda ha permitido que florezca la
inversión privada, el turismo, la innovación tecnológica y la confianza
internacional, sin que ello signifique una renuncia a la soberanía nacional.
4. Economía ética y redistribución real
A diferencia del modelo neoliberal —que medía el éxito
por las ganancias de unos pocos—, el nuevo modelo salvadoreño mide su eficacia
por la distribución equitativa de los beneficios sociales.
Según el Informe del PNUD (2024), la pobreza
multidimensional en El Salvador ha disminuido en un 45% en cinco años, y la
pobreza extrema se redujo a menos del 4%. Los programas de vivienda social, los
créditos agrícolas, las becas para jóvenes y los subsidios energéticos
representan una redistribución efectiva del ingreso nacional.
El Estado ha dejado de actuar como intermediario pasivo
del mercado para convertirse en agente de justicia distributiva. Esta nueva
relación entre economía y ética marca una ruptura conceptual profunda: la
riqueza ya no se mide en términos de acumulación, sino de utilidad social.
Como expresó Amartya Sen (2023), premio Nobel de
Economía, “el desarrollo no es solo aumento de ingresos, sino expansión de
libertades reales”. En esa línea, el Salvador actual busca no solo crecer
económicamente, sino liberar a su pueblo de las ataduras históricas de la
pobreza.
5. Cultura, tecnología y conciencia nacional
La transformación también se extiende al ámbito cultural
y tecnológico. Programas como Mi Nueva Escuela, Surf City, Bitcoin City y la
digitalización de servicios estatales han colocado al país en el radar mundial
como ejemplo de modernización con identidad nacional. Lejos de ser meros
proyectos económicos, estos programas expresan una filosofía política:
demostrar que la modernidad no está reñida con la soberanía y que la innovación
puede servir al pueblo sin entregar el país a los intereses extranjeros.
Por primera vez, los jóvenes salvadoreños no emigran
únicamente para buscar oportunidades; muchos regresan para invertir, crear y
participar en la transformación. Se está forjando un nuevo patriotismo
productivo, basado en la idea de que la prosperidad colectiva es posible cuando
el dinero público se administra con decencia.
Este proceso cultural y tecnológico es, en esencia, una
pedagogía de la ética: enseña que el desarrollo no depende del azar ni de la
caridad, sino del trabajo honesto, la organización social y la voluntad
política.
6. La moral como infraestructura invisible
Detrás de cada escuela, hospital o carretera hay una
infraestructura invisible: la moral pública. Sin ella, toda obra se desmorona.
La verdadera innovación del nuevo Estado salvadoreño no está únicamente en la
cantidad de proyectos ejecutados, sino en el principio que los sustenta: la
ética como motor del desarrollo.
El filósofo Fernando Savater (2022) sostiene que “sin
ética, toda política termina siendo administración de intereses privados”.
Esa frase define
con precisión el pasado del país. Hoy, por el contrario, el ejercicio del poder
se entiende como responsabilidad moral hacia la comunidad.
El desarrollo, en su sentido pleno, deja de ser solo una
cuestión económica y se convierte en una tarea espiritual: construir una nación
decente, donde cada ciudadano sienta orgullo de lo que es y de lo que juntos
construyen.
7. Un modelo salvadoreño para América Latina
La transformación salvadoreña ha despertado interés en
toda América Latina. Diversos analistas internacionales han comenzado a hablar
del “modelo Bukele”, no como un proyecto ideológico cerrado, sino como una
práctica política basada en la eficiencia, la transparencia y la soberanía.
El país ha demostrado que es posible desafiar las
estructuras del capitalismo neoliberal sin caer en el aislamiento, y que la
disciplina económica puede coexistir con la justicia social. En un continente
donde el populismo y la corrupción se disfrazan de revolución, El Salvador ofrece una alternativa: una
revolución ética real, construida con hechos, no con discursos.
En suma, la era Bukele ha inaugurado un nuevo paradigma
de desarrollo que combina ética, eficacia y equidad. No se trata de negar el
capitalismo, sino de reencauzarlo hacia el servicio humano. Cuando el Estado
asume su deber moral de administrar con justicia, el dinero deja de ser
instrumento de opresión y se convierte en semilla de esperanza.
El nuevo El Salvador, que emerge de las ruinas del
neoliberalismo, es la demostración viva de que la honestidad no es una utopía,
sino una forma concreta de gobierno. Donde antes reinaba la corrupción, hoy
florece la dignidad; donde antes había ruinas, hoy se levantan escuelas y
hospitales; donde antes había promesas vacías, hoy hay resultados.
V. LA ÉTICA DEL DINERO PÚBLICO: EL PRINCIPIO MORAL DE LA
PROSPERIDAD NACIONAL
El dinero público es mucho más que una herramienta
económica: es la expresión material de la confianza del pueblo en el Estado.
Cada impuesto pagado, cada presupuesto asignado y cada obra ejecutada
simbolizan un pacto moral entre los ciudadanos y sus gobernantes. Cuando ese
dinero se utiliza correctamente, el Estado se convierte en un instrumento de
progreso; cuando se desvía o se roba, el Estado se transforma en enemigo del
pueblo. Por ello, la ética en la
administración de los recursos públicos no es un asunto técnico, sino una
cuestión profundamente moral y civilizatoria.
Durante décadas, El Salvador vivió bajo una corrupción
institucionalizada que convirtió el dinero público en botín partidario. Los presupuestos nacionales fueron tratados
como propiedad privada de los funcionarios y los partidos tradicionales. Se
robó sin pudor y sin vergüenza, mientras se condenaba a millones de ciudadanos
a la miseria. El dinero, que debía financiar escuelas, hospitales y caminos,
terminó en cuentas personales, en sobresueldos, en campañas políticas o en el
lujo de unos cuantos.
Esa lógica
perversa generó lo que José Ortega y Gasset (1961) llamaría una “inversión
moral”: los delincuentes eran los poderosos, y los honestos eran vistos como
ingenuos. Se instaló una cultura de la impunidad en la que robar al Estado no
se consideraba crimen, sino astucia. El
dinero público, despojado de su función ética, se convirtió en símbolo de
decadencia.
Sin embargo, esa inversión moral ha comenzado a
revertirse en los últimos años. Con la llegada de una nueva visión política, el
dinero público ha sido revalorizado como patrimonio colectivo, y la honradez ha
vuelto a ocupar el centro de la vida pública. La administración honesta de los
recursos se ha convertido no solo en un deber institucional, sino en una virtud
republicana. El Estado moderno salvadoreño parte del principio de que la
moralidad en el gasto es condición de la prosperidad nacional.
1. El dinero como instrumento de justicia
El dinero público solo adquiere sentido cuando se usa en
función del bien común. Su valor moral radica en su capacidad para reparar
desigualdades y promover la justicia social. Cada dólar invertido en educación
es una inversión en inteligencia colectiva; cada dólar destinado a salud es una
inversión en esperanza de vida; cada carretera construida es una inversión en
dignidad y desarrollo local.
Por eso, la frase “El dinero alcanza cuando nadie se lo
roba” encierra una verdad filosófica y política de enorme profundidad: la
corrupción no solo empobrece las arcas del Estado, empobrece la moral del país
entero.
Cuando los fondos públicos se administran con honestidad,
el dinero deja de ser símbolo de codicia y se convierte en símbolo de virtud.
Así lo demuestran las obras recientes del gobierno salvadoreño: escuelas
reconstruidas, hospitales modernizados, proyectos viales y programas sociales
que hoy benefician a millones. Lo que antes era promesa electoral hoy es
política de Estado.
2. El Estado como administrador moral
El filósofo
Immanuel Kant (1785) afirmaba que la moral consiste en tratar a los seres
humanos siempre como fines, nunca como medios. Aplicado al Estado, esto significa que la administración
pública no puede ver a los ciudadanos como instrumentos de poder o de
enriquecimiento, sino como fines en sí mismos. Cuando el dinero público se
destina a los intereses particulares, se viola ese principio ético fundamental.
El nuevo paradigma salvadoreño busca justamente lo
contrario: devolver al Estado su condición de administrador moral. En lugar de
servir a los poderosos, el Estado sirve al pueblo; en lugar de enriquecer a los
funcionarios, enriquece al país. Este cambio de enfoque redefine la noción
misma de prosperidad: ya no se trata de acumular riqueza, sino de distribuirla
con justicia.
Como lo afirmó el presidente Nayib Bukele (2024):
“La verdadera riqueza de una nación no se mide por sus
millones en los bancos, sino por los millones de vidas que mejora con cada
obra.”
Esta afirmación no es retórica; es la traducción de un
principio filosófico en acción. Cuando la política se inspira en la moral, el
dinero público se convierte en instrumento de redención histórica.
3. La transparencia como virtud cívica
La transparencia, en este contexto, deja de ser una
exigencia burocrática para convertirse en una virtud cívica. Un gobierno
transparente no es aquel que simplemente publica cifras, sino aquel que actúa
de manera coherente con los valores que predica. La confianza del pueblo se
gana con hechos, no con discursos.
En la era Bukele, la transparencia ha sido acompañada por
una revolución digital del Estado, que permite controlar, auditar y comunicar
en tiempo real el uso de los fondos públicos. Las plataformas de rendición de
cuentas y la comunicación directa entre gobierno y ciudadanía han reducido la
opacidad que durante décadas protegió el robo institucional.
El ciudadano, por primera vez, participa en el control
ético del Estado, convirtiéndose en vigilante de su propio destino.
Esta participación moral activa ha generado un efecto
pedagógico profundo: el pueblo aprende, a través del ejemplo, que la honestidad
no solo es posible, sino rentable. La ética ha demostrado ser la inversión más
productiva.
4. La moral como fundamento de la prosperidad. La
historia demuestra que ningún país ha alcanzado la prosperidad duradera sobre
cimientos de corrupción. Las naciones que progresan no son las más ricas en
recursos naturales, sino las más ricas en moral pública.
El caso de El Salvador comienza a evidenciarlo: cuando se
erradica el robo, el dinero rinde; cuando hay confianza, hay inversión; cuando
hay justicia, hay crecimiento. La ética deja de ser un adorno para convertirse
en estrategia económica nacional.
En este sentido, el nuevo modelo salvadoreño se distingue
por haber incorporado la moral al corazón de la economía. La prosperidad deja
de ser un privilegio de las élites y se convierte en un derecho de todos. El
dinero público, administrado con justicia, se transforma en semilla de equidad.
El filósofo Fernando Savater (2020) señala que “una
democracia vale lo que valen las conciencias de quienes la integran”. En ese
sentido, la regeneración moral de El Salvador es también una regeneración
democrática. Un Estado honesto no necesita discursos populistas ni promesas
vacías: su legitimidad proviene de los resultados visibles y de la confianza
recuperada.
5. De la economía del saqueo a la economía del servicio
El paso del viejo modelo neoliberal —centrado en la
acumulación y el lucro— hacia un modelo ético de redistribución marca una
ruptura civilizatoria. Se ha sustituido la economía del saqueo por la economía
del servicio, en la que cada recurso invertido tiene un propósito moral: servir
al pueblo.
Este giro no implica rechazar la economía de mercado,
sino humanizarla, hacerla compatible con la justicia social.
En este sentido, El Salvador encarna una experiencia
inédita: un país que demuestra que la ética puede ser económicamente eficiente.
El dinero, cuando se usa con decencia, multiplica su poder creador. Las obras
públicas ejecutadas en tiempo récord, la expansión educativa y el
fortalecimiento de la seguridad son ejemplos palpables de una economía moral en
acción.
6. La ética como herencia histórica
Cada generación hereda no solo infraestructuras, sino
también valores. Si el siglo XX dejó a El Salvador la herencia amarga de la
corrupción y la desigualdad, el siglo XXI tiene la oportunidad de legar una
nueva moral pública. La ética del dinero —entendida como respeto sagrado por lo
que pertenece a todos— es la base de esa nueva herencia.
El desafío actual consiste en consolidar una cultura de
honestidad que trascienda a los gobiernos y se enraíce en la conciencia
colectiva. El verdadero éxito de la transformación no se medirá solo por las
obras construidas, sino por la institucionalización de la decencia.
Solo cuando la honestidad deje de ser una excepción y se
convierta en costumbre, El Salvador habrá completado su revolución moral.
VI. EL CAPITALISMO DIGITAL Y LA SOBERANÍA TECNOLÓGICA:
DESAFÍOS ÉTICOS DEL SIGLO XXI
El capitalismo del siglo XXI ha mutado. Ya no se sostiene
únicamente en la propiedad de las fábricas o de la tierra, sino en la propiedad
de los datos, el control de la información y el dominio de la conciencia
humana. Este nuevo sistema —que podríamos llamar capitalismo digital— se
caracteriza por su capacidad de penetrar todos los ámbitos de la vida, desde la
economía y la educación hasta las emociones y el pensamiento. En la era de la
inteligencia artificial, los algoritmos sustituyen al capataz y la vigilancia
digital reemplaza a la represión física. El resultado es una forma de
dominación más sutil, pero infinitamente más profunda: la colonización mental.
Según el informe del Foro Económico Mundial (2024), más
del 80 % de la información personal del planeta está concentrada en apenas diez
corporaciones tecnológicas, principalmente estadounidenses y chinas. Estas
empresas no solo controlan las plataformas donde interactuamos, sino también
las narrativas que moldean nuestra percepción de la realidad. La información se
ha convertido en la mercancía más valiosa del mundo y, al mismo tiempo, en el
nuevo instrumento de subordinación. En este contexto, la libertad se redefine: no basta con tener independencia política
o económica; es indispensable tener soberanía tecnológica y cognitiva.
1. De la fábrica al algoritmo: la nueva esclavitud
invisible
El filósofo Byung-Chul Han (2022) describe este fenómeno
como “la sociedad del rendimiento”, en la que los individuos ya no son
explotados por otros, sino por sí mismos. La lógica del capital ha colonizado
la mente, transformando la autoexplotación en virtud y la vigilancia en
entretenimiento. Las redes sociales, bajo la apariencia de libertad, operan
como mecanismos de control que recopilan datos, manipulan comportamientos y
moldean deseos. El sujeto digital se convierte en producto de consumo y
consumidor de sí mismo.
En este marco, la pobreza adopta nuevas formas: ya no es
solo falta de recursos materiales, sino falta de autonomía mental. Las corporaciones
tecnológicas han creado una economía basada en la atención, donde el tiempo
humano es la moneda de cambio. El usuario, distraído y alienado, se transforma
en engranaje del mercado digital. Este proceso produce lo que el psicólogo
Rubenstein (2021) llama “la fragmentación del ser”: una pérdida progresiva de
identidad, concentración y sentido crítico.
El capitalismo digital, a diferencia del industrial, no
necesita cadenas para esclavizar: basta con un teléfono inteligente y conexión
permanente. La alienación ya no se impone por la fuerza, sino por el deseo de
“estar conectados”. El resultado es una humanidad vigilada, predecible y
manipulable.
2. El desafío salvadoreño: independencia tecnológica y
ética pública
Frente a este nuevo escenario, El Salvador ha iniciado un
proceso de ruptura con la dependencia tecnológica global, apostando por la
soberanía digital.
La implementación del Bitcoin como moneda legal (2021),
la creación de la Bitcoin City, y la modernización de los sistemas de gobierno
electrónico son pasos audaces hacia la independencia financiera y tecnológica.
Aunque estas políticas han generado debate, representan un intento inédito de
redefinir la relación del país con el capital global y de insertar a la nación
en la revolución tecnológica desde una posición de autonomía y dignidad.
La digitalización de la gestión pública —plataformas de
transparencia, pagos electrónicos, acceso ciudadano en línea— ha permitido no
solo eficiencia, sino también control social del Estado. Esto responde a una
visión política coherente: utilizar la tecnología no para dominar, sino para
emancipar. El desafío consiste en mantener ese equilibrio: que el progreso
digital no se convierta en una nueva forma de esclavitud bajo el disfraz de
modernidad.
La soberanía tecnológica implica más que infraestructura;
requiere ética y pensamiento crítico. Un pueblo tecnológicamente avanzado pero
espiritualmente vacío corre el riesgo de ser manipulado con mayor facilidad.
Por eso, el desarrollo tecnológico debe estar subordinado a la educación ética,
al pensamiento libre y a la conciencia nacional.
Como
advierte el filósofo Yuval Noah Harari (2023), “quien controle los datos,
controlará el futuro, y quien controle la conciencia, controlará la humanidad”. De ahí la necesidad de una alfabetización digital ética
que enseñe a los ciudadanos no solo a usar la tecnología, sino a no ser usados
por ella.
3. La educación como escudo frente a la dominación
digital
En este nuevo contexto, la educación se convierte en el
principal campo de batalla. El viejo modelo educativo, diseñado para la
obediencia industrial, ya no responde a los desafíos del capitalismo digital.
El sistema
educativo salvadoreño, fortalecido por los programas de infraestructura y
conectividad del actual gobierno, enfrenta ahora la tarea de formar ciudadanos
críticos y autónomos, capaces de pensar más allá de las pantallas.
Educar en la era digital significa enseñar a discernir, a
desconfiar del algoritmo y a recuperar la profundidad del pensamiento frente a
la superficialidad del consumo informativo.
Como bien lo expresa Ventura (2025) en sus reflexiones
pedagógicas:
“El pensamiento superficial es el instrumento con el que
el capitalismo domina; el pensamiento crítico es el medio con el que el pueblo
se libera.”
Esta idea resume la tarea del siglo XXI: educar para la
libertad mental. La independencia tecnológica solo es posible cuando se
acompaña de independencia intelectual.
4. La inteligencia artificial: oportunidad y riesgo moral
La irrupción de la inteligencia artificial (IA)
representa la culminación del capitalismo digital. Los algoritmos de aprendizaje automático ya deciden qué leemos, qué
compramos e incluso cómo pensamos. Si esta tecnología se deja en manos de las
corporaciones globales, puede profundizar la desigualdad y convertir al ser
humano en un accesorio prescindible. Pero si se regula y se utiliza con fines
éticos, puede ser una herramienta de liberación.
El reto para naciones como El Salvador es monumental:
integrar la IA al desarrollo nacional sin perder la soberanía moral.
Esto implica desarrollar políticas que promuevan el uso
ético de la tecnología, proteger la privacidad de los ciudadanos, fomentar la
innovación local y garantizar que el conocimiento generado sirva al bien común.
La inteligencia artificial no debe reemplazar al ser humano, sino potenciar su
capacidad de justicia, empatía y creatividad.
5. La nueva frontera moral de la humanidad
En última instancia, el capitalismo digital plantea una
cuestión esencial: ¿seguirá el ser humano siendo sujeto de su destino o se
convertirá en objeto de los algoritmos?
El filósofo
Martin Heidegger (1954) advertía que la técnica puede volverse contra el hombre
cuando este olvida su propio ser y se somete a la lógica de la eficiencia. En
esa advertencia se encierra el dilema contemporáneo: la tecnología es poder,
pero sin ética es destrucción.
La humanidad se encuentra en una encrucijada
civilizatoria: o usa la tecnología para emanciparse, o será absorbida por ella.
El Salvador, en este contexto, puede ofrecer una lección
al mundo: demostrar que la soberanía tecnológica solo es posible cuando se
fundamenta en la soberanía moral. La ética no es un límite al progreso, sino su
condición más elevada. Un desarrollo sin moral es progreso vacío; un progreso
con moral es civilización.
En esa dirección, la revolución salvadoreña del siglo XXI
no solo se mide en escuelas construidas o hospitales levantados, sino también
en la conciencia crítica que siembra. El país está transitando hacia un modelo
de modernidad que no sacrifica su alma por la tecnología, sino que integra la
técnica al servicio del ser humano.
VII. EL NUEVO SUJETO POLÍTICO: EL PUEBLO COMO CONSTRUCTOR
DE SU DESTINO HISTÓRICO
A lo largo de la historia salvadoreña, el pueblo ha sido
reducido al papel de espectador. Las élites económicas dictaban las políticas,
los partidos monopolizaban la representación y los medios tradicionales
construían la narrativa nacional. El ciudadano común, marginado de las
decisiones y atrapado en la pobreza, fue concebido como masa manipulable, no
como protagonista.
Pero esa lógica comenzó a fracturarse con la llegada de
un nuevo proyecto político que reivindicó al pueblo como sujeto consciente de
su propio destino.
En la tradición política latinoamericana, el sujeto
popular siempre ha estado en disputa: ha sido romantizado en los discursos,
pero excluido en la práctica. En El Salvador, esa contradicción alcanzó su
punto máximo durante los gobiernos de ARENA y FMLN, donde las promesas de
participación ciudadana se tradujeron en clientelismo político y dependencia
económica. Se utilizó al pueblo como recurso electoral, pero se le negó la
posibilidad de decidir. Esa estructura vertical fue uno de los pilares del
capitalismo oligárquico salvadoreño: mantener al pueblo obediente mediante la
pobreza y el miedo.
El filósofo brasileño Paulo Freire (1970) señalaba que
“nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo: los hombres se liberan en
comunión”. Esa idea encuentra hoy una manifestación concreta en la
transformación salvadoreña. El pueblo no ha sido liberado por decreto, sino que
se ha reconocido como fuerza histórica, como conciencia colectiva capaz de
exigir resultados y de defender los logros obtenidos. Lo que antes era
resignación hoy es dignidad; lo que antes era silencio hoy es voz activa.
1. De la masa a la ciudadanía moral
La revolución ética que vive El Salvador no puede
entenderse solo desde las obras o las cifras; debe interpretarse desde la
conciencia ciudadana. El pueblo, antes manipulado por los medios y las
ideologías partidarias, ha despertado de la anestesia política. La conciencia
moral que acompaña esta transformación ha convertido al ciudadano en vigilante
del Estado y guardián del bien común.
El “nuevo pueblo” salvadoreño no se define únicamente por
su identidad nacional, sino por su madurez política: ya no vota por tradición,
sino por resultados; ya no espera dádivas, sino exige obras; ya no aplaude
discursos, sino demanda eficiencia. Esa evolución cultural es el corazón del
cambio político actual.
La politización del pueblo, entendida no como
adoctrinamiento sino como toma de conciencia, ha permitido superar siglos de
dominación ideológica. Como lo afirmó el propio presidente Nayib Bukele (2023):
“El
verdadero poder ya no está en los partidos ni en los bancos; está en el pueblo
que aprendió a no dejarse engañar.”
2. La ética como conciencia de clase nacional
En el pasado, el marxismo clásico hablaba de la
conciencia de clase como el reconocimiento del obrero frente a la burguesía.
Hoy, en el contexto salvadoreño, podríamos hablar de una conciencia de clase
nacional, en la que el pueblo se percibe como comunidad ética unida contra la
corrupción, la desigualdad y la manipulación mediática.
Esta nueva conciencia no nace del resentimiento, sino de
la esperanza. El pueblo no busca venganza, sino justicia; no exige privilegios,
sino equidad. Esa madurez espiritual constituye el fundamento de la
reconstrucción nacional.
La ética ha reemplazado al odio como motor de la
historia. Mientras los viejos partidos fomentaban divisiones ideológicas, el
nuevo Estado ha convocado a la unidad moral: trabajar por el país más allá de
los colores políticos. La obra pública, visible en cada comunidad, ha roto la
frontera entre la política y la vida cotidiana. Allí donde antes había
propaganda, hoy hay resultados; donde había escepticismo, hoy hay
participación.
En términos filosóficos, el pueblo salvadoreño ha dejado
de ser objeto de la historia para convertirse en sujeto trascendental de su
tiempo. El cambio no radica solo en la administración, sino en la forma en que
la sociedad se percibe a sí misma.
3. El pueblo educador: una pedagogía de la esperanza
Cada obra ejecutada, cada comunidad recuperada, cada
barrio libre de violencia se convierte en un aula donde el pueblo aprende y
enseña. Se está gestando lo que podríamos llamar una pedagogía nacional de la
esperanza.
El pueblo ha comprendido que la honestidad no es una
virtud abstracta, sino una práctica cotidiana que transforma realidades. Esa
pedagogía no se enseña en las universidades, sino en las calles, en los centros
escolares reconstruidos, en los hospitales reabiertos, en los parques que hoy
pertenecen nuevamente a las familias.
El nuevo ciudadano salvadoreño participa en la
construcción del país con sentido de pertenencia. La ética se ha popularizado:
ya no es patrimonio de los filósofos o los moralistas, sino del ciudadano común
que comprende que no robar, no mentir y no traicionar son los principios
básicos de la prosperidad nacional.
Como diría
Erich Fromm (1976), “la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere, sino
en querer lo que es justo”. El pueblo salvadoreño ha aprendido a desear lo
justo, y ese aprendizaje es la victoria más profunda de esta nueva era.
4. La ruptura del miedo y el renacimiento del orgullo
La pobreza y la violencia habían instalado en el pueblo
un sentimiento de inferioridad colectiva. Muchos salvadoreños crecieron
creyendo que su país estaba condenado a la corrupción y al fracaso. Esa
narrativa, alimentada por los viejos medios y las potencias extranjeras, fue
una de las armas más efectivas del dominio.
Pero esa mentalidad está cambiando. El pueblo salvadoreño
ha recuperado el orgullo de ser nación, el valor de creer en sí mismo. Ha
dejado de compararse con los poderosos para empezar a construir su propio
modelo. La frase “El dinero alcanza cuando nadie se lo roba” se ha convertido en
un símbolo de autoestima nacional: la demostración de que la honestidad no solo
es posible, sino productiva.
Este renacimiento del orgullo colectivo es una forma de
emancipación cultural. El pueblo ha comprendido que no necesita tutores
extranjeros ni partidos “salvadores”. Ha descubierto que su propio trabajo, su
fe y su moral son suficientes para transformar el país. Esa conciencia de
autodeterminación es el núcleo de la nueva ciudadanía salvadoreña.
5. El sujeto político de la dignidad
El nuevo
sujeto político que emerge en El Salvador es, ante todo, un sujeto de dignidad.
Su fuerza no proviene del resentimiento, sino de la conciencia moral; su arma
no es la violencia, sino la razón ética. Es un pueblo que no se deja manipular, que defiende sus
logros, que exige justicia y que sabe reconocer el valor de un gobierno
honesto.
Ese sujeto no es un mero votante; es un constructor de
nación. Ha comprendido que la política no pertenece a los partidos, sino al
pueblo; que el poder no es herencia de los ricos, sino derecho de los justos.
En cada comunidad organizada, en cada madre que defiende la educación de sus
hijos, en cada joven que participa en proyectos sociales, se manifiesta esta
nueva conciencia nacional.
En palabras de José Martí (1895), “los pueblos que no se
conocen a sí mismos están destinados a servir de pasto a los imperios”. El
pueblo salvadoreño ha comenzado a conocerse, a mirarse con respeto, a
reconocerse como protagonista de su historia. Y en ese reconocimiento se halla
su libertad.
El surgimiento del nuevo sujeto político salvadoreño
representa uno de los mayores logros de este proceso de transformación
nacional. La política ha dejado de ser privilegio de unos pocos para
convertirse en expresión colectiva de dignidad. El pueblo, antes marginado,
ahora piensa, decide y construye. Y en esa acción consciente está gestando no
solo un nuevo país, sino una nueva forma de humanidad: una humanidad que
comprende que la verdadera revolución no nace del odio, sino del amor ético por
la justicia.
VIII. EL DESAFÍO ÉTICO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL:
HACIA UNA CIVILIZACIÓN DE LA JUSTICIA Y LA CONCIENCIA
El desarrollo no puede reducirse a un incremento de
cifras o indicadores económicos. Desarrollarse significa crecer como humanidad,
superar la ignorancia, vencer la injusticia, alcanzar la plenitud de la
conciencia moral y espiritual. Un país puede tener autopistas modernas,
edificios lujosos y tecnología avanzada, pero si su pueblo vive sin sentido de
justicia, sin solidaridad y sin verdad, ese progreso es solo apariencia.
El verdadero desarrollo —el que dignifica al ser humano—
es, ante todo, un proceso ético.
Durante siglos, el pensamiento dominante ha identificado
el progreso con la acumulación material. El capitalismo global impuso la idea
de que el valor de una nación se mide por su producto interno bruto, no por su
bienestar espiritual. Esa visión reduccionista del desarrollo produjo una
humanidad deshumanizada: sociedades ricas en dinero, pero pobres en compasión;
conectadas digitalmente, pero fragmentadas moralmente.
Frente a ese modelo agotado, El Salvador está intentando
construir un nuevo paradigma de desarrollo humano integral, donde la economía,
la política, la educación y la cultura estén subordinadas a un principio
superior: la dignidad humana. Este principio —que inspiró la ética cristiana,
el humanismo ilustrado y la filosofía latinoamericana de la liberación—
sostiene que el ser humano no debe ser medio para ningún fin económico, sino
fin en sí mismo.
1. La dignidad como fundamento del desarrollo
Toda política pública, toda obra y toda decisión estatal
tienen sentido únicamente si sirven para elevar la dignidad de las personas.
El desarrollo humano integral parte del reconocimiento de
que el pueblo no es un recurso, sino el sujeto del progreso. Por eso, el modelo
salvadoreño actual —centrado en la inversión social, la seguridad, la educación
y la salud— constituye un renacimiento moral del Estado.
En palabras del filósofo Amartya Sen (2023), “el
desarrollo debe medirse por la libertad que las personas ganan para vivir la
vida que valoran”. Esta perspectiva ha comenzado a materializarse en El
Salvador: la gente vive sin miedo, los jóvenes estudian en escuelas modernas,
las familias gozan de espacios seguros, y los ciudadanos sienten orgullo de su
país. Estas transformaciones no son solo políticas: son espirituales.
La paz interior del pueblo es la señal más visible de su
desarrollo moral.
2. Educación, cultura y conciencia
La educación es el cimiento de toda transformación ética.
No se trata únicamente de transmitir información, sino de formar conciencia
crítica y sensibilidad moral. En este sentido, el fortalecimiento de la
educación pública y la modernización de sus espacios —a través de programas
como Mi Nueva Escuela— tienen una dimensión más profunda que la
infraestructura: constituyen una revolución cultural.
Educar éticamente significa enseñar a pensar, a
discernir, a empatizar, a cuidar lo común. Como bien afirmaba Erich Fromm
(1976), “el hombre moderno necesita una nueva orientación, no hacia el tener,
sino hacia el ser”.
El Salvador está comenzando a construir esa orientación
desde las aulas, donde el conocimiento se acompaña de valores, y la técnica se
equilibra con la humanidad.
De esa pedagogía surgirá el ciudadano moralmente libre,
consciente de que el progreso material sin virtud es solo otra forma de
esclavitud.
3. Justicia social y equidad moral
Ningún desarrollo puede ser justo si beneficia solo a una
minoría. La justicia social es el rostro ético de la economía.
La redistribución de los recursos, la inversión en las
zonas más olvidadas, el acceso universal a la salud y a la educación
constituyen actos de reparación moral.
Durante décadas, la estructura neoliberal reprodujo una
desigualdad insultante: unos pocos acumulaban fortunas mientras la mayoría
vivía en condiciones precarias.
Hoy, la justicia social se ha convertido en política de
Estado, y con ello se está redefiniendo el sentido de la democracia.
Democracia no es simplemente votar; es garantizar que
todos vivan con dignidad.
Como dijo José Martí (1891): “Con todos y para el bien de
todos”. Esa frase resume la esencia del nuevo Estado salvadoreño: una política
que no excluye, sino que integra; que no promete, sino que cumple. La justicia
deja de ser un ideal abstracto para convertirse en una experiencia cotidiana
visible en cada obra, en cada escuela y en cada familia que vuelve a tener
esperanza.
4. Medio ambiente y ética planetaria
El desarrollo humano integral no puede desligarse del
respeto a la naturaleza. La crisis climática mundial es el resultado de un
capitalismo depredador que ha tratado al planeta como una mina inagotable. La
ética del siglo XXI exige una alianza moral con la Tierra.
El Salvador ha iniciado políticas de reforestación,
gestión hídrica y transición energética que buscan equilibrar el crecimiento
económico con la sostenibilidad ecológica.
Pero más allá de las políticas, se requiere un cambio
cultural: comprender que cuidar el ambiente no es moda ni ideología, sino deber
ético con las generaciones futuras.
El pensamiento ético moderno, desde Hans Jonas (1984)
hasta Leonardo Boff (2015), ha advertido que la humanidad solo sobrevivirá si
asume la responsabilidad de proteger la vida. Por eso, el desarrollo
salvadoreño debe integrar la dimensión ecológica como parte de su moral
nacional. No hay prosperidad posible en un país que destruye su entorno. Cuidar
el agua, los bosques y la tierra es cuidar al pueblo mismo.
5. La espiritualidad como horizonte de civilización
El desarrollo humano integral no solo se mide por lo que
la gente tiene, sino por lo que es capaz de amar, crear y trascender. La
dimensión espiritual —no necesariamente religiosa, sino humana— es el corazón
de toda civilización.
La corrupción, la violencia y la injusticia nacen de la
ausencia de sentido moral. Por eso, la reconstrucción de El Salvador no puede
limitarse a levantar infraestructura; debe también reconstruir el alma
colectiva.
Esa reconstrucción comienza cuando los ciudadanos
comprenden que la política no es guerra de intereses, sino servicio; que el
dinero no es fin, sino medio; y que la felicidad nacional no se alcanza en la
opulencia individual, sino en la armonía común.
Solo un pueblo espiritualmente fuerte puede sostener un
Estado justo y una economía solidaria.
En este sentido, el nuevo proyecto salvadoreño representa
el germen de una civilización de la conciencia, una etapa superior de la
historia donde el progreso material y el desarrollo moral caminen juntos.
6. Hacia una civilización de la justicia y la conciencia
El reto del siglo XXI no es solo económico, sino
espiritual: crear una civilización donde la justicia sea ley natural y la
conciencia, motor de la acción.
El Salvador, pequeño en territorio pero grande en
ejemplo, está mostrando que un pueblo éticamente unido puede desafiar al
sistema mundial de la injusticia.
Su transformación —basada en la honestidad, la educación
y la soberanía— está sentando las bases de un modelo alternativo que inspira a
toda América Latina.
La civilización de la conciencia que aquí se perfila no
es una utopía lejana: es una realidad en construcción. Es la suma de millones
de actos honestos, de servidores públicos que cumplen, de ciudadanos que
respetan, de maestros que enseñan con pasión y de líderes que entienden que
gobernar es servir.
Cuando la ética se convierte en costumbre, la justicia
deja de ser sueño y se vuelve estructura.
El Salvador está demostrando al mundo que la
transformación moral de un pueblo puede ser el inicio de una nueva era.
De la corrupción a la honestidad, del miedo a la
esperanza, de la sumisión a la dignidad: ese es el tránsito histórico hacia una
civilización de la justicia y la conciencia, donde el desarrollo se mide no
solo en bienes, sino en valores.
CONCLUSIÓN GENERAL
El capitalismo, en su forma neoliberal y globalizada, ha
demostrado ser una maquinaria de desigualdad y alienación humana. Durante
décadas, El Salvador fue ejemplo trágico de ese modelo: un país sometido al
poder de unas cuantas familias, condenado al subdesarrollo moral y económico,
donde el Estado servía a los ricos y el pueblo sobrevivía entre la pobreza, la
violencia y la desesperanza. La historia reciente evidencia que la miseria no
era producto de la escasez, sino del robo institucionalizado y de la corrupción
estructural.
Sin embargo, el cambio iniciado en 2019 con la llegada
del presidente Nayib Bukele representa una inflexión histórica y moral. Por
primera vez, el Estado salvadoreño se ha liberado de los intereses oligárquicos
para convertirse en instrumento del bien común.
El combate a la corrupción, la recuperación de la
soberanía, la reconstrucción de la infraestructura nacional y la dignificación
del pueblo constituyen no solo un logro político, sino una revolución ética.
La frase “El dinero alcanza cuando nadie se lo roba”
sintetiza el principio moral que ha reorientado la vida nacional: la honestidad
como política de Estado y la ética como fundamento del desarrollo. Este nuevo
paradigma demuestra que la prosperidad no depende de las recetas del FMI ni de
los discursos de las élites, sino de la voluntad moral de un pueblo que se
niega a seguir siendo víctima.
El nuevo Estado salvadoreño ha comenzado a articular una
visión de futuro basada en la justicia, la educación, la soberanía tecnológica
y la conciencia nacional. No se trata de un rechazo absoluto al capitalismo,
sino de su transformación en un sistema más humano, donde la economía se
subordine a la ética y el poder se subordine al pueblo.
El Salvador está demostrando que un país pequeño puede
tener una misión civilizatoria: ofrecer al mundo el ejemplo de que el
desarrollo moral es el verdadero motor del progreso material. Cuando el dinero
público se convierte en herramienta de justicia, cuando el pueblo se convierte
en sujeto de su historia, y cuando la política se convierte en servicio, la
nación deja de ser territorio de saqueo y se convierte en comunidad de destino
y esperanza.
Así, la historia salvadoreña ya no se escribe desde la
derrota ni desde el miedo, sino desde la dignidad. Y esa dignidad
—reconquistada, defendida y cultivada— es la verdadera riqueza de un país que
ha decidido no volver a arrodillarse ante el capital ni ante la mentira.
REFLEXIÓN FINAL
Toda transformación profunda comienza en el espíritu. El
Salvador ha iniciado una revolución moral que trasciende la política y la
economía: una revolución que nace del alma colectiva de un pueblo que decidió
creer nuevamente en sí mismo.
La honestidad, despreciada durante décadas, se ha
convertido en el nuevo símbolo del patriotismo; la ética, olvidada por los
partidos y los poderosos, ha regresado al corazón del Estado.
Hoy el país avanza con paso firme hacia una civilización
de la conciencia, donde la justicia no se proclama, sino que se practica; donde
la dignidad no se promete, sino que se vive; y donde el dinero público,
administrado con decencia, se transforma en escuelas, hospitales y oportunidades.
El desafío que sigue es inmenso: consolidar esta cultura
ética para que perdure más allá de un gobierno, más allá de una generación.
Porque solo cuando la honestidad se vuelva costumbre,
cuando el respeto por lo común sea ley moral y cuando el amor por la patria se
exprese en cada acto cotidiano, El Salvador habrá alcanzado su verdadera
libertad.
El futuro pertenece a los pueblos que piensan, sienten y
actúan con conciencia.
Y ese futuro —más justo, más humano y más digno— ya ha
comenzado en El Salvador.
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SAN SALVADOR, 4 DE NOVIEMBRE DE 2025
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