martes, 4 de noviembre de 2025



DEL CAPITALISMO OLIGÁRQUICO AL NUEVO ESTADO SALVADOREÑO: ÉTICA, SOBERANÍA Y JUSTICIA SOCIA

 

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.


INTRODUCCIÓN

Durante más de dos siglos, el capitalismo ha sido presentado como el sistema económico más eficaz para generar riqueza y progreso material. Sin embargo, la realidad demuestra que ese progreso ha tenido un precio moral y humano demasiado alto: la desigualdad, la explotación, la deshumanización del trabajo y la conversión del ser humano en un simple número dentro de la maquinaria global de la acumulación. Hoy, en pleno siglo XXI, mientras algunos países discuten sobre la conquista de Marte o la inteligencia artificial, más de 700 millones de personas en el mundo continúan viviendo en la pobreza extrema (ONU, 2024). Nunca antes hubo tanta abundancia, ni tanta miseria coexistiendo en un mismo planeta.

El capitalismo, que en su origen surgió como motor de libertad económica y creatividad humana, se ha degradado en su forma contemporánea, transformándose en una fábrica de hacer pobres, como bien se advirtió en los primeros años del milenio. Es un sistema que, bajo la apariencia del desarrollo, concentra la riqueza, despoja a los pueblos de su soberanía y manipula la conciencia colectiva mediante el consumo y la alienación. Las grandes corporaciones globales, los bancos y los organismos financieros internacionales (FMI, BM, OMC) continúan imponiendo su lógica depredadora sobre las naciones más débiles, definiendo políticas, destruyendo economías locales y condicionando las decisiones de los Estados bajo el disfraz del “progreso” o la “ayuda internacional”.

En el caso de El Salvador, el capitalismo no solo fue impuesto desde fuera, sino que también se consolidó desde dentro a través de una oligarquía rapaz y antinacional, que durante más de un siglo controló el poder político, económico y mediático del país. Desde las antiguas familias cafetaleras del siglo XIX hasta los grupos empresariales financieros del siglo XX y XXI, la historia salvadoreña fue una historia de concentración, exclusión y violencia estructural.

 Las élites locales aprendieron pronto a asociarse con los intereses extranjeros, vendiendo la soberanía nacional a cambio de privilegios. El pueblo, por su parte, fue condenado a la pobreza, la migración y la desesperanza.

Sin embargo, la historia no está escrita de manera definitiva.

Desde 2019, con la llegada del presidente Nayib Bukele, El Salvador ha iniciado un proceso de transformación política y moral sin precedentes en su historia contemporánea. Este nuevo ciclo ha desmontado los pilares del viejo capitalismo oligárquico y de la corrupción institucional que lo sostenía, desafiando tanto a las élites locales como a los intereses foráneos que siempre habían dictado el rumbo del país. El modelo neoliberal heredado de las décadas anteriores —basado en la privatización, el endeudamiento y la corrupción— comenzó a ser sustituido por un modelo de Estado activo, soberano y socialmente responsable, donde la inversión pública, la honestidad administrativa y la seguridad ciudadana han pasado a ocupar el centro de las políticas nacionales.

Las consecuencias de este viraje son visibles: la reducción histórica de la violencia, la reconstrucción de hospitales y escuelas, la inversión en infraestructura, la modernización tecnológica y el combate frontal contra los privilegios de una clase política que durante décadas utilizó la pobreza como herramienta de dominación. Este nuevo rumbo ha generado un debate profundo sobre el papel del Estado, el mercado y la ética pública en el desarrollo nacional. Ya no se trata simplemente de crecer económicamente, sino de redistribuir con justicia, de garantizar que el dinero público se utilice para el bien común y no para enriquecer a unos pocos.

La célebre frase del presidente Bukele —“El dinero alcanza cuando nadie se lo roba”— resume con claridad este nuevo paradigma.

Más que un eslogan político, es una afirmación moral y económica que desvela el núcleo ético del desarrollo: cuando la corrupción desaparece, la prosperidad se vuelve posible; cuando el capital se administra con transparencia, el Estado deja de ser instrumento de opresión y se convierte en agente de liberación. Esta transformación ética del poder ha comenzado a redefinir la relación entre el pueblo y el Estado, entre la economía y la justicia, entre la política y la moral.

Pero no basta con celebrar los avances; es necesario comprenderlos críticamente.

El desafío actual consiste en analizar si este nuevo modelo en gestación representa una verdadera superación del capitalismo depredador, o si simplemente constituye una versión corregida, más humana y regulada, del mismo sistema. La tarea intelectual, ética y política de nuestro tiempo consiste en estudiar las raíces estructurales de la desigualdad, sin ignorar los logros alcanzados, pero tampoco sin perder de vista las contradicciones que todavía persisten.

Por ello, este ensayo se propone examinar la evolución del capitalismo en El Salvador, desde sus orígenes coloniales hasta su reconfiguración contemporánea; evaluar las políticas que lo sostuvieron, los grupos de poder que lo usufructuaron y las resistencias populares que lo enfrentaron; y, finalmente, reflexionar sobre el nuevo escenario nacional que emerge bajo la conducción de un Estado que se reivindica soberano, justo y éticamente fundado. En un mundo cada vez más tecnificado y desigual, El Salvador parece ofrecer un modelo alternativo de dignidad nacional, demostrando que la ética, cuando se convierte en política de Estado, puede transformar la historia.

I. EL CAPITALISMO GLOBAL Y LA NUEVA GEOPOLÍTICA DEL SIGLO XXI

El capitalismo contemporáneo ya no es aquel que Karl Marx describió en El Capital en el siglo XIX, centrado en la producción industrial y la acumulación originaria de la riqueza.

Hoy se manifiesta como un sistema mundial financiarizado, digital y tecnológicamente expandido, en el cual la información, los datos y los algoritmos se han convertido en los nuevos medios de dominación. Las corporaciones transnacionales que controlan las plataformas digitales, los flujos financieros y la inteligencia artificial han desplazado a los antiguos imperios coloniales, instaurando una forma más sutil —pero no menos violenta— de dependencia global.

La llamada “economía del conocimiento” ha terminado por ser una economía del control, donde los grandes consorcios tecnológicos (Google, Amazon, Meta, Apple, Microsoft y BlackRock) manejan más poder que muchos Estados soberanos.

Según el informe de Oxfam Internacional (2024), el 1% más rico del planeta concentra más del 60% de la nueva riqueza generada en los últimos tres años, mientras que casi 4 mil millones de personas continúan viviendo con menos de 5,50 dólares diarios. Esta brecha económica ya no es solo un problema de desigualdad material, sino una amenaza directa a la democracia y la dignidad humana. Las grandes potencias han aprendido a sostener su hegemonía no solo mediante la fuerza militar, sino a través del endeudamiento, la especulación financiera y la manipulación mediática.

En este contexto, las instituciones que durante décadas se presentaron como defensoras del “desarrollo” —el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial del Comercio (OMC)— se han convertido en guardianes de un orden económico profundamente injusto. Su lógica no ha cambiado: prestan dinero con condiciones que obligan a los países pobres a recortar gasto social, privatizar servicios públicos y abrir sus mercados al capital extranjero. La supuesta “ayuda financiera” se transforma en una cadena de dependencia estructural que perpetúa la pobreza, destruye la soberanía y debilita la capacidad productiva de los Estados.

El Foro Económico Mundial (2024) reconoció que los riesgos globales más graves para los próximos años son precisamente los generados por el propio sistema capitalista: desigualdad extrema, desinformación digital, concentración tecnológica y crisis climática. Paradójicamente, quienes causan estos problemas son los mismos que se sientan en Davos cada enero a discutir cómo “salvar al planeta”. El capitalismo global, en su versión neoliberal tardía, ha alcanzado un punto de contradicción interna: su eficiencia económica genera al mismo tiempo su propia destrucción moral y ecológica.

Desde una perspectiva filosófica, el capitalismo del siglo XXI puede entenderse como la nueva forma del fetichismo moderno, donde el valor económico sustituye al valor humano. Todo se mide en términos de ganancia: la vida, la naturaleza, el tiempo y hasta la conciencia. El ser humano ya no vale por lo que es, sino por lo que produce y consume. El sistema convierte en mercancía todo lo que toca —incluso el conocimiento, la educación y las emociones—, generando un tipo de alienación más profunda que la descrita por Marx: una alienación digital, invisible, silenciosa y adictiva.

Como señala el sociólogo Byung-Chul Han (2022), el capitalismo actual no reprime: seduce. Ya no obliga al trabajador mediante la fuerza física, sino que lo domina a través del placer, la distracción y la hiperconectividad. El sujeto contemporáneo no se siente explotado, sino “libre”, aunque en realidad sea esclavo de su propio rendimiento. El nuevo capitalismo fabrica no solo pobreza material, sino también pobreza espiritual y emocional.

La pandemia del COVID-19 dejó al descubierto la fragilidad de este modelo global. Mientras millones de personas perdieron sus empleos, las grandes empresas tecnológicas y farmacéuticas duplicaron sus ganancias. En 2021, la riqueza combinada de los diez hombres más ricos del mundo creció en más de 700 mil millones de dólares (Oxfam, 2022). Este fenómeno, lejos de ser accidental, es la expresión de un sistema que ha institucionalizado el egoísmo como virtud y la desigualdad como motor de progreso.

El capitalismo global del siglo XXI ya no necesita ejércitos para dominar: le basta el control de los datos, la deuda y la narrativa.

 En este escenario, las naciones latinoamericanas —y especialmente El Salvador— se ven obligadas a repensar su papel en el mundo. Durante décadas, la región fue tratada como un laboratorio del neoliberalismo, donde se experimentaron las recetas del FMI y se consolidaron las oligarquías nacionales. Pero en los últimos años ha surgido una nueva conciencia latinoamericana, crítica y soberana, que busca romper el ciclo de dependencia.

En este contexto, la experiencia salvadoreña reciente representa una ruptura simbólica y política. Por primera vez en más de un siglo, el Estado se coloca por encima de las élites financieras, afirmando que la política puede dominar al capital y no al revés. Esta reconfiguración del poder económico y político desafía los dogmas neoliberales y marca el inicio de una nueva geopolítica regional basada en la soberanía, la ética pública y la independencia nacional.

Por tanto, el capitalismo global del siglo XXI, con todo su poder tecnológico y financiero, enfrenta una contradicción esencial: o se transforma en un modelo más humano, justo y sostenible, o colapsará bajo el peso de su propia deshumanización. Las naciones que comprendan esta encrucijada —como parece hacerlo hoy El Salvador— serán las que definan el rumbo del nuevo orden mundial.

II. DEL NEOLIBERALISMO AL ESTADO MODERNO SALVADOREÑO: DEL SAQUEO AL DESARROLLO CON ÉTICA PÚBLICA

Durante más de tres décadas, El Salvador fue un laboratorio del neoliberalismo. Desde la llegada al poder del partido ARENA en 1989, las políticas impuestas por los organismos financieros internacionales y las élites locales establecieron un modelo económico orientado hacia la privatización, la apertura comercial y la concentración de la riqueza. La “receta neoliberal”, presentada como la vía del progreso, se tradujo en una progresiva pérdida de soberanía nacional, el debilitamiento del Estado y la mercantilización de todos los derechos sociales.

Lo que en el discurso se llamaba “modernización” del país fue, en la práctica, la consolidación de un sistema oligárquico en el que el capital mandaba y el pueblo obedecía.

La privatización de los bancos, las telecomunicaciones, la energía eléctrica, las pensiones y hasta los servicios de salud y educación benefició a un reducido grupo de familias históricas —los Cristiani, Poma, Dueñas, Hill, Simán, entre otros—, que durante más de un siglo habían dominado la economía nacional. Estas familias, que se autodenominaban “empresariales”, no construyeron la riqueza productiva del país, sino que la heredaron del despojo colonial y la multiplicaron mediante el control de los recursos públicos. Mientras tanto, la mayoría del pueblo salvadoreño quedó sometida a salarios precarios, desempleo y exclusión social.

El neoliberalismo, bajo su apariencia técnica, fue una ideología de dominación. Su lógica consistió en convencer a las naciones pobres de que el Estado debía retirarse de la economía, que las empresas privadas debían asumir la dirección del desarrollo y que la inversión extranjera resolvería todos los males sociales. Pero, como lo advirtió el economista Joseph Stiglitz (2023), “los países que entregan sus políticas públicas a los mercados internacionales pierden no solo su soberanía económica, sino su democracia misma”. Eso fue precisamente lo que ocurrió en El Salvador entre 1989 y 2019: el poder político se convirtió en una extensión del poder económico. ARENA y FMLN, pese a sus diferencias ideológicas, compartieron una misma raíz estructural: la subordinación al capital global y la tolerancia frente a la corrupción institucional.

Durante ese período, el Estado salvadoreño dejó de ser garante del bien común para transformarse en una empresa clientelar. Los gobiernos se convirtieron en intermediarios entre el pueblo y los grupos financieros. Se endeudaron masivamente, subieron impuestos regresivos y vendieron bienes nacionales a precios simbólicos. El dinero público fue saqueado, las instituciones se vaciaron de sentido y el pueblo perdió la confianza en sus dirigentes. La pobreza, en lugar de disminuir, se consolidó como un fenómeno estructural: según la CEPAL (2019), más del 40% de la población salvadoreña vivía en condiciones de vulnerabilidad social al final de la década de los noventa, y casi la mitad de los hogares dependían de remesas familiares para sobrevivir.

Ese modelo no solo generó pobreza económica, sino también pobreza moral. Se normalizó la corrupción como parte del paisaje político. Presidentes, ministros y diputados acumularon fortunas ilícitas mientras los hospitales se caían a pedazos, las escuelas carecían de pupitres y los campesinos eran expulsados de sus tierras por la miseria. La élite política y mediática construyó un relato de “democracia ejemplar” mientras el país se hundía en la violencia, el desempleo y la migración masiva. La democracia neoliberal se convirtió, como escribió el filósofo Slavoj Žižek (2021), en la forma más sofisticada de dictadura del dinero.

Sin embargo, en 2019 ocurrió un hecho histórico que marcó un antes y un después: la irrupción política del presidente Nayib Bukele, quien rompió con el viejo bipartidismo y puso en evidencia la corrupción de la vieja clase dirigente. Su llegada al poder no fue un accidente político, sino la expresión de una conciencia popular acumulada tras décadas de frustración. La sociedad salvadoreña, cansada de promesas incumplidas, exigía un nuevo modelo de Estado que no se arrodillara ante las oligarquías internas ni ante los intereses extranjeros.

A partir de entonces comenzó a gestarse lo que puede definirse como el Estado moderno salvadoreño, un Estado que no reniega de la economía de mercado, pero que coloca la ética y la justicia social como principios rectores de la acción pública. El eje de este nuevo paradigma se resume en una frase que trascendió las fronteras nacionales:

“El dinero alcanza cuando nadie se lo roba.”

Esta afirmación, más que un lema político, se ha convertido en una doctrina moral del nuevo Estado. Su mensaje es claro: el problema del subdesarrollo no era la falta de recursos, sino el robo sistemático de los mismos por parte de los gobiernos anteriores. Al cortar los flujos de corrupción, se liberaron los fondos necesarios para transformar el país. Obras que durante décadas fueron promesas incumplidas —como el Hospital Rosales, las escuelas de primer nivel, los proyectos de vivienda y la modernización vial— comenzaron a materializarse en tiempo récord, demostrando que la honestidad administrativa es, en sí misma, una política de desarrollo.

La nueva gestión pública, apoyada en tecnología, transparencia y participación ciudadana, ha puesto al Estado como protagonista del progreso y no como cómplice del saqueo. En apenas seis años, el gobierno ha mostrado resultados tangibles: reducción histórica de homicidios (de 51 por cada 100 mil habitantes en 2018 a menos de 2 en 2024, según el Informe de Seguridad Nacional), aumento en la inversión educativa y sanitaria, y una recuperación sostenida del crecimiento económico pospandemia.

Más importante aún, se ha iniciado una transformación cultural: el pueblo ha comenzado a creer nuevamente en el Estado, y la política ha recuperado su función ética. El neoliberalismo había roto ese vínculo, reduciendo la ciudadanía a consumidores despolitizados. Hoy, el ciudadano vuelve a sentirse sujeto de derechos y participante de un proyecto común.

Por supuesto, la transición no está exenta de tensiones. Los antiguos poderes económicos, los medios tradicionales y los organismos internacionales han intentado desacreditar las reformas salvadoreñas, acusándolas de autoritarismo o populismo. Sin embargo, esas críticas provienen de los mismos actores que durante décadas guardaron silencio ante el saqueo y la miseria. La diferencia fundamental es que, por primera vez, el Estado salvadoreño actúa en función de la mayoría y no de las élites. Esa sola inversión de prioridades constituye una revolución ética y política en sí misma.

El caso de El Salvador se ha convertido así en un referente para América Latina, al demostrar que es posible recuperar la soberanía sin aislarse del mundo, y que el desarrollo puede fundarse en la honestidad, la eficiencia y la justicia social. El Estado moderno salvadoreño representa una nueva síntesis: ni capitalismo salvaje ni estatismo burocrático, sino una economía ética, disciplinada y humana, al servicio de la nación.

En este sentido, el tránsito del neoliberalismo al nuevo Estado salvadoreño no es solo una transformación económica, sino también espiritual. Supone pasar del egoísmo a la solidaridad, del lucro a la justicia, de la corrupción a la decencia. Es, en definitiva, un renacimiento moral de la política.

Como lo expresó Nayib Bukele (2023) en un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas:

“Por primera vez, el dinero de los salvadoreños se usa para los salvadoreños. Esa simple decisión está cambiando la historia de nuestro país.”

Esa afirmación sintetiza el principio rector del nuevo El Salvador: un Estado que gobierna con eficiencia y moralidad, consciente de que la verdadera riqueza de una nación no está en sus bancos ni en sus empresas, sino en la dignidad de su pueblo.

III. EL SALVADOR ANTES Y DESPUÉS DE LA CORRUPCIÓN SISTÉMICA: LA CAÍDA DEL VIEJO PODER OLIGÁRQUICO

Durante gran parte del siglo XX y principios del XXI, El Salvador vivió bajo un régimen de corrupción estructural legitimado por el poder político y económico. Lo que se conocía como “democracia representativa” era, en realidad, una oligarquía de partidos, banqueros y empresarios que utilizaban al Estado como su fuente privada de enriquecimiento. El país estaba secuestrado por un puñado de familias y sus partidos —ARENA y FMLN—, que alternaban el poder sin alterar el sistema. Ambos funcionaban como guardianes del capitalismo local, uno desde la derecha conservadora y otro desde la izquierda domesticada. En apariencia se oponían; en la práctica compartían la misma raíz: el interés por mantener los privilegios.

Este sistema fue lo que el filósofo checo Karel Kosík (1967) llamó una pseudoconcreción: una realidad aparente que oculta su esencia. Los discursos democráticos, las elecciones periódicas y las promesas de justicia social eran solo una fachada que disimulaba el verdadero funcionamiento del poder. Detrás de la retórica republicana se escondía un Estado capturado por los intereses económicos más oscuros. Los contratos públicos, los préstamos internacionales, las privatizaciones y los fondos para la reconstrucción nacional eran los principales mecanismos de saqueo institucional.

En ese contexto, la corrupción no era una desviación del sistema: era el sistema mismo. Gobernar implicaba enriquecerse; administrar el Estado equivalía a repartirse el botín. Los líderes políticos se transformaron en intermediarios del capital financiero y, con la complicidad de los grandes medios, crearon una narrativa que culpaba al pueblo de su propia pobreza. Mientras millones de salvadoreños emigraban o sobrevivían con salarios miserables, los exmandatarios acumulaban fortunas en cuentas extranjeras.

El resultado fue devastador. Según el Informe de Transparencia Internacional (2018), El Salvador figuraba entre los países más corruptos de América Latina, con una percepción de corrupción superior al 70%. Los casos de enriquecimiento ilícito, desvío de fondos y sobornos se multiplicaron: los expresidentes Francisco Flores, Antonio Saca y Mauricio Funes fueron señalados o condenados por delitos relacionados con el uso indebido de los recursos públicos. Entre 1990 y 2018, se estima que más de 10 mil millones de dólares fueron sustraídos al Estado por mecanismos de corrupción institucional (FUSADES, 2019). Esa cifra equivalía al presupuesto total de salud de una década.

La consecuencia social fue brutal: hospitales colapsados, escuelas deterioradas, caminos destruidos, desempleo estructural y una violencia desbordante que convirtió al país en uno de los más inseguros del mundo. El Salvador se convirtió en una nación donde la esperanza parecía imposible y la corrupción era aceptada como una “costumbre nacional”. Se instaló una cultura de la resignación moral, en la que la impunidad de los poderosos era vista como algo inevitable.

Frente a ese panorama, la llegada del presidente Nayib Bukele en 2019 marcó el punto de inflexión. Por primera vez, un liderazgo ajeno a los viejos partidos y sin vínculos con las élites tradicionales asumió el control del Estado con una promesa concreta: poner fin al pacto de impunidad que había protegido a los corruptos. Este momento histórico puede describirse como el derrumbe de la vieja arquitectura del poder oligárquico, un acontecimiento comparable, en términos simbólicos, con las grandes revoluciones morales de la historia.

Desde entonces, el país ha vivido una transformación profunda: el poder político se emancipó del poder económico, y el Estado se colocó nuevamente al servicio del pueblo. En palabras de Bukele (2022):

“Los mismos de siempre robaron durante treinta años y no construyeron nada. En seis años hemos demostrado que se puede hacer todo, si el dinero se usa con honestidad.”

Esa afirmación resume una verdad estructural: la corrupción no solo roba dinero, roba futuro, salud, educación, confianza y dignidad. Por eso, combatirla no es una acción administrativa, sino un acto moral y patriótico. El nuevo gobierno salvadoreño ha comprendido que sin ética pública no puede haber desarrollo sostenible ni paz social. La lucha contra la corrupción se ha convertido en el eje de una revolución política silenciosa que ha devuelto al país su esperanza perdida.

Los resultados son visibles. Según el Banco Central de Reserva (2025), la inversión pública ha crecido más del 60% en comparación con 2018, mientras que los índices de pobreza extrema han caído en un 40%.

Pero más allá de las cifras, lo esencial es el cambio de mentalidad colectiva: el pueblo ha recuperado la fe en sus instituciones. Por primera vez en décadas, la mayoría de los salvadoreños percibe al Estado como un aliado y no como un enemigo.

Este fenómeno puede interpretarse como el nacimiento de una nueva moral pública. El país ha comprendido que el problema no era la escasez de recursos, sino la abundancia de ladrones. Y cuando el robo sistemático cesa, el progreso se vuelve posible. La transparencia se ha convertido en la nueva forma de patriotismo, y la obra pública en el símbolo tangible de una nueva ética nacional.

La construcción de 70 escuelas nuevas, la remodelación del Hospital Rosales, la expansión de la infraestructura vial y la recuperación de los espacios públicos no son simples logros administrativos; son actos simbólicos de redención histórica. Representan el paso del oprobio a la dignidad, del saqueo a la reconstrucción.

El filósofo Erich Fromm (1968) señalaba que la libertad auténtica comienza cuando el hombre deja de ser esclavo de las estructuras que lo oprimen. En ese sentido, El Salvador está comenzando a liberarse no solo del crimen y la corrupción, sino también de su pasado de dependencia psicológica. El ciudadano ya no ve en el Estado una maquinaria corrupta, sino una herramienta de justicia. Este cambio cultural es quizás el más profundo de todos: el paso del pesimismo histórico al optimismo nacional.

Naturalmente, esta transformación ha generado resistencia. Los viejos poderes económicos y políticos —incapaces de aceptar su decadencia— han intentado rearticularse bajo nuevos nombres y colores partidarios. Algunos se camuflan detrás de discursos de “democracia”, “derechos humanos” o “pluralismo”, pero en realidad defienden el mismo sistema de privilegios que empobreció al país durante décadas. Sin embargo, la sociedad salvadoreña parece haber aprendido la lección: la corrupción no se combate con discursos, sino con resultados.

El derrumbe del viejo poder oligárquico no ha sido solo político, sino también moral y simbólico. Se ha producido una inversión del imaginario social: lo que antes era aceptado como “normal” hoy se considera intolerable. El pueblo ha dejado de admirar a los corruptos y ha comenzado a admirar la honestidad, el trabajo y la eficiencia. En un país donde la desconfianza era la norma, el gobierno logró instalar la confianza como valor cívico.

Así, El Salvador vive un proceso que podríamos llamar la revolución ética del siglo XXI. Una revolución sin violencia, pero con profundidad estructural; sin fusiles, pero con conciencia. El Estado ha sido rescatado del secuestro oligárquico, y el pueblo ha recuperado el derecho a soñar con un futuro digno. La caída de los viejos partidos —ARENA y FMLN— no fue solo el fin de una época, sino el comienzo de una nueva forma de hacer política: una política que ya no se basa en la demagogia, sino en la eficacia; no en la retórica, sino en la obra; no en el robo, sino en la decencia.

En este nuevo horizonte, el capitalismo salvadoreño comienza a ser redefinido: ya no como un instrumento de opresión de las élites, sino como una herramienta regulada por el Estado para el bienestar colectivo. La economía deja de ser fin en sí misma y se convierte en medio de justicia social. El dinero público deja de servir a los corruptos y comienza a servir al pueblo.

Este proceso, inédito en la historia nacional, demuestra que cuando la ética entra en la política, la política deja de ser farsa y se transforma en servicio. Por primera vez, El Salvador está escribiendo una página luminosa en la historia latinoamericana: la historia de un país que decidió vencer al poder del dinero con el poder de la moral.

 

 

IV. OBRAS, INVERSIÓN SOCIAL Y REDISTRIBUCIÓN EN LA ERA BUKELE: LA ÉTICA COMO MOTOR DEL DESARROLLO

El desarrollo auténtico no se mide solo en cifras macroeconómicas, sino en la dignificación de la vida humana. Un país verdaderamente próspero no es aquel con los bancos más grandes o los centros comerciales más brillantes, sino aquel en el que su pueblo tiene acceso a salud, educación, vivienda, cultura y seguridad. Esta premisa, que había sido olvidada por los gobiernos neoliberales de las últimas décadas, se ha convertido en el eje rector del nuevo modelo salvadoreño impulsado desde 2019: un modelo de Estado ético-productivo, donde la obra pública y la inversión social se conciben como expresiones tangibles de justicia.

1. El dinero al servicio del pueblo

El principio “el dinero alcanza cuando nadie se lo roba” no es solo una frase popular, sino la síntesis de una revolución moral y administrativa. En los gobiernos anteriores, los recursos públicos se evaporaban entre redes de corrupción, sobornos y proyectos fantasma. Hoy, esos mismos fondos son la base de un proceso acelerado de transformación nacional.

Según el Banco Central de Reserva (2025), el gasto social del Estado ha crecido más del 70% desde 2019, y el 83% de la inversión pública se ejecuta directamente en obras de infraestructura, educación y salud. Por primera vez en décadas, los proyectos se terminan y se entregan al pueblo en lugar de quedar a medio construir o abandonados. Esta eficiencia no es producto de un milagro económico, sino del orden moral en la administración del dinero público.

Cada dólar que antes se perdía en corrupción se traduce hoy en escuelas, carreteras, hospitales y becas.

La construcción y remodelación de más de 70 centros escolares de primer nivel, inaugurados en 2025, constituye un símbolo de esta transformación. No se trata únicamente de edificios modernos, sino de espacios de dignidad donde miles de niños y jóvenes estudian en condiciones que antes eran exclusivas de los colegios privados. Las nuevas escuelas, equipadas con tecnología, mobiliario de calidad y conectividad, representan un acto de justicia histórica: devolverle al pueblo lo que el Estado le debía desde hace más de medio siglo.

2. La salud como derecho y no como privilegio

Uno de los pilares del nuevo Estado moderno es la inversión en salud pública. Durante años, el Hospital Rosales, símbolo de la decadencia institucional, fue utilizado por las élites políticas como excusa para prometer lo que nunca cumplían. Hoy, su reconstrucción completa —con tecnología médica avanzada y estándares regionales— es una de las obras más emblemáticas del gobierno.

De acuerdo con el Ministerio de Salud (2025), el país ha invertido más de 700 millones de dólares en infraestructura hospitalaria, ampliación de unidades médicas y equipamiento moderno. El acceso gratuito a medicamentos esenciales ha mejorado en un 60% respecto a 2018. Estos avances no solo salvan vidas, sino que demuestran que la honestidad en la gestión pública tiene efectos concretos en el bienestar colectivo.

La ética se convierte, así, en una política de salud: cuando no se roba, hay medicinas; cuando no se desvían fondos, hay hospitales; cuando se administra con decencia, hay esperanza.

3. Seguridad y desarrollo humano

El Plan Control Territorial y la creación de los Centros de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) marcaron el inicio de una nueva era de seguridad pública. Lo que durante décadas se consideró imposible —el fin de las pandillas como poder paralelo— se logró mediante una estrategia integral basada en tres pilares: justicia, prevención e inversión social.

El resultado es histórico: El Salvador pasó de ser uno de los países más violentos del mundo a uno de los más seguros de América Latina. En 2015 se registraban 103 homicidios por cada 100 mil habitantes; en 2024, la cifra descendió a menos de 2 por cada 100 mil (Ministerio de Seguridad, 2024).

Esta reducción no solo representa el fin del terror cotidiano, sino también la recuperación del espacio público y de la libertad colectiva. Donde antes había miedo, hoy hay vida. Donde había extorsión, hoy hay inversión. La seguridad se ha convertido en la base de un nuevo desarrollo, porque no hay economía posible sin paz social.

La estabilidad lograda ha permitido que florezca la inversión privada, el turismo, la innovación tecnológica y la confianza internacional, sin que ello signifique una renuncia a la soberanía nacional.

4. Economía ética y redistribución real

A diferencia del modelo neoliberal —que medía el éxito por las ganancias de unos pocos—, el nuevo modelo salvadoreño mide su eficacia por la distribución equitativa de los beneficios sociales.

Según el Informe del PNUD (2024), la pobreza multidimensional en El Salvador ha disminuido en un 45% en cinco años, y la pobreza extrema se redujo a menos del 4%. Los programas de vivienda social, los créditos agrícolas, las becas para jóvenes y los subsidios energéticos representan una redistribución efectiva del ingreso nacional.

El Estado ha dejado de actuar como intermediario pasivo del mercado para convertirse en agente de justicia distributiva. Esta nueva relación entre economía y ética marca una ruptura conceptual profunda: la riqueza ya no se mide en términos de acumulación, sino de utilidad social.

Como expresó Amartya Sen (2023), premio Nobel de Economía, “el desarrollo no es solo aumento de ingresos, sino expansión de libertades reales”. En esa línea, el Salvador actual busca no solo crecer económicamente, sino liberar a su pueblo de las ataduras históricas de la pobreza.

5. Cultura, tecnología y conciencia nacional

La transformación también se extiende al ámbito cultural y tecnológico. Programas como Mi Nueva Escuela, Surf City, Bitcoin City y la digitalización de servicios estatales han colocado al país en el radar mundial como ejemplo de modernización con identidad nacional. Lejos de ser meros proyectos económicos, estos programas expresan una filosofía política: demostrar que la modernidad no está reñida con la soberanía y que la innovación puede servir al pueblo sin entregar el país a los intereses extranjeros.

Por primera vez, los jóvenes salvadoreños no emigran únicamente para buscar oportunidades; muchos regresan para invertir, crear y participar en la transformación. Se está forjando un nuevo patriotismo productivo, basado en la idea de que la prosperidad colectiva es posible cuando el dinero público se administra con decencia.

Este proceso cultural y tecnológico es, en esencia, una pedagogía de la ética: enseña que el desarrollo no depende del azar ni de la caridad, sino del trabajo honesto, la organización social y la voluntad política.

6. La moral como infraestructura invisible

Detrás de cada escuela, hospital o carretera hay una infraestructura invisible: la moral pública. Sin ella, toda obra se desmorona. La verdadera innovación del nuevo Estado salvadoreño no está únicamente en la cantidad de proyectos ejecutados, sino en el principio que los sustenta: la ética como motor del desarrollo.

El filósofo Fernando Savater (2022) sostiene que “sin ética, toda política termina siendo administración de intereses privados”.

 Esa frase define con precisión el pasado del país. Hoy, por el contrario, el ejercicio del poder se entiende como responsabilidad moral hacia la comunidad.

El desarrollo, en su sentido pleno, deja de ser solo una cuestión económica y se convierte en una tarea espiritual: construir una nación decente, donde cada ciudadano sienta orgullo de lo que es y de lo que juntos construyen.

7. Un modelo salvadoreño para América Latina

La transformación salvadoreña ha despertado interés en toda América Latina. Diversos analistas internacionales han comenzado a hablar del “modelo Bukele”, no como un proyecto ideológico cerrado, sino como una práctica política basada en la eficiencia, la transparencia y la soberanía.

El país ha demostrado que es posible desafiar las estructuras del capitalismo neoliberal sin caer en el aislamiento, y que la disciplina económica puede coexistir con la justicia social. En un continente donde el populismo y la corrupción se disfrazan de revolución, El Salvador ofrece una alternativa: una revolución ética real, construida con hechos, no con discursos.

En suma, la era Bukele ha inaugurado un nuevo paradigma de desarrollo que combina ética, eficacia y equidad. No se trata de negar el capitalismo, sino de reencauzarlo hacia el servicio humano. Cuando el Estado asume su deber moral de administrar con justicia, el dinero deja de ser instrumento de opresión y se convierte en semilla de esperanza.

El nuevo El Salvador, que emerge de las ruinas del neoliberalismo, es la demostración viva de que la honestidad no es una utopía, sino una forma concreta de gobierno. Donde antes reinaba la corrupción, hoy florece la dignidad; donde antes había ruinas, hoy se levantan escuelas y hospitales; donde antes había promesas vacías, hoy hay resultados.

 

V. LA ÉTICA DEL DINERO PÚBLICO: EL PRINCIPIO MORAL DE LA PROSPERIDAD NACIONAL

El dinero público es mucho más que una herramienta económica: es la expresión material de la confianza del pueblo en el Estado. Cada impuesto pagado, cada presupuesto asignado y cada obra ejecutada simbolizan un pacto moral entre los ciudadanos y sus gobernantes. Cuando ese dinero se utiliza correctamente, el Estado se convierte en un instrumento de progreso; cuando se desvía o se roba, el Estado se transforma en enemigo del pueblo. Por ello, la ética en la administración de los recursos públicos no es un asunto técnico, sino una cuestión profundamente moral y civilizatoria.

Durante décadas, El Salvador vivió bajo una corrupción institucionalizada que convirtió el dinero público en botín partidario. Los presupuestos nacionales fueron tratados como propiedad privada de los funcionarios y los partidos tradicionales. Se robó sin pudor y sin vergüenza, mientras se condenaba a millones de ciudadanos a la miseria. El dinero, que debía financiar escuelas, hospitales y caminos, terminó en cuentas personales, en sobresueldos, en campañas políticas o en el lujo de unos cuantos.

Esa lógica perversa generó lo que José Ortega y Gasset (1961) llamaría una “inversión moral”: los delincuentes eran los poderosos, y los honestos eran vistos como ingenuos. Se instaló una cultura de la impunidad en la que robar al Estado no se consideraba crimen, sino astucia. El dinero público, despojado de su función ética, se convirtió en símbolo de decadencia.

Sin embargo, esa inversión moral ha comenzado a revertirse en los últimos años. Con la llegada de una nueva visión política, el dinero público ha sido revalorizado como patrimonio colectivo, y la honradez ha vuelto a ocupar el centro de la vida pública. La administración honesta de los recursos se ha convertido no solo en un deber institucional, sino en una virtud republicana. El Estado moderno salvadoreño parte del principio de que la moralidad en el gasto es condición de la prosperidad nacional.

1. El dinero como instrumento de justicia

El dinero público solo adquiere sentido cuando se usa en función del bien común. Su valor moral radica en su capacidad para reparar desigualdades y promover la justicia social. Cada dólar invertido en educación es una inversión en inteligencia colectiva; cada dólar destinado a salud es una inversión en esperanza de vida; cada carretera construida es una inversión en dignidad y desarrollo local.

Por eso, la frase “El dinero alcanza cuando nadie se lo roba” encierra una verdad filosófica y política de enorme profundidad: la corrupción no solo empobrece las arcas del Estado, empobrece la moral del país entero.

Cuando los fondos públicos se administran con honestidad, el dinero deja de ser símbolo de codicia y se convierte en símbolo de virtud. Así lo demuestran las obras recientes del gobierno salvadoreño: escuelas reconstruidas, hospitales modernizados, proyectos viales y programas sociales que hoy benefician a millones. Lo que antes era promesa electoral hoy es política de Estado.

2. El Estado como administrador moral

El filósofo Immanuel Kant (1785) afirmaba que la moral consiste en tratar a los seres humanos siempre como fines, nunca como medios. Aplicado al Estado, esto significa que la administración pública no puede ver a los ciudadanos como instrumentos de poder o de enriquecimiento, sino como fines en sí mismos. Cuando el dinero público se destina a los intereses particulares, se viola ese principio ético fundamental.

El nuevo paradigma salvadoreño busca justamente lo contrario: devolver al Estado su condición de administrador moral. En lugar de servir a los poderosos, el Estado sirve al pueblo; en lugar de enriquecer a los funcionarios, enriquece al país. Este cambio de enfoque redefine la noción misma de prosperidad: ya no se trata de acumular riqueza, sino de distribuirla con justicia.

Como lo afirmó el presidente Nayib Bukele (2024):

“La verdadera riqueza de una nación no se mide por sus millones en los bancos, sino por los millones de vidas que mejora con cada obra.”

Esta afirmación no es retórica; es la traducción de un principio filosófico en acción. Cuando la política se inspira en la moral, el dinero público se convierte en instrumento de redención histórica.

3. La transparencia como virtud cívica

La transparencia, en este contexto, deja de ser una exigencia burocrática para convertirse en una virtud cívica. Un gobierno transparente no es aquel que simplemente publica cifras, sino aquel que actúa de manera coherente con los valores que predica. La confianza del pueblo se gana con hechos, no con discursos.

En la era Bukele, la transparencia ha sido acompañada por una revolución digital del Estado, que permite controlar, auditar y comunicar en tiempo real el uso de los fondos públicos. Las plataformas de rendición de cuentas y la comunicación directa entre gobierno y ciudadanía han reducido la opacidad que durante décadas protegió el robo institucional.

El ciudadano, por primera vez, participa en el control ético del Estado, convirtiéndose en vigilante de su propio destino.

Esta participación moral activa ha generado un efecto pedagógico profundo: el pueblo aprende, a través del ejemplo, que la honestidad no solo es posible, sino rentable. La ética ha demostrado ser la inversión más productiva.

4. La moral como fundamento de la prosperidad. La historia demuestra que ningún país ha alcanzado la prosperidad duradera sobre cimientos de corrupción. Las naciones que progresan no son las más ricas en recursos naturales, sino las más ricas en moral pública.

El caso de El Salvador comienza a evidenciarlo: cuando se erradica el robo, el dinero rinde; cuando hay confianza, hay inversión; cuando hay justicia, hay crecimiento. La ética deja de ser un adorno para convertirse en estrategia económica nacional.

En este sentido, el nuevo modelo salvadoreño se distingue por haber incorporado la moral al corazón de la economía. La prosperidad deja de ser un privilegio de las élites y se convierte en un derecho de todos. El dinero público, administrado con justicia, se transforma en semilla de equidad.

El filósofo Fernando Savater (2020) señala que “una democracia vale lo que valen las conciencias de quienes la integran”. En ese sentido, la regeneración moral de El Salvador es también una regeneración democrática. Un Estado honesto no necesita discursos populistas ni promesas vacías: su legitimidad proviene de los resultados visibles y de la confianza recuperada.

5. De la economía del saqueo a la economía del servicio

El paso del viejo modelo neoliberal —centrado en la acumulación y el lucro— hacia un modelo ético de redistribución marca una ruptura civilizatoria. Se ha sustituido la economía del saqueo por la economía del servicio, en la que cada recurso invertido tiene un propósito moral: servir al pueblo.

Este giro no implica rechazar la economía de mercado, sino humanizarla, hacerla compatible con la justicia social.

En este sentido, El Salvador encarna una experiencia inédita: un país que demuestra que la ética puede ser económicamente eficiente. El dinero, cuando se usa con decencia, multiplica su poder creador. Las obras públicas ejecutadas en tiempo récord, la expansión educativa y el fortalecimiento de la seguridad son ejemplos palpables de una economía moral en acción.

 

6. La ética como herencia histórica

Cada generación hereda no solo infraestructuras, sino también valores. Si el siglo XX dejó a El Salvador la herencia amarga de la corrupción y la desigualdad, el siglo XXI tiene la oportunidad de legar una nueva moral pública. La ética del dinero —entendida como respeto sagrado por lo que pertenece a todos— es la base de esa nueva herencia.

El desafío actual consiste en consolidar una cultura de honestidad que trascienda a los gobiernos y se enraíce en la conciencia colectiva. El verdadero éxito de la transformación no se medirá solo por las obras construidas, sino por la institucionalización de la decencia.

Solo cuando la honestidad deje de ser una excepción y se convierta en costumbre, El Salvador habrá completado su revolución moral.

VI. EL CAPITALISMO DIGITAL Y LA SOBERANÍA TECNOLÓGICA: DESAFÍOS ÉTICOS DEL SIGLO XXI

El capitalismo del siglo XXI ha mutado. Ya no se sostiene únicamente en la propiedad de las fábricas o de la tierra, sino en la propiedad de los datos, el control de la información y el dominio de la conciencia humana. Este nuevo sistema —que podríamos llamar capitalismo digital— se caracteriza por su capacidad de penetrar todos los ámbitos de la vida, desde la economía y la educación hasta las emociones y el pensamiento. En la era de la inteligencia artificial, los algoritmos sustituyen al capataz y la vigilancia digital reemplaza a la represión física. El resultado es una forma de dominación más sutil, pero infinitamente más profunda: la colonización mental.

Según el informe del Foro Económico Mundial (2024), más del 80 % de la información personal del planeta está concentrada en apenas diez corporaciones tecnológicas, principalmente estadounidenses y chinas. Estas empresas no solo controlan las plataformas donde interactuamos, sino también las narrativas que moldean nuestra percepción de la realidad. La información se ha convertido en la mercancía más valiosa del mundo y, al mismo tiempo, en el nuevo instrumento de subordinación. En este contexto, la libertad se redefine: no basta con tener independencia política o económica; es indispensable tener soberanía tecnológica y cognitiva.

1. De la fábrica al algoritmo: la nueva esclavitud invisible

El filósofo Byung-Chul Han (2022) describe este fenómeno como “la sociedad del rendimiento”, en la que los individuos ya no son explotados por otros, sino por sí mismos. La lógica del capital ha colonizado la mente, transformando la autoexplotación en virtud y la vigilancia en entretenimiento. Las redes sociales, bajo la apariencia de libertad, operan como mecanismos de control que recopilan datos, manipulan comportamientos y moldean deseos. El sujeto digital se convierte en producto de consumo y consumidor de sí mismo.

En este marco, la pobreza adopta nuevas formas: ya no es solo falta de recursos materiales, sino falta de autonomía mental. Las corporaciones tecnológicas han creado una economía basada en la atención, donde el tiempo humano es la moneda de cambio. El usuario, distraído y alienado, se transforma en engranaje del mercado digital. Este proceso produce lo que el psicólogo Rubenstein (2021) llama “la fragmentación del ser”: una pérdida progresiva de identidad, concentración y sentido crítico.

El capitalismo digital, a diferencia del industrial, no necesita cadenas para esclavizar: basta con un teléfono inteligente y conexión permanente. La alienación ya no se impone por la fuerza, sino por el deseo de “estar conectados”. El resultado es una humanidad vigilada, predecible y manipulable.

2. El desafío salvadoreño: independencia tecnológica y ética pública

Frente a este nuevo escenario, El Salvador ha iniciado un proceso de ruptura con la dependencia tecnológica global, apostando por la soberanía digital.

La implementación del Bitcoin como moneda legal (2021), la creación de la Bitcoin City, y la modernización de los sistemas de gobierno electrónico son pasos audaces hacia la independencia financiera y tecnológica. Aunque estas políticas han generado debate, representan un intento inédito de redefinir la relación del país con el capital global y de insertar a la nación en la revolución tecnológica desde una posición de autonomía y dignidad.

La digitalización de la gestión pública —plataformas de transparencia, pagos electrónicos, acceso ciudadano en línea— ha permitido no solo eficiencia, sino también control social del Estado. Esto responde a una visión política coherente: utilizar la tecnología no para dominar, sino para emancipar. El desafío consiste en mantener ese equilibrio: que el progreso digital no se convierta en una nueva forma de esclavitud bajo el disfraz de modernidad.

La soberanía tecnológica implica más que infraestructura; requiere ética y pensamiento crítico. Un pueblo tecnológicamente avanzado pero espiritualmente vacío corre el riesgo de ser manipulado con mayor facilidad. Por eso, el desarrollo tecnológico debe estar subordinado a la educación ética, al pensamiento libre y a la conciencia nacional.

Como advierte el filósofo Yuval Noah Harari (2023), “quien controle los datos, controlará el futuro, y quien controle la conciencia, controlará la humanidad”. De ahí la necesidad de una alfabetización digital ética que enseñe a los ciudadanos no solo a usar la tecnología, sino a no ser usados por ella.

3. La educación como escudo frente a la dominación digital

En este nuevo contexto, la educación se convierte en el principal campo de batalla. El viejo modelo educativo, diseñado para la obediencia industrial, ya no responde a los desafíos del capitalismo digital.

El sistema educativo salvadoreño, fortalecido por los programas de infraestructura y conectividad del actual gobierno, enfrenta ahora la tarea de formar ciudadanos críticos y autónomos, capaces de pensar más allá de las pantallas.

Educar en la era digital significa enseñar a discernir, a desconfiar del algoritmo y a recuperar la profundidad del pensamiento frente a la superficialidad del consumo informativo.

Como bien lo expresa Ventura (2025) en sus reflexiones pedagógicas:

“El pensamiento superficial es el instrumento con el que el capitalismo domina; el pensamiento crítico es el medio con el que el pueblo se libera.”

Esta idea resume la tarea del siglo XXI: educar para la libertad mental. La independencia tecnológica solo es posible cuando se acompaña de independencia intelectual.

4. La inteligencia artificial: oportunidad y riesgo moral

La irrupción de la inteligencia artificial (IA) representa la culminación del capitalismo digital. Los algoritmos de aprendizaje automático ya deciden qué leemos, qué compramos e incluso cómo pensamos. Si esta tecnología se deja en manos de las corporaciones globales, puede profundizar la desigualdad y convertir al ser humano en un accesorio prescindible. Pero si se regula y se utiliza con fines éticos, puede ser una herramienta de liberación.

El reto para naciones como El Salvador es monumental: integrar la IA al desarrollo nacional sin perder la soberanía moral.

Esto implica desarrollar políticas que promuevan el uso ético de la tecnología, proteger la privacidad de los ciudadanos, fomentar la innovación local y garantizar que el conocimiento generado sirva al bien común. La inteligencia artificial no debe reemplazar al ser humano, sino potenciar su capacidad de justicia, empatía y creatividad.

5. La nueva frontera moral de la humanidad

En última instancia, el capitalismo digital plantea una cuestión esencial: ¿seguirá el ser humano siendo sujeto de su destino o se convertirá en objeto de los algoritmos?

El filósofo Martin Heidegger (1954) advertía que la técnica puede volverse contra el hombre cuando este olvida su propio ser y se somete a la lógica de la eficiencia. En esa advertencia se encierra el dilema contemporáneo: la tecnología es poder, pero sin ética es destrucción.

La humanidad se encuentra en una encrucijada civilizatoria: o usa la tecnología para emanciparse, o será absorbida por ella.

El Salvador, en este contexto, puede ofrecer una lección al mundo: demostrar que la soberanía tecnológica solo es posible cuando se fundamenta en la soberanía moral. La ética no es un límite al progreso, sino su condición más elevada. Un desarrollo sin moral es progreso vacío; un progreso con moral es civilización.

En esa dirección, la revolución salvadoreña del siglo XXI no solo se mide en escuelas construidas o hospitales levantados, sino también en la conciencia crítica que siembra. El país está transitando hacia un modelo de modernidad que no sacrifica su alma por la tecnología, sino que integra la técnica al servicio del ser humano.

VII. EL NUEVO SUJETO POLÍTICO: EL PUEBLO COMO CONSTRUCTOR DE SU DESTINO HISTÓRICO

A lo largo de la historia salvadoreña, el pueblo ha sido reducido al papel de espectador. Las élites económicas dictaban las políticas, los partidos monopolizaban la representación y los medios tradicionales construían la narrativa nacional. El ciudadano común, marginado de las decisiones y atrapado en la pobreza, fue concebido como masa manipulable, no como protagonista.

Pero esa lógica comenzó a fracturarse con la llegada de un nuevo proyecto político que reivindicó al pueblo como sujeto consciente de su propio destino.

En la tradición política latinoamericana, el sujeto popular siempre ha estado en disputa: ha sido romantizado en los discursos, pero excluido en la práctica. En El Salvador, esa contradicción alcanzó su punto máximo durante los gobiernos de ARENA y FMLN, donde las promesas de participación ciudadana se tradujeron en clientelismo político y dependencia económica. Se utilizó al pueblo como recurso electoral, pero se le negó la posibilidad de decidir. Esa estructura vertical fue uno de los pilares del capitalismo oligárquico salvadoreño: mantener al pueblo obediente mediante la pobreza y el miedo.

El filósofo brasileño Paulo Freire (1970) señalaba que “nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo: los hombres se liberan en comunión”. Esa idea encuentra hoy una manifestación concreta en la transformación salvadoreña. El pueblo no ha sido liberado por decreto, sino que se ha reconocido como fuerza histórica, como conciencia colectiva capaz de exigir resultados y de defender los logros obtenidos. Lo que antes era resignación hoy es dignidad; lo que antes era silencio hoy es voz activa.

1. De la masa a la ciudadanía moral

La revolución ética que vive El Salvador no puede entenderse solo desde las obras o las cifras; debe interpretarse desde la conciencia ciudadana. El pueblo, antes manipulado por los medios y las ideologías partidarias, ha despertado de la anestesia política. La conciencia moral que acompaña esta transformación ha convertido al ciudadano en vigilante del Estado y guardián del bien común.

El “nuevo pueblo” salvadoreño no se define únicamente por su identidad nacional, sino por su madurez política: ya no vota por tradición, sino por resultados; ya no espera dádivas, sino exige obras; ya no aplaude discursos, sino demanda eficiencia. Esa evolución cultural es el corazón del cambio político actual.

La politización del pueblo, entendida no como adoctrinamiento sino como toma de conciencia, ha permitido superar siglos de dominación ideológica. Como lo afirmó el propio presidente Nayib Bukele (2023):

“El verdadero poder ya no está en los partidos ni en los bancos; está en el pueblo que aprendió a no dejarse engañar.”

2. La ética como conciencia de clase nacional

En el pasado, el marxismo clásico hablaba de la conciencia de clase como el reconocimiento del obrero frente a la burguesía. Hoy, en el contexto salvadoreño, podríamos hablar de una conciencia de clase nacional, en la que el pueblo se percibe como comunidad ética unida contra la corrupción, la desigualdad y la manipulación mediática.

Esta nueva conciencia no nace del resentimiento, sino de la esperanza. El pueblo no busca venganza, sino justicia; no exige privilegios, sino equidad. Esa madurez espiritual constituye el fundamento de la reconstrucción nacional.

La ética ha reemplazado al odio como motor de la historia. Mientras los viejos partidos fomentaban divisiones ideológicas, el nuevo Estado ha convocado a la unidad moral: trabajar por el país más allá de los colores políticos. La obra pública, visible en cada comunidad, ha roto la frontera entre la política y la vida cotidiana. Allí donde antes había propaganda, hoy hay resultados; donde había escepticismo, hoy hay participación.

En términos filosóficos, el pueblo salvadoreño ha dejado de ser objeto de la historia para convertirse en sujeto trascendental de su tiempo. El cambio no radica solo en la administración, sino en la forma en que la sociedad se percibe a sí misma.

 

 

3. El pueblo educador: una pedagogía de la esperanza

Cada obra ejecutada, cada comunidad recuperada, cada barrio libre de violencia se convierte en un aula donde el pueblo aprende y enseña. Se está gestando lo que podríamos llamar una pedagogía nacional de la esperanza.

El pueblo ha comprendido que la honestidad no es una virtud abstracta, sino una práctica cotidiana que transforma realidades. Esa pedagogía no se enseña en las universidades, sino en las calles, en los centros escolares reconstruidos, en los hospitales reabiertos, en los parques que hoy pertenecen nuevamente a las familias.

El nuevo ciudadano salvadoreño participa en la construcción del país con sentido de pertenencia. La ética se ha popularizado: ya no es patrimonio de los filósofos o los moralistas, sino del ciudadano común que comprende que no robar, no mentir y no traicionar son los principios básicos de la prosperidad nacional.

Como diría Erich Fromm (1976), “la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que es justo”. El pueblo salvadoreño ha aprendido a desear lo justo, y ese aprendizaje es la victoria más profunda de esta nueva era.

4. La ruptura del miedo y el renacimiento del orgullo

La pobreza y la violencia habían instalado en el pueblo un sentimiento de inferioridad colectiva. Muchos salvadoreños crecieron creyendo que su país estaba condenado a la corrupción y al fracaso. Esa narrativa, alimentada por los viejos medios y las potencias extranjeras, fue una de las armas más efectivas del dominio.

Pero esa mentalidad está cambiando. El pueblo salvadoreño ha recuperado el orgullo de ser nación, el valor de creer en sí mismo. Ha dejado de compararse con los poderosos para empezar a construir su propio modelo. La frase “El dinero alcanza cuando nadie se lo roba” se ha convertido en un símbolo de autoestima nacional: la demostración de que la honestidad no solo es posible, sino productiva.

Este renacimiento del orgullo colectivo es una forma de emancipación cultural. El pueblo ha comprendido que no necesita tutores extranjeros ni partidos “salvadores”. Ha descubierto que su propio trabajo, su fe y su moral son suficientes para transformar el país. Esa conciencia de autodeterminación es el núcleo de la nueva ciudadanía salvadoreña.

5. El sujeto político de la dignidad

El nuevo sujeto político que emerge en El Salvador es, ante todo, un sujeto de dignidad. Su fuerza no proviene del resentimiento, sino de la conciencia moral; su arma no es la violencia, sino la razón ética. Es un pueblo que no se deja manipular, que defiende sus logros, que exige justicia y que sabe reconocer el valor de un gobierno honesto.

Ese sujeto no es un mero votante; es un constructor de nación. Ha comprendido que la política no pertenece a los partidos, sino al pueblo; que el poder no es herencia de los ricos, sino derecho de los justos. En cada comunidad organizada, en cada madre que defiende la educación de sus hijos, en cada joven que participa en proyectos sociales, se manifiesta esta nueva conciencia nacional.

En palabras de José Martí (1895), “los pueblos que no se conocen a sí mismos están destinados a servir de pasto a los imperios”. El pueblo salvadoreño ha comenzado a conocerse, a mirarse con respeto, a reconocerse como protagonista de su historia. Y en ese reconocimiento se halla su libertad.

El surgimiento del nuevo sujeto político salvadoreño representa uno de los mayores logros de este proceso de transformación nacional. La política ha dejado de ser privilegio de unos pocos para convertirse en expresión colectiva de dignidad. El pueblo, antes marginado, ahora piensa, decide y construye. Y en esa acción consciente está gestando no solo un nuevo país, sino una nueva forma de humanidad: una humanidad que comprende que la verdadera revolución no nace del odio, sino del amor ético por la justicia.

VIII. EL DESAFÍO ÉTICO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL: HACIA UNA CIVILIZACIÓN DE LA JUSTICIA Y LA CONCIENCIA

El desarrollo no puede reducirse a un incremento de cifras o indicadores económicos. Desarrollarse significa crecer como humanidad, superar la ignorancia, vencer la injusticia, alcanzar la plenitud de la conciencia moral y espiritual. Un país puede tener autopistas modernas, edificios lujosos y tecnología avanzada, pero si su pueblo vive sin sentido de justicia, sin solidaridad y sin verdad, ese progreso es solo apariencia.

El verdadero desarrollo —el que dignifica al ser humano— es, ante todo, un proceso ético.

Durante siglos, el pensamiento dominante ha identificado el progreso con la acumulación material. El capitalismo global impuso la idea de que el valor de una nación se mide por su producto interno bruto, no por su bienestar espiritual. Esa visión reduccionista del desarrollo produjo una humanidad deshumanizada: sociedades ricas en dinero, pero pobres en compasión; conectadas digitalmente, pero fragmentadas moralmente.

Frente a ese modelo agotado, El Salvador está intentando construir un nuevo paradigma de desarrollo humano integral, donde la economía, la política, la educación y la cultura estén subordinadas a un principio superior: la dignidad humana. Este principio —que inspiró la ética cristiana, el humanismo ilustrado y la filosofía latinoamericana de la liberación— sostiene que el ser humano no debe ser medio para ningún fin económico, sino fin en sí mismo.

 

 

1. La dignidad como fundamento del desarrollo

Toda política pública, toda obra y toda decisión estatal tienen sentido únicamente si sirven para elevar la dignidad de las personas.

El desarrollo humano integral parte del reconocimiento de que el pueblo no es un recurso, sino el sujeto del progreso. Por eso, el modelo salvadoreño actual —centrado en la inversión social, la seguridad, la educación y la salud— constituye un renacimiento moral del Estado.

En palabras del filósofo Amartya Sen (2023), “el desarrollo debe medirse por la libertad que las personas ganan para vivir la vida que valoran”. Esta perspectiva ha comenzado a materializarse en El Salvador: la gente vive sin miedo, los jóvenes estudian en escuelas modernas, las familias gozan de espacios seguros, y los ciudadanos sienten orgullo de su país. Estas transformaciones no son solo políticas: son espirituales.

La paz interior del pueblo es la señal más visible de su desarrollo moral.

2. Educación, cultura y conciencia

La educación es el cimiento de toda transformación ética. No se trata únicamente de transmitir información, sino de formar conciencia crítica y sensibilidad moral. En este sentido, el fortalecimiento de la educación pública y la modernización de sus espacios —a través de programas como Mi Nueva Escuela— tienen una dimensión más profunda que la infraestructura: constituyen una revolución cultural.

Educar éticamente significa enseñar a pensar, a discernir, a empatizar, a cuidar lo común. Como bien afirmaba Erich Fromm (1976), “el hombre moderno necesita una nueva orientación, no hacia el tener, sino hacia el ser”.

El Salvador está comenzando a construir esa orientación desde las aulas, donde el conocimiento se acompaña de valores, y la técnica se equilibra con la humanidad.

De esa pedagogía surgirá el ciudadano moralmente libre, consciente de que el progreso material sin virtud es solo otra forma de esclavitud.

3. Justicia social y equidad moral

Ningún desarrollo puede ser justo si beneficia solo a una minoría. La justicia social es el rostro ético de la economía.

La redistribución de los recursos, la inversión en las zonas más olvidadas, el acceso universal a la salud y a la educación constituyen actos de reparación moral.

Durante décadas, la estructura neoliberal reprodujo una desigualdad insultante: unos pocos acumulaban fortunas mientras la mayoría vivía en condiciones precarias.

Hoy, la justicia social se ha convertido en política de Estado, y con ello se está redefiniendo el sentido de la democracia.

Democracia no es simplemente votar; es garantizar que todos vivan con dignidad.

Como dijo José Martí (1891): “Con todos y para el bien de todos”. Esa frase resume la esencia del nuevo Estado salvadoreño: una política que no excluye, sino que integra; que no promete, sino que cumple. La justicia deja de ser un ideal abstracto para convertirse en una experiencia cotidiana visible en cada obra, en cada escuela y en cada familia que vuelve a tener esperanza.

4. Medio ambiente y ética planetaria

El desarrollo humano integral no puede desligarse del respeto a la naturaleza. La crisis climática mundial es el resultado de un capitalismo depredador que ha tratado al planeta como una mina inagotable. La ética del siglo XXI exige una alianza moral con la Tierra.

El Salvador ha iniciado políticas de reforestación, gestión hídrica y transición energética que buscan equilibrar el crecimiento económico con la sostenibilidad ecológica.

Pero más allá de las políticas, se requiere un cambio cultural: comprender que cuidar el ambiente no es moda ni ideología, sino deber ético con las generaciones futuras.

El pensamiento ético moderno, desde Hans Jonas (1984) hasta Leonardo Boff (2015), ha advertido que la humanidad solo sobrevivirá si asume la responsabilidad de proteger la vida. Por eso, el desarrollo salvadoreño debe integrar la dimensión ecológica como parte de su moral nacional. No hay prosperidad posible en un país que destruye su entorno. Cuidar el agua, los bosques y la tierra es cuidar al pueblo mismo.

5. La espiritualidad como horizonte de civilización

El desarrollo humano integral no solo se mide por lo que la gente tiene, sino por lo que es capaz de amar, crear y trascender. La dimensión espiritual —no necesariamente religiosa, sino humana— es el corazón de toda civilización.

La corrupción, la violencia y la injusticia nacen de la ausencia de sentido moral. Por eso, la reconstrucción de El Salvador no puede limitarse a levantar infraestructura; debe también reconstruir el alma colectiva.

Esa reconstrucción comienza cuando los ciudadanos comprenden que la política no es guerra de intereses, sino servicio; que el dinero no es fin, sino medio; y que la felicidad nacional no se alcanza en la opulencia individual, sino en la armonía común.

Solo un pueblo espiritualmente fuerte puede sostener un Estado justo y una economía solidaria.

En este sentido, el nuevo proyecto salvadoreño representa el germen de una civilización de la conciencia, una etapa superior de la historia donde el progreso material y el desarrollo moral caminen juntos.

6. Hacia una civilización de la justicia y la conciencia

El reto del siglo XXI no es solo económico, sino espiritual: crear una civilización donde la justicia sea ley natural y la conciencia, motor de la acción.

El Salvador, pequeño en territorio pero grande en ejemplo, está mostrando que un pueblo éticamente unido puede desafiar al sistema mundial de la injusticia.

Su transformación —basada en la honestidad, la educación y la soberanía— está sentando las bases de un modelo alternativo que inspira a toda América Latina.

La civilización de la conciencia que aquí se perfila no es una utopía lejana: es una realidad en construcción. Es la suma de millones de actos honestos, de servidores públicos que cumplen, de ciudadanos que respetan, de maestros que enseñan con pasión y de líderes que entienden que gobernar es servir.

Cuando la ética se convierte en costumbre, la justicia deja de ser sueño y se vuelve estructura.

El Salvador está demostrando al mundo que la transformación moral de un pueblo puede ser el inicio de una nueva era.

De la corrupción a la honestidad, del miedo a la esperanza, de la sumisión a la dignidad: ese es el tránsito histórico hacia una civilización de la justicia y la conciencia, donde el desarrollo se mide no solo en bienes, sino en valores.

CONCLUSIÓN GENERAL

El capitalismo, en su forma neoliberal y globalizada, ha demostrado ser una maquinaria de desigualdad y alienación humana. Durante décadas, El Salvador fue ejemplo trágico de ese modelo: un país sometido al poder de unas cuantas familias, condenado al subdesarrollo moral y económico, donde el Estado servía a los ricos y el pueblo sobrevivía entre la pobreza, la violencia y la desesperanza. La historia reciente evidencia que la miseria no era producto de la escasez, sino del robo institucionalizado y de la corrupción estructural.

Sin embargo, el cambio iniciado en 2019 con la llegada del presidente Nayib Bukele representa una inflexión histórica y moral. Por primera vez, el Estado salvadoreño se ha liberado de los intereses oligárquicos para convertirse en instrumento del bien común.

El combate a la corrupción, la recuperación de la soberanía, la reconstrucción de la infraestructura nacional y la dignificación del pueblo constituyen no solo un logro político, sino una revolución ética.

La frase “El dinero alcanza cuando nadie se lo roba” sintetiza el principio moral que ha reorientado la vida nacional: la honestidad como política de Estado y la ética como fundamento del desarrollo. Este nuevo paradigma demuestra que la prosperidad no depende de las recetas del FMI ni de los discursos de las élites, sino de la voluntad moral de un pueblo que se niega a seguir siendo víctima.

El nuevo Estado salvadoreño ha comenzado a articular una visión de futuro basada en la justicia, la educación, la soberanía tecnológica y la conciencia nacional. No se trata de un rechazo absoluto al capitalismo, sino de su transformación en un sistema más humano, donde la economía se subordine a la ética y el poder se subordine al pueblo.

El Salvador está demostrando que un país pequeño puede tener una misión civilizatoria: ofrecer al mundo el ejemplo de que el desarrollo moral es el verdadero motor del progreso material. Cuando el dinero público se convierte en herramienta de justicia, cuando el pueblo se convierte en sujeto de su historia, y cuando la política se convierte en servicio, la nación deja de ser territorio de saqueo y se convierte en comunidad de destino y esperanza.

Así, la historia salvadoreña ya no se escribe desde la derrota ni desde el miedo, sino desde la dignidad. Y esa dignidad —reconquistada, defendida y cultivada— es la verdadera riqueza de un país que ha decidido no volver a arrodillarse ante el capital ni ante la mentira.

REFLEXIÓN FINAL

Toda transformación profunda comienza en el espíritu. El Salvador ha iniciado una revolución moral que trasciende la política y la economía: una revolución que nace del alma colectiva de un pueblo que decidió creer nuevamente en sí mismo.

La honestidad, despreciada durante décadas, se ha convertido en el nuevo símbolo del patriotismo; la ética, olvidada por los partidos y los poderosos, ha regresado al corazón del Estado.

Hoy el país avanza con paso firme hacia una civilización de la conciencia, donde la justicia no se proclama, sino que se practica; donde la dignidad no se promete, sino que se vive; y donde el dinero público, administrado con decencia, se transforma en escuelas, hospitales y oportunidades.

El desafío que sigue es inmenso: consolidar esta cultura ética para que perdure más allá de un gobierno, más allá de una generación.

Porque solo cuando la honestidad se vuelva costumbre, cuando el respeto por lo común sea ley moral y cuando el amor por la patria se exprese en cada acto cotidiano, El Salvador habrá alcanzado su verdadera libertad.

El futuro pertenece a los pueblos que piensan, sienten y actúan con conciencia.

Y ese futuro —más justo, más humano y más digno— ya ha comenzado en El Salvador.

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17.       Sen, A. (2023). Desarrollo y libertad. México: Fondo de Cultura Económica.

18.       Stiglitz, J. (2023). El precio de la desigualdad: el 1% de la población tiene lo que el 99% necesita. Madrid: Taurus.

19.       Ventura, J. I. (2025). Del pensamiento superficial al pensamiento crítico profundo. San Salvador: Universidad de El Salvador.

20.       Ziegler, J. (2020). El imperio de la vergüenza. Barcelona: Paidós.

21.       Žižek, S. (2021). Pandemia 2: Crónicas de un tiempo perdido. Buenos Aires: Paidós.

 

 

 

 

SAN SALVADOR, 4 DE NOVIEMBRE DE 2025

 

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