domingo, 9 de noviembre de 2025



                      “APRENDER PARA SERVIR, PENSAR PARA LIBERAR”

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN.

Ser estudiante universitario en el siglo XXI es mucho más que ocupar un pupitre, aprobar materias y obtener un título. En tiempos donde el conocimiento se ha convertido en una mercancía más dentro del mercado global, el verdadero sentido de la universidad —formar seres humanos críticos, libres y comprometidos con la transformación social— parece diluirse entre la indiferencia, el consumismo y la manipulación ideológica que imponen los poderes económicos.

El estudiante universitario actual vive en una época paradójica: por un lado, la humanidad ha alcanzado avances científicos y tecnológicos impensables hace apenas unas décadas; por otro, millones de jóvenes en el mundo continúan excluidos del derecho a la educación superior. La llamada “modernidad” exhibe universidades relucientes, pero también estudiantes endeudados, profesores precarizados y una cultura académica cada vez más orientada al rendimiento cuantitativo que al pensamiento profundo.
En este contexto, ser estudiante universitario no puede reducirse al simple hecho de asistir a clases o cumplir con los créditos de un plan de estudios; ser estudiante es, ante todo, una postura ética y política frente a la realidad.

En sociedades como la salvadoreña —marcadas por décadas de desigualdad, corrupción e injusticia estructural—, el universitario no puede permanecer neutral ni indiferente. Estudiar en una universidad pública, especialmente, implica un compromiso moral con el pueblo que financia esa educación. No se trata únicamente de aprender para “mejorar la condición personal”, sino de aprender para servir, para transformar y para liberar. Como decía Paulo Freire (1970), “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. Ese es el verdadero sentido de la educación superior: formar conciencia crítica capaz de enfrentar los poderes que oprimen y deshumanizan.

El universitario del presente se enfrenta a nuevos desafíos que sus antecesores apenas vislumbraron: la hegemonía tecnológica, el dominio de las redes digitales, la inteligencia artificial que automatiza la vida y, con ella, amenaza el pensamiento reflexivo. En esta era de hiperconectividad, muchos jóvenes confunden información con conocimiento, rapidez con sabiduría, y fama con mérito.

La educación corre el riesgo de vaciar su contenido humano y transformarse en un proceso mecánico de reproducción de datos. Por eso, el universitario crítico debe rebelarse contra la superficialidad, contra la enseñanza domesticada que forma técnicos eficientes pero no seres pensantes.

Hoy más que nunca, se necesita el renacimiento del espíritu universitario como conciencia moral, ética y científica de la sociedad. El estudiante que no cuestiona, que no se indigna ante la injusticia, que no se organiza, que no lee ni reflexiona, ha renunciado al papel histórico que la universidad siempre tuvo: ser el faro del pensamiento libre y la cuna de los cambios sociales.

Ser universitario es negarse a aceptar la mentira institucionalizada, la corrupción académica, la mediocridad disfrazada de títulos y la comodidad del conformismo.

El joven universitario debe entender que su paso por la universidad no es una carrera por el éxito individual, sino un proceso de humanización colectiva. Cada libro leído, cada debate sostenido, cada descubrimiento científico y cada reflexión ética deben tener como horizonte la dignificación del ser humano. De nada sirve la ciencia si no está al servicio de la justicia, de la vida y del pueblo. El conocimiento sin conciencia se convierte en instrumento de dominación, como lo advirtió el filósofo Edgar Morin (1999), al señalar que la educación debe enseñar a comprender la complejidad del mundo y a asumir la responsabilidad del saber.

En consecuencia, ser estudiante universitario significa ser un agente de cambio, un inconforme, un buscador incansable de la verdad, un espíritu que no se deja corromper ni domesticar. El universitario que no cuestiona su realidad ni participa en la transformación de su entorno se convierte en un simple consumidor de títulos, en un espectador pasivo del deterioro moral y social de su país.

La universidad, en tanto institución del saber y la razón, no puede existir sin el compromiso ético de sus estudiantes; de lo contrario, se convierte en una fábrica de diplomas, no en un centro de pensamiento. Por ello, este ensayo invita a repensar qué significa hoy ser estudiante universitario en una sociedad como la nuestra: desigual, fragmentada y desbordada por la lógica mercantil. Se trata de recuperar el espíritu original de la universidad: un espacio de libertad, pensamiento crítico y servicio al pueblo.
Ser estudiante universitario, ayer, hoy y siempre, implica aprender a pensar con independencia, sentir con humanidad y actuar con valentía. Significa tener el coraje de mirar de frente a la injusticia y comprometerse con la construcción de una patria más justa, más solidaria y más humana.

CAPÍTULO I: EL SIGNIFICADO PROFUNDO DE SER UNIVERSITARIO

Ser universitario no es un simple hecho administrativo ni una condición social que otorga prestigio o estatus. Es una toma de posición ante la vida, una forma de mirar el mundo y asumir la responsabilidad de transformarlo. En un país donde el conocimiento ha sido históricamente un privilegio de pocos, ingresar a la universidad representa un acto de dignidad y esperanza, pero también una carga moral. Quien tiene acceso al conocimiento tiene también el deber de compartirlo, de ponerlo al servicio de la comunidad que lo hizo posible.

En el contexto actual, donde la educación superior se enfrenta a la creciente presión del mercado laboral y la competencia económica, el concepto de “ser universitario” corre el riesgo de vaciarse de contenido humano. Se educa para producir, no para pensar; se forma para competir, no para comprender. Las universidades, empujadas por la lógica neoliberal, han sido transformadas en empresas educativas que venden carreras, títulos y certificaciones. El estudiante, por su parte, se ve reducido a un cliente que paga por un servicio y exige resultados inmediatos, olvidando que el conocimiento no se compra: se conquista con esfuerzo, disciplina, y, sobre todo, con conciencia crítica.

Karl Marx advertía, en su Manifiesto del Partido Comunista (1848), que “la burguesía ha despojado de su halo de santidad a todas las profesiones” y ha convertido al médico, al jurista y al poeta en simples asalariados del capital. Esa realidad no ha cambiado; al contrario, se ha profundizado. Hoy, la tecnocracia domina la universidad: los valores se subordinan a la utilidad, la ética se subordina al lucro y la vocación se mide por el éxito financiero. Ser universitario en este contexto es, entonces, un acto de resistencia. Es negarse a ser absorbido por un sistema que transforma a las personas en instrumentos de rentabilidad.

El estudiante universitario auténtico no se conforma con repetir lo que otros dicen ni acepta pasivamente lo que los medios o los docentes le imponen. Cuestiona, analiza, contrasta y piensa. No teme disentir ni asumir posturas firmes ante la injusticia. Es, por naturaleza, un buscador de la verdad. Y esa búsqueda no se limita a lo académico: es una búsqueda de sentido, de coherencia y de compromiso. Como afirmaba Albert Einstein (1931), “la educación es lo que queda después de que uno ha olvidado lo que aprendió en la escuela”; es decir, lo esencial del proceso educativo no está en la acumulación de datos, sino en la capacidad de pensar con libertad.

Ser universitario implica también una formación integral: científica, ética, política y humanista. No basta con dominar una técnica o un procedimiento; hay que entender el contexto en el que se aplica, las consecuencias sociales que genera y los intereses que puede servir o perjudicar. Un médico que ignora la pobreza de sus pacientes, un abogado que defiende la injusticia, un economista que desconoce el hambre del pueblo o un maestro que reproduce la ignorancia, han traicionado la esencia universitaria del saber al servicio de la humanidad.

El verdadero universitario debe tener conciencia de que cada carrera, cada disciplina, cada conocimiento, tiene una dimensión social. No se estudia solo para “mejorar la vida personal”, sino para elevar la condición humana de todos.  Esa es la sensibilidad que define al estudiante consciente de su papel histórico.

El estudiante universitario también debe aprender a vincular la teoría con la práctica, evitando caer en el academicismo estéril o en el activismo político  sin pensamiento. El conocimiento cobra sentido cuando se aplica en la vida, cuando sirve para resolver los problemas reales de la sociedad. La teoría sin práctica es ilusión; la práctica sin teoría es improvisación. Por eso, el universitario debe ser puente entre el pensamiento y la acción, entre el aula y la calle, entre el laboratorio y la comunidad.

En países como El Salvador, con profundas heridas sociales, históricas y económicas, el estudiante universitario debe ser una conciencia crítica del país, no un espectador indiferente. No se puede hablar de universidad sin hablar del pueblo, porque la universidad pública es, ante todo, un logro de las luchas populares. Por eso, cada estudiante debe sentirse heredero de esa historia de resistencia y compromiso.

No se estudia únicamente por mérito propio, sino también gracias al esfuerzo de generaciones que soñaron con una educación liberadora.

Ser universitario es asumir el legado de las grandes luchas estudiantiles, de aquellos que cayeron exigiendo justicia, democracia y dignidad. Es tener presente que la universidad no se construye con discursos, sino con acción, reflexión y servicio. En este sentido, la rebeldía universitaria no es un defecto, sino una virtud moral. El universitario debe rebelarse contra la ignorancia, contra la corrupción, contra la desigualdad y contra la mediocridad institucional. Debe ser, en el mejor sentido, un revolucionario del pensamiento, un transformador social y un defensor de la verdad. Sin caer en fanatismos ideológicos que no coadyuvan al desarrollo del pensamiento critico.

Por ello, el significado profundo de ser universitario no está en los títulos, ni en los reconocimientos, ni en la posición social alcanzada, sino en la calidad moral, intelectual y humana de quien, habiendo recibido la oportunidad de educarse, decide ponerse del lado del pueblo, de la justicia y de la verdad. La universidad no debería producir profesionales fríos y calculadores, sino ciudadanos comprometidos con la vida, la libertad y la dignidad de las personas.

En resumen, ser universitario es comprometerse con la verdad, con la razón y con la ética, en un mundo dominado por la mentira, la superficialidad y el individualismo. Es mantener encendida la llama del pensamiento libre en tiempos donde el conformismo se disfraza de progreso.

Es creer, como escribió José Martí, que “trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”. Porque el verdadero estudiante universitario no empuña armas, sino argumentos; no destruye, sino construye; no se vende, sino se entrega a la causa más noble de todas: la transformación de la sociedad a través del conocimiento y la conciencia.

CAPÍTULO II: EL ESTUDIANTE UNIVERSITARIO FRENTE A LA MERCANTILIZACIÓN DEL CONOCIMIENTO

Vivimos una época en la que el conocimiento, antes considerado un bien social, se ha transformado en una mercancía más dentro del mercado global. Las universidades —especialmente las privadas, aunque también muchas públicas— han sido arrastradas por la lógica del capitalismo neoliberal, donde todo se compra y todo se vende: los títulos, los cursos, las competencias, los diplomas y hasta las ideas. En este escenario, la educación ha dejado de ser un derecho para convertirse en un negocio, y el estudiante, en un cliente que consume saberes empaquetados, medidos por créditos, horas y tasas de matrícula.

El fenómeno no es nuevo, pero se ha profundizado en las últimas décadas con la expansión de los modelos empresariales en la educación superior. Se habla de “eficiencia académica”, “productividad estudiantil”, “competencias laborales” y “marketing universitario”, pero poco se dice sobre el pensamiento crítico, la conciencia ética o la responsabilidad social.
El estudiante es empujado a estudiar para “ser rentable”, para “insertarse en el mercado”, no para comprender la realidad ni transformarla.

Así, la universidad corre el peligro de convertirse en una fábrica de profesionales sin alma, altamente calificados en lo técnico pero desprovistos de sensibilidad humana.

Este proceso de mercantilización del conocimiento ha erosionado los valores más profundos del espíritu universitario. Ya no se busca el saber por el saber mismo, sino el saber cómo medio para acumular poder, estatus o riqueza.
Los rankings académicos y las acreditaciones internacionales se convierten en nuevos ídolos que reemplazan la búsqueda de la verdad por la obsesión de las cifras. La calidad se mide por el número de publicaciones, no por la pertinencia de las ideas; por la cantidad de egresados, no por la profundidad del pensamiento. En este sentido, el conocimiento se ha cosificado, y con él, también el ser humano.

La mercantilización del conocimiento genera además una profunda desigualdad educativa. Quienes tienen recursos económicos acceden a instituciones de élite, mientras los sectores populares deben conformarse con universidades mal financiadas, programas obsoletos y docentes precarizados. De este modo, la educación, que debería ser una herramienta de liberación, se convierte en un mecanismo de reproducción de las desigualdades sociales. Pierre Bourdieu (1984) lo explicó claramente: “El sistema escolar legitima las desigualdades sociales al hacer creer que las diferencias de éxito académico son resultado de méritos individuales, cuando en realidad responden a diferencias estructurales de clase.”

Frente a esta realidad, el estudiante universitario crítico no puede permanecer pasivo. Debe rebelarse contra la lógica del mercado aplicada a la educación, porque esa lógica deshumaniza y reduce el conocimiento a un simple producto de consumo. La educación no puede estar sometida al lucro, ni el pensamiento ser esclavo de las modas ideológicas o tecnológicas. Ser universitario en este contexto significa levantar la voz ante los intentos de privatizar la verdad, comercializar el saber y someter la investigación a intereses económicos.

La mercantilización del conocimiento se manifiesta también en la dependencia tecnológica. La educación digital, las plataformas automatizadas y la inteligencia artificial han revolucionado la enseñanza, pero también han generado una nueva forma de alienación: estudiantes que copian y pegan información sin comprenderla, docentes que dependen de algoritmos para evaluar y universidades que confunden innovación con virtualización.
No se trata de rechazar la tecnología, sino de ponerla al servicio del pensamiento humano y no al revés. El conocimiento auténtico no nace del clic ni del algoritmo, sino del diálogo, la reflexión y la experiencia.

En esta era de inteligencia artificial y redes sociales, el reto del estudiante universitario es aún mayor: mantener su capacidad de pensar críticamente en medio de la saturación informativa. El verdadero peligro no es la tecnología, sino la pereza intelectual que produce su mal uso. Como advierte Byung-Chul Han (2017), vivimos en la “sociedad del cansancio”, donde el individuo se autoexplota creyendo que es libre, mientras la productividad sustituye la reflexión y el rendimiento reemplaza la creatividad. El estudiante universitario, en este contexto, debe aprender a detenerse, a contemplar, a profundizar. Debe recordar que pensar requiere tiempo, silencio y disciplina.

El universitario que se deja seducir por la mercantilización del conocimiento termina siendo un consumidor más del sistema que debería cuestionar. Se vuelve funcional al poder, dócil ante la injusticia y ciego frente a las contradicciones de su tiempo. En cambio, el estudiante crítico convierte el conocimiento en un arma liberadora, en una herramienta para romper las cadenas del conformismo.
Aprender deja de ser un acto pasivo y se transforma en un acto político: estudiar para conocer, conocer para comprender, y comprender para transformar.

El desafío es grande, pero la historia demuestra que cada generación de estudiantes ha tenido la capacidad de enfrentar los retos de su tiempo. Los jóvenes de hoy deben recuperar la mística del pensamiento libre, la pasión por la verdad y la convicción de que la educación es el camino más digno para alcanzar la justicia social.
La universidad debe volver a ser —como en su origen— un espacio de debate, de creación, de rebeldía intelectual y de compromiso con el pueblo.

Porque, como afirmaba el educador brasileño Darcy Ribeiro (1995), “la crisis de la educación en América Latina no es una crisis: es un proyecto.” Y ese proyecto neoliberal busca domesticar a los pueblos por medio de una educación vacía, despolitizada y funcional al sistema. De ahí que el deber del universitario sea resistir, denunciar y proponer; ser voz de conciencia y ejemplo de coherencia.

En síntesis, el estudiante universitario frente a la mercantilización del conocimiento debe convertirse en guardián de la verdad y de la ética, defender el derecho a pensar libremente y rechazar la conversión del saber en mercancía.
El conocimiento no es una transacción; es una responsabilidad. Y ser universitario, en este sentido, significa rescatar el alma de la universidad del secuestro del mercado, para devolverla al pueblo, a la ciencia, a la libertad y a la vida.

CAPÍTULO III: EL COMPROMISO SOCIAL Y POLÍTICO DEL ESTUDIANTE UNIVERSITARIO

El compromiso social y político del estudiante universitario no es una opción secundaria, sino una exigencia moral y ética derivada de su condición de ciudadano consciente y beneficiario del esfuerzo colectivo del pueblo. La universidad pública, sostenida con los impuestos de la nación, representa una conquista histórica de generaciones que creyeron en el poder liberador del conocimiento. Por ello, cada estudiante debe entender que su paso por la universidad no puede ser neutral, ni indiferente, ni apolítico.
La neutralidad, en contextos de injusticia, equivale a complicidad.

El estudiante universitario debe asumir una postura clara ante los problemas sociales que golpean a su país: la pobreza, la corrupción, la violencia, el desempleo y la degradación moral. Callar frente a esas realidades es negar la esencia misma de la universidad, cuya misión no es solo formar profesionales, sino formar conciencia. No hay verdadero conocimiento sin compromiso con la transformación de la realidad.

El Salvador y gran parte de América Latina viven una época de transición histórica. Los viejos poderes políticos, económicos y mediáticos, que durante décadas manipularon a las masas, están siendo cuestionados por nuevas generaciones de jóvenes que exigen transparencia, justicia y dignidad. Sin embargo, muchos de esos mismos poderes intentan manipular también a los estudiantes, disfrazando la ignorancia de “opinión”, la mediocridad de “análisis” y la mentira de “libertad de expresión”. Por eso, el universitario crítico debe aprender a distinguir la información del conocimiento, la propaganda de la verdad y la demagogia del pensamiento auténtico.

El compromiso del estudiante universitario comienza en el aula, pero no termina allí. No basta con aprobar exámenes ni con repetir teorías; se necesita pensar, actuar y transformar.
Cada carrera universitaria, desde la odontología hasta la ingeniería, desde la medicina hasta la sociología, debe ser vista como un instrumento al servicio de la humanidad, no como un medio de ascenso personal. La educación superior tiene sentido cuando se orienta hacia el bien común, cuando forma ciudadanos solidarios, críticos y honestos.

Paulo Freire (1970) sostenía que “nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo: los hombres se liberan en comunión”. Esa es la esencia del compromiso social del universitario: actuar con y para el pueblo, no por encima de él. El universitario no debe ver a las comunidades pobres como objetos de estudio, sino como sujetos históricos capaces de pensar y transformar junto con él.
Ser universitario, entonces, es servir sin humillar, enseñar aprendiendo, y aprender sirviendo.

En este sentido, el compromiso político del estudiante universitario no significa partidismo, sino conciencia histórica y ética. No se trata de militar en banderas ideológicas, sino de asumir valores universales: la justicia, la equidad, la libertad, la verdad. Un estudiante puede ser apolítico en apariencia, pero toda acción o inacción frente a la injusticia tiene una consecuencia política.
Cuando un universitario se levanta contra la corrupción, defiende los derechos humanos, exige educación pública de calidad o denuncia el abuso del poder, está ejerciendo el más alto grado de ciudadanía.

Históricamente, los movimientos estudiantiles han sido el motor de las transformaciones sociales. En El Salvador, desde los años cuarenta, los estudiantes universitarios se convirtieron en conciencia viva del pueblo. Muchos de ellos pagaron con su vida el precio de pensar diferente, de denunciar la opresión o de exigir democracia. Por eso, cada estudiante de hoy hereda una responsabilidad histórica: no traicionar el sacrificio de quienes creyeron en una universidad al servicio del pueblo.

Ser estudiante universitario es también tener memoria. No se puede construir futuro sin recordar el pasado. El olvido es el arma más eficaz del poder para mantener sometidos a los pueblos. La historia de la universidad salvadoreña está llena de ejemplos de lucha, de dignidad, de resistencia. Conocer esa historia es fortalecer la identidad y renovar el compromiso con la transformación social.

Pero ese compromiso debe traducirse en hechos concretos: participar en proyectos sociales, colaborar en la alfabetización, contribuir con la investigación aplicada a las necesidades nacionales, y promover la cultura, la ciencia y la ética en todos los espacios.
La universidad no puede ser una torre de marfil aislada del pueblo. El conocimiento que no se comparte se pudre; la sabiduría que no se aplica se vuelve estéril. Por eso, la acción social del universitario es parte esencial de su formación humana.

El compromiso político también implica un compromiso con la verdad. En una era dominada por la desinformación, el estudiante debe ser un guardián de la objetividad y la razón. Debe aprender a debatir con argumentos, no con insultos; con ideas, no con consignas. La política universitaria debe rescatar el pensamiento, no el fanatismo.
Como escribió el filósofo italiano Antonio Gramsci (1930), “instruirse porque necesitaremos toda nuestra inteligencia; agitarse porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo; organizarse porque necesitaremos toda nuestra fuerza”.
El universitario consciente no huye del debate político: lo eleva, lo dignifica y lo transforma en un espacio de diálogo racional.

En el siglo XXI, el compromiso social y político del estudiante debe adaptarse a los nuevos escenarios: las luchas por la defensa del medio ambiente, la ética en el uso de la tecnología, la igualdad de género, la protección de los derechos digitales y la soberanía cultural. Todas esas causas son hoy parte de una nueva ciudadanía universitaria que no se limita a los muros del campus, sino que trasciende fronteras.
Ser universitario en la actualidad significa pensar globalmente, pero actuar localmente, con los pies en la tierra y el corazón en el pueblo.

Por último, el compromiso del estudiante universitario debe ser un compromiso con la esperanza, no con el derrotismo. La educación no cambia de un día para otro, pero transforma conciencias, y una conciencia transformada puede cambiar la historia. Cada generación de estudiantes tiene la misión de continuar la lucha por una universidad crítica, popular y al servicio de la vida.
Cuando el estudiante asume esa misión, su título deja de ser un simple papel para convertirse en un símbolo de dignidad, coherencia y amor al pueblo.

En definitiva, el compromiso social y político del estudiante universitario no es una tarea para unos pocos idealistas, sino una responsabilidad colectiva que define el sentido de la educación.
Ser universitario es entender que el conocimiento es poder, y que ese poder solo tiene sentido si se usa para liberar, no para dominar; para construir, no para destruir; para servir, no para servirse.

CAPÍTULO IV: LA FORMACIÓN ÉTICA Y HUMANISTA DEL ESTUDIANTE UNIVERSITARIO

La universidad no solo debe formar profesionales competentes, sino seres humanos íntegros, éticos y sensibles ante la realidad. El conocimiento sin valores se vuelve peligroso, y la técnica sin moral puede convertirse en un instrumento de destrucción. En un mundo donde se ha normalizado la corrupción, la indiferencia y la mentira, la formación ética del estudiante universitario constituye un acto revolucionario de resistencia frente al egoísmo y la deshumanización.

Hoy asistimos a una crisis profunda de valores. En todos los ámbitos —político, económico, social y educativo— la ética parece haber sido sustituida por la conveniencia. Se premia la astucia, no la honestidad; la apariencia, no la verdad; el éxito rápido, no el mérito. El estudiante universitario, bombardeado por una cultura del consumo y de la inmediatez, corre el riesgo de convertirse en un profesional eficiente pero vacío, inteligente pero insensible, culto pero inmoral.
Por eso, la universidad tiene la obligación de rescatar el sentido ético y humanista del saber, devolviendo al estudiante la conciencia de que su aprendizaje debe estar al servicio del bien común.

La ética universitaria no puede reducirse a una asignatura en el plan de estudios. Es una actitud, una forma de vida, una manera de entender el papel del conocimiento en la sociedad. La verdadera formación ética implica cuestionar, discernir y actuar con responsabilidad frente a las consecuencias de nuestros actos. Implica reconocer que la ciencia y la técnica, sin una orientación moral, pueden ser usadas para manipular, explotar o destruir.
Como advertía Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz en 1952, “la ética es la reverencia por la vida”. Ser ético es reconocer el valor intrínseco de todo ser humano y de toda forma de existencia.

El estudiante universitario debe comprender que la ética no se aprende en los libros, sino en la práctica diaria: en la honestidad intelectual, en la solidaridad con los compañeros, en el respeto a los docentes, en la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. No hay ética sin ejemplo, y no hay ejemplo sin compromiso.
La corrupción universitaria —esa que se disfraza de favoritismos, plagios o mediocridad institucional— debe ser combatida desde las aulas. Cada estudiante tiene el deber de defender la verdad, aunque incomode; de rechazar el fraude, aunque lo aísle; y de actuar con dignidad, aunque le cueste.
La ética no se negocia: se ejerce o se traiciona.

La formación humanista, por su parte, es el complemento indispensable de la ética. Ser humanista es colocar al ser humano en el centro de toda acción educativa. No hay conocimiento válido si no mejora la vida de las personas. No hay ciencia verdadera si no contribuye a la justicia social.
El humanismo universitario es la convicción de que la razón y la ciencia deben servir a la vida, no someterla.
Como sostenía Erich Fromm (1955), “la educación debe ayudar al hombre a nacer de nuevo: a despertar de la ilusión, a reconocer sus potencialidades y a convertirse en un ser libre”.
Ese es el propósito del humanismo universitario: liberar al estudiante de la ignorancia, del miedo y de la indiferencia.

Una educación ética y humanista forma ciudadanos comprometidos con su entorno, sensibles ante el dolor ajeno, capaces de indignarse frente a la injusticia y de actuar en consecuencia. Forma profesionales que no buscan únicamente el éxito personal, sino la construcción de una sociedad más equitativa y solidaria.
El estudiante ético no se presta al engaño ni al oportunismo; el humanista no busca privilegios, sino justicia; el auténtico universitario no se vende, porque su conciencia no tiene precio.

La ética universitaria exige también humildad intelectual. Ningún conocimiento es absoluto, y ningún título garantiza la sabiduría. La soberbia académica es enemiga del saber, porque quien cree saberlo todo deja de aprender. El estudiante universitario debe cultivar la duda como principio filosófico, el diálogo como método y la empatía como virtud. Solo así la universidad podrá ser un espacio de encuentro humano y no un campo de competencia desmedida.

Además, la ética y el humanismo se manifiestan en la solidaridad con los más débiles, en la defensa de los derechos humanos, en la protección del medio ambiente y en la construcción de relaciones basadas en la equidad y el respeto. Un estudiante ético no puede ser indiferente ante el hambre, la exclusión o la violencia; debe comprometer su conocimiento en la búsqueda de soluciones.
Como afirmó Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “la universidad debe humanizar el saber, ponerlo al servicio del pueblo y no de las élites”. Su pensamiento sigue siendo una guía luminosa para toda educación que aspire a ser verdaderamente transformadora.

En este sentido, la formación ética y humanista es también una formación política, porque se opone a los sistemas que cosifican al ser humano. Educar éticamente es educar para la libertad; formar humanísticamente es formar para la solidaridad. El estudiante universitario que cultiva estos valores se convierte en un defensor de la vida en todas sus formas y en un enemigo natural de toda forma de opresión.
La ética sin acción es discurso vacío; el humanismo sin compromiso es sentimentalismo superficial. Solo cuando ambos se traducen en hechos concretos —en honestidad, justicia, respeto, compasión y coherencia— el conocimiento adquiere su verdadero sentido.

Finalmente, la universidad debe ser el ejemplo vivo de esa ética y ese humanismo que predica. No se puede exigir moral sin practicarla. Las instituciones de educación superior deben demostrar, con su transparencia, con su gestión justa y con su compromiso social, que es posible construir una educación distinta: una educación para el bien, para la verdad y para la vida.

El estudiante que entiende esto descubre que ser universitario no es solo una etapa académica, sino una forma de existir con sentido. La ética lo guía, el humanismo lo inspira y la verdad lo libera.
Y cuando un pueblo logra tener universitarios éticos, críticos y humanistas, ese pueblo ha encontrado el camino más seguro hacia su emancipación.

CAPÍTULO V: LA UNIVERSIDAD COMO ESPACIO DE TRANSFORMACIÓN SOCIAL Y CULTURAL

La universidad no es una isla, ni un templo de saberes abstractos desconectados de la vida. Es —o debería ser— el corazón intelectual y moral de la sociedad, el lugar donde se forja la conciencia crítica, donde se cuestiona el poder y donde se diseñan las herramientas para construir un futuro más justo y humano.
Cuando la universidad renuncia a su papel transformador, se convierte en cómplice de las estructuras que perpetúan la desigualdad. Por eso, defender la universidad pública, científica y popular es defender la posibilidad misma de la emancipación social.

Históricamente, las universidades nacieron como centros de pensamiento libre, donde la razón y el debate reemplazaban al dogma y la obediencia. Sin embargo, en el siglo XXI, muchas instituciones han caído en la trampa del conformismo burocrático y la competencia mercantil.
Hoy, más que nunca, es urgente recuperar la vocación crítica, social y cultural de la universidad, porque una educación que no transforma se convierte en un mecanismo de adaptación y sumisión.
La universidad debe ser el espacio donde se incuban las ideas que cuestionan el orden injusto, donde se forman los líderes éticos del mañana y donde se crean las alternativas que la sociedad necesita para sobrevivir con dignidad.

En países como El Salvador, donde la desigualdad, la corrupción y la ignorancia han sido estructurales, la universidad tiene un papel histórico que no puede evadir: ser la conciencia lúcida del pueblo.
Su misión no se limita a transmitir conocimientos, sino a formar ciudadanos libres y responsables, capaces de analizar la realidad con rigor científico y con sensibilidad humana.
El conocimiento debe servir para liberar, no para someter; para sanar, no para explotar; para construir, no para dividir.

La universidad, entendida como espacio de transformación social, debe abrir sus puertas al pueblo, no cerrarse entre muros de élite.
El conocimiento tiene sentido cuando dialoga con la realidad concreta: con el agricultor que trabaja la tierra, con la madre que lucha por la educación de sus hijos, con el obrero que resiste la explotación, con el joven que sueña con un futuro mejor.
Cuando la universidad se separa de la sociedad, se fosiliza; cuando se une al pueblo, se vuelve fuerza viva de cambio.

La transformación cultural que la universidad debe promover va más allá de lo académico.
Implica rescatar valores esenciales como la solidaridad, la honestidad, la cooperación, la empatía y la conciencia colectiva.
La cultura universitaria no debe medirse solo por los títulos ni por los indicadores de productividad, sino por la capacidad de generar pensamiento crítico, arte comprometido, ciencia al servicio de la vida y ética en la acción.
Una universidad verdaderamente transformadora no produce autómatas, sino seres humanos plenos, capaces de sentir y pensar al mismo tiempo.

Para lograrlo, es necesario que la universidad se libere del modelo neoliberal que la concibe como empresa y al estudiante como cliente.
Debe recuperar su función pública y social, convertirse en un laboratorio de ideas y valores, donde se estudie la realidad para transformarla, no para adaptarse a ella.
La investigación científica debe orientarse a resolver los problemas del país, no a engrosar bases de datos internacionales.
La extensión universitaria debe estar al servicio de las comunidades más necesitadas, y la docencia debe ser un acto de compromiso y no de rutina.
Solo así la universidad podrá cumplir su verdadera misión: educar para la justicia, para la equidad y para la libertad.

Como advirtió José Martí, “los pueblos han de vivir criticando, porque la crítica es la salud”.
Una universidad sin crítica es una universidad enferma.
Debe ser el espacio donde las ideas fluyan sin miedo, donde los estudiantes aprendan a disentir, donde los profesores se atrevan a cuestionar los dogmas, y donde la verdad no dependa de los intereses del poder.
La libertad académica no es un privilegio: es la condición esencial del pensamiento vivo.

Además, la universidad debe ser el puente entre la tradición y la innovación.
No puede renunciar a sus raíces culturales ni a su identidad nacional, pero tampoco puede cerrarse al diálogo con el mundo.
En un tiempo dominado por la globalización y la inteligencia artificial, el desafío es conservar la humanidad del conocimiento, mantener la cultura como expresión de identidad y resistencia.
El progreso tecnológico solo tiene sentido si está acompañado por progreso moral y cultural.

Por ello, la universidad debe promover una cultura de pensamiento crítico y solidaridad, donde los estudiantes aprendan a convivir, a debatir, a cooperar, a escuchar.
El conocimiento aislado no transforma; la sabiduría compartida sí.
Una universidad viva es aquella donde los jóvenes no solo aprenden, sino que enseñan; donde los profesores no solo imparten clases, sino que inspiran; donde la comunidad no solo observa, sino que participa.
La transformación social y cultural comienza cuando la universidad se convierte en una escuela de humanidad.

En este contexto, el estudiante universitario es el protagonista de ese proceso.
Cada estudiante es un portador de cambio, una chispa de conciencia, un constructor de futuro.
Ser universitario es llevar en la mente el conocimiento y en el corazón la justicia.
No basta con aprender teorías: hay que convertirlas en acción, en compromiso, en esperanza.
La universidad no transforma sola; la transforman sus estudiantes, sus docentes y su pueblo, cuando actúan unidos por un mismo ideal: la dignidad humana como eje del progreso.

En definitiva, la universidad debe ser el espacio donde convergen la ciencia, la ética y la cultura; donde la razón se une a la sensibilidad, y el saber se convierte en poder liberador.
Una universidad sin alma produce profesionales; una universidad con alma produce patriotas, pensadores, soñadores y constructores de una nueva sociedad.
Y esa nueva sociedad no se edifica con discursos, sino con conocimiento, con verdad y con amor.

CONCLUSIÓN

Ser estudiante universitario en el siglo XXI no es un privilegio individual, sino una responsabilidad histórica y moral. La universidad representa uno de los pocos espacios donde todavía es posible pensar con libertad, cuestionar la injusticia y construir alternativas frente a la crisis de valores que atraviesa nuestra sociedad. En una época marcada por la desinformación, la superficialidad y la mercantilización del saber, el estudiante universitario debe convertirse en resistencia ética y conciencia crítica frente al poder y la mentira.

El conocimiento no puede ser reducido a un objeto de consumo, ni la universidad a una empresa de títulos. La verdadera educación superior debe formar ciudadanos capaces de comprender su tiempo, analizar sus contradicciones y actuar para transformarlo. El estudiante que asume su papel con dignidad y compromiso social se convierte en una fuerza de cambio; aquel que busca únicamente beneficio personal, se transforma en cómplice de la injusticia que dice rechazar.

A lo largo de este ensayo se ha reflexionado sobre el papel del universitario como agente de cambio, constructor de pensamiento, defensor de la verdad y protagonista de la historia. La universidad, como institución pública y cultural, tiene el deber de ser faro de justicia, de ciencia y de conciencia. Pero esa misión solo será posible si sus estudiantes asumen con valentía el desafío de pensar, de sentir y de actuar con coherencia.

No hay transformación social sin transformación moral, y no hay transformación moral sin educación ética. Ser universitario implica comprometerse con el pueblo, luchar por la verdad, rechazar la corrupción, practicar la solidaridad y cultivar la humildad intelectual.
Cada generación de estudiantes tiene el deber de mantener viva la llama del pensamiento crítico, porque allí donde el pensamiento se apaga, florecen la ignorancia, el fanatismo y la servidumbre.

El estudiante universitario auténtico no es aquel que acumula diplomas, sino aquel que deja huellas de dignidad. No se mide por el número de materias aprobadas, sino por su capacidad de cuestionar, de servir y de transformar.
Por eso, ser estudiante universitario es un acto de amor hacia la humanidad, una forma de rebelión contra la indiferencia, y una expresión de fe en la posibilidad de un mundo mejor.

REFLEXIÓN FINAL

La universidad no existe para perpetuar el sistema, sino para imaginar uno nuevo.
El estudiante universitario, consciente de su misión, debe comprender que estudiar es un acto político, ético y profundamente humano. Cada libro que abre, cada idea que comprende, cada injusticia que denuncia, es un paso hacia la liberación de su pueblo.
Porque el conocimiento que no se comparte se convierte en privilegio, y el privilegio que no se transforma en servicio, en traición.

El Salvador y América Latina necesitan universidades que enseñen a pensar, no a repetir; que enseñen a crear, no a obedecer; que enseñen a servir, no a servirse.
Necesitamos estudiantes que comprendan que el título más importante no es el que otorga un diploma, sino el que se gana con la coherencia y la honestidad.
Un pueblo educado, consciente y ético no puede ser manipulado, y una universidad comprometida con su pueblo no puede ser corrompida.

En un mundo donde la inteligencia artificial avanza y la humanidad parece retroceder, el mayor desafío del estudiante universitario es preservar su humanidad, mantener viva su conciencia y defender el pensamiento libre.
La verdadera revolución universitaria no se hace con armas ni con discursos, sino con ideas, con ética y con valentía.

Así, ser estudiante universitario significa asumir la vida como un proyecto de transformación, donde el conocimiento se une al compromiso, la verdad a la acción y la esperanza a la historia.
El futuro pertenece a los que piensan con claridad, sienten con profundidad y actúan con amor.
Por eso, el estudiante universitario no es solo un aprendiz de ciencia: es un constructor de conciencia, un sembrador de justicia, un defensor de la dignidad humana.

Como afirmaba Monseñor Óscar Arnulfo Romero:

“La universidad que se encierra en sí misma, traiciona su misión; la universidad que se pone al servicio del pueblo, cumple con su deber histórico.”

Ese es, en esencia, el sentido más profundo y más hermoso de ser universitario: aprender para servir, pensar para liberar y vivir para transformar.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.

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