“APRENDER PARA SERVIR, PENSAR PARA LIBERAR”
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN.
Ser estudiante universitario en el siglo XXI es mucho más
que ocupar un pupitre, aprobar materias y obtener un título. En tiempos donde
el conocimiento se ha convertido en una mercancía más dentro del mercado
global, el verdadero sentido de la universidad —formar seres humanos críticos,
libres y comprometidos con la transformación social— parece diluirse entre la
indiferencia, el consumismo y la manipulación ideológica que imponen los
poderes económicos.
El estudiante universitario actual vive en una época
paradójica: por un lado, la humanidad ha alcanzado avances científicos y
tecnológicos impensables hace apenas unas décadas; por otro, millones de
jóvenes en el mundo continúan excluidos del derecho a la educación superior. La
llamada “modernidad” exhibe universidades relucientes, pero también estudiantes
endeudados, profesores precarizados y una cultura académica cada vez más
orientada al rendimiento cuantitativo que al pensamiento profundo.
En este contexto, ser estudiante universitario no puede reducirse al simple
hecho de asistir a clases o cumplir con los créditos de un plan de estudios; ser
estudiante es, ante todo, una postura ética y política frente a la realidad.
En sociedades como la salvadoreña —marcadas por décadas
de desigualdad, corrupción e injusticia estructural—, el universitario no puede
permanecer neutral ni indiferente. Estudiar en una universidad pública,
especialmente, implica un compromiso moral con el pueblo que financia esa
educación. No se trata únicamente de aprender para “mejorar la condición
personal”, sino de aprender para servir, para transformar y para liberar.
Como decía Paulo Freire (1970), “la educación no cambia el mundo, cambia a
las personas que van a cambiar el mundo”. Ese es el verdadero sentido de la
educación superior: formar conciencia crítica capaz de enfrentar los poderes
que oprimen y deshumanizan.
El universitario del presente se enfrenta a nuevos
desafíos que sus antecesores apenas vislumbraron: la hegemonía tecnológica, el
dominio de las redes digitales, la inteligencia artificial que automatiza la
vida y, con ella, amenaza el pensamiento reflexivo. En esta era de
hiperconectividad, muchos jóvenes confunden información con conocimiento,
rapidez con sabiduría, y fama con mérito.
La educación corre el riesgo de vaciar su contenido
humano y transformarse en un proceso mecánico de reproducción de datos. Por
eso, el universitario crítico debe rebelarse contra la superficialidad,
contra la enseñanza domesticada que forma técnicos eficientes pero no seres
pensantes.
Hoy más que nunca, se necesita el renacimiento del
espíritu universitario como conciencia moral, ética y científica de la
sociedad. El estudiante que no cuestiona, que no se indigna ante la injusticia,
que no se organiza, que no lee ni reflexiona, ha renunciado al papel histórico
que la universidad siempre tuvo: ser el faro del pensamiento libre y la cuna de
los cambios sociales.
Ser universitario es negarse a aceptar la mentira
institucionalizada, la corrupción académica, la mediocridad disfrazada de
títulos y la comodidad del conformismo.
El joven universitario debe entender que su paso por la
universidad no es una carrera por el éxito individual, sino un proceso de
humanización colectiva. Cada libro leído, cada debate sostenido, cada
descubrimiento científico y cada reflexión ética deben tener como horizonte la
dignificación del ser humano. De nada sirve la ciencia si no está al servicio
de la justicia, de la vida y del pueblo. El conocimiento sin conciencia se
convierte en instrumento de dominación, como lo advirtió el filósofo Edgar
Morin (1999), al señalar que la educación debe enseñar a comprender la
complejidad del mundo y a asumir la responsabilidad del saber.
En consecuencia, ser estudiante universitario significa
ser un agente de cambio, un inconforme, un buscador incansable de la verdad, un
espíritu que no se deja corromper ni domesticar. El universitario que no
cuestiona su realidad ni participa en la transformación de su entorno se
convierte en un simple consumidor de títulos, en un espectador pasivo del
deterioro moral y social de su país.
La universidad, en tanto institución del saber y la
razón, no puede existir sin el compromiso ético de sus estudiantes; de lo
contrario, se convierte en una fábrica de diplomas, no en un centro de
pensamiento. Por ello, este ensayo invita a repensar qué significa hoy ser
estudiante universitario en una sociedad como la nuestra: desigual, fragmentada
y desbordada por la lógica mercantil. Se trata de recuperar el espíritu
original de la universidad: un espacio de libertad, pensamiento crítico y
servicio al pueblo.
Ser estudiante universitario, ayer, hoy y siempre, implica aprender a pensar
con independencia, sentir con humanidad y actuar con valentía. Significa
tener el coraje de mirar de frente a la injusticia y comprometerse con la
construcción de una patria más justa, más solidaria y más humana.
CAPÍTULO I: EL SIGNIFICADO PROFUNDO DE SER UNIVERSITARIO
Ser universitario no es un simple hecho administrativo ni
una condición social que otorga prestigio o estatus. Es una toma de posición
ante la vida, una forma de mirar el mundo y asumir la responsabilidad de
transformarlo. En un país donde el conocimiento ha sido históricamente un
privilegio de pocos, ingresar a la universidad representa un acto de dignidad y
esperanza, pero también una carga moral. Quien tiene acceso al conocimiento
tiene también el deber de compartirlo, de ponerlo al servicio de la comunidad
que lo hizo posible.
En el contexto actual, donde la educación superior se
enfrenta a la creciente presión del mercado laboral y la competencia económica,
el concepto de “ser universitario” corre el riesgo de vaciarse de contenido
humano. Se educa para producir, no para pensar; se forma para competir,
no para comprender. Las universidades, empujadas por la lógica
neoliberal, han sido transformadas en empresas educativas que venden carreras,
títulos y certificaciones. El estudiante, por su parte, se ve reducido a un
cliente que paga por un servicio y exige resultados inmediatos, olvidando que
el conocimiento no se compra: se conquista con esfuerzo, disciplina, y, sobre
todo, con conciencia crítica.
Karl Marx advertía, en su Manifiesto del Partido
Comunista (1848), que “la burguesía ha despojado de su halo de santidad a todas las
profesiones” y ha convertido al médico, al jurista y al poeta en simples
asalariados del capital. Esa realidad
no ha cambiado; al contrario, se ha profundizado. Hoy, la tecnocracia domina la
universidad: los valores se subordinan a la utilidad, la ética se subordina al
lucro y la vocación se mide por el éxito financiero. Ser universitario en
este contexto es, entonces, un acto de resistencia. Es negarse a ser
absorbido por un sistema que transforma a las personas en instrumentos de
rentabilidad.
El estudiante universitario auténtico no se conforma con
repetir lo que otros dicen ni acepta pasivamente lo que los medios o los
docentes le imponen. Cuestiona, analiza, contrasta y piensa. No teme disentir
ni asumir posturas firmes ante la injusticia. Es, por naturaleza, un buscador
de la verdad. Y esa búsqueda no se limita a lo académico: es una búsqueda de
sentido, de coherencia y de compromiso. Como afirmaba Albert Einstein (1931), “la
educación es lo que queda después de que uno ha olvidado lo que aprendió en la
escuela”; es decir, lo esencial del proceso educativo no está en la
acumulación de datos, sino en la capacidad de pensar con libertad.
Ser universitario implica también una formación
integral: científica, ética, política y humanista. No basta con dominar una
técnica o un procedimiento; hay que entender el contexto en el que se aplica,
las consecuencias sociales que genera y los intereses que puede servir o
perjudicar. Un
médico que ignora la pobreza de sus pacientes, un abogado que defiende la
injusticia, un economista que desconoce el hambre del pueblo o un maestro que
reproduce la ignorancia, han
traicionado la esencia universitaria del saber al servicio de la humanidad.
El verdadero universitario debe tener conciencia de que
cada carrera, cada disciplina, cada conocimiento, tiene una dimensión social.
No se estudia solo para “mejorar la vida personal”, sino para elevar la
condición humana de todos. Esa es la sensibilidad
que define al estudiante consciente de su papel histórico.
El estudiante universitario también debe aprender a vincular
la teoría con la práctica, evitando caer en el academicismo estéril o en el
activismo político sin pensamiento. El
conocimiento cobra sentido cuando se aplica en la vida, cuando sirve para
resolver los problemas reales de la sociedad. La teoría sin práctica es
ilusión; la práctica sin teoría es improvisación. Por eso, el universitario
debe ser puente entre el pensamiento y la acción, entre el aula y la calle,
entre el laboratorio y la comunidad.
En países como El Salvador, con profundas heridas
sociales, históricas y económicas, el estudiante universitario debe ser una
conciencia crítica del país, no un espectador indiferente. No se puede
hablar de universidad sin hablar del pueblo, porque la universidad pública es,
ante todo, un logro de las luchas populares. Por eso, cada estudiante debe
sentirse heredero de esa historia de resistencia y compromiso.
No se estudia únicamente por mérito propio, sino también
gracias al esfuerzo de generaciones que soñaron con una educación liberadora.
Ser universitario es asumir el legado de las grandes
luchas estudiantiles, de aquellos que cayeron exigiendo justicia, democracia y
dignidad. Es tener presente que la universidad no se construye con discursos,
sino con acción, reflexión y servicio. En este sentido, la rebeldía
universitaria no es un defecto, sino una virtud moral. El universitario
debe rebelarse contra la ignorancia, contra la corrupción, contra la
desigualdad y contra la mediocridad institucional. Debe ser, en el mejor
sentido, un revolucionario del pensamiento, un transformador social y un
defensor de la verdad. Sin caer en fanatismos ideológicos que no coadyuvan al
desarrollo del pensamiento critico.
Por ello, el significado profundo de ser universitario
no está en los títulos, ni en los reconocimientos, ni en la posición social
alcanzada, sino en la calidad moral, intelectual y humana de quien, habiendo
recibido la oportunidad de educarse, decide ponerse del lado del pueblo, de la
justicia y de la verdad. La universidad no debería producir profesionales fríos
y calculadores, sino ciudadanos comprometidos con la vida, la libertad y la
dignidad de las personas.
En resumen, ser universitario es comprometerse con la
verdad, con la razón y con la ética, en un mundo dominado por la mentira,
la superficialidad y el individualismo. Es mantener encendida la llama del
pensamiento libre en tiempos donde el conformismo se disfraza de progreso.
Es
creer, como escribió José Martí, que “trincheras de ideas valen más que
trincheras de piedra”. Porque el verdadero estudiante universitario no
empuña armas, sino argumentos; no destruye, sino construye; no se vende, sino
se entrega a la causa más noble de todas: la transformación de la sociedad a
través del conocimiento y la conciencia.
CAPÍTULO II: EL ESTUDIANTE UNIVERSITARIO FRENTE A LA
MERCANTILIZACIÓN DEL CONOCIMIENTO
Vivimos una época en la que el conocimiento, antes
considerado un bien social, se ha transformado en una mercancía más dentro del
mercado global. Las
universidades —especialmente las privadas, aunque también muchas públicas— han
sido arrastradas por la lógica del capitalismo neoliberal, donde todo se compra
y todo se vende: los títulos, los cursos, las competencias, los diplomas y
hasta las ideas. En este escenario, la
educación ha dejado de ser un derecho para convertirse en un negocio, y
el estudiante, en un cliente que consume saberes empaquetados, medidos por créditos,
horas y tasas de matrícula.
El fenómeno no es nuevo, pero se ha profundizado en las
últimas décadas con la expansión de los modelos empresariales en la educación
superior. Se habla de “eficiencia académica”, “productividad estudiantil”,
“competencias laborales” y “marketing universitario”, pero poco se dice sobre
el pensamiento crítico, la conciencia ética o la responsabilidad social.
El estudiante es empujado a estudiar para “ser rentable”, para “insertarse en
el mercado”, no para comprender la realidad ni transformarla.
Así,
la universidad corre el peligro de
convertirse en una fábrica de profesionales sin alma, altamente
calificados en lo técnico pero desprovistos de sensibilidad humana.
Este proceso de mercantilización del conocimiento ha
erosionado los valores más profundos del espíritu universitario. Ya no se busca
el saber por el saber mismo, sino el saber cómo medio para acumular poder,
estatus o riqueza.
Los rankings
académicos y las acreditaciones internacionales se convierten en nuevos ídolos
que reemplazan la búsqueda de la verdad por la obsesión de las cifras. La
calidad se mide por el número de publicaciones, no por la pertinencia de las
ideas; por la cantidad de egresados, no por la profundidad del pensamiento. En
este sentido, el conocimiento se ha
cosificado, y con él, también el ser humano.
La mercantilización del conocimiento genera además una profunda
desigualdad educativa. Quienes tienen recursos económicos acceden a
instituciones de élite, mientras los sectores populares deben conformarse con
universidades mal financiadas, programas obsoletos y docentes precarizados. De
este modo, la educación, que debería ser una herramienta de liberación, se
convierte en un mecanismo de reproducción de las desigualdades sociales. Pierre
Bourdieu (1984) lo explicó claramente: “El sistema escolar legitima las
desigualdades sociales al hacer creer que las diferencias de éxito académico
son resultado de méritos individuales, cuando en realidad responden a
diferencias estructurales de clase.”
Frente
a esta realidad, el estudiante universitario crítico no puede permanecer pasivo. Debe rebelarse contra la lógica del mercado aplicada
a la educación, porque esa lógica deshumaniza y reduce el conocimiento a un
simple producto de consumo. La educación no puede estar sometida al lucro, ni
el pensamiento ser esclavo de las modas ideológicas o tecnológicas. Ser
universitario en este contexto significa levantar la voz ante los intentos de
privatizar la verdad, comercializar el saber y someter la investigación a
intereses económicos.
La mercantilización del conocimiento se manifiesta
también en la dependencia tecnológica. La educación digital, las
plataformas automatizadas y la inteligencia artificial han revolucionado la
enseñanza, pero también han generado una nueva forma de alienación: estudiantes
que copian y pegan información sin comprenderla, docentes que dependen de
algoritmos para evaluar y universidades que confunden innovación con
virtualización.
No se trata de rechazar la tecnología, sino de ponerla al servicio del
pensamiento humano y no al revés. El conocimiento auténtico no nace del clic
ni del algoritmo, sino del diálogo, la reflexión y la experiencia.
En esta era de inteligencia artificial y redes sociales,
el reto del estudiante universitario es aún mayor: mantener su capacidad de
pensar críticamente en medio de la saturación informativa. El verdadero
peligro no es la tecnología, sino la pereza intelectual que produce su mal uso.
Como advierte Byung-Chul Han (2017), vivimos en la “sociedad del cansancio”,
donde el individuo se autoexplota creyendo que es libre, mientras la productividad
sustituye la reflexión y el rendimiento reemplaza la creatividad. El estudiante
universitario, en este contexto, debe aprender a detenerse, a contemplar, a
profundizar. Debe recordar que pensar requiere tiempo, silencio y disciplina.
El
universitario que se deja seducir por la mercantilización del conocimiento
termina siendo un consumidor más del sistema que debería cuestionar. Se vuelve
funcional al poder, dócil ante la injusticia y ciego frente a las
contradicciones de su tiempo. En cambio, el estudiante crítico convierte el
conocimiento en un arma liberadora, en una herramienta para romper las
cadenas del conformismo.
Aprender deja de ser un acto pasivo y se transforma en un acto político:
estudiar para conocer, conocer para comprender, y comprender para transformar.
El
desafío es grande, pero la historia demuestra que cada generación de
estudiantes ha tenido la capacidad de enfrentar los retos de su tiempo. Los
jóvenes de hoy deben recuperar la mística del pensamiento libre, la pasión por
la verdad y la convicción de que la educación es el camino más digno para
alcanzar la justicia social.
La universidad debe volver a ser —como en su origen— un espacio de debate, de
creación, de rebeldía intelectual y de compromiso con el pueblo.
Porque,
como afirmaba el educador brasileño Darcy Ribeiro (1995), “la crisis de la
educación en América Latina no es una crisis: es un proyecto.” Y ese
proyecto neoliberal busca domesticar a los pueblos por medio de una educación
vacía, despolitizada y funcional al sistema. De ahí que
el deber del universitario sea resistir, denunciar y proponer; ser voz de
conciencia y ejemplo de coherencia.
En síntesis, el estudiante universitario frente a la
mercantilización del conocimiento debe convertirse en guardián de la verdad y
de la ética, defender el derecho a pensar libremente y rechazar la
conversión del saber en mercancía.
El conocimiento no es una transacción; es una responsabilidad. Y ser
universitario, en este sentido, significa rescatar el alma de la universidad
del secuestro del mercado, para devolverla al pueblo, a la ciencia, a la
libertad y a la vida.
CAPÍTULO III: EL COMPROMISO SOCIAL Y POLÍTICO
DEL ESTUDIANTE UNIVERSITARIO
El compromiso social y político del estudiante
universitario no es una opción secundaria, sino una exigencia moral y ética
derivada de su condición de ciudadano consciente y beneficiario del esfuerzo
colectivo del pueblo. La universidad pública, sostenida con los impuestos de la
nación, representa una conquista histórica de generaciones que creyeron en el
poder liberador del conocimiento. Por ello, cada estudiante debe entender que
su paso por la universidad no puede ser neutral, ni indiferente, ni apolítico.
La neutralidad, en contextos de injusticia, equivale a complicidad.
El estudiante universitario debe asumir una postura clara
ante los problemas sociales que golpean a su país: la pobreza, la corrupción,
la violencia, el desempleo y la degradación moral. Callar frente a esas
realidades es negar la esencia misma de la universidad, cuya misión no es solo
formar profesionales, sino formar conciencia. No hay verdadero
conocimiento sin compromiso con la transformación de la realidad.
El Salvador y gran parte de América Latina viven una
época de transición histórica. Los viejos poderes políticos, económicos y
mediáticos, que durante décadas manipularon a las masas, están siendo
cuestionados por nuevas generaciones de jóvenes que exigen transparencia,
justicia y dignidad. Sin embargo, muchos de esos mismos poderes intentan
manipular también a los estudiantes, disfrazando la ignorancia de “opinión”, la
mediocridad de “análisis” y la mentira de “libertad de expresión”. Por eso, el
universitario crítico debe aprender a distinguir la información del
conocimiento, la propaganda de la verdad y la demagogia del pensamiento
auténtico.
El compromiso del estudiante universitario comienza en el
aula, pero no termina allí. No basta con aprobar exámenes ni con repetir
teorías; se necesita pensar, actuar y transformar.
Cada carrera universitaria, desde la odontología hasta la ingeniería, desde la
medicina hasta la sociología, debe ser vista como un instrumento al servicio de
la humanidad, no como un medio de ascenso personal. La educación superior tiene
sentido cuando se orienta hacia el bien común, cuando forma ciudadanos solidarios,
críticos y honestos.
Paulo Freire (1970) sostenía que “nadie libera a nadie,
ni nadie se libera solo: los hombres se liberan en comunión”. Esa es la esencia
del compromiso social del universitario: actuar con y para el pueblo, no por
encima de él. El universitario no debe ver a las comunidades pobres como
objetos de estudio, sino como sujetos históricos capaces de pensar y
transformar junto con él.
Ser universitario, entonces, es servir sin humillar, enseñar aprendiendo, y
aprender sirviendo.
En este sentido, el compromiso político del estudiante
universitario no significa partidismo, sino conciencia histórica y ética.
No se trata de militar en banderas ideológicas, sino de asumir valores
universales: la justicia, la equidad, la libertad, la verdad. Un estudiante
puede ser apolítico en apariencia, pero toda acción o inacción frente a la
injusticia tiene una consecuencia política.
Cuando un universitario se levanta contra la corrupción, defiende los derechos
humanos, exige educación pública de calidad o denuncia el abuso del poder, está
ejerciendo el más alto grado de ciudadanía.
Históricamente, los movimientos estudiantiles han sido el
motor de las transformaciones sociales. En El Salvador, desde los años
cuarenta, los estudiantes universitarios se convirtieron en conciencia viva del
pueblo. Muchos de ellos pagaron con su vida el precio de pensar diferente, de
denunciar la opresión o de exigir democracia. Por eso, cada estudiante de
hoy hereda una responsabilidad histórica: no traicionar el sacrificio de
quienes creyeron en una universidad al servicio del pueblo.
Ser estudiante universitario es también tener memoria. No
se puede construir futuro sin recordar el pasado. El olvido es el arma más
eficaz del poder para mantener sometidos a los pueblos. La historia de la
universidad salvadoreña está llena de ejemplos de lucha, de dignidad, de
resistencia. Conocer esa historia es fortalecer la identidad y renovar el
compromiso con la transformación social.
Pero ese compromiso debe traducirse en hechos concretos:
participar en proyectos sociales, colaborar en la alfabetización, contribuir
con la investigación aplicada a las necesidades nacionales, y promover la
cultura, la ciencia y la ética en todos los espacios.
La universidad no puede ser una torre de marfil aislada del pueblo. El
conocimiento que no se comparte se pudre; la sabiduría que no se aplica se
vuelve estéril. Por eso, la acción social del universitario es parte
esencial de su formación humana.
El compromiso político también implica un compromiso con
la verdad. En una era dominada por la desinformación, el estudiante debe ser un
guardián de la objetividad y la razón. Debe aprender a debatir con argumentos,
no con insultos; con ideas, no con consignas. La política universitaria debe
rescatar el pensamiento, no el fanatismo.
Como escribió el filósofo italiano Antonio Gramsci (1930), “instruirse
porque necesitaremos toda nuestra inteligencia; agitarse porque necesitaremos
todo nuestro entusiasmo; organizarse porque necesitaremos toda nuestra fuerza”.
El universitario consciente no huye del debate político: lo eleva, lo dignifica
y lo transforma en un espacio de diálogo racional.
En el siglo XXI, el compromiso social y político del
estudiante debe adaptarse a los nuevos escenarios: las luchas por la defensa
del medio ambiente, la ética en el uso de la tecnología, la igualdad de género,
la protección de los derechos digitales y la soberanía cultural. Todas esas
causas son hoy parte de una nueva ciudadanía universitaria que no se limita a
los muros del campus, sino que trasciende fronteras.
Ser universitario en la actualidad significa pensar globalmente, pero actuar
localmente, con los pies en la tierra y el corazón en el pueblo.
Por último, el compromiso del estudiante universitario
debe ser un compromiso con la esperanza, no con el derrotismo. La
educación no cambia de un día para otro, pero transforma conciencias, y una
conciencia transformada puede cambiar la historia. Cada generación de
estudiantes tiene la misión de continuar la lucha por una universidad crítica,
popular y al servicio de la vida.
Cuando el estudiante asume esa misión, su título deja de ser un simple papel
para convertirse en un símbolo de dignidad, coherencia y amor al pueblo.
En definitiva, el compromiso social y político del
estudiante universitario no es una tarea para unos pocos idealistas, sino una
responsabilidad colectiva que define el sentido de la educación.
Ser universitario es entender que el conocimiento es poder, y que ese poder
solo tiene sentido si se usa para liberar, no para dominar; para construir, no
para destruir; para servir, no para servirse.
CAPÍTULO IV: LA FORMACIÓN ÉTICA Y HUMANISTA DEL
ESTUDIANTE UNIVERSITARIO
La universidad no solo debe formar profesionales
competentes, sino seres humanos íntegros, éticos y sensibles ante la
realidad. El conocimiento sin valores se vuelve peligroso, y la técnica sin
moral puede convertirse en un instrumento de destrucción. En un mundo donde se
ha normalizado la corrupción, la indiferencia y la mentira, la formación ética
del estudiante universitario constituye un acto revolucionario de resistencia
frente al egoísmo y la deshumanización.
Hoy asistimos a una crisis profunda de valores. En todos
los ámbitos —político, económico, social y educativo— la ética parece haber
sido sustituida por la conveniencia. Se premia la astucia, no la honestidad; la
apariencia, no la verdad; el éxito rápido, no el mérito. El estudiante
universitario, bombardeado por una cultura del consumo y de la inmediatez,
corre el riesgo de convertirse en un profesional eficiente pero vacío,
inteligente pero insensible, culto pero inmoral.
Por eso, la universidad tiene la obligación de rescatar el sentido ético y
humanista del saber, devolviendo al estudiante la conciencia de que su
aprendizaje debe estar al servicio del bien común.
La ética universitaria no puede reducirse a una
asignatura en el plan de estudios. Es una actitud, una forma de vida, una
manera de entender el papel del conocimiento en la sociedad. La verdadera
formación ética implica cuestionar, discernir y actuar con responsabilidad
frente a las consecuencias de nuestros actos. Implica reconocer que la ciencia
y la técnica, sin una orientación moral, pueden ser usadas para manipular,
explotar o destruir.
Como advertía Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz en 1952, “la ética
es la reverencia por la vida”. Ser ético es reconocer el valor intrínseco
de todo ser humano y de toda forma de existencia.
El estudiante universitario debe comprender que la ética
no se aprende en los libros, sino en la práctica diaria: en la honestidad
intelectual, en la solidaridad con los compañeros, en el respeto a los
docentes, en la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. No hay ética
sin ejemplo, y no hay ejemplo sin compromiso.
La corrupción universitaria —esa que se disfraza de favoritismos, plagios o
mediocridad institucional— debe ser combatida desde las aulas. Cada estudiante
tiene el deber de defender la verdad, aunque incomode; de rechazar el
fraude, aunque lo aísle; y de actuar con dignidad, aunque le cueste.
La ética no se negocia: se ejerce o se traiciona.
La formación humanista, por su parte, es el complemento
indispensable de la ética. Ser humanista es colocar al ser humano en el centro
de toda acción educativa. No hay conocimiento válido si no mejora la vida de
las personas. No hay ciencia verdadera si no contribuye a la justicia social.
El humanismo universitario es la convicción de que la razón y la ciencia deben
servir a la vida, no someterla.
Como sostenía Erich Fromm (1955), “la educación debe ayudar al hombre a
nacer de nuevo: a despertar de la ilusión, a reconocer sus potencialidades y a
convertirse en un ser libre”.
Ese es el propósito del humanismo universitario: liberar al estudiante de la
ignorancia, del miedo y de la indiferencia.
Una educación ética y humanista forma ciudadanos
comprometidos con su entorno, sensibles ante el dolor ajeno, capaces de
indignarse frente a la injusticia y de actuar en consecuencia. Forma
profesionales que no buscan únicamente el éxito personal, sino la construcción
de una sociedad más equitativa y solidaria.
El estudiante ético no se presta al engaño ni al oportunismo; el humanista no
busca privilegios, sino justicia; el auténtico universitario no se vende,
porque su conciencia no tiene precio.
La ética universitaria exige también humildad
intelectual. Ningún conocimiento es absoluto, y ningún título garantiza la
sabiduría. La soberbia académica es enemiga del saber, porque quien cree
saberlo todo deja de aprender. El estudiante universitario debe cultivar la duda
como principio filosófico, el diálogo como método y la empatía como virtud.
Solo así la universidad podrá ser un espacio de encuentro humano y no un campo
de competencia desmedida.
Además, la ética y el humanismo se manifiestan en la solidaridad
con los más débiles, en la defensa de los derechos humanos, en la
protección del medio ambiente y en la construcción de relaciones basadas en la
equidad y el respeto. Un estudiante ético no puede ser indiferente ante el
hambre, la exclusión o la violencia; debe comprometer su conocimiento en la
búsqueda de soluciones.
Como afirmó Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “la universidad debe humanizar el
saber, ponerlo al servicio del pueblo y no de las élites”. Su pensamiento
sigue siendo una guía luminosa para toda educación que aspire a ser
verdaderamente transformadora.
En este sentido, la formación ética y humanista es
también una formación política, porque se opone a los sistemas que
cosifican al ser humano. Educar éticamente es educar para la libertad; formar
humanísticamente es formar para la solidaridad. El estudiante universitario que
cultiva estos valores se convierte en un defensor de la vida en todas sus
formas y en un enemigo natural de toda forma de opresión.
La ética sin acción es discurso vacío; el humanismo sin compromiso es
sentimentalismo superficial. Solo cuando ambos se traducen en hechos concretos
—en honestidad, justicia, respeto, compasión y coherencia— el conocimiento
adquiere su verdadero sentido.
Finalmente, la universidad debe ser el ejemplo vivo de
esa ética y ese humanismo que predica. No se puede exigir moral sin
practicarla. Las instituciones de educación superior deben demostrar, con su
transparencia, con su gestión justa y con su compromiso social, que es posible
construir una educación distinta: una educación para el bien, para la verdad
y para la vida.
El estudiante que entiende esto descubre que ser
universitario no es solo una etapa académica, sino una forma de existir con
sentido. La ética lo guía, el humanismo lo inspira y la verdad lo libera.
Y cuando un pueblo logra tener universitarios éticos, críticos y humanistas,
ese pueblo ha encontrado el camino más seguro hacia su emancipación.
CAPÍTULO V: LA UNIVERSIDAD COMO ESPACIO DE TRANSFORMACIÓN
SOCIAL Y CULTURAL
La universidad no es una isla, ni un templo de saberes
abstractos desconectados de la vida. Es —o debería ser— el corazón
intelectual y moral de la sociedad, el lugar donde se forja la conciencia
crítica, donde se cuestiona el poder y donde se diseñan las herramientas para
construir un futuro más justo y humano.
Cuando la universidad renuncia a su papel transformador, se convierte en
cómplice de las estructuras que perpetúan la desigualdad. Por eso, defender la
universidad pública, científica y popular es defender la posibilidad misma de
la emancipación social.
Históricamente, las universidades nacieron como centros
de pensamiento libre, donde la razón y el debate reemplazaban al dogma y la
obediencia. Sin embargo, en el siglo XXI, muchas instituciones han caído en la
trampa del conformismo burocrático y la competencia mercantil.
Hoy, más que nunca, es urgente recuperar la vocación crítica, social y
cultural de la universidad, porque una educación que no transforma se
convierte en un mecanismo de adaptación y sumisión.
La universidad debe ser el espacio donde se incuban las ideas que cuestionan el
orden injusto, donde se forman los líderes éticos del mañana y donde se crean
las alternativas que la sociedad necesita para sobrevivir con dignidad.
En países como El Salvador, donde la desigualdad, la
corrupción y la ignorancia han sido estructurales, la universidad tiene un
papel histórico que no puede evadir: ser la conciencia lúcida del pueblo.
Su misión no se limita a transmitir conocimientos, sino a formar ciudadanos
libres y responsables, capaces de analizar la realidad con rigor científico y
con sensibilidad humana.
El conocimiento debe servir para liberar, no para someter; para sanar, no para
explotar; para construir, no para dividir.
La universidad, entendida como espacio de transformación
social, debe abrir sus puertas al pueblo, no cerrarse entre muros de élite.
El conocimiento tiene sentido cuando dialoga con la realidad concreta: con el
agricultor que trabaja la tierra, con la madre que lucha por la educación de
sus hijos, con el obrero que resiste la explotación, con el joven que sueña con
un futuro mejor.
Cuando la universidad se separa de la sociedad, se fosiliza; cuando se une al
pueblo, se vuelve fuerza viva de cambio.
La transformación cultural que la universidad debe
promover va más allá de lo académico.
Implica rescatar valores esenciales como la solidaridad, la honestidad, la
cooperación, la empatía y la conciencia colectiva.
La cultura universitaria no debe medirse solo por los títulos ni por los
indicadores de productividad, sino por la capacidad de generar pensamiento
crítico, arte comprometido, ciencia al servicio de la vida y ética en la
acción.
Una universidad verdaderamente transformadora no produce autómatas, sino seres
humanos plenos, capaces de sentir y pensar al mismo tiempo.
Para lograrlo, es necesario que la universidad se libere
del modelo neoliberal que la concibe como empresa y al estudiante como cliente.
Debe recuperar su función pública y social, convertirse en un laboratorio de
ideas y valores, donde se estudie la realidad para transformarla, no para
adaptarse a ella.
La investigación científica debe orientarse a resolver los problemas del país,
no a engrosar bases de datos internacionales.
La extensión universitaria debe estar al servicio de las comunidades más
necesitadas, y la docencia debe ser un acto de compromiso y no de rutina.
Solo así la universidad podrá cumplir su verdadera misión: educar para la
justicia, para la equidad y para la libertad.
Como advirtió José Martí, “los pueblos han de vivir
criticando, porque la crítica es la salud”.
Una universidad sin crítica es una universidad enferma.
Debe ser el espacio donde las ideas fluyan sin miedo, donde los estudiantes
aprendan a disentir, donde los profesores se atrevan a cuestionar los dogmas, y
donde la verdad no dependa de los intereses del poder.
La libertad académica no es un privilegio: es la condición esencial del
pensamiento vivo.
Además, la universidad debe ser el puente entre la
tradición y la innovación.
No puede renunciar a sus raíces culturales ni a su identidad nacional, pero
tampoco puede cerrarse al diálogo con el mundo.
En un tiempo dominado por la globalización y la inteligencia artificial, el
desafío es conservar la humanidad del conocimiento, mantener la cultura
como expresión de identidad y resistencia.
El progreso tecnológico solo tiene sentido si está acompañado por progreso
moral y cultural.
Por ello, la universidad debe promover una cultura de
pensamiento crítico y solidaridad, donde los estudiantes aprendan a
convivir, a debatir, a cooperar, a escuchar.
El conocimiento aislado no transforma; la sabiduría compartida sí.
Una universidad viva es aquella donde los jóvenes no solo aprenden, sino que
enseñan; donde los profesores no solo imparten clases, sino que inspiran; donde
la comunidad no solo observa, sino que participa.
La transformación social y cultural comienza cuando la universidad se convierte
en una escuela de humanidad.
En este contexto, el estudiante universitario es el
protagonista de ese proceso.
Cada estudiante es un portador de cambio, una chispa de conciencia, un
constructor de futuro.
Ser universitario es llevar en la mente el conocimiento y en el corazón la
justicia.
No basta con aprender teorías: hay que convertirlas en acción, en compromiso,
en esperanza.
La universidad no transforma sola; la transforman sus estudiantes, sus docentes
y su pueblo, cuando actúan unidos por un mismo ideal: la dignidad humana
como eje del progreso.
En definitiva, la universidad debe ser el espacio donde
convergen la ciencia, la ética y la cultura; donde la razón se une a la
sensibilidad, y el saber se convierte en poder liberador.
Una universidad sin alma produce profesionales; una universidad con alma
produce patriotas, pensadores, soñadores y constructores de una nueva sociedad.
Y esa nueva sociedad no se edifica con discursos, sino con conocimiento, con
verdad y con amor.
CONCLUSIÓN
Ser estudiante universitario en el siglo XXI no es un
privilegio individual, sino una responsabilidad histórica y moral. La
universidad representa uno de los pocos espacios donde todavía es posible
pensar con libertad, cuestionar la injusticia y construir alternativas frente a
la crisis de valores que atraviesa nuestra sociedad. En una época marcada por
la desinformación, la superficialidad y la mercantilización del saber, el
estudiante universitario debe convertirse en resistencia ética y conciencia
crítica frente al poder y la mentira.
El conocimiento no puede ser reducido a un objeto de
consumo, ni la universidad a una empresa de títulos. La verdadera educación
superior debe formar ciudadanos capaces de comprender su tiempo, analizar sus
contradicciones y actuar para transformarlo. El estudiante que asume su papel
con dignidad y compromiso social se convierte en una fuerza de cambio; aquel
que busca únicamente beneficio personal, se transforma en cómplice de la
injusticia que dice rechazar.
A lo largo de este ensayo se ha reflexionado sobre el
papel del universitario como agente de cambio, constructor de
pensamiento, defensor de la verdad y protagonista de la historia. La
universidad, como institución pública y cultural, tiene el deber de ser faro de
justicia, de ciencia y de conciencia. Pero esa misión solo será posible si sus
estudiantes asumen con valentía el desafío de pensar, de sentir y de actuar con
coherencia.
No hay transformación social sin transformación moral, y
no hay transformación moral sin educación ética. Ser universitario implica comprometerse
con el pueblo, luchar por la verdad, rechazar la corrupción, practicar la
solidaridad y cultivar la humildad intelectual.
Cada generación de estudiantes tiene el deber de mantener viva la llama del
pensamiento crítico, porque allí donde el pensamiento se apaga, florecen la
ignorancia, el fanatismo y la servidumbre.
El estudiante universitario auténtico no es aquel que
acumula diplomas, sino aquel que deja huellas de dignidad. No se mide por el
número de materias aprobadas, sino por su capacidad de cuestionar, de servir y
de transformar.
Por eso, ser estudiante universitario es un acto de amor hacia la humanidad,
una forma de rebelión contra la indiferencia, y una expresión de fe en la
posibilidad de un mundo mejor.
REFLEXIÓN FINAL
La universidad no existe para perpetuar el sistema, sino
para imaginar uno nuevo.
El estudiante universitario, consciente de su misión, debe comprender que
estudiar es un acto político, ético y profundamente humano. Cada libro que
abre, cada idea que comprende, cada injusticia que denuncia, es un paso hacia
la liberación de su pueblo.
Porque el conocimiento que no se comparte se convierte en privilegio, y el
privilegio que no se transforma en servicio, en traición.
El Salvador y América Latina necesitan universidades que
enseñen a pensar, no a repetir; que enseñen a crear, no a obedecer; que enseñen
a servir, no a servirse.
Necesitamos estudiantes que comprendan que el título más importante no es el
que otorga un diploma, sino el que se gana con la coherencia y la honestidad.
Un pueblo educado, consciente y ético no puede ser manipulado, y una
universidad comprometida con su pueblo no puede ser corrompida.
En un mundo donde la inteligencia artificial avanza y la
humanidad parece retroceder, el mayor desafío del estudiante universitario es preservar
su humanidad, mantener viva su conciencia y defender el pensamiento libre.
La verdadera revolución universitaria no se hace con armas ni con discursos,
sino con ideas, con ética y con valentía.
Así, ser estudiante universitario significa asumir la
vida como un proyecto de transformación, donde el conocimiento se une al
compromiso, la verdad a la acción y la esperanza a la historia.
El futuro pertenece a los que piensan con claridad, sienten con profundidad y
actúan con amor.
Por eso, el estudiante universitario no es solo un aprendiz de ciencia: es un constructor
de conciencia, un sembrador de justicia, un defensor de la
dignidad humana.
Como afirmaba Monseñor Óscar Arnulfo Romero:
“La universidad que se encierra en sí misma, traiciona su
misión; la universidad que se pone al servicio del pueblo, cumple con su deber
histórico.”
Ese es, en esencia, el sentido más profundo y más hermoso
de ser universitario: aprender para servir, pensar para liberar y vivir para
transformar.
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