jueves, 13 de noviembre de 2025

 


1.     EL MUNDO AL REVÉS: CUANDO EL ESPECTÁCULO VALE MÁS QUE LA INTELIGENCIA

POR: MSc.JOSÈ ISRAEL VENTURA.,

 

INTRODUCCIÓN

El mundo al revés: entre el espectáculo y la dignidad humana

Vivimos en un tiempo histórico profundamente contradictorio. Un tiempo donde la luz y la sombra conviven sin pudor; donde los avances científicos, tecnológicos y educativos alcanzan niveles extraordinarios, pero al mismo tiempo las jerarquías morales, sociales y económicas parecen estar gobernadas por valores invertidos.

La pregunta que abre esta reflexión –“¿En qué mundo vivimos?”– no es retórica ni exagerada: es la síntesis del desconcierto contemporáneo ante un sistema que premia con cifras astronómicas a quienes dominan el entretenimiento, mientras invisibiliza, margina y a veces desprecia a quienes dedican su vida a transformar positivamente la humanidad.

Los ejemplos sobran: mientras un futbolista de élite firma contratos que superan los 200 millones de dólares, un maestro —el que educa generaciones enteras— lucha por un salario insuficiente; mientras un científico desarrolla vacunas, tecnologías médicas o fórmulas innovadoras que salvan millones de vidas, apenas recibe reconocimiento social; mientras un premio Nobel de la Paz arriesga su existencia para denunciar injusticias o promover la reconciliación, la atención de las masas se desvía hacia las pantallas, hacia la estadística deportiva, hacia el espectáculo que distrae de los conflictos que realmente definen el destino de los pueblos.

Como advirtió Eduardo Galeano (1998) en una frase que se ha vuelto emblemática:

“El mundo al revés: desprecia la honestidad, castiga el trabajo, recompensa la falta de escrúpulos y alimenta el canibalismo.”

Galeano no inventó la paradoja: simplemente la miró de frente, sin adornos. Y es que la humanidad parece haber entrado en un nuevo tipo de eclipse moral donde la banalidad se celebra y la excelencia ética se arrincona.

No se trata —como usted señala con claridad— de estar en contra del deporte. El deporte es noble, es disciplina, es esfuerzo, es salud. El problema no es el fútbol: el problema es la lógica mercantil e irracional que convierte al espectáculo deportivo en una industria multimillonaria mientras otras profesiones esenciales para la supervivencia humana son relegadas al olvido.

Esta inversión de valores no es casual. Tiene raíces históricas, económicas y culturales. Desde la expansión del capitalismo neoliberal, el mercado ha impuesto criterios de rentabilidad incluso sobre los talentos humanos. Lo que no genera espectáculo, consumo o emoción inmediata se comercia menos y por ende vale menos, aunque su aporte a la humanidad sea infinitamente mayor. La ciencia, la docencia, la investigación y la paz no venden camisetas ni llenan estadios.

No generan clics ni avalanchas de publicidad. Y por eso, paradójicamente, se consideran “poco rentables” aunque resulten indispensables.

Frente a esta realidad, surge la necesidad urgente de un análisis crítico y energico que desenmascare las estructuras que sostienen la desigualdad simbólica y material. ¿Por qué un cirujano que salva vidas gana menos que un atleta? ¿Por qué una docente con 30 años de experiencia gana menos que un jugador debutante? ¿Por qué un intelectual que aporta comprensión al mundo es menos mencionado que una celebridad de redes sociales?

Estas preguntas no apuntan a destruir lo que es valioso del deporte o del entretenimiento, sino a denunciar un orden moral distorsionado que ha puesto el brillo por encima del bien común, la fama por encima del conocimiento y el espectáculo por encima del servicio humano.

Este ensayo se propone, entonces:

  1. Analizar críticamente la inversión moral contemporánea, examinando cómo se construye socialmente el valor de ciertas profesiones.
  2. Reflexionar sobre el papel del capitalismo mediático y su influencia en la cultura del espectáculo.
  3. Recuperar la dignidad y centralidad de profesiones esenciales como la docencia, la investigación científica y la labor de quienes trabajan por la paz.
  4. Proponer un horizonte alternativo donde el mérito se mida por el aporte a la humanidad y no por el rating, la viralidad o las ganancias millonarias.

Estamos ante la oportunidad —y la responsabilidad— de reconstruir un marco ético que coloque al ser humano en el centro, no al espectáculo. Que reivindique la inteligencia, la bondad, la investigación, la enseñanza y el sacrificio silencioso que sostiene el progreso real de las sociedades.

El mundo al revés no es una condena ineludible. Es un síntoma. Un llamado. Un desafío.
Y este ensayo pretende contribuir a esa tarea urgente: volver a poner de pie lo que la sociedad ha dejado boca abajo.

CAPÍTULO I

La lógica del mercado y la desvalorización del conocimiento humano**

La sociedad contemporánea está marcada por una profunda contradicción cultural: mientras más conocimiento produce la humanidad, menos valor simbólico parece otorgarle. La ciencia avanza, la tecnología se acelera, la medicina se perfecciona, pero el reconocimiento social y económico hacia quienes sostienen estos pilares fundamentales es cada vez más escaso. La pregunta es inevitable: ¿Cómo hemos llegado a un punto histórico donde el entretenimiento vale más que la inteligencia, y el espectáculo más que la verdad?

Para comprender esta paradoja, es necesario analizar la lógica que gobierna al mundo moderno: la lógica del mercado, una racionalidad que privilegia lo rentable sobre lo esencial, lo visible sobre lo sustantivo y lo emocional sobre lo reflexivo. Bajo esta dinámica, la sociedad no valora aquello que hace avanzar a la civilización, sino aquello que genera consumo inmediato. No importa el aporte a la humanidad, sino el flujo de capital.

Autores como Zygmunt Bauman (2007) han descrito este fenómeno como la transición hacia una modernidad líquida, donde todo —incluido el valor humano— se mide por su capacidad de ser vendido, explotado o convertido en mercancía. En este escenario, el talento deportivo se convierte en un producto de alto rendimiento económico: genera audiencias masivas, contratos publicitarios, venta de camisetas, transmisiones televisivas y una industria global que mueve miles de millones de dólares cada año.

Por el contrario, el trabajo de un maestro, un químico, un físico o un investigador científico no llena estadios ni reproduce fenómenos de viralidad. El conocimiento, lamentablemente, no produce adrenalina inmediata, y por tanto el mercado lo clasifica como “poco rentable”. Esta evaluación mercantil es profundamente injusta y revela la degradación moral del sistema.

Como señala Noam Chomsky (2016), el capitalismo neoliberal ha despojado a muchas profesiones de su valor intrínseco, subordinándolas a un sistema económico que solo reconoce aquello que genera ganancia rápida. En consecuencia, el científico que dedica su vida a investigar una cura o un maestro que forma a futuras generaciones son relegados simbólicamente a un segundo plano, mientras los grandes contratos deportivos se celebran como eventos épicos.

Esta mentalidad no solo reduce la dignidad del conocimiento: devalúa la esencia humana. Convierte a las personas en mercancías y al talento en un espectáculo. Y lo más grave: crea una sociedad que premia la superficialidad mientras relega la profundidad. Una sociedad que celebra el brillo de los reflectores mientras ignora el esfuerzo silencioso que sostiene el funcionamiento del mundo.

El filósofo Byung-Chul Han (2018) describe este fenómeno como la cultura del rendimiento y del espectáculo, donde el ser humano vive para ser visto, validado y consumido. En este marco, el deportista exitoso se convierte en “objeto de deseo colectivo”, mientras que el científico, el maestro o el intelectual son invisibilizados porque no encajan en la lógica del entretenimiento continuo.

El resultado es un mundo desequilibrado, donde se exagera el valor del espectáculo y se minimiza el valor de la educación. Un mundo que mide la importancia de una profesión no por su aporte a la vida humana, sino por el número de seguidores, reproducciones o ingresos que produce. Un mundo donde las redes sociales amplifican aún más esta lógica, convirtiendo la atención en la nueva moneda global.

Frente a esta realidad, es imprescindible preguntarnos: ¿Cuáles son las consecuencias éticas de este modelo?

 ¿Puede una sociedad sostenerse cuando prioriza el entretenimiento sobre la ciencia? ¿Qué futuro le espera a una nación que paga millones por goles pero migajas por conocimientos?

Estas interrogantes nos conducen al siguiente apartado, donde analizaremos con mayor profundidad cómo esta lógica mercantil y mediática ha impactado en la percepción social del deporte, creando una pirámide de valores completamente invertida.

CAPÍTULO II

El deporte como industria: del juego noble al espectáculo global**

El deporte, en su origen más profundo, nació como una expresión humana de libertad, disciplina, esfuerzo y comunión social. Correr, saltar, competir, superar los propios límites: estas actividades no solo fortalecían el cuerpo, sino también el carácter, la ética y la convivencia. El deporte era un ritual de encuentro, una fiesta del movimiento, un espacio donde las comunidades se reconocían y celebraban su propia vitalidad.

Sin embargo, en las últimas décadas, el deporte —especialmente el fútbol— ha dejado de ser simplemente una actividad humana para convertirse en una industria global capaz de mover cifras que superan el PIB de muchos países. La transformación no ha sido accidental: responde a la lógica del mercado que convierte todo lo visible en mercancía y todo lo popular en oportunidad de negocio.

El filósofo francés Jean Baudrillard (1994) advertía que vivimos en una época donde lo real es reemplazado por su simulacro, es decir, por su versión espectacular. Y el deporte no escapa a esta lógica. El fútbol dejó de ser 22 jugadores en un campo y pasó a ser una maquinaria compleja de publicidad, marketing, derechos televisivos, patrocinios, influencias políticas y espectáculos cuidadosamente producidos.

La pregunta clave es: ¿Cuándo dejó el deporte de ser juego y se convirtió en negocio?
La respuesta apunta a la irrupción de gigantes mediáticos, conglomerados financieros y corporaciones internacionales que encontraron en el deporte un producto perfecto: masivo, emocional, permanente y global. Como sostiene David Harvey (2005), el capitalismo contemporáneo tiende a absorber cualquier esfera de la vida humana para convertirla en fuente de acumulación, y el deporte fue terreno fértil.

Los clubes, antes símbolos locales y comunitarios, ahora funcionan como empresas transnacionales, algunas incluso propiedad de jeques multimillonarios, fondos de inversión o corporaciones energéticas. La identidad deportiva se mercantilizó: camisetas, estadios, derechos de imagen, contratos publicitarios y hasta el nombre de los torneos se venden al mejor postor.

En este contexto, surge la figura del futbolista estrella, convertido en una especie de semidiós mediático cuyos movimientos generan millones en ganancias.

 No se trata de cuestionar su talento, disciplina o esfuerzo personal: se trata de cuestionar la desproporción obscena entre el valor económico que se le otorga y el valor simbólico que se asigna a profesiones esenciales.

Mientras un jugador puede ganar en un año más que un maestro en toda su vida, la sociedad aplaude y celebra estas cifras como si fueran naturales, inevitables, o peor aún, merecidas. Esta aceptación acrítica refuerza la idea de que el entretenimiento es más valioso que la educación, y que el espectáculo es más necesario que la ciencia.

Las televisoras, plataformas digitales y marcas deportivas han convertido el fútbol en un producto global que se consume como si fuera un derecho cotidiano. El estadio es ahora un templo de consumo, donde la emoción colectiva es cuidadosamente administrada por intereses económicos. Como afirma Guy Debord (1995), vivimos en la “sociedad del espectáculo”, donde todo se transforma en imagen, y el deporte ofrece una de las imágenes más potentes del mercado emocional contemporáneo.

La industrialización del deporte ha tenido efectos culturales profundos:

·         Hipercelebridad: Los deportistas son exaltados como modelos universales, mientras los científicos, maestros o artistas son invisibilizados.

·         Desigualdad simbólica: Se eleva el valor del espectáculo por encima del conocimiento.

·         Consumo emocional: La identidad deportiva sustituye debates sociales más profundos.

·         Distracción masiva: Millones de personas dedican más tiempo a discutir fichajes que a reflexionar sobre desigualdad, educación o corrupción.

Como señaló Eduardo Galeano (1995) en El fútbol a sol y sombra, el deporte tiene un potencial extraordinario para unir pueblos, pero también puede convertirse en un “negocio que devora la esencia del juego”.

No se trata, nuevamente, de demonizar el fútbol o a los atletas. Se trata de denunciar la proporción irracional entre la gloria del espectáculo y la miseria del conocimiento. El problema no es que un futbolista gane mucho: el problema es que un maestro gane tan poco. El problema no es que el deporte sea importante: el problema es que las profesiones esenciales son tratadas como prescindibles.

Esta distorsión no puede comprenderse sin entender el papel fundamental que juegan los medios de comunicación y las redes sociales en la construcción de héroes deportivos y en la silenciosa invisibilización de quienes transforman la vida humana sin reflectores. Este será el tema del siguiente capítulo.

CAPÍTULO III

Medios de comunicación, redes sociales y la fabricación de ídolos

Si en algún momento de la historia reciente los medios de comunicación tuvieron la capacidad de moldear imaginarios colectivos, hoy esa capacidad se ha multiplicado exponencialmente gracias a las redes sociales, las plataformas digitales y la economía de la atención. La construcción de ídolos deportivos, celebridades vacías o figuras de entretenimiento no es un fenómeno espontáneo ni natural: es un proceso estratégico, cuidadosamente diseñado para producir consumo, fidelidad emocional y dependencia simbólica.

En este ecosistema mediático, los medios tradicionales —televisión, radio, prensa— convergen con gigantes digitales como YouTube, TikTok, Instagram y Facebook, formando un aparato ideológico de masas que no solo informa, sino que estructura la percepción del valor social. La pregunta central ya no es “¿Qué es importante?”, sino “¿Qué es viral?”, “¿Qué genera más clics?” o “¿Qué engancha emocionalmente?”. Como señala Byung-Chul Han (2021), vivimos atrapados en la psicopolítica, una dimensión donde la atención, los deseos y las emociones son manipulados por algoritmos que priorizan lo llamativo sobre lo significativo.

La ingeniería de la idolatría

Los deportistas de élite, especialmente los futbolistas, son convertidos en íconos globales gracias a una compleja maquinaria de producción de imagen. No se limita a sus habilidades deportivas: se construye un personaje total. Se moldean sus gestos, su narrativa, su “humildad” o su “rebeldía”, sus estilos de vida, sus poses y hasta sus silencios. Cada gol, cada tatuaje, cada gesto en la cancha se multiplica en millones de pantallas.

Este proceso de hiperexposición genera un fenómeno que Guy Debord (1995) llamó “la dictadura del espectáculo”: la vida pública es reemplazada por su representación espectacular. Los deportistas dejan de ser personas y se convierten en símbolos, objetos de culto y mercancías vivientes cuya valoración se mide por contratos publicitarios, seguidores en redes y métricas de mercado.

Mientras tanto, ¿Qué ocurre con los científicos, maestros y premios Nobel? Ocurren dos cosas:

  1. No son televisivos. Su trabajo no genera rating, no es espectacular y no produce emociones instantáneas.
  2. No hay interés comercial en exponerlos. Un maestro que transforma vidas no vende camisetas. Un químico brillante no genera anuncios de millones. Un investigador que salva vidas no moviliza masas.

Por ello, la maquinaria mediática los invisibiliza o, en el mejor de los casos, los menciona brevemente para luego abandonarlos al silencio.

El algoritmo como juez del valor social

En la actualidad, los algoritmos dictan qué temas merecen ser vistos. La lógica algorítmica no tiene un criterio ético: solo responde a patrones de atención. Lo que emociona, divide, impacta, sensualiza o entretiene será amplificado. Lo que educa, critica, reflexiona o cuestiona será minimizado.

El filósofo Neil Postman (1985) advirtió en su obra Divertirse hasta morir que la cultura del entretenimiento acabaría por trivializar la vida pública.

 Hoy sus palabras son más vigentes que nunca. No solo la política se convirtió en espectáculo, sino también la educación, la cultura y la ciencia.

Las redes sociales premian la rapidez sobre la profundidad, la imagen sobre el contenido, el escándalo sobre la reflexión. De esta forma, se crea un ecosistema donde el futbolista es visible hasta en los sueños colectivos, mientras el investigador vive en la penumbra del anonimato. Como afirma Chomsky (2016), los medios no solo informan: “dicen a la gente en qué pensar”.

El circuito mediático de la desigualdad simbólica

Los medios y redes sociales reproducen una lógica perversa:

  1. Visibilizan lo rentable: el espectáculo.
  2. Invisibilidad lo esencial: la educación y la ciencia.
  3. Exageran la gloria: del futbolista exitoso.
  4. Minimizan la contribución: del maestro, el médico o el investigador.
  5. Moldean aspiraciones sociales hacia profesiones mediáticas aunque carezcan de verdadero impacto humano.

Este circuito produce una desigualdad simbólica profunda: la sociedad cree que vale más lo que aparece más en pantalla. Así, un niño de 10 años “aspira a ser famoso” más que a ser médico; desea ser influencer más que científico; sueña con ganar millones como un futbolista, pero jamás ha escuchado el nombre de quien inventó la vacuna que lo salvó en su infancia.

El sueño colectivo ya no es transformar el mundo, sino ser visto por el mundo.

La banalidad que devora la esperanza

La saturación de espectáculos crea una realidad paralela donde el ocio de masas sustituye cualquier conversación ética, política o científica. El fútbol, que debería unir, se convierte en opio que paraliza la crítica. La idolatría hacia los jugadores absorbe tiempo, energía mental, recursos económicos y atención que debería invertirse en debatir los problemas reales: educación, ciencia, pobreza, salud, justicia y dignidad.

Como advertía Galeano (1998), la cultura del espectáculo produce un mundo donde “la honestidad se castiga y la falta de escrúpulos se premia”. El sistema mediático exalta a quienes entretienen y oculta a quienes contribuyen a la supervivencia humana. No es culpa del deportista: es culpa del sistema que convirtió el deporte en mercancía y la educación en sacrificio sin prestigio.

CAPÍTULO IV

La paradoja cultural: ¿Por qué el entretenimiento vale más que la vida humana?

Si en un país se incendia un hospital, la noticia dura minutos. Si un futbolista cambia de equipo, la noticia dura semanas. Esta es la paradoja cultural del siglo XXI: hemos creado un ecosistema simbólico donde lo trivial ocupa el centro y lo vital es relegado a las orillas. El entretenimiento, al que deberíamos asignarle un lugar natural dentro del ocio humano, ha adquirido un peso desproporcionado, desplazando a las profesiones que sostienen el bienestar, la salud, la educación y la supervivencia de la humanidad.

La pregunta es profunda y perturbadora:
¿Por qué el entretenimiento vale más que la vida humana en el imaginario colectivo contemporáneo?

La respuesta no es sencilla, pero sí reveladora. La paradoja no surge de una coincidencia cultural, sino de una estructura económica, social y psicológica cuidadosamente moldeada por décadas de neoliberalismo, hipermediatización y consumo emocional.

1. La economía de la emoción

En el capitalismo postmoderno, el valor no viene de la utilidad ni del impacto real en la sociedad, sino de la capacidad de generar emociones. El entretenimiento —el deporte, la música, las celebridades— produce emociones inmediatas: gozo, adrenalina, euforia, esperanza, triunfo, identificación grupal.

Como sostienen Pine y Gilmore (1999) en La economía de la experiencia, las sociedades actuales pagan no por productos, sino por emociones. Y el deporte es un proveedor perfecto de experiencias intensas y colectivas.

Un científico, en cambio, produce conocimiento. Un maestro produce formación. Un médico produce salud. Todos ellos generan bienes esenciales, pero no emociones de consumo masivo. Su aporte es profundo, pero silencioso. Necesario, pero sin espectáculo.

2. La cultura del escape

El entretenimiento le ofrece a las masas un escape de la rutina, del estrés, de la pobreza, de la violencia, de la incertidumbre. Millones de personas, agotadas por sistemas laborales injustos y economías frágiles, buscan refugio emocional en los deportes. Como afirma Han (2010), la sociedad del cansancio genera sujetos agotados que buscan alivio inmediato.

El fútbol se convierte en catarsis emocional colectiva.
Los científicos, en cambio, no ofrecen escape: ofrecen preguntas, desafíos, complejidad.
Y la cultura contemporánea prefiere la evasión a la reflexión.

3. El negocio de la distracción

Los gobiernos, las élites económicas y los conglomerados mediáticos han entendido que el entretenimiento es un poderoso mecanismo de control social. Mantener a la población entretenida —en vez de crítica— es una estrategia efectiva.
Como lo señaló Noam Chomsky (2016), la distracción es una de las herramientas fundamentales del poder: “mantén a la gente ocupada con trivialidades y no tendrán tiempo de cuestionar la estructura del sistema”.

El fútbol y el espectáculo cumplen esa función.
La ciencia, la educación y la investigación, en cambio, generan pensamiento crítico, cuestionamiento, autonomía y capacidad de transformar el mundo. Por ello reciben menos apoyo: porque empoderan, no distraen.

4. La idolatría contemporánea

El entretenimiento fabrica ídolos. El conocimiento fabrica ciudadanos.
Los primeros generan consumo; los segundos generan conciencia.

La figura del deportista es hipervisual: aparece en portadas, vallas, videos, transmisiones, anuncios, redes sociales. El maestro y el científico están en espacios cerrados, silenciosos, sin reflectores. Su labor no produce imágenes virales. Como advierte Baudrillard (1994), vivimos en un mundo donde “lo visible reemplaza a lo verdadero”. Y lo visible, hoy, es el espectáculo.

5. La ilusión del mérito

La narrativa neoliberal sostiene que quienes ganan millones “se lo merecen” porque generan ingresos. Esta justificación se utiliza para invisibilizar que los salarios multimillonarios no reflejan mérito humano, sino rentabilidad del mercado.

Si el valor humano se midiera por su impacto real en la vida de las personas, los maestros ganarían más que los futbolistas, los investigadores más que los influencers, los médicos más que los comentaristas deportivos.

Pero la sociedad actual ha puesto el mérito al servicio del espectáculo, no de la humanidad.

6. El resultado: vidas desiguales, valores invertidos

Esta paradoja cultural ha generado graves consecuencias:

·         Se devalúa la educación.

·         Se precariza la ciencia.

·         Se empobrece la investigación.

·         Se desmoraliza al docente.

·         Se idolatra a la celebridad.

·         Se infantiliza a la ciudadanía.

·         Se normaliza la desigualdad simbólica entre profesiones.

·         Se instala un modelo aspiracional superficial y peligroso.

Como lo advirtió Eduardo Galeano (1998), el mundo al revés “alimenta el canibalismo” y celebra lo trivial mientras condena lo imprescindible.

El entretenimiento ha capturado el corazón simbólico de la sociedad.
La vida humana —el conocimiento, la sabiduría, la educación, la investigación, la paz— ha quedado relegada a un margen injusto.

Pero esta realidad no es un destino ineludible; es un sistema que puede ser transformado. Para lograrlo, debemos comprender las consecuencias humanas y existenciales de esta inversión de valores. Ese será el tema del siguiente capítulo.

CAPÍTULO V

Consecuencias éticas, sociales y humanas de un mundo que premia el espectáculo y desprecia la inteligencia**

Los sistemas sociales no son neutrales. Cada decisión cultural, cada jerarquía simbólica y cada modelo económico produce efectos concretos en la vida humana. Cuando una sociedad premia el entretenimiento por encima del conocimiento, cuando idolatra al futbolista, pero invisibiliza al maestro, cuando glorifica a la celebridad, pero desprecia al científico, las consecuencias no son superficiales: son profundas, estructurales y, en muchos casos, irreversibles.

Este capítulo analiza los impactos éticos, sociales y humanos de vivir en un mundo que ha puesto al espectáculo en el centro y ha relegado la inteligencia a los márgenes.

1. Consecuencias éticas: el ocaso del mérito verdadero

En un sistema donde el valor de una persona se mide por su viralidad y no por su aporte a la humanidad, la ética se convierte en un adorno prescindible.
La lógica dominante —rentabilidad por encima de humanidad— genera una ética distorsionada:

·         Lo superficial se premia.

·         Lo profundo se ignora.

·         Lo rentable se celebra.

·         Lo indispensable se desprecia.

Como afirma Savater (2004), la ética es la reflexión sobre lo que debemos hacer para humanizarnos; sin embargo, una sociedad que exalta el espectáculo estupidiza la noción del mérito y debilita la virtud.

La justicia simbólica desaparece: el maestro que forma ciudadanos gana salarios humillantes, mientras la celebridad del entretenimiento ocupa los titulares de la prensa.

La consecuencia es evidente:
la sociedad deja de reconocer el valor moral del conocimiento y normaliza la banalidad.

2. Consecuencias sociales: una población menos crítica, más manipulable

Cuando el entretenimiento ocupa el centro de la vida colectiva, la ciudadanía se convierte en espectadora pasiva. La política se transforma en show; la educación, en trámite; la ciencia, en algo lejano.

Las masas se vuelven más fáciles de manipular porque dedican más tiempo a consumir entretenimiento que a comprender su realidad.
Como advertía Neil Postman (1985), una sociedad obsesionada con el entretenimiento pierde la capacidad de tomarse en serio los problemas que la afectan. El resultado:

·         Abandono del pensamiento crítico.

·         Reducción del debate público a memes, polémicas y escándalos.

·         Superficialidad en la toma de decisiones políticas.

·         Vulnerabilidad ante la desinformación.

·         Una ciudadanía distraída es una ciudadanía debilitada.

3. Consecuencias educativas: desmotivación, fuga de talentos y crisis docente

Cuando los estudiantes observan que los futbolistas ganan millones y los maestros apenas sobreviven, surge una lógica perversa:
la educación deja de ser aspiración y se convierte en obligación.

Muchos jóvenes ya no sueñan con ser científicos, profesores o investigadores porque la sociedad no reconoce ni recompensa esas vocaciones. En cambio, aspiran a profesiones altamente visibles, aunque no posean impacto social.

Esto provoca:

·         Menos jóvenes interesados en carreras científicas.

·         Fuga de talentos hacia el extranjero.

·         Crisis en los sistemas educativos.

·         Docentes desmotivados, infravalorados y desgastados.

·         Reducción de la calidad educativa a largo plazo.

Como señala Freire (1997), la educación es un acto de amor y valentía, pero cuando el maestro es despreciado simbólicamente, la esperanza pedagógica se erosiona.

4. Consecuencias psicológicas: frustración, comparación tóxica y vacío existencial

La cultura del espectáculo genera una ilusión peligrosa: la idea de que la felicidad está ligada a la fama, al éxito visible, al reconocimiento inmediato.
Millones de jóvenes creen que su valor depende de cuántos seguidores tienen, cuántas reacciones producen o cuántas veces aparecen en pantalla.

Esto produce:

·         Ansiedad por no alcanzar modelos inalcanzables.

·         Frustración por vidas “normales”.

·         Depresión por la falta de reconocimiento.

·         Baja autoestima en quienes poseen talentos silenciosos.

·         Insatisfacción permanente.

Byung-Chul Han (2010) advierte que la sociedad del rendimiento convierte a las personas en “proyectos de éxito”, y quien no responde a ese ideal termina sintiéndose un fracaso.

5. Consecuencias humanas: la vida pierde profundidad y sentido

Cuando una sociedad pierde el respeto por quienes construyen conocimiento, cultivan la ciencia, enseñan y protegen la vida, se atrofia el sentido de humanidad.
El espectáculo coloniza el alma. La banalidad define la identidad.
La emoción efímera sustituye la profundidad humana.

Consecuencias directas:

·         Se empobrece el sentido ético de la comunidad.

·         Se debilita el propósito colectivo.

·         Se reduce la empatía.

·         Se rompe la noción de servicio y bien común.

·         Se instala una cultura narcisista y competitiva.

Como decía Erich Fromm (1976), la sociedad moderna corre el riesgo de preferir “tener” antes que “ser”. Y el espectáculo global alimenta precisamente esa cultura del tener: más fama, más seguidores, más dinero, más visibilidad.

Pero la humanidad no se sostiene sobre el brillo del espectáculo, sino sobre la profundidad de la sabiduría.

6. Consecuencias para el futuro: sociedades frágiles ante las crisis

Un país que desprecia a sus maestros y científicos está condenado a la dependencia tecnológica, económica y cultural.
Un país que idolatra el entretenimiento por encima de la educación se vuelve débil, reactivo y vulnerable ante las crisis globales.

Sin ciencia, no hay desarrollo.
Sin maestros, no hay ciudadanía.
Sin investigación, no hay soberanía.
Sin pensamiento crítico, no hay futuro.

Como señala Harari (2018), los países que invierten en conocimiento dominan el siglo XXI; los que no lo hagan serán meros consumidores del progreso ajeno. La consecuencia final es clara y dolorosa:
una sociedad que premia el entretenimiento y desprecia la inteligencia está sembrando su propia decadencia.

En el siguiente capítulo abordaremos el núcleo del problema: si este mundo está al revés, ¿Qué podemos hacer para ponerlo de pie?

CAPÍTULO VI

Alternativas éticas, educativas y culturales para reconstruir una sociedad que valore la inteligencia, la ciencia y la docencia**

Si el mundo está al revés —si premia la banalidad y desprecia la excelencia humana—, entonces la tarea histórica de esta generación es ponerlo de pie. No se trata de un gesto romántico ni utópico, sino de un imperativo ético para garantizar la supervivencia de las sociedades del siglo XXI. Una cultura que abandona la educación, la ciencia y la investigación está destinada a la dependencia y al atraso; una nación que desprecia a sus maestros y científicos es, inevitablemente, una nación frágil.

Este capítulo plantea alternativas éticas, educativas y culturales para reconstruir una sociedad que valore la inteligencia tanto o más que el entretenimiento.

1. Reconstruir el valor social del maestro

El maestro no es un empleado administrativo: es el arquitecto espiritual de la nación.
Cualquier proyecto humanista, democrático y científico comienza por reconocer que la docencia es la profesión que hace posibles todas las demás profesiones.

Para transformar esta visión, se requieren tres acciones fundamentales:

a) Dignificación salarial y profesional

No puede haber educación de calidad cuando los maestros viven en condiciones precarias.
Países como Finlandia, Corea del Sur o Japón demostraron que elevar el salario del docente —junto con formación continua— eleva todo el sistema educativo (Sahlberg, 2015).

b) Reconocimiento cultural y simbólico

Medios, escuelas, gobiernos y universidades deben promover campañas permanentes que coloquen al maestro en el centro de la identidad social.
Los héroes cotidianos deben ser ellos, no solo los deportistas mediáticos.

c) Formación continua, sólida y humanista

La dignificación también exige excelencia.
Más pedagogía, más filosofía, más tecnología, más ética, más ciencia.
Un maestro empoderado forma ciudadanos empoderados.

2. Inversión estratégica en ciencia e investigación

Un país que invierte en ciencia invierte en libertad.
La investigación científica no es un lujo, es una necesidad para sobrevivir en un mundo globalizado, competitivo y tecnológicamente acelerado.

Las alternativas son claras:

a) Crear fondos nacionales para investigación

Los científicos latinoamericanos suelen depender de becas extranjeras.
Eso condena a las naciones al subdesarrollo.
Como advierte Harari (2018), la soberanía del siglo XXI está en los datos y la ciencia.

b) Retener talento y traer de vuelta a los investigadores emigrados

La fuga de cerebros es uno de los mayores problemas de la región.
Sin incentivos económicos y académicos, seguirán yéndose.

c) Integrar ciencia, tecnología y ética en todos los niveles educativos

La ciencia sin ética es peligrosa; la ética sin ciencia es estéril.
La integración de ambas es indispensable.

3. Reformar el sistema educativo para que forme ciudadanos críticos, no consumidores pasivos

La educación no debe ser una fábrica de diplomas, sino un taller de pensamiento crítico.
Como enseñó Paulo Freire (1997), “la educación debe liberar, no domesticar”.

Para ello es necesario:

a) Currículos centrados en la comprensión, no en la memorización

La educación bancaria —repetitiva, mecánica, sin reflexión— produce ciudadanos obedientes, no creativos.

b) Aprendizaje basado en problemas reales

Los estudiantes deben investigar, argumentar, analizar, proponer soluciones.
El conocimiento debe conectarse con la vida.

c) Una educación que incorpore arte, filosofía, ciencia y tecnología por igual

Reducir la educación a competencias utilitarias deforma al ser humano.
Necesitamos mentes integrales: críticas, sensibles, éticas y creativas.

4. Democratizar los medios de comunicación y regular el poder del espectáculo

El problema no es el deporte, sino su sobrerrepresentación en los medios.
Se requiere una democratización del espacio mediático, inspirada en principios éticos.

Propuestas concretas:

a) Leyes de pluralidad informativa

Que obliguen a medios y plataformas a incluir contenidos educativos, científicos y culturales en su programación.

b) Incentivos para producción de contenidos formativos

Becas, fondos de apoyo, premios estatales y privados para proyectos que promuevan ciencia, educación y cultura.

c) Desarrollar alfabetización mediática y digital

La ciudadanía debe aprender a distinguir información valiosa de propaganda, entretenimiento o manipulación (Ferrés & García, 2012).

5. Crear una cultura donde el éxito se mida por impacto humano, no por fama.

Necesitamos una revolución cultural que reemplace la lógica del espectáculo por una lógica de humanidad.
Esto implica redefinir el concepto de “éxito”.

El éxito no debe ser:

·         viralidad digital

·         contratos millonarios

·         apariciones televisivas

·         escándalos mediáticos

El éxito debe ser:

·         transformar vidas

·         servir al prójimo

·         aportar al bien común

·         crear conocimiento

·         enseñar, curar, inventar, investigar

Como escribió Erich Fromm (1976), la clave está en pasar “del tener al ser”.
Una sociedad que celebra la sabiduría, la empatía y la creatividad genera ciudadanos plenos.
Una sociedad que celebra la fama genera frustración colectiva.

6. Integrar al deporte en su verdadera dimensión humana

El deporte no es el enemigo; es un aliado potencial.
Lo que debe criticarse no es el juego sino la industria.

El deporte debe recuperar su valor:

·         disciplina

·         salud

·         convivencia

·         ética

·         trabajo en equipo

·         superación personal

Programas escolares, comunitarios y nacionales pueden reformular el deporte como herramienta de desarrollo humano, no como espectáculo mercantil.

7. Un pacto social por la inteligencia

 

Finalmente, es necesario un pacto social, un acuerdo ético nacional que reconozca:

·         que sin educación no hay progreso,

·         que sin ciencia no hay futuro,

·         que sin maestros no hay sociedad,

·         que sin pensamiento crítico no hay democracia.

Este pacto debe involucrar:

·         Estado

·         familia

·         escuela

·         universidad

·         medios

·         empresas

·         ciudadanía

·         intelectuales

·         deportistas

·         comunidad científica

Una nación que honra la inteligencia prospera.
Una nación que la desprecia se condena a la oscuridad.

Este capítulo ofrece una visión clara de lo que se debe hacer para reconstruir un sistema de valores sano y equilibrado.
Ahora estamos listos para el siguiente apartado.

CAPÍTULO VII

Hacia un nuevo humanismo: recuperar el valor de la inteligencia, la ética y el conocimiento en el siglo XXI**

Es evidente que la humanidad atraviesa una crisis de valores sin precedentes: la glorificación del espectáculo, la mercantilización del talento, la invisibilización de la ciencia y la precarización de la docencia han creado un mundo desequilibrado, donde la fama sustituye al mérito y el entretenimiento desplaza al conocimiento. Frente a esta distorsión civilizatoria, se vuelve urgente recuperar un nuevo humanismo que coloque en el centro la dignidad de las personas, la inteligencia como motor de transformación y la ética como brújula de convivencia.

Este nuevo humanismo no será una simple nostalgia por el pasado, sino una reinvención profunda de la idea de humanidad en un contexto global dominado por la tecnología, las redes sociales, el mercado digital y la cultura de la inmediatez. El desafío es enorme, pero ineludible.

1. El humanismo como restauración de la dignidad humana

Humanismo significa, ante todo, reconocer el valor intrínseco de cada ser humano. Significa comprender que la vida, la ciencia, la educación, la ética y la paz valen infinitamente más que cualquier espectáculo mediático.

Como escribía el filósofo Martha Nussbaum (2010), una sociedad que descuida las humanidades —la filosofía, la literatura, las artes, la historia, la ética— corre el riesgo de deshumanizarse, reduciendo al ciudadano a un simple consumidor sin criterio ni empatía.

El nuevo humanismo que necesitamos debe:

·         reivindicar la empatía,

·         fortalecer la conciencia crítica,

·         respetar la diversidad humana,

·         valorar el pensamiento profundo,

·         rechazar la cultura de lo efímero.

Una sociedad humanista reconoce que quienes enseñan, investigan, curan, crean conocimiento y construyen paz son los verdaderos pilares del futuro.

2. El lugar de la inteligencia en la nueva civilización

La inteligencia no es un lujo ni un privilegio: es la herramienta que permitió a la humanidad sobrevivir, avanzar y comprender el universo.

Sin embargo, en el siglo XXI, la inteligencia parece competir contra un enemigo poderoso: la distracción.
Las redes sociales, la industria del entretenimiento y la economía de la atención compiten ferozmente por capturar la mente humana. La inteligencia crítica es desplazada por el consumo rápido y por la emoción superficial.

Recuperar la centralidad de la inteligencia implica:

·         promover la lectura reflexiva frente al contenido instantáneo;

·         privilegiar el análisis sobre la opinión impulsiva;

·         fomentar la creatividad sobre el entretenimiento vacío;

·         defender la verdad en un contexto saturado de desinformación.

Como escribió Hannah Arendt (1958), el pensamiento profundo es una forma de resistencia frente a la banalidad del mal. En nuestro tiempo, pensar también es resistir a la banalidad del espectáculo.

3. Ética como fundamento y horizonte

El nuevo humanismo solo puede sostenerse en una ética robusta, basada en la honestidad, la justicia, la responsabilidad y el bien común.
La ética debe volver a ocupar su lugar central en la vida pública, en la educación, en la política, en la economía y, por supuesto, en los medios de comunicación.

La corrupción ética —esa que premia lo trivial y desprecia lo valioso— es la raíz del problema que denunciamos en este ensayo. Solo una ética firme plead revertible.

Esto exige:

·         responsabilidad de los gobiernos,

·         integridad de las instituciones,

·         transparencia en los sistemas educativos,

·         compromiso moral de los ciudadanos,

·         y un rechazo rotundo a la cultura de la irresponsabilidad.

El filósofo Savater (2004) lo dijo con claridad: la ética no es un conjunto de normas, sino la decisión consciente de hacernos mejores seres humanos.

4. La armonía entre ciencia, arte y deporte

El deporte no es enemigo del humanismo; el problema es el mercado que lo devora. Por ello, el nuevo paradigma debe integrar:

·         ciencia como búsqueda de verdad,

·         arte como expresión de sensibilidad,

·         deporte como disciplina de cuerpo y espíritu.

Cuando el deporte se vive desde la ética, el respeto, la salud y la pedagogía, se convierte en un aliado del nuevo humanismo. Es el exceso de mercantilización lo que lo convierte en una caricatura de sí mismo.

Un humanismo renovado integra lo mejor de todas las áreas humanas, sin que ninguna domine injustamente sobre las demás.

5. El papel del ciudadano crítico en la transformación del mundo

Finalmente, la construcción de un nuevo humanismo requiere ciudadanos conscientes, formados, críticos y valientes.
Ciudadanos que no se dejen manipular por medios polarizados, que no vivan esclavizados por la cultura de la pantalla, que no acepten pasivamente las jerarquías absurdas de un sistema que privilegia el espectáculo por encima de la educación.

Un ciudadano crítico:

·         cuestiona,

·         investiga,

·         compara,

·         analiza,

·         participa,

·         decide con inteligencia y no con emociones inducidas.

Como advertía Paulo Freire (1997), la verdadera educación produce sujetos históricos, no objetos manipulables.

Solo con ciudadanos críticos podremos construir sociedades donde la inteligencia sea valorada, la docencia dignificada y la ciencia fortalecida.

6. El humanismo como acto de resistencia

Afirmar que la ciencia, la ética y la educación deben ocupar el centro es un acto de resistencia en un mundo dominado por la banalidad.
Resistir es defender la inteligencia frente a la ignorancia disfrazada de espectáculo.
Resistir es defender la verdad frente a la manipulación mediática.
Resistir es defender la dignidad del maestro frente al desprecio simbólico.
Resistir es defender el futuro frente al presente vacío.

CONCLUSIÓN

El análisis desarrollado a lo largo de este ensayo demuestra que vivimos en una época de profundas contradicciones morales y culturales. Un tiempo en el que el espectáculo ha sido elevado a la categoría de esencia social, mientras que las profesiones que sostienen la vida humana —la educación, la ciencia, la medicina, la investigación, la ética y la paz— son relegadas a un segundo plano, invisibilizadas o tratadas como elementos secundarios dentro de la estructura simbólica contemporánea.

La exaltación irracional del entretenimiento, especialmente del fútbol como industria multimillonaria, no es el problema en sí mismo. El verdadero problema radica en la distorsión de los valores sociales, en la glorificación de lo superficial y en la indiferencia ante lo verdaderamente esencial. El mercado no solo domina la economía: ahora domina las emociones, la percepción social del mérito, los sueños de la juventud y la identidad de las naciones.

Este “mundo al revés”, como lo definió Eduardo Galeano, no es una casualidad histórica, sino la consecuencia de décadas de neoliberalismo cultural, manipulación mediática y desvalorización sistemática del conocimiento. La sociedad se ha acostumbrado a ver como “natural” la desigualdad simbólica entre un deportista multimillonario y un maestro que vive con salarios insuficientes. Se ha normalizado la idea de que la fama vale más que la sabiduría, que la imagen vale más que la verdad y que la emoción vale más que la inteligencia.

Las consecuencias —éticas, sociales, educativas, psicológicas y humanas— son profundas y peligrosas. Una sociedad que desprecia la inteligencia pierde su rumbo. Una sociedad que castiga la docencia se condena al atraso. Una sociedad que invisibiliza la ciencia renuncia a su futuro. Una sociedad que idolatra a la celebridad por encima del pensamiento crítico produce ciudadanos vulnerables, fácilmente manipulables por intereses económicos, ideológicos o políticos.

Sin embargo, este ensayo también demuestra que el mundo puede ponerse de pie si se emprende un cambio radical de conciencia. Ese cambio exige dignificar la docencia, fortalecer la ciencia, democratizar los medios, formar ciudadanos críticos, recuperar la ética, integrar el deporte en su dimensión humana y construir un nuevo humanismo que vuelva a colocar la inteligencia y la dignidad en el centro del proyecto civilizatorio.

No se trata de destruir el entretenimiento, sino de reequilibrar la balanza moral.
No se trata de atacar al deportista, sino de defender al maestro.
No se trata de negar la emoción, sino de rescatar el pensamiento.
No se trata de eliminar el espectáculo, sino de devolverle su justa dimensión humana.

El desafío es grande, pero no imposible. La historia demuestra que las sociedades pueden transformar sus valores cuando emergen voces críticas, cuando los ciudadanos despiertan y cuando se reconoce que el verdadero progreso no se mide en goles, contratos o audiencias, sino en la capacidad de un pueblo para pensar, crear, educar, investigar y vivir con dignidad.

Nuestra misión —ética, educativa y humana— es contribuir a que este mundo vuelva a ser mundo, y no un mercado de imágenes. Es reconstruir lo que el capitalismo mediático ha distorsionado, y recuperar el respeto por quienes, con su esfuerzo silencioso, sostienen la vida de todos: los maestros, los científicos, los médicos, los investigadores, los trabajadores de la paz, los artistas auténticos y todos aquellos que ponen su inteligencia y su corazón al servicio del bien común.

Porque, al final, el espectáculo se apaga; la sabiduría permanece.
La fama es efímera; el conocimiento es eterno.
Y ninguna sociedad puede llamarse verdaderamente civilizada si desprecia a quienes la hacen posible.

REFLEXIÓN FINAL

Cuando observamos el mundo de hoy, lleno de pantallas luminosas, espectáculos masivos y héroes mediáticos, es fácil perder de vista lo esencial.
Pero basta mirar con atención para comprender que bajo ese brillo artificial existe una verdad silenciosa y contundente: todo lo que realmente sostiene a la humanidad permanece oculto tras bambalinas.

Las profesiones que garantizan la vida, el conocimiento, la salud, la ética, la justicia, la ciencia y la convivencia social siguen siendo practicadas por mujeres y hombres que no aparecen en portadas, que no reciben contratos millonarios ni aplausos ensordecedores, pero que todos los días —sin cámaras ni reflectores— sostienen el mundo real, el mundo donde nacemos, aprendemos, enfermamos, nos curamos, crecemos, soñamos y morimos.

Esta reflexión final no pretende condenar al deporte ni apagar la alegría que produce un gol o la emoción de un estadio en fiesta.
El deporte es vida, cultura, identidad, disciplina, pasión.
Lo que debemos cuestionar es el sistema que ha convertido esa pasión humana en mercancía, y esa alegría popular en negocio gigantesco, mientras relega al olvido las profesiones que construyen la dignidad humana.

Vivimos en un mundo donde se aplauden logros deportivos y se ignoran logros científicos; donde se admira la fama y se desprecia la sabiduría; donde la sociedad corre detrás del espectáculo mientras camina lentamente hacia la injusticia.
Pero también vivimos en un mundo donde millones de personas —maestros, médicos, artistas auténticos, investigadores, pensadores, trabajadores sociales— siguen apostando por la humanidad, aun cuando el mundo no parezca apostar por ellos.

El desafío de este siglo es recuperar la capacidad de mirar más allá de las luces.
De reconocer el valor de lo que no se ve, de lo que no se transmite en vivo, de lo que no aparece en tendencias ni en algoritmos.
Necesitamos un despertar ético que nos devuelva la capacidad de distinguir entre lo que entretiene y lo que edifica, entre lo que brilla y lo que ilumina, entre lo que se celebra y lo que verdaderamente importa.

Tal vez algún día, cuando como sociedad nos preguntemos qué significa avanzar, ya no pensemos en el precio de un jugador ni en los millones que mueve un espectáculo, sino en la calidad de nuestros maestros, en la fuerza de nuestra comunidad científica, en la profundidad de nuestra ética, en la salud de nuestra gente y en la capacidad de pensar críticamente.

Porque al final, cuando los reflectores se apaguen, cuando pase la euforia del espectáculo, cuando la fama deje de sonar y los contratos millonarios se diluyan, solo quedará lo que siempre ha sostenido a la humanidad: la inteligencia, la educación, la ciencia, el servicio, la empatía y la dignidad.

El mundo al revés puede enderezarse.
Pero solo si tenemos el valor de mirar de frente nuestras contradicciones y la valentía de construir un nuevo horizonte.
Un horizonte donde ser maestro vuelva a ser un honor, ser científico un orgullo, y ser humano —ético, justo, consciente— la más alta aspiración de todas.

REFERENCIAS  BIBLIOGRAFICAS.

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20.   Savater, F. (2004). Ética para Amador. Ariel.

 

                                         SAN SALVADOR, 13 DE NOVIEMBRE DE 2025

 

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