1. EL MUNDO AL REVÉS: CUANDO EL ESPECTÁCULO VALE MÁS QUE LA INTELIGENCIA
POR: MSc.JOSÈ ISRAEL
VENTURA.,
INTRODUCCIÓN
El mundo al revés: entre el espectáculo y la dignidad
humana
Vivimos en un tiempo histórico profundamente
contradictorio. Un tiempo donde la luz y la sombra conviven sin pudor; donde
los avances científicos, tecnológicos y educativos alcanzan niveles
extraordinarios, pero al mismo tiempo las jerarquías morales, sociales y
económicas parecen estar gobernadas por valores invertidos.
La pregunta que abre esta reflexión –“¿En qué mundo
vivimos?”– no es retórica ni exagerada: es la síntesis del desconcierto
contemporáneo ante un sistema que premia con cifras astronómicas a quienes
dominan el entretenimiento, mientras invisibiliza, margina y a veces desprecia
a quienes dedican su vida a transformar positivamente la humanidad.
Los ejemplos sobran: mientras un futbolista de élite
firma contratos que superan los 200 millones de dólares, un maestro —el que
educa generaciones enteras— lucha por un salario insuficiente; mientras un
científico desarrolla vacunas, tecnologías médicas o fórmulas innovadoras que
salvan millones de vidas, apenas recibe reconocimiento social; mientras un
premio Nobel de la Paz arriesga su existencia para denunciar injusticias o
promover la reconciliación, la atención de las masas se desvía hacia las
pantallas, hacia la estadística deportiva, hacia el espectáculo que distrae de
los conflictos que realmente definen el destino de los pueblos.
Como advirtió Eduardo Galeano (1998) en una frase
que se ha vuelto emblemática:
“El mundo al revés: desprecia la honestidad, castiga el
trabajo, recompensa la falta de escrúpulos y alimenta el canibalismo.”
Galeano no inventó la paradoja: simplemente la miró de
frente, sin adornos. Y es que la humanidad parece haber entrado en un nuevo
tipo de eclipse moral donde la banalidad se celebra y la excelencia ética se
arrincona.
No se trata —como usted señala con claridad— de estar en
contra del deporte. El deporte es noble, es disciplina, es esfuerzo, es salud.
El problema no es el fútbol: el problema es la lógica mercantil e irracional
que convierte al espectáculo deportivo en una industria multimillonaria mientras
otras profesiones esenciales para la supervivencia humana son relegadas al
olvido.
Esta inversión de valores no es casual. Tiene raíces
históricas, económicas y culturales. Desde la expansión del capitalismo
neoliberal, el mercado ha impuesto criterios de rentabilidad incluso sobre los
talentos humanos. Lo que no genera espectáculo, consumo o emoción inmediata se
comercia menos y por ende vale menos, aunque su aporte a la humanidad sea
infinitamente mayor. La ciencia, la docencia, la investigación y la paz no
venden camisetas ni llenan estadios.
No generan clics ni avalanchas de publicidad. Y por eso,
paradójicamente, se consideran “poco rentables” aunque resulten indispensables.
Frente a esta realidad, surge la necesidad urgente de un
análisis crítico y energico que desenmascare las estructuras que sostienen la
desigualdad simbólica y material. ¿Por qué un cirujano que salva vidas gana
menos que un atleta? ¿Por qué una docente con 30 años de experiencia gana menos
que un jugador debutante? ¿Por qué un intelectual que aporta comprensión al
mundo es menos mencionado que una celebridad de redes sociales?
Estas preguntas no apuntan a destruir lo que es valioso
del deporte o del entretenimiento, sino a denunciar un orden moral
distorsionado que ha puesto el brillo por encima del bien común, la fama por
encima del conocimiento y el espectáculo por encima del servicio humano.
Este ensayo se propone, entonces:
- Analizar
críticamente la inversión moral contemporánea, examinando cómo se construye socialmente el valor de
ciertas profesiones.
- Reflexionar
sobre el papel del capitalismo mediático y su influencia en la cultura del espectáculo.
- Recuperar
la dignidad y centralidad de profesiones esenciales como la docencia, la investigación científica y la
labor de quienes trabajan por la paz.
- Proponer
un horizonte alternativo donde
el mérito se mida por el aporte a la humanidad y no por el rating, la
viralidad o las ganancias millonarias.
Estamos ante la oportunidad —y la responsabilidad— de
reconstruir un marco ético que coloque al ser humano en el centro, no al
espectáculo. Que reivindique la inteligencia, la bondad, la investigación, la
enseñanza y el sacrificio silencioso que sostiene el progreso real de las
sociedades.
El mundo al revés no es una condena ineludible. Es un
síntoma. Un llamado. Un desafío.
Y este ensayo pretende contribuir a esa tarea urgente: volver a poner de pie
lo que la sociedad ha dejado boca abajo.
CAPÍTULO I
La lógica del mercado y la desvalorización del
conocimiento humano**
La sociedad contemporánea está marcada por una profunda
contradicción cultural: mientras más conocimiento produce la humanidad, menos
valor simbólico parece otorgarle. La ciencia avanza, la tecnología se acelera,
la medicina se perfecciona, pero el reconocimiento social y económico hacia
quienes sostienen estos pilares fundamentales es cada vez más escaso. La
pregunta es inevitable: ¿Cómo hemos llegado a un punto histórico donde el
entretenimiento vale más que la inteligencia, y el espectáculo más que la
verdad?
Para comprender esta paradoja, es necesario analizar la
lógica que gobierna al mundo moderno: la lógica del mercado, una
racionalidad que privilegia lo rentable sobre lo esencial, lo visible sobre lo
sustantivo y lo emocional sobre lo reflexivo. Bajo esta dinámica, la sociedad
no valora aquello que hace avanzar a la civilización, sino aquello que genera
consumo inmediato. No importa el aporte a la humanidad, sino el flujo de
capital.
Autores como Zygmunt Bauman (2007) han descrito
este fenómeno como la transición hacia una modernidad líquida, donde
todo —incluido el valor humano— se mide por su capacidad de ser vendido,
explotado o convertido en mercancía. En este escenario, el talento deportivo se
convierte en un producto de alto rendimiento económico: genera audiencias masivas,
contratos publicitarios, venta de camisetas, transmisiones televisivas y una
industria global que mueve miles de millones de dólares cada año.
Por el contrario, el trabajo de un maestro, un químico,
un físico o un investigador científico no llena estadios ni reproduce fenómenos
de viralidad. El conocimiento, lamentablemente, no produce adrenalina
inmediata, y por tanto el mercado lo clasifica como “poco rentable”. Esta
evaluación mercantil es profundamente injusta y revela la degradación moral del
sistema.
Como señala Noam Chomsky (2016), el capitalismo
neoliberal ha despojado a muchas profesiones de su valor intrínseco,
subordinándolas a un sistema económico que solo reconoce aquello que genera
ganancia rápida. En consecuencia, el científico que dedica su vida a investigar
una cura o un maestro que forma a futuras generaciones son relegados
simbólicamente a un segundo plano, mientras los grandes contratos deportivos se
celebran como eventos épicos.
Esta mentalidad no solo reduce la dignidad del conocimiento:
devalúa la esencia humana. Convierte a las personas en mercancías y al
talento en un espectáculo. Y lo más grave: crea
una sociedad que premia la superficialidad mientras relega la profundidad. Una
sociedad que celebra el brillo de los reflectores mientras ignora el esfuerzo
silencioso que sostiene el funcionamiento del mundo.
El filósofo Byung-Chul Han (2018) describe este
fenómeno como la cultura del rendimiento y del espectáculo, donde el ser humano
vive para ser visto, validado y consumido. En este marco, el deportista exitoso
se convierte en “objeto de deseo colectivo”, mientras que el científico, el
maestro o el intelectual son invisibilizados porque no encajan en la lógica del
entretenimiento continuo.
El resultado es un mundo desequilibrado, donde se exagera
el valor del espectáculo y se minimiza el valor de la educación. Un mundo
que mide la importancia de una profesión no por su aporte a la vida humana,
sino por el número de seguidores, reproducciones o ingresos que produce. Un
mundo donde las redes sociales amplifican aún más esta lógica, convirtiendo la
atención en la nueva moneda global.
Frente a esta realidad, es imprescindible preguntarnos:
¿Cuáles son las consecuencias éticas de este modelo?
¿Puede una
sociedad sostenerse cuando prioriza el entretenimiento sobre la ciencia? ¿Qué
futuro le espera a una nación que paga millones por goles pero migajas por
conocimientos?
Estas interrogantes nos conducen al siguiente apartado,
donde analizaremos con mayor profundidad cómo esta lógica mercantil y mediática
ha impactado en la percepción social del deporte, creando una pirámide de
valores completamente invertida.
CAPÍTULO II
El deporte como industria: del juego noble al espectáculo
global**
El deporte, en su origen más profundo, nació como una
expresión humana de libertad, disciplina, esfuerzo y comunión social. Correr,
saltar, competir, superar los propios límites: estas actividades no solo
fortalecían el cuerpo, sino también el carácter, la ética y la convivencia. El
deporte era un ritual de encuentro, una fiesta del movimiento, un espacio donde
las comunidades se reconocían y celebraban su propia vitalidad.
Sin embargo, en las últimas décadas, el deporte
—especialmente el fútbol— ha dejado de ser simplemente una actividad humana
para convertirse en una industria global capaz de mover cifras que
superan el PIB de muchos países. La transformación no ha sido accidental:
responde a la lógica del mercado que convierte todo lo visible en mercancía y
todo lo popular en oportunidad de negocio.
El filósofo francés Jean Baudrillard (1994)
advertía que vivimos en una época donde lo real es reemplazado por su
simulacro, es decir, por su versión espectacular. Y el deporte no escapa a esta lógica. El fútbol dejó de ser 22
jugadores en un campo y pasó a ser una maquinaria compleja de publicidad,
marketing, derechos televisivos, patrocinios, influencias políticas y
espectáculos cuidadosamente producidos.
La pregunta clave es: ¿Cuándo dejó el deporte de ser
juego y se convirtió en negocio?
La respuesta apunta a la irrupción de gigantes mediáticos, conglomerados
financieros y corporaciones internacionales que encontraron en el deporte un
producto perfecto: masivo, emocional, permanente y global. Como sostiene David
Harvey (2005), el capitalismo contemporáneo tiende a absorber cualquier
esfera de la vida humana para convertirla en fuente de acumulación, y el
deporte fue terreno fértil.
Los clubes, antes símbolos locales y comunitarios, ahora
funcionan como empresas transnacionales, algunas incluso propiedad de
jeques multimillonarios, fondos de inversión o corporaciones energéticas. La
identidad deportiva se mercantilizó: camisetas, estadios, derechos de imagen,
contratos publicitarios y hasta el nombre de los torneos se venden al mejor
postor.
En este contexto, surge la figura del futbolista
estrella, convertido en una especie de semidiós mediático cuyos movimientos
generan millones en ganancias.
No se trata de
cuestionar su talento, disciplina o esfuerzo personal: se trata de cuestionar la
desproporción obscena entre el valor económico que se le otorga y el valor
simbólico que se asigna a profesiones esenciales.
Mientras un jugador puede ganar en un año más que un
maestro en toda su vida, la sociedad aplaude y celebra estas cifras como si
fueran naturales, inevitables, o peor aún, merecidas. Esta aceptación acrítica refuerza la idea de que el entretenimiento
es más valioso que la educación, y que el espectáculo es más necesario que la
ciencia.
Las televisoras, plataformas digitales y marcas
deportivas han convertido el fútbol en un producto global que se consume como
si fuera un derecho cotidiano. El estadio es ahora un templo de consumo, donde
la emoción colectiva es cuidadosamente administrada por intereses económicos.
Como afirma Guy Debord (1995), vivimos en la “sociedad del espectáculo”, donde todo se transforma en imagen, y el
deporte ofrece una de las imágenes más potentes del mercado emocional
contemporáneo.
La industrialización del deporte ha tenido efectos
culturales profundos:
·
Hipercelebridad: Los deportistas son exaltados como modelos universales,
mientras los científicos, maestros o artistas son invisibilizados.
·
Desigualdad
simbólica: Se eleva el valor del
espectáculo por encima del conocimiento.
·
Consumo
emocional: La identidad deportiva
sustituye debates sociales más profundos.
·
Distracción
masiva: Millones de personas dedican
más tiempo a discutir fichajes que a reflexionar sobre desigualdad, educación o
corrupción.
Como señaló Eduardo Galeano (1995) en El fútbol
a sol y sombra, el deporte tiene un potencial extraordinario para unir
pueblos, pero también puede convertirse en un “negocio que devora la esencia
del juego”.
No se trata, nuevamente, de demonizar el fútbol o a los
atletas. Se trata de denunciar la proporción irracional entre la gloria del
espectáculo y la miseria del conocimiento. El problema no es que un
futbolista gane mucho: el problema es que un maestro gane tan poco. El problema
no es que el deporte sea importante: el problema es que las profesiones
esenciales son tratadas como prescindibles.
Esta distorsión no puede comprenderse sin entender el papel fundamental que juegan los medios de comunicación y las redes sociales en la construcción de héroes deportivos y en la silenciosa invisibilización de quienes transforman la vida humana sin reflectores. Este será el tema del siguiente capítulo.
CAPÍTULO III
Medios de comunicación, redes sociales y la fabricación
de ídolos
Si en algún momento de la historia reciente los medios de
comunicación tuvieron la capacidad de moldear imaginarios colectivos, hoy esa
capacidad se ha multiplicado exponencialmente gracias a las redes sociales, las
plataformas digitales y la economía de la atención. La construcción de ídolos
deportivos, celebridades vacías o figuras de entretenimiento no es un fenómeno
espontáneo ni natural: es un proceso estratégico, cuidadosamente diseñado para
producir consumo, fidelidad emocional y dependencia simbólica.
En este ecosistema mediático, los medios tradicionales
—televisión, radio, prensa— convergen con gigantes digitales como YouTube,
TikTok, Instagram y Facebook, formando un aparato ideológico de masas
que no solo informa, sino que estructura la percepción del valor social. La
pregunta central ya no es “¿Qué es importante?”, sino “¿Qué es viral?”, “¿Qué
genera más clics?” o “¿Qué engancha emocionalmente?”. Como señala Byung-Chul
Han (2021), vivimos atrapados en la psicopolítica, una dimensión
donde la atención, los deseos y las emociones son manipulados por algoritmos
que priorizan lo llamativo sobre lo significativo.
La ingeniería de la idolatría
Los deportistas de élite, especialmente los futbolistas,
son convertidos en íconos globales gracias a una compleja maquinaria de
producción de imagen. No se limita a sus habilidades deportivas: se construye
un personaje total. Se moldean sus gestos, su narrativa, su “humildad” o su
“rebeldía”, sus estilos de vida, sus poses y hasta sus silencios. Cada gol,
cada tatuaje, cada gesto en la cancha se multiplica en millones de pantallas.
Este proceso de hiperexposición genera un fenómeno que Guy
Debord (1995) llamó “la dictadura
del espectáculo”: la vida pública es reemplazada por su representación
espectacular. Los deportistas dejan de ser personas y se convierten en
símbolos, objetos de culto y mercancías vivientes cuya valoración se mide por
contratos publicitarios, seguidores en redes y métricas de mercado.
Mientras tanto, ¿Qué ocurre con los científicos, maestros
y premios Nobel? Ocurren dos cosas:
- No son
televisivos. Su trabajo no
genera rating, no es espectacular y no produce emociones instantáneas.
- No hay
interés comercial en exponerlos. Un maestro que transforma vidas no vende camisetas. Un químico
brillante no genera anuncios de millones. Un investigador que salva vidas
no moviliza masas.
Por ello, la maquinaria mediática los invisibiliza o, en
el mejor de los casos, los menciona brevemente para luego abandonarlos al
silencio.
El algoritmo como juez del valor social
En la actualidad, los algoritmos dictan qué temas merecen
ser vistos. La lógica algorítmica no tiene un criterio ético: solo responde a
patrones de atención. Lo que emociona, divide, impacta, sensualiza o entretiene
será amplificado. Lo que educa, critica, reflexiona o cuestiona será
minimizado.
El filósofo Neil Postman (1985) advirtió en su
obra Divertirse hasta morir que la cultura del entretenimiento acabaría
por trivializar la vida pública.
Hoy sus palabras
son más vigentes que nunca. No solo la política se convirtió en espectáculo,
sino también la educación, la cultura y la ciencia.
Las redes sociales premian la rapidez sobre la
profundidad, la imagen sobre el contenido, el escándalo sobre la reflexión. De
esta forma, se crea un ecosistema donde el futbolista es visible hasta en los
sueños colectivos, mientras el investigador vive en la penumbra del anonimato.
Como afirma Chomsky (2016), los medios no solo informan: “dicen a la
gente en qué pensar”.
El circuito mediático de la desigualdad simbólica
Los medios y redes sociales reproducen una lógica
perversa:
- Visibilizan
lo rentable: el espectáculo.
- Invisibilidad
lo esencial: la educación y la
ciencia.
- Exageran
la gloria: del futbolista exitoso.
- Minimizan
la contribución: del
maestro, el médico o el investigador.
- Moldean
aspiraciones sociales hacia
profesiones mediáticas aunque carezcan de verdadero impacto humano.
Este circuito produce una desigualdad simbólica profunda:
la sociedad cree que vale más lo que aparece más en pantalla. Así, un niño de
10 años “aspira a ser famoso” más que a ser médico; desea ser influencer más
que científico; sueña con ganar millones como un futbolista, pero jamás ha
escuchado el nombre de quien inventó la vacuna que lo salvó en su infancia.
El sueño colectivo ya no es transformar el mundo, sino ser
visto por el mundo.
La banalidad que devora la
esperanza
La saturación de espectáculos crea una realidad paralela
donde el ocio de masas sustituye cualquier conversación ética, política o
científica. El fútbol, que debería unir, se convierte en opio que paraliza la
crítica. La idolatría hacia los jugadores absorbe tiempo, energía mental,
recursos económicos y atención que debería invertirse en debatir los problemas
reales: educación, ciencia, pobreza, salud, justicia y dignidad.
Como advertía Galeano (1998), la cultura del
espectáculo produce un mundo donde “la honestidad se castiga y la falta de
escrúpulos se premia”. El sistema mediático exalta a quienes entretienen y
oculta a quienes contribuyen a la supervivencia humana. No es culpa del
deportista: es culpa del sistema que convirtió el deporte en mercancía y la
educación en sacrificio sin prestigio.
CAPÍTULO IV
La paradoja cultural: ¿Por qué el entretenimiento vale
más que la vida humana?
Si en
un país se incendia un hospital, la noticia dura minutos. Si un futbolista
cambia de equipo, la noticia dura semanas.
Esta es la paradoja cultural del siglo XXI: hemos creado un ecosistema
simbólico donde lo trivial ocupa el centro y lo vital es relegado a las
orillas. El entretenimiento, al que deberíamos asignarle un lugar natural
dentro del ocio humano, ha adquirido un peso desproporcionado, desplazando a
las profesiones que sostienen el bienestar, la salud, la educación y la
supervivencia de la humanidad.
La
pregunta es profunda y perturbadora:
¿Por qué el entretenimiento vale más que la vida humana en el imaginario
colectivo contemporáneo?
La
respuesta no es sencilla, pero sí reveladora. La paradoja no surge de una coincidencia
cultural, sino de una estructura económica, social y psicológica cuidadosamente
moldeada por décadas de neoliberalismo, hipermediatización y consumo emocional.
1. La
economía de la emoción
En el
capitalismo postmoderno, el valor no viene de la utilidad ni del impacto real
en la sociedad, sino de la capacidad de generar emociones. El entretenimiento
—el deporte, la música, las celebridades— produce emociones inmediatas: gozo,
adrenalina, euforia, esperanza, triunfo, identificación grupal.
Como sostienen Pine y Gilmore (1999) en La
economía de la experiencia, las sociedades actuales pagan no por productos,
sino por emociones. Y el deporte es un proveedor perfecto de experiencias
intensas y colectivas.
Un científico, en cambio, produce conocimiento. Un
maestro produce formación. Un médico produce salud. Todos ellos generan bienes
esenciales, pero no emociones de consumo masivo. Su aporte es profundo, pero
silencioso. Necesario, pero sin espectáculo.
2. La cultura del escape
El entretenimiento le ofrece a las masas un escape de la
rutina, del estrés, de la pobreza, de la violencia, de la incertidumbre.
Millones de personas, agotadas por sistemas laborales injustos y economías
frágiles, buscan refugio emocional en los deportes. Como afirma Han (2010),
la sociedad del cansancio genera sujetos agotados que buscan alivio inmediato.
El
fútbol se convierte en catarsis emocional colectiva.
Los científicos, en cambio, no ofrecen escape: ofrecen preguntas, desafíos,
complejidad. Y la cultura contemporánea
prefiere la evasión a la reflexión.
3. El
negocio de la distracción
Los
gobiernos, las élites económicas y los conglomerados mediáticos han entendido
que el entretenimiento es un poderoso mecanismo de control social. Mantener a
la población entretenida —en vez de crítica— es una estrategia efectiva.
Como lo señaló Noam Chomsky (2016), la distracción es una de las
herramientas fundamentales del poder: “mantén a la gente ocupada con
trivialidades y no tendrán tiempo de cuestionar la estructura del sistema”.
El
fútbol y el espectáculo cumplen esa función.
La ciencia, la educación y la investigación, en cambio, generan pensamiento
crítico, cuestionamiento, autonomía y capacidad de transformar el mundo. Por
ello reciben menos apoyo: porque empoderan, no distraen.
4. La idolatría contemporánea
El
entretenimiento fabrica ídolos. El conocimiento fabrica ciudadanos.
Los primeros generan consumo; los segundos generan conciencia.
La figura del deportista es hipervisual: aparece en
portadas, vallas, videos, transmisiones, anuncios, redes sociales. El maestro y
el científico están en espacios cerrados, silenciosos, sin reflectores. Su
labor no produce imágenes virales. Como
advierte Baudrillard (1994), vivimos en un mundo donde “lo visible reemplaza a
lo verdadero”. Y lo visible, hoy, es el espectáculo.
5. La ilusión del mérito
La narrativa neoliberal sostiene que quienes ganan
millones “se lo merecen” porque generan ingresos. Esta justificación se utiliza
para invisibilizar que los salarios multimillonarios no reflejan mérito humano,
sino rentabilidad del mercado.
Si el valor humano se midiera por su impacto real en la
vida de las personas, los maestros ganarían más que los futbolistas, los
investigadores más que los influencers, los médicos más que los comentaristas
deportivos.
Pero la sociedad actual ha puesto el mérito al servicio
del espectáculo, no de la humanidad.
6. El resultado: vidas desiguales, valores invertidos
Esta paradoja cultural ha generado graves consecuencias:
·
Se devalúa la educación.
·
Se precariza la ciencia.
·
Se empobrece la investigación.
·
Se desmoraliza al docente.
·
Se idolatra
a la celebridad.
·
Se
infantiliza a la ciudadanía.
·
Se normaliza
la desigualdad simbólica entre profesiones.
·
Se instala
un modelo aspiracional superficial y peligroso.
Como
lo advirtió Eduardo Galeano (1998), el mundo al revés “alimenta el canibalismo”
y celebra lo trivial mientras condena lo imprescindible.
El
entretenimiento ha capturado el corazón simbólico de la sociedad.
La vida humana —el conocimiento, la sabiduría, la educación, la investigación,
la paz— ha quedado relegada a un margen injusto.
Pero
esta realidad no es un destino ineludible; es un sistema que puede ser
transformado. Para lograrlo, debemos comprender las consecuencias humanas y
existenciales de esta inversión de valores. Ese será el tema del siguiente
capítulo.
CAPÍTULO V
Consecuencias éticas, sociales y humanas de un mundo que
premia el espectáculo y desprecia la inteligencia**
Los sistemas sociales no son neutrales. Cada decisión
cultural, cada jerarquía simbólica y cada modelo económico produce efectos
concretos en la vida humana. Cuando una
sociedad premia el entretenimiento por encima del conocimiento, cuando idolatra
al futbolista, pero invisibiliza al maestro, cuando glorifica a la celebridad,
pero desprecia al científico, las consecuencias no son superficiales: son
profundas, estructurales y, en muchos casos, irreversibles.
Este
capítulo analiza los impactos éticos, sociales y humanos de vivir en un mundo
que ha puesto al espectáculo en el centro y ha relegado la inteligencia a los
márgenes.
1.
Consecuencias éticas: el ocaso del mérito verdadero
En un
sistema donde el valor de una persona se mide por su viralidad y no por su
aporte a la humanidad, la ética se convierte en un adorno prescindible.
La lógica dominante —rentabilidad por encima de humanidad— genera una ética
distorsionada:
·
Lo superficial se premia.
·
Lo profundo se ignora.
·
Lo rentable se celebra.
·
Lo indispensable se desprecia.
Como
afirma Savater (2004), la ética es la reflexión sobre lo que debemos
hacer para humanizarnos; sin embargo, una sociedad que exalta el espectáculo
estupidiza la noción del mérito y debilita la virtud.
La
justicia simbólica desaparece: el maestro que forma ciudadanos gana salarios
humillantes, mientras la celebridad del entretenimiento ocupa los titulares de
la prensa.
La
consecuencia es evidente:
la sociedad deja de reconocer el valor moral del conocimiento y normaliza la
banalidad.
2. Consecuencias
sociales: una población menos crítica, más manipulable
Cuando
el entretenimiento ocupa el centro de la vida colectiva, la ciudadanía se
convierte en espectadora pasiva. La política se transforma en show; la
educación, en trámite; la ciencia, en algo lejano.
Las
masas se vuelven más fáciles de manipular porque dedican más tiempo a consumir
entretenimiento que a comprender su realidad.
Como advertía Neil Postman (1985), una sociedad obsesionada con el
entretenimiento pierde la capacidad de tomarse en serio los problemas que la
afectan. El resultado:
·
Abandono del
pensamiento crítico.
·
Reducción
del debate público a memes, polémicas y escándalos.
·
Superficialidad
en la toma de decisiones políticas.
·
Vulnerabilidad ante la desinformación.
·
Una ciudadanía
distraída es una ciudadanía debilitada.
3.
Consecuencias educativas: desmotivación, fuga de talentos y crisis docente
Cuando
los estudiantes observan que los futbolistas ganan millones y los maestros
apenas sobreviven, surge una lógica perversa:
la educación deja de ser aspiración y se convierte en obligación.
Muchos
jóvenes ya no sueñan con ser científicos, profesores o investigadores porque la
sociedad no reconoce ni recompensa esas vocaciones. En cambio, aspiran a
profesiones altamente visibles, aunque no posean impacto social.
Esto
provoca:
·
Menos
jóvenes interesados en carreras científicas.
·
Fuga de
talentos hacia el extranjero.
·
Crisis en
los sistemas educativos.
·
Docentes
desmotivados, infravalorados y desgastados.
·
Reducción de
la calidad educativa a largo plazo.
Como
señala Freire (1997), la educación es un acto de amor y valentía, pero
cuando el maestro es despreciado simbólicamente, la esperanza pedagógica se
erosiona.
4.
Consecuencias psicológicas: frustración, comparación tóxica y vacío existencial
La
cultura del espectáculo genera una ilusión peligrosa: la idea de que la
felicidad está ligada a la fama, al éxito visible, al reconocimiento inmediato.
Millones de jóvenes creen que su valor depende de cuántos seguidores tienen,
cuántas reacciones producen o cuántas veces aparecen en pantalla.
Esto produce:
·
Ansiedad por
no alcanzar modelos inalcanzables.
·
Frustración por vidas “normales”.
·
Depresión
por la falta de reconocimiento.
·
Baja
autoestima en quienes poseen talentos silenciosos.
·
Insatisfacción permanente.
Byung-Chul
Han (2010) advierte que la sociedad del rendimiento convierte a las personas en
“proyectos de éxito”, y quien no responde a ese ideal termina sintiéndose un
fracaso.
5.
Consecuencias humanas: la vida pierde profundidad y sentido
Cuando
una sociedad pierde el respeto por quienes construyen conocimiento, cultivan la
ciencia, enseñan y protegen la vida, se atrofia el sentido de humanidad.
El espectáculo coloniza el alma. La banalidad define la identidad. La
emoción efímera sustituye la profundidad humana.
Consecuencias
directas:
·
Se empobrece
el sentido ético de la comunidad.
·
Se debilita
el propósito colectivo.
·
Se reduce la empatía.
·
Se rompe la
noción de servicio y bien común.
·
Se instala
una cultura narcisista y competitiva.
Como decía Erich Fromm (1976), la sociedad moderna
corre el riesgo de preferir “tener” antes que “ser”. Y el espectáculo global
alimenta precisamente esa cultura del tener: más fama, más seguidores, más
dinero, más visibilidad.
Pero la humanidad no se sostiene sobre el brillo del
espectáculo, sino sobre la profundidad de la sabiduría.
6. Consecuencias para el futuro: sociedades frágiles ante
las crisis
Un
país que desprecia a sus maestros y científicos está condenado a la dependencia
tecnológica, económica y cultural.
Un país que idolatra el entretenimiento por encima de la educación se vuelve
débil, reactivo y vulnerable ante las crisis globales.
Sin
ciencia, no hay desarrollo.
Sin maestros, no hay ciudadanía.
Sin investigación, no hay soberanía.
Sin pensamiento crítico, no hay futuro.
Como señala Harari (2018), los países que
invierten en conocimiento dominan el siglo XXI; los que no lo hagan serán meros
consumidores del progreso ajeno. La consecuencia final es clara y dolorosa:
una sociedad que premia el entretenimiento y desprecia la inteligencia está
sembrando su propia decadencia.
En el siguiente capítulo abordaremos el núcleo del
problema: si este mundo está al revés, ¿Qué podemos hacer para ponerlo de
pie?
CAPÍTULO VI
Alternativas éticas, educativas y culturales para
reconstruir una sociedad que valore la inteligencia, la ciencia y la docencia**
Si el mundo está al revés —si premia la banalidad y
desprecia la excelencia humana—, entonces la tarea histórica de esta generación
es ponerlo de pie. No se trata de un gesto romántico ni utópico, sino de
un imperativo ético para garantizar la supervivencia de las sociedades del
siglo XXI. Una cultura que abandona la educación, la ciencia y la investigación
está destinada a la dependencia y al atraso; una nación que desprecia a sus
maestros y científicos es, inevitablemente, una nación frágil.
Este capítulo plantea alternativas éticas, educativas y
culturales para reconstruir una sociedad que valore la inteligencia tanto o más
que el entretenimiento.
1. Reconstruir el valor social del maestro
El maestro no es un empleado administrativo: es el
arquitecto espiritual de la nación.
Cualquier proyecto humanista, democrático y científico comienza por reconocer
que la docencia es la profesión que hace posibles todas las demás profesiones.
Para transformar esta visión, se requieren tres acciones
fundamentales:
a) Dignificación salarial y profesional
No puede haber educación de calidad cuando los maestros
viven en condiciones precarias.
Países como Finlandia, Corea del Sur o Japón demostraron que elevar el salario
del docente —junto con formación continua— eleva todo el sistema educativo
(Sahlberg, 2015).
b)
Reconocimiento cultural y simbólico
Medios,
escuelas, gobiernos y universidades deben promover campañas permanentes que
coloquen al maestro en el centro de la identidad social.
Los héroes cotidianos deben ser ellos, no solo los deportistas mediáticos.
c)
Formación continua, sólida y humanista
La
dignificación también exige excelencia.
Más pedagogía, más filosofía, más tecnología, más ética, más ciencia.
Un maestro empoderado forma ciudadanos empoderados.
2.
Inversión estratégica en ciencia e investigación
Un
país que invierte en ciencia invierte en libertad.
La investigación científica no es un lujo, es una necesidad para sobrevivir en
un mundo globalizado, competitivo y tecnológicamente acelerado.
Las
alternativas son claras:
a)
Crear fondos nacionales para investigación
Los
científicos latinoamericanos suelen depender de becas extranjeras.
Eso condena a las naciones al subdesarrollo.
Como advierte Harari (2018), la soberanía del siglo XXI está en los
datos y la ciencia.
b)
Retener talento y traer de vuelta a los investigadores emigrados
La
fuga de cerebros es uno de los mayores problemas de la región.
Sin incentivos económicos y académicos, seguirán yéndose.
c)
Integrar ciencia, tecnología y ética en todos los niveles educativos
La
ciencia sin ética es peligrosa; la ética sin ciencia es estéril.
La integración de ambas es indispensable.
3.
Reformar el sistema educativo para que forme ciudadanos críticos, no
consumidores pasivos
La
educación no debe ser una fábrica de diplomas, sino un taller de pensamiento
crítico.
Como enseñó Paulo Freire (1997), “la educación debe liberar, no
domesticar”.
Para
ello es necesario:
a)
Currículos centrados en la comprensión, no en la memorización
La
educación bancaria —repetitiva, mecánica, sin reflexión— produce ciudadanos
obedientes, no creativos.
b)
Aprendizaje basado en problemas reales
Los
estudiantes deben investigar, argumentar, analizar, proponer soluciones.
El conocimiento debe conectarse con la vida.
c)
Una educación que incorpore arte, filosofía, ciencia y tecnología por igual
Reducir
la educación a competencias utilitarias deforma al ser humano.
Necesitamos mentes integrales: críticas, sensibles, éticas y creativas.
4.
Democratizar los medios de comunicación y regular el poder del espectáculo
El
problema no es el deporte, sino su sobrerrepresentación en los medios.
Se requiere una democratización del espacio mediático, inspirada en principios
éticos.
Propuestas concretas:
a) Leyes de pluralidad informativa
Que obliguen a medios y plataformas a incluir contenidos
educativos, científicos y culturales en su programación.
b) Incentivos para producción de contenidos formativos
Becas, fondos de apoyo, premios estatales y privados para
proyectos que promuevan ciencia, educación y cultura.
c) Desarrollar alfabetización mediática y digital
La ciudadanía debe aprender a distinguir información
valiosa de propaganda, entretenimiento o manipulación (Ferrés & García,
2012).
5. Crear una cultura donde el éxito se mida por impacto
humano, no por fama.
Necesitamos una revolución cultural que reemplace la
lógica del espectáculo por una lógica de humanidad.
Esto implica redefinir el concepto de “éxito”.
El éxito no debe ser:
·
viralidad digital
·
contratos millonarios
·
apariciones televisivas
·
escándalos mediáticos
El éxito
debe ser:
·
transformar vidas
·
servir al prójimo
·
aportar al bien común
·
crear conocimiento
·
enseñar, curar, inventar, investigar
Como
escribió Erich Fromm (1976), la clave está en pasar “del tener al ser”.
Una sociedad que celebra la sabiduría, la empatía y la creatividad genera
ciudadanos plenos.
Una sociedad que celebra la fama genera frustración colectiva.
6.
Integrar al deporte en su verdadera dimensión humana
El
deporte no es el enemigo; es un aliado potencial.
Lo que debe criticarse no es el juego sino la industria.
El deporte debe recuperar su valor:
·
disciplina
·
salud
·
convivencia
·
ética
·
trabajo en equipo
·
superación personal
Programas escolares, comunitarios y nacionales pueden reformular el deporte como herramienta de desarrollo humano, no como espectáculo mercantil.
7. Un pacto social por la inteligencia
Finalmente, es necesario un pacto social, un
acuerdo ético nacional que reconozca:
·
que sin
educación no hay progreso,
·
que sin
ciencia no hay futuro,
·
que sin
maestros no hay sociedad,
·
que sin
pensamiento crítico no hay democracia.
Este
pacto debe involucrar:
·
Estado
·
familia
·
escuela
·
universidad
·
medios
·
empresas
·
ciudadanía
·
intelectuales
·
deportistas
·
comunidad científica
Una
nación que honra la inteligencia prospera.
Una nación que la desprecia se condena a la oscuridad.
Este
capítulo ofrece una visión clara de lo que se debe hacer para reconstruir un
sistema de valores sano y equilibrado.
Ahora estamos listos para el siguiente apartado.
CAPÍTULO VII
Hacia un nuevo humanismo: recuperar el valor de la
inteligencia, la ética y el conocimiento en el siglo XXI**
Es evidente que la humanidad atraviesa una crisis de
valores sin precedentes: la glorificación del espectáculo, la mercantilización
del talento, la invisibilización de la ciencia y la precarización de la
docencia han creado un mundo desequilibrado, donde la fama sustituye al mérito
y el entretenimiento desplaza al conocimiento. Frente a esta distorsión
civilizatoria, se vuelve urgente recuperar un nuevo humanismo que coloque en el
centro la dignidad de las personas, la inteligencia como motor de transformación
y la ética como brújula de convivencia.
Este nuevo humanismo no será una simple nostalgia por el
pasado, sino una reinvención profunda de la idea de humanidad en un contexto
global dominado por la tecnología, las redes sociales, el mercado digital y la
cultura de la inmediatez. El desafío es enorme, pero ineludible.
1. El humanismo como restauración de la dignidad humana
Humanismo significa, ante todo, reconocer el valor
intrínseco de cada ser humano. Significa comprender que la vida, la ciencia, la
educación, la ética y la paz valen infinitamente más que cualquier espectáculo
mediático.
Como escribía el filósofo Martha Nussbaum (2010),
una sociedad que descuida las humanidades —la filosofía, la literatura, las
artes, la historia, la ética— corre el riesgo de deshumanizarse, reduciendo al
ciudadano a un simple consumidor sin criterio ni empatía.
El nuevo humanismo que necesitamos debe:
·
reivindicar la empatía,
·
fortalecer la conciencia crítica,
·
respetar la diversidad humana,
·
valorar el pensamiento profundo,
·
rechazar la
cultura de lo efímero.
Una sociedad humanista reconoce que quienes enseñan,
investigan, curan, crean conocimiento y construyen paz son los verdaderos
pilares del futuro.
2. El lugar de la inteligencia en la nueva civilización
La inteligencia no es un lujo ni un privilegio: es la
herramienta que permitió a la humanidad sobrevivir, avanzar y comprender el
universo.
Sin embargo, en el siglo XXI, la inteligencia parece
competir contra un enemigo poderoso: la distracción.
Las redes sociales, la industria del entretenimiento y la economía de la
atención compiten ferozmente por capturar la mente humana. La inteligencia
crítica es desplazada por el consumo rápido y por la emoción superficial.
Recuperar la centralidad de la inteligencia implica:
·
promover la
lectura reflexiva frente al contenido instantáneo;
·
privilegiar
el análisis sobre la opinión impulsiva;
·
fomentar la
creatividad sobre el entretenimiento vacío;
·
defender la
verdad en un contexto saturado de desinformación.
Como escribió Hannah Arendt (1958), el pensamiento
profundo es una forma de resistencia frente a la banalidad del mal. En nuestro
tiempo, pensar también es resistir a la banalidad del espectáculo.
3. Ética como fundamento y horizonte
El nuevo humanismo solo puede sostenerse en una ética
robusta, basada en la honestidad, la justicia, la responsabilidad y el bien
común.
La ética debe volver a ocupar su lugar central en la vida pública, en la
educación, en la política, en la economía y, por supuesto, en los medios de
comunicación.
La corrupción ética —esa que premia lo trivial y
desprecia lo valioso— es la raíz del problema que denunciamos en este ensayo. Solo una
ética firme plead revertible.
Esto
exige:
·
responsabilidad de los gobiernos,
·
integridad de las instituciones,
·
transparencia
en los sistemas educativos,
·
compromiso
moral de los ciudadanos,
·
y un rechazo
rotundo a la cultura de la irresponsabilidad.
El filósofo Savater (2004) lo dijo con claridad: la ética no es un conjunto de normas, sino la decisión consciente de hacernos mejores seres humanos.
4. La armonía entre ciencia, arte y deporte
El deporte no es enemigo del humanismo; el problema es el
mercado que lo devora. Por ello, el nuevo paradigma debe integrar:
·
ciencia como
búsqueda de verdad,
·
arte como
expresión de sensibilidad,
·
deporte como
disciplina de cuerpo y espíritu.
Cuando el deporte se vive desde la ética, el respeto, la
salud y la pedagogía, se convierte en un aliado del nuevo humanismo. Es el
exceso de mercantilización lo que lo convierte en una caricatura de sí mismo.
Un humanismo renovado integra lo mejor de todas las áreas
humanas, sin que ninguna domine injustamente sobre las demás.
5. El papel del ciudadano crítico en la transformación
del mundo
Finalmente, la construcción de un nuevo humanismo requiere
ciudadanos conscientes, formados, críticos y valientes.
Ciudadanos que no se dejen manipular por medios polarizados, que no vivan
esclavizados por la cultura de la pantalla, que no acepten pasivamente las
jerarquías absurdas de un sistema que privilegia el espectáculo por encima de
la educación.
Un
ciudadano crítico:
·
cuestiona,
·
investiga,
·
compara,
·
analiza,
·
participa,
·
decide con
inteligencia y no con emociones inducidas.
Como advertía Paulo Freire (1997), la verdadera
educación produce sujetos históricos, no objetos manipulables.
Solo con ciudadanos críticos podremos construir
sociedades donde la inteligencia sea valorada, la docencia dignificada y la
ciencia fortalecida.
6. El humanismo como acto de resistencia
Afirmar
que la ciencia, la ética y la educación deben ocupar el centro es un acto de
resistencia en un mundo dominado por la banalidad.
Resistir es defender la inteligencia frente a la ignorancia disfrazada de
espectáculo.
Resistir es defender la verdad frente a la manipulación mediática.
Resistir es defender la dignidad del maestro frente al desprecio simbólico.
Resistir es defender el futuro frente al presente vacío.
CONCLUSIÓN
El análisis desarrollado a lo largo de este ensayo
demuestra que vivimos en una época de profundas contradicciones morales y
culturales. Un tiempo en el que el espectáculo ha sido elevado a la categoría
de esencia social, mientras que las profesiones que sostienen la vida humana
—la educación, la ciencia, la medicina, la investigación, la ética y la paz—
son relegadas a un segundo plano, invisibilizadas o tratadas como elementos
secundarios dentro de la estructura simbólica contemporánea.
La exaltación irracional del entretenimiento,
especialmente del fútbol como industria multimillonaria, no es el problema en
sí mismo. El verdadero problema radica en la distorsión de los valores
sociales, en la glorificación de lo superficial y en la indiferencia ante
lo verdaderamente esencial. El mercado no solo domina la economía: ahora domina
las emociones, la percepción social del mérito, los sueños de la juventud y la
identidad de las naciones.
Este “mundo al revés”, como lo definió Eduardo Galeano,
no es una casualidad histórica, sino la consecuencia de décadas de
neoliberalismo cultural, manipulación mediática y desvalorización sistemática
del conocimiento. La sociedad se ha acostumbrado a ver como “natural” la
desigualdad simbólica entre un deportista multimillonario y un maestro que vive
con salarios insuficientes. Se ha normalizado la idea de que la fama vale más
que la sabiduría, que la imagen vale más que la verdad y que la emoción vale
más que la inteligencia.
Las consecuencias —éticas, sociales, educativas,
psicológicas y humanas— son profundas y peligrosas. Una sociedad que desprecia
la inteligencia pierde su rumbo. Una sociedad que castiga la docencia se
condena al atraso. Una sociedad que invisibiliza la ciencia renuncia a su
futuro. Una sociedad que idolatra a la celebridad por encima del pensamiento
crítico produce ciudadanos vulnerables, fácilmente manipulables por intereses
económicos, ideológicos o políticos.
Sin embargo, este ensayo también demuestra que el
mundo puede ponerse de pie si se emprende un cambio radical de conciencia.
Ese cambio exige dignificar la docencia, fortalecer la ciencia, democratizar
los medios, formar ciudadanos críticos, recuperar la ética, integrar el deporte
en su dimensión humana y construir un nuevo humanismo que vuelva a colocar la
inteligencia y la dignidad en el centro del proyecto civilizatorio.
No se
trata de destruir el entretenimiento, sino de reequilibrar la balanza moral.
No se trata de atacar al deportista, sino de defender al maestro.
No se trata de negar la emoción, sino de rescatar el pensamiento.
No se trata de eliminar el espectáculo, sino de devolverle su justa dimensión
humana.
El desafío es grande, pero no imposible. La historia
demuestra que las sociedades pueden transformar sus valores cuando emergen
voces críticas, cuando los ciudadanos despiertan y cuando se reconoce que el
verdadero progreso no se mide en goles, contratos o audiencias, sino en la
capacidad de un pueblo para pensar, crear, educar, investigar y vivir con
dignidad.
Nuestra misión —ética, educativa y humana— es contribuir
a que este mundo vuelva a ser mundo, y no un mercado de imágenes. Es
reconstruir lo que el capitalismo mediático ha distorsionado, y recuperar el
respeto por quienes, con su esfuerzo silencioso, sostienen la vida de todos:
los maestros, los científicos, los médicos, los investigadores, los
trabajadores de la paz, los artistas auténticos y todos aquellos que ponen su
inteligencia y su corazón al servicio del bien común.
Porque,
al final, el espectáculo se apaga; la sabiduría permanece.
La fama es efímera; el conocimiento es eterno.
Y ninguna sociedad puede llamarse verdaderamente civilizada si desprecia a
quienes la hacen posible.
REFLEXIÓN FINAL
Cuando
observamos el mundo de hoy, lleno de pantallas luminosas, espectáculos masivos
y héroes mediáticos, es fácil perder de vista lo esencial.
Pero basta mirar con atención para comprender que bajo ese brillo artificial
existe una verdad silenciosa y contundente: todo lo que realmente sostiene a
la humanidad permanece oculto tras bambalinas.
Las profesiones que garantizan la vida, el conocimiento,
la salud, la ética, la justicia, la ciencia y la convivencia social siguen
siendo practicadas por mujeres y hombres que no aparecen en portadas, que no
reciben contratos millonarios ni aplausos ensordecedores, pero que todos los
días —sin cámaras ni reflectores— sostienen el mundo real, el mundo donde nacemos,
aprendemos, enfermamos, nos curamos, crecemos, soñamos y morimos.
Esta
reflexión final no pretende condenar al deporte ni apagar la alegría que
produce un gol o la emoción de un estadio en fiesta.
El deporte es vida, cultura, identidad, disciplina, pasión.
Lo que debemos cuestionar es el sistema que ha convertido esa pasión humana en
mercancía, y esa alegría popular en negocio gigantesco, mientras relega al
olvido las profesiones que construyen la dignidad humana.
Vivimos
en un mundo donde se aplauden logros deportivos y se ignoran logros
científicos; donde se admira la fama y se desprecia la sabiduría; donde la
sociedad corre detrás del espectáculo mientras camina lentamente hacia la
injusticia.
Pero también vivimos en un mundo donde millones de personas —maestros, médicos,
artistas auténticos, investigadores, pensadores, trabajadores sociales— siguen
apostando por la humanidad, aun cuando el mundo no parezca apostar por ellos.
El
desafío de este siglo es recuperar la capacidad de mirar más allá de las luces.
De reconocer el valor de lo que no se ve, de lo que no se transmite en vivo, de
lo que no aparece en tendencias ni en algoritmos.
Necesitamos un despertar ético que nos devuelva la capacidad de distinguir
entre lo que entretiene y lo que edifica, entre lo que brilla y lo que ilumina,
entre lo que se celebra y lo que verdaderamente importa.
Tal vez algún día, cuando como sociedad nos preguntemos
qué significa avanzar, ya no pensemos en el precio de un jugador ni en los
millones que mueve un espectáculo, sino en la calidad de nuestros maestros, en
la fuerza de nuestra comunidad científica, en la profundidad de nuestra ética,
en la salud de nuestra gente y en la capacidad de pensar críticamente.
Porque al final, cuando los reflectores se apaguen,
cuando pase la euforia del espectáculo, cuando la fama deje de sonar y los
contratos millonarios se diluyan, solo quedará lo que siempre ha sostenido a la
humanidad: la inteligencia, la educación, la ciencia, el servicio, la
empatía y la dignidad.
El
mundo al revés puede enderezarse.
Pero solo si tenemos el valor de mirar de frente nuestras contradicciones y la
valentía de construir un nuevo horizonte.
Un horizonte donde ser maestro vuelva a ser un honor, ser científico un
orgullo, y ser humano —ético, justo, consciente— la más alta aspiración de
todas.
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