lunes, 20 de octubre de 2025

 


SIN FILOSOFÍA NO HAY HUMANIDAD: EL DESAFÍO DE EDUCAR EN VALORES, AMOR Y LIBERTAD.

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN.

En el mundo actual, caracterizado por la inmediatez, la saturación informativa y la obsesión por la utilidad inmediata, la pregunta “¿Para qué enseñar filosofía?” suena cada vez con más frecuencia en las aulas universitarias. En un entorno dominado por la técnica, los algoritmos y la inteligencia artificial, muchos estudiantes consideran que las asignaturas filosóficas son una pérdida de tiempo o una curiosidad del pasado. Sin embargo, esa percepción no solo revela desconocimiento, sino una profunda crisis de sentido en la educación moderna.

Durante siglos, la filosofía ha sido el pilar sobre el cual se ha construido el pensamiento humano. Desde Sócrates hasta Hannah Arendt, la filosofía ha enseñado al ser humano a pensar críticamente, interrogar la realidad y buscar la verdad más allá de las apariencias.

No obstante, en el contexto universitario actual, muchas veces se la reduce a una materia decorativa, sin conexión con la vida práctica ni con las demás disciplinas. El estudiante de medicina, ingeniería, contaduría o comunicación suele preguntarse con escepticismo: ¿En qué me sirve la filosofía? Esta pregunta es legítima, pero también profundamente reveladora.

Lo que se cuestiona no es solo la utilidad de la filosofía, sino el propósito mismo de la educación. Si la universidad existe únicamente para producir mano de obra especializada, entonces la filosofía es prescindible; pero si su misión es formar personas conscientes, críticas y éticamente responsables, la filosofía se vuelve indispensable.

El filósofo alemán Martin Heidegger (1954) afirmaba que “la filosofía no aporta ninguna respuesta técnica, pero sin ella el pensamiento se vuelve ciego”. Esta frase cobra especial sentido en un tiempo donde la técnica domina sin medida. La educación contemporánea corre el riesgo de fabricar profesionales competentes, pero moralmente vacíos; expertos en procedimientos, pero ignorantes del sentido de sus acciones. En este contexto, la filosofía se erige como la conciencia crítica de la universidad, el espacio donde el estudiante puede detenerse, reflexionar, dudar y, sobre todo, pensar con autonomía.

El propósito de este ensayo es analizar las razones fundamentales por las cuales la filosofía no solo debe enseñarse, sino también vivirse en la educación superior. Enseñar filosofía no significa recitar doctrinas antiguas, sino activar el pensamiento. Implica recuperar el valor de los principios éticos, despertar una conciencia crítica frente al conformismo social, redescubrir el poder humanizador del amor y aprender a ejercer la libertad con responsabilidad.

Como lo señaló Immanuel Kant (1784): “La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad, entendida como la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la dirección de otro.

” Por ello, enseñar filosofía equivale a invitar a cada estudiante a pensar por sí mismo, a emanciparse de las ideologías dominantes, de las redes que manipulan la opinión y de los discursos prefabricados que sustituyen el juicio personal por la obediencia colectiva.

En síntesis, enseñar filosofía es un acto de resistencia intelectual y moral. En tiempos de desinformación, consumismo y superficialidad, la filosofía es un faro en medio de la oscuridad, una herramienta de emancipación que devuelve al ser humano su dignidad pensante. El siguiente análisis desarrolla cuatro razones esenciales que justifican su presencia en todo currículo universitario:

·         Recuperar el sentido de los valores.

·         Desarrollar una conciencia crítica y superar el conformismo.

·         Redescubrir el amor como fundamento de la convivencia humana.

·         Aprender a gozar de la libertad.

 I. ENSEÑAR FILOSOFÍA PARA RECUPERAR EL SENTIDO DE LOS VALORES

Una de las mayores paradojas del siglo XXI es que, aunque vivimos en la era del conocimiento y de la hiperconectividad, la humanidad experimenta una profunda crisis de valores. El progreso tecnológico y científico no ha venido acompañado por un progreso moral. La sociedad parece haber confundido el bienestar con el tener, la felicidad con el consumo y la libertad con la indiferencia. Zygmunt Bauman (2003) lo expresó con lucidez al describir la modernidad líquida como un tiempo en el que “todo se disuelve, incluso los principios que antes daban estabilidad a la existencia humana”.

En este contexto, la enseñanza de la filosofía se convierte en un acto de reconstrucción ética. No basta con que los estudiantes aprendan a razonar o argumentar: necesitan reencontrarse con los fundamentos de la vida buena, justa y solidaria. Los valores, lejos de ser una lista de normas o mandamientos, constituyen la brújula moral que orienta las decisiones humanas en medio de la incertidumbre.

La tarea del educador filosófico no es imponer un código moral, sino enseñar a pensar éticamente, a discernir el bien del mal, la justicia de la injusticia, la verdad de la manipulación. En este sentido, Aristóteles (1998) ya afirmaba que la virtud no se enseña con palabras, sino con el ejemplo: “Nos hacemos justos realizando actos justos”. Educar en valores implica, entonces, mostrar con el propio testimonio aquello que se predica.

1. La crisis contemporánea de los valores

La sociedad contemporánea promueve un modelo de vida basado en el éxito inmediato, la competencia y la rentabilidad. En las universidades, este fenómeno se manifiesta en estudiantes que eligen carreras no por vocación, sino por conveniencia económica; en docentes que priorizan el cumplimiento burocrático sobre la formación integral; y en instituciones que miden la calidad educativa en términos de estadísticas, no de humanidad. La consecuencia es una anemia ética que afecta a todos los niveles.

 La corrupción, la intolerancia y la violencia no surgen de la nada: son el reflejo de una educación sin valores sólidos. Cuando se enseña solo a “hacer”, pero no a “ser”, el resultado es un profesional técnicamente hábil, pero moralmente frágil. Y cuando la educación renuncia a formar conciencia, la sociedad termina siendo gobernada por el egoísmo y la indiferencia.

La filosofía, en cambio, invita al estudiante a detenerse y a reflexionar sobre el sentido de sus actos. Platón enseñó que “el alma virtuosa es la más ordenada” (República, Libro IV). Recuperar el orden del alma es volver a poner en el centro la pregunta por el bien. En otras palabras, la enseñanza filosófica devuelve al estudiante la capacidad de juzgar y no solo de repetir.

2. Educar en valores desde la praxis filosófica

Educar en valores no significa recitar definiciones abstractas de moral o ética, sino crear experiencias vivenciales que despierten el sentido moral. Como lo señaló Paulo Freire (1970), “la educación auténtica no se hace para el pueblo, sino con el pueblo”. En el aula universitaria, esto implica que el docente y los estudiantes construyan juntos una reflexión sobre la dignidad, la justicia y la solidaridad a partir de su propia realidad cotidiana.

Por ejemplo, en una carrera de ingeniería, reflexionar filosóficamente sobre la ética profesional puede significar analizar cómo el desarrollo tecnológico debe servir al bienestar humano y no a la destrucción ambiental. En medicina, significa recordar que detrás de cada paciente hay una vida, no un número. En economía, que el fin de la riqueza no debe ser la acumulación, sino la equidad. La filosofía conecta los valores con la práctica profesional, recordando que toda acción humana debe orientarse hacia el bien común.

Asimismo, la enseñanza de los valores filosóficos exige coherencia. Los estudiantes no aprenden ética de quien predica honestidad y actúa con doble moral. El ejemplo es la pedagogía más convincente. Cuando un maestro vive con integridad, inspira respeto; cuando es justo y compasivo, enseña sin palabras. Por eso, enseñar filosofía implica también una transformación personal del educador: no se trata solo de transmitir contenidos, sino de encarnar principios.

3. La filosofía como resistencia moral

En un mundo donde todo parece relativo, donde la verdad se diluye en la opinión y la ética se confunde con la conveniencia, la filosofía es un acto de resistencia moral. Enseñar filosofía es enseñar a no ceder ante el relativismo fácil ni ante la manipulación de los valores por intereses ideológicos o económicos.

Como advierte Edgar Morin (1999), la educación del futuro debe “enseñar la condición humana”. Y esa condición humana se sostiene sobre valores universales: la verdad, la justicia, la dignidad, la solidaridad, el respeto y la libertad. Estos valores no son dogmas, sino principios racionales que permiten la convivencia. Cuando los seres humanos los pierden de vista, la civilización se desintegra. Por ello, la filosofía tiene la tarea de reconstruir el horizonte moral de la humanidad, comenzando por la universidad, donde se forman los futuros líderes, médicos, juristas, ingenieros, comunicadores y educadores. Enseñar filosofía es enseñar que el conocimiento sin ética se convierte en poder sin conciencia, y que el verdadero progreso humano solo es posible cuando la ciencia y la moral caminan juntas.

4. Una invitación a recuperar la humanidad

Recuperar el sentido de los valores significa, en última instancia, recuperar la humanidad misma. Significa enseñar a los estudiantes que el respeto, la empatía, la compasión y la verdad no son virtudes antiguas, sino necesidades urgentes de nuestra era digital. La filosofía puede ayudarles a confrontar su escala de valores, a cuestionar las falsas promesas del éxito rápido y a elegir conscientemente una vida con sentido.

El pensador español José Antonio Marina (2006) escribió que “educar es fabricar seres capaces de decidir su destino, no de repetir el destino de otros.” Esa es la misión profunda de la filosofía: ayudar a cada estudiante a decidir quién quiere ser y por qué valores desea guiar su vida.

Por tanto, enseñar filosofía para recuperar el sentido de los valores no es un ejercicio académico: es un acto de amor y de esperanza en la humanidad. Porque solo desde los valores se puede construir una sociedad verdaderamente libre, justa y solidaria.

 II. ENSEÑAR FILOSOFÍA PARA ADQUIRIR UNA CONCIENCIA CRÍTICA Y SUPERAR EL CONFORMISMO

Uno de los grandes peligros de la educación contemporánea es el conformismo intelectual. En una sociedad donde predominan la comodidad, la obediencia ciega y la repetición, la mayoría de las personas se adaptan sin cuestionar las estructuras que las dominan. Como advirtió Herbert Marcuse (1964), vivimos en una “sociedad unidimensional”, en la que los individuos piensan lo que el sistema quiere que piensen, consumen lo que el mercado les impone y reproducen sin resistencia los modelos establecidos. En este contexto, la filosofía representa una rebelión pacífica del pensamiento.

Enseñar filosofía no significa llenar la mente de los estudiantes con teorías abstractas, sino enseñarles a pensar por sí mismos. Significa despertar en ellos la capacidad de analizar, comparar, cuestionar y crear nuevas formas de entender la realidad. Paulo Freire (1970) sostenía que “la educación debe ser un acto de conocimiento y no de domesticación”; una educación que no libere el pensamiento, termina fabricando súbditos en lugar de ciudadanos.

La filosofía, en cambio, forma seres humanos capaces de mirar el mundo con ojos propios, y no con los ojos del poder, la publicidad o las redes sociales.

1. El pensamiento crítico como forma de libertad

La conciencia crítica no se adquiere memorizando conceptos, sino ejercitando la duda y la reflexión constante. Desarrollar pensamiento crítico implica enseñar a los estudiantes a no aceptar las cosas solo porque “siempre han sido así” o porque “todo el mundo lo dice”. Implica enseñarles a interrogar los discursos, a detectar las contradicciones y a reconocer los intereses ocultos detrás de las verdades oficiales.

Como escribió Karl Marx (1845) en sus Tesis sobre Feuerbach, “los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversos modos; de lo que se trata es de transformarlo.” El pensamiento filosófico no se conforma con describir la realidad; busca cambiarla. En este sentido, enseñar filosofía es enseñar a ejercer una libertad racional, a no ser cómplices del error ni espectadores pasivos de la injusticia.

Cuando el estudiante adquiere una conciencia crítica, deja de ser un receptor pasivo de información y se convierte en un constructor activo de conocimiento. Deja de repetir lo que oye para comenzar a pensar lo que vive. Este proceso, aunque doloroso, es liberador: quien aprende a pensar críticamente ya no puede volver a vivir cómodamente en la ignorancia.

2. El conformismo como enfermedad del espíritu

La historia demuestra que los peores desastres humanos —las guerras, los totalitarismos, las dictaduras, las injusticias sociales— no se produjeron únicamente por la maldad de unos pocos, sino por la pasividad de la mayoría. El conformismo es una forma de esclavitud invisible: quien no se atreve a pensar, termina viviendo bajo las ideas de otros.

El filósofo Baruch Spinoza (1677) decía que “la servidumbre humana consiste en ser dominado por las pasiones y por la ignorancia.”

Hoy podríamos añadir: consiste también en ser dominado por la manipulación mediática, la superficialidad digital y el miedo a pensar diferente. En las universidades, este conformismo se manifiesta cuando los estudiantes estudian solo para aprobar, cuando los docentes enseñan sin pasión, y cuando las instituciones priorizan la rentabilidad sobre la formación integral.

La filosofía, por el contrario, enseña a no conformarse con la superficie, a ir más allá del fenómeno y buscar la esencia. En palabras de Karel Kosík (1963), “pensar dialécticamente es pasar de la apariencia a la realidad concreta”. Es mirar detrás de las pantallas, de los discursos políticos, de las estadísticas y de las modas ideológicas, para descubrir las estructuras que sostienen la injusticia y la desigualdad.

El conformismo anestesia el alma y destruye la creatividad. En cambio, la filosofía enciende la inquietud interior, la necesidad de comprender, de preguntar y de actuar. Quien se atreve a pensar críticamente se convierte en un sujeto histórico, capaz de transformar su entorno.

3. La alegoría de la caverna: metáfora de la conciencia crítica

Platón, en su célebre Alegoría de la Caverna, nos dejó una imagen eterna del despertar del pensamiento. Los prisioneros encadenados que solo ven sombras representan a los seres humanos atrapados en las apariencias, convencidos de que la ilusión es la realidad.

Solo uno de ellos logra liberarse y ver la luz del sol —la verdad—, pero al regresar para liberar a los demás, es rechazado e incluso ridiculizado.

Esa escena se repite cada día en nuestras aulas y sociedades. El estudiante que comienza a cuestionar, el ciudadano que se atreve a pensar distinto, el docente que enseña a razonar, todos ellos representan al liberado que intenta abrir los ojos de los demás. Enseñar filosofía es, por tanto, enseñar a salir de la caverna, a enfrentar el dolor de la luz y la responsabilidad de la libertad.

La conciencia crítica no garantiza la felicidad inmediata, pero sí la dignidad del pensamiento autónomo. El filósofo francés Michel Foucault (1984) afirmaba que “la crítica es el arte de no ser gobernado en exceso”. La filosofía enseña precisamente eso: a gobernarse a sí mismo con la razón, no con el miedo ni con la manipulación.

4. La universidad como espacio de emancipación

La universidad debería ser el lugar por excelencia donde se cultiva la crítica y la creatividad. Sin embargo, la tendencia actual hacia la mercantilización del conocimiento la ha convertido, en muchos casos, en una institución que reproduce el orden establecido. Frente a esta realidad, la filosofía actúa como la conciencia ética y reflexiva de la academia.

Enseñar filosofía en carreras científicas, tecnológicas o empresariales no es una pérdida de tiempo: es una forma de humanizar el conocimiento. Un ingeniero sin conciencia crítica puede construir una máquina que destruya; un economista sin ética puede justificar la injusticia; un comunicador sin valores puede manipular la verdad. La filosofía evita que el conocimiento se convierta en poder destructivo.

Por eso, la enseñanza filosófica no puede reducirse a un curso introductorio u optativo. Debe ser un eje transversal en toda formación universitaria, porque la crítica es el alma del conocimiento y la garantía de la libertad intelectual. Una universidad sin filosofía es una institución sin conciencia, y un profesional sin conciencia crítica es un instrumento más del sistema.

5. La conciencia crítica como compromiso social

Adquirir conciencia crítica no significa encerrarse en la reflexión individualista, sino comprometerse con la transformación colectiva. El pensamiento crítico auténtico no destruye: construye. No se limita a denunciar los errores del mundo, sino que busca caminos para repararlo.

Como sostuvo Freire (1997), “no hay palabra verdadera que no sea praxis”. La filosofía universitaria debe formar seres capaces de unir pensamiento y acción, reflexión y compromiso. Solo así los estudiantes podrán convertirse en agentes de cambio, en ciudadanos que no aceptan la injusticia como destino, sino que luchan por la dignidad de todos.

 III. ENSEÑAR FILOSOFÍA PORQUE, HOY COMO AYER, ES NECESARIO ANDAR POR EL CAMINO DEL AMOR

Si hay una palabra que ha sido desgastada por el uso superficial, esa palabra es amor. En la sociedad contemporánea, el amor se ha banalizado, reducido a un sentimiento pasajero, a una emoción efímera o a una simple atracción física. Sin embargo, el amor, entendido filosóficamente, es una de las experiencias más elevadas y transformadoras del ser humano. En tiempos de deshumanización, violencia, egoísmo y aislamiento emocional, enseñar filosofía también implica enseñar a amar: amar la verdad, el conocimiento, la justicia y la vida misma.

El filósofo Erich Fromm (1956) advertía que “el amor no es un sentimiento fácil para nadie, sea cual fuere el grado de madurez que haya alcanzado”. Amar requiere disciplina, compromiso, humildad y esfuerzo. Por ello, enseñar el amor desde la filosofía no significa idealizarlo, sino comprenderlo como un arte que se aprende, se cultiva y se ejercita. Al hacerlo, la educación universitaria recupera su sentido más humano y trascendente.

1. El amor como conocimiento y crecimiento interior

En la tradición filosófica, el amor siempre ha estado ligado al conocimiento. Para Platón (2005), en El Banquete, el amor (Eros) es el deseo de alcanzar la belleza y la sabiduría; es la fuerza que impulsa al alma a trascender lo inmediato y buscar lo eterno. El verdadero amante, decía el filósofo, es aquel que no se conforma con lo superficial, sino que asciende del cuerpo al alma, y del alma a la verdad.

En este sentido, el amor filosófico no se limita a la dimensión romántica, sino que representa un camino de autoconocimiento y perfeccionamiento interior. Amar es reconocer la propia limitación y, a partir de ella, buscar la plenitud. San Agustín lo resumió magistralmente con una frase inmortal: “Ama y haz lo que quieras.” (Confesiones, Libro VII). El amor auténtico no esclaviza, no utiliza, no humilla; libera, humaniza y eleva.

El estudiante que aprende filosofía descubre que amar no es poseer, sino comprender; no es dominar, sino acompañar; no es imponer, sino dialogar. De ahí que la enseñanza filosófica, al fomentar el pensamiento crítico y el autoconocimiento, también enseñe indirectamente a amar. Porque quien piensa con profundidad aprende a respetar y valorar la existencia del otro.

2. La crisis del amor en la era digital

Hoy asistimos a una crisis sin precedentes del amor. En la era de las redes sociales, el afecto se mide en “likes”, la amistad se reemplaza por seguidores, y la intimidad se convierte en exhibición. La tecnología, que debería acercarnos, muchas veces nos separa emocionalmente. La filosofía puede y debe ofrecer una resistencia ética ante esta superficialidad afectiva.

Byung-Chul Han (2012), filósofo surcoreano, sostiene en La agonía del Eros que la sociedad contemporánea está perdiendo la capacidad de amar porque ha perdido la capacidad de mirar al otro. Vivimos en una cultura del rendimiento y la autoexplotación, donde cada individuo se encierra en su propio ego. Amar, en cambio, implica salir de sí, abrirse al otro, reconocer su alteridad. En palabras de Han, “sin el otro, el eros muere”.

Por eso, enseñar filosofía en la universidad no solo es enseñar lógica o epistemología: es enseñar a mirar al otro con profundidad, con respeto y con empatía. La filosofía rehumaniza las relaciones humanas porque nos recuerda que toda persona es fin en sí misma, nunca un medio (Kant, 1785). Y en un tiempo donde la indiferencia se disfraza de libertad, amar se convierte en un acto revolucionario.

3. El amor como fundamento ético y social

El amor auténtico no se limita al ámbito personal; tiene una dimensión ética y social. En su obra El arte de amar, Fromm (1956) explica que el amor verdadero se manifiesta en cuatro elementos esenciales: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento. Estos valores son igualmente aplicables a la relación docente-estudiante, al compromiso con la comunidad y al ejercicio profesional.

Un docente que ama su labor enseña con pasión; un estudiante que ama aprender, descubre el placer del conocimiento; un profesional que ama a su pueblo trabaja por el bien común. Así, el amor se convierte en el cemento moral de toda convivencia humana.

Educar sin amor produce individuos fríos, indiferentes, calculadores; educar con amor, en cambio, forma personas compasivas, sensibles y solidarias. En este sentido, enseñar filosofía es también enseñar humanidad, porque solo quien ama verdaderamente puede comprender la grandeza y la fragilidad de la existencia.

En la práctica universitaria, el amor filosófico se traduce en el respeto por la verdad, en la búsqueda constante del bien y en el compromiso con la justicia. Si el conocimiento no se sostiene en el amor, se transforma en poder destructivo; si la ciencia no se guía por la ética del amor, se vuelve deshumanizadora. Por ello, la filosofía no solo orienta el pensamiento, sino también el corazón.

4. Amar para humanizar el conocimiento

La filosofía nos recuerda que el conocimiento sin amor conduce a la deshumanización, y el amor sin conocimiento conduce a la ingenuidad. Ambos deben caminar juntos. En el aula universitaria, enseñar filosofía con amor significa crear espacios de diálogo, respeto y escucha, donde cada estudiante se sienta valorado como ser humano y no como número o expediente.

El filósofo brasileño Leonardo Boff (2002) lo expresó bellamente: “El amor es la energía que sostiene el universo.” Sin amor, todo conocimiento se vuelve estéril; con amor, toda enseñanza florece. El docente filosófico debe ser un sembrador de conciencia, pero también de ternura; un orientador del pensamiento, pero también del alma.

Cuando se ama lo que se enseña, los alumnos aprenden más que ideas: aprenden actitudes. Aprenden que el saber no debe ser arrogancia, sino servicio; no poder, sino compromiso. De ese modo, la enseñanza filosófica se convierte en un acto de amor hacia la humanidad.

5. Educar para amar la vida

Finalmente, enseñar filosofía para andar por el camino del amor es educar para amar la vida misma. El amor, en su sentido más profundo, es la afirmación de la existencia frente al nihilismo, la indiferencia y la desesperanza. En una época en la que muchos jóvenes viven desmotivados, confundidos o vacíos de propósito, la filosofía puede devolverles el sentido de vivir, de crear y de soñar.

Como decía Albert Camus (1942), “el amor a la vida es la respuesta al absurdo.” La enseñanza filosófica debe inspirar a los estudiantes a encontrar belleza incluso en medio de la dificultad, a creer que vale la pena luchar por un mundo más humano.

El amor es el motor que impulsa el conocimiento, la justicia y la libertad. Por eso, mientras la humanidad siga existiendo, la filosofía seguirá siendo la pedagogía del amor.

 IV. ENSEÑAR FILOSOFÍA PARA APRENDER A GOZAR DE LA LIBERTAD

La palabra libertad es, quizá, una de las más pronunciadas y a la vez más malinterpretadas en nuestra época. Todos la invocan, pero pocos la comprenden. En nombre de la libertad se justifican guerras, abusos, desórdenes y egoísmos; sin embargo, la verdadera libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en querer lo que se debe. Enseñar filosofía significa precisamente eso: enseñar a discernir entre el deseo impulsivo y la libertad racional, entre la autonomía moral y el libertinaje sin propósito.

Immanuel Kant (1785) afirmaba que “la libertad es la capacidad de comenzar por uno mismo una acción según leyes de la razón”. Esto implica que solo quien actúa de acuerdo con principios éticos, y no por capricho o imposición externa, puede considerarse libre. La filosofía, por tanto, no enseña a romper todas las normas, sino a comprenderlas, asumirlas críticamente y transformarlas cuando limitan la dignidad humana.

En el contexto universitario, donde los jóvenes reclaman constantemente el derecho a ser libres, la enseñanza filosófica tiene un papel esencial: mostrar que la libertad no es ausencia de límites, sino conquista de la conciencia.

1. La libertad como proceso educativo

La libertad no nace espontáneamente; se educa, se forma y se construye. El ser humano no es libre por naturaleza en sentido pleno, sino que se hace libre en la medida en que desarrolla su razón, su moral y su responsabilidad. En palabras de Jean-Paul Sartre (1946), “el hombre está condenado a ser libre”, lo cual significa que no puede escapar de la responsabilidad de elegir. Incluso no elegir, es ya una elección.

Enseñar filosofía ayuda a los estudiantes a comprender que toda decisión tiene consecuencias éticas y que la libertad auténtica se ejerce en diálogo con el otro. No hay libertad posible en la indiferencia ni en el aislamiento. La libertad madura requiere autoconocimiento, deliberación y respeto mutuo.

De este modo, la educación filosófica se convierte en el terreno donde el estudiante aprende no solo a pensar, sino a elegir con sentido. En un mundo saturado de opciones, la filosofía enseña a distinguir lo esencial de lo superficial, lo valioso de lo efímero.

2. La falsa libertad del individualismo

La cultura contemporánea promueve una versión distorsionada de la libertad: la libertad del consumo, del ego, del “yo hago lo que quiero”. Sin embargo, ese tipo de libertad desemboca en soledad, vacío existencial y alienación. Byung-Chul Han (2014) advierte que vivimos en “la sociedad del cansancio”, donde el sujeto neoliberal se explota a sí mismo en nombre de su propia libertad. Cree ser autónomo, pero en realidad está sometido al rendimiento, la competencia y la presión del éxito.

En este contexto, la filosofía actúa como una pedagogía de la liberación interior. Enseñar filosofía es enseñar a reconocer las cadenas invisibles del consumismo, del miedo, de la ideología y del autoengaño. Es abrir los ojos ante la manipulación de los medios, la propaganda política o el adoctrinamiento disfrazado de libertad de expresión.

El filósofo francés Michel Foucault (1984) sostenía que “la libertad no consiste en liberarse del poder, sino en resistirlo inteligentemente”. En ese sentido, el pensamiento crítico es la forma más elevada de libertad: la libertad de pensar por cuenta propia. La educación universitaria debería tener como meta formar mentes capaces de resistir la alienación colectiva y la servidumbre voluntaria.

3. La libertad y la responsabilidad moral

La libertad sin responsabilidad es caos. Ser libre no significa ignorar las normas, sino asumirlas conscientemente y actuar con base en la ética. Como decía Albert Camus (1942), “la verdadera generosidad hacia el futuro consiste en darlo todo al presente.” Quien ejerce su libertad de forma responsable contribuye al bienestar común, no solo al propio beneficio.

El ejercicio responsable de la libertad se aprende practicando la justicia, la empatía y el respeto por la dignidad del otro. La filosofía ayuda a comprender que toda libertad individual está unida al destino colectivo. No puede haber libertad para unos pocos mientras otros viven en opresión o ignorancia. La auténtica libertad no es privilegio, sino compromiso.

Por eso, enseñar filosofía es también enseñar ética pública: la conciencia de que nuestras decisiones repercuten en la sociedad, en el medio ambiente, en las generaciones futuras. En este sentido, la libertad deja de ser un derecho abstracto y se convierte en una tarea histórica.

4. Educar para la libertad como autorrealización

El filósofo español Fernando Savater (1997) afirma que “educar es enseñar a desear la libertad y a saber usarla.” Esta afirmación resume la misión más profunda de la educación filosófica. No basta con decir a los estudiantes que son libres; hay que enseñarles a ser libres de manera inteligente y ética.

Gozar de la libertad significa disfrutar el proceso de pensar, elegir y actuar con sentido. Es vivir con autonomía, pero también con conciencia moral. El placer de la libertad radica en saber que uno mismo es artífice de su destino, pero sin perder el vínculo con la comunidad humana.

En este punto, la filosofía se convierte en un camino hacia la autorrealización. Quien aprende a pensar con independencia, a decidir con responsabilidad y a actuar con empatía, alcanza una forma superior de libertad: la libertad interior. Esa libertad no depende de leyes, gobiernos o modas, sino de la serenidad del alma que sabe distinguir el bien del mal.

5. La universidad como escuela de libertad

La universidad no debe ser solo un espacio de instrucción técnica, sino una escuela de libertad y pensamiento. En ella, la filosofía cumple un papel insustituible, pues es la que enseña a razonar, a cuestionar, a deliberar y a actuar con autonomía. Un estudiante que no ha sido formado en el ejercicio del pensamiento crítico corre el riesgo de convertirse en un profesional dócil, incapaz de cuestionar la injusticia o de transformar su entorno.

Por ello, enseñar filosofía es enseñar a vivir en libertad. Significa formar ciudadanos que no se dejen arrastrar por la manipulación mediática, que sepan decidir sin fanatismos y que comprendan que la verdadera libertad no se impone desde fuera, sino que nace del pensamiento lúcido y del corazón ético.

Como decía Simone de Beauvoir (1949): “Ser libre no es actuar por capricho, sino querer la libertad de los demás.” Educar para la libertad es, en última instancia, educar para la humanidad compartida.

 CONCLUSIÓN

Llegados a este punto, se puede afirmar con convicción que enseñar filosofía en la educación superior no es una tarea decorativa ni secundaria, sino una exigencia vital para la formación integral del ser humano. En un tiempo en que la técnica domina la existencia, la filosofía representa la conciencia reflexiva de la civilización, el espacio donde el estudiante se reencuentra con su humanidad y aprende a vivir con sentido.

A lo largo de la historia, la filosofía ha sido el taller del pensamiento libre. Desde Sócrates hasta Paulo Freire, todos los grandes educadores han comprendido que el auténtico aprendizaje no consiste en acumular información, sino en despertar la capacidad de pensar, discernir y actuar éticamente. La universidad que ignora la filosofía forma técnicos eficientes, pero no ciudadanos conscientes; forma especialistas competentes, pero no personas íntegras.

En este ensayo se ha mostrado que la filosofía es imprescindible por al menos cuatro razones fundamentales.

Primero, porque recupera el sentido de los valores en un mundo moralmente desorientado, donde el tener ha reemplazado al ser y la apariencia a la autenticidad.

Segundo, porque fomenta la conciencia crítica que libera al estudiante de la pasividad y lo convierte en un agente de transformación social.

Tercero, porque enseña el camino del amor, entendiendo el amor no como sentimiento romántico, sino como fuerza ética, compasiva y creadora que da sentido al conocimiento.

Y cuarto, porque enseña a vivir y disfrutar la libertad, no como ausencia de límites, sino como ejercicio responsable de la razón y la conciencia.

Enseñar filosofía, en consecuencia, es formar seres humanos capaces de pensar y sentir al mismo tiempo, de cuestionar sin destruir, de amar sin poseer, de ser libres sin desentenderse del otro. Es devolver al estudiante la posibilidad de convertirse en protagonista de su destino y no en simple espectador de su tiempo.

Como lo expresó Edgar Morin (1999), “la educación del futuro debe enseñar la condición humana, la identidad terrenal y la ética del género humano.” Esa es precisamente la misión de la filosofía: recordarnos que pensar es un acto de amor por la humanidad y de responsabilidad con el mundo.

Por ello, en cada carrera universitaria —sea ingeniería, medicina, derecho, comunicación o arte—, la filosofía debe ocupar un lugar privilegiado, no por tradición, sino por necesidad. Porque sin pensamiento crítico no hay progreso, sin valores no hay justicia, sin amor no hay convivencia y sin libertad no hay humanidad.

La enseñanza filosófica no solo instruye, inspira. No solo transmite ideas, transforma vidas. No solo analiza conceptos, despierta conciencias. Por eso, mientras haya seres humanos dispuestos a buscar la verdad y a preguntarse por el sentido de la vida, la filosofía seguirá siendo la raíz y el horizonte de toda educación.

REFLEXIÓN FINAL

Enseñar filosofía hoy es un acto de valentía y esperanza. Valentía, porque significa desafiar la corriente de la superficialidad, del pragmatismo y del pensamiento fácil; esperanza, porque confía en que el ser humano aún puede elevarse por encima de la mediocridad y construir un mundo más justo y solidario.

La filosofía no ofrece respuestas simples ni recetas para el éxito. Su misión es más profunda: enseñar a preguntar con lucidez, a pensar con rigor y a vivir con coherencia. En un tiempo de ruido y confusión, de información sin sabiduría, la filosofía invita al silencio interior, a la reflexión y al encuentro consigo mismo.

Como afirmaba Sócrates, “una vida sin examen no merece ser vivida.” Esa sentencia, más vigente que nunca, resume el propósito de la educación filosófica: enseñar a examinar la propia vida para vivirla con conciencia, libertad y amor.

La universidad que cultiva la filosofía cultiva humanidad. Forma médicos que curan con compasión, ingenieros que construyen con ética, abogados que defienden con justicia, maestros que educan con ternura y comunicadores que informan con verdad. Sin filosofía, el conocimiento se vuelve ciego; con ella, se ilumina y se orienta hacia el bien común.

La enseñanza filosófica no termina en el aula: empieza en la vida. Cada estudiante que aprende a pensar críticamente, que actúa con valores, que ama sin egoísmo y que vive su libertad con responsabilidad, se convierte en un faro de transformación social.

Porque enseñar filosofía es enseñar humanidad.

Y enseñar humanidad, en un mundo deshumanizado, es el más noble acto de resistencia.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS GENERALES

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18.   Platón. (2005). La República y El banquete. Editorial Gredos.

19.   San Agustín. (2000). Confesiones. Biblioteca de Autores Cristianos.

20.   Sartre, J.-P. (1946). El existencialismo es un humanismo. Nagel.

21.   Savater, F. (1997). El valor de educar. Ariel.

22.   Spinoza, B. (1677). Ética demostrada según el orden geométrico.

 

 

 

SAN SALVADOR, 20 DE OCTUBRE DE 2025

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