SIN FILOSOFÍA NO HAY HUMANIDAD: EL DESAFÍO DE EDUCAR EN VALORES, AMOR Y LIBERTAD.
POR: MSc. JOSÈ
ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN.
En el mundo actual, caracterizado por la inmediatez, la
saturación informativa y la obsesión por la utilidad inmediata, la pregunta “¿Para
qué enseñar filosofía?” suena cada vez con más frecuencia en las aulas
universitarias. En un entorno dominado por la técnica, los algoritmos y la
inteligencia artificial, muchos estudiantes consideran que las asignaturas
filosóficas son una pérdida de tiempo o una curiosidad del pasado. Sin embargo,
esa percepción no solo revela desconocimiento, sino una profunda crisis de
sentido en la educación moderna.
Durante siglos, la filosofía ha sido el pilar sobre el
cual se ha construido el pensamiento humano. Desde Sócrates hasta Hannah
Arendt, la filosofía ha enseñado al ser humano a pensar críticamente,
interrogar la realidad y buscar la verdad más allá de las apariencias.
No obstante, en el contexto universitario actual, muchas
veces se la reduce a una materia decorativa, sin conexión con la vida práctica
ni con las demás disciplinas. El estudiante de medicina, ingeniería, contaduría
o comunicación suele preguntarse con escepticismo: ¿En qué me sirve la
filosofía? Esta pregunta es legítima, pero también profundamente reveladora.
Lo que se cuestiona no es solo la utilidad de la
filosofía, sino el propósito mismo de la educación. Si la universidad existe
únicamente para producir mano de obra especializada, entonces la filosofía es
prescindible; pero si su misión es formar personas conscientes, críticas y
éticamente responsables, la filosofía se vuelve indispensable.
El filósofo alemán Martin Heidegger (1954) afirmaba que
“la filosofía no aporta ninguna respuesta técnica, pero sin ella el pensamiento
se vuelve ciego”. Esta frase cobra especial sentido en un tiempo donde la
técnica domina sin medida. La educación contemporánea corre el riesgo de
fabricar profesionales competentes, pero moralmente vacíos; expertos en
procedimientos, pero ignorantes del sentido de sus acciones. En este contexto,
la filosofía se erige como la conciencia crítica de la universidad, el espacio
donde el estudiante puede detenerse, reflexionar, dudar y, sobre todo, pensar
con autonomía.
El propósito de este ensayo es analizar las razones
fundamentales por las cuales la filosofía no solo debe enseñarse, sino también
vivirse en la educación superior. Enseñar filosofía no significa recitar doctrinas antiguas,
sino activar el pensamiento. Implica recuperar el valor de los principios
éticos, despertar una conciencia crítica frente al conformismo social,
redescubrir el poder humanizador del amor y aprender a ejercer la libertad con
responsabilidad.
Como lo señaló Immanuel Kant (1784): “La ilustración es
la salida del hombre de su minoría de edad, entendida como la incapacidad de
servirse de su propio entendimiento sin la dirección de otro.
” Por ello, enseñar filosofía equivale a invitar a cada
estudiante a pensar por sí mismo, a emanciparse de las ideologías dominantes,
de las redes que manipulan la opinión y de los discursos prefabricados que
sustituyen el juicio personal por la obediencia colectiva.
En síntesis, enseñar filosofía es un acto de resistencia
intelectual y moral. En tiempos de desinformación, consumismo y
superficialidad, la filosofía es un faro en medio de la oscuridad, una herramienta de
emancipación que devuelve al ser humano su dignidad pensante. El
siguiente análisis desarrolla cuatro razones esenciales que justifican su
presencia en todo currículo universitario:
·
Recuperar el
sentido de los valores.
·
Desarrollar
una conciencia crítica y superar el conformismo.
·
Redescubrir
el amor como fundamento de la convivencia humana.
·
Aprender a
gozar de la libertad.
I. ENSEÑAR
FILOSOFÍA PARA RECUPERAR EL SENTIDO DE LOS VALORES
Una de las mayores paradojas del siglo XXI es que, aunque
vivimos en la era del conocimiento y de la hiperconectividad, la humanidad
experimenta una profunda crisis de valores. El progreso tecnológico y
científico no ha venido acompañado por un progreso moral. La sociedad parece haber confundido el
bienestar con el tener, la felicidad con el consumo y la libertad con la
indiferencia. Zygmunt Bauman (2003) lo expresó con lucidez al
describir la modernidad líquida como un tiempo en el que “todo se disuelve,
incluso los principios que antes daban estabilidad a la existencia humana”.
En este contexto, la enseñanza de la filosofía se
convierte en un acto de reconstrucción ética. No basta con que los estudiantes aprendan a
razonar o argumentar: necesitan reencontrarse con los fundamentos de la vida
buena, justa y solidaria. Los valores, lejos de ser una lista de normas o
mandamientos, constituyen la brújula moral que orienta las decisiones humanas
en medio de la incertidumbre.
La tarea del educador filosófico no es imponer un código
moral, sino enseñar a pensar éticamente, a discernir el bien del mal, la
justicia de la injusticia, la verdad de la manipulación. En este sentido, Aristóteles (1998) ya afirmaba
que la virtud no se enseña con palabras, sino con el ejemplo: “Nos
hacemos justos realizando actos justos”. Educar en valores implica, entonces,
mostrar con el propio testimonio aquello que se predica.
1. La crisis contemporánea de los valores
La sociedad contemporánea promueve un modelo de vida
basado en el éxito inmediato, la competencia y la rentabilidad. En las
universidades, este fenómeno se manifiesta en estudiantes que eligen carreras
no por vocación, sino por conveniencia económica; en docentes que priorizan el
cumplimiento burocrático sobre la formación integral; y en instituciones que
miden la calidad educativa en términos de estadísticas, no de humanidad. La
consecuencia es una anemia ética que afecta a todos los niveles.
La corrupción, la intolerancia y la violencia no
surgen de la nada: son el reflejo de una educación sin valores sólidos. Cuando
se enseña solo a “hacer”, pero no a “ser”, el resultado es un profesional
técnicamente hábil, pero moralmente frágil. Y cuando la
educación renuncia a formar conciencia, la sociedad termina siendo gobernada por
el egoísmo y la indiferencia.
La filosofía, en cambio, invita al estudiante a detenerse
y a reflexionar sobre el sentido de sus actos. Platón enseñó que “el alma
virtuosa es la más ordenada” (República, Libro IV). Recuperar el orden del alma
es volver a poner en el centro la pregunta por el bien. En otras palabras, la
enseñanza filosófica devuelve al estudiante la capacidad de juzgar y no solo de
repetir.
2. Educar en valores desde la praxis filosófica
Educar en valores no significa recitar definiciones
abstractas de moral o ética, sino crear experiencias vivenciales que despierten
el sentido moral. Como lo señaló Paulo Freire (1970), “la educación auténtica
no se hace para el pueblo, sino con el pueblo”. En el aula universitaria, esto
implica que el docente y los estudiantes construyan juntos una reflexión sobre
la dignidad, la justicia y la solidaridad a partir de su propia realidad
cotidiana.
Por
ejemplo, en una carrera de ingeniería, reflexionar filosóficamente sobre la
ética profesional puede significar analizar cómo el desarrollo tecnológico debe
servir al bienestar humano y no a la destrucción ambiental. En medicina,
significa recordar que detrás de cada paciente hay una vida, no un número. En economía,
que el fin de la riqueza no debe ser la acumulación, sino la equidad. La
filosofía conecta los valores con la práctica profesional, recordando que toda
acción humana debe orientarse hacia el bien común.
Asimismo, la enseñanza de los valores filosóficos exige
coherencia. Los estudiantes no aprenden ética de quien predica honestidad y
actúa con doble moral. El ejemplo es la pedagogía más convincente. Cuando un
maestro vive con integridad, inspira respeto; cuando es justo y compasivo,
enseña sin palabras. Por eso, enseñar filosofía implica también una
transformación personal del educador: no se trata solo de transmitir contenidos,
sino de encarnar principios.
3. La filosofía como resistencia moral
En un mundo donde todo parece relativo, donde la verdad
se diluye en la opinión y la ética se confunde con la conveniencia, la
filosofía es un acto de resistencia moral. Enseñar filosofía es enseñar a no
ceder ante el relativismo fácil ni ante la manipulación de los valores por intereses
ideológicos o económicos.
Como advierte Edgar Morin (1999), la educación del futuro
debe “enseñar la condición humana”. Y esa condición humana se sostiene sobre
valores universales: la verdad, la justicia, la dignidad, la solidaridad, el
respeto y la libertad. Estos valores no son dogmas, sino principios racionales
que permiten la convivencia. Cuando los seres humanos los pierden de vista, la
civilización se desintegra. Por ello, la filosofía tiene la tarea de
reconstruir el horizonte moral de la humanidad, comenzando por la universidad,
donde se forman los futuros líderes, médicos, juristas, ingenieros,
comunicadores y educadores. Enseñar filosofía es enseñar que el conocimiento
sin ética se convierte en poder sin conciencia, y que el verdadero progreso
humano solo es posible cuando la ciencia y la moral caminan juntas.
4. Una invitación a recuperar la humanidad
Recuperar el sentido de los valores significa, en última
instancia, recuperar la humanidad misma. Significa enseñar a los estudiantes
que el respeto, la empatía, la compasión y la verdad no son virtudes antiguas,
sino necesidades urgentes de nuestra era digital. La filosofía puede ayudarles
a confrontar su escala de valores, a cuestionar las falsas promesas del éxito
rápido y a elegir conscientemente una vida con sentido.
El pensador español José Antonio Marina (2006) escribió
que “educar es fabricar seres capaces de decidir su destino, no de repetir el
destino de otros.” Esa es la misión profunda de la filosofía: ayudar a cada
estudiante a decidir quién quiere ser y por qué valores desea guiar su vida.
Por tanto, enseñar filosofía para recuperar el sentido de
los valores no es un ejercicio académico: es un acto de amor y de esperanza en
la humanidad. Porque solo desde los valores se puede construir una sociedad
verdaderamente libre, justa y solidaria.
II. ENSEÑAR
FILOSOFÍA PARA ADQUIRIR UNA CONCIENCIA CRÍTICA Y SUPERAR EL CONFORMISMO
Uno de los grandes peligros de la educación contemporánea
es el conformismo intelectual. En una sociedad donde predominan la comodidad,
la obediencia ciega y la repetición, la mayoría de las personas se adaptan sin
cuestionar las estructuras que las dominan. Como advirtió Herbert Marcuse (1964), vivimos
en una “sociedad unidimensional”, en la que los individuos piensan lo que el
sistema quiere que piensen, consumen lo que el mercado les impone y reproducen
sin resistencia los modelos establecidos. En este contexto, la filosofía representa una
rebelión pacífica del pensamiento.
Enseñar filosofía no significa llenar la mente de los
estudiantes con teorías abstractas, sino enseñarles a pensar por sí mismos.
Significa despertar en ellos la capacidad de analizar, comparar, cuestionar y
crear nuevas formas de entender la realidad. Paulo Freire (1970) sostenía que
“la educación debe ser un acto de conocimiento y no de domesticación”; una
educación que no libere el pensamiento, termina fabricando súbditos en lugar de
ciudadanos.
La filosofía, en cambio, forma seres humanos capaces de
mirar el mundo con ojos propios, y no con los ojos del poder, la publicidad o
las redes sociales.
1. El pensamiento crítico como forma de libertad
La
conciencia crítica no se adquiere memorizando conceptos, sino ejercitando la
duda y la reflexión constante. Desarrollar pensamiento crítico implica enseñar a los
estudiantes a no aceptar las cosas solo porque “siempre han sido así” o porque
“todo el mundo lo dice”. Implica enseñarles a interrogar los discursos, a
detectar las contradicciones y a reconocer los intereses ocultos detrás de las
verdades oficiales.
Como escribió Karl Marx (1845) en sus Tesis sobre
Feuerbach, “los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversos
modos; de lo que se trata es de transformarlo.” El pensamiento filosófico no se
conforma con describir la realidad; busca cambiarla. En este sentido, enseñar
filosofía es enseñar a ejercer una libertad racional, a no ser cómplices del
error ni espectadores pasivos de la injusticia.
Cuando
el estudiante adquiere una conciencia crítica, deja de ser un receptor pasivo
de información y se convierte en un constructor activo de conocimiento. Deja de
repetir lo que oye para comenzar a pensar lo que vive. Este proceso, aunque
doloroso, es liberador: quien aprende a pensar críticamente ya no puede volver
a vivir cómodamente en la ignorancia.
2. El conformismo como enfermedad del espíritu
La historia demuestra que los peores desastres humanos
—las guerras, los totalitarismos, las dictaduras, las injusticias sociales— no
se produjeron únicamente por la maldad de unos pocos, sino por la pasividad de
la mayoría. El conformismo es una forma de esclavitud invisible: quien no se
atreve a pensar, termina viviendo bajo las ideas de otros.
El filósofo Baruch Spinoza (1677) decía que “la servidumbre humana
consiste en ser dominado por las pasiones y por la ignorancia.”
Hoy
podríamos añadir: consiste también en ser dominado por la manipulación
mediática, la superficialidad digital y el miedo a pensar diferente. En las
universidades, este conformismo se manifiesta cuando los estudiantes estudian
solo para aprobar, cuando los docentes enseñan sin pasión, y cuando las
instituciones priorizan la rentabilidad sobre la formación integral.
La filosofía, por el contrario, enseña a no conformarse
con la superficie, a ir más allá del fenómeno y buscar la esencia. En palabras
de Karel Kosík (1963), “pensar dialécticamente es pasar de la apariencia a la
realidad concreta”. Es mirar detrás de las pantallas, de los discursos
políticos, de las estadísticas y de las modas ideológicas, para descubrir las
estructuras que sostienen la injusticia y la desigualdad.
El
conformismo anestesia el alma y destruye la creatividad. En cambio, la
filosofía enciende la inquietud interior, la necesidad de comprender, de
preguntar y de actuar. Quien se atreve a pensar críticamente se convierte en un
sujeto histórico, capaz de transformar su entorno.
3. La alegoría de la caverna: metáfora de la conciencia
crítica
Platón, en su célebre Alegoría de la Caverna, nos dejó
una imagen eterna del despertar del pensamiento. Los prisioneros encadenados
que solo ven sombras representan a los seres humanos atrapados en las
apariencias, convencidos de que la ilusión es la realidad.
Solo uno de ellos logra liberarse y ver la luz del sol
—la verdad—, pero al regresar para liberar a los demás, es rechazado e incluso
ridiculizado.
Esa
escena se repite cada día en nuestras aulas y sociedades. El estudiante que
comienza a cuestionar, el ciudadano que se atreve a pensar distinto, el docente
que enseña a razonar, todos ellos representan al liberado que intenta abrir los
ojos de los demás. Enseñar filosofía es, por tanto, enseñar a salir de la
caverna, a enfrentar el dolor de la luz y la responsabilidad de la libertad.
La conciencia crítica no garantiza la felicidad
inmediata, pero sí la dignidad del pensamiento autónomo. El filósofo francés Michel Foucault (1984)
afirmaba que “la crítica es el arte de no ser gobernado en exceso”. La
filosofía enseña precisamente eso: a gobernarse a sí mismo con la razón, no con
el miedo ni con la manipulación.
4. La universidad como espacio de emancipación
La universidad debería ser el lugar por excelencia donde
se cultiva la crítica y la creatividad. Sin embargo, la tendencia actual hacia
la mercantilización del conocimiento la ha convertido, en muchos casos, en una
institución que reproduce el orden establecido. Frente a esta realidad, la
filosofía actúa como la conciencia ética y reflexiva de la academia.
Enseñar filosofía en carreras científicas, tecnológicas o
empresariales no es una pérdida de tiempo: es una forma de humanizar el
conocimiento. Un ingeniero sin conciencia crítica puede construir una máquina
que destruya; un economista sin ética puede justificar la injusticia; un
comunicador sin valores puede manipular la verdad. La filosofía evita que el
conocimiento se convierta en poder destructivo.
Por eso, la enseñanza filosófica no puede reducirse a un
curso introductorio u optativo. Debe ser un eje transversal en toda formación
universitaria, porque la crítica es el alma del conocimiento y la garantía de
la libertad intelectual. Una universidad sin filosofía es una institución sin
conciencia, y un profesional sin conciencia crítica es un instrumento más del
sistema.
5. La conciencia crítica como compromiso social
Adquirir conciencia crítica no significa encerrarse en la
reflexión individualista, sino comprometerse con la transformación colectiva.
El pensamiento crítico auténtico no destruye: construye. No se limita a
denunciar los errores del mundo, sino que busca caminos para repararlo.
Como sostuvo Freire (1997), “no hay palabra verdadera que
no sea praxis”. La filosofía universitaria debe formar seres capaces de unir
pensamiento y acción, reflexión y compromiso. Solo así los estudiantes podrán
convertirse en agentes de cambio, en ciudadanos que no aceptan la injusticia
como destino, sino que luchan por la dignidad de todos.
III. ENSEÑAR
FILOSOFÍA PORQUE, HOY COMO AYER, ES NECESARIO ANDAR POR EL CAMINO DEL AMOR
Si hay una palabra que ha sido desgastada por el uso
superficial, esa palabra es amor. En la sociedad contemporánea, el amor se ha
banalizado, reducido a un sentimiento pasajero, a una emoción efímera o a una
simple atracción física. Sin embargo, el amor, entendido filosóficamente, es una de
las experiencias más elevadas y transformadoras del ser humano. En tiempos de
deshumanización, violencia, egoísmo y aislamiento emocional, enseñar filosofía
también implica enseñar a amar: amar la verdad, el conocimiento, la justicia y
la vida misma.
El filósofo Erich Fromm (1956) advertía que “el amor no
es un sentimiento fácil para nadie, sea cual fuere el grado de madurez que haya
alcanzado”. Amar requiere disciplina, compromiso, humildad y esfuerzo. Por
ello, enseñar el amor desde la filosofía no significa idealizarlo, sino
comprenderlo como un arte que se aprende, se cultiva y se ejercita. Al hacerlo,
la educación universitaria recupera su sentido más humano y trascendente.
1. El amor como conocimiento y crecimiento interior
En la tradición filosófica, el amor siempre ha estado
ligado al conocimiento. Para Platón (2005), en El Banquete, el amor (Eros) es
el deseo de alcanzar la belleza y la sabiduría; es la fuerza que impulsa al alma
a trascender lo inmediato y buscar lo eterno. El verdadero amante, decía el
filósofo, es aquel que no se conforma con lo superficial, sino que asciende del
cuerpo al alma, y del alma a la verdad.
En este sentido, el amor filosófico no se limita a la dimensión
romántica, sino que representa un camino de autoconocimiento y
perfeccionamiento interior. Amar es reconocer la propia limitación y, a partir
de ella, buscar la plenitud. San Agustín lo resumió magistralmente con una
frase inmortal: “Ama y haz lo que quieras.” (Confesiones, Libro VII). El amor
auténtico no esclaviza, no utiliza, no humilla; libera, humaniza y eleva.
El estudiante que aprende filosofía descubre que amar no
es poseer, sino comprender; no es dominar, sino acompañar; no es imponer, sino
dialogar. De ahí que la enseñanza filosófica, al fomentar el pensamiento
crítico y el autoconocimiento, también enseñe indirectamente a amar. Porque
quien piensa con profundidad aprende a respetar y valorar la existencia del
otro.
2. La crisis del amor en la era digital
Hoy asistimos a una crisis sin precedentes del amor. En
la era de las redes sociales, el afecto se mide en “likes”, la amistad se
reemplaza por seguidores, y la intimidad se convierte en exhibición. La
tecnología, que debería acercarnos, muchas veces nos separa emocionalmente. La
filosofía puede y debe ofrecer una resistencia ética ante esta superficialidad
afectiva.
Byung-Chul Han (2012), filósofo surcoreano, sostiene en
La agonía del Eros que la sociedad contemporánea está perdiendo la capacidad de
amar porque ha perdido la capacidad de mirar al otro. Vivimos en una cultura
del rendimiento y la autoexplotación, donde cada individuo se encierra en su
propio ego. Amar, en cambio, implica salir de sí, abrirse al otro, reconocer su
alteridad. En palabras de Han, “sin el otro, el eros muere”.
Por eso, enseñar filosofía en la universidad no solo es
enseñar lógica o epistemología: es enseñar a mirar al otro con profundidad, con
respeto y con empatía. La filosofía rehumaniza las relaciones humanas porque
nos recuerda que toda persona es fin en sí misma, nunca un medio (Kant, 1785).
Y en un tiempo donde la indiferencia se disfraza de libertad, amar se convierte
en un acto revolucionario.
3. El amor como fundamento ético y social
El amor auténtico no se limita al ámbito personal; tiene
una dimensión ética y social. En su obra El arte de amar, Fromm (1956) explica
que el amor verdadero se manifiesta en cuatro elementos esenciales: cuidado,
responsabilidad, respeto y conocimiento. Estos valores son igualmente
aplicables a la relación docente-estudiante, al compromiso con la comunidad y
al ejercicio profesional.
Un docente que ama su labor enseña con pasión; un
estudiante que ama aprender, descubre el placer del conocimiento; un
profesional que ama a su pueblo trabaja por el bien común. Así, el amor se
convierte en el cemento moral de toda convivencia humana.
Educar sin amor produce individuos fríos, indiferentes,
calculadores; educar con amor, en cambio, forma personas compasivas, sensibles
y solidarias. En este sentido, enseñar filosofía es también enseñar humanidad,
porque solo quien ama verdaderamente puede comprender la grandeza y la
fragilidad de la existencia.
En la práctica universitaria, el amor filosófico se
traduce en el respeto por la verdad, en la búsqueda constante del bien y en el
compromiso con la justicia. Si el conocimiento no se sostiene en el amor, se
transforma en poder destructivo; si la ciencia no se guía por la ética del
amor, se vuelve deshumanizadora. Por ello, la filosofía no solo orienta el
pensamiento, sino también el corazón.
4. Amar para humanizar el conocimiento
La filosofía nos recuerda que el conocimiento sin amor
conduce a la deshumanización, y el amor sin conocimiento conduce a la
ingenuidad. Ambos deben caminar juntos. En el aula universitaria, enseñar
filosofía con amor significa crear espacios de diálogo, respeto y escucha,
donde cada estudiante se sienta valorado como ser humano y no como número o
expediente.
El filósofo brasileño Leonardo Boff (2002) lo expresó
bellamente: “El amor es la energía que sostiene el universo.” Sin amor, todo
conocimiento se vuelve estéril; con amor, toda enseñanza florece. El docente
filosófico debe ser un sembrador de conciencia, pero también de ternura; un
orientador del pensamiento, pero también del alma.
Cuando se ama lo que se enseña, los alumnos aprenden más
que ideas: aprenden actitudes. Aprenden que el saber no debe ser arrogancia,
sino servicio; no poder, sino compromiso. De ese modo, la enseñanza filosófica
se convierte en un acto de amor hacia la humanidad.
5. Educar para amar la vida
Finalmente, enseñar filosofía para andar por el camino
del amor es educar para amar la vida misma. El amor, en su sentido más
profundo, es la afirmación de la existencia frente al nihilismo, la indiferencia
y la desesperanza. En una época en la que muchos jóvenes viven desmotivados,
confundidos o vacíos de propósito, la filosofía puede devolverles el sentido de
vivir, de crear y de soñar.
Como decía Albert Camus (1942), “el amor a la vida es la
respuesta al absurdo.” La enseñanza filosófica debe inspirar a los estudiantes
a encontrar belleza incluso en medio de la dificultad, a creer que vale la pena
luchar por un mundo más humano.
El amor es el motor que impulsa el conocimiento, la
justicia y la libertad. Por eso, mientras la humanidad siga existiendo, la
filosofía seguirá siendo la pedagogía del amor.
IV. ENSEÑAR
FILOSOFÍA PARA APRENDER A GOZAR DE LA LIBERTAD
La palabra libertad es, quizá, una de las más
pronunciadas y a la vez más malinterpretadas en nuestra época. Todos la
invocan, pero pocos la comprenden. En nombre de la libertad se justifican guerras, abusos,
desórdenes y egoísmos; sin embargo, la verdadera libertad no consiste en hacer
lo que se quiere, sino en querer lo que se debe. Enseñar filosofía
significa precisamente eso: enseñar a discernir entre el deseo impulsivo y la
libertad racional, entre la autonomía moral y el libertinaje sin propósito.
Immanuel Kant (1785) afirmaba que “la libertad es la
capacidad de comenzar por uno mismo una acción según leyes de la razón”. Esto
implica que solo quien actúa de acuerdo con principios éticos, y no por
capricho o imposición externa, puede considerarse libre. La filosofía, por
tanto, no enseña a romper todas las normas, sino a comprenderlas, asumirlas críticamente
y transformarlas cuando limitan la dignidad humana.
En el contexto universitario, donde los jóvenes reclaman
constantemente el derecho a ser libres, la enseñanza filosófica tiene un papel
esencial: mostrar que la libertad no es ausencia de límites, sino conquista de
la conciencia.
1. La libertad como proceso educativo
La libertad no nace espontáneamente; se educa, se forma y
se construye. El ser humano no es libre por naturaleza en sentido pleno, sino
que se hace libre en la medida en que desarrolla su razón, su moral y su
responsabilidad. En palabras de Jean-Paul Sartre (1946), “el hombre está
condenado a ser libre”, lo cual significa que no puede escapar de la
responsabilidad de elegir. Incluso no elegir, es ya una elección.
Enseñar filosofía ayuda a los estudiantes a comprender
que toda decisión tiene consecuencias éticas y que la libertad auténtica se
ejerce en diálogo con el otro. No hay libertad posible en la indiferencia ni en
el aislamiento. La libertad madura requiere autoconocimiento, deliberación y
respeto mutuo.
De este modo, la educación filosófica se convierte en el
terreno donde el estudiante aprende no solo a pensar, sino a elegir con
sentido. En un mundo saturado de opciones, la filosofía enseña a distinguir lo
esencial de lo superficial, lo valioso de lo efímero.
2. La falsa libertad del individualismo
La cultura contemporánea promueve una versión
distorsionada de la libertad: la libertad del consumo, del ego, del “yo hago lo
que quiero”. Sin embargo, ese tipo de libertad desemboca en soledad, vacío
existencial y alienación. Byung-Chul Han (2014) advierte que vivimos en “la
sociedad del cansancio”, donde el sujeto neoliberal se explota a sí mismo en
nombre de su propia libertad. Cree ser autónomo, pero en realidad está sometido
al rendimiento, la competencia y la presión del éxito.
En este contexto, la filosofía actúa como una pedagogía
de la liberación interior. Enseñar filosofía es enseñar a reconocer las cadenas
invisibles del consumismo, del miedo, de la ideología y del autoengaño. Es
abrir los ojos ante la manipulación de los medios, la propaganda política o el
adoctrinamiento disfrazado de libertad de expresión.
El filósofo francés Michel Foucault (1984) sostenía que
“la libertad no consiste en liberarse del poder, sino en resistirlo
inteligentemente”. En ese sentido, el pensamiento crítico es la forma más
elevada de libertad: la libertad de pensar por cuenta propia. La educación
universitaria debería tener como meta formar mentes capaces de resistir la
alienación colectiva y la servidumbre voluntaria.
3. La libertad y la responsabilidad moral
La libertad sin responsabilidad es caos. Ser libre no
significa ignorar las normas, sino asumirlas conscientemente y actuar con base
en la ética. Como decía Albert Camus (1942), “la verdadera generosidad hacia el
futuro consiste en darlo todo al presente.” Quien ejerce su libertad de forma
responsable contribuye al bienestar común, no solo al propio beneficio.
El ejercicio responsable de la libertad se aprende
practicando la justicia, la empatía y el respeto por la dignidad del otro. La
filosofía ayuda a comprender que toda libertad individual está unida al destino
colectivo. No puede haber libertad para unos pocos mientras otros viven en
opresión o ignorancia. La auténtica libertad no es privilegio, sino compromiso.
Por eso, enseñar filosofía es también enseñar ética
pública: la conciencia de que nuestras decisiones repercuten en la sociedad, en
el medio ambiente, en las generaciones futuras. En este sentido, la libertad
deja de ser un derecho abstracto y se convierte en una tarea histórica.
4. Educar para la libertad como autorrealización
El filósofo español Fernando Savater (1997) afirma que
“educar es enseñar a desear la libertad y a saber usarla.” Esta afirmación
resume la misión más profunda de la educación filosófica. No basta con decir a
los estudiantes que son libres; hay que enseñarles a ser libres de manera
inteligente y ética.
Gozar de la libertad significa disfrutar el proceso de
pensar, elegir y actuar con sentido. Es vivir con autonomía, pero también con
conciencia moral. El placer de la libertad radica en saber que uno mismo es
artífice de su destino, pero sin perder el vínculo con la comunidad humana.
En este punto, la filosofía se convierte en un camino
hacia la autorrealización. Quien aprende a pensar con independencia, a decidir
con responsabilidad y a actuar con empatía, alcanza una forma superior de
libertad: la libertad interior. Esa libertad no depende de leyes, gobiernos o
modas, sino de la serenidad del alma que sabe distinguir el bien del mal.
5. La universidad como escuela de libertad
La universidad no debe ser solo un espacio de instrucción
técnica, sino una escuela de libertad y pensamiento. En ella, la filosofía
cumple un papel insustituible, pues es la que enseña a razonar, a cuestionar, a
deliberar y a actuar con autonomía. Un estudiante que no ha sido formado en el
ejercicio del pensamiento crítico corre el riesgo de convertirse en un
profesional dócil, incapaz de cuestionar la injusticia o de transformar su entorno.
Por ello, enseñar filosofía es enseñar a vivir en
libertad. Significa formar ciudadanos que no se dejen arrastrar por la
manipulación mediática, que sepan decidir sin fanatismos y que comprendan que
la verdadera libertad no se impone desde fuera, sino que nace del pensamiento
lúcido y del corazón ético.
Como decía Simone de Beauvoir (1949): “Ser libre no es
actuar por capricho, sino querer la libertad de los demás.” Educar para la
libertad es, en última instancia, educar para la humanidad compartida.
CONCLUSIÓN
Llegados a este punto, se puede afirmar con convicción
que enseñar filosofía en la educación superior no es una tarea decorativa ni
secundaria, sino una exigencia vital para la formación integral del ser humano.
En un tiempo en que la técnica domina la existencia, la filosofía representa la
conciencia reflexiva de la civilización, el espacio donde el estudiante se
reencuentra con su humanidad y aprende a vivir con sentido.
A lo largo de la historia, la filosofía ha sido el taller
del pensamiento libre. Desde Sócrates hasta Paulo Freire, todos los grandes
educadores han comprendido que el auténtico aprendizaje no consiste en acumular
información, sino en despertar la capacidad de pensar, discernir y actuar
éticamente. La universidad que ignora la filosofía forma técnicos eficientes,
pero no ciudadanos conscientes; forma especialistas competentes, pero no
personas íntegras.
En este ensayo se ha mostrado que la filosofía es
imprescindible por al menos cuatro razones fundamentales.
Primero, porque recupera el sentido de los valores en un
mundo moralmente desorientado, donde el tener ha reemplazado al ser y la
apariencia a la autenticidad.
Segundo, porque fomenta la conciencia crítica que libera
al estudiante de la pasividad y lo convierte en un agente de transformación
social.
Tercero, porque enseña el camino del amor, entendiendo el
amor no como sentimiento romántico, sino como fuerza ética, compasiva y
creadora que da sentido al conocimiento.
Y cuarto, porque enseña a vivir y disfrutar la libertad,
no como ausencia de límites, sino como ejercicio responsable de la razón y la
conciencia.
Enseñar filosofía, en consecuencia, es formar seres
humanos capaces de pensar y sentir al mismo tiempo, de cuestionar sin destruir,
de amar sin poseer, de ser libres sin desentenderse del otro. Es devolver al
estudiante la posibilidad de convertirse en protagonista de su destino y no en simple
espectador de su tiempo.
Como lo expresó Edgar Morin (1999), “la educación del
futuro debe enseñar la condición humana, la identidad terrenal y la ética del
género humano.” Esa es precisamente la misión de la filosofía: recordarnos que
pensar es un acto de amor por la humanidad y de responsabilidad con el mundo.
Por ello, en cada carrera universitaria —sea ingeniería,
medicina, derecho, comunicación o arte—, la filosofía debe ocupar un lugar
privilegiado, no por tradición, sino por necesidad. Porque sin pensamiento
crítico no hay progreso, sin valores no hay justicia, sin amor no hay
convivencia y sin libertad no hay humanidad.
La enseñanza filosófica no solo instruye, inspira. No
solo transmite ideas, transforma vidas. No solo analiza conceptos, despierta
conciencias. Por eso, mientras haya seres humanos dispuestos a buscar la verdad
y a preguntarse por el sentido de la vida, la filosofía seguirá siendo la raíz
y el horizonte de toda educación.
REFLEXIÓN FINAL
Enseñar filosofía hoy es un acto de valentía y esperanza.
Valentía, porque significa desafiar la corriente de la superficialidad, del
pragmatismo y del pensamiento fácil; esperanza, porque confía en que el ser
humano aún puede elevarse por encima de la mediocridad y construir un mundo más
justo y solidario.
La filosofía no ofrece respuestas simples ni recetas para
el éxito. Su misión es más profunda: enseñar a preguntar con lucidez, a pensar
con rigor y a vivir con coherencia. En un tiempo de ruido y confusión, de
información sin sabiduría, la filosofía invita al silencio interior, a la
reflexión y al encuentro consigo mismo.
Como afirmaba Sócrates, “una vida sin examen no merece
ser vivida.” Esa sentencia, más vigente que nunca, resume el propósito de la
educación filosófica: enseñar a examinar la propia vida para vivirla con
conciencia, libertad y amor.
La universidad que cultiva la filosofía cultiva
humanidad. Forma médicos que curan con compasión, ingenieros que construyen con
ética, abogados que defienden con justicia, maestros que educan con ternura y
comunicadores que informan con verdad. Sin filosofía, el conocimiento se vuelve
ciego; con ella, se ilumina y se orienta hacia el bien común.
La enseñanza filosófica no termina en el aula: empieza en
la vida. Cada estudiante que aprende a pensar críticamente, que actúa con
valores, que ama sin egoísmo y que vive su libertad con responsabilidad, se
convierte en un faro de transformación social.
Porque enseñar filosofía es enseñar humanidad.
Y enseñar humanidad, en un mundo deshumanizado, es el más noble acto de resistencia.
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SAN SALVADOR, 20 DE OCTUBRE DE 2025
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