martes, 23 de septiembre de 2025

                                        

                                     

LA HISTORIA DE SOBACO SABIO

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

Aquel día, mientras hacía unas compras para el hogar, el destino me regaló un encuentro inesperado. Entre los pasillos del mercado me topé con un viejo amigo, mucho mayor que yo, pero que conservaba un espíritu tan jovial que parecía que los años habían pasado de largo frente a él. Reía con soltura, caminaba con agilidad y transmitía una energía que desmentía las arrugas de su rostro.

Comenzamos a conversar como si el tiempo se hubiera detenido, y pronto salieron a relucir los recuerdos de nuestra época universitaria en la UES. Él, ya en aquel entonces, era un docente con experiencia; yo apenas un estudiante de primer ciclo. Entre anécdotas y memorias, evocamos a un personaje inolvidable que marcó nuestra vida académica con un apodo tan peculiar como ingenioso: “Sobaco Sabio”.

Se trataba de un joven estudiante que tenía una afición inquebrantable por los libros. Siempre se le veía caminando con uno o dos volúmenes bajo el brazo, como si fueran parte de su cuerpo. Nunca aparecía sin ellos: en el cafetín, en las aulas o en los jardines de la universidad, allí estaba él, abrazando páginas y más páginas. Esa costumbre le valió el apodo con el que todos lo conocimos. No necesitaba presentación: bastaba con decir “Sobaco Sabio” y cualquiera sabía de quién se hablaba.

Lo irónico —y al mismo tiempo doloroso— era que, a pesar de su constante lectura, jamás lograba aprobar los exámenes. Los resultados siempre lo dejaban mal parado. Sus compañeros, con esa crueldad que a veces esconde la juventud en forma de burla, le preguntaban entre risas:

—Decime, ¿cómo es posible que leas tanto, que estudias tanto, y siempre salgas mal en las pruebas? Él respondía con una sonrisa nerviosa, encogiéndose de hombros, como si llevara sobre sí un enigma que ni él mismo podía resolver. No era falta de esfuerzo ni de pasión, porque su amor por el conocimiento era evidente. Quizá se trataba de ansiedad, quizá de un sistema que premiaba más la memoria que la comprensión, o simplemente de un destino que le jugaba en contra.

Lo cierto es que, con el paso de los años, Sobaco Sabio nunca logró graduarse. Su nombre se fue apagando de las listas de estudiantes, hasta que un día ya no se supo más de él. Se decía que había emigrado, en busca de otros horizontes donde los exámenes no fueran la vara única de medir la inteligencia.

Al recordarlo, tanto mi amigo como yo quedamos en silencio por un instante. Nos invadió una mezcla de nostalgia y risa. Nostalgia por aquel joven que, a pesar de sus fracasos académicos, representaba la imagen pura de alguien que amaba aprender. Y risa, porque el apodo “Sobaco Sabio” tenía una chispa de picardía que hacía imposible olvidarlo.

Hoy pienso que su historia encierra una lección importante. Nos muestra que el sistema educativo muchas veces se queda corto para valorar la verdadera curiosidad, que confunde aprobar con aprender, y que castiga a quienes no encajan en sus moldes rígidos. Sobaco Sabio, aunque nunca obtuvo un título, quedó grabado como símbolo de que la sabiduría no siempre se mide con notas ni diplomas.

Quizá, en el fondo, aquel joven fue más libre que todos nosotros. No cargó con pergaminos ni reconocimientos, pero sí con libros que le acompañaron como amigos fieles. Y aunque nunca se convirtió en “licenciado”, logró lo que muchos olvidan en el camino: mantener viva la pasión por el conocimiento.

Así, entre risas y reflexiones, comprendí que Sobaco Sabio nunca desapareció del todo. Vive en las anécdotas que compartimos, en las historias que contamos y en la certeza de que, a veces, el verdadero saber se lleva bajo el brazo, pegado al alma, aunque no se refleje en un examen final.

 

 

 

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