lunes, 17 de noviembre de 2025

 


REFLEXIÓN CRÍTICA: ENTRE EL RUIDO DE LA IGNORANCIA Y LA CALMA DE LA SABIDURÍA

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

 

INTRODUCCIÓN

En una época marcada por la avalancha de información, por la inmediatez de las redes sociales y por la tendencia a opinar sin detenerse a pensar, las palabras de Aristóteles resuenan con fuerza:
“El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona”.
Y es que, aunque han pasado más de dos mil años desde que fueron pronunciadas, parecieran estar escritas para nuestro tiempo: un tiempo donde muchos hablan, pocos piensan y casi nadie se toma la molestia de comprender antes de juzgar.

En los últimos meses, El Salvador ha sido testigo de un fenómeno curioso: cada avance tecnológico importante, cada innovación estatal, cada política pública con base científica —como la plataforma de telemedicina DRSV— es recibida con dos reacciones profundamente distintas.
Por un lado, la ciudadanía común observa, pregunta, aprende, prueba, evalúa…
Por el otro, ciertos sectores opositores y algunos profesionales —incluyendo médicos con títulos y años de experiencia— reaccionan de inmediato con frases absolutas, conclusiones rígidas y afirmaciones sin sustento:

  • “Google no cura el cáncer”,
  • “La IA no sustituye a un médico”,
  • “La inteligencia artificial es peligrosa para la salud”,
  • “Eso es solo propaganda”.

Estas frases, repetidas sin reflexión, revelan una postura que no se basa en conocimiento, sino en prejuicio. Aristóteles lo explicaba con una claridad sorprendente: el ignorante no duda, porque no sabe qué no sabe. Por eso asegura, sentencia y concluye sin haberse tomado la molestia de estudiar, contrastar o comprender.

Esta reflexión no busca ofender, humillar o desacreditar a nadie.
Lo que busca es ayudar a la población salvadoreña a comprender que el ruido no es sinónimo de verdad, que quien grita más no necesariamente tiene razón, y que la verdad —esa verdad compleja, dinámica y colectiva— se construye con diálogo, con evidencia, con humildad intelectual y con voluntad de aprender.
La crítica aquí presentada es firme, pero humanista; dura, pero constructiva; enérgica, pero responsable.

1. LA SABIDURÍA COMIENZA DONDE TERMINA LA ARROGANCIA

Aristóteles comprendió que el primer paso hacia la verdad es la conciencia de nuestra ignorancia.
El sabio —decía él— nunca afirma sin pensar, nunca sentencia sin examinar, nunca ridiculiza aquello que aún no entiende. Por eso duda, analiza, reflexiona, cuestiona… y solo entonces se atreve a opinar.

Lo contrario ocurre en quienes confunden la opinión con conocimiento.
Muchos de los discursos que se han escuchado en días recientes contra la plataforma DRSV provienen de esa postura: una postura donde el miedo, el desconocimiento y la resistencia al cambio se disfrazan de seguridad absoluta.

No es casualidad que quienes menos comprenden la IA sean los que más se burlan de ella.
No es casualidad que quienes no han leído una sola página de literatura científica sobre telemedicina sean los que más atacan este tipo de sistemas. La ignorancia siempre se reviste a sí misma de certeza, porque la duda la incomoda: la obliga a pensar, a estudiar, a aceptar que quizá no sabe tanto como cree.

La burla, en este sentido, es una defensa emocional:
“la burla es el medio que emplea el ignorante para sentirse sabio”.
Cuando alguien carece de argumentos, busca refugiarse en la risa, en la ironía, en el desprecio.
Porque burlarse es más fácil que pensar. Porque reírse del progreso toma menos esfuerzo que comprenderlo. Porque reírse del progreso toma menos esfuerzo que comprenderlo.

Porque ridiculizar al otro da una sensación momentánea de superioridad, aunque no esté basada en nada real.

2. EL MIEDO AL CONOCIMIENTO: UNA CONSTANTE HISTÓRICA

No estamos viviendo nada nuevo.
Cada vez que la humanidad ha dado un salto científico o tecnológico, aparecieron voces asegurando que aquello era “peligroso”, “innecesario”, “engañoso” o “irreemplazable”.

Cuando apareció la imprenta, algunos juraron que arruinaría la memoria humana.
Cuando surgió la electricidad, hubo quienes dijeron que era un invento diabólico.
Cuando llegó la computadora personal, predijeron que destruiría la inteligencia humana.
Cuando nació el internet, lo calificaron como un riesgo para la sociedad. Ahora, con la inteligencia artificial, se repite el patrón.

No es malo tener dudas.
Lo malo es encubrir la ignorancia con arrogancia y convertir el miedo en “verdad”.

En el caso del DRSV, muchos críticos ni siquiera se tomaron el tiempo de entender qué es:

·         un sistema de telemedicina,

  • basado en IA de apoyo diagnóstico,
  • con protocolos, supervisión médica,
  • estándares internacionales de salud digital,
  • y evidencia científica acumulada en cientos de estudios.

No reemplaza médicos.
No hace cirugía.
No receta por sí mismo.
No promete milagros.
Solo apoya, orienta, agiliza, facilita y complementa.
Lo que hace cualquier herramienta tecnológica bien diseñada.

Pero para comprender eso hay que leer, estudiar, analizar.
Y muchos de los que critican no quieren hacerlo.
Prefieren afirmar.

3. EL RUIDO COMO ARMA POLÍTICA: CUANDO OPINAR SE VUELVE MÁS RENTABLE QUE PENSAR

En el debate público salvadoreño, lamentablemente, se ha vuelto habitual que ciertos actores políticos y mediáticos utilicen el ruido como estrategia.
El objetivo no es contribuir al pensamiento crítico, ni elevar el nivel del diálogo, ni aclarar dudas de la población: el objetivo es generar polémica, confusión y desgaste.

La crítica técnica, científica y fundamentada siempre es bienvenida.
Pero lo que hemos visto en los últimos días no es crítica: es politiquería disfrazada de sabiduría.

Decir —con total ligereza— que “Google no cura el cáncer” es un truco retórico.
Nadie ha dicho jamás que Google cure el cáncer.
Es una frase diseñada para ridiculizar, no para explicar.

Afirmar que “la IA va a sustituir al médico” es otra maniobra emocional.
Repite un miedo cinematográfico que no tiene respaldo en la literatura científica.
La IA no sustituirá al médico.
Pero sí puede —y debe— hacer su trabajo más preciso, más rápido, más accesible y más eficiente. Esto se sabe desde hace años.

¿Por qué entonces algunos siguen repitiendo estas consignas como si fueran verdades absolutas?
Porque el ruido genera impresión de autoridad. Y cuanto más fuerte el ruido, más débiles suelen ser los argumentos.

4. LA VERDAD COMO CONSTRUCCIÓN COLECTIVA

En un momento crucial, tú haces una afirmación sabia y profundamente ética:
“La verdad la estamos construyendo entre todos, y ninguno de nosotros es dueño absoluto de la verdad”. Esta idea es fundamental para avanzar como sociedad.

La verdad no pertenece a un partido político, ni a un gremio, ni a un grupo de profesionales, ni a una ideología. La verdad es un proceso. Un camino. Una búsqueda conjunta.

Una construcción permanente basada en la interacción entre evidencia, experiencia humana, análisis crítico y reflexión ética.

La ciencia no es infalible. La tecnología tampoco. Las políticas públicas menos.
Pero cuando dialogan entre sí —cuando médicos, ingenieros, académicos, ciudadanos y expertos trabajan juntos— la verdad se acerca más a todos. Por eso es tan grave cuando ciertos sectores se niegan a participar en la construcción de la verdad, prefiriendo destruirla desde lejos. Quien cree que ya lo sabe todo no aportará jamás nada nuevo. Quien se burla del conocimiento nunca entenderá su importancia. Y quien afirma sin dudar no construye país.

5. LA ALFABETIZACIÓN DIGITAL COMO RESPONSABILIDAD ÉTICA

Gran parte de los ataques contra la IA no provienen de posiciones filosóficas profundas, sino de la falta de educación digital y científica.
Entre más desconocimiento existe, más fácil es manipular a la gente, más sencillo es desinformar, y más cómodo resulta desacreditar cualquier avance tecnológico.

El Salvador necesita una ciudadanía formada en:

  • pensamiento crítico,
  • alfabetización digital,
  • ética tecnológica,
  • lectura de evidencia,
  • ciencia básica,
  • reflexión filosófica sobre la verdad.

De lo contrario, cualquier discurso populista, cualquier video malintencionado, cualquier tuit agresivo puede convertirse en “verdad” para quienes no saben diferenciar conocimiento de ruido.

Aristóteles insistía en que la educación es el arma más poderosa para combatir la ignorancia.
Y en este debate sobre el DRSV y la IA, esa enseñanza es más oportuna que nunca.

6. EL PAPEL DE LA HUMILDAD INTELECTUAL

El sabio, dice Aristóteles, reconoce sus límites.
No afirma lo que no sabe.
No ridiculiza lo que no entiende.
No condena lo que aún no ha estudiado.

La humildad intelectual no consiste en callar, sino en buscar la verdad con honestidad.
Consiste en preguntar:

  • ¿cómo funciona esto realmente?,
  • ¿cuáles son los estudios?,
  • ¿qué evidencia existe?,
  • ¿cuáles son sus límites?,
  • ¿qué beneficios aporta?,
  • ¿qué riesgos debemos vigilar?

La arrogancia ignora estas preguntas.
La sabiduría las necesita.

7. EL PUEBLO SALVADOREÑO MERECE UN DEBATE ADULTO, INFORMADO Y HONESTO

La salud es un derecho.
La tecnología es una herramienta.
El debate público debe estar a la altura de ambas.

El Salvador merece un diálogo basado en evidencia y no en prejuicios; en argumentos y no en gritos; en comprensión y no en burla.

Nadie pide unanimidad ni pensamiento único.
Lo que se pide es seriedad.
Pensamiento crítico.
Responsabilidad ciudadana.
Humildad para aceptar aquello que todavía no comprendemos.

El DRSV no resolverá todos los problemas de salud.
La IA no es una varita mágica.
Pero sí representa un paso adelante.
Un paso que muchos países llevan años dando.
Un paso que puede salvar vidas, agilizar diagnósticos, mejorar el sistema y democratizar el acceso a servicios médicos.

No es perfecto.
No es infalible.
Pero es un avance.
Y negar todo avance por prejuicio solo nos condena al atraso.

CONCLUSIÓN: ENTRE EL RUIDO Y LA REFLEXIÓN

La historia es clara:
cuando el ignorante afirma, el debate se contamina;
cuando el sabio reflexiona, el mundo avanza.

Hoy, El Salvador está frente a una oportunidad histórica:
combinar ciencia, tecnología, ética y humanidad para construir un sistema de salud del siglo XXI.

Pero para lograrlo, debemos aprender a distinguir entre quienes hablan para entender
y quienes hablan para destruir;
entre quienes dudan para conocer
y quienes aseguran para manipular;
entre quienes aportan reflexión
y quienes producen ruido.

Que cada salvadoreño pueda reconocer el valor de la duda, de la reflexión, del pensamiento crítico. Que entendamos que la verdad no es propiedad privada de nadie.
Que comprendamos que burlarse del conocimiento no hace a nadie más inteligente.
Y que recordemos, con Aristóteles, que la sabiduría comienza por reconocer lo que no sabemos.

Si logramos esto, no solo defenderemos el avance tecnológico del país:
también construiremos una sociedad más madura, más crítica, más humana
y más capaz de caminar hacia la verdad, juntos.

 

 

SAN SALVADOR, 17 DE NOVIEMBRE DE 2025

domingo, 16 de noviembre de 2025

 


“DE LOS LOBOS AL RENACER DEL PUEBLO: ÉTICA, VERDAD Y JUSTICIA EN EL SALVADOR.”

POR: MSC. JOSÉ ISRAEL VENTURA

INTRODUCCIÓN

Durante décadas, El Salvador fue el escenario de una historia repetida hasta el cansancio: gobiernos corruptos, discursos hipócritas, promesas incumplidas y una población sumida en el desencanto. Los lobos, astutos y voraces, se disfrazaron con piel de oveja para confundir al pueblo, seduciéndolo con palabras dulces mientras lo devoraban lentamente. Bajo la apariencia de partidos “democráticos”, de izquierda o de derecha, se escondían los mismos intereses, los mismos apellidos, las mismas manos que saquearon la nación y la convirtieron en un territorio de desigualdad y desesperanza.

La fábula del lobo vestido con piel de oveja, atribuida a Esopo, se convierte aquí en una metáfora viva del pasado político salvadoreño. Durante los años de dominio del bipartidismo —ARENA y FMLN—, los gobernantes aprendieron a disfrazarse con el lenguaje del pueblo para mantener intactos sus privilegios. Cada elección era una representación teatral donde los actores cambiaban de color, pero el guion seguía siendo el mismo: promesas vacías, corrupción, endeudamiento, violencia y abandono social. La Asamblea Legislativa, en manos de esas élites, funcionaba más como un club privado que como un órgano del pueblo; legislaban para los poderosos y se burlaban del dolor de los humildes.

En ese contexto histórico, el ensayo “Lobos vestidos con piel de oveja” (2018) —escrito durante la era de los gobiernos de ARENA y FMLN— representó una denuncia moral, una voz que rompía el silencio impuesto por los medios complacientes y las instituciones corruptas

LOBOS VESTIDOS CON PIEL DE OVEJA…

 Era el grito de una conciencia crítica que advertía al pueblo sobre los falsos redentores: políticos que hablaban de justicia mientras pactaban con la impunidad, que decían defender a los pobres mientras vivían en la opulencia. Aquella época fue un tiempo de tinieblas políticas donde la mentira se institucionalizó y la corrupción se volvió sistema.

Sin embargo, el tiempo —como la verdad— acaba por desnudar a los impostores. La historia reciente de El Salvador es la prueba viva de que ninguna nación permanece eternamente engañada. El pueblo, cansado de la farsa, decidió sacudirse el miedo y romper con el dominio de los lobos. Lo que comenzó como un murmullo de inconformidad se transformó en una marea ciudadana que barrió con los símbolos de la vieja política. Así emergió una nueva etapa en la historia nacional: la del despertar ciudadano, la del pueblo que asumió su poder y su dignidad.

Esta introducción pretende no solo contextualizar la metáfora de la fábula, sino también reinterpretarla desde la realidad contemporánea salvadoreña. La imagen del “lobo disfrazado” no pertenece únicamente al pasado; es un arquetipo universal que sigue acechando bajo nuevas formas. Pero hoy el pueblo tiene una ventaja: ha aprendido a reconocer el disfraz.

Como advertía Aristóteles en La Política, “la corrupción de lo mejor es lo peor que puede sucederle a un Estado”; y en El Salvador, los que se autoproclamaban “revolucionarios” o “demócratas” terminaron siendo los más corruptos y cínicos de todos. De ahí la importancia de analizar críticamente cómo el país transitó del desencanto al renacimiento, de la mentira institucional a la recuperación de la esperanza.

El objetivo de este ensayo es, por tanto, mostrar el contraste histórico y moral entre aquella época de lobos disfrazados y la etapa actual de reconstrucción política. No se trata de idealizar un gobierno o una figura, sino de resaltar el cambio estructural que ha permitido devolverle al Estado su razón de ser: servir al pueblo, no servirse de él.

Así, el texto se estructura en tres movimientos:

1.      El pasado oscuro, dominado por los lobos con piel de oveja que destruyeron las instituciones y traicionaron al pueblo.

2.      El punto de quiebre histórico, en el que la ciudadanía se rebeló contra el engaño.

3.      El nuevo horizonte ético, en el que el trabajo honesto, la transparencia y la soberanía se han convertido en pilares de una nueva nación.

El Salvador de hoy no es el mismo país de ayer. El cambio no fue producto de la casualidad, sino de la conciencia.

Como escribió Galeano (2009), “la historia de América Latina ha sido la historia del despojo, pero también la historia de los pueblos que se cansaron de ser despojados.” Esa frase sintetiza el espíritu de este ensayo: el pueblo salvadoreño se cansó de los lobos y decidió recuperar su destino.

Hoy, el desafío no es solo recordar el pasado, sino evitar que vuelva. Los lobos aún merodean, disfrazados de “analistas”, “defensores de la democracia” o “líderes sociales”, intentando confundir nuevamente al pueblo. Pero el rebaño ha cambiado: ya no camina con miedo, sino con conciencia.

El Salvador ha pasado del desencanto a la esperanza, de la manipulación al despertar. Y aunque aún quedan heridas por sanar, hay algo que ya nadie puede arrebatar: la dignidad recuperada de un pueblo que aprendió a reconocer el valor de su propia voz.

2. LA FÁBULA DE LOS LOBOS POLÍTICOS: EL ENGAÑO INSTITUCIONALIZADO

En la antigua Grecia, Esopo escribió una fábula inmortal: un lobo hambriento, incapaz de atrapar a las ovejas, decidió disfrazarse con la piel de una de ellas para infiltrarse en el rebaño y devorar a su presa sin ser descubierto. La moraleja es sencilla pero profunda: las apariencias pueden ser más peligrosas que las armas, porque el disfraz de la virtud puede esconder la corrupción más vil.

Durante años, El Salvador vivió exactamente esa parábola. Los “lobos políticos” aprendieron a disfrazarse con el lenguaje del pueblo:

hablaban de democracia mientras pactaban con la impunidad, se autodenominaban patriotas mientras vendían la soberanía nacional, y se proclamaban cristianos o revolucionarios mientras robaban al erario. La fábula de Esopo se volvió política viva: un país entero engañado por una élite que dominó con el arte de la simulación.

En la época de los gobiernos de ARENA y FMLN, la corrupción no era un accidente, sino un sistema estructurado y protegido por las instituciones. La Asamblea Legislativa, la Corte Suprema, la Fiscalía, los ministerios y las alcaldías funcionaban como engranajes de un mismo mecanismo de impunidad. Mientras el pueblo luchaba por sobrevivir con salarios de hambre, los funcionarios se repartían prebendas, sobresueldos y contratos amañados. El poder se convirtió en una máscara, una piel de oveja cuidadosamente cosida sobre el cuerpo del lobo.

Como señalaba Aristóteles (1998), la corrupción de lo mejor es lo peor”, y El Salvador fue víctima de la corrupción del ideal democrático. La política se redujo a una farsa: elecciones controladas por el dinero, partidos convertidos en empresas familiares, líderes sin principios y medios de comunicación que hacían de la mentira un negocio rentable. En ese contexto, el ciudadano fue relegado a simple espectador de su propio saqueo.

Los lobos políticos perfeccionaron el arte del engaño. Algunos usaban discursos de derecha, apelando a la “libertad de mercado” para justificar la entrega del país a las corporaciones extranjeras. Otros, desde la izquierda, hablaban de “justicia social” mientras enriquecían a sus allegados.

 En el fondo, ambos representaban la misma lógica del poder: el saqueo institucionalizado.

El lobo moderno no actúa solo; necesita cómplices. En El Salvador, estos cómplices fueron las élites económicas que financiaron campañas, las fundaciones “intelectuales” que justificaron el neoliberalismo, y los medios que silenciaron la verdad. Como bien advirtió Bourdieu (1998), “la dominación simbólica se ejerce cuando los dominados aceptan como naturales los valores y discursos de los dominadores.” Así fue durante tres décadas: la corrupción se volvió cultura, el robo se normalizó y la indignación se apagó bajo toneladas de propaganda.

Los lobos aprendieron a mentir con ternura. Prometían libertad, pero entregaban miseria; ofrecían desarrollo, pero multiplicaban el desempleo; hablaban de paz, pero mantenían viva la violencia estructural. En cada campaña electoral, la historia se repetía con precisión matemática: promesas, mentiras, olvido. El pueblo, agotado y desesperanzado, asistía a su propio sacrificio como el pastor de la fábula que, sin saberlo, termina matando al lobo creyendo que es una oveja.

La farsa alcanzó niveles grotescos. Algunos gobernantes se presentaban como hombres de fe, citando versículos bíblicos mientras despojaban al Estado; otros se autodenominaban “revolucionarios” mientras se aliaban con las élites que antes decían combatir. En realidad, todos eran actores del mismo teatro político, donde el disfraz era más importante que la verdad.

Pero el engaño tiene un límite. La historia enseña que los pueblos pueden ser engañados durante un tiempo, pero no eternamente. Como escribió Galeano (2009), “la mentira política puede triunfar durante años, pero siempre termina devorada por la realidad que pretende ocultar.” Eso fue lo que ocurrió en El Salvador: la máscara se desgarró, el disfraz se cayó, y los lobos quedaron al descubierto.

El engaño institucionalizado se sostuvo sobre una tríada perversa: la manipulación mediática, la impunidad judicial y la indiferencia social. Estas tres fuerzas crearon un círculo vicioso en el que el pueblo no solo era víctima, sino también rehén. Sin embargo, incluso en medio del engaño, comenzó a germinar una semilla de resistencia. Los jóvenes, las comunidades y los sectores más golpeados por la corrupción empezaron a despertar, a cuestionar y a perder el miedo.

Esa semilla se convertiría años después en el árbol del cambio político que transformó al país. Pero antes de llegar a ese renacimiento, fue necesario atravesar un largo periodo de oscuridad, de promesas rotas y de cinismo político. El siguiente apartado examinará precisamente esa primera fase del lobo con piel de oveja: la era del saqueo privatizador y la consolidación del poder oligárquico bajo los gobiernos de ARENA.

1.    ARENA Y LA DERECHA OLIGÁRQUICA: LA ERA DEL SAQUEO PRIVATIZADOR

Hablar de la historia política de El Salvador entre finales del siglo XX y la primera década del XXI es hablar de un proceso sistemático de despojo nacional disfrazado de “modernización”. Bajo los gobiernos del partido ARENA —desde Alfredo Cristiani (1989-1994) hasta Elías Antonio Saca (2004-2009)— se consolidó uno de los periodos más oscuros de la vida republicana: el saqueo institucionalizado del Estado salvadoreño, orquestado desde los intereses de la élite económica y amparado por un aparato político que legislaba en función del dinero, no de la justicia.

ARENA no solo heredó el poder de la guerra; lo administró como botín. La firma de los Acuerdos de Paz en 1992 —un hecho histórico que debió marcar un nuevo comienzo— se convirtió en el punto de partida de una colonización económica. Con el pretexto de atraer inversión y “modernizar el país”, el gobierno de Alfredo Cristiani inició la privatización masiva de las empresas públicas: ANTEL, las distribuidoras de energía, los bancos, las pensiones, el sistema de salud y hasta los servicios esenciales como el agua y la telefonía. El Estado fue desmantelado pieza por pieza, entregado a los grandes grupos financieros nacionales y extranjeros, y el pueblo quedó reducido a mero consumidor de lo que antes le pertenecía.

Lo que se presentó como un “avance económico” fue, en realidad, una forma sofisticada de despojo. En palabras de Galeano (2009), “el neoliberalismo es la libertad del zorro en el gallinero.” Y así fue: la libertad de unos pocos para devorar la riqueza nacional a costa del hambre de millones. Los resultados no tardaron en mostrarse: desempleo masivo, salarios de miseria, migración forzada y un abismo social que separó a los privilegiados del resto del país.

Cristiani: el inicio de la corrupción estructural

El gobierno de Alfredo Cristiani fue el laboratorio del neoliberalismo en El Salvador. Bajo su mandato se aprobaron leyes que abrieron las puertas a la privatización y se suprimieron los derechos sindicales conquistados durante décadas. Además, se institucionalizó el modelo de los “sobresueldos”, mediante el cual los altos funcionarios recibían dinero del Estado en secreto, fuera de toda legalidad. Fue también el período en que la corrupción comenzó a funcionar como sistema de gobierno.

Cristiani, representante directo del gran capital, inauguró un estilo político basado en el cinismo. Vendió el patrimonio nacional, entregó el país a las multinacionales y consolidó un modelo económico excluyente. Bajo su gestión, el crecimiento económico fue solo para los de arriba; los de abajo, mientras tanto, fueron empujados hacia la pobreza, el desempleo y la emigración.

Calderón Sol: la consolidación del Estado-empresa

Su sucesor, Armando Calderón Sol (1994-1999), continuó y profundizó el desmantelamiento del Estado. Bajo su administración se consolidó la entrega de los recursos nacionales y se impuso la lógica del “Estado mínimo”, que en realidad significó un Estado impotente frente a los intereses privados. Las instituciones públicas dejaron de servir al pueblo para servir al mercado.

Durante este período se reprimió con fuerza a los sindicatos y se criminalizó la protesta social. Las comunidades que exigían derechos fueron tratadas como enemigas del desarrollo. En nombre del “orden y la inversión”, se sofocó la voz del pueblo. Fue la época en que, como advirtió Karl Marx (1976), “la libertad del capital se logra al precio de la esclavitud del trabajo.”

Francisco Flores: la pérdida de identidad y la dolarización

Si hubo un punto de quiebre en la historia reciente de El Salvador, fue el gobierno de Francisco Flores (1999-2004). Con su gestión se impuso la dolarización, presentada como una estrategia para fortalecer la economía, pero que en realidad significó la pérdida de la soberanía monetaria. El colón, símbolo de identidad nacional, fue reemplazado por una moneda extranjera que consolidó la dependencia económica y destruyó la capacidad productiva interna.

Bajo el manto del “progreso”, Flores ejecutó una de las decisiones más impopulares y nocivas del siglo XXI. La dolarización empobreció aún más a los sectores populares, encareció los productos de la canasta básica, precarizó el salario y benefició únicamente a los grandes bancos y exportadores. A la par, la corrupción alcanzó niveles escandalosos. Los fondos del terremoto de 2001 desaparecieron sin explicación; los programas de reconstrucción se convirtieron en negocios personales; y los funcionarios del gabinete presidencial vivieron rodeados de lujos mientras el país se hundía en la miseria.

Francisco Flores pasará a la historia —como bien afirmaba el ensayo original de 2018— como “el presidente más nefasto y ladrón de la historia salvadoreña”

LOBOS VESTIDOS CON PIEL DE OVEJ…

Su muerte no borró su legado de despojo; solo cerró un ciclo de impunidad.

Elías Antonio Saca: el cinismo hecho gobierno

El último eslabón de la cadena arenera fue Elías Antonio Saca (2004-2009), quien se presentó como “el presidente con sentido humano”. Su discurso populista prometía reconciliar al país, pero su administración terminó siendo un ejemplo grotesco de corrupción y derroche. Mientras hablaba de “humanismo”, desviaba fondos públicos, manipulaba la prensa y alimentaba una red de clientelismo político.

El caso Saca —confirmado años después por los tribunales— reveló el verdadero rostro del poder oligárquico: un poder sin límites éticos, donde la avaricia era virtud y la impunidad, derecho adquirido. Con su gobierno, ARENA cerró su ciclo político, dejando al país sumido en la ruina moral, económica y social.

El legado del saqueo

El resultado de esos veinte años fue devastador: un país con instituciones quebradas, una deuda pública creciente, servicios básicos colapsados, y millones de salvadoreños obligados a migrar por hambre y desesperanza. El sueño neoliberal se convirtió en una pesadilla colectiva.

La era arenera fue la institucionalización del egoísmo, el reinado del mercado sobre la vida y la exaltación del dinero sobre el ser humano. Como escribió Bauman (2017), “en la modernidad líquida, el poder se libera de toda responsabilidad moral.” Y eso fue lo que ocurrió: un poder sin alma, una política sin conciencia y un Estado sin pueblo.

La fábula de los lobos encontró aquí su máxima expresión. Los gobiernos de ARENA no se limitaron a devorar los recursos públicos; devoraron la confianza, la identidad y la esperanza de un pueblo. Dejaron tras de sí un país saqueado, dividido y cansado, pero no vencido. Porque, aunque los lobos creyeron haber acabado con el rebaño, el pueblo aún conservaba su memoria. Y esa memoria, años después, sería el germen de su renacer.

V. El FMLN en el poder: la izquierda que se volvió derecha

Si los gobiernos de ARENA simbolizaron la corrupción de la derecha oligárquica, los del FMLN representaron la traición ideológica más dolorosa de la historia política salvadoreña. Durante décadas, miles de salvadoreños creyeron que aquel movimiento —nacido en las montañas, forjado en la resistencia y teñido con la sangre de los humildes— traería la justicia social, la equidad y la dignidad negadas por los regímenes anteriores. Pero el tiempo se encargó de demostrar que el poder, cuando carece de principios, termina devorando los ideales.

El FMLN, que prometió redención, acabó reproduciendo los mismos vicios del sistema que juró destruir. Llegó al gobierno en 2009 con la esperanza de millones de salvadoreños que veían en él el rostro de la justicia histórica. Sin embargo, la izquierda en el poder se transformó en una nueva oligarquía política, enriquecida, soberbia y desconectada del pueblo. La revolución se convirtió en burocracia, y la esperanza, en frustración.

Mauricio Funes: el redentor que se corrompió

El primer gobierno del FMLN (2009-2014), encabezado por Mauricio Funes Cartagena, fue la primera gran decepción del siglo XXI. Funes se presentó como un outsider, como un periodista valiente que denunciaba la corrupción y prometía gobernar “para los pobres”. Pero una vez en el poder, su discurso se desvaneció. Se rodeó de una cúpula partidaria obsesionada con el control político, la repartición de cargos y los privilegios.

El “gobierno del cambio” se convirtió rápidamente en el “gobierno de los sobresueldos”. Las denuncias de corrupción se multiplicaron, los fondos públicos desaparecieron, y los proyectos emblemáticos se convirtieron en instrumentos de propaganda. Funes utilizó los símbolos del pueblo —la imagen de Monseñor Romero, la bandera de la justicia social— como escudo para proteger sus abusos.

Cuando años más tarde fue acusado de desviar más de 350 millones de dólares del erario nacional y huyó del país, se desmoronó el mito del redentor. Su caso no fue solo un delito económico, sino una traición moral. La izquierda que antes condenaba la corrupción se volvió cómplice de ella. El FMLN, en lugar de condenar al culpable, lo defendió, mostrando que su prioridad no era la ética sino el poder.

Como advertía Chomsky (2010), “la traición de las élites progresistas consiste en apropiarse del lenguaje del cambio para perpetuar los privilegios.” Y eso fue precisamente lo que ocurrió: el discurso de justicia se transformó en una coartada para el enriquecimiento.

Salvador Sánchez Cerén: la ceguera del poder

El segundo gobierno del FMLN (2014-2019), presidido por Salvador Sánchez Cerén, profundizó el desgaste moral y político. El excomandante guerrillero, símbolo de la lucha revolucionaria, terminó prisionero de la burocracia partidaria. Su administración fue un gobierno sin dirección, sin autocrítica y sin contacto con la realidad del pueblo.

Durante su mandato, el costo de la vida se elevó dramáticamente. La canasta básica, los combustibles y los servicios públicos se encarecieron, mientras los salarios permanecían estancados. Se implementaron nuevos impuestos, que golpearon directamente a los sectores más pobres. La reforma al sistema de pensiones, presentada como una conquista, resultó ser una nueva carga para la clase trabajadora.

La cúpula del FMLN celebraba estos retrocesos como “logros revolucionarios”, mientras el país se hundía en la desesperanza. La corrupción continuó; los proyectos sociales fueron politizados; y la dirigencia del partido se cerró en una burbuja de arrogancia y autosuficiencia.

Sánchez Cerén pasará a la historia como el presidente de la desilusión, el hombre que simbolizó el colapso de una ideología que perdió su alma. En lugar de representar al pueblo, su gobierno representó el ocaso de un sueño: el de una izquierda que se olvidó de los pobres cuando llegó al poder.

Del ideal al privilegio

El FMLN se transformó en una maquinaria electoral, desconectada de las bases que alguna vez lo sostuvieron. Los dirigentes, antes guerrilleros humildes, se convirtieron en funcionarios ricos y en políticos privilegiados. Los ideales de justicia, solidaridad y equidad fueron reemplazados por la búsqueda de cargos, viajes, viáticos y prebendas.

La frase que mejor describe esa metamorfosis fue pronunciada por el propio pueblo: “los que lucharon contra los opresores se convirtieron en opresores.” La izquierda olvidó sus raíces y terminó pactando con la derecha que antes llamaba enemiga. En los años 2018 y 2019, dirigentes del FMLN llegaron al extremo de coincidir públicamente con los intereses de ARENA, demostrando que su verdadera preocupación no era la patria, sino el poder compartido.

Como señala Fromm (1976), “la corrupción del ideal ocurre cuando el hombre cambia su misión por su comodidad.” Y eso fue lo que sucedió con la izquierda salvadoreña: cambió la justicia por el privilegio, la lucha por el acomodo, el sacrificio por el confort del poder.

El falso progresismo y la continuidad del modelo neoliberal

Aunque el FMLN utilizó un discurso socialista, en la práctica continuó el modelo neoliberal heredado de ARENA. No revirtió las privatizaciones, no fortaleció el sistema público, ni impulsó un modelo productivo soberano. Por el contrario, consolidó la dependencia económica y mantuvo intactos los intereses de las élites financieras. La diferencia entre ambos partidos era solo estética: colores distintos, pero la misma estructura de corrupción y saqueo.

Este fenómeno —que muchos sociólogos llaman “neoliberalismo progresista”— es una de las expresiones más cínicas de la política contemporánea. Según Nancy Fraser (2019), “el progresismo neoliberal combina la retórica de la justicia social con políticas que reproducen la desigualdad.” Esa descripción encaja perfectamente con el FMLN en el poder: hablaban de justicia mientras aprobaban medidas que perjudicaban al trabajador.

La traición al pueblo

Al final de una década de gobiernos del FMLN, el pueblo salvadoreño comprendió que había sido traicionado por segunda vez. Primero por la derecha que lo oprimió, y luego por la izquierda que lo engañó. Los lobos habían cambiado de color, pero seguían siendo lobos.

La decepción fue tan profunda que el país entero comenzó a rechazar el viejo orden. El pueblo ya no creía en discursos, sino en resultados; no quería consignas, sino hechos. En las calles, en los barrios, en las comunidades, la gente empezó a repetir una frase que lo decía todo: “todos son iguales.”

Pero en medio de ese desencanto nació una nueva conciencia. El pueblo comprendió que los partidos tradicionales eran las dos manos del mismo cuerpo corrupto. Fue entonces cuando comenzó a gestarse una ruptura histórica: la rebelión ciudadana contra el sistema.

Como escribió Monseñor Romero (1980), “cuando el pueblo se organiza y toma conciencia de su dignidad, ninguna fuerza puede detenerlo.” Y esa fuerza, contenida durante décadas, estaba a punto de estallar en las urnas.

VI. EL PUEBLO COMO VÍCTIMA Y TESTIGO: HAMBRE, MIEDO Y RESISTENCIA

Mientras los políticos se repartían el poder y el dinero, el pueblo salvadoreño se convirtió en víctima silenciosa del saqueo, testigo impotente de su propia tragedia. Durante treinta años, la mayoría de los salvadoreños sobrevivió entre la pobreza, la violencia y la desesperanza. En cada hogar, en cada cantón, en cada escuela y hospital abandonado, se sentía el peso de la indiferencia de quienes gobernaban con el rostro de oveja pero el corazón de lobo.

La historia del país en esas décadas no puede contarse desde los discursos oficiales, sino desde la mirada del pueblo: el agricultor que perdió su tierra por los créditos impagables, la madre que llora porque su hijo emigró a los Estados Unidos, el maestro que enseña sin recursos, el obrero que vive con un salario que no alcanza para comer. Ellos fueron —y siguen siendo— los verdaderos protagonistas de una lucha silenciosa que mantuvo viva la llama de la esperanza cuando todo parecía perdido.

Los gobiernos de ARENA y FMLN convirtieron la pobreza en una estadística y el hambre en rutina. Las promesas de bienestar se transformaron en limosnas disfrazadas de programas sociales, mientras la desigualdad se multiplicaba. La educación pública fue relegada a la precariedad, la salud se volvió privilegio, y la seguridad se fragmentó bajo el miedo a la violencia y las pandillas.

Como afirmaba Galeano (2009), “la pobreza no cayó del cielo; tiene nombres y apellidos.” En El Salvador, esos nombres fueron los de quienes gobernaron con la máscara del patriotismo y la codicia como religión. Los mismos que hablaban de libertad mientras encadenaban al pueblo a la deuda y al desempleo.

Hambre y exilio: las heridas del modelo

El hambre fue la forma más cruel de la dominación. Miles de familias aprendieron a sobrevivir con un dólar al día, mientras los ministros del régimen se repartían sobresueldos y viajaban en aviones privados. El pueblo, acostumbrado a la injusticia, veía cómo el costo de la vida subía mientras los salarios quedaban congelados. En los barrios pobres, el desayuno muchas veces consistía solo en un café ralo; en el campo, las cosechas se perdían por falta de apoyo estatal; y en las escuelas, los niños estudiaban en pupitres rotos, con techos que se caían a pedazos.

Esa miseria estructural obligó a millones de salvadoreños a emigrar. La migración masiva se volvió el único escape posible. Familias enteras emprendieron el viaje hacia el norte buscando lo que su propio país les negaba: una oportunidad de vida. Los gobiernos de turno celebraban las remesas como “éxito económico”, cuando en realidad eran el reflejo del fracaso nacional. Cada dólar enviado desde el extranjero llevaba consigo la nostalgia del desarraigo y la denuncia silenciosa de un Estado que abandonó a su gente.

El miedo como herramienta política

A la pobreza se sumó el miedo. Durante años, la violencia fue utilizada como instrumento de control. Las pandillas crecieron bajo la indiferencia y la complicidad de los gobiernos, que usaban la inseguridad como excusa para militarizar barrios y justificar su incapacidad. El ciudadano vivía entre el temor a los delincuentes y la desconfianza hacia las autoridades.

En los años del bipartidismo, el miedo se volvió política de Estado. Los poderosos necesitaban un pueblo asustado para seguir gobernando. La inseguridad, la corrupción y la miseria formaban una tríada que mantenía paralizada a la sociedad. Pero incluso bajo esa oscuridad, el espíritu del pueblo salvadoreño no fue destruido.

La resistencia silenciosa

En las comunidades más pobres, la solidaridad sobrevivió como un acto de rebeldía. Las mujeres organizaron comedores, los maestros siguieron enseñando sin salario digno, los jóvenes soñaron con un futuro distinto. La esperanza no murió: se escondió en los corazones de quienes creían que algún día la justicia llegaría.

Esa resistencia silenciosa fue el germen de la transformación que vendría después. El pueblo aprendió a desconfiar de los discursos, a reconocer los disfraces y a mirar más allá de las apariencias. Comprendió que su fuerza no estaba en los partidos, sino en su conciencia.

Como recordaba Monseñor Romero (1980), “la voz del pueblo es la voz de Dios cuando grita contra la injusticia.” Y ese grito —reprimido, ignorado, menospreciado— finalmente se convirtió en la voz del cambio.

El Salvador, herido pero no vencido, fue madurando en medio del dolor. Cada abuso, cada mentira, cada traición acumulada fue forjando una nueva conciencia colectiva. El pueblo se dio cuenta de que los lobos no solo existían en los palacios, sino también en los templos, en los medios y en las instituciones que decían representarlo. La farsa había llegado demasiado lejos, y la paciencia se agotaba.

La historia estaba a punto de girar. Las heridas de la injusticia se transformarían en fuerza moral. El pueblo, que por décadas había sido víctima y testigo, estaba a punto de convertirse en protagonista de su liberación.

VII. EL PUNTO DE INFLEXIÓN: EL AÑO EN QUE EL MIEDO CAMBIÓ DE BANDO

Toda historia de opresión llega a su límite. Después de treinta años de corrupción, mentiras y simulación política, el pueblo salvadoreño decidió romper el ciclo del miedo y del engaño. Durante décadas, los lobos con piel de oveja dominaron el país a través de una fórmula perversa: mantener al pueblo dividido, desinformado y resignado. Pero esa estrategia comenzó a desmoronarse cuando las nuevas generaciones, armadas con conciencia y cansancio, se negaron a seguir siendo espectadores de su propia miseria.

El año 2019 marcó el punto de inflexión en la historia moderna de El Salvador. Fue el año en que el pueblo tomó una decisión que cambiaría el rumbo de la nación: poner fin al bipartidismo de ARENA y FMLN, esas dos estructuras que por décadas habían monopolizado la política, intercambiando el poder como si fuera propiedad privada.
Por primera vez en la historia reciente, la esperanza se impuso al miedo, y la conciencia popular venció a la manipulación.

La victoria del nuevo liderazgo no fue solo electoral, sino simbólica. Representó el despertar de un pueblo que había sido burlado, humillado y traicionado. Aquella jornada no fue simplemente un cambio de presidente; fue el principio del fin de un modelo de dominación. Los lobos, acostumbrados a controlar el poder desde las sombras, vieron cómo el rebaño se les escapaba de las manos.

El Salvador despertó, y con él despertó una generación que se negó a seguir callando. Los jóvenes —los mismos que crecieron sin oportunidades, los que vivieron bajo la sombra de la violencia y el desempleo— se convirtieron en protagonistas de una revolución democrática sin armas, sin violencia, pero cargada de dignidad.

Como escribió Galeano (2009), “la historia de América Latina es la historia del despojo, pero también la historia de los pueblos que se cansaron de ser despojados.” Esa frase cobró vida en las calles, en las redes, en los corazones de millones de salvadoreños que, cansados del cinismo político, decidieron decir basta.

El derrumbe del miedo

Durante décadas, el miedo había sido la herramienta predilecta del poder. Miedo a perder el empleo, miedo a hablar, miedo a ser señalado, miedo a las pandillas, miedo a la pobreza, miedo a todo. Pero el 2019 fue el año en que ese miedo cambió de bando.

Los que antes gobernaban con arrogancia comenzaron a temer al juicio del pueblo. La impunidad, que había sido su escudo, empezó a resquebrajarse. Las instituciones que servían a las élites comenzaron a reformarse, y por primera vez en mucho tiempo, la justicia empezó a tocar las puertas del poder.

El pueblo perdió el miedo y descubrió su fuerza. Ya no temía a los discursos ni a las amenazas mediáticas. Se había dado cuenta de que el verdadero poder no estaba en los partidos, sino en la unidad de la gente. Como afirmaba Paulo Freire (1970), “nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo: los hombres se liberan en comunión.” Esa comunión fue la que unió a un país cansado de ser burlado por la clase política tradicional.

El cambio de paradigma

La irrupción de un liderazgo joven, visionario y rebelde frente al sistema político tradicional representó algo más que una alternancia: fue la refundación de la política. Por primera vez, el pueblo vio hechos donde antes solo había promesas. Se rompió el pacto de hipocresía que mantenía al país estancado, y se introdujo una nueva lógica de gestión basada en la eficiencia, la honestidad y la cercanía con la gente.

La política dejó de ser privilegio de los apellidos poderosos y se convirtió en un instrumento del pueblo. Las obras públicas comenzaron a hablar más fuerte que las palabras. Los hospitales, las escuelas, la infraestructura y la seguridad dejaron de ser utopías para convertirse en realidades palpables.

Ese cambio de paradigma fue, al mismo tiempo, una venganza moral del pueblo: una revancha contra todos aquellos que lo subestimaron, que lo llamaron ignorante, que se burlaron de su fe y de su dignidad. Los poderosos comprendieron, quizá demasiado tarde, que el pueblo que habían despreciado era el mismo que ahora los juzgaba.

La caída del viejo orden

La derrota de ARENA y FMLN no fue solo electoral, sino ética y simbólica. Cayó el discurso de la mentira, el muro de la manipulación y el reinado del cinismo. Aquellos que durante décadas habían monopolizado los medios, las leyes y las conciencias, se enfrentaron a la verdad: el pueblo ya no los necesitaba.

El nuevo capítulo de la historia salvadoreña demostró que la esperanza, cuando se convierte en conciencia, es más poderosa que cualquier maquinaria política. La gente no solo votó por un cambio; votó por dignidad, por justicia, por el derecho a creer otra vez en su país.

La ruptura de 2019 fue el inicio de un proceso que aún continúa: el de la reconstrucción moral de la nación. Porque el cambio no se mide solo en obras o cifras, sino en la transformación del espíritu colectivo.

El renacimiento de la conciencia popular

El pueblo salvadoreño comprendió que la libertad no se mendiga, se conquista. Lo que antes parecía imposible —derrotar al sistema político más corrupto de Centroamérica— se hizo realidad. Ese renacimiento fue el fruto de la resistencia acumulada, de los dolores y frustraciones que durante años moldearon la conciencia del país.

Hoy, el miedo cambió de rostro. Ya no es el pueblo el que tiembla ante los poderosos; son los corruptos los que tiemblan ante la justicia. Ya no es la gente la que huye del país por falta de esperanza; son los saqueadores los que huyen para escapar del castigo.

El Salvador cambió el miedo por dignidad, la resignación por coraje y la desesperanza por orgullo nacional. Lo que comenzó como un voto de protesta se convirtió en una revolución ética: la del pueblo que finalmente reconoció su poder.

Como enseñó Monseñor Romero (1980), “cuando el pueblo despierta, su voz es más poderosa que cualquier ejército.” Y esa voz —la del nuevo pueblo salvadoreño— ya no volverá a callar.

VIII.. EL NUEVO PARADIGMA: HONESTIDAD, EFICIENCIA Y SOBERANÍA

Tras décadas de oscuridad política, el pueblo salvadoreño comenzó a experimentar lo que muchos creían imposible: un gobierno que habla menos y hace más, que promete poco, pero cumple, que no roba, sino que reconstruye. El nuevo paradigma político nació del cansancio colectivo y de la urgencia de recuperar la moral pública. Fue el fruto de una conciencia ciudadana que decidió romper con el pasado y apostar por un modelo de Estado fundado en tres pilares esenciales: honestidad, eficiencia y soberanía.

La honestidad como política de Estado

Durante los años del bipartidismo, la corrupción era el lenguaje cotidiano del poder. Los cargos públicos se compraban y vendían; los recursos del pueblo se desviaban sin pudor; los funcionarios se enriquecían mientras el país se empobrecía. La llegada del nuevo liderazgo supuso una ruptura frontal con esa cultura de impunidad. Por primera vez en la historia reciente, la honestidad dejó de ser un discurso moral y se convirtió en una política de Estado.

La frase “el dinero alcanza cuando nadie se lo roba” dejó de ser un simple eslogan para transformarse en una filosofía de gobierno. Esa afirmación, tan simple como profunda, desmanteló toda la lógica de los gobiernos anteriores, demostrando que la verdadera escasez no era económica, sino ética. En un país donde durante décadas se dijo que “no hay dinero”, bastó con cerrar los grifos de la corrupción para comprobar que sí lo había, solo que estaba en manos de unos pocos.

La transparencia, antes una palabra vacía, comenzó a traducirse en hechos: auditorías públicas, obras terminadas, rendición de cuentas y vigilancia ciudadana. El Estado dejó de ser el botín de unos cuantos para convertirse en el patrimonio de todos. Como señaló Amartya Sen (2000), “la libertad y la ética son condiciones del desarrollo humano; no consecuencias.” Por primera vez, El Salvador comenzó a desarrollarse desde la base moral, no desde la especulación financiera.

La eficiencia como deber patriótico

El segundo pilar del nuevo paradigma es la eficiencia, entendida no como simple productividad burocrática, sino como compromiso ético con el servicio público.
En los gobiernos del pasado, la ineficiencia era el disfraz de la corrupción: los proyectos se detenían, las escuelas quedaban a medias, los hospitales eran promesas, y los recursos “se perdían” misteriosamente. El cambio llegó cuando se comprendió que la eficiencia es también una forma de justicia.

Un gobierno que entrega obras a tiempo, que cumple con su palabra y que trabaja con planificación, está reparando moralmente la deuda histórica con su pueblo. Las 70 escuelas inauguradas, los hospitales reconstruidos, la mejora de la infraestructura vial, la modernización digital del Estado y la inversión en seguridad son el reflejo de una nueva cultura administrativa basada en resultados y no en excusas.

La eficiencia, en este nuevo contexto, se volvió sinónimo de dignidad. Cada obra entregada representa no solo cemento y acero, sino el rescate de la confianza nacional, esa que los lobos del pasado destruyeron con sus mentiras. Como afirmaba Max Weber (1919), “la política no es un refugio para los que buscan poder, sino una vocación para los que sirven.” Esa vocación, ausente durante décadas, es hoy el alma de la transformación estatal salvadoreña.

 

La soberanía como renacimiento nacional

El tercer pilar del nuevo paradigma es la soberanía, una palabra que los antiguos gobernantes usaban como adorno en sus discursos, pero que en la práctica despreciaban.
El Salvador, durante años, fue un país subordinado a intereses externos: organismos financieros, embajadas, corporaciones y grupos de poder local dictaban las políticas nacionales. El pueblo no elegía a sus gobernantes, elegía a sus amos.

Hoy, la soberanía ha vuelto a ocupar el centro de la vida política. El país ha recuperado su voz en el escenario internacional, tomando decisiones desde su propio interés, no desde la obediencia a potencias extranjeras. Esta independencia no es aislamiento, sino dignidad nacional. Se acabaron los tiempos en que la élite pedía permiso para actuar o pedía limosna disfrazada de cooperación.

Como escribió José Martí (1891), “un pueblo que se respeta no se vende ni se arrodilla; se levanta sobre su honor.” Esa frase describe con precisión el momento actual de El Salvador: un país que empieza a ser dueño de su destino, que ha reemplazado la dependencia por la autodeterminación, y que ha recuperado la confianza en su propio potencial.

La transformación como revancha moral

El cambio que vive el país no es solo económico o político, sino profundamente moral. La nueva etapa representa una revancha ética del pueblo salvadoreño contra las décadas de burla, saqueo y desprecio. Cada hospital que se inaugura, cada escuela reconstruida, cada programa social que llega al más pobre, es un acto de justicia histórica.

El Estado dejó de ser una maquinaria de exclusión para convertirse en una herramienta de dignificación humana. Hoy, el poder sirve a la gente, y no al revés. Esa inversión moral del poder es el mayor logro de esta nueva era.

El Salvador ha demostrado que cuando el dinero no se roba, el país prospera; cuando el pueblo es escuchado, la democracia florece; y cuando la ética guía la política, la nación renace.

Lo que antes parecía utopía se ha vuelto experiencia concreta. El país que por décadas fue sinónimo de corrupción y violencia, hoy es referencia internacional de eficiencia, estabilidad y esperanza. Y todo ello sin violencia, sin imposiciones, sin represión: solo con trabajo, con visión y con honestidad.

En este nuevo paradigma, el pueblo es el protagonista y la verdad es su escudo. Los lobos del pasado intentan aún disfrazarse, pero el rebaño ya no duerme. La fábula ha cambiado: el pastor ahora vela por su pueblo, y el pueblo protege su destino.

IX. LOS LOBOS RECICLADOS: OPOSICIÓN SIN MORAL NI PROYECTO

Después de haber sido derrotados en las urnas y en la conciencia del pueblo, los viejos lobos del sistema político salvadoreño —aquellos que se disfrazaron durante décadas con la piel de la democracia y la justicia social— no desaparecieron; simplemente cambiaron de disfraz. Hoy se autodenominan “analistas”, “opinadores”, “defensores de la democracia” o “líderes sociales”, pero detrás de esas etiquetas sigue latiendo la misma voracidad de siempre: la obsesión por recuperar los privilegios perdidos.

Estos personajes, reciclados del viejo orden, han convertido su frustración en oficio. Hablan todos los días en medios, repiten frases vacías sobre “libertades amenazadas” y “autoritarismo”, pero no porque amen la democracia, sino porque extrañan los tiempos en que podían robar impunemente. No defienden al pueblo, sino a su antiguo botín.

La oposición actual no tiene proyecto, ni ética, ni credibilidad. Su único programa político es la nostalgia: añorar el pasado de corrupción y mediocridad que el pueblo ya superó. Han intentado disfrazar su fracaso con un falso discurso moral, presentándose como “víctimas” del cambio, cuando en realidad son los verdugos del ayer.

El nuevo disfraz del cinismo

La estrategia es la misma de la fábula: volver a ponerse la piel de oveja. Pretenden parecer intelectuales, pero su pensamiento huele a moho; se dicen demócratas, pero nunca respetaron al pueblo cuando tuvieron el poder; se autoproclaman “resistencia”, pero su única resistencia es a la justicia y al progreso.

Son los mismos que guardaron silencio cuando el país se hundía en la miseria; los mismos que aplaudieron privatizaciones, sobreprecios y sobresueldos; los mismos que hoy intentan dar lecciones de ética desde los escombros de su propia inmoralidad. En su arrogancia, no entienden que el país cambió para siempre y que ya no hay espacio para los lobos con piel de oveja.

Estos opositores mediáticos han hecho del ridículo una vocación pública.
Uno dice que “no hay por qué inaugurar escuelas si el año escolar termina”, otro critica la construcción de hospitales porque “eso no genera votos”, y un tercero asegura que “la seguridad es una ilusión mediática”. No son oposición política, sino caricatura moral. En su afán por atacar todo, se han convertido en los mejores aliados de su propio descrédito.

Como señalaba Umberto Eco (2016), “el idiota del siglo XXI es aquel que confunde la opinión con el conocimiento.” Y eso describe perfectamente a esta nueva oposición: hablan sin pensar, critican sin argumentos y opinan sin moral. Han reemplazado la razón por el resentimiento y el análisis por la desinformación.

Los intereses ocultos detrás del discurso

Detrás del falso discurso democrático se esconden los viejos intereses económicos. Los que hoy se autoproclaman “críticos del sistema” no luchan por el bien común, sino por recuperar los negocios, los contratos y los privilegios que perdieron cuando el Estado dejó de ser su caja chica. Se presentan como salvadores de la libertad, pero en realidad añoran la libertad de robar.

Esta oposición parasitaria se alimenta de los mismos medios que durante años manipularon al pueblo. Los programas de opinión se convirtieron en refugios de los derrotados, los noticieros en portavoces de la frustración, y las redes sociales en trincheras del odio. Todo su activismo gira en torno a un único objetivo: hacer fracasar lo que funciona, para que regrese lo que fracasó.

El problema no es la crítica —que es necesaria en toda democracia—, sino la mala fe con que se ejerce. La crítica constructiva busca mejorar; la crítica cínica busca destruir. La oposición salvadoreña se quedó sin ideas, sin vergüenza y sin pueblo. Por eso gritan, insultan y manipulan: porque saben que ya nadie les cree.

El pueblo como juez moral

El pueblo, que durante décadas fue engañado, ya aprendió a reconocer a los farsantes. Hoy distingue entre quien construye y quien destruye, entre quien trabaja y quien simula. Ya no se deja confundir por el disfraz del “intelectual de izquierda” ni por el del “empresario patriota”. Sabe que, detrás de esas apariencias, sigue el mismo apetito de poder.

Como escribió el filósofo italiano Antonio Gramsci (1971), “los viejos sistemas no mueren de inmediato; sobreviven como espectros que aún creen que gobiernan.” Eso son los opositores de hoy: espectros del pasado, sombras que se resisten a desaparecer porque el brillo del presente los ciega.

Y mientras ellos se hunden en su propio rencor, el país avanza. Cada escuela inaugurada, cada obra entregada, cada niño que estudia o cada familia que vive segura, es un golpe más a su hipocresía.

La oposición actual no representa una alternativa política, sino un símbolo del fracaso histórico del viejo régimen. Por eso recurren a la burla, a la exageración y a la mentira: porque no tienen nada más que ofrecer.

La fábula continúa, pero con otro final

La fábula del lobo con piel de oveja se repite, pero con una diferencia crucial: esta vez el rebaño despertó. El pueblo ya no cree en los disfraces, ni se deja guiar por falsos pastores. Los lobos hablan, pero nadie los escucha; gruñen, pero nadie los sigue.
El tiempo en que los corruptos dictaban la verdad ha terminado.

Hoy la palabra “oposición” ha perdido su dignidad porque quienes la encarnan la prostituyeron en nombre del oportunismo. No buscan servir al país, sino vengarse del pueblo que los expulsó del poder. Sin embargo, no hay venganza más grande que el éxito de quien fue despreciado.

El Salvador vive su propio renacimiento, y cada avance, cada obra, cada acto de justicia, es la prueba de que los lobos ya no gobiernan.
El rebaño ha aprendido a defender su territorio, y el pastor —el Estado honesto— vela por el bienestar de todos.

Los viejos lobos, reciclados y derrotados, seguirán ladrando en los micrófonos, pero ya no muerden: el pueblo salvadoreño les quitó los colmillos.

X. LA ÉTICA DEL CAMBIO: UNA LECCIÓN PARA LA HISTORIA

La historia de El Salvador no puede comprenderse únicamente desde los números, los proyectos o las estadísticas. El cambio que el país ha vivido en los últimos años tiene un carácter ético y espiritual que trasciende la administración pública: representa la recuperación de la dignidad humana, la reivindicación de la verdad y el restablecimiento del valor moral como fundamento de la política.

Por primera vez en mucho tiempo, el pueblo salvadoreño ha comenzado a experimentar un Estado con conciencia, un gobierno que no ve al ciudadano como una cifra electoral, sino como el centro de toda acción pública. La ética —que antes era un adorno discursivo— hoy se ha convertido en el corazón del proceso político. Y eso, más que un logro administrativo, es un triunfo moral de toda una nación.

La política como servicio y no como privilegio

Durante décadas, la política fue el instrumento más eficaz para enriquecerse, traficar influencias y garantizar impunidad. Los gobernantes hablaban de “servicio público”, pero servían únicamente a sus partidos o a sus patrocinadores. El nuevo paradigma ético ha invertido esa lógica: ahora el político que roba no solo comete un delito, sino una traición moral al pueblo.

Como señalaba Aristóteles en La Ética a Nicómaco (1998), “el bien político es el bien supremo, porque es el bien de todos.” En ese sentido, la política que hoy se impulsa en El Salvador no busca favores ni privilegios, sino bienestar colectivo. El servicio público ha recuperado su sentido original: servir.

La transformación ética del Estado se expresa en los hechos: obras concluidas, transparencia en la gestión, austeridad en el gasto, y una voluntad real de rendir cuentas al pueblo. Se trata de un cambio cultural, de una pedagogía de la honestidad que se aprende viendo, no oyendo. Porque cuando el pueblo ve que su dinero se convierte en escuelas, hospitales, carreteras y seguridad, recupera la confianza y el respeto por la autoridad.

La educación y la conciencia ciudadana

Ninguna transformación puede sostenerse si no se construye una conciencia cívica. La verdadera revolución salvadoreña es educativa y moral: enseñar al ciudadano que la corrupción no es destino, que el bien común es posible, y que la honestidad debe ser norma de vida, no excepción.

La escuela, la universidad y la familia son hoy los pilares de esta nueva ética nacional. La educación pública, largamente olvidada, comienza a renacer no solo en infraestructura, sino en sentido: educar para la verdad, la solidaridad y la responsabilidad.
Como afirmaba Paulo Freire (1970), “la educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor.” Y ese valor —la conciencia crítica del pueblo— es el que ha permitido distinguir entre el discurso del lobo y la voz del pastor.

La ética del cambio no consiste en una moral impuesta, sino en una reconstrucción de la conciencia nacional. Significa entender que el progreso no es solo material, sino espiritual; que el desarrollo no se mide solo en carreteras o edificios, sino en valores, justicia y coherencia.

De la mentira al compromiso

El nuevo El Salvador ha demostrado que la verdad, cuando se practica con coherencia, tiene más poder que cualquier propaganda. Por eso, el cambio que vive el país es también una reparación histórica: el pueblo que fue engañado durante décadas ahora puede mirar con orgullo lo que construye.

Esa transformación ética es también una lección para las futuras generaciones. Los niños y jóvenes que hoy crecen viendo escuelas dignas, parques limpios, hospitales modernos y un gobierno que cumple, están aprendiendo una pedagogía invisible pero poderosa: la del ejemplo moral.

Como escribió Monseñor Óscar Arnulfo Romero (1980), “la política es la forma más alta de la caridad cuando se orienta al bien común.” Esa frase, que resume la esencia del compromiso ético, cobra hoy vida en un país que intenta reconciliar la justicia con la fe, el trabajo con la esperanza y la política con la dignidad.

Una lección para la historia

El proceso de transformación salvadoreño es más que un cambio de gobierno: es un proceso de purificación moral, una lección viva de que los pueblos pueden cambiar cuando se lo proponen.
El Salvador demuestra que no hay destino inevitable, que los pueblos no están condenados a la corrupción ni al fracaso, y que la honestidad puede convertirse en política de Estado cuando hay voluntad, liderazgo y conciencia.

Esa es la gran enseñanza para la historia: el cambio ético no nace de los poderosos, sino del pueblo consciente. Fue la gente, cansada de los abusos, quien encendió la chispa del cambio; fue el pueblo quien decidió que ya no aceptaría más mentiras, quien rompió el ciclo del miedo y quien comenzó a escribir una nueva página de su historia.

La ética del cambio no es un punto de llegada, sino un camino en construcción. Exige vigilancia, memoria y participación. Requiere mantener viva la llama de la conciencia para que los lobos nunca vuelvan a disfrazarse.

10. CONCLUSIÓN

La historia reciente de El Salvador constituye un ejemplo vivo de cómo un pueblo puede pasar del sometimiento a la dignidad, de la mentira a la verdad, y del miedo a la esperanza. Durante décadas, los lobos con piel de oveja —disfrazados de patriotas, revolucionarios o demócratas— se repartieron el poder, saquearon al Estado y convirtieron la política en una industria del engaño.

Pero el pueblo salvadoreño, lejos de resignarse, maduró en el sufrimiento. Cada abuso, cada promesa rota y cada acto de corrupción se convirtió en una lección moral que lo preparó para el cambio. Ese proceso de conciencia culminó en un despertar histórico: el momento en que el pueblo dijo “basta” y decidió recuperar el control de su destino.

El nuevo El Salvador que hoy emerge es más que una etapa política; es un renacimiento ético y espiritual. El país ha entendido que no hay desarrollo sin honestidad, ni justicia sin verdad, ni democracia sin dignidad. Las obras materiales son visibles, pero el cambio más profundo está en el alma del pueblo: en la confianza recuperada, en la fe en el futuro, en el orgullo de saberse protagonista de su propia historia.

La fábula del lobo con piel de oveja nos deja una enseñanza que atraviesa generaciones: los pueblos que olvidan son devorados; los que aprenden, se liberan. El Salvador aprendió. Y esa sabiduría colectiva —forjada en la pobreza, en la lucha y en la esperanza— se ha convertido en la mayor riqueza de la nación.

Hoy el país vive un tiempo nuevo: un tiempo de reconstrucción moral, donde el Estado sirve y no se sirve, donde los impuestos se transforman en escuelas y hospitales, donde el dinero ya no desaparece, sino que llega a los más necesitados. Y aunque los lobos aún rondan disfrazados de “analistas” o “opositores”, ya no engañan a nadie: el pueblo aprendió a reconocerlos por su aullido.

La lección es clara: la corrupción no es una fatalidad, sino una elección; y así como los corruptos eligieron traicionar al pueblo, el pueblo eligió redimirse con su voto, con su conciencia y con su trabajo. Esa decisión —profundamente moral— marcó un antes y un después en la historia salvadoreña.

El nuevo paradigma de honestidad, eficiencia y soberanía no solo ha transformado las instituciones, sino que ha encendido una llama en el corazón nacional: la certeza de que sí es posible gobernar con ética, construir con justicia y vivir con esperanza.

Y aunque el camino hacia la plenitud aún es largo, El Salvador avanza con paso firme. La historia ya no se escribe en los escritorios de los poderosos, sino en las manos del pueblo que trabaja, estudia, enseña y cree. Porque cuando un pueblo se levanta con dignidad, ni todos los lobos del mundo pueden volver a someterlo.

“El dinero alcanza cuando nadie se lo roba, pero la esperanza renace cuando el pueblo deja de ser espectador y se convierte en arquitecto de su propio destino.”.” —MSc. José Israel Ventura

XI. REFLEXIÓN FINAL

Cada generación tiene su prueba, y la nuestra fue sobrevivir al engaño. Durante más de tres décadas, el pueblo salvadoreño caminó entre la oscuridad de la corrupción y la desilusión de los falsos redentores. Los lobos con piel de oveja disfrazaron el saqueo con discursos, vendieron el futuro y traicionaron la fe de una nación entera. Pero el pueblo resistió. No se extinguió su esperanza ni se apagó su conciencia.

Hoy, al mirar atrás, comprendemos que todo el dolor, la pobreza y la injusticia fueron la forja de una nueva conciencia colectiva. Las heridas se convirtieron en lecciones, y las lágrimas en fuerza. De ese pasado sombrío emergió un pueblo más sabio, más crítico, más digno. El Salvador dejó de ser víctima y se convirtió en protagonista de su propia historia.

Las nuevas generaciones heredan un país distinto, un país que está aprendiendo a caminar con la frente en alto. A ellas les corresponde cuidar este renacer ético y espiritual con el mismo amor y compromiso con que fue conquistado. Que no olviden nunca que la libertad no se hereda: se defiende. Que recuerden siempre que la corrupción empieza donde la conciencia calla, y que ningún disfraz puede ocultar eternamente la mentira.

La historia enseña que los pueblos que olvidan sus luchas están condenados a repetir sus derrotas. Por eso, el deber moral de esta generación no es solo disfrutar los frutos del cambio, sino preservar su esencia: la honestidad, la justicia y el respeto por el bien común. No basta con tener un país distinto; hay que construir un pueblo distinto, donde cada ciudadano viva como ejemplo de los valores que exige a sus gobernantes.

El Salvador del presente está demostrando que es posible vivir en un Estado que trabaja, que respeta y que cumple. Pero el desafío del futuro será mantener viva la llama de la conciencia para que los lobos no regresen disfrazados de ovejas nuevas.

A las y los jóvenes salvadoreños —semilla del mañana— les corresponde no solo continuar el camino, sino ensancharlo con educación, con solidaridad y con memoria. Porque el cambio verdadero no se decreta: se cultiva en la mente y en el corazón de cada persona que decide vivir con honestidad.

Que nunca olviden esta lección: El poder sin ética destruye, pero la ética sin acción se apaga.
La esperanza no se predica, se construye.
Y la patria no se hereda, se honra cada día con trabajo, verdad y amor.

El Salvador ha despertado, y su despertar es el mensaje más hermoso que puede legar al mundo: que un pueblo pequeño, humillado y saqueado, puede levantarse grande, digno y libre cuando descubre la fuerza moral que habita en su conciencia.

“El futuro de El Salvador no está en manos de los lobos ni de los falsos profetas, sino en el corazón honesto de su juventud. Que ellos no repitan los errores del pasado, sino que aprendan a amar la patria con la verdad y a servirla con humildad.” —MSc. José Israel Ventura

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1.      Aristóteles. (1998). Ética a Nicómaco. Gredos.

2.      Aristóteles. (1998). La política. Gredos.

3.      Bauman, Z. (2017). La cultura en el mundo de la modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.

4.      Bourdieu, P. (1998). La dominación masculina. Anagrama.

5.      Chomsky, N. (2010). Hopes and Prospects. Haymarket Books.

6.      Eco, U. (2016). Número cero. Lumen.

7.      Esopo. (s. f.). Fábulas completas. Gredos.

8.      Fraser, N. (2019). Los límites del neoliberalismo progresista. Siglo XXI Editores.

9.      Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.

10. Fromm, E. (1976). Tener o ser. Fondo de Cultura Económica.

11. Galeano, E. (2009). Las venas abiertas de América Latina (ed. actualizada). Siglo XXI Editores.

12. Gramsci, A. (1971). Cuadernos de la cárcel. Ediciones Era.

13. Martí, J. (1891/2010). Nuestra América. Casa de las Américas.

14. Romero, Ó. A. (1980). Homilías y mensajes. UCA Editores.

15. Sen, A. (2000). Desarrollo y libertad. Planeta.

16. Weber, M. (1919/2003). La política como vocación. Alianza Editorial.

17. Ventura, J. I. (2018). Lobos vestidos con piel de oveja [manuscrito inédito].