“DE
LOS LOBOS AL RENACER DEL PUEBLO: ÉTICA, VERDAD Y JUSTICIA EN EL SALVADOR.”
POR: MSC. JOSÉ ISRAEL VENTURA
INTRODUCCIÓN
Durante décadas, El Salvador fue el escenario de una
historia repetida hasta el cansancio: gobiernos corruptos, discursos
hipócritas, promesas incumplidas y una población sumida en el desencanto. Los
lobos, astutos y voraces, se disfrazaron con piel de oveja para confundir al
pueblo, seduciéndolo con palabras dulces mientras lo devoraban lentamente. Bajo
la apariencia de partidos “democráticos”, de izquierda o de derecha, se
escondían los mismos intereses, los mismos apellidos, las mismas manos que
saquearon la nación y la convirtieron en un territorio de desigualdad y
desesperanza.
La fábula del lobo vestido con piel de oveja,
atribuida a Esopo, se convierte aquí en una metáfora viva del pasado político
salvadoreño. Durante los años de dominio del bipartidismo —ARENA y FMLN—, los
gobernantes aprendieron a disfrazarse con el lenguaje del pueblo para mantener
intactos sus privilegios. Cada elección era una representación teatral donde
los actores cambiaban de color, pero el guion seguía siendo el mismo: promesas
vacías, corrupción, endeudamiento, violencia y abandono social. La Asamblea
Legislativa, en manos de esas élites, funcionaba más como un club privado que
como un órgano del pueblo; legislaban para los poderosos y se burlaban del
dolor de los humildes.
En ese contexto histórico, el ensayo “Lobos vestidos
con piel de oveja” (2018) —escrito durante la era de los gobiernos de ARENA
y FMLN— representó una denuncia moral, una voz que rompía el silencio impuesto
por los medios complacientes y las instituciones corruptas
LOBOS VESTIDOS CON PIEL DE OVEJA…
Era el grito de
una conciencia crítica que advertía al pueblo sobre los falsos redentores:
políticos que hablaban de justicia mientras pactaban con la impunidad, que
decían defender a los pobres mientras vivían en la opulencia. Aquella época fue
un tiempo de tinieblas políticas donde la mentira se institucionalizó y la
corrupción se volvió sistema.
Sin embargo, el tiempo —como la verdad— acaba por
desnudar a los impostores. La historia reciente de El Salvador es la prueba
viva de que ninguna nación permanece eternamente engañada. El pueblo,
cansado de la farsa, decidió sacudirse el miedo y romper con el dominio de los
lobos. Lo que comenzó como un murmullo de inconformidad se transformó en una
marea ciudadana que barrió con los símbolos de la vieja política. Así emergió
una nueva etapa en la historia nacional: la del despertar ciudadano, la
del pueblo que asumió su poder y su dignidad.
Esta introducción pretende no solo contextualizar la
metáfora de la fábula, sino también reinterpretarla desde la realidad
contemporánea salvadoreña. La imagen del “lobo disfrazado” no pertenece
únicamente al pasado; es un arquetipo universal que sigue acechando bajo nuevas
formas. Pero hoy el pueblo tiene una ventaja: ha aprendido a reconocer el
disfraz.
Como advertía Aristóteles en La Política, “la
corrupción de lo mejor es lo peor que puede sucederle a un Estado”; y en El
Salvador, los que se autoproclamaban “revolucionarios” o “demócratas”
terminaron siendo los más corruptos y cínicos de todos. De ahí la importancia
de analizar críticamente cómo el país transitó del desencanto al renacimiento,
de la mentira institucional a la recuperación de la esperanza.
El objetivo de este ensayo es, por tanto, mostrar el
contraste histórico y moral entre aquella época de lobos disfrazados y la
etapa actual de reconstrucción política. No se trata de idealizar un gobierno o
una figura, sino de resaltar el cambio estructural que ha permitido devolverle
al Estado su razón de ser: servir al pueblo, no servirse de él.
Así, el texto se estructura en tres movimientos:
1.
El pasado
oscuro, dominado por los lobos con piel de oveja que destruyeron las
instituciones y traicionaron al pueblo.
2.
El punto
de quiebre histórico, en el que la ciudadanía se rebeló contra el engaño.
3.
El nuevo
horizonte ético, en el que el trabajo honesto, la transparencia y la
soberanía se han convertido en pilares de una nueva nación.
El Salvador de hoy no es el mismo país de ayer. El cambio
no fue producto de la casualidad, sino de la conciencia.
Como escribió Galeano (2009), “la historia de América
Latina ha sido la historia del despojo, pero también la historia de los pueblos
que se cansaron de ser despojados.” Esa frase sintetiza el espíritu de este
ensayo: el pueblo salvadoreño se cansó de los lobos y decidió recuperar su
destino.
Hoy, el desafío no es solo recordar el pasado, sino
evitar que vuelva. Los lobos aún merodean, disfrazados de “analistas”,
“defensores de la democracia” o “líderes sociales”, intentando confundir
nuevamente al pueblo. Pero el rebaño ha cambiado: ya no camina con miedo, sino
con conciencia.
El Salvador ha pasado del desencanto a la esperanza, de
la manipulación al despertar. Y aunque aún quedan heridas por sanar, hay algo
que ya nadie puede arrebatar: la dignidad recuperada de un pueblo que
aprendió a reconocer el valor de su propia voz.
2. LA FÁBULA DE LOS LOBOS POLÍTICOS: EL ENGAÑO
INSTITUCIONALIZADO
En la antigua Grecia, Esopo escribió una fábula inmortal:
un lobo hambriento, incapaz de atrapar a las ovejas, decidió disfrazarse con
la piel de una de ellas para infiltrarse en el rebaño y devorar a su presa sin
ser descubierto. La moraleja es sencilla pero profunda: las apariencias
pueden ser más peligrosas que las armas, porque el disfraz de la virtud puede
esconder la corrupción más vil.
Durante años, El Salvador vivió exactamente esa parábola.
Los “lobos políticos” aprendieron a disfrazarse con el lenguaje del pueblo:
hablaban de democracia mientras pactaban con la
impunidad, se autodenominaban patriotas mientras vendían la soberanía nacional,
y se proclamaban cristianos o revolucionarios mientras robaban al erario. La
fábula de Esopo se volvió política viva: un país entero engañado por una élite
que dominó con el arte de la simulación.
En la época de los gobiernos de ARENA y FMLN, la
corrupción no era un accidente, sino un sistema estructurado y protegido por
las instituciones. La Asamblea Legislativa, la Corte Suprema, la Fiscalía, los
ministerios y las alcaldías funcionaban como engranajes de un mismo mecanismo
de impunidad. Mientras el pueblo luchaba por sobrevivir con salarios de hambre,
los funcionarios se repartían prebendas, sobresueldos y contratos amañados. El
poder se convirtió en una máscara, una piel de oveja cuidadosamente cosida
sobre el cuerpo del lobo.
Como señalaba Aristóteles (1998), “la corrupción de lo mejor es lo peor”, y El Salvador fue víctima de la
corrupción del ideal democrático. La política se redujo a una farsa: elecciones
controladas por el dinero, partidos convertidos en empresas familiares, líderes
sin principios y medios de comunicación que hacían de la mentira un negocio
rentable. En ese contexto, el ciudadano fue relegado a simple espectador de su
propio saqueo.
Los lobos políticos perfeccionaron el arte del engaño. Algunos
usaban discursos de derecha, apelando a la “libertad de mercado” para
justificar la entrega del país a las corporaciones extranjeras. Otros, desde la
izquierda, hablaban de “justicia social” mientras enriquecían a sus allegados.
En el fondo, ambos
representaban la misma lógica del poder: el saqueo institucionalizado.
El lobo moderno no actúa solo; necesita cómplices. En El
Salvador, estos cómplices fueron las élites económicas que financiaron
campañas, las fundaciones “intelectuales” que justificaron el neoliberalismo, y
los medios que silenciaron la verdad. Como bien advirtió Bourdieu (1998), “la dominación simbólica se ejerce
cuando los dominados aceptan como naturales los valores y discursos de los
dominadores.” Así fue durante tres décadas: la corrupción se
volvió cultura, el robo se normalizó y la indignación se apagó bajo toneladas
de propaganda.
Los lobos aprendieron a mentir con ternura. Prometían
libertad, pero entregaban miseria; ofrecían desarrollo, pero multiplicaban el
desempleo; hablaban de paz, pero mantenían viva la violencia estructural. En
cada campaña electoral, la historia se repetía con precisión matemática:
promesas, mentiras, olvido. El pueblo, agotado y desesperanzado, asistía a su
propio sacrificio como el pastor de la fábula que, sin saberlo, termina matando
al lobo creyendo que es una oveja.
La farsa alcanzó niveles grotescos. Algunos gobernantes
se presentaban como hombres de fe, citando versículos bíblicos mientras
despojaban al Estado; otros se autodenominaban “revolucionarios” mientras se
aliaban con las élites que antes decían combatir. En realidad, todos eran
actores del mismo teatro político, donde el disfraz era más importante que la
verdad.
Pero el engaño tiene un límite. La historia enseña que
los pueblos pueden ser engañados durante un tiempo, pero no eternamente. Como
escribió Galeano (2009), “la mentira política puede triunfar durante años,
pero siempre termina devorada por la realidad que pretende ocultar.” Eso
fue lo que ocurrió en El Salvador: la máscara se desgarró, el disfraz se cayó,
y los lobos quedaron al descubierto.
El engaño institucionalizado se sostuvo sobre una tríada
perversa: la manipulación mediática, la impunidad judicial y la indiferencia
social. Estas tres fuerzas crearon un círculo vicioso en el que el pueblo
no solo era víctima, sino también rehén. Sin embargo, incluso en medio del
engaño, comenzó a germinar una semilla de resistencia. Los jóvenes, las
comunidades y los sectores más golpeados por la corrupción empezaron a
despertar, a cuestionar y a perder el miedo.
Esa semilla se convertiría años después en el árbol del
cambio político que transformó al país. Pero antes de llegar a ese
renacimiento, fue necesario atravesar un largo periodo de oscuridad, de
promesas rotas y de cinismo político. El siguiente apartado examinará
precisamente esa primera fase del lobo con piel de oveja: la era del saqueo
privatizador y la consolidación del poder oligárquico bajo los gobiernos de
ARENA.
1.
ARENA Y LA
DERECHA OLIGÁRQUICA: LA ERA DEL SAQUEO PRIVATIZADOR
Hablar de la historia política de El Salvador entre
finales del siglo XX y la primera década del XXI es hablar de un proceso
sistemático de despojo nacional disfrazado de “modernización”. Bajo los
gobiernos del partido ARENA —desde Alfredo Cristiani (1989-1994) hasta Elías
Antonio Saca (2004-2009)— se consolidó uno de los periodos más oscuros de la
vida republicana: el saqueo institucionalizado del Estado salvadoreño,
orquestado desde los intereses de la élite económica y amparado por un aparato
político que legislaba en función del dinero, no de la justicia.
ARENA no solo heredó el poder de la guerra; lo administró
como botín. La firma de los Acuerdos de Paz en 1992 —un hecho histórico que
debió marcar un nuevo comienzo— se convirtió en el punto de partida de una
colonización económica. Con el pretexto de atraer inversión y “modernizar el
país”, el gobierno de Alfredo Cristiani inició la privatización masiva
de las empresas públicas: ANTEL, las distribuidoras de energía, los bancos, las
pensiones, el sistema de salud y hasta los servicios esenciales como el agua y
la telefonía. El Estado fue desmantelado pieza por pieza, entregado a los
grandes grupos financieros nacionales y extranjeros, y el pueblo quedó reducido
a mero consumidor de lo que antes le pertenecía.
Lo que se presentó como un “avance económico” fue, en
realidad, una forma sofisticada de despojo. En palabras de Galeano (2009), “el
neoliberalismo es la libertad del zorro en el gallinero.” Y así fue: la
libertad de unos pocos para devorar la riqueza nacional a costa del hambre de
millones. Los resultados no tardaron en mostrarse: desempleo masivo, salarios
de miseria, migración forzada y un abismo social que separó a los privilegiados
del resto del país.
Cristiani: el inicio de la corrupción estructural
El gobierno de Alfredo Cristiani fue el laboratorio del
neoliberalismo en El Salvador. Bajo su mandato se aprobaron leyes que abrieron
las puertas a la privatización y se suprimieron los derechos sindicales
conquistados durante décadas. Además, se institucionalizó el modelo de los
“sobresueldos”, mediante el cual los altos funcionarios recibían dinero del
Estado en secreto, fuera de toda legalidad. Fue también el período en que la
corrupción comenzó a funcionar como sistema de gobierno.
Cristiani, representante directo del gran capital,
inauguró un estilo político basado en el cinismo. Vendió el patrimonio
nacional, entregó el país a las multinacionales y consolidó un modelo económico
excluyente. Bajo su gestión, el crecimiento económico fue solo para los de
arriba; los de abajo, mientras tanto, fueron empujados hacia la pobreza, el
desempleo y la emigración.
Calderón Sol: la consolidación del Estado-empresa
Su sucesor, Armando Calderón Sol (1994-1999), continuó y
profundizó el desmantelamiento del Estado. Bajo su administración se consolidó
la entrega de los recursos nacionales y se impuso la lógica del “Estado
mínimo”, que en realidad significó un Estado impotente frente a los intereses
privados. Las instituciones públicas dejaron de servir al pueblo para servir al
mercado.
Durante este período se reprimió con fuerza a los
sindicatos y se criminalizó la protesta social. Las comunidades que exigían
derechos fueron tratadas como enemigas del desarrollo. En nombre del “orden y
la inversión”, se sofocó la voz del pueblo. Fue la época en que, como advirtió
Karl Marx (1976), “la libertad del capital se logra al precio de la
esclavitud del trabajo.”
Francisco Flores: la pérdida de identidad y la
dolarización
Si hubo un punto de quiebre en la historia reciente de El
Salvador, fue el gobierno de Francisco Flores (1999-2004). Con su gestión se
impuso la dolarización, presentada como una estrategia para fortalecer
la economía, pero que en realidad significó la pérdida de la soberanía
monetaria. El colón, símbolo de identidad nacional, fue reemplazado por una
moneda extranjera que consolidó la dependencia económica y destruyó la
capacidad productiva interna.
Bajo el manto del “progreso”, Flores ejecutó una de las
decisiones más impopulares y nocivas del siglo XXI. La dolarización empobreció
aún más a los sectores populares, encareció los productos de la canasta básica,
precarizó el salario y benefició únicamente a los grandes bancos y
exportadores. A la par, la corrupción alcanzó niveles escandalosos. Los fondos
del terremoto de 2001 desaparecieron sin explicación; los programas de
reconstrucción se convirtieron en negocios personales; y los funcionarios del
gabinete presidencial vivieron rodeados de lujos mientras el país se hundía en
la miseria.
Francisco Flores pasará a la historia —como bien afirmaba
el ensayo original de 2018— como “el presidente más nefasto y ladrón de la
historia salvadoreña”
LOBOS VESTIDOS CON PIEL DE OVEJ…
Su muerte no borró su legado de despojo; solo cerró un
ciclo de impunidad.
Elías Antonio Saca: el cinismo hecho gobierno
El último eslabón de la cadena arenera fue Elías Antonio
Saca (2004-2009), quien se presentó como “el presidente con sentido humano”. Su
discurso populista prometía reconciliar al país, pero su administración terminó
siendo un ejemplo grotesco de corrupción y derroche. Mientras hablaba de
“humanismo”, desviaba fondos públicos, manipulaba la prensa y alimentaba una
red de clientelismo político.
El caso Saca —confirmado años después por los tribunales—
reveló el verdadero rostro del poder oligárquico: un poder sin límites éticos,
donde la avaricia era virtud y la impunidad, derecho adquirido. Con su
gobierno, ARENA cerró su ciclo político, dejando al país sumido en la ruina
moral, económica y social.
El legado del saqueo
El resultado de esos veinte años fue devastador: un país
con instituciones quebradas, una deuda pública creciente, servicios básicos
colapsados, y millones de salvadoreños obligados a migrar por hambre y
desesperanza. El sueño neoliberal se convirtió en una pesadilla colectiva.
La era arenera fue la institucionalización del egoísmo,
el reinado del mercado sobre la vida y la exaltación del dinero sobre el ser
humano. Como escribió Bauman (2017), “en la modernidad líquida, el poder se
libera de toda responsabilidad moral.” Y eso fue lo que ocurrió: un poder
sin alma, una política sin conciencia y un Estado sin pueblo.
La fábula de los lobos encontró aquí su máxima expresión.
Los gobiernos de ARENA no se limitaron a devorar los recursos públicos;
devoraron la confianza, la identidad y la esperanza de un pueblo. Dejaron tras
de sí un país saqueado, dividido y cansado, pero no vencido. Porque, aunque los
lobos creyeron haber acabado con el rebaño, el pueblo aún conservaba su
memoria. Y esa memoria, años después, sería el germen de su renacer.
V. El FMLN en el poder: la izquierda que se volvió
derecha
Si los gobiernos de ARENA simbolizaron la corrupción de
la derecha oligárquica, los del FMLN representaron la traición ideológica
más dolorosa de la historia política salvadoreña. Durante décadas, miles de
salvadoreños creyeron que aquel movimiento —nacido en las montañas, forjado en
la resistencia y teñido con la sangre de los humildes— traería la justicia
social, la equidad y la dignidad negadas por los regímenes anteriores. Pero el
tiempo se encargó de demostrar que el poder, cuando carece de principios,
termina devorando los ideales.
El FMLN, que prometió redención, acabó reproduciendo los
mismos vicios del sistema que juró destruir. Llegó al gobierno en 2009 con la esperanza
de millones de salvadoreños que veían en él el rostro de la justicia histórica.
Sin embargo, la izquierda en el poder se transformó en una nueva oligarquía
política, enriquecida, soberbia y desconectada del pueblo. La revolución se
convirtió en burocracia, y la esperanza, en frustración.
Mauricio Funes: el redentor que se corrompió
El primer gobierno del FMLN (2009-2014), encabezado por Mauricio
Funes Cartagena, fue la primera gran decepción del siglo XXI. Funes se
presentó como un outsider, como un periodista valiente que denunciaba la
corrupción y prometía gobernar “para los pobres”. Pero una vez en el poder, su
discurso se desvaneció. Se rodeó de una cúpula partidaria obsesionada con el
control político, la repartición de cargos y los privilegios.
El “gobierno del cambio” se convirtió rápidamente en el
“gobierno de los sobresueldos”. Las denuncias de corrupción se multiplicaron,
los fondos públicos desaparecieron, y los proyectos emblemáticos se
convirtieron en instrumentos de propaganda. Funes utilizó los símbolos del
pueblo —la imagen de Monseñor Romero, la bandera de la justicia social— como
escudo para proteger sus abusos.
Cuando años más tarde fue acusado de desviar más de 350
millones de dólares del erario nacional y huyó del país, se desmoronó el
mito del redentor. Su caso no fue solo un delito económico, sino una traición
moral. La izquierda que antes condenaba la corrupción se volvió cómplice de
ella. El FMLN, en lugar de condenar al culpable, lo defendió, mostrando que su
prioridad no era la ética sino el poder.
Como advertía Chomsky (2010), “la traición de las
élites progresistas consiste en apropiarse del lenguaje del cambio para
perpetuar los privilegios.” Y eso fue precisamente lo que ocurrió: el
discurso de justicia se transformó en una coartada para el enriquecimiento.
Salvador Sánchez Cerén: la ceguera del poder
El segundo gobierno del FMLN (2014-2019), presidido por Salvador
Sánchez Cerén, profundizó el desgaste moral y político. El excomandante
guerrillero, símbolo de la lucha revolucionaria, terminó prisionero de la
burocracia partidaria. Su administración fue un gobierno sin dirección, sin
autocrítica y sin contacto con la realidad del pueblo.
Durante su mandato, el costo de la vida se elevó
dramáticamente. La canasta básica, los combustibles y los servicios públicos se
encarecieron, mientras los salarios permanecían estancados. Se implementaron nuevos
impuestos, que golpearon directamente a los sectores más pobres. La reforma
al sistema de pensiones, presentada como una conquista, resultó ser una nueva
carga para la clase trabajadora.
La cúpula del FMLN celebraba estos retrocesos como
“logros revolucionarios”, mientras el país se hundía en la desesperanza. La
corrupción continuó; los proyectos sociales fueron politizados; y la dirigencia
del partido se cerró en una burbuja de arrogancia y autosuficiencia.
Sánchez Cerén pasará a la historia como el presidente
de la desilusión, el hombre que simbolizó el colapso de una ideología que
perdió su alma. En lugar de representar al pueblo, su gobierno representó el
ocaso de un sueño: el de una izquierda que se olvidó de los pobres cuando llegó
al poder.
Del ideal al privilegio
El FMLN se transformó en una maquinaria electoral,
desconectada de las bases que alguna vez lo sostuvieron. Los dirigentes, antes
guerrilleros humildes, se convirtieron en funcionarios ricos y en políticos
privilegiados. Los ideales de justicia, solidaridad y equidad fueron
reemplazados por la búsqueda de cargos, viajes, viáticos y prebendas.
La frase que mejor describe esa metamorfosis fue
pronunciada por el propio pueblo: “los que lucharon contra los opresores se
convirtieron en opresores.” La izquierda olvidó sus raíces y terminó
pactando con la derecha que antes llamaba enemiga. En los años 2018 y 2019,
dirigentes del FMLN llegaron al extremo de coincidir públicamente con los
intereses de ARENA, demostrando que su verdadera preocupación no era la patria,
sino el poder compartido.
Como señala Fromm (1976), “la corrupción del ideal
ocurre cuando el hombre cambia su misión por su comodidad.” Y eso fue lo
que sucedió con la izquierda salvadoreña: cambió la justicia por el privilegio,
la lucha por el acomodo, el sacrificio por el confort del poder.
El falso progresismo y la continuidad del modelo
neoliberal
Aunque el FMLN utilizó un discurso socialista, en la
práctica continuó el modelo neoliberal heredado de ARENA. No revirtió
las privatizaciones, no fortaleció el sistema público, ni impulsó un modelo
productivo soberano. Por el contrario, consolidó la dependencia económica y
mantuvo intactos los intereses de las élites financieras. La diferencia entre
ambos partidos era solo estética: colores distintos, pero la misma estructura
de corrupción y saqueo.
Este fenómeno —que muchos sociólogos llaman
“neoliberalismo progresista”— es una de las expresiones más cínicas de la
política contemporánea. Según Nancy Fraser (2019), “el progresismo
neoliberal combina la retórica de la justicia social con políticas que reproducen
la desigualdad.” Esa descripción encaja perfectamente con el FMLN en el
poder: hablaban de justicia mientras aprobaban medidas que perjudicaban al
trabajador.
La traición al pueblo
Al final de una década de gobiernos del FMLN, el pueblo salvadoreño
comprendió que había sido traicionado por segunda vez. Primero por la derecha
que lo oprimió, y luego por la izquierda que lo engañó. Los lobos habían
cambiado de color, pero seguían siendo lobos.
La decepción fue tan profunda que el país entero comenzó
a rechazar el viejo orden. El pueblo ya no creía en discursos, sino en
resultados; no quería consignas, sino hechos. En las calles, en los barrios, en
las comunidades, la gente empezó a repetir una frase que lo decía todo: “todos
son iguales.”
Pero en medio de ese desencanto nació una nueva
conciencia. El pueblo comprendió que los partidos tradicionales eran las dos
manos del mismo cuerpo corrupto. Fue entonces cuando comenzó a gestarse una
ruptura histórica: la rebelión ciudadana contra el sistema.
Como escribió Monseñor Romero (1980), “cuando el
pueblo se organiza y toma conciencia de su dignidad, ninguna fuerza puede
detenerlo.” Y esa fuerza, contenida durante décadas, estaba a punto de
estallar en las urnas.
VI. EL PUEBLO COMO VÍCTIMA Y TESTIGO: HAMBRE, MIEDO Y
RESISTENCIA
Mientras los políticos se repartían el poder y el dinero,
el pueblo salvadoreño se convirtió en víctima silenciosa del saqueo,
testigo impotente de su propia tragedia. Durante treinta años, la mayoría de
los salvadoreños sobrevivió entre la pobreza, la violencia y la desesperanza.
En cada hogar, en cada cantón, en cada escuela y hospital abandonado, se sentía
el peso de la indiferencia de quienes gobernaban con el rostro de oveja pero el
corazón de lobo.
La historia del país en esas décadas no puede contarse
desde los discursos oficiales, sino desde la mirada del pueblo: el agricultor
que perdió su tierra por los créditos impagables, la madre que llora porque su
hijo emigró a los Estados Unidos, el maestro que enseña sin recursos, el obrero
que vive con un salario que no alcanza para comer. Ellos fueron —y siguen
siendo— los verdaderos protagonistas de una lucha silenciosa que mantuvo viva
la llama de la esperanza cuando todo parecía perdido.
Los gobiernos de ARENA y FMLN convirtieron la pobreza en
una estadística y el hambre en rutina. Las promesas de bienestar se
transformaron en limosnas disfrazadas de programas sociales, mientras la
desigualdad se multiplicaba. La educación pública fue relegada a la
precariedad, la salud se volvió privilegio, y la seguridad se fragmentó bajo el
miedo a la violencia y las pandillas.
Como afirmaba Galeano (2009), “la pobreza no cayó del
cielo; tiene nombres y apellidos.” En El Salvador, esos nombres fueron los
de quienes gobernaron con la máscara del patriotismo y la codicia como
religión. Los mismos que hablaban de libertad mientras encadenaban al pueblo a
la deuda y al desempleo.
Hambre y exilio: las heridas del modelo
El hambre fue la forma más cruel de la dominación. Miles
de familias aprendieron a sobrevivir con un dólar al día, mientras los
ministros del régimen se repartían sobresueldos y viajaban en aviones privados.
El pueblo, acostumbrado a la injusticia, veía cómo el costo de la vida subía
mientras los salarios quedaban congelados. En los barrios pobres, el desayuno
muchas veces consistía solo en un café ralo; en el campo, las cosechas se
perdían por falta de apoyo estatal; y en las escuelas, los niños estudiaban en
pupitres rotos, con techos que se caían a pedazos.
Esa miseria estructural obligó a millones de salvadoreños
a emigrar. La migración masiva se volvió el único escape posible. Familias
enteras emprendieron el viaje hacia el norte buscando lo que su propio país les
negaba: una oportunidad de vida. Los gobiernos de turno celebraban las remesas
como “éxito económico”, cuando en realidad eran el reflejo del fracaso
nacional. Cada dólar enviado desde el extranjero llevaba consigo la
nostalgia del desarraigo y la denuncia silenciosa de un Estado que abandonó a
su gente.
El miedo como herramienta política
A la pobreza se sumó el miedo. Durante años, la violencia
fue utilizada como instrumento de control. Las pandillas crecieron bajo la
indiferencia y la complicidad de los gobiernos, que usaban la inseguridad como
excusa para militarizar barrios y justificar su incapacidad. El ciudadano vivía
entre el temor a los delincuentes y la desconfianza hacia las autoridades.
En los años del bipartidismo, el miedo se volvió política
de Estado. Los poderosos necesitaban un pueblo asustado para seguir gobernando.
La inseguridad, la corrupción y la miseria formaban una tríada que mantenía
paralizada a la sociedad. Pero incluso bajo esa oscuridad, el espíritu del
pueblo salvadoreño no fue destruido.
La resistencia silenciosa
En las comunidades más pobres, la solidaridad sobrevivió
como un acto de rebeldía. Las mujeres organizaron comedores, los maestros
siguieron enseñando sin salario digno, los jóvenes soñaron con un futuro
distinto. La esperanza no murió: se escondió en los corazones de quienes creían
que algún día la justicia llegaría.
Esa resistencia silenciosa fue el germen de la
transformación que vendría después. El pueblo aprendió a desconfiar de los
discursos, a reconocer los disfraces y a mirar más allá de las apariencias.
Comprendió que su fuerza no estaba en los partidos, sino en su conciencia.
Como recordaba Monseñor Romero (1980), “la voz del
pueblo es la voz de Dios cuando grita contra la injusticia.” Y ese grito
—reprimido, ignorado, menospreciado— finalmente se convirtió en la voz del
cambio.
El Salvador, herido pero no vencido, fue madurando en
medio del dolor. Cada abuso, cada mentira, cada traición acumulada fue forjando
una nueva conciencia colectiva. El pueblo se dio cuenta de que los lobos no
solo existían en los palacios, sino también en los templos, en los medios y en
las instituciones que decían representarlo. La farsa había llegado demasiado
lejos, y la paciencia se agotaba.
La historia estaba a punto de girar. Las heridas de la
injusticia se transformarían en fuerza moral. El pueblo, que por décadas había
sido víctima y testigo, estaba a punto de convertirse en protagonista de su
liberación.
VII. EL PUNTO DE INFLEXIÓN: EL AÑO EN QUE EL MIEDO CAMBIÓ
DE BANDO
Toda historia de opresión llega a su límite. Después de
treinta años de corrupción, mentiras y simulación política, el pueblo
salvadoreño decidió romper el ciclo del miedo y del engaño. Durante
décadas, los lobos con piel de oveja dominaron el país a través de una fórmula
perversa: mantener al pueblo dividido, desinformado y resignado. Pero esa
estrategia comenzó a desmoronarse cuando las nuevas generaciones, armadas con
conciencia y cansancio, se negaron a seguir siendo espectadores de su propia
miseria.
El año 2019 marcó el punto de inflexión en la
historia moderna de El Salvador. Fue el año en que el pueblo tomó una decisión
que cambiaría el rumbo de la nación: poner fin al bipartidismo de ARENA y
FMLN, esas dos estructuras que por décadas habían monopolizado la política,
intercambiando el poder como si fuera propiedad privada.
Por primera vez en la historia reciente, la esperanza se impuso al miedo, y la
conciencia popular venció a la manipulación.
La victoria del nuevo liderazgo no fue solo electoral,
sino simbólica. Representó el despertar de un pueblo que había sido burlado,
humillado y traicionado. Aquella jornada no fue simplemente un cambio de
presidente; fue el principio del fin de un modelo de dominación. Los
lobos, acostumbrados a controlar el poder desde las sombras, vieron cómo el
rebaño se les escapaba de las manos.
El Salvador despertó, y con él despertó una generación
que se negó a seguir callando. Los jóvenes —los mismos que crecieron sin
oportunidades, los que vivieron bajo la sombra de la violencia y el desempleo—
se convirtieron en protagonistas de una revolución democrática sin armas, sin
violencia, pero cargada de dignidad.
Como escribió Galeano (2009), “la historia de América
Latina es la historia del despojo, pero también la historia de los pueblos que
se cansaron de ser despojados.” Esa frase cobró vida en las calles, en las
redes, en los corazones de millones de salvadoreños que, cansados del cinismo
político, decidieron decir basta.
El derrumbe del miedo
Durante décadas, el miedo había sido la herramienta
predilecta del poder. Miedo a perder el empleo, miedo a hablar, miedo a ser
señalado, miedo a las pandillas, miedo a la pobreza, miedo a todo. Pero el 2019
fue el año en que ese miedo cambió de bando.
Los que antes gobernaban con arrogancia comenzaron a
temer al juicio del pueblo. La impunidad, que había sido su escudo, empezó a
resquebrajarse. Las instituciones que servían a las élites comenzaron a
reformarse, y por primera vez en mucho tiempo, la justicia empezó a tocar
las puertas del poder.
El pueblo perdió el miedo y descubrió su fuerza. Ya no
temía a los discursos ni a las amenazas mediáticas. Se había dado cuenta de que
el verdadero poder no estaba en los partidos, sino en la unidad de la gente.
Como afirmaba Paulo Freire (1970), “nadie libera a nadie, ni nadie se libera
solo: los hombres se liberan en comunión.” Esa comunión fue la que unió a
un país cansado de ser burlado por la clase política tradicional.
El cambio de paradigma
La irrupción de un liderazgo joven, visionario y rebelde
frente al sistema político tradicional representó algo más que una alternancia:
fue la refundación de la política. Por primera vez, el pueblo vio hechos
donde antes solo había promesas. Se rompió el pacto de hipocresía que mantenía
al país estancado, y se introdujo una nueva lógica de gestión basada en la
eficiencia, la honestidad y la cercanía con la gente.
La política dejó de ser privilegio de los apellidos
poderosos y se convirtió en un instrumento del pueblo. Las obras públicas
comenzaron a hablar más fuerte que las palabras. Los hospitales, las escuelas,
la infraestructura y la seguridad dejaron de ser utopías para convertirse en
realidades palpables.
Ese cambio de paradigma fue, al mismo tiempo, una
venganza moral del pueblo: una revancha contra todos aquellos que lo
subestimaron, que lo llamaron ignorante, que se burlaron de su fe y de su
dignidad. Los poderosos comprendieron, quizá demasiado tarde, que el pueblo que
habían despreciado era el mismo que ahora los juzgaba.
La caída del viejo orden
La derrota de ARENA y FMLN no fue solo electoral, sino
ética y simbólica. Cayó el discurso de la mentira, el muro de la manipulación y
el reinado del cinismo. Aquellos que durante décadas habían monopolizado los
medios, las leyes y las conciencias, se enfrentaron a la verdad: el pueblo ya
no los necesitaba.
El nuevo capítulo de la historia salvadoreña demostró que
la esperanza, cuando se convierte en conciencia, es más poderosa que
cualquier maquinaria política. La gente no solo votó por un cambio; votó
por dignidad, por justicia, por el derecho a creer otra vez en su país.
La ruptura de 2019 fue el inicio de un proceso que aún
continúa: el de la reconstrucción moral de la nación. Porque el cambio no se
mide solo en obras o cifras, sino en la transformación del espíritu colectivo.
El renacimiento de la conciencia popular
El pueblo salvadoreño comprendió que la libertad no se
mendiga, se conquista. Lo que antes parecía imposible —derrotar al sistema político
más corrupto de Centroamérica— se hizo realidad. Ese renacimiento fue el fruto
de la resistencia acumulada, de los dolores y frustraciones que durante años
moldearon la conciencia del país.
Hoy, el miedo cambió de rostro. Ya no es el pueblo el que
tiembla ante los poderosos; son los corruptos los que tiemblan ante la
justicia. Ya no es la gente la que huye del país por falta de esperanza; son
los saqueadores los que huyen para escapar del castigo.
El Salvador cambió el miedo por dignidad, la resignación
por coraje y la desesperanza por orgullo nacional. Lo que comenzó como un voto
de protesta se convirtió en una revolución ética: la del pueblo que finalmente
reconoció su poder.
Como enseñó Monseñor Romero (1980), “cuando el pueblo
despierta, su voz es más poderosa que cualquier ejército.” Y esa voz —la
del nuevo pueblo salvadoreño— ya no volverá a callar.
VIII.. EL NUEVO PARADIGMA: HONESTIDAD, EFICIENCIA Y
SOBERANÍA
Tras décadas de oscuridad política, el pueblo salvadoreño
comenzó a experimentar lo que muchos creían imposible: un gobierno que habla
menos y hace más, que promete poco, pero cumple, que no roba, sino que
reconstruye. El nuevo paradigma político nació del cansancio colectivo y de
la urgencia de recuperar la moral pública. Fue el fruto de una conciencia
ciudadana que decidió romper con el pasado y apostar por un modelo de Estado
fundado en tres pilares esenciales: honestidad, eficiencia y soberanía.
La honestidad como política de Estado
Durante los años del bipartidismo, la corrupción era el lenguaje
cotidiano del poder. Los cargos públicos se compraban y vendían; los recursos
del pueblo se desviaban sin pudor; los funcionarios se enriquecían mientras el
país se empobrecía. La llegada del nuevo liderazgo supuso una ruptura frontal
con esa cultura de impunidad. Por primera vez en la historia reciente, la
honestidad dejó de ser un discurso moral y se convirtió en una política de
Estado.
La frase “el dinero alcanza cuando nadie se lo roba”
dejó de ser un simple eslogan para transformarse en una filosofía de gobierno.
Esa afirmación, tan simple como profunda, desmanteló toda la lógica de los
gobiernos anteriores, demostrando que la verdadera escasez no era económica,
sino ética. En un país donde durante décadas se dijo que “no hay dinero”,
bastó con cerrar los grifos de la corrupción para comprobar que sí lo había,
solo que estaba en manos de unos pocos.
La transparencia, antes una palabra vacía, comenzó a
traducirse en hechos: auditorías públicas, obras terminadas, rendición de
cuentas y vigilancia ciudadana. El Estado dejó de ser el botín de unos cuantos
para convertirse en el patrimonio de todos. Como señaló Amartya Sen (2000), “la
libertad y la ética son condiciones del desarrollo humano; no consecuencias.”
Por primera vez, El Salvador comenzó a desarrollarse desde la base moral, no
desde la especulación financiera.
La eficiencia como deber patriótico
El segundo pilar del nuevo paradigma es la eficiencia,
entendida no como simple productividad burocrática, sino como compromiso ético
con el servicio público.
En los gobiernos del pasado, la ineficiencia era el disfraz de la corrupción:
los proyectos se detenían, las escuelas quedaban a medias, los hospitales eran
promesas, y los recursos “se perdían” misteriosamente. El cambio llegó cuando
se comprendió que la eficiencia es también una forma de justicia.
Un gobierno que entrega obras a tiempo, que cumple con su
palabra y que trabaja con planificación, está reparando moralmente la deuda
histórica con su pueblo. Las 70 escuelas inauguradas, los hospitales
reconstruidos, la mejora de la infraestructura vial, la modernización digital
del Estado y la inversión en seguridad son el reflejo de una nueva cultura
administrativa basada en resultados y no en excusas.
La eficiencia, en este nuevo contexto, se volvió sinónimo
de dignidad. Cada obra entregada representa no solo cemento y acero, sino el rescate
de la confianza nacional, esa que los lobos del pasado destruyeron con sus
mentiras. Como afirmaba Max Weber (1919), “la política no es un refugio para
los que buscan poder, sino una vocación para los que sirven.” Esa vocación,
ausente durante décadas, es hoy el alma de la transformación estatal
salvadoreña.
La soberanía como renacimiento nacional
El tercer pilar del nuevo paradigma es la soberanía,
una palabra que los antiguos gobernantes usaban como adorno en sus discursos,
pero que en la práctica despreciaban.
El Salvador, durante años, fue un país subordinado a intereses externos:
organismos financieros, embajadas, corporaciones y grupos de poder local dictaban
las políticas nacionales. El pueblo no elegía a sus gobernantes, elegía a sus
amos.
Hoy, la soberanía ha vuelto a ocupar el centro de la vida
política. El país ha recuperado su voz en el escenario internacional, tomando
decisiones desde su propio interés, no desde la obediencia a potencias
extranjeras. Esta independencia no es aislamiento, sino dignidad nacional.
Se acabaron los tiempos en que la élite pedía permiso para actuar o pedía
limosna disfrazada de cooperación.
Como escribió José Martí (1891), “un pueblo que se
respeta no se vende ni se arrodilla; se levanta sobre su honor.” Esa frase
describe con precisión el momento actual de El Salvador: un país que empieza a
ser dueño de su destino, que ha reemplazado la dependencia por la
autodeterminación, y que ha recuperado la confianza en su propio potencial.
La transformación como revancha moral
El cambio que vive el país no es solo económico o
político, sino profundamente moral. La nueva etapa representa una revancha
ética del pueblo salvadoreño contra las décadas de burla, saqueo y
desprecio. Cada hospital que se inaugura, cada escuela reconstruida, cada
programa social que llega al más pobre, es un acto de justicia histórica.
El Estado dejó de ser una maquinaria de exclusión para
convertirse en una herramienta de dignificación humana. Hoy, el poder sirve a
la gente, y no al revés. Esa inversión moral del poder es el mayor logro de
esta nueva era.
El Salvador ha demostrado que cuando el dinero no se
roba, el país prospera; cuando el pueblo es escuchado, la democracia florece; y
cuando la ética guía la política, la nación renace.
Lo que antes parecía utopía se ha vuelto experiencia
concreta. El país que por décadas fue sinónimo de corrupción y violencia, hoy
es referencia internacional de eficiencia, estabilidad y esperanza. Y todo ello
sin violencia, sin imposiciones, sin represión: solo con trabajo, con visión y
con honestidad.
En este nuevo paradigma, el pueblo es el protagonista y
la verdad es su escudo. Los lobos del pasado intentan aún disfrazarse, pero el
rebaño ya no duerme. La fábula ha cambiado: el pastor ahora vela por su pueblo,
y el pueblo protege su destino.
IX. LOS LOBOS RECICLADOS: OPOSICIÓN SIN MORAL NI PROYECTO
Después de haber sido derrotados en las urnas y en la
conciencia del pueblo, los viejos lobos del sistema político salvadoreño
—aquellos que se disfrazaron durante décadas con la piel de la democracia y la
justicia social— no desaparecieron; simplemente cambiaron de disfraz. Hoy se
autodenominan “analistas”, “opinadores”, “defensores de la democracia” o
“líderes sociales”, pero detrás de esas etiquetas sigue latiendo la misma
voracidad de siempre: la obsesión por recuperar los privilegios perdidos.
Estos personajes, reciclados del viejo orden, han
convertido su frustración en oficio. Hablan todos los días en medios, repiten
frases vacías sobre “libertades amenazadas” y “autoritarismo”, pero no porque
amen la democracia, sino porque extrañan los tiempos en que podían robar
impunemente. No defienden al pueblo, sino a su antiguo botín.
La oposición actual no tiene proyecto, ni ética, ni
credibilidad. Su único programa político es la nostalgia: añorar el pasado de
corrupción y mediocridad que el pueblo ya superó. Han intentado disfrazar su
fracaso con un falso discurso moral, presentándose como “víctimas” del cambio,
cuando en realidad son los verdugos del ayer.
El nuevo disfraz del cinismo
La estrategia es la misma de la fábula: volver a
ponerse la piel de oveja. Pretenden parecer intelectuales, pero su
pensamiento huele a moho; se dicen demócratas, pero nunca respetaron al pueblo
cuando tuvieron el poder; se autoproclaman “resistencia”, pero su única
resistencia es a la justicia y al progreso.
Son los mismos que guardaron silencio cuando el país se
hundía en la miseria; los mismos que aplaudieron privatizaciones, sobreprecios
y sobresueldos; los mismos que hoy intentan dar lecciones de ética desde los
escombros de su propia inmoralidad. En su arrogancia, no entienden que el
país cambió para siempre y que ya no hay espacio para los lobos con piel de
oveja.
Estos opositores mediáticos han hecho del ridículo una
vocación pública.
Uno dice que “no hay por qué inaugurar escuelas si el año escolar termina”,
otro critica la construcción de hospitales porque “eso no genera votos”, y un
tercero asegura que “la seguridad es una ilusión mediática”. No son oposición
política, sino caricatura moral. En su afán por atacar todo, se han convertido
en los mejores aliados de su propio descrédito.
Como señalaba Umberto Eco (2016), “el idiota del siglo
XXI es aquel que confunde la opinión con el conocimiento.” Y eso describe
perfectamente a esta nueva oposición: hablan sin pensar, critican sin
argumentos y opinan sin moral. Han reemplazado la razón por el resentimiento y
el análisis por la desinformación.
Los intereses ocultos detrás del discurso
Detrás del falso discurso democrático se esconden los
viejos intereses económicos. Los que hoy se autoproclaman “críticos del
sistema” no luchan por el bien común, sino por recuperar los negocios, los
contratos y los privilegios que perdieron cuando el Estado dejó de ser su caja
chica. Se presentan como salvadores de la libertad, pero en realidad añoran la
libertad de robar.
Esta oposición parasitaria se alimenta de los mismos
medios que durante años manipularon al pueblo. Los programas de opinión se
convirtieron en refugios de los derrotados, los noticieros en portavoces de la
frustración, y las redes sociales en trincheras del odio. Todo su activismo
gira en torno a un único objetivo: hacer fracasar lo que funciona, para que
regrese lo que fracasó.
El problema no es la crítica —que es necesaria en toda
democracia—, sino la mala fe con que se ejerce. La crítica constructiva
busca mejorar; la crítica cínica busca destruir. La oposición salvadoreña se
quedó sin ideas, sin vergüenza y sin pueblo. Por eso gritan, insultan y
manipulan: porque saben que ya nadie les cree.
El pueblo como juez moral
El pueblo, que durante décadas fue engañado, ya aprendió
a reconocer a los farsantes. Hoy distingue entre quien construye y quien destruye,
entre quien trabaja y quien simula. Ya no se deja confundir por el disfraz del
“intelectual de izquierda” ni por el del “empresario patriota”. Sabe que,
detrás de esas apariencias, sigue el mismo apetito de poder.
Como escribió el filósofo italiano Antonio Gramsci
(1971), “los viejos sistemas no mueren de inmediato; sobreviven como
espectros que aún creen que gobiernan.” Eso son los opositores de hoy: espectros
del pasado, sombras que se resisten a desaparecer porque el brillo del
presente los ciega.
Y mientras ellos se hunden en su propio rencor, el país
avanza. Cada escuela inaugurada, cada obra entregada, cada niño que estudia o
cada familia que vive segura, es un golpe más a su hipocresía.
La oposición actual no representa una alternativa
política, sino un símbolo del fracaso histórico del viejo régimen. Por
eso recurren a la burla, a la exageración y a la mentira: porque no tienen nada
más que ofrecer.
La fábula continúa, pero con otro final
La fábula del lobo con piel de oveja se repite, pero con
una diferencia crucial: esta vez el rebaño despertó. El pueblo ya no cree en
los disfraces, ni se deja guiar por falsos pastores. Los lobos hablan, pero
nadie los escucha; gruñen, pero nadie los sigue.
El tiempo en que los corruptos dictaban la verdad ha terminado.
Hoy la palabra “oposición” ha perdido su dignidad porque
quienes la encarnan la prostituyeron en nombre del oportunismo. No buscan
servir al país, sino vengarse del pueblo que los expulsó del poder. Sin embargo,
no hay venganza más grande que el éxito de quien fue despreciado.
El
Salvador vive su propio renacimiento, y cada avance, cada obra, cada acto de
justicia, es la prueba de que los lobos ya no gobiernan.
El rebaño ha aprendido a defender su territorio, y el pastor —el Estado
honesto— vela por el bienestar de todos.
Los viejos lobos, reciclados y derrotados, seguirán
ladrando en los micrófonos, pero ya no muerden: el pueblo salvadoreño les
quitó los colmillos.
X. LA ÉTICA DEL CAMBIO: UNA LECCIÓN PARA LA HISTORIA
La historia de El Salvador no puede comprenderse
únicamente desde los números, los proyectos o las estadísticas. El cambio que
el país ha vivido en los últimos años tiene un carácter ético y espiritual
que trasciende la administración pública: representa la recuperación de la
dignidad humana, la reivindicación de la verdad y el restablecimiento del valor
moral como fundamento de la política.
Por primera vez en mucho tiempo, el pueblo salvadoreño ha
comenzado a experimentar un Estado con conciencia, un gobierno que no ve
al ciudadano como una cifra electoral, sino como el centro de toda acción
pública. La ética —que antes era un adorno discursivo— hoy se ha convertido en
el corazón del proceso político. Y eso, más que un logro administrativo, es un
triunfo moral de toda una nación.
La política como servicio y no como privilegio
Durante décadas, la política fue el instrumento más
eficaz para enriquecerse, traficar influencias y garantizar impunidad. Los
gobernantes hablaban de “servicio público”, pero servían únicamente a sus
partidos o a sus patrocinadores. El nuevo paradigma ético ha invertido esa
lógica: ahora el político que roba no solo comete un delito, sino una traición
moral al pueblo.
Como señalaba Aristóteles en La Ética a Nicómaco
(1998), “el bien político es el bien supremo, porque es el bien de todos.”
En ese sentido, la política que hoy se impulsa en El Salvador no busca favores
ni privilegios, sino bienestar colectivo. El servicio público ha recuperado su
sentido original: servir.
La transformación ética del Estado se expresa en los
hechos: obras concluidas, transparencia en la gestión, austeridad en el gasto,
y una voluntad real de rendir cuentas al pueblo. Se trata de un cambio
cultural, de una pedagogía de la honestidad que se aprende viendo, no oyendo.
Porque cuando el pueblo ve que su dinero se convierte en escuelas, hospitales,
carreteras y seguridad, recupera la confianza y el respeto por la autoridad.
La educación y la conciencia ciudadana
Ninguna transformación puede sostenerse si no se
construye una conciencia cívica. La verdadera revolución salvadoreña es
educativa y moral: enseñar al ciudadano que la corrupción no es destino, que el
bien común es posible, y que la honestidad debe ser norma de vida, no
excepción.
La escuela, la universidad y la familia son hoy los
pilares de esta nueva ética nacional. La educación pública, largamente
olvidada, comienza a renacer no solo en infraestructura, sino en sentido:
educar para la verdad, la solidaridad y la responsabilidad.
Como afirmaba Paulo Freire (1970), “la educación es un acto de amor, por
tanto, un acto de valor.” Y ese valor —la conciencia crítica del pueblo— es
el que ha permitido distinguir entre el discurso del lobo y la voz del pastor.
La ética del cambio no consiste en una moral impuesta,
sino en una reconstrucción de la conciencia nacional. Significa entender
que el progreso no es solo material, sino espiritual; que el desarrollo no se
mide solo en carreteras o edificios, sino en valores, justicia y coherencia.
De la mentira al compromiso
El nuevo El Salvador ha demostrado que la verdad, cuando
se practica con coherencia, tiene más poder que cualquier propaganda. Por eso,
el cambio que vive el país es también una reparación histórica: el
pueblo que fue engañado durante décadas ahora puede mirar con orgullo lo que
construye.
Esa transformación ética es también una lección para las
futuras generaciones. Los niños y jóvenes que hoy crecen viendo escuelas
dignas, parques limpios, hospitales modernos y un gobierno que cumple, están
aprendiendo una pedagogía invisible pero poderosa: la del ejemplo moral.
Como escribió Monseñor Óscar Arnulfo Romero (1980), “la
política es la forma más alta de la caridad cuando se orienta al bien común.”
Esa frase, que resume la esencia del compromiso ético, cobra hoy vida en un
país que intenta reconciliar la justicia con la fe, el trabajo con la esperanza
y la política con la dignidad.
Una lección para la historia
El proceso de transformación salvadoreño es más que un
cambio de gobierno: es un proceso de purificación moral, una lección
viva de que los pueblos pueden cambiar cuando se lo proponen.
El Salvador demuestra que no hay destino inevitable, que los pueblos no están
condenados a la corrupción ni al fracaso, y que la honestidad puede convertirse
en política de Estado cuando hay voluntad, liderazgo y conciencia.
Esa es la gran enseñanza para la historia: el cambio
ético no nace de los poderosos, sino del pueblo consciente. Fue la gente,
cansada de los abusos, quien encendió la chispa del cambio; fue el pueblo quien
decidió que ya no aceptaría más mentiras, quien rompió el ciclo del miedo y
quien comenzó a escribir una nueva página de su historia.
La ética del cambio no es un punto de llegada, sino un
camino en construcción. Exige vigilancia, memoria y participación. Requiere
mantener viva la llama de la conciencia para que los lobos nunca vuelvan a
disfrazarse.
10. CONCLUSIÓN
La historia reciente de El Salvador constituye un ejemplo
vivo de cómo un pueblo puede pasar del sometimiento a la dignidad, de la
mentira a la verdad, y del miedo a la esperanza. Durante décadas, los lobos
con piel de oveja —disfrazados de patriotas, revolucionarios o demócratas— se
repartieron el poder, saquearon al Estado y convirtieron la política en una
industria del engaño.
Pero el pueblo salvadoreño, lejos de resignarse, maduró
en el sufrimiento. Cada abuso, cada promesa rota y cada acto de corrupción
se convirtió en una lección moral que lo preparó para el cambio. Ese proceso de
conciencia culminó en un despertar histórico: el momento en que el pueblo dijo
“basta” y decidió recuperar el control de su destino.
El nuevo El Salvador que hoy emerge es más que una etapa
política; es un renacimiento ético y espiritual. El país ha entendido que no
hay desarrollo sin honestidad, ni justicia sin verdad, ni democracia sin
dignidad. Las obras materiales son visibles, pero el cambio más profundo
está en el alma del pueblo: en la confianza recuperada, en la fe en el futuro,
en el orgullo de saberse protagonista de su propia historia.
La fábula del lobo con piel de oveja nos deja una
enseñanza que atraviesa generaciones: los pueblos que olvidan son devorados;
los que aprenden, se liberan. El Salvador aprendió. Y esa sabiduría
colectiva —forjada en la pobreza, en la lucha y en la esperanza— se ha
convertido en la mayor riqueza de la nación.
Hoy el país vive un tiempo nuevo: un tiempo de
reconstrucción moral, donde el Estado sirve y no se sirve, donde los impuestos
se transforman en escuelas y hospitales, donde el dinero ya no desaparece, sino
que llega a los más necesitados. Y aunque los lobos aún rondan disfrazados de
“analistas” o “opositores”, ya no engañan a nadie: el pueblo aprendió a reconocerlos
por su aullido.
La lección es clara: la corrupción no es una fatalidad,
sino una elección; y así como los corruptos eligieron traicionar al pueblo, el
pueblo eligió redimirse con su voto, con su conciencia y con su trabajo. Esa
decisión —profundamente moral— marcó un antes y un después en la historia
salvadoreña.
El nuevo paradigma de honestidad, eficiencia y soberanía
no solo ha transformado las instituciones, sino que ha encendido una llama en
el corazón nacional: la certeza de que sí es posible gobernar con ética,
construir con justicia y vivir con esperanza.
Y aunque el camino hacia la plenitud aún es largo, El
Salvador avanza con paso firme. La historia ya no se escribe en los escritorios
de los poderosos, sino en las manos del pueblo que trabaja, estudia, enseña y
cree. Porque cuando un pueblo se levanta con dignidad, ni todos los lobos del
mundo pueden volver a someterlo.
“El
dinero alcanza cuando nadie se lo roba, pero la esperanza renace cuando el pueblo deja de ser
espectador y se convierte en
arquitecto de su propio destino.”.” —MSc.
José Israel Ventura
XI. REFLEXIÓN FINAL
Cada generación tiene su prueba, y la nuestra fue
sobrevivir al engaño. Durante más de tres décadas, el pueblo salvadoreño caminó
entre la oscuridad de la corrupción y la desilusión de los falsos redentores.
Los lobos con piel de oveja disfrazaron el saqueo con discursos, vendieron el
futuro y traicionaron la fe de una nación entera. Pero el pueblo resistió. No
se extinguió su esperanza ni se apagó su conciencia.
Hoy, al mirar atrás, comprendemos que todo el dolor, la
pobreza y la injusticia fueron la forja de una nueva conciencia colectiva. Las
heridas se convirtieron en lecciones, y las lágrimas en fuerza. De ese pasado
sombrío emergió un pueblo más sabio, más crítico, más digno. El Salvador dejó
de ser víctima y se convirtió en protagonista de su propia historia.
Las nuevas generaciones heredan un país distinto, un país
que está aprendiendo a caminar con la frente en alto. A ellas les corresponde
cuidar este renacer ético y espiritual con el mismo amor y compromiso con que
fue conquistado. Que no olviden nunca que la libertad no se hereda: se
defiende. Que recuerden siempre que la corrupción empieza donde la
conciencia calla, y que ningún disfraz puede ocultar eternamente la mentira.
La historia enseña que los pueblos que olvidan sus luchas
están condenados a repetir sus derrotas. Por eso, el deber moral de esta
generación no es solo disfrutar los frutos del cambio, sino preservar su
esencia: la honestidad, la justicia y el respeto por el bien común. No
basta con tener un país distinto; hay que construir un pueblo distinto, donde
cada ciudadano viva como ejemplo de los valores que exige a sus gobernantes.
El Salvador del presente está demostrando que es posible
vivir en un Estado que trabaja, que respeta y que cumple. Pero el desafío del
futuro será mantener viva la llama de la conciencia para que los lobos no
regresen disfrazados de ovejas nuevas.
A las y los jóvenes salvadoreños —semilla del mañana— les
corresponde no solo continuar el camino, sino ensancharlo con educación, con
solidaridad y con memoria. Porque el cambio verdadero no se decreta: se
cultiva en la mente y en el corazón de cada persona que decide vivir con
honestidad.
Que
nunca olviden esta lección: El
poder sin ética destruye, pero la ética sin acción se apaga.
La esperanza no se predica, se construye. Y la patria no se hereda, se honra cada día con trabajo,
verdad y amor.
El Salvador ha despertado, y su despertar es el mensaje
más hermoso que puede legar al mundo: que un pueblo pequeño, humillado y
saqueado, puede levantarse grande, digno y libre cuando descubre la fuerza
moral que habita en su conciencia.
“El futuro de El Salvador no está en manos de los lobos
ni de los falsos profetas, sino en el corazón honesto de su juventud. Que ellos
no repitan los errores del pasado, sino que aprendan a amar la patria con la
verdad y a servirla con humildad.” —MSc. José Israel Ventura
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