lunes, 29 de septiembre de 2025

 

CUANDO LA UNIVERSIDAD ENVEJECE: CRÍTICA EPISTEMOLÓGICA Y PROPUESTA EMANCIPADORA”

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

1. INTRODUCCIÓN.

La universidad, considerada históricamente la máxima casa de estudios y el espacio por excelencia de la razón crítica, enfrenta hoy una crisis profunda que no puede seguir ignorándose. Desde su nacimiento en la Edad Media, la universidad se erigió como institución destinada a la formación del pensamiento, la transmisión del saber y la búsqueda del conocimiento científico y humanista. Sin embargo, lo que en su momento representó una conquista de la razón frente a la ignorancia y el dogma, hoy comienza a mostrar signos de agotamiento, de envejecimiento, de un desgaste que pone en entredicho su papel histórico

Cuando hablamos del “envejecimiento de la universidad” no nos referimos simplemente al paso del tiempo ni al desgaste natural de sus edificios y estructuras físicas. El envejecimiento al que aludimos es epistemológico, metodológico, ético y cultural. Es la evidencia de que la universidad, en muchos casos, sigue anclada en paradigmas obsoletos: una enseñanza memorística, repetitiva y fragmentada; una docencia que coloca al profesor como dueño absoluto del saber; una currícula hiperespecializada que mutila la integralidad del conocimiento; y una tendencia cada vez más peligrosa a someterse a las leyes del mercado en lugar de responder a las necesidades profundas de la sociedad.

Como sostiene Edgar Morin (2001), una de las grandes tragedias de la modernidad ha sido la fragmentación del saber: “Nuestra civilización y por consiguiente nuestra enseñanza, privilegiaron la separación en detrimento de la unión, el análisis en detrimento de la síntesis” (p. 42). Este diagnóstico refleja con crudeza el problema de la universidad contemporánea: produce especialistas en parcelas reducidas del conocimiento, pero incapaces de comprender la totalidad, de relacionar las partes con el todo, de construir síntesis críticas que ayuden a resolver los problemas de la humanidad.

Por otra parte, Michel de Montaigne, citado por Morin, recordaba con lucidez que “vale más una cabeza bien puesta que una repleta”. La universidad, sin embargo, sigue apostando por la acumulación de información antes que por la formación de pensamiento crítico. Llena la memoria de los estudiantes de datos y conceptos, pero les impide articularlos, reflexionarlos y aplicarlos a la realidad social. Así, en lugar de formar ciudadanos libres, cultos y pensadores, produce técnicos eficaces, pero muchas veces acríticos e incapaces de cuestionar el orden social imperante.

Esta crisis se agrava cuando observamos el papel del docente universitario. En vez de convertirse en un mediador, un investigador, un provocador de preguntas y un generador de pensamiento crítico, muchos docentes repiten sin cuestionamiento el método de la cátedra magistral que heredaron de sus maestros. Se limitan a “enseñar lo que saben” sin abrir espacio a la reflexión, la creatividad y el cuestionamiento epistemológico. Como señala Bedoya (2005), esta actitud revela un grave error: la educación universitaria inhibe, reprime y hasta atenta contra las auténticas formas de acceder, investigar y producir conocimiento científico.

Estamos, entonces, ante un desafío histórico. La universidad puede continuar envejeciendo, anclada en sus viejos paradigmas y sometida al mercado, o puede emprender una renovación radical, epistemológica y pedagógica, que la devuelva a su misión original: ser un espacio de libertad, de pensamiento crítico, de producción científica y de transformación social.

El presente ensayo busca analizar, con un tono crítico y enérgico, los principales síntomas de envejecimiento de la universidad, así como sus causas y posibles salidas.

2. EL CAMBIO COMO LEY UNIVERSAL

No se trata de una crítica pesimista, sino de un llamado urgente a repensar la institución universitaria en un mundo que cambia a una velocidad sin precedentes. Porque, si todo envejece, también todo puede renovarse; y la universidad, si quiere sobrevivir y ser fiel a su misión, debe aprender a transformarse.

El envejecimiento de la universidad no es un fenómeno aislado ni accidental. Forma parte de una ley mucho más amplia y profunda: todo en el universo está en constante cambio. Desde las estrellas que nacen y mueren, pasando por las especies que evolucionan, hasta las instituciones humanas que se transforman o desaparecen, nada permanece inmóvil.

Ya en la antigüedad, Heráclito de Éfeso afirmaba que “todo fluye” (panta rhei) y que “nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”.

Con ello señalaba que la esencia misma de la realidad es el cambio. Lo que hoy es sólido, mañana será arena; lo que hoy es joven, mañana será viejo; lo que hoy se erige como institución indestructible, mañana puede estar en ruinas.

La ciencia moderna ha confirmado esta intuición filosófica. Charles Darwin, en El origen de las especies (1859), mostró cómo los seres vivos cambian y se adaptan, y cómo las especies que no logran responder a las exigencias del medio están condenadas a la extinción. Lo mismo ocurre con las instituciones humanas: aquellas que no se renuevan, que no se adaptan a las nuevas realidades históricas, corren el riesgo de convertirse en estructuras fósiles.

En este sentido, la universidad no puede concebirse como una institución eterna e inmutable. Fue creada en un contexto histórico particular —la Europa medieval— y, como toda obra humana, está sometida a las leyes del tiempo, de la sociedad y del pensamiento. De la misma manera que el individuo nace, crece, madura y envejece, también la universidad atraviesa ciclos vitales.

La Universidad de El Salvador (UES), fundada en 1841, es un ejemplo claro. Con casi dos siglos de existencia, ha sido testigo de guerras civiles, dictaduras, reformas políticas, crisis económicas y procesos de globalización. Ha resistido persecuciones, militarizaciones y recortes presupuestarios, y aun así ha sobrevivido como la universidad pública más importante del país. Sin embargo, su permanencia no significa que esté exenta de desgaste.

En muchos aspectos, su modelo pedagógico y curricular refleja un estancamiento que la hace vulnerable frente a los retos de la sociedad contemporánea.

La ley del cambio nos recuerda algo fundamental: nada es espontáneo ni arbitrario. Todo responde a causas internas y externas, a fuerzas visibles e invisibles que empujan la transformación. Como sostiene Morin (2001), la realidad es compleja y los fenómenos deben entenderse desde la interacción de múltiples dimensiones: biológicas, sociales, culturales, históricas y políticas. Ignorar estas leyes significa condenarse a la obsolescencia.

Por eso, la universidad debe asumirse no como una fortaleza intocable, sino como una institución viva que, al igual que un organismo, necesita renovarse constantemente. Debe aprender de la naturaleza, donde las especies se adaptan o desaparecen. Debe reconocer que el envejecimiento es inevitable, pero que el estancamiento sí puede y debe evitarse.

En este punto surge una pregunta clave: ¿cómo enfrentar el paso del tiempo sin quedar atrapados en la inercia? La respuesta pasa por reconocer que el cambio no es una amenaza, sino una oportunidad para reinventarse. El desafío no es negar el envejecimiento de la universidad, sino transformarlo en un proceso de renovación que le permita cumplir con mayor vigor su misión histórica.

3. LA CRISIS EPISTEMOLÓGICA DE LA UNIVERSIDAD

El envejecimiento de la universidad se manifiesta, ante todo, en el plano epistemológico: en la manera de concebir, organizar y transmitir el conocimiento. La crisis no es únicamente administrativa o financiera, sino más profunda: afecta el sentido mismo de la educación superior y su relación con la verdad, la ciencia y la sociedad.

Desde hace siglos, el pensamiento occidental se ha visto marcado por la influencia del positivismo, corriente que privilegió la fragmentación del conocimiento y la acumulación de datos antes que la reflexión crítica y la síntesis. Este modelo, que en su momento permitió avances científicos significativos, se ha convertido hoy en un obstáculo, pues ha moldeado a la universidad en una lógica de compartimentos estancos.

La fragmentación del conocimiento

Edgar Morin (2001) denuncia que nuestra civilización y nuestra enseñanza han privilegiado “la separación en detrimento de la unión, el análisis en detrimento de la síntesis” (p. 42). La consecuencia es que los estudiantes universitarios aprenden “partes” del saber, pero son incapaces de relacionarlas con un todo coherente. Saben mucho de un campo estrecho, pero ignoran cómo se vincula ese campo con la vida, la sociedad y la historia.

Este fenómeno ha generado un tipo de profesional que Morin y otros autores califican como “especialista ignorante”: alguien que domina una técnica o disciplina reducida, pero que carece de visión integral y crítica.

El problema no es la especialización en sí, sino la mutilación de la capacidad de pensar de manera amplia y sistémica.

Memoria frente a pensamiento crítico

Otro signo del envejecimiento epistemológico es el predominio de una educación memorística. La universidad sigue formando “cabezas repletas” en lugar de “cabezas bien puestas”. Michel de Montaigne, citado por Morin, advertía que “saber de memoria no es saber: es conservar lo que se entregó a la memoria para guardar”. En otras palabras, acumular datos no equivale a tener conocimiento.

La universidad, al centrarse en la repetición y el examen, produce estudiantes que memorizan contenidos, pero que no desarrollan la capacidad de seleccionar, organizar y aplicar esos conocimientos a los problemas reales. Esta situación desemboca en lo que podemos llamar una atrofia intelectual: el potencial analítico y creativo de los jóvenes se reprime en lugar de potenciarse.

La falta de síntesis crítica

La crisis epistemológica también se evidencia en la ausencia de síntesis crítica. Los saberes se transmiten como piezas aisladas, sin que se enseñe a los estudiantes a construir puentes entre disciplinas, a pensar de manera transversal, a relacionar causas y consecuencias en los fenómenos sociales.

 El resultado es un pensamiento estrecho, incapaz de enfrentar los problemas complejos de la contemporaneidad, como la crisis climática, las desigualdades sociales o la inteligencia artificial.

El costo social de esta crisis

Esta crisis no afecta únicamente a la vida académica, sino que tiene graves repercusiones sociales. La universidad, en lugar de ser motor de transformación, se convierte en reproductora del status quo. Forma profesionales que se integran en el engranaje de un sistema desigual, sin cuestionarlo, sin capacidad de proponer alternativas. En este sentido, el envejecimiento epistemológico de la universidad se traduce en un déficit democrático y cultural para toda la sociedad.

4. EL ROL DEL DOCENTE EN EL ESTANCAMIENTO

El envejecimiento de la universidad no puede entenderse sin analizar críticamente el papel que han jugado los docentes universitarios. La figura del profesor debería ser la de un guía, un investigador, un generador de pensamiento crítico y un impulsor de creatividad. Sin embargo, en muchos casos, los docentes se han convertido en piezas inmóviles de un sistema que repite viejas fórmulas sin cuestionarlas.

La docencia centrada en la cátedra magistral

Pese a que desde hace décadas se insiste en que el profesor no debe ser el “único centro del proceso pedagógico”, la realidad muestra que la enseñanza universitaria sigue dominada por la cátedra magistral.

 El docente habla, el estudiante escucha y copia. Este esquema coloca al profesor como la única fuente de conocimiento, perpetuando una relación jerárquica que desalienta la participación activa y crítica del estudiante.

Este modelo es un reflejo del autoritarismo pedagógico heredado de siglos pasados. Lo preocupante es que muchos docentes lo reproducen de manera automática, sin detenerse a reflexionar sobre sus limitaciones. Siguen enseñando como fueron enseñados, en un círculo de repetición que alimenta el estancamiento institucional.

La ausencia de autocrítica y reflexión epistemológica

El problema no radica únicamente en la metodología, sino en la falta de autocrítica. Muchos profesores asumen que dominar su materia es suficiente para enseñar. Consideran innecesario cuestionar su propio proceder, actualizar sus métodos o investigar nuevas formas de aprendizaje.

Esta actitud, como advierte Bedoya (2005), revela una peligrosa carencia: “comprendemos que como estamos procediendo actualmente estamos inhibiendo, reprimiendo y hasta atentando contra las auténticas formas de acceder, investigar y producir conocimiento científico” (p. 10).

La falta de autocrítica docente se traduce en una universidad incapaz de renovarse. El estancamiento de las aulas se convierte en estancamiento institucional, y este, a su vez, en un envejecimiento de toda la estructura universitaria.

El docente como reproductor del sistema

En lugar de ser agentes de cambio, muchos profesores se han convertido en reproductores del sistema. Se adaptan al statu quo, imparten contenidos sin espíritu crítico y evitan confrontar los problemas reales de la sociedad. Esta actitud contradice la esencia misma de la universidad, que históricamente ha sido el espacio de cuestionamiento, de debate y de problematización de la realidad social, política, económica y cultural.

El docente universitario debería ser un intelectual crítico y no un simple transmisor de contenidos. Su misión no se limita a preparar a los estudiantes para aprobar exámenes o para insertarse en el mercado laboral, sino a despertar en ellos la capacidad de pensar, investigar, analizar y transformar la realidad.

El desafío de un nuevo perfil docente

Para superar este estancamiento, se necesita un cambio profundo en el rol del docente. Ya no basta con ser especialista en una disciplina; se requiere ser investigador, mediador, crítico y pedagogo. El profesor debe fomentar el diálogo, estimular la curiosidad, guiar en el proceso de investigación y abrir caminos hacia el pensamiento crítico.

La universidad necesita docentes que se asuman como protagonistas de la transformación educativa y no como guardianes de viejas rutinas. De lo contrario, el envejecimiento seguirá avanzando y la institución universitaria perderá el espíritu que alguna vez la definió: ser un espacio vivo de pensamiento y de creación.

5. LA UNIVERSIDAD ATRAPADA EN PARADIGMAS CADUCOS

El envejecimiento de la universidad se expresa también en su anclaje a paradigmas agotados, que lejos de responder a los retos del presente, reproducen esquemas del pasado. Estos paradigmas se manifiestan tanto en la organización del currículo como en la misión misma de la institución.

La hiperespecialización como cárcel académica

Uno de los síntomas más claros del agotamiento universitario es la hiperespecialización. Durante décadas se ha considerado que formar profesionales altamente especializados es sinónimo de calidad. Sin embargo, este paradigma ha generado una grave distorsión: profesionales que dominan técnicas muy precisas, pero que carecen de una visión integral del mundo y de la sociedad.

Ivan Illich (1971), citado por Armando Toledo, fue contundente al afirmar que la forma dominante de educación en la modernidad es la especialización, mientras que la verdadera educación —la generalización, la integralidad— ha sido relegada. La consecuencia es una civilización que produce expertos en parcelas reducidas, pero cada vez más incapaces de articular soluciones globales.

El matemático Roy Patrick Kerr (1963) coincidía en este diagnóstico al señalar que la universidad ya no educa, sino que se limita a capacitar especialistas y técnicos habilitados para funciones automáticas o semiautomáticas. En otras palabras, produce piezas útiles para el engranaje del sistema productivo, pero no ciudadanos libres, críticos ni creativos.

La universidad como empresa

Otro paradigma caduco que aprisiona a la universidad es el de su mercantilización. Cada vez más, la lógica empresarial se infiltra en la vida académica. El lenguaje universitario ha sido sustituido por el de la “competitividad”, la “eficiencia” y la “rentabilidad”. La misión de formar ciudadanos y producir pensamiento crítico cede paso a la presión de preparar mano de obra para el mercado.

Esto ha dado lugar a lo que algunos autores llaman la universidad-empresa: una institución concebida no como productora de cultura y de ciencia, sino como fábrica de técnicos que responden a los intereses de la iniciativa privada. Los llamados “perfiles profesionales” se convierten en moldes ideológicos destinados a garantizar la inserción de los egresados en el aparato productivo, sin importar que ello implique sacrificar el espíritu crítico.

El riesgo de la obsolescencia cultural

Cuando la universidad se limita a ser una “industria maquiladora” de profesionales, corre el riesgo de volverse irrelevante en el plano cultural. Su misión histórica —ser el espacio de creación y recreación del conocimiento, de debate intelectual y de formación de ciudadanos— se ve reemplazada por una visión utilitarista y estrecha. Como advierte Ornelas (1995), la universidad debería distinguirse por ser productora de cultura, formadora de pensadores y científicos, no por preparar únicamente mano de obra especializada.

Paradigmas agotados en un mundo cambiante

El problema central es que estos paradigmas —hiperespecialización y mercantilización— son incompatibles con el mundo contemporáneo. La sociedad actual enfrenta desafíos complejos e interconectados: crisis climática, desigualdad social, migraciones, inteligencia artificial, pandemias, entre otros. Ninguno de estos problemas puede resolverse desde una disciplina aislada o desde una lógica puramente mercantil.

Persistir en estos paradigmas es condenar a la universidad a un envejecimiento irreversible. Romper con ellos, en cambio, es abrir la posibilidad de un renacimiento epistemológico y cultural que devuelva a la universidad su papel histórico como faro de pensamiento y transformación social.

6. LA MISIÓN OLVIDADA DE LA UNIVERSIDAD

La universidad nació como espacio de búsqueda de la verdad, formación de pensamiento y producción de cultura. Desde Bolonia y París en la Edad Media, pasando por Córdoba y Salamanca en América Latina, hasta llegar a nuestras instituciones contemporáneas, la universidad fue concebida como un faro de saber y libertad intelectual. Sin embargo, en su envejecimiento, ha ido olvidando esa misión originaria y se ha reducido a funciones más estrechas y utilitaristas

El ideal humanista y científico traicionado

Históricamente, la universidad no se limitaba a formar especialistas. Su propósito era cultivar la totalidad del espíritu humano, integrar el saber científico con el filosófico, lo técnico con lo ético, lo cultural con lo político. En otras palabras, buscaba formar ciudadanos íntegros capaces de comprender y transformar la sociedad.

Hoy, sin embargo, la universidad se ha replegado hacia la capacitación técnica y el entrenamiento laboral. Se centra en “dar competencias” y “desarrollar habilidades productivas”, relegando a un segundo plano la formación en ética, filosofía, artes y ciudadanía. Con ello traiciona su espíritu original y se convierte en un espacio de adiestramiento utilitario más que de formación integral.

Einstein y la crítica a la educación tecnocrática

El físico Albert Einstein, uno de los científicos más brillantes de la historia, advertía que no basta enseñar una especialidad:

“Con ello se convierten en algo así como máquinas utilizables pero no en individuos válidos. Para ser un individuo válido, el hombre debe sentir aquello a lo que puede aspirar. Tiene que recibir un sentimiento vivo de lo moralmente bueno. En caso contrario se parece más a un perro bien amaestrado que a un ente armónicamente desarrollado” (Einstein, 1954, p. 27). Estas palabras revelan con claridad lo que ocurre en muchas universidades actuales: forman profesionales útiles para el sistema, pero no seres humanos completos. El exceso de tecnocracia y competitividad sofoca el espíritu cultural, ético y crítico que debería caracterizar a la educación superior.

La universidad como generadora de cultura y pensamiento

Como advierte Ornelas (1995), la universidad debería distinguirse no por preparar mano de obra para el mercado, sino por ser productora de cultura, formadora de pensadores, científicos, artistas y líderes intelectuales que contribuyan al desarrollo de la nación, incluso cuando no exista un empleo inmediato para ellos.

El papel de la universidad no puede reducirse a responder a las necesidades inmediatas de la economía. Su misión va más allá: cultivar el pensamiento crítico, la ética ciudadana y la creatividad cultural. Cuando olvida esta tarea, envejece y pierde su legitimidad social.

Una misión pendiente en América Latina

En América Latina, y particularmente en El Salvador, esta contradicción se hace aún más evidente. Las universidades, presionadas por la lógica del mercado y por presupuestos limitados, se enfocan en carreras “rentables” y en perfiles laborales de rápida inserción. En este proceso, dejan en el olvido las humanidades, la investigación crítica y la formación ética.

La consecuencia es dramática: profesionales que saben “hacer”, pero que no saben “pensar” ni “decidir” desde una perspectiva humanista.

 Jóvenes que se gradúan con un título universitario, pero que carecen de la capacidad de leer críticamente su sociedad y comprometerse con su transformación.

7. RETOS DE LA UNIVERSIDAD EN LA SOCIEDAD LÍQUIDA

El sociólogo Zygmunt Bauman (2003) describió nuestra época como una modernidad líquida, caracterizada por la inestabilidad, la fragilidad de los vínculos sociales y la constante mutabilidad de las instituciones. Lo sólido se desvanece, lo permanente se diluye y lo efímero se convierte en norma. En este contexto, la universidad enfrenta desafíos inéditos que ponen a prueba su capacidad de adaptación y su vigencia histórica.

La pérdida de solidez institucional

En tiempos pasados, la universidad era percibida como una institución sólida, estable y casi inmutable. Representaba un espacio de tradición, continuidad y autoridad cultural. Hoy, en cambio, se ve arrastrada por la fluidez de la sociedad contemporánea: los cambios tecnológicos acelerados, la globalización económica, la precarización laboral y la cultura de lo inmediato.

El riesgo es que la universidad pierda su carácter de faro de pensamiento crítico y se transforme en una institución líquida más, sin raíces ni profundidad, sometida a la lógica de la inmediatez y del mercado.

Globalización y precarización del conocimiento

En la sociedad líquida, la globalización impone un modelo educativo dominado por la competencia, la rentabilidad y la productividad.

Las universidades compiten por atraer estudiantes como si fueran clientes, y muchos programas académicos se diseñan en función de “tendencias del mercado” más que de necesidades culturales o sociales.

Este proceso conduce a la precarización del conocimiento: se privilegia lo útil, lo rentable y lo inmediato, mientras se descuida lo crítico, lo profundo y lo humanista. Las humanidades, la filosofía, la sociología y las artes son desplazadas por carreras técnicas y de rápida inserción laboral, bajo la lógica de que “lo que no produce dinero no tiene valor”.

La revolución tecnológica y la educación digital

La expansión de la inteligencia artificial, las plataformas digitales y el acceso masivo a la información también plantean un reto decisivo. En la sociedad líquida, la universidad ya no es la única fuente de conocimiento. Internet democratizó el acceso a datos, pero también multiplicó la desinformación y el pensamiento superficial.

La universidad debe responder a este reto no compitiendo con Google o Wikipedia, sino ofreciendo algo que ninguna máquina puede dar: pensamiento crítico, profundidad epistemológica y formación integral. Su papel no es transmitir datos —los estudiantes ya los encuentran en la red—, sino enseñar a interpretar, cuestionar, relacionar y producir conocimiento auténtico.

La urgencia de formar ciudadanos críticos

En una sociedad marcada por la volatilidad, el consumismo y la fragilidad de los vínculos sociales, la universidad tiene la responsabilidad de formar ciudadanos críticos y responsables, no simples consumidores de información. Bauman (2003) advierte que, en la sociedad líquida, las instituciones corren el riesgo de volverse irrelevantes si no ofrecen raíces y orientación en medio del caos.

Por ello, la universidad debe convertirse en un espacio de anclaje crítico: un lugar donde los estudiantes puedan desarrollar autonomía intelectual, ética ciudadana y compromiso social. Si la universidad se adapta pasivamente a la liquidez, se diluirá junto con ella; pero si asume una postura crítica, puede convertirse en un faro en medio de la incertidumbre.

Desafío para El Salvador y América Latina

En el caso de El Salvador, este reto es doble. Además de enfrentar las presiones globales de la modernidad líquida, nuestras universidades deben responder a problemas estructurales como la desigualdad, la violencia, la migración y la precariedad económica. Si se limitan a reproducir la lógica mercantil global, se volverán irrelevantes para las mayorías populares. Pero si se comprometen con la transformación social, podrán ser agentes de esperanza y renovación.

8. PROPUESTA DE TRANSFORMACIÓN EPISTEMOLÓGICA

Si aceptamos que el envejecimiento de la universidad es principalmente epistemológico y cultural, entonces la transformación no puede limitarse a simples reformas administrativas o a modernizar la infraestructura. La renovación debe ser profunda, integral y crítica, orientada a replantear los fundamentos mismos del conocimiento universitario y su papel en la sociedad.

Superar la fragmentación del saber

El primer paso es romper con la lógica de compartimentos estancos que caracteriza a la educación actual. La universidad debe apostar por una visión interdisciplinaria que conecte las ciencias naturales, sociales y humanísticas. Como señala Morin (2001), el pensamiento complejo implica unir lo separado y relacionar lo disperso. La universidad del futuro debe enseñar a los estudiantes a ver las conexiones ocultas entre los fenómenos, a construir síntesis críticas y a pensar los problemas de manera global.

De la memoria al pensamiento crítico

Es urgente abandonar el paradigma de la educación memorística, que reduce al estudiante a un repetidor de datos. En su lugar, la universidad debe promover una pedagogía que estimule la pregunta, la duda y la reflexión crítica. Más que respuestas, se trata de enseñar a formular buenas preguntas, a investigar con rigor y a confrontar ideas diversas.

Esto exige cambiar el rol del docente: de transmisor de contenidos a facilitador, investigador y provocador de pensamiento. El profesor debe guiar, no imponer; inspirar, no domesticar.

Currículos flexibles y problematizadores

La transformación también requiere repensar el currículo universitario. En lugar de estar estructurado en asignaturas aisladas y rígidas, debería diseñarse a partir de problemas reales de la sociedad: pobreza, desigualdad, violencia, cambio climático, ética tecnológica, democracia, entre otros.

Un currículo problematizador permite que los estudiantes comprendan la relevancia social de su formación y desarrollen la capacidad de aplicar el conocimiento a los grandes retos contemporáneos. Además, favorece la creatividad y la innovación, pues obliga a articular saberes diversos para buscar soluciones.

Recuperar la investigación como eje central

La universidad no puede limitarse a enseñar lo ya sabido. Debe convertirse en un espacio de producción de conocimiento. La investigación debe ocupar un lugar central en la vida universitaria, involucrando a docentes y estudiantes en proyectos que dialoguen con la realidad local, regional y global.

Esto implica superar la visión de la investigación como un requisito burocrático para ascender en la carrera docente. Debe asumirse como una vocación intelectual y social: investigar no para acumular puntos, sino para transformar la realidad.

Educar ara la síntesis ética y social

Finalmente, la transformación epistemológica requiere integrar la dimensión ética en toda la formación universitaria. No se trata de añadir una asignatura de ética al final de la carrera, sino de impregnar cada área del saber con la reflexión sobre la dignidad humana, la justicia social y la responsabilidad ambiental.

La universidad debe formar ciudadanos y profesionales capaces de pensar críticamente y actuar éticamente. Sin esta dimensión, la educación corre el riesgo de producir técnicos eficientes pero deshumanizados, expertos sin conciencia, profesionales que saben hacer pero no saben discernir entre el bien y el mal.

9. UNA UNIVERSIDAD EMANCIPADORA

El futuro de la universidad no puede limitarse a una modernización superficial ni a un simple ajuste curricular. Se necesita una transformación radical que devuelva a la institución su misión liberadora, aquella que permita a los pueblos imaginar y construir un futuro distinto. La universidad debe dejar de ser un engranaje al servicio del mercado y recuperar su papel como espacio de emancipación.

Inspiración en Paulo Freire

El pedagogo brasileño Paulo Freire (1970/2005) planteó en Pedagogía del oprimido que toda educación auténtica es, en esencia, un acto de liberación. Para Freire, el conocimiento no puede ser una “transferencia bancaria” de contenidos del maestro al alumno, sino un proceso dialógico en el que ambos se reconocen como sujetos que aprenden y transforman la realidad.

Aplicado a la universidad, esto significa que la enseñanza no puede limitarse a llenar la cabeza de los estudiantes con información. Debe propiciar un encuentro crítico entre saberes, experiencias y perspectivas, con el fin de problematizar la realidad y buscar caminos de transformación. Una universidad emancipadora no domestica, sino que libera.

Universidad como conciencia crítica de la sociedad

Una universidad verdaderamente emancipadora debe convertirse en la conciencia crítica de la sociedad. Esto implica cuestionar las estructuras de poder, denunciar las injusticias y proponer alternativas viables. No basta con adaptarse a las demandas del mercado o a las modas académicas: la universidad debe colocarse al servicio de los pueblos, de su historia y de sus luchas.

En este sentido, la universidad no puede permanecer neutral frente a la desigualdad, la corrupción, la violencia o el deterioro ambiental. Como afirmaba el propio Freire, la neutralidad no existe en educación: todo acto educativo es un acto político. La universidad debe elegir si se pone al lado de los poderes que oprimen o al lado de los pueblos que buscan liberarse.

Democratizar el conocimiento

La universidad emancipadora también se define por su capacidad de democratizar el conocimiento.

No puede seguir siendo un privilegio de élites urbanas, sino un derecho de todos los ciudadanos. Esto significa garantizar acceso a los sectores populares, pero también transformar el contenido mismo de la enseñanza para que dialogue con la realidad de esos sectores.

Una universidad cerrada en sí misma, aislada de las comunidades y de los problemas sociales, se convierte en un espacio elitista y obsoleto. Una universidad emancipadora, en cambio, se abre al pueblo, dialoga con él, aprende de sus saberes y pone la ciencia y la cultura al servicio del bien común.

Autonomía frente al mercado y el poder político

La emancipación universitaria exige también autonomía frente a las presiones del mercado y del poder político. La universidad no puede reducirse a ser un apéndice de las empresas ni un instrumento de propaganda gubernamental. Su independencia es condición para que pueda ejercer su función crítica y creadora.

Esto no significa aislarse de la sociedad, sino más bien lo contrario: mantener la libertad necesaria para criticar, investigar y proponer, sin subordinación a intereses económicos o partidarios. Solo así podrá ser fiel a su misión histórica.

Una universidad para la esperanza

Finalmente, la universidad emancipadora es aquella que siembra esperanza. En un mundo marcado por la incertidumbre, el consumismo y la desesperanza juvenil, la universidad debe ofrecer un horizonte distinto: un lugar donde los jóvenes aprendan que el conocimiento puede cambiar la vida, que la ética puede guiar las decisiones y que la solidaridad puede transformar la sociedad.

Como decía Freire, “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. Una universidad emancipadora no se limita a formar profesionales; forma seres humanos críticos, solidarios y comprometidos con la justicia.

10. CONCLUSIÓN

El recorrido realizado nos ha permitido comprender que el envejecimiento de la universidad no es un problema meramente administrativo ni una cuestión de falta de modernización tecnológica, sino un fenómeno más profundo: un agotamiento epistemológico, pedagógico y cultural. La universidad, en muchos de sus modelos actuales, ha quedado atrapada en paradigmas caducos —como la enseñanza magistral, el memorismo, la hiperespecialización y la mercantilización del conocimiento— que la alejan de su misión original.

La consecuencia es grave: profesionales que saben “hacer” pero no “pensar”, instituciones que forman técnicos eficientes pero no ciudadanos críticos, y comunidades universitarias que muchas veces reproducen la lógica del sistema en lugar de cuestionarlo. En lugar de ser conciencia crítica de la sociedad, la universidad corre el riesgo de convertirse en un engranaje más de la maquinaria productiva.

No obstante, reconocer el envejecimiento no significa condenar a la universidad a la muerte, sino abrir la posibilidad de su renacimiento. Tal como lo muestra la ley universal del cambio, todo lo que envejece puede transformarse. La universidad puede rejuvenecer si asume con valentía una reforma epistemológica: superar la fragmentación del saber, abandonar la memorización mecánica, recuperar la síntesis crítica, abrirse a la interdisciplinariedad y situar la investigación en el centro de su quehacer.

Del mismo modo, el papel de los docentes debe transformarse: de transmisores pasivos a investigadores activos; de autoridades inamovibles a facilitadores críticos; de guardianes del pasado a sembradores de futuro. La universidad no puede renovar sus estructuras si sus profesores no renuevan primero sus propias prácticas y mentalidades.

Además, la universidad necesita reencontrarse con su misión humanista y emancipadora: formar seres humanos completos, críticos y solidarios; producir ciencia comprometida con el bien común; y convertirse en faro cultural frente a la incertidumbre de la sociedad líquida contemporánea. Inspirada en pensadores como Morin, Freire y Einstein, la universidad debe recordar que su tarea no es preparar piezas útiles para el mercado, sino cultivar ciudadanos libres capaces de transformar la realidad.

El desafío es enorme, pero ineludible. Si la universidad sigue envejeciendo sin reaccionar, se volverá irrelevante en un mundo que cambia vertiginosamente. Pero si se atreve a renovarse, puede convertirse en un espacio de esperanza, creatividad y emancipación, capaz de cumplir con la misión histórica que le dio origen: ser luz en medio de la oscuridad, crítica en medio de la conformidad y conocimiento en medio de la ignorancia

11. RESUMEN CRÍTICO FINAL

El presente ensayo ha mostrado que el envejecimiento de la universidad es un fenómeno complejo que trasciende la mera antigüedad institucional. Se trata de un desgaste estructural, epistemológico y cultural que amenaza con convertir a la universidad en una institución obsoleta, incapaz de responder a los retos de la sociedad contemporánea.

En primer lugar, hemos visto que el cambio es una ley universal que afecta tanto a los seres vivos como a las instituciones humanas. La universidad no es ajena a esa ley: si no se transforma, está condenada a envejecer hasta perder relevancia.

En segundo lugar, se ha demostrado que el núcleo de la crisis es epistemológico. La fragmentación del conocimiento, el predominio del positivismo y el memorismo han reducido a los estudiantes a simples acumuladores de datos, sin capacidad de síntesis ni pensamiento crítico. Esto ha generado una formación incompleta y utilitaria, más enfocada en producir mano de obra que en cultivar ciudadanos críticos y solidarios.

Un tercer elemento es el rol del docente, quien muchas veces ha contribuido al estancamiento. La persistencia de la cátedra magistral, la falta de autocrítica y la ausencia de compromiso con la investigación han convertido al profesor en reproductor del sistema más que en agente de cambio.

Asimismo, el ensayo ha señalado que la universidad está atrapada en paradigmas caducos como la hiperespecialización y la mercantilización del conocimiento, que la subordinan a las exigencias del mercado y la alejan de su misión humanista. Frente a ello, recordamos la advertencia de Einstein: no basta formar especialistas; es necesario formar seres humanos íntegros, con sensibilidad ética y cultural.

Sin embargo, no todo es diagnóstico pesimista. También se han planteado caminos de renovación: superar la fragmentación del saber, abandonar el memorismo, diseñar currículos problematizadores, recuperar la investigación como eje central y colocar la ética en el corazón de la formación universitaria.

Finalmente, se ha propuesto una visión de la universidad emancipadora, inspirada en Paulo Freire, que asuma su papel como conciencia crítica de la sociedad, democratice el conocimiento, defienda su autonomía frente al mercado y siembre esperanza en las nuevas generaciones.

En síntesis, la universidad enfrenta hoy una disyuntiva histórica: envejecer pasivamente hasta volverse irrelevante, o renovarse críticamente para ser motor de transformación social. La decisión depende de su capacidad de reconocer sus debilidades, asumir con valentía el cambio y comprometerse con su misión original: formar seres humanos libres, pensantes y éticamente responsables.

El futuro de nuestras sociedades, especialmente en América Latina, está íntimamente ligado al futuro de sus universidades. Si ellas rejuvenecen, también lo harán nuestros pueblos; si ellas envejecen sin remedio, arrastrarán consigo la esperanza de las generaciones venideras.

12. REFERENCIASBIBLIOGRAFICAS.

1.      Bauman, Z. (2003). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.

2.      Bedoya, J. I. (2005). Epistemología y pedagogía. Bogotá: Ediciones Universidad.

3.      Einstein, A. (1954). Ideas y opiniones. Barcelona: Paidós.

4.      Freire, P. (2005). Pedagogía del oprimido (30.ª ed.). México: Siglo XXI. (Obra original publicada en 1970).

5.      Illich, I. (1971). La sociedad desescolarizada. Barcelona: Barral Editores.

6.      Kerr, R. P. (1963). Sobre la función social de la universidad. Nueva Zelanda: University of Canterbury Press.

7.      Montaigne, M. de. (2003). Ensayos. Madrid: Cátedra. (Obra original publicada en 1580).

8.      Morin, E. (2001). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. París: UNESCO.

9.      Ornelas, C. (1995). La educación superior en América Latina: crisis y perspectivas. México: Fondo de Cultura Económica.

 

 

 

SAN SALVADOR, 23DE SEPTIEMBRE DE 2025

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