EL NAUFRAGIO DE LA CURIOSIDAD: CÓMO EL SISTEMA EDUCATIVO MATA LAS PREGUNTAS”
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA
INTRODUCCIÓN AMPLIADA
La curiosidad es, quizá, el rasgo más profundo y
definitorio del ser humano. Desde los albores de la civilización, la capacidad
de asombro y el impulso por preguntar han permitido a la humanidad no solo
sobrevivir, sino también trascender. Fue la curiosidad la que impulsó a los
pueblos primitivos a observar los ciclos del cielo y descubrir la agricultura;
la que llevó a navegantes como Colón y Magallanes a lanzarse a mares
desconocidos; la que inspiró a Galileo a mirar el cielo con su telescopio y a
Einstein a imaginar universos distintos al cotidiano. Preguntar, indagar,
dudar: esas son las raíces del conocimiento.
Sin embargo, el sistema educativo contemporáneo parece
haber traicionado este principio esencial. Allí donde debería sembrarse y
cultivarse la curiosidad, se la reprime; allí donde debería alentarse la duda,
se impone el silencio. Lo que debería ser un espacio para formar pensadores
libres se ha convertido, con demasiada frecuencia, en una fábrica de
obediencia.
Este fenómeno no es casual, sino el resultado de
estructuras históricas, políticas y pedagógicas que privilegian la repetición
sobre la reflexión, la disciplina autoritaria sobre la libertad intelectual, la
memorización de datos sobre la creatividad crítica.
Mi experiencia personal dentro del sistema educativo
salvadoreño, tanto como estudiante como posteriormente en mi rol docente en la
Universidad de El Salvador, me permitió constatar esta contradicción.
Desde mis primeros
pasos académicos observé cómo aquellos alumnos que preguntaban eran vistos como
molestos, incluso como “anormales”. Los que callaban y obedecían eran
recompensados con buenas calificaciones y reconocimiento.
Más tarde, como
profesor, decidí romper con esa dinámica: abrí el debate en clase, permití que
los estudiantes cuestionaran y dialogaran, y descubrí que esa simple apertura
transformaba el aula en un espacio vivo, capaz de atraer incluso a quienes no
estaban inscritos en el curso.
Este ensayo crítico se propone analizar con rigor y
energía el problema de la curiosidad mutilada en el sistema educativo. No se
trata de un lamento nostálgico, sino de una denuncia y, al mismo tiempo, de una
propuesta. Denuncia, porque la escuela y la universidad han sofocado el motor
del aprendizaje; propuesta, porque es posible y necesario rescatar la pregunta
como núcleo del acto educativo.
Para fundamentar esta tesis, recorreremos distintas
dimensiones: desde la concepción filosófica de la curiosidad como esencia
humana, pasando por su manifestación en la infancia, hasta su represión
sistemática en las aulas escolares y universitarias. Examinaremos también el
rol del docente como actor central, capaz de censurar o liberar, y
recuperaremos las ideas de pensadores como Carl Sagan, Paulo Freire y Jiddu
Krishnamurti, quienes aportan claves decisivas para repensar la educación.
La reflexión no pretende quedarse en la crítica. Busca
abrir caminos hacia una pedagogía distinta: una pedagogía de la pregunta, donde
cada aula se convierta en laboratorio de ideas, donde la duda no sea castigada,
sino celebrada, y donde la educación deje de formar autómatas obedientes para
formar ciudadanos críticos, libres y capaces de transformar su realidad.
En tiempos en que la humanidad enfrenta desafíos
complejos —crisis climática, desigualdades sociales, revoluciones tecnológicas—
resulta urgente recuperar la curiosidad como virtud indispensable. Como bien
recordaba Sagan (1997), “la ciencia es más que un cuerpo de conocimientos: es
una manera de pensar”. Y pensar, en su sentido más profundo, comienza con una
pregunta.
I. LA CURIOSIDAD COMO ESENCIA HUMANA
Hablar de curiosidad es hablar de lo que nos hace
humanos. Desde la antigüedad, filósofos y pensadores se han referido a ella
como el origen de todo conocimiento. Aristóteles (2007) afirmaba en su
Metafísica que “todos los hombres, por naturaleza, desean saber”. Esta frase no
es un adorno retórico: expresa una verdad fundamental. El deseo de comprender,
de ir más allá de lo inmediato, de preguntar lo que no tiene respuesta
evidente, es lo que ha permitido a la humanidad desarrollarse cultural,
científica y espiritualmente.
La curiosidad no es solo un acto espontáneo, sino un ejercicio
profundo de libertad. Preguntar significa no conformarse con lo que se da por
sentado.
Es romper con el dogma, con lo establecido, con el miedo.
En este sentido, la curiosidad es también un acto de valentía. Quien pregunta
desafía el orden de lo incuestionable, expone su vulnerabilidad y, a la vez,
abre el camino para el descubrimiento.
Históricamente, grandes avances científicos y filosóficos
han surgido de preguntas que, en su tiempo, parecieron absurdas o incluso
peligrosas. ¿Qué mueve a los planetas? ¿Está la Tierra en el centro del
universo o gira alrededor del Sol? ¿De dónde viene la vida? ¿Puede dividirse la
materia infinitamente? Preguntas como estas desataron persecuciones, exilios,
hogueras y herejías, pero también dieron nacimiento a revoluciones
intelectuales. Galileo, Newton, Darwin o Einstein fueron, antes que nada,
hombres profundamente curiosos que se negaron a callar.
La curiosidad, sin embargo, no pertenece exclusivamente
al ámbito científico o académico. Se encuentra en la vida cotidiana, en la
poesía, en el arte, en las relaciones humanas. El niño que se pregunta por qué
el cielo es azul o por qué mueren las personas está ejercitando el mismo
impulso intelectual que el astrofísico que busca comprender los agujeros
negros. La diferencia no está en la esencia de la pregunta, sino en el nivel de
herramientas que posee quien la formula para indagar más profundamente.
Carl Sagan (1997) insistía en que la curiosidad es el
motor de la ciencia, pero también advertía que la sociedad moderna, en su afán
de control y eficiencia, la está sofocando. “Hay preguntas ingenuas, tediosas,
mal formuladas, pero no hay preguntas estúpidas”, escribió en El mundo y sus
demonios.
Cada pregunta es, en el fondo, un clamor por entender el
mundo. Y, sin embargo, vivimos en una época en que la educación desalienta ese
clamor.
Es importante señalar que la curiosidad no siempre es
cómoda. Preguntar puede incomodar a la autoridad, desestabilizar creencias,
poner en duda lo que parece inmutable. Por eso, a lo largo de la historia, las
instituciones —sean religiosas, políticas o educativas— han buscado
domesticarla. Prefieren un ciudadano obediente que un individuo curioso. El
primero garantiza estabilidad; el segundo puede provocar cambios.
Pero si la curiosidad es lo que nos constituye como seres
humanos, reprimirla significa mutilar nuestra esencia. Un sistema educativo que
no permite preguntar está condenando a sus estudiantes a la pasividad. Y una
sociedad pasiva se convierte en presa fácil de la manipulación, la ignorancia y
la injusticia.
De ahí que la curiosidad deba ser vista no solo como un
rasgo natural, sino como un derecho y un deber. Derecho, porque cada persona
merece la oportunidad de explorar el mundo con libertad. Deber, porque sin
preguntas no hay avance posible. La humanidad ha llegado hasta aquí gracias a
la obstinación de quienes se atrevieron a preguntar. Renunciar a ello sería
retroceder hacia la oscuridad.
II. LA INFANCIA Y EL DESPERTAR DEL ASOMBRO
Si hay una etapa en la vida en la que la curiosidad
florece con fuerza incontenible, esa es la infancia. El niño es, en palabras de
Carl Sagan (1997), un “científico nato”: observa, experimenta, juega con
hipótesis, se equivoca y vuelve a intentar. No necesita manuales ni teorías
para investigar; le basta su asombro frente al mundo y la libertad para
preguntar.
Las primeras preguntas que formula un niño suelen ser
desconcertantes: ¿De dónde venimos?, ¿Por qué el cielo es azul?, ¿Qué hay
después de la muerte?, ¿dónde termina el universo? Son preguntas profundas,
muchas veces sin respuesta definitiva, pero que revelan la grandeza de una
mente libre. En la infancia, el ser humano no teme equivocarse: formula
preguntas incluso cuando sabe que puede no encontrar la respuesta. Ese
atrevimiento es la esencia de la ciencia y del pensamiento crítico.
Sin embargo, la infancia también es la etapa donde el
sistema empieza a moldear y limitar la curiosidad. La escuela primaria, en
lugar de potenciar el espíritu de exploración, suele canalizarlo hacia la
obediencia. En vez de permitir que los niños sigan preguntando, se les exige
memorizar. En lugar de abrir el aula al descubrimiento, se la convierte en un
espacio rígido donde lo correcto no es preguntar, sino responder lo que el
maestro espera.
Paulo Freire (1970) advertía sobre esta tendencia en su
crítica a la “educación bancaria”. Para él, los niños son tratados como
recipientes vacíos que deben llenarse con información, en lugar de reconocerse
como sujetos activos capaces de pensar y crear. Esa visión reduce el aprendizaje
a la repetición, atrofiando la capacidad crítica. El contraste entre lo que el
niño es y lo que la escuela lo obliga a ser es dramático. Mientras en la casa o
en la calle el niño juega a explorar, imaginar y descubrir, en el aula se le
pide silencio, orden y disciplina. Se castiga la inquietud y se recompensa la
quietud. El resultado es que la curiosidad se reprime progresivamente, hasta
volverse apenas una chispa apagada en la adolescencia.
Carl Sagan (1997) lo resumió con una pregunta inquietante:
“¿Por qué el sistema educativo toma niños curiosos y entrega bachilleres que no
hacen preguntas?” La respuesta, aunque dolorosa, es clara: porque las
estructuras escolares están diseñadas para formar individuos obedientes, no
ciudadanos críticos. La escuela, en vez de proteger el asombro, lo entierra
bajo montañas de tareas mecánicas, exámenes estandarizados y temarios rígidos.
Pero es justo en la infancia donde debería sembrarse la
semilla de la investigación, de la duda razonada y del pensamiento crítico. En
lugar de cortar las alas a la imaginación, la escuela tendría que alimentarla
con experiencias, con preguntas abiertas, con proyectos que despierten pasión.
Si los niños son científicos naturales, el deber del sistema educativo es
acompañarlos en su viaje de descubrimiento, no mutilarlo.
Negar el derecho a preguntar en la infancia no es un
simple error pedagógico: es un atentado contra la esencia humana. Una sociedad
que reprime la curiosidad de sus niños está fabricando adultos conformistas,
incapaces de pensar más allá de lo que se les impone. Y, al mismo tiempo, está
perdiendo la oportunidad de formar a los innovadores, científicos, artistas y
ciudadanos críticos que podrían transformar su futuro.
En este sentido, la infancia es el terreno más fértil
para sembrar el amor por el conocimiento. Respetar y acompañar la curiosidad
infantil es el primer paso para construir una educación liberadora. Ignorarla,
por el contrario, significa preparar a los niños no para ser libres, sino para
ser dóciles.
III. LA ESCUELA COMO FÁBRICA DE SILENCIO
Si la infancia representa el despertar del asombro y la
curiosidad, la escuela suele marcar el inicio de su represión. El aula, en vez
de convertirse en un espacio de exploración, tiende a funcionar como una
fábrica de silencio. El ideal del “buen alumno” se asocia con aquel que no
interrumpe, que no pregunta demasiado, que escucha y obedece sin cuestionar.
Así, la institución escolar moldea a los niños curiosos en adolescentes
disciplinados, más preocupados por complacer que por descubrir.
Paulo Freire (1970) describió este fenómeno como la
educación bancaria, donde el docente “deposita” información en los estudiantes
como si fueran recipientes vacíos. En este modelo, preguntar no es parte del
proceso educativo; al contrario, se interpreta como una señal de rebeldía, de
falta de respeto o de pérdida de tiempo. El resultado es que el alumno se
acostumbra a callar, a memorizar y a repetir sin pensar críticamente.
En este contexto, la escuela termina valorando la
obediencia por encima de la creatividad. La disciplina rígida y el cumplimiento
mecánico del temario se convierten en fines en sí mismos. El estudiante que
levanta la mano para interrogar sobre un tema que no está en el programa es
visto como alguien que “retrasa la clase”. Y, muchas veces, los mismos
compañeros lo consideran un obstáculo para “terminar más rápido”. De esta
manera, la presión no viene solo del maestro, sino también del grupo, reforzando
la censura de la pregunta.
El sistema de evaluaciones contribuye a este
silenciamiento. Los exámenes estandarizados, las pruebas de selección múltiple
y las calificaciones numéricas no miden la capacidad de pensar, sino la
destreza de memorizar. Un alumno que se atreve a cuestionar, a proponer una
respuesta diferente o a pensar más allá del libro de texto, corre el riesgo de
ser castigado con una mala nota. La pregunta queda relegada al margen; la
repetición se convierte en el único camino para aprobar.
La escuela también transmite un mensaje simbólico
poderoso: la voz del docente es la única que importa. La disposición del aula
—con el profesor al frente y los estudiantes alineados en filas— refuerza esta
lógica jerárquica. La autoridad del maestro no se concibe como guía, sino como
verdad absoluta. Preguntar, en ese contexto, no es buscar el conocimiento: es
desafiar al poder.
Este modelo produce consecuencias sociales profundas. Una
escuela que enseña a callar está formando ciudadanos dóciles, incapaces de
cuestionar la injusticia, la corrupción o la manipulación. En otras palabras,
la fábrica de silencio no solo afecta la vida académica de los estudiantes:
prepara a una sociedad entera para obedecer sin pensar.
Sin embargo, esta realidad no es inevitable. Existen
escuelas y docentes que rompen con la lógica bancaria y promueven la
participación, el debate y la creatividad. Pero estas experiencias siguen
siendo la excepción, no la regla. Lo preocupante es que la mayoría de los
sistemas educativos, especialmente en América Latina, siguen atrapados en un
modelo autoritario que prioriza la disciplina rígida sobre la libertad
intelectual.
La paradoja es evidente: mientras la sociedad exige
innovación, pensamiento crítico y creatividad para enfrentar los desafíos del
siglo XXI, la escuela sigue formando a los estudiantes bajo moldes del siglo
XIX, diseñados para producir obediencia y mano de obra barata. Así, la escuela
se convierte en una maquinaria de domesticación que mutila lo más valioso que
trae cada niño al mundo: su capacidad de preguntar.
IV. LA UNIVERSIDAD Y LA TRAICIÓN AL ESPÍRITU CRÍTICO
La universidad, por definición, debería ser el espacio
privilegiado para la libertad de pensamiento. Su origen medieval estuvo ligado
a la búsqueda de la verdad, a la reunión de maestros y estudiantes que debatían
sobre filosofía, teología, derecho y ciencias. El ideal universitario, en
teoría, se sustenta en la autonomía intelectual, en el debate abierto y en la
formación de ciudadanos críticos. Sin embargo, la realidad contemporánea dista
mucho de este ideal.
En muchos países, incluida nuestra región
latinoamericana, la universidad se ha convertido en una extensión sofisticada
del sistema escolar tradicional: rígido, jerárquico y poco abierto a la
curiosidad. Se esperaría que en sus aulas floreciera el pensamiento crítico,
pero lo que predomina es la repetición de discursos. Las clases se convierten
en monólogos interminables, donde el docente habla y el estudiante escucha
pasivamente.
La universidad, que debería ser un ágora, termina siendo
un púlpito. Los estudiantes rara vez participan en debates abiertos; cuando lo
hacen, muchas veces se encuentran con profesores que interpretan las preguntas
como un desafío a su autoridad. Lo que se premia no es la originalidad de las
ideas, sino la obediencia a los cánones establecidos. El “buen universitario”
sigue siendo aquel que memoriza y reproduce fielmente lo que dicta el maestro.
Mi experiencia personal dentro de la Universidad de El
Salvador confirma esta realidad. Como estudiante, desarrollé el hábito de
exigir al inicio de cada ciclo el programa de las asignaturas para estudiar con
anticipación. Esa práctica me permitía llegar a clase con preguntas bien
fundamentadas, con dudas que surgían de la lectura y la reflexión. Sin embargo,
lejos de celebrarse, esta actitud fue muchas veces rechazada. Algunos docentes
valoraban el debate, pero otros me pedían callar para no “interrumpir” el
avance de la clase. Preguntar, en lugar de ser visto como signo de interés, era
interpretado como una molestia.
Años más tarde, cuando me convertí en docente universitario,
decidí romper con esa lógica. Mis clases no se limitaban a exponer contenidos;
abría el espacio al diálogo, permitía que los estudiantes cuestionaran incluso
las bases del programa y que la discusión surgiera en cualquier momento, al
inicio o al final de la clase.
El resultado fue sorprendente: el aula se llenaba no solo
de estudiantes inscritos en la materia, sino también de otros que acudían
porque encontraban en ese espacio algo distinto, algo vivo. Esa experiencia me
permitió confirmar lo que Paulo Freire (1970) ya había señalado: la educación
no es un proceso de transmisión, sino un acto de liberación.
La universidad, al censurar la curiosidad, comete una
traición profunda: se aleja de su esencia. Si la institución superior no
promueve la pregunta, si no alimenta la duda, si no cultiva la investigación, ¿Qué
diferencia hay entonces de una escuela secundaria? Lo preocupante es que este
fenómeno no es aislado, sino generalizado. Muchas universidades han sucumbido
al utilitarismo: priorizan formar profesionales técnicos adaptados al mercado
laboral, antes que ciudadanos críticos capaces de transformar la sociedad.
Krishnamurti (2005) advertía que la educación orientada
al éxito y la seguridad produce mediocridad. Ese mismo diagnóstico puede aplicarse
a la universidad actual: en lugar de liberar, domestica; en lugar de iluminar,
adormece; en lugar de sembrar preguntas, impone respuestas prefabricadas.
De este modo, la universidad traiciona su misión
histórica. Allí donde debería germinar la crítica, reina el conformismo. Allí
donde debería cultivarse la investigación, prevalece la repetición. Y, lo que
es peor, muchos estudiantes egresan sin haber descubierto la historia, los
símbolos y la misión profunda de su propia institución, reduciendo la experiencia
universitaria a un trámite académico y no a una transformación vital.
Una universidad sin espíritu crítico no es universidad:
es apenas una escuela más, con un título superior pero con las mismas cadenas
intelectuales que sofocan la curiosidad desde la infancia.
V. LA CENSURA DE LA PREGUNTA
Si hay un signo preocupante dentro del sistema educativo,
es la forma en que se castiga a quienes se atreven a preguntar. En lugar de ser
valorada como expresión de interés y búsqueda de conocimiento, la pregunta es
muchas veces tratada como una impertinencia. Este fenómeno, que atraviesa la
escuela, el instituto y la universidad, constituye uno de los mecanismos más
eficaces de silenciamiento intelectual.
El estudiante curioso, aquel que formula dudas, se
convierte en una figura incómoda. Entre sus compañeros, suele ser visto como un
“estorbo” porque interrumpe el flujo de la clase o “retrasa el avance del
programa”. Entre los docentes, con frecuencia se interpreta su actitud como una
amenaza a la autoridad, como si preguntar fuera un acto de desafío y no de
aprendizaje. En este clima, los jóvenes aprenden rápidamente que lo mejor es
callar.
Carl Sagan (1997) denunciaba esta realidad con una
pregunta inquietante: “¿Por qué el sistema educativo toma niños curiosos y
entrega bachilleres que no hacen preguntas?”. Su respuesta era clara: porque
los colegios y universidades están diseñados de tal manera que quienes destacan
por su inquietud intelectual son sistemáticamente censurados, hasta que se
adaptan al sistema. La pregunta, entonces, deja de ser motor del aprendizaje y
se convierte en un riesgo a evitar.
La censura no siempre es explícita. A veces se manifiesta
en gestos de desaprobación, en comentarios irónicos, en la mirada de fastidio
del docente o de los compañeros. Otras veces se presenta de forma directa,
cuando el maestro interrumpe al alumno con frases como “eso no viene al caso” o
“eso lo vemos después”, aunque ese “después” nunca llega. La consecuencia es
devastadora: el alumno internaliza que preguntar es perder el tiempo, que dudar
es una debilidad y que lo correcto es repetir lo que se le ha enseñado.
Jiddu Krishnamurti (2005) fue radical en su diagnóstico:
“La educación convencional es en gran medida un fracaso porque está orientada a
la conformidad, el éxito y la seguridad, perpetuando así la mediocridad, el
conflicto y la destrucción”. Censurar la pregunta es, en este sentido, censurar
el pensamiento crítico. Un sistema que reprime la curiosidad forma generaciones
incapaces de cuestionar el poder, de analizar la realidad o de buscar
alternativas frente a los problemas sociales.
Más allá del ámbito escolar, la censura de la pregunta
tiene consecuencias políticas y culturales. Una sociedad educada para no
preguntar es una sociedad pasiva, vulnerable a la manipulación, dócil frente a
las injusticias. Si desde la niñez se castiga la duda, difícilmente esos mismos
ciudadanos, en la adultez, se atreverán a cuestionar a sus gobernantes o a
exigir transparencia. La educación, al censurar la pregunta, se convierte en
cómplice de la dominación social.
No obstante, también existen espacios de resistencia.
Algunos docentes, conscientes de esta dinámica, promueven el cuestionamiento,
animan a sus alumnos a formular dudas e incluso reconocen que ellos mismos no tienen
todas las respuestas. En esos casos, la pregunta se convierte en un puente, no
en un muro. Esas experiencias demuestran que la censura no es inevitable: es
producto de decisiones pedagógicas y culturales que pueden revertirse.
La pregunta no debería ser vista como un estorbo, sino como la señal más clara de que un estudiante está aprendiendo. Censurarla es sofocar el alma de la educación. Como afirmaba Sagan (1997), “toda pregunta es un clamor por entender el mundo”. Negar ese clamor es despojar a la educación de su razón de ser.
VI. EL DOCENTE COMO PUENTE O COMO MURO
El rol del docente es, quizás, el más determinante en el
destino de la curiosidad estudiantil. Puede convertirse en un muro que bloquea
el deseo de preguntar o en un puente que abre caminos hacia el conocimiento. La
diferencia radica en la actitud con la que enfrenta las inquietudes de sus
estudiantes: ¿las percibe como amenazas a su autoridad o como oportunidades para
profundizar el aprendizaje?
En demasiadas aulas, el profesor se erige como figura
incuestionable. Su palabra es ley, su voz es la única autorizada. Quien se
atreve a preguntar, a poner en duda lo expuesto, es visto como insolente o como
alguien que “quiere sobresalir”. En este modelo, el docente es muro: su
presencia impone un límite, frena la creatividad y obliga a los alumnos a
adaptarse a un molde rígido. El miedo al error, al ridículo o al regaño termina
por silenciar a los estudiantes.
Pero también existen docentes que eligen ser puente.
Ellos entienden que la educación no es transmisión mecánica de información,
sino un proceso de descubrimiento compartido. Reconocen que no tienen todas las
respuestas, que enseñar implica escuchar, dialogar y aprender junto a sus
estudiantes. En sus clases, preguntar no es una amenaza: es el motor que enciende
la chispa del conocimiento.
La experiencia personal como docente en la Universidad de
El Salvador confirmó este principio. Abrir el espacio al debate, permitir que
los estudiantes cuestionaran incluso las bases de la materia, transformó
radicalmente el ambiente del aula. Muy pronto, las clases comenzaron a llenarse
no solo de los inscritos, sino también de alumnos de otras carreras, atraídos
por la posibilidad de participar en un espacio vivo, donde la curiosidad no se
castigaba, sino que se celebraba. Ese fue, sin duda, uno de los elementos
decisivos para obtener la plaza docente en 1987, demostrando que la apertura a
la pregunta no debilita al maestro: lo fortalece.
Paulo Freire (1970) advertía que el educador debe dejar
de ser un mero transmisor de información para convertirse en un facilitador del
diálogo. La autoridad del docente no se mide por cuánto controla a sus
estudiantes, sino por su capacidad de guiarlos hacia una comprensión más
profunda. El verdadero maestro no teme a la pregunta porque entiende que su
misión no es dar respuestas absolutas, sino acompañar a los alumnos en la
búsqueda.
El docente que actúa como puente rompe con el miedo.
Permite el error, valora las preguntas ingenuas y reconoce el derecho de cada
estudiante a dudar. En ese ambiente, los alumnos descubren que pensar no es un
pecado, sino una forma de crecer. Y ese descubrimiento, muchas veces, marca un
antes y un después en su vida académica y personal.
Por el contrario, el profesor que actúa como muro termina
dejando huellas negativas. Sus estudiantes aprenden a callar, a limitarse a lo
mínimo, a memorizar sin comprender. La educación se convierte en rutina, y la
curiosidad, en un recuerdo lejano. Este tipo de docente no solo frustra la
creatividad: también transmite una lección implícita de obediencia y sumisión
que se prolongará mucho más allá de la vida académica.
Por ello, la figura del educador es decisiva. No se trata
de un rol neutral, sino de una elección ética y pedagógica: ¿ser puente que
abre horizontes o muro que los clausura? Cada aula, cada encuentro con los
estudiantes, representa una oportunidad para alimentar la curiosidad o para
extinguirla. De esa decisión dependerá no solo el futuro de los alumnos, sino
también el de la sociedad que ellos construirán.
APARTADO VII. CIENCIA, ASOMBRO Y LIBERTAD
La ciencia, en su esencia más pura, no nació del silencio
ni de la obediencia, sino del asombro y de la osadía de preguntar. Cada
descubrimiento científico ha sido posible gracias a hombres y mujeres que, como
niños, se atrevieron a mirar el mundo con ojos curiosos. Preguntar lo
imposible, imaginar lo impensado y poner en duda lo establecido han sido las
claves que han movido a la humanidad hacia nuevos horizontes.
Carl Sagan (1997), en El mundo y sus demonios, lo expresó
con claridad: “La ciencia es más que un cuerpo de conocimientos: es una manera
de pensar, una manera de interrogar escépticamente al universo”. En esta frase
se encierra una verdad profunda. La ciencia no consiste únicamente en acumular
datos o fórmulas; es, sobre todo, una actitud crítica, una disposición a dudar,
a cuestionar y a explorar. En este sentido, la ciencia se hermana directamente
con la curiosidad, pues ambas son expresiones de libertad.
El asombro, como primer impulso de la investigación, es
inseparable de la libertad de preguntar. Un sistema que sofoca la curiosidad de
los estudiantes no solo mutila su capacidad personal de aprendizaje, sino que
también limita las posibilidades colectivas de avanzar como sociedad. Una escuela
que enseña a callar produce adultos incapaces de generar innovación. Una
universidad que censura las preguntas genera profesionales obedientes, pero no
científicos, inventores ni pensadores críticos.
Históricamente, las sociedades que han favorecido la
libertad de pensamiento han experimentado avances extraordinarios. El
Renacimiento europeo, por ejemplo, fue posible porque artistas, filósofos y
científicos se atrevieron a romper con los dogmas medievales. El Siglo de las
Luces puso las bases de la ciencia moderna gracias a un espíritu de crítica y
escepticismo. Por el contrario, las sociedades que han castigado la duda y
reprimido la investigación han quedado atrapadas en el atraso y la
superstición.
La curiosidad científica también es un acto profundamente
democrático. Una ciudadanía que pregunta es una ciudadanía que no se deja
manipular fácilmente, que exige explicaciones a sus gobernantes, que no acepta
verdades absolutas sin evidencia. Por ello, la represión de la curiosidad en la
educación no es un asunto meramente pedagógico, sino también político. Una
sociedad sin preguntas es una sociedad más fácil de controlar.
Krishnamurti (2005) advertía que la educación orientada a
la conformidad produce destrucción, y en el terreno científico esto se confirma:
cuando se desalienta el pensamiento crítico, lo que florece no es el
conocimiento, sino la mediocridad. Una comunidad académica que teme preguntar
jamás desarrollará la capacidad de enfrentar los desafíos de su tiempo.
El vínculo entre ciencia, asombro y libertad es, por
tanto, inseparable. La ciencia se alimenta de preguntas; el asombro es la
chispa que enciende la búsqueda; y la libertad es el aire que permite que ese
fuego no se extinga. Si uno de estos elementos falta, el edificio entero se
derrumba.
Educar en la ciencia, entonces, no significa únicamente
enseñar teorías, leyes o ecuaciones. Significa, sobre todo, cultivar el
asombro, enseñar a preguntar y a dudar, formar estudiantes capaces de no
conformarse con lo evidente. Solo así, la ciencia seguirá siendo una luz en la
oscuridad, como afirmaba Sagan, y no un conocimiento muerto, reducido a
manuales que nadie cuestiona.
VIII. HACIA UNA PEDAGOGÍA DE LA PREGUNTA
Si el sistema educativo actual se caracteriza por sofocar
la curiosidad, la tarea urgente es transformarlo en un espacio que la cultive.
Esto significa pasar de una pedagogía del silencio a una pedagogía de la
pregunta, donde la duda no sea un estorbo, sino el motor del aprendizaje.
Paulo Freire (1970) ya lo planteaba con contundencia: “Enseñar
no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su producción
o construcción”. La clave, según el pedagogo brasileño, está en comprender que
el aula debe convertirse en un espacio de diálogo, donde el maestro y el
estudiante se reconozcan como sujetos que aprenden en conjunto. En este marco,
la pregunta no es una interrupción, sino la base misma del proceso educativo.
1. La pregunta como método
Una pedagogía de la pregunta implica un cambio profundo
en la manera de enseñar. No basta con incluir momentos de participación en la
clase; se trata de organizar todo el proceso educativo en torno a la
formulación de interrogantes. En lugar de iniciar con respuestas cerradas, los
programas deberían comenzar con problemas abiertos: ¿cómo funciona el
universo?, ¿qué causas tiene la desigualdad social?, ¿cómo impacta la
tecnología en la vida cotidiana? Estas preguntas, lejos de ser simples adornos,
son el hilo conductor que da sentido al aprendizaje.
2. Metodologías activas
La educación contemporánea dispone de estrategias que
materializan esta pedagogía. El aprendizaje basado en problemas (ABP) invita a
los estudiantes a investigar soluciones a situaciones reales, desarrollando
pensamiento crítico y creatividad. El aprendizaje por proyectos permite a los
alumnos conectar los contenidos académicos con desafíos concretos de su
entorno. Y los debates y diálogos socráticos fomentan la argumentación, el
respeto a la diversidad de opiniones y la capacidad de defender ideas con fundamentos.
Estas metodologías no eliminan los contenidos
tradicionales, pero los reorganizan en función de las preguntas, no de la
memorización mecánica. De este modo, el estudiante deja de ser un recipiente
pasivo y se convierte en protagonista de su propio aprendizaje.
3. El papel del docente en la pedagogía de la pregunta
El maestro, en este modelo, no desaparece ni pierde
relevancia. Al contrario, su rol se vuelve más exigente: debe aprender a guiar
el proceso, a acompañar, a escuchar. Un buen docente no es el que lo sabe todo,
sino el que sabe cómo provocar preguntas que enciendan la curiosidad. Preguntar
bien es un arte pedagógico que requiere preparación, sensibilidad y apertura.
Freire lo expresó con claridad: “Es necesario enseñar a pensar a partir de la duda, y no de certezas absolutas”. Este giro implica que el profesor renuncie a la imagen de autoridad incuestionable para convertirse en un investigador junto a sus estudiantes.
4. Educación para la libertad
La pedagogía de la pregunta no busca únicamente mejorar
el rendimiento académico. Su objetivo más profundo es formar ciudadanos libres,
capaces de cuestionar las injusticias, de resistir la manipulación y de crear
alternativas. Preguntar es un acto de libertad, y enseñar a preguntar es, en
última instancia, enseñar a vivir en democracia.
Como recuerda Carl Sagan (1997), la ciencia es un
antídoto contra la superstición y la manipulación. De igual manera, una
educación centrada en la pregunta es el antídoto contra el conformismo y la
mediocridad. Una sociedad que pregunta es una sociedad despierta; una que
calla, es una sociedad condenada a repetir sus errores.
CONCLUSIÓN
El recorrido realizado en este ensayo nos lleva a una
constatación ineludible: el sistema educativo, en sus diferentes niveles, ha sofocado
la curiosidad humana en vez de cultivarla. Desde la infancia, donde los niños
son científicos natos con preguntas desbordantes, hasta la universidad, que
debería ser el faro del pensamiento crítico, lo que predomina es la censura de
la pregunta, la repetición mecánica de contenidos y la domesticación del
espíritu libre.
La escuela se ha convertido en una fábrica de silencio,
donde se premia la obediencia y se castiga la inquietud. La universidad, en
lugar de abrir horizontes, con frecuencia se transforma en un espacio de
reproducción de dogmas. Los docentes, actores centrales del proceso, a veces
actúan como muros que bloquean la creatividad, aunque también pueden
convertirse en puentes que liberan y despiertan el asombro.
Carl Sagan, Paulo Freire y Krishnamurti coinciden en algo
fundamental: la educación que no fomenta la pregunta está condenada al fracaso.
Un sistema que entrega ciudadanos conformistas, incapaces de dudar y de
cuestionar, no puede responder a los desafíos de la sociedad contemporánea. La
censura de la curiosidad no solo es un problema pedagógico: es un problema
político y social, pues una población educada para callar difícilmente podrá
construir una democracia auténtica.
Frente a este panorama, la propuesta de una pedagogía de
la pregunta se presenta como un horizonte necesario. Educar preguntando
significa formar seres humanos libres, creativos y críticos; significa
devolverle a la educación su sentido más profundo: no llenar recipientes, sino
encender llamas.
El futuro de nuestras sociedades depende de recuperar la
curiosidad como derecho y como deber. Si queremos ciudadanos capaces de
transformar la realidad, debemos empezar por devolverles el derecho a
preguntar. Porque, al final, preguntar es vivir, y educar sin preguntas es condenar
a la humanidad a la repetición estéril de sus errores.
REFLEXIÓN FINAL
Preguntar es un acto profundamente humano. Es la chispa
que enciende la imaginación, la llave que abre puertas ocultas, la semilla de
cada descubrimiento. Sin preguntas, la vida se vuelve rutina; con ellas, se
convierte en aventura.
La educación, sin embargo, ha olvidado esta verdad
esencial. Ha enseñado a callar donde debería invitar a hablar, ha exigido
obediencia donde debería cultivar libertad. Y lo más grave: ha convencido a generaciones
enteras de que dudar es una debilidad, cuando en realidad es la mayor de las
fortalezas.
Recuperar la pedagogía de la pregunta no es un lujo, es
una necesidad urgente. Solo una sociedad que se atreve a preguntar puede
aspirar a ser libre, justa y democrática. Solo los pueblos que conservan viva
la curiosidad son capaces de resistir la manipulación, de desafiar la
injusticia y de construir futuros distintos.
Carl Sagan nos recordó que “no hay preguntas estúpidas,
toda pregunta es un clamor por entender el mundo”. Ese clamor no debe ser
sofocado, sino escuchado. La escuela y la universidad no deben ser cárceles de
silencio, sino ágoras de diálogo. El docente no debe ser muro, sino puente. Y
cada estudiante debe sentirse autorizado a preguntar, aunque no tenga respuesta
inmediata.
Educar es enseñar a preguntar. Educar es atreverse a
despertar conciencias. Educar, en el sentido más noble, es un acto de
esperanza. Y mientras existan maestros y estudiantes dispuestos a mantener viva
la llama de la curiosidad, habrá futuro para la humanidad.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.
1.
Aristóteles.
(2007). Metafísica. Gredos.
2.
Freire, P.
(1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.
3.
Freire, P.
(1996). Pedagogía de la autonomía: Saberes necesarios para la práctica educativa.
Siglo XXI Editores.
4.
Krishnamurti,
J. (2005). La educación y el significado de la vida. Kairós.
5.
Sagan, C.
(1997). El mundo y sus demonios: La ciencia como una luz en la oscuridad.
Planeta.
6.
Dewey, J.
(1916/1997).
SAN SALVADOR, 01 DE OCTUBRE DE 2025
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