miércoles, 1 de octubre de 2025

 

EDUCAR PARA SERVIR O SERVIRSE: DILEMAS DE LA EDUCACIÓN EN CRISIS”

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

La educación ha sido, desde los albores de la humanidad, el motor de transmisión de saberes, valores y prácticas que hacen posible la vida en sociedad. Desde las culturas ancestrales hasta los sistemas formales contemporáneos, la educación ha ocupado un lugar central en la formación de individuos y colectivos, en la consolidación de identidades culturales y en la construcción de civilizaciones. Sin embargo, en pleno siglo XXI, el ideal emancipador de la educación parece haberse desdibujado, quedando atrapado en un modelo mecanicista, utilitarista y fragmentado, que ha perdido toda conexión con el ser humano integral y con la realidad compleja de la vida.

Numerosos pensadores, pedagogos y filósofos han advertido sobre este fracaso histórico. Entre ellos, Jiddu Krishnamurti señaló con contundencia: “La educación convencional es en gran medida un fracaso porque está orientada a la conformidad, el éxito y la seguridad, perpetuando así la mediocridad, el conflicto y la destrucción” (Krishnamurti, 2007, p. 15). Esta sentencia refleja un diagnóstico radical: los sistemas educativos actuales no sólo son ineficaces, sino que resultan dañinos, en tanto fomentan la dependencia, el miedo y la obediencia ciega al orden establecido.

El presente ensayo parte de esta constatación y busca demostrar que la educación contemporánea, lejos de servir al propósito de humanizar y liberar, se ha convertido en una máquina reproductora del sistema económico y político vigente.

En lugar de formar seres humanos íntegros, críticos y solidarios, forma individuos competitivos, fragmentados y obsesionados por el éxito personal. Se educa para “servirse” y no para “servir”. Se educa para alimentar el aparato productivo, pero no para cultivar una sociedad más justa, ética y consciente.

La tesis central que aquí se defiende es que los sistemas educativos vigentes han fracasado porque han olvidado la totalidad del ser humano. Al reducir la educación a un proceso de acumulación de datos y de preparación para el mercado laboral, se ha perdido de vista que educar significa, ante todo, formar en libertad, amor y responsabilidad. Una educación fragmentada, desconectada del corazón y de la vida, produce profesionales exitosos en apariencia, pero deshumanizados en su esencia.

Este fracaso no es casual, sino estructural. Como sostienen Bourdieu y Passeron (1996), las instituciones educativas están diseñadas para reproducir las desigualdades sociales, legitimar los privilegios de las élites y garantizar la continuidad del sistema. En este sentido, la escuela moderna no es un espacio neutral, sino un mecanismo de control social que refuerza la lógica de la dominación. Al mismo tiempo, se fomenta una obsesión por la seguridad y el éxito individual, creando seres humanos temerosos, dependientes y competitivos, incapaces de experimentar la libertad interior y la solidaridad comunitaria.

Sin embargo, este ensayo no se limita a la crítica. Busca también abrir un horizonte alternativo. La educación debe transformarse radicalmente, orientándose hacia la formación integral del ser humano en su totalidad: mente, cuerpo y espíritu. Como propone Paulo Freire (1970), el acto educativo debe ser dialógico, liberador y profundamente humano. Y como advierte Edgar Morin (1999), el futuro de la humanidad depende de una educación que enseñe a “aprender a vivir”, no sólo a trabajar o a aprobar exámenes.

En este marco, los apartados que componen este ensayo seguirán un hilo crítico y propositivo:

I. LA CRISIS ESTRUCTURAL DE LA EDUCACIÓN MODERNA

1.1 El fracaso civilizatorio de la educación

La educación moderna nació como parte del proyecto ilustrado, bajo la premisa de que el conocimiento sería el camino hacia la libertad y el progreso. Se pensaba que una ciudadanía instruida permitiría superar la ignorancia, construir democracias sólidas y consolidar una civilización más justa y próspera.

Sin embargo, más de dos siglos después, el balance no es alentador. La educación no ha logrado liberar al ser humano de la opresión, la violencia ni la desigualdad. Por el contrario, en muchos casos, ha contribuido a reproducir los mismos males que buscaba superar.

El filósofo Jiddu Krishnamurti advertía que la educación, en lugar de formar seres libres y conscientes, se ha convertido en una máquina de conformidad: “La educación convencional es en gran medida un fracaso porque está orientada a la conformidad, el éxito y la seguridad, perpetuando así la mediocridad, el conflicto y la destrucción” (2007, p. 15). Esta afirmación revela la contradicción profunda de los sistemas escolares: bajo la apariencia de neutralidad y progreso, ocultan un proceso de domesticación y alienación.

Los sistemas educativos actuales están diseñados para producir trabajadores especializados, obedientes y adaptables, más que ciudadanos críticos y solidarios. En otras palabras, no forman seres humanos plenos, sino piezas funcionales dentro de la maquinaria productiva global. La obsesión por los exámenes, los títulos y las competencias técnicas desplaza el cultivo de la ética, la sensibilidad y la capacidad de cuestionar el orden establecido.

De esta manera, la educación se ha vuelto cómplice de un fracaso civilizatorio: tenemos sociedades más instruidas que nunca en términos técnicos, pero no necesariamente más humanas, justas o pacíficas. El mundo sigue plagado de guerras, corrupción, desigualdades extremas y crisis ambientales. Surge entonces la pregunta: ¿Qué clase de educación es esta que no logra evitar que el ser humano destruya a su prójimo y a la naturaleza?

1.2 Educación y reproducción de la desigualdad

El sociólogo Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron (1996) sostuvieron en su célebre obra La reproducción que la escuela no es un espacio neutral. Por el contrario, funciona como un mecanismo para perpetuar las desigualdades sociales. Los estudiantes de clases privilegiadas acceden con mayor facilidad a las oportunidades educativas, pues cuentan con capital cultural y económico que les permite adaptarse al “habitus” escolar.

En cambio, los jóvenes de sectores marginados enfrentan mayores obstáculos y, en muchos casos, terminan abandonando la escuela o quedando atrapados en itinerarios de baja calidad.

Este mecanismo de reproducción genera un círculo vicioso: los pobres reciben una educación pobre, mientras que los ricos acceden a una educación de élite que refuerza sus privilegios. Así, la educación, que en teoría debería ser un instrumento de movilidad social, se convierte en un factor de consolidación de la desigualdad.

En América Latina, por ejemplo, las diferencias entre la educación pública y privada son abismales. Mientras los colegios privados ofrecen formación en varios idiomas, acceso a tecnología de punta y preparación para universidades internacionales, las escuelas públicas muchas veces carecen de pupitres, libros o maestros capacitados. Esto crea una brecha que no es solo económica, sino también cultural y simbólica: los estudiantes de élite aprenden a sentirse “superiores”, mientras que los de sectores marginados interiorizan sentimientos de inferioridad o incapacidad.

El fracaso educativo, por tanto, no es un problema aislado de metodologías o de falta de recursos, sino un reflejo directo de la estructura social injusta en la que se inserta.

1.3 La escuela como engranaje del sistema económico

La escuela moderna surgió para responder a las necesidades de la industrialización. No es casual que su organización recuerde a la de una fábrica: horarios rígidos, campanas que marcan entradas y salidas, currículos estandarizados, exámenes periódicos y jerarquías de autoridad. Este modelo fue diseñado para producir trabajadores disciplinados, capaces de obedecer órdenes, repetir rutinas y adaptarse a la lógica de la producción en serie.

En pleno siglo XXI, aunque el contexto ha cambiado, la lógica permanece: la educación sigue subordinada a las necesidades del mercado. Las reformas educativas, en la mayoría de los países, giran en torno a “competencias laborales”, “emprendimiento” y “empleabilidad”. El éxito educativo se mide en función de la capacidad de los egresados para insertarse en el mercado laboral, no en su capacidad de vivir en comunidad, desarrollar una vida ética o cultivar la sensibilidad humana.

De este modo, la escuela cumple con la función que le asigna el sistema capitalista: formar recursos humanos que mantengan en funcionamiento el aparato productivo. El lenguaje mismo lo delata: en lugar de hablar de personas, se habla de “capital humano”. En vez de hablar de vocación y sentido de vida, se habla de “perfil de egreso”. La reducción del ser humano a un recurso económico es quizás una de las expresiones más dramáticas de la deshumanización educativa.

1.4 Impacto en los jóvenes: éxito, miedo y competitividad como mandatos

Los efectos de esta lógica se hacen visibles en la vida de los jóvenes. Desde temprana edad se les inculca que el objetivo principal de su formación es obtener buenas calificaciones, aprobar exámenes estandarizados y conseguir un empleo bien remunerado. El miedo al fracaso se convierte en el motor de su conducta: miedo a reprobar, miedo a decepcionar a sus padres, miedo a no encontrar trabajo, miedo a quedar rezagados frente a sus compañeros.

Este clima educativo, lejos de liberar, oprime. En lugar de despertar la creatividad y la curiosidad natural de los niños, fomenta la ansiedad, la competencia y la obsesión por el éxito individual. Como resultado, surgen generaciones de jóvenes que pueden manejar con destreza un software o resolver ecuaciones complejas, pero que a menudo carecen de herramientas para manejar sus emociones, convivir pacíficamente con otros o comprometerse con el bien común.

El costo psicológico y social de este modelo es altísimo. La depresión, la ansiedad y la desesperanza son fenómenos crecientes entre estudiantes y profesionales jóvenes. El éxito prometido por el sistema rara vez se traduce en felicidad o realización personal. Por el contrario, muchos terminan atrapados en rutinas laborales alienantes, cargando con una sensación de vacío existencial.

En palabras de Krishnamurti (2007), “existe una obsesión por la seguridad (psicológica, económica, etc.) que es una de las mayores fuentes de conflicto. Si la mente está constantemente buscando refugio, nunca puede ser libre” (p. 47).

Síntesis del apartado I

La crisis de la educación moderna no es un fenómeno superficial ni accidental. Es estructural. Los sistemas educativos fueron diseñados para servir a los intereses de la producción económica y la reproducción social, no para la formación integral del ser humano. Por ello, a pesar de las reformas y las innovaciones tecnológicas, persiste el mismo problema de fondo: la educación está desconectada de la vida, del amor, de la libertad y de la totalidad del ser humano.

II. EDUCACIÓN PARA SERVIRSE, NO PARA SERVIR

2.1 El egoísmo profesional como norma

Uno de los síntomas más evidentes del fracaso de la educación contemporánea es la manera en que ha promovido el egoísmo como norma de vida. La escuela y la universidad, en lugar de formar ciudadanos responsables y solidarios, han producido profesionales obsesionados con su éxito personal, indiferentes a las necesidades colectivas y poco comprometidos con la transformación social.

Desde el inicio del proceso educativo, el alumno aprende que el objetivo es superar a sus compañeros, alcanzar mejores calificaciones y obtener reconocimientos individuales. Se fomenta así una mentalidad competitiva, donde cada estudiante percibe a los demás como rivales a vencer, y no como compañeros de aprendizaje y de vida.

 La cooperación, la solidaridad y el sentido comunitario quedan relegados a un segundo plano, mientras el triunfo personal se convierte en el máximo valor.

En la vida profesional, esta mentalidad competitiva desemboca en prácticas oportunistas: médicos que priorizan el lucro por encima del servicio a la salud, abogados que utilizan sus conocimientos para manipular la justicia en beneficio de los poderosos, políticos que convierten el servicio público en un medio de enriquecimiento personal, empresarios que explotan a sus trabajadores sin conciencia social. La raíz de estas conductas no se encuentra únicamente en la “naturaleza humana”, sino también en la lógica educativa que ha formado a estos individuos.

2.2 Hobbes y la sentencia del hombre-lobo

Thomas Hobbes (1999), en su célebre obra Leviatán, planteaba que el hombre es un lobo para el hombre (homo homini lupus). Aunque la afirmación de Hobbes hacía referencia al estado de naturaleza, en el que la ausencia de leyes lleva a una lucha de todos contra todos, hoy parece tener plena vigencia en el campo de la educación.

El sistema educativo, al fomentar la competencia feroz, nos ha convertido en caníbales simbólicos: devoramos los sueños, los proyectos y las oportunidades de nuestros propios hermanos. La obsesión por sobresalir individualmente ha generado un mundo de profesionales incapaces de pensar en el bien común, acostumbrados a aprovechar cualquier oportunidad para escalar socialmente, aunque ello implique pisotear a otros.

Este fenómeno se observa claramente en la política y en la vida pública de muchos países. Quienes llegan a posiciones de poder suelen haber sido formados en universidades prestigiosas, pero carecen de un sentido ético profundo. Se sirven del Estado para enriquecerse y perpetuar privilegios, sin atender las necesidades de los sectores más vulnerables. En este sentido, la educación, en vez de ser un antídoto contra la corrupción, se convierte en su principal caldo de cultivo.

2.3 Casos de corrupción, oportunismo y ausencia de ética profesional

La historia contemporánea ofrece abundantes ejemplos de cómo profesionales altamente calificados, egresados de universidades reconocidas, terminan siendo protagonistas de escándalos de corrupción, fraudes financieros o crímenes de cuello blanco. El sistema educativo, centrado en el éxito individual, ha olvidado inculcar principios éticos sólidos, creando así generaciones de técnicos brillantes, pero moralmente vacíos.

En América Latina, los casos de corrupción gubernamental son recurrentes. Presidentes, ministros, jueces y empresarios con formación académica reconocida han estado implicados en desfalcos millonarios, lavado de dinero y desvío de fondos públicos. Estos hechos ponen en evidencia que la educación, lejos de ser garantía de integridad, puede producir individuos más hábiles para delinquir de manera sofisticada.

Pero el problema no se limita a las élites políticas. En la vida cotidiana, también se observa una cultura de la trampa y del oportunismo que afecta a todos los sectores: estudiantes que copian en exámenes, profesores que venden calificaciones, funcionarios que cobran sobornos, comerciantes que engañan a los clientes. Estos comportamientos reflejan una crisis ética profunda, incubada en un sistema educativo que ha priorizado el “servirse” sobre el “servir”.

2.4 Consecuencias sociales de una educación utilitarista

El impacto de este modelo educativo no se reduce al ámbito individual, sino que repercute en toda la sociedad. Una educación que forma oportunistas, corruptos y egoístas genera sociedades desintegradas, incapaces de construir proyectos colectivos.

Las consecuencias son múltiples:

Crisis de confianza social: cuando todos buscan su propio beneficio, se destruyen los lazos de confianza que sostienen la vida comunitaria.

Desigualdad extrema: el egoísmo fomenta la acumulación de riqueza en manos de unos pocos, mientras la mayoría queda excluida.

Violencia y conflictividad: la lógica del “hombre-lobo” desemboca en un clima social de enfrentamiento permanente.

Pobreza moral e intelectual: los profesionales formados bajo esta lógica carecen de sentido ético, de sensibilidad social y de espíritu crítico. Este panorama confirma que el sistema educativo vigente cumple con la sentencia hobbesiana: nos ha convertido en lobos unos de otros, en vez de enseñarnos a reconocernos como hermanos.

Síntesis del apartado II

La educación actual ha perdido su sentido humanista y se ha transformado en un instrumento para cultivar el egoísmo y la ambición desmedida. Al formar individuos que se sirven a sí mismos en lugar de servir al prójimo, la escuela se ha convertido en un espacio de reproducción de la corrupción, el oportunismo y la mediocridad moral. El resultado es una sociedad fragmentada, carente de solidaridad y marcada por la desconfianza.

III. LA OBSESIÓN POR LA SEGURIDAD Y EL MIEDO

3.1 Krishnamurti: la seguridad como fuente de conflicto

Jiddu Krishnamurti, uno de los pensadores más lúcidos sobre la condición humana, advirtió que una de las mayores trampas de la mente es la obsesión por la seguridad. Según él: “Existe una obsesión por la seguridad (psicológica, económica, etc.) que es una de las mayores fuentes de conflicto. Si la mente está constantemente buscando refugio, nunca puede ser libre” (Krishnamurti, 2007, p. 47).

Este diagnóstico resulta clave para entender el fracaso de la educación moderna. Los sistemas escolares, en lugar de cultivar la libertad interior, refuerzan el miedo y la búsqueda permanente de seguridad: la seguridad de aprobar, de ser aceptado, de conseguir un empleo estable, de obtener prestigio social.

 El alumno aprende desde temprano que su valor depende de notas, títulos y reconocimientos, y que cualquier desviación de este camino lo conducirá al “fracaso”.

En vez de enseñar a enfrentar la incertidumbre como parte inherente de la vida, la escuela la presenta como amenaza. El resultado es una generación de individuos dependientes, incapaces de tomar decisiones autónomas, siempre ansiosos por encontrar un refugio económico, laboral o afectivo que les otorgue una ilusión de seguridad.

3.2 El miedo como obstáculo para la libertad interior

El miedo es uno de los grandes enemigos de la libertad. Una mente dominada por el temor difícilmente puede desarrollar creatividad, sensibilidad y capacidad crítica. El sistema educativo, al reforzar constantemente el miedo al fracaso, al castigo o al desempleo, produce seres humanos incapaces de vivir plenamente.

El miedo escolar se manifiesta de múltiples maneras:

·        Miedo a equivocarse: los estudiantes aprenden que el error es algo vergonzoso que debe evitarse, cuando en realidad es parte fundamental del aprendizaje.

·        Miedo a la autoridad: la relación vertical entre maestro y alumno genera sumisión, en lugar de diálogo y confianza.

·        Miedo a ser diferente: la escuela premia la conformidad y castiga la originalidad, generando estudiantes que se adaptan a lo establecido sin cuestionarlo.

·        Miedo al futuro: desde la adolescencia se inculca la idea de que quien no estudia una “carrera rentable” será un fracasado.

Estos miedos, lejos de preparar a los jóvenes para la vida, los aprisionan en esquemas rígidos. Al salir al mundo laboral y social, muchos de ellos se convierten en adultos inseguros, dependientes de la aprobación externa y dispuestos a sacrificar su autenticidad por sobrevivir.

3.3 Educación como domesticación psicológica

La obsesión por la seguridad convierte a la educación en un proceso de domesticación psicológica. En lugar de formar individuos autónomos, la escuela produce sujetos adaptados, obedientes y temerosos. Se les enseña a repetir, a memorizar, a cumplir con las reglas sin cuestionarlas, a buscar refugio en títulos y certificados.

De esta forma, la educación funciona como un mecanismo de control social. Un ciudadano temeroso es más fácil de manipular: obedece sin pensar, se conforma con poco y evita cuestionar la injusticia por miedo a perder su “seguridad”. Así, el sistema educativo contribuye a perpetuar regímenes políticos corruptos y estructuras económicas injustas.

El filósofo Michel Foucault (1975) describió la escuela como una institución disciplinaria, comparable a la cárcel y al cuartel.

Su función no es tanto educar, sino vigilar, clasificar y normalizar a los individuos. En este sentido, la obsesión por la seguridad no solo afecta la vida personal, sino también el control colectivo.

3.4 Superar la lógica del éxito y el fracaso

Si la educación quiere recuperar su verdadero sentido, debe superar la lógica binaria del éxito y el fracaso. Educar no puede reducirse a aprobar o reprobar, a conseguir un empleo o quedarse desempleado, a acumular títulos o quedar marginado. Esa lógica estrecha encierra a los jóvenes en una jaula psicológica que limita su desarrollo integral.

Educar debe significar acompañar a cada persona en el descubrimiento de su vocación, en el reconocimiento de su valor intrínseco y en la construcción de un proyecto de vida en libertad. El error debe verse como oportunidad de crecimiento, y la incertidumbre como espacio creativo para imaginar nuevas posibilidades.

Solo una educación liberada del miedo puede formar seres humanos capaces de vivir con dignidad y plenitud. Como decía Krishnamurti (2007): “La inteligencia no es una mera acumulación de datos, sino la capacidad de percibir lo esencial y actuar desde la totalidad” (p. 42). Esta inteligencia solo florece cuando desaparece el miedo y se recupera la confianza en la vida.

Síntesis del Apartado III

El sistema educativo, al obsesionarse con la seguridad y reforzar el miedo, ha producido generaciones de seres humanos dependientes, ansiosos y obedientes. La búsqueda constante de refugio y éxito impide la libertad interior y la creatividad. Superar esta lógica implica replantear la educación como un espacio de libertad, amor y confianza, donde el error se convierta en aprendizaje y la incertidumbre en oportunidad.

IV. EDUCAR PARA LA TOTALIDAD DEL SER HUMANO

4.1 Más allá de la acumulación de datos

Uno de los principales errores de la educación moderna ha sido reducir el aprendizaje a la acumulación de información. El estudiante se convierte en un recipiente en el que se depositan datos, fórmulas, fechas y teorías, sin que medie un proceso de reflexión crítica, creatividad o integración con la vida real. Paulo Freire (1970) denominó a este modelo la educación bancaria: el docente deposita contenidos en la mente del estudiante, y este, pasivamente, los recibe, memoriza y repite.

El problema es que el conocimiento así transmitido carece de sentido vital. El joven puede recitar una definición de filosofía o resolver una ecuación matemática, pero no necesariamente comprende cómo esos saberes se relacionan con su existencia ni con la realidad social que lo rodea. Se forman expertos en materias aisladas, pero no seres humanos plenos capaces de integrar pensamiento, emoción y acción.

Una verdadera educación debe superar este paradigma y convertirse en un proceso de descubrimiento y de construcción de sentido. Educar no es llenar recipientes, sino encender la chispa de la búsqueda interior y el compromiso con la vida.

4.2 Paulo Freire y la pedagogía liberadora

Paulo Freire constituye uno de los mayores referentes de una pedagogía que busca transformar, no domesticar. En Pedagogía del oprimido (1970), subraya que la educación debe ser un acto dialógico, donde maestro y alumno aprenden juntos, compartiendo experiencias y reflexiones. La verdadera educación, según Freire, es aquella que despierta la conciencia crítica, que permite al ser humano leer el mundo, no solo leer palabras.

En esta visión, el conocimiento no es neutral: está siempre vinculado a la práctica social y a las estructuras de poder. Educar, entonces, es un acto político, porque implica decidir si reproducimos la injusticia o trabajamos por la liberación. Una pedagogía liberadora no prepara únicamente para el mercado, sino para la vida en comunidad, para la construcción de sociedades más justas y solidarias.

La vigencia de Freire radica en que, frente a la obsesión actual por las competencias técnicas, nos recuerda que lo esencial de la educación es el ser humano como totalidad. La educación liberadora no fragmenta, sino que integra razón, emoción, ética y acción transformadora.

4.3 La formación integral: cuerpo, mente y espíritu

La educación de la totalidad implica atender todas las dimensiones del ser humano. Tradicionalmente, la escuela se ha enfocado en el intelecto, descuidando el cuerpo y el espíritu. El resultado ha sido una educación parcial y desequilibrada.

Cuerpo: La salud física es indispensable para el desarrollo pleno, pero muchos sistemas educativos reducen la educación física a una asignatura secundaria. Una pedagogía de la totalidad debe promover el cuidado del cuerpo, la alimentación consciente, el ejercicio y la conexión con la naturaleza.

Mente: No se trata de acumular datos, sino de desarrollar la capacidad de pensar críticamente, de resolver problemas de manera creativa y de comprender la complejidad de la vida.

Espíritu: El ser humano no es solo razón y cuerpo, también es interioridad, sensibilidad y trascendencia. Una educación integral debe cultivar valores como el amor, la solidaridad, la humildad y el sentido de misión en la vida.

La fragmentación entre estas dimensiones ha generado desequilibrios graves: profesionales con grandes conocimientos técnicos pero con estilos de vida insalubres, o intelectuales brillantes incapaces de gestionar sus emociones o vivir éticamente. La educación de la totalidad busca superar esta fractura.

4.4 Conocimiento de sí mismo: ¿quién soy y para qué vivo?

La educación no puede limitarse a enseñar matemáticas, ciencias o historia. Debe, sobre todo, ayudar a cada persona a conocerse a sí misma. Sócrates lo expresaba con claridad: “Conócete a ti mismo”. Esta máxima debería estar en el corazón de todo proceso educativo.

Los jóvenes atraviesan crisis de identidad, dudas existenciales y búsquedas profundas sobre el sentido de su vida. Sin embargo, la escuela raramente les ofrece espacios para explorar estas preguntas. En su lugar, les impone planes de estudio rígidos y objetivos ajenos a sus verdaderas inquietudes.

Una educación de la totalidad debe invitar a los estudiantes a cuestionarse: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es mi misión en la vida? Estas preguntas no tienen respuestas inmediatas, pero abrir el espacio para explorarlas puede significar la diferencia entre una vida alienada y una vida plena.

Además, este conocimiento de sí mismo permite superar la lógica de la comparación constante. El estudiante deja de definirse en función de las notas o del éxito ajeno, y comienza a reconocerse como un ser único, con talentos y vocaciones propias.

4.5 Inteligencia como estado del ser, no como cantidad de datos

Krishnamurti (2007) sostenía que la inteligencia auténtica no surge de la acumulación de información, sino de la capacidad de percibir lo esencial y actuar desde la totalidad. Esta concepción de inteligencia se opone radicalmente a los modelos educativos actuales, que reducen el éxito intelectual a pruebas estandarizadas, títulos y diplomas.

Un ser verdaderamente inteligente no es aquel que sabe mucho, sino aquel que es capaz de vivir con plenitud, de relacionarse con amor, de actuar con justicia y de tomar decisiones libres. La educación de la totalidad, por tanto, no busca producir genios técnicos ni especialistas fragmentados, sino seres humanos íntegros, capaces de integrar saber, ética y sensibilidad.

La inteligencia como estado del ser implica libertad respecto al miedo, la ambición y la autoridad. Solo en un ambiente de confianza, diálogo y respeto mutuo puede florecer esta inteligencia profunda.

Síntesis del Apartado IV

Educar para la totalidad significa superar la educación fragmentada y utilitarista que predomina hoy. Implica reconocer al ser humano en todas sus dimensiones: cuerpo, mente y espíritu. Es un proceso que invita al autoconocimiento, que fomenta la creatividad y que cultiva la libertad interior. Lejos de formar técnicos esclavos del sistema, la educación de la totalidad busca despertar seres humanos conscientes, críticos y amorosos, capaces de construir una nueva civilización basada en la justicia, la solidaridad y la plenitud.

V. EL ROL DEL MAESTRO EN LA TRANSFORMACIÓN EDUCATIVA

5.1 El maestro como investigador y crítico

El maestro no puede reducirse a la figura de un simple transmisor de conocimientos ni a un administrador de calificaciones. Esta visión limitada del docente es precisamente una de las causas del fracaso de la educación contemporánea. El verdadero educador es, ante todo, un investigador constante y un crítico de la realidad que le rodea.

Investigar no significa únicamente elaborar artículos científicos o participar en congresos académicos. Significa, sobre todo, tener una actitud de apertura al conocimiento, de cuestionamiento continuo, de búsqueda de respuestas a los problemas concretos que afectan a los estudiantes y a la sociedad. El maestro investigador está al día de los avances en su disciplina, pero también de los acontecimientos políticos, sociales y culturales de su país y del mundo.

Un docente que no investiga ni se actualiza corre el riesgo de convertirse en un repetidor de contenidos desfasados, incapaz de orientar a sus estudiantes en un mundo en permanente cambio. Por ello, la investigación no es un lujo, sino una exigencia ética de la profesión docente.

Al mismo tiempo, el maestro debe ser crítico. No puede conformarse con reproducir acríticamente el currículo oficial o las ideologías dominantes. Tiene la responsabilidad de analizar, de contrastar, de señalar las incoherencias y de generar debate. Un maestro que critica y problematiza enseña a sus alumnos a pensar, mientras que uno que se limita a repetir y obedecer fomenta la pasividad y la conformidad.

5.2 La diferencia entre educar y adoctrinar

En el contexto educativo actual existe una gran confusión entre educar y adoctrinar. Educar significa acompañar a los estudiantes en la construcción de su propio pensamiento, en el descubrimiento de su vocación y en la consolidación de sus valores personales y comunitarios. Adoctrinar, en cambio, significa imponer un conjunto de ideas, creencias o posturas políticas de manera unilateral, sin espacio para la crítica ni el diálogo.

Un maestro auténtico no adoctrina. Sabe que el conocimiento verdadero solo florece en un ambiente de libertad. Su papel es guiar, sugerir, provocar la reflexión, no imponer. Como decía Paulo Freire (1970), el educador no debe situarse como dueño del saber frente a ignorantes, sino como un compañero de camino que aprende y enseña al mismo tiempo.

El adoctrinamiento puede ser de carácter religioso, político o ideológico, pero en todos los casos produce seres humanos sumisos y dependientes. La educación, en cambio, debe formar ciudadanos libres, capaces de pensar por sí mismos y de asumir responsabilidades con conciencia crítica.

5.3 El docente como creador de ambientes de libertad y diálogo

La verdadera educación ocurre cuando se genera un ambiente de confianza, diálogo y libertad. El maestro tiene en sus manos la posibilidad de crear ese espacio, o de sofocarlo con autoritarismo y rigidez. Un ambiente de libertad no significa ausencia de normas, sino un espacio donde los estudiantes se sienten seguros para expresarse, equivocarse, cuestionar y crear.

Cuando el aula se convierte en un laboratorio de diálogo, los estudiantes descubren que aprender no es una obligación impuesta, sino una aventura compartida. En este sentido, el rol del maestro es semejante al de un jardinero: no obliga a las plantas a crecer, pero sí crea las condiciones necesarias para que florezcan.

La pedagogía de la libertad implica que el maestro también reconoce su vulnerabilidad y su humanidad. No se presenta como un ser infalible, sino como alguien que también aprende, que también se equivoca, que también busca. Este reconocimiento genera empatía y cercanía, condiciones indispensables para el verdadero aprendizaje.

5.4 Morin y los saberes necesarios para la educación del futuro

Edgar Morin (1999), en Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, plantea una serie de orientaciones que resultan fundamentales para redefinir el rol del maestro en el siglo XXI. Según Morin, el educador debe:

Enseñar a afrontar la complejidad: No basta con transmitir información fragmentada; es necesario ayudar a los estudiantes a comprender la interconexión entre los fenómenos sociales, científicos, económicos y culturales. Enseñar a vivir con la incertidumbre: El futuro es impredecible, y el maestro debe preparar a los estudiantes para enfrentar la ambigüedad con creatividad y resiliencia.

Enseñar la condición humana: La educación debe recordar que somos seres biológicos, sociales, culturales y espirituales, integrados en una misma humanidad.

Enseñar la ciudadanía planetaria: El docente debe cultivar en sus estudiantes la conciencia ecológica y la responsabilidad global, para que comprendan que la humanidad comparte un destino común en la Tierra.

Estas propuestas sitúan al maestro en el centro de una misión trascendental: preparar a los estudiantes no solo para el trabajo, sino para la vida, para la convivencia, para la paz y para el cuidado de la casa común.

Síntesis del Apartado V

El rol del maestro en la transformación educativa es decisivo. No se trata de un funcionario que repite contenidos, sino de un investigador crítico, de un facilitador del diálogo y de un creador de ambientes de libertad. El maestro auténtico no adoctrina, sino que acompaña en el descubrimiento. Siguiendo a Morin y a Freire, el docente debe formar ciudadanos libres, conscientes y solidarios, capaces de enfrentar la complejidad del mundo contemporáneo y de construir un futuro más humano.

CONCLUSIÓN

La educación, entendida históricamente como el camino hacia la libertad y el progreso, atraviesa hoy una de sus crisis más profundas. A lo largo de este ensayo se ha evidenciado que el fracaso de los sistemas educativos contemporáneos no es circunstancial ni resultado de deficiencias técnicas, sino estructural y civilizatorio. La educación se ha subordinado a los intereses del sistema económico y político vigente, olvidando su razón de ser: la formación integral del ser humano.

En el Apartado I, analizamos cómo la escuela moderna funciona como un engranaje del aparato productivo y como mecanismo de reproducción de la desigualdad. Su organización, semejante a la de una fábrica, refleja su propósito inicial: producir mano de obra obediente y especializada, no ciudadanos libres ni seres humanos plenos. Este modelo, heredado de la industrialización, sigue vigente en pleno siglo XXI, con reformas superficiales que no cuestionan la raíz del problema.

En el Apartado II, mostramos cómo este sistema educativo ha cultivado una mentalidad egoísta y oportunista, formando individuos que buscan servirse a sí mismos antes que servir a la comunidad. La lógica hobbesiana del “hombre-lobo” se confirma en profesionales exitosos en apariencia, pero desprovistos de ética y solidaridad. La corrupción, el oportunismo y la pobreza moral no son simples desviaciones individuales, sino el resultado de una educación que prioriza el éxito personal sobre el bien común.

El Apartado III evidenció la manera en que la obsesión por la seguridad y el miedo condiciona la formación de las nuevas generaciones. Desde la infancia, los estudiantes son sometidos a la ansiedad del éxito y al temor al fracaso. La educación se convierte en un proceso de domesticación psicológica que produce individuos dependientes, temerosos y conformistas, más preocupados por su estabilidad que por su libertad interior.

En contraste, el Apartado IV planteó la necesidad de una educación para la totalidad del ser humano. Inspirados en Freire, Krishnamurti y Morin, sostuvimos que educar no es acumular datos ni preparar únicamente para el mercado laboral, sino formar personas capaces de integrar cuerpo, mente y espíritu. Educar significa ayudar a cada ser humano a conocerse a sí mismo, a descubrir su misión en la vida y a vivir en plenitud, con libertad respecto al miedo, la ambición y la autoridad.

Finalmente, el Apartado V subrayó el rol del maestro como pieza clave en esta transformación. El docente no debe limitarse a ser un repetidor de contenidos ni un simple administrador de calificaciones. Debe ser un investigador, un crítico de la realidad, un creador de ambientes de diálogo y libertad.

Lejos de adoctrinar, debe acompañar en el descubrimiento, fomentando el pensamiento crítico, la creatividad y el compromiso social.

De esta manera, podemos concluir que el fracaso de la educación contemporánea radica en su desconexión con el ser humano integral y con la vida real. Ha olvidado que su misión no es producir empleados eficientes, sino formar ciudadanos libres, solidarios y responsables. Si no se replantea este rumbo, la educación seguirá siendo cómplice de la mediocridad, la injusticia y la destrucción.

Pero si asumimos el desafío de transformarla, la educación puede convertirse en el motor de una nueva civilización. Una educación de la totalidad, basada en la libertad, el amor y la responsabilidad, es la única vía para superar la crisis moral, intelectual y social de nuestro tiempo.

REFLEXIÓN FINAL

Educar es un acto profundamente humano, un encuentro entre conciencias que buscan sentido y plenitud. No se trata de llenar mentes de datos ni de preparar únicamente para la competencia laboral. Educar es acompañar en el descubrimiento de la vida, es sembrar amor, despertar la conciencia y cultivar la libertad.

Vivimos en sociedades donde el éxito se mide en títulos, salarios y posiciones de poder, pero donde muchas personas, a pesar de alcanzar esas metas, experimentan un vacío interior. La educación, tal como está planteada hoy, nos ha llevado a confundir tener con ser, acumular con comprender, competir con convivir. Esa confusión es la raíz de nuestra crisis civilizatoria.

Transformar la educación implica recuperar lo esencial: el ser humano. Significa formar hombres y mujeres íntegros, capaces de pensar críticamente, de amar, de servir, de vivir con humildad y responsabilidad. Significa que cada maestro, cada escuela y cada universidad se conviertan en espacios de libertad, de diálogo y de creatividad, no en fábricas de mano de obra.

Como recordaba Krishnamurti (2007), “la inteligencia es un estado del ser que solo puede surgir cuando hay libertad respecto al miedo, la ambición y la autoridad”. Esa es la meta que debemos perseguir: una educación que libere, no que oprima; que despierte, no que adormezca; que humanice, no que deshumanice.

El reto es enorme, pero también urgente. Si la educación cambia, cambiará la sociedad. Si formamos seres humanos conscientes, solidarios y libres, podremos construir un mundo donde la justicia, la paz y la plenitud no sean utopías, sino realidades cotidianas.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.

1.      Bourdieu, P., & Passeron, J. C. (1996). La reproducción: Elementos para una teoría del sistema de enseñanza. México: Fontamara.

2.      Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Madrid: Siglo XXI Editores.

3.      Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. México: Siglo XXI Editores.

4.      Hobbes, T. (1999). Leviatán. Madrid: Alianza Editorial.

5.      Krishnamurti, J. (2007). La educación y el significado de la vida. Barcelona: Editorial Kairós.

6.      Morin, E. (1999). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. París: UNESCO.

7.      Morin, E. (2001). La mente bien ordenada: Repensar la reforma, reformar el pensamiento. Barcelona: Seix Barral.

8.      Sócrates. (1999). Apología de Sócrates (Trad. C. Eggers Lan). Madrid: Gredos. (Obra original publicada ca. 399 a.C.).

 

                

 

 

                                 SAN SALVADOR, 1 DE OCTURBRE DE 2025

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