EDUCAR PARA SERVIR O SERVIRSE: DILEMAS DE LA EDUCACIÓN EN
CRISIS”
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.
INTRODUCCIÓN
La educación ha sido, desde los albores de la humanidad,
el motor de transmisión de saberes, valores y prácticas que hacen posible la
vida en sociedad. Desde las culturas ancestrales hasta los sistemas formales
contemporáneos, la educación ha ocupado un lugar central en la formación de
individuos y colectivos, en la consolidación de identidades culturales y en la
construcción de civilizaciones. Sin embargo, en pleno siglo XXI, el ideal
emancipador de la educación parece haberse desdibujado, quedando atrapado en un
modelo mecanicista, utilitarista y fragmentado, que ha perdido toda conexión
con el ser humano integral y con la realidad compleja de la vida.
Numerosos pensadores, pedagogos y filósofos han advertido
sobre este fracaso histórico. Entre ellos, Jiddu Krishnamurti señaló con
contundencia: “La educación convencional es en gran medida un fracaso porque
está orientada a la conformidad, el éxito y la seguridad, perpetuando así la
mediocridad, el conflicto y la destrucción” (Krishnamurti, 2007, p. 15). Esta
sentencia refleja un diagnóstico radical: los sistemas educativos actuales no
sólo son ineficaces, sino que resultan dañinos, en tanto fomentan la
dependencia, el miedo y la obediencia ciega al orden establecido.
El presente ensayo parte de esta constatación y busca
demostrar que la educación contemporánea, lejos de servir al propósito de
humanizar y liberar, se ha convertido en una máquina reproductora del sistema
económico y político vigente.
En lugar de formar seres humanos íntegros, críticos y
solidarios, forma individuos competitivos, fragmentados y obsesionados por el
éxito personal. Se educa para “servirse” y no para “servir”. Se educa para
alimentar el aparato productivo, pero no para cultivar una sociedad más justa,
ética y consciente.
La tesis central que aquí se defiende es que los sistemas
educativos vigentes han fracasado porque han olvidado la totalidad del ser
humano. Al reducir la educación a un proceso de acumulación de datos y de
preparación para el mercado laboral, se ha perdido de vista que educar
significa, ante todo, formar en libertad, amor y responsabilidad. Una educación
fragmentada, desconectada del corazón y de la vida, produce profesionales
exitosos en apariencia, pero deshumanizados en su esencia.
Este fracaso no es casual, sino estructural. Como
sostienen Bourdieu y Passeron (1996), las instituciones educativas están
diseñadas para reproducir las desigualdades sociales, legitimar los privilegios
de las élites y garantizar la continuidad del sistema. En este sentido, la escuela
moderna no es un espacio neutral, sino un mecanismo de control social que
refuerza la lógica de la dominación. Al mismo tiempo, se fomenta una obsesión
por la seguridad y el éxito individual, creando seres humanos temerosos,
dependientes y competitivos, incapaces de experimentar la libertad interior y
la solidaridad comunitaria.
Sin embargo, este ensayo no se limita a la crítica. Busca
también abrir un horizonte alternativo. La educación debe transformarse
radicalmente, orientándose hacia la formación integral del ser humano en su
totalidad: mente, cuerpo y espíritu. Como propone Paulo Freire (1970), el acto
educativo debe ser dialógico, liberador y profundamente humano. Y como advierte
Edgar Morin (1999), el futuro de la humanidad depende de una educación que
enseñe a “aprender a vivir”, no sólo a trabajar o a aprobar exámenes.
En este marco, los apartados que componen este ensayo
seguirán un hilo crítico y propositivo:
I. LA CRISIS ESTRUCTURAL DE LA EDUCACIÓN MODERNA
1.1 El fracaso civilizatorio de la educación
La educación moderna nació como parte del proyecto
ilustrado, bajo la premisa de que el conocimiento sería el camino hacia la
libertad y el progreso. Se pensaba que una ciudadanía instruida permitiría
superar la ignorancia, construir democracias sólidas y consolidar una
civilización más justa y próspera.
Sin embargo, más de dos siglos después, el balance no es
alentador. La educación no ha logrado liberar al ser humano de la opresión, la
violencia ni la desigualdad. Por el contrario, en muchos casos, ha contribuido
a reproducir los mismos males que buscaba superar.
El filósofo Jiddu Krishnamurti advertía que la educación,
en lugar de formar seres libres y conscientes, se ha convertido en una máquina
de conformidad: “La educación convencional es en gran medida un fracaso porque
está orientada a la conformidad, el éxito y la seguridad, perpetuando así la
mediocridad, el conflicto y la destrucción” (2007, p. 15). Esta afirmación
revela la contradicción profunda de los sistemas escolares: bajo la apariencia
de neutralidad y progreso, ocultan un proceso de domesticación y alienación.
Los sistemas educativos actuales están diseñados para
producir trabajadores especializados, obedientes y adaptables, más que ciudadanos
críticos y solidarios. En otras palabras, no forman seres humanos plenos, sino
piezas funcionales dentro de la maquinaria productiva global. La obsesión por
los exámenes, los títulos y las competencias técnicas desplaza el cultivo de la
ética, la sensibilidad y la capacidad de cuestionar el orden establecido.
De esta manera, la educación se ha vuelto cómplice de un
fracaso civilizatorio: tenemos sociedades más instruidas que nunca en términos
técnicos, pero no necesariamente más humanas, justas o pacíficas. El mundo
sigue plagado de guerras, corrupción, desigualdades extremas y crisis
ambientales. Surge entonces la pregunta: ¿Qué clase de educación es esta que no
logra evitar que el ser humano destruya a su prójimo y a la naturaleza?
1.2 Educación y reproducción de la desigualdad
El sociólogo Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron
(1996) sostuvieron en su célebre obra La reproducción que la escuela no es un
espacio neutral. Por el contrario, funciona como un mecanismo para perpetuar
las desigualdades sociales. Los estudiantes de clases privilegiadas acceden con
mayor facilidad a las oportunidades educativas, pues cuentan con capital
cultural y económico que les permite adaptarse al “habitus” escolar.
En cambio, los jóvenes de sectores marginados enfrentan
mayores obstáculos y, en muchos casos, terminan abandonando la escuela o
quedando atrapados en itinerarios de baja calidad.
Este mecanismo de reproducción genera un círculo vicioso:
los pobres reciben una educación pobre, mientras que los ricos acceden a una
educación de élite que refuerza sus privilegios. Así, la educación, que en
teoría debería ser un instrumento de movilidad social, se convierte en un
factor de consolidación de la desigualdad.
En América Latina, por ejemplo, las diferencias entre la
educación pública y privada son abismales. Mientras los colegios privados
ofrecen formación en varios idiomas, acceso a tecnología de punta y preparación
para universidades internacionales, las escuelas públicas muchas veces carecen
de pupitres, libros o maestros capacitados. Esto crea una brecha que no es solo
económica, sino también cultural y simbólica: los estudiantes de élite aprenden
a sentirse “superiores”, mientras que los de sectores marginados interiorizan
sentimientos de inferioridad o incapacidad.
El fracaso educativo, por tanto, no es un problema
aislado de metodologías o de falta de recursos, sino un reflejo directo de la
estructura social injusta en la que se inserta.
1.3 La escuela como engranaje del sistema económico
La escuela moderna surgió para responder a las
necesidades de la industrialización. No es casual que su organización recuerde
a la de una fábrica: horarios rígidos, campanas que marcan entradas y salidas,
currículos estandarizados, exámenes periódicos y jerarquías de autoridad. Este
modelo fue diseñado para producir trabajadores disciplinados, capaces de
obedecer órdenes, repetir rutinas y adaptarse a la lógica de la producción en
serie.
En pleno siglo XXI, aunque el contexto ha cambiado, la
lógica permanece: la educación sigue subordinada a las necesidades del mercado.
Las reformas educativas, en la mayoría de los países, giran en torno a
“competencias laborales”, “emprendimiento” y “empleabilidad”. El éxito
educativo se mide en función de la capacidad de los egresados para insertarse
en el mercado laboral, no en su capacidad de vivir en comunidad, desarrollar
una vida ética o cultivar la sensibilidad humana.
De este modo, la escuela cumple con la función que le
asigna el sistema capitalista: formar recursos humanos que mantengan en
funcionamiento el aparato productivo. El lenguaje mismo lo delata: en lugar de
hablar de personas, se habla de “capital humano”. En vez de hablar de vocación
y sentido de vida, se habla de “perfil de egreso”. La reducción del ser humano
a un recurso económico es quizás una de las expresiones más dramáticas de la
deshumanización educativa.
1.4 Impacto en los jóvenes: éxito, miedo y competitividad
como mandatos
Los efectos de esta lógica se hacen visibles en la vida
de los jóvenes. Desde temprana edad se les inculca que el objetivo principal de
su formación es obtener buenas calificaciones, aprobar exámenes estandarizados
y conseguir un empleo bien remunerado. El miedo al fracaso se convierte en el
motor de su conducta: miedo a reprobar, miedo a decepcionar a sus padres, miedo
a no encontrar trabajo, miedo a quedar rezagados frente a sus compañeros.
Este clima educativo, lejos de liberar, oprime. En lugar
de despertar la creatividad y la curiosidad natural de los niños, fomenta la
ansiedad, la competencia y la obsesión por el éxito individual. Como resultado,
surgen generaciones de jóvenes que pueden manejar con destreza un software o
resolver ecuaciones complejas, pero que a menudo carecen de herramientas para
manejar sus emociones, convivir pacíficamente con otros o comprometerse con el
bien común.
El costo psicológico y social de este modelo es altísimo.
La depresión, la ansiedad y la desesperanza son fenómenos crecientes entre
estudiantes y profesionales jóvenes. El éxito prometido por el sistema rara vez
se traduce en felicidad o realización personal. Por el contrario, muchos
terminan atrapados en rutinas laborales alienantes, cargando con una sensación
de vacío existencial.
En palabras de Krishnamurti (2007), “existe una obsesión
por la seguridad (psicológica, económica, etc.) que es una de las mayores
fuentes de conflicto. Si la mente está constantemente buscando refugio, nunca
puede ser libre” (p. 47).
Síntesis del apartado I
La crisis de la educación moderna no es un fenómeno superficial ni accidental. Es estructural. Los sistemas educativos fueron diseñados para servir a los intereses de la producción económica y la reproducción social, no para la formación integral del ser humano. Por ello, a pesar de las reformas y las innovaciones tecnológicas, persiste el mismo problema de fondo: la educación está desconectada de la vida, del amor, de la libertad y de la totalidad del ser humano.
II. EDUCACIÓN PARA SERVIRSE, NO PARA SERVIR
2.1 El egoísmo profesional como norma
Uno de los síntomas más evidentes del fracaso de la
educación contemporánea es la manera en que ha promovido el egoísmo como norma
de vida. La escuela y la universidad, en lugar de formar ciudadanos
responsables y solidarios, han producido profesionales obsesionados con su
éxito personal, indiferentes a las necesidades colectivas y poco comprometidos
con la transformación social.
Desde el inicio del proceso educativo, el alumno aprende
que el objetivo es superar a sus compañeros, alcanzar mejores calificaciones y
obtener reconocimientos individuales. Se fomenta así una mentalidad
competitiva, donde cada estudiante percibe a los demás como rivales a vencer, y
no como compañeros de aprendizaje y de vida.
La cooperación, la
solidaridad y el sentido comunitario quedan relegados a un segundo plano,
mientras el triunfo personal se convierte en el máximo valor.
En la vida profesional, esta mentalidad competitiva
desemboca en prácticas oportunistas: médicos que priorizan el lucro por encima
del servicio a la salud, abogados que utilizan sus conocimientos para manipular
la justicia en beneficio de los poderosos, políticos que convierten el servicio
público en un medio de enriquecimiento personal, empresarios que explotan a sus
trabajadores sin conciencia social. La raíz de estas conductas no se encuentra
únicamente en la “naturaleza humana”, sino también en la lógica educativa que
ha formado a estos individuos.
2.2 Hobbes y la sentencia del hombre-lobo
Thomas Hobbes (1999), en su célebre obra Leviatán,
planteaba que el hombre es un lobo para el hombre (homo homini lupus). Aunque
la afirmación de Hobbes hacía referencia al estado de naturaleza, en el que la
ausencia de leyes lleva a una lucha de todos contra todos, hoy parece tener
plena vigencia en el campo de la educación.
El sistema educativo, al fomentar la competencia feroz,
nos ha convertido en caníbales simbólicos: devoramos los sueños, los proyectos
y las oportunidades de nuestros propios hermanos. La obsesión por sobresalir
individualmente ha generado un mundo de profesionales incapaces de pensar en el
bien común, acostumbrados a aprovechar cualquier oportunidad para escalar
socialmente, aunque ello implique pisotear a otros.
Este fenómeno se observa claramente en la política y en
la vida pública de muchos países. Quienes llegan a posiciones de poder suelen
haber sido formados en universidades prestigiosas, pero carecen de un sentido
ético profundo. Se sirven del Estado para enriquecerse y perpetuar privilegios,
sin atender las necesidades de los sectores más vulnerables. En este sentido,
la educación, en vez de ser un antídoto contra la corrupción, se convierte en
su principal caldo de cultivo.
2.3 Casos de corrupción, oportunismo y ausencia de ética
profesional
La historia contemporánea ofrece abundantes ejemplos de
cómo profesionales altamente calificados, egresados de universidades
reconocidas, terminan siendo protagonistas de escándalos de corrupción, fraudes
financieros o crímenes de cuello blanco. El sistema educativo, centrado en el éxito
individual, ha olvidado inculcar principios éticos sólidos, creando así
generaciones de técnicos brillantes, pero moralmente vacíos.
En América Latina, los casos de corrupción gubernamental
son recurrentes. Presidentes, ministros, jueces y empresarios con formación
académica reconocida han estado implicados en desfalcos millonarios, lavado de
dinero y desvío de fondos públicos. Estos hechos ponen en evidencia que la
educación, lejos de ser garantía de integridad, puede producir individuos más
hábiles para delinquir de manera sofisticada.
Pero el problema no se limita a las élites políticas. En
la vida cotidiana, también se observa una cultura de la trampa y del
oportunismo que afecta a todos los sectores: estudiantes que copian en
exámenes, profesores que venden calificaciones, funcionarios que cobran
sobornos, comerciantes que engañan a los clientes. Estos comportamientos
reflejan una crisis ética profunda, incubada en un sistema educativo que ha
priorizado el “servirse” sobre el “servir”.
2.4 Consecuencias sociales de una educación utilitarista
El impacto de este modelo educativo no se reduce al
ámbito individual, sino que repercute en toda la sociedad. Una educación que
forma oportunistas, corruptos y egoístas genera sociedades desintegradas,
incapaces de construir proyectos colectivos.
Las consecuencias son múltiples:
Crisis de confianza social: cuando todos buscan su propio
beneficio, se destruyen los lazos de confianza que sostienen la vida
comunitaria.
Desigualdad extrema: el egoísmo fomenta la acumulación de
riqueza en manos de unos pocos, mientras la mayoría queda excluida.
Violencia y conflictividad: la lógica del “hombre-lobo”
desemboca en un clima social de enfrentamiento permanente.
Pobreza moral e intelectual: los profesionales formados
bajo esta lógica carecen de sentido ético, de sensibilidad social y de espíritu
crítico. Este panorama confirma que el sistema educativo vigente cumple con la
sentencia hobbesiana: nos ha convertido en lobos unos de otros, en vez de
enseñarnos a reconocernos como hermanos.
Síntesis del apartado II
La educación actual ha perdido su sentido humanista y se
ha transformado en un instrumento para cultivar el egoísmo y la ambición
desmedida. Al formar individuos que se sirven a sí mismos en lugar de servir al
prójimo, la escuela se ha convertido en un espacio de reproducción de la
corrupción, el oportunismo y la mediocridad moral. El resultado es una sociedad
fragmentada, carente de solidaridad y marcada por la desconfianza.
III. LA OBSESIÓN POR LA SEGURIDAD Y EL MIEDO
3.1 Krishnamurti: la seguridad como fuente de conflicto
Jiddu Krishnamurti, uno de los pensadores más lúcidos
sobre la condición humana, advirtió que una de las mayores trampas de la mente
es la obsesión por la seguridad. Según él: “Existe una obsesión por la
seguridad (psicológica, económica, etc.) que es una de las mayores fuentes de
conflicto. Si la mente está constantemente buscando refugio, nunca puede ser
libre” (Krishnamurti, 2007, p. 47).
Este diagnóstico resulta clave para entender el fracaso
de la educación moderna. Los sistemas escolares, en lugar de cultivar la
libertad interior, refuerzan el miedo y la búsqueda permanente de seguridad: la
seguridad de aprobar, de ser aceptado, de conseguir un empleo estable, de
obtener prestigio social.
El alumno aprende
desde temprano que su valor depende de notas, títulos y reconocimientos, y que
cualquier desviación de este camino lo conducirá al “fracaso”.
En vez de enseñar a enfrentar la incertidumbre como parte
inherente de la vida, la escuela la presenta como amenaza. El resultado es una
generación de individuos dependientes, incapaces de tomar decisiones autónomas,
siempre ansiosos por encontrar un refugio económico, laboral o afectivo que les
otorgue una ilusión de seguridad.
3.2 El miedo como obstáculo para la libertad interior
El miedo es uno de los grandes enemigos de la libertad.
Una mente dominada por el temor difícilmente puede desarrollar creatividad,
sensibilidad y capacidad crítica. El sistema educativo, al reforzar
constantemente el miedo al fracaso, al castigo o al desempleo, produce seres
humanos incapaces de vivir plenamente.
El miedo escolar se manifiesta de múltiples maneras:
·
Miedo a
equivocarse: los estudiantes aprenden que el error es algo vergonzoso que debe
evitarse, cuando en realidad es parte fundamental del aprendizaje.
·
Miedo a la
autoridad: la relación vertical entre maestro y alumno genera sumisión, en
lugar de diálogo y confianza.
·
Miedo a ser
diferente: la escuela premia la conformidad y castiga la originalidad,
generando estudiantes que se adaptan a lo establecido sin cuestionarlo.
·
Miedo al
futuro: desde la adolescencia se inculca la idea de que quien no estudia una
“carrera rentable” será un fracasado.
Estos miedos, lejos de preparar a los jóvenes para la
vida, los aprisionan en esquemas rígidos. Al salir al mundo laboral y social,
muchos de ellos se convierten en adultos inseguros, dependientes de la
aprobación externa y dispuestos a sacrificar su autenticidad por sobrevivir.
3.3 Educación como domesticación psicológica
La obsesión por la seguridad convierte a la educación en
un proceso de domesticación psicológica. En lugar de formar individuos
autónomos, la escuela produce sujetos adaptados, obedientes y temerosos. Se les
enseña a repetir, a memorizar, a cumplir con las reglas sin cuestionarlas, a
buscar refugio en títulos y certificados.
De esta forma, la educación funciona como un mecanismo de
control social. Un ciudadano temeroso es más fácil de manipular: obedece sin
pensar, se conforma con poco y evita cuestionar la injusticia por miedo a
perder su “seguridad”. Así, el sistema educativo contribuye a perpetuar
regímenes políticos corruptos y estructuras económicas injustas.
El filósofo Michel Foucault (1975) describió la escuela
como una institución disciplinaria, comparable a la cárcel y al cuartel.
Su función no es tanto educar, sino vigilar, clasificar y
normalizar a los individuos. En este sentido, la obsesión por la seguridad no
solo afecta la vida personal, sino también el control colectivo.
3.4 Superar la lógica del éxito y el fracaso
Si la educación quiere recuperar su verdadero sentido,
debe superar la lógica binaria del éxito y el fracaso. Educar no puede
reducirse a aprobar o reprobar, a conseguir un empleo o quedarse desempleado, a
acumular títulos o quedar marginado. Esa lógica estrecha encierra a los jóvenes
en una jaula psicológica que limita su desarrollo integral.
Educar debe significar acompañar a cada persona en el
descubrimiento de su vocación, en el reconocimiento de su valor intrínseco y en
la construcción de un proyecto de vida en libertad. El error debe verse como
oportunidad de crecimiento, y la incertidumbre como espacio creativo para
imaginar nuevas posibilidades.
Solo una educación liberada del miedo puede formar seres
humanos capaces de vivir con dignidad y plenitud. Como decía Krishnamurti
(2007): “La inteligencia no es una mera acumulación de datos, sino la capacidad
de percibir lo esencial y actuar desde la totalidad” (p. 42). Esta inteligencia
solo florece cuando desaparece el miedo y se recupera la confianza en la vida.
Síntesis del Apartado III
El sistema educativo, al obsesionarse con la seguridad y reforzar el miedo, ha producido generaciones de seres humanos dependientes, ansiosos y obedientes. La búsqueda constante de refugio y éxito impide la libertad interior y la creatividad. Superar esta lógica implica replantear la educación como un espacio de libertad, amor y confianza, donde el error se convierta en aprendizaje y la incertidumbre en oportunidad.
IV. EDUCAR PARA LA TOTALIDAD DEL SER HUMANO
4.1 Más allá de la acumulación de datos
Uno de los principales errores de la educación moderna ha
sido reducir el aprendizaje a la acumulación de información. El estudiante se
convierte en un recipiente en el que se depositan datos, fórmulas, fechas y
teorías, sin que medie un proceso de reflexión crítica, creatividad o
integración con la vida real. Paulo Freire (1970) denominó a este modelo la
educación bancaria: el docente deposita contenidos en la mente del estudiante,
y este, pasivamente, los recibe, memoriza y repite.
El problema es que el conocimiento así transmitido carece
de sentido vital. El joven puede recitar una definición de filosofía o resolver
una ecuación matemática, pero no necesariamente comprende cómo esos saberes se
relacionan con su existencia ni con la realidad social que lo rodea. Se forman
expertos en materias aisladas, pero no seres humanos plenos capaces de integrar
pensamiento, emoción y acción.
Una verdadera educación debe superar este paradigma y
convertirse en un proceso de descubrimiento y de construcción de sentido.
Educar no es llenar recipientes, sino encender la chispa de la búsqueda interior
y el compromiso con la vida.
4.2 Paulo Freire y la pedagogía liberadora
Paulo Freire constituye uno de los mayores referentes de
una pedagogía que busca transformar, no domesticar. En Pedagogía del oprimido
(1970), subraya que la educación debe ser un acto dialógico, donde maestro y
alumno aprenden juntos, compartiendo experiencias y reflexiones. La verdadera
educación, según Freire, es aquella que despierta la conciencia crítica, que
permite al ser humano leer el mundo, no solo leer palabras.
En esta visión, el conocimiento no es neutral: está
siempre vinculado a la práctica social y a las estructuras de poder. Educar,
entonces, es un acto político, porque implica decidir si reproducimos la
injusticia o trabajamos por la liberación. Una pedagogía liberadora no prepara
únicamente para el mercado, sino para la vida en comunidad, para la
construcción de sociedades más justas y solidarias.
La vigencia de Freire radica en que, frente a la obsesión
actual por las competencias técnicas, nos recuerda que lo esencial de la
educación es el ser humano como totalidad. La educación liberadora no
fragmenta, sino que integra razón, emoción, ética y acción transformadora.
4.3 La formación integral: cuerpo, mente y espíritu
La educación de la totalidad implica atender todas las
dimensiones del ser humano. Tradicionalmente, la escuela se ha enfocado en el
intelecto, descuidando el cuerpo y el espíritu. El resultado ha sido una educación
parcial y desequilibrada.
Cuerpo: La salud física es indispensable para el
desarrollo pleno, pero muchos sistemas educativos reducen la educación física a
una asignatura secundaria. Una pedagogía de la totalidad debe promover el
cuidado del cuerpo, la alimentación consciente, el ejercicio y la conexión con
la naturaleza.
Mente: No se trata de acumular datos, sino de desarrollar
la capacidad de pensar críticamente, de resolver problemas de manera creativa y
de comprender la complejidad de la vida.
Espíritu: El ser humano no es solo razón y cuerpo,
también es interioridad, sensibilidad y trascendencia. Una educación integral
debe cultivar valores como el amor, la solidaridad, la humildad y el sentido de
misión en la vida.
La fragmentación entre estas dimensiones ha generado
desequilibrios graves: profesionales con grandes conocimientos técnicos pero
con estilos de vida insalubres, o intelectuales brillantes incapaces de
gestionar sus emociones o vivir éticamente. La educación de la totalidad busca superar
esta fractura.
4.4 Conocimiento de sí mismo: ¿quién soy y para qué vivo?
La educación no puede limitarse a enseñar matemáticas,
ciencias o historia. Debe, sobre todo, ayudar a cada persona a conocerse a sí
misma. Sócrates lo expresaba con claridad: “Conócete a ti mismo”. Esta máxima
debería estar en el corazón de todo proceso educativo.
Los jóvenes atraviesan crisis de identidad, dudas
existenciales y búsquedas profundas sobre el sentido de su vida. Sin embargo,
la escuela raramente les ofrece espacios para explorar estas preguntas. En su
lugar, les impone planes de estudio rígidos y objetivos ajenos a sus verdaderas
inquietudes.
Una educación de la totalidad debe invitar a los
estudiantes a cuestionarse: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy aquí?
¿Cuál es mi misión en la vida? Estas preguntas no tienen respuestas inmediatas,
pero abrir el espacio para explorarlas puede significar la diferencia entre una
vida alienada y una vida plena.
Además, este conocimiento de sí mismo permite superar la
lógica de la comparación constante. El estudiante deja de definirse en función
de las notas o del éxito ajeno, y comienza a reconocerse como un ser único, con
talentos y vocaciones propias.
4.5 Inteligencia como estado del ser, no como cantidad de
datos
Krishnamurti (2007) sostenía que la inteligencia
auténtica no surge de la acumulación de información, sino de la capacidad de
percibir lo esencial y actuar desde la totalidad. Esta concepción de
inteligencia se opone radicalmente a los modelos educativos actuales, que
reducen el éxito intelectual a pruebas estandarizadas, títulos y diplomas.
Un ser verdaderamente inteligente no es aquel que sabe
mucho, sino aquel que es capaz de vivir con plenitud, de relacionarse con amor,
de actuar con justicia y de tomar decisiones libres. La educación de la
totalidad, por tanto, no busca producir genios técnicos ni especialistas
fragmentados, sino seres humanos íntegros, capaces de integrar saber, ética y
sensibilidad.
La inteligencia como estado del ser implica libertad
respecto al miedo, la ambición y la autoridad. Solo en un ambiente de
confianza, diálogo y respeto mutuo puede florecer esta inteligencia profunda.
Síntesis del Apartado IV
Educar para la totalidad significa superar la educación
fragmentada y utilitarista que predomina hoy. Implica reconocer al ser humano
en todas sus dimensiones: cuerpo, mente y espíritu. Es un proceso que invita al
autoconocimiento, que fomenta la creatividad y que cultiva la libertad
interior. Lejos de formar técnicos esclavos del sistema, la educación de la
totalidad busca despertar seres humanos conscientes, críticos y amorosos,
capaces de construir una nueva civilización basada en la justicia, la
solidaridad y la plenitud.
V. EL ROL DEL MAESTRO EN LA TRANSFORMACIÓN EDUCATIVA
5.1 El maestro como investigador y crítico
El maestro no puede reducirse a la figura de un simple
transmisor de conocimientos ni a un administrador de calificaciones. Esta
visión limitada del docente es precisamente una de las causas del fracaso de la
educación contemporánea. El verdadero educador es, ante todo, un investigador
constante y un crítico de la realidad que le rodea.
Investigar no significa únicamente elaborar artículos
científicos o participar en congresos académicos. Significa, sobre todo, tener
una actitud de apertura al conocimiento, de cuestionamiento continuo, de
búsqueda de respuestas a los problemas concretos que afectan a los estudiantes
y a la sociedad. El maestro investigador está al día de los avances en su
disciplina, pero también de los acontecimientos políticos, sociales y culturales
de su país y del mundo.
Un docente que no investiga ni se actualiza corre el
riesgo de convertirse en un repetidor de contenidos desfasados, incapaz de
orientar a sus estudiantes en un mundo en permanente cambio. Por ello, la
investigación no es un lujo, sino una exigencia ética de la profesión docente.
Al mismo tiempo, el maestro debe ser crítico. No puede
conformarse con reproducir acríticamente el currículo oficial o las ideologías
dominantes. Tiene la responsabilidad de analizar, de contrastar, de señalar las
incoherencias y de generar debate. Un maestro que critica y problematiza enseña
a sus alumnos a pensar, mientras que uno que se limita a repetir y obedecer
fomenta la pasividad y la conformidad.
5.2 La diferencia entre educar y adoctrinar
En el contexto educativo actual existe una gran confusión
entre educar y adoctrinar. Educar significa acompañar a los estudiantes en la
construcción de su propio pensamiento, en el descubrimiento de su vocación y en
la consolidación de sus valores personales y comunitarios. Adoctrinar, en
cambio, significa imponer un conjunto de ideas, creencias o posturas políticas
de manera unilateral, sin espacio para la crítica ni el diálogo.
Un maestro auténtico no adoctrina. Sabe que el
conocimiento verdadero solo florece en un ambiente de libertad. Su papel es
guiar, sugerir, provocar la reflexión, no imponer. Como decía Paulo Freire
(1970), el educador no debe situarse como dueño del saber frente a ignorantes,
sino como un compañero de camino que aprende y enseña al mismo tiempo.
El adoctrinamiento puede ser de carácter religioso,
político o ideológico, pero en todos los casos produce seres humanos sumisos y
dependientes. La educación, en cambio, debe formar ciudadanos libres, capaces
de pensar por sí mismos y de asumir responsabilidades con conciencia crítica.
5.3 El docente como creador de ambientes de libertad y
diálogo
La verdadera educación ocurre cuando se genera un
ambiente de confianza, diálogo y libertad. El maestro tiene en sus manos la
posibilidad de crear ese espacio, o de sofocarlo con autoritarismo y rigidez.
Un ambiente de libertad no significa ausencia de normas, sino un espacio donde
los estudiantes se sienten seguros para expresarse, equivocarse, cuestionar y
crear.
Cuando el aula se convierte en un laboratorio de diálogo,
los estudiantes descubren que aprender no es una obligación impuesta, sino una
aventura compartida. En este sentido, el rol del maestro es semejante al de un
jardinero: no obliga a las plantas a crecer, pero sí crea las condiciones
necesarias para que florezcan.
La pedagogía de la libertad implica que el maestro
también reconoce su vulnerabilidad y su humanidad. No se presenta como un ser
infalible, sino como alguien que también aprende, que también se equivoca, que
también busca. Este reconocimiento genera empatía y cercanía, condiciones
indispensables para el verdadero aprendizaje.
5.4 Morin y los saberes necesarios para la educación del
futuro
Edgar Morin (1999), en Los siete saberes necesarios para
la educación del futuro, plantea una serie de orientaciones que resultan
fundamentales para redefinir el rol del maestro en el siglo XXI. Según Morin,
el educador debe:
Enseñar a afrontar la complejidad: No basta con
transmitir información fragmentada; es necesario ayudar a los estudiantes a
comprender la interconexión entre los fenómenos sociales, científicos,
económicos y culturales. Enseñar a vivir con la incertidumbre: El futuro es
impredecible, y el maestro debe preparar a los estudiantes para enfrentar la
ambigüedad con creatividad y resiliencia.
Enseñar la condición humana: La educación debe recordar
que somos seres biológicos, sociales, culturales y espirituales, integrados en
una misma humanidad.
Enseñar la ciudadanía planetaria: El docente debe
cultivar en sus estudiantes la conciencia ecológica y la responsabilidad
global, para que comprendan que la humanidad comparte un destino común en la
Tierra.
Estas propuestas sitúan al maestro en el centro de una
misión trascendental: preparar a los estudiantes no solo para el trabajo, sino
para la vida, para la convivencia, para la paz y para el cuidado de la casa
común.
Síntesis del Apartado V
El rol del maestro en la transformación educativa es
decisivo. No se trata de un funcionario que repite contenidos, sino de un
investigador crítico, de un facilitador del diálogo y de un creador de
ambientes de libertad. El maestro auténtico no adoctrina, sino que acompaña en
el descubrimiento. Siguiendo a Morin y a Freire, el docente debe formar
ciudadanos libres, conscientes y solidarios, capaces de enfrentar la
complejidad del mundo contemporáneo y de construir un futuro más humano.
CONCLUSIÓN
La educación, entendida históricamente como el camino
hacia la libertad y el progreso, atraviesa hoy una de sus crisis más profundas.
A lo largo de este ensayo se ha evidenciado que el fracaso de los sistemas
educativos contemporáneos no es circunstancial ni resultado de deficiencias
técnicas, sino estructural y civilizatorio. La educación se ha subordinado a
los intereses del sistema económico y político vigente, olvidando su razón de
ser: la formación integral del ser humano.
En el Apartado I, analizamos cómo la escuela moderna
funciona como un engranaje del aparato productivo y como mecanismo de
reproducción de la desigualdad. Su organización, semejante a la de una fábrica,
refleja su propósito inicial: producir mano de obra obediente y especializada, no
ciudadanos libres ni seres humanos plenos. Este modelo, heredado de la
industrialización, sigue vigente en pleno siglo XXI, con reformas superficiales
que no cuestionan la raíz del problema.
En el Apartado II, mostramos cómo este sistema educativo
ha cultivado una mentalidad egoísta y oportunista, formando individuos que
buscan servirse a sí mismos antes que servir a la comunidad. La lógica
hobbesiana del “hombre-lobo” se confirma en profesionales exitosos en
apariencia, pero desprovistos de ética y solidaridad. La corrupción, el
oportunismo y la pobreza moral no son simples desviaciones individuales, sino
el resultado de una educación que prioriza el éxito personal sobre el bien
común.
El Apartado III evidenció la manera en que la obsesión
por la seguridad y el miedo condiciona la formación de las nuevas generaciones.
Desde la infancia, los estudiantes son sometidos a la ansiedad del éxito y al
temor al fracaso. La educación se convierte en un proceso de domesticación
psicológica que produce individuos dependientes, temerosos y conformistas, más
preocupados por su estabilidad que por su libertad interior.
En contraste, el Apartado IV planteó la necesidad de una
educación para la totalidad del ser humano. Inspirados en Freire, Krishnamurti
y Morin, sostuvimos que educar no es acumular datos ni preparar únicamente para
el mercado laboral, sino formar personas capaces de integrar cuerpo, mente y
espíritu. Educar significa ayudar a cada ser humano a conocerse a sí mismo, a
descubrir su misión en la vida y a vivir en plenitud, con libertad respecto al
miedo, la ambición y la autoridad.
Finalmente, el Apartado V subrayó el rol del maestro como
pieza clave en esta transformación. El docente no debe limitarse a ser un
repetidor de contenidos ni un simple administrador de calificaciones. Debe ser
un investigador, un crítico de la realidad, un creador de ambientes de diálogo
y libertad.
Lejos de adoctrinar, debe acompañar en el descubrimiento,
fomentando el pensamiento crítico, la creatividad y el compromiso social.
De esta manera, podemos concluir que el fracaso de la
educación contemporánea radica en su desconexión con el ser humano integral y
con la vida real. Ha olvidado que su misión no es producir empleados
eficientes, sino formar ciudadanos libres, solidarios y responsables. Si no se
replantea este rumbo, la educación seguirá siendo cómplice de la mediocridad, la
injusticia y la destrucción.
Pero si asumimos el desafío de transformarla, la
educación puede convertirse en el motor de una nueva civilización. Una educación
de la totalidad, basada en la libertad, el amor y la responsabilidad, es la
única vía para superar la crisis moral, intelectual y social de nuestro tiempo.
REFLEXIÓN FINAL
Educar es un acto profundamente humano, un encuentro
entre conciencias que buscan sentido y plenitud. No se trata de llenar mentes
de datos ni de preparar únicamente para la competencia laboral. Educar es
acompañar en el descubrimiento de la vida, es sembrar amor, despertar la conciencia
y cultivar la libertad.
Vivimos en sociedades donde el éxito se mide en títulos,
salarios y posiciones de poder, pero donde muchas personas, a pesar de alcanzar
esas metas, experimentan un vacío interior. La educación, tal como está
planteada hoy, nos ha llevado a confundir tener con ser, acumular con
comprender, competir con convivir. Esa confusión es la raíz de nuestra crisis
civilizatoria.
Transformar la educación implica recuperar lo esencial:
el ser humano. Significa formar hombres y mujeres íntegros, capaces de pensar
críticamente, de amar, de servir, de vivir con humildad y responsabilidad.
Significa que cada maestro, cada escuela y cada universidad se conviertan en
espacios de libertad, de diálogo y de creatividad, no en fábricas de mano de
obra.
Como recordaba Krishnamurti (2007), “la inteligencia es
un estado del ser que solo puede surgir cuando hay libertad respecto al miedo,
la ambición y la autoridad”. Esa es la meta que debemos perseguir: una
educación que libere, no que oprima; que despierte, no que adormezca; que humanice,
no que deshumanice.
El reto es enorme, pero también urgente. Si la educación
cambia, cambiará la sociedad. Si formamos seres humanos conscientes, solidarios
y libres, podremos construir un mundo donde la justicia, la paz y la plenitud
no sean utopías, sino realidades cotidianas.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.
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Bourdieu,
P., & Passeron, J. C. (1996). La reproducción: Elementos para una teoría
del sistema de enseñanza. México: Fontamara.
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Foucault, M.
(1975). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Madrid: Siglo XXI
Editores.
3.
Freire, P.
(1970). Pedagogía del oprimido. México: Siglo XXI Editores.
4.
Hobbes, T.
(1999). Leviatán. Madrid: Alianza Editorial.
5.
Krishnamurti,
J. (2007). La educación y el significado de la vida. Barcelona: Editorial
Kairós.
6.
Morin, E.
(1999). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. París:
UNESCO.
7.
Morin, E.
(2001). La mente bien ordenada: Repensar la reforma, reformar el pensamiento.
Barcelona: Seix Barral.
8.
Sócrates.
(1999). Apología de Sócrates (Trad. C. Eggers Lan). Madrid: Gredos. (Obra
original publicada ca. 399 a.C.).
SAN SALVADOR, 1 DE OCTURBRE
DE 2025
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