lunes, 13 de octubre de 2025


LA VIOLENCIA DEL CAPITAL: DEL FETICHE DE LA MERCANCÍA A LA NEGACIÓN DE LA VIDA

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.”

I. INTRODUCCIÓN.

Desde hace siglos, la humanidad ha intentado comprender las causas de la violencia, buscando en cada época una respuesta que satisfaga la necesidad de explicación racional ante la barbarie. Las guerras, los crímenes, las invasiones, las torturas, los feminicidios, las pandillas, la miseria y la marginación son expresiones de un fenómeno que trasciende lo meramente individual o moral. Pese a los avances científicos y tecnológicos, la violencia no ha disminuido; por el contrario, se ha multiplicado, sofisticado y legitimado bajo nuevas formas de dominación. La pregunta persiste: ¿De dónde proviene esta violencia estructural que atraviesa la vida cotidiana y las instituciones humanas?

El pensamiento dominante ha intentado reducir la violencia a un asunto psicológico, educativo o moral. Las teorías conservadoras señalan a la “naturaleza humana” o a la “falta de valores familiares” como las causas principales. Sin embargo, tales explicaciones son superficiales y funcionales al sistema que las promueve, porque desvían la mirada de las verdaderas raíces del problema. Analizar la violencia desde el punto de vista moral o individual es ignorar que ésta tiene un origen estructural, material y económico que se reproduce históricamente en el modo de producción capitalista. La violencia, en este sentido, no es un accidente del sistema: es su esencia misma.

Karl Marx, en El Capital (1867/2008), afirmó que “el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies” (p. 917). Esta frase no es solo una metáfora poética, sino una radiografía política de un sistema económico fundado en la violencia del despojo, la explotación y la desigualdad. El capitalismo, al transformar todo en mercancía —incluido el propio ser humano—, convierte la vida en un campo de batalla donde la acumulación y la ganancia prevalecen sobre la dignidad, la ética y la justicia social.

La mercancía, como explicó Marx, es la “célula básica de la economía capitalista”, pero también —y esto es fundamental— es la célula de la violencia. En su interior se esconde la contradicción entre valor de uso y valor de cambio, entre trabajo humano y ganancia privada, entre humanidad y capital. Cada mercancía lleva en su precio la huella del sufrimiento humano, del sudor del obrero, de la tierra saqueada y de la vida degradada. El sistema de producción basado en la competencia y el lucro genera inevitablemente violencia, pues exige someter, excluir y destruir para poder sobrevivir.

A lo largo de la historia moderna, la violencia se ha institucionalizado bajo múltiples formas: el colonialismo, el racismo, el patriarcado, la pobreza, la represión policial, el desempleo, la alienación cultural. En todas ellas actúa la misma lógica: la de un sistema que necesita producir desigualdad para perpetuar su existencia. Los medios de comunicación, la escuela y la religión actúan como mecanismos de legitimación simbólica de esa violencia, presentando la miseria como “culpa individual” y la injusticia como “orden natural”.

La tesis que guía este ensayo es clara y contundente: la violencia en las sociedades capitalistas no es un fenómeno aislado ni un producto del azar humano, sino una consecuencia directa de la estructura económica basada en la explotación y el fetichismo de la mercancía. Mientras la vida sea subordinada al capital, la violencia seguirá siendo el lenguaje cotidiano del sistema.

Por tanto, comprender la violencia requiere desmontar sus causas profundas, mirar más allá de los síntomas y penetrar en las entrañas de la producción material y simbólica que la origina. No se trata solo de identificar quién ejerce la violencia, sino qué sistema la produce, la reproduce y la necesita para existir. Solo desde esa comprensión crítica y totalizante es posible pensar en una transformación radical de la sociedad y en la construcción de un orden verdaderamente humano.

2. LA VIOLENCIA COMO FENÓMENO SOCIAL HISTÓRICO

La violencia no es un accidente ni una desviación moral del ser humano. Tampoco es una anomalía de algunos individuos “malvados” o “enfermos”, como lo han querido hacer creer las corrientes psicológicas conservadoras. La violencia, en realidad, es un producto histórico, nacido de las relaciones sociales y económicas que los hombres y mujeres han construido en el curso de su existencia material. Por ello, entender la violencia implica comprender la historia de las luchas por la supervivencia, el poder, la riqueza y el dominio.

2.1 La violencia como constante de la historia humana

Desde los albores de la humanidad, la violencia ha acompañado la evolución de las sociedades. En los modos de producción primitivos, la violencia era fundamentalmente un medio de defensa frente a la naturaleza o frente a otros grupos humanos. Sin embargo, con la aparición de la propiedad privada, las clases sociales y el Estado, la violencia adquirió una nueva función: se transformó en un instrumento de dominación. A partir de ese momento, los grupos que concentraban el poder económico y político utilizaron la violencia como medio de control social, legitimándola a través de la religión, la ley y la ideología.

Friedrich Engels, en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884/1982), explicó que el Estado surge precisamente para mantener los privilegios de la clase dominante. No es un árbitro neutral, sino “el producto de la sociedad llegada a un grado de desarrollo en que ya no puede mantenerse unida sin un poder que se sitúe aparentemente por encima de ella y la proteja” (p. 167). Ese poder —el Estado— ejerce la violencia legítima para conservar el orden que beneficia a los poseedores de los medios de producción.

De este modo, la violencia institucional se convierte en la forma más sofisticada y duradera de dominación. Ya no se presenta como agresión abierta, sino como un mecanismo naturalizado de control: el sistema judicial, la policía, el ejército, la educación, los medios de comunicación y las iglesias actúan como aparatos de reproducción de una violencia estructural invisible, que asegura la subordinación de los oprimidos.

2.2 La violencia visible e invisible

El sociólogo noruego Johan Galtung (1969) introdujo el concepto de violencia estructural para describir aquellas formas de violencia que no se ejercen directamente con armas o golpes, pero que matan lentamente a millones de personas a través de la pobreza, el hambre, el analfabetismo o la exclusión social. Según Galtung, “existe violencia cuando los seres humanos se ven influidos de tal manera que su realización física y mental está por debajo de su potencial” (p. 171).

Esta definición permite comprender que la violencia no siempre se percibe de forma inmediata. Las bombas, las guerras o los asesinatos son formas visibles, pero detrás de ellas existen otras más sutiles: las estructuras económicas injustas, las políticas de desigualdad, el racismo institucional, el desempleo masivo, la privatización de la salud o el hambre sistemática. En este sentido, la violencia visible es solo la punta del iceberg de una violencia profunda, cotidiana y estructural.

La violencia simbólica, por su parte —conceptualizada por Pierre Bourdieu (1999)—, se manifiesta en los mecanismos culturales y educativos mediante los cuales los dominados interiorizan su propia inferioridad. El lenguaje, las normas sociales, la estética, los medios de comunicación y la escuela participan en la construcción de una mentalidad sumisa, que acepta la injusticia como algo natural. Así, el pobre culpa a sí mismo por su pobreza, el obrero se siente fracasado por no ascender, y la mujer víctima de violencia se cree culpable de su sufrimiento.

Esta violencia simbólica es el complemento perfecto del sistema capitalista: mantiene la dominación sin necesidad de represión constante, porque la víctima termina aceptando el discurso del opresor.

2.3 La violencia institucional: el rostro legal de la injusticia

El sistema capitalista moderno ha perfeccionado la violencia a través del Estado y sus instituciones. Ya no necesita del látigo ni del verdugo; basta con leyes, bancos y pantallas. Se trata de una violencia burocratizada y legitimada que castiga a los pobres por ser pobres y protege a los ricos por ser ricos. Las leyes penales persiguen al ladrón de pan, pero no al especulador financiero que roba millones desde una computadora.

El filósofo italiano Franco Basaglia (1978) decía que las instituciones “no son neutras; están diseñadas para excluir a los débiles, a los locos, a los pobres, a los improductivos”. Esa exclusión es violencia. De igual forma, Michel Foucault (1975/2002) en Vigilar y castigar mostró cómo el poder moderno se infiltra en los cuerpos y las conciencias mediante dispositivos de control, disciplina y vigilancia que normalizan la sumisión.

Por tanto, la violencia institucional no se ejerce únicamente con armas; también con expedientes, diagnósticos, políticas y presupuestos. Es el tipo de violencia que se reviste de “orden”, “seguridad” o “justicia”, pero que en realidad sostiene la desigualdad estructural.

En suma, la violencia, lejos de ser un problema psicológico o moral, es una construcción social e histórica que responde a los intereses de las clases dominantes. Ha sido utilizada para sostener sistemas de explotación, justificar guerras, perpetuar el racismo y mantener la obediencia de las masas. Comprender esto es el primer paso para desmontar su lógica.

La siguiente sección profundizará en el núcleo de esta afirmación: cómo el capitalismo no solo utiliza la violencia, sino que nace de ella. En el siguiente apartado analizaremos la génesis violenta del sistema capitalista y su expansión global a través del despojo y la acumulación.

3. EL CAPITALISMO: UN SISTEMA NACIDO EN LA VIOLENCIA

Cuando Karl Marx escribió en El Capital que “el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros” (1867/2008, p. 917), no buscaba una frase provocadora, sino describir una verdad histórica: el capitalismo nació de la violencia y se alimenta de ella. Detrás de los discursos sobre el “progreso”, la “civilización” y el “libre mercado” se oculta una realidad brutal de despojo, colonización, esclavitud y exterminio. La génesis del sistema capitalista no fue un proceso pacífico ni natural, sino un acto fundacional de barbarie organizada, legitimado por el Estado, la Iglesia y la naciente burguesía.

3.1 LA ACUMULACIÓN ORIGINARIA: EL PECADO ORIGINAL DEL CAPITALISMO

Marx denominó acumulación originaria (ursprüngliche Akkumulation) al proceso histórico mediante el cual los medios de producción —la tierra, el trabajo y los recursos— fueron arrebatados violentamente de manos del pueblo y concentrados en pocas manos. Este proceso, lejos de basarse en la virtud del ahorro o la eficiencia, se realizó mediante el robo, la conquista, el fraude, la esclavitud y la guerra.

La acumulación originaria, explica Marx (1867/2008), “no fue en modo alguno un idilio, sino una historia escrita con sangre y fuego” (p. 918). La transformación del campesino libre en obrero asalariado fue posible gracias a la expropiación de tierras comunales, el cercamiento (enclosures) de los campos, la destrucción de los modos de vida rurales y la imposición de leyes represivas que obligaban a los desposeídos a vender su fuerza de trabajo o morir de hambre.

En Inglaterra, por ejemplo, los señores feudales y comerciantes se apoderaron de las tierras comunales bajo el pretexto de mejorar la productividad. Millones de campesinos fueron expulsados de sus parcelas y empujados a las ciudades, donde se convirtieron en obreros de fábricas y minas. Es decir, la violencia económica y política fundó las bases de la libertad burguesa.

Así, el capitalismo no surgió del trabajo honesto ni del espíritu emprendedor, como enseña la ideología liberal, sino de la violencia sistemática del despojo. Fue el fruto de una acumulación primitiva que exigió la destrucción de las formas de vida comunitaria y solidaria que existían antes de su advenimiento.

3.2 La colonización y la esclavitud: cimientos del capital mundial

La expansión colonial europea entre los siglos XV y XIX fue una de las expresiones más salvajes de esa acumulación originaria. Las potencias europeas, bajo el estandarte del cristianismo y la civilización, emprendieron una empresa global de saqueo, esclavitud y exterminio. América, África y Asia fueron convertidas en fuentes de materias primas, mano de obra esclava y mercados cautivos.

Marx (1867/2008) describió con precisión esta fase de violencia planetaria:

“El descubrimiento de oro y plata en América, el exterminio, esclavización y sepultura en minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del África en una reserva de caza comercial de pieles negras: tales son los acontecimientos que señalan los albores de la era de producción capitalista.” (p. 919)

Cada barco que partía de Europa hacia América no transportaba solo mercancías: llevaba la semilla de la violencia global. La trata de esclavos africanos, los genocidios indígenas, las misiones religiosas y las guerras coloniales fueron instrumentos económicos de acumulación capitalista. La riqueza de Europa y la miseria del Sur nacieron del mismo acto histórico: el saqueo imperialista.

El filósofo Frantz Fanon (1961/2009), en Los condenados de la tierra, subrayó que “Europa se enriqueció con sangre, sudor y cadáveres” (p. 78). El colonialismo no solo destruyó culturas enteras, sino que instauró una división mundial del trabajo basada en la violencia permanente: el centro explotador y la periferia explotada.

De este modo, el capitalismo se globalizó desde sus inicios como un sistema de dominación que requería —y aún requiere— de la violencia estatal, militar y económica para expandirse y sostenerse.

3.3 La violencia institucional como motor del orden burgués

El capitalismo no habría sobrevivido sin la creación de un aparato institucional que legalizara la violencia y la presentara como “orden social”. Las leyes sobre propiedad privada, los códigos laborales, la policía, los ejércitos y las cárceles fueron diseñados para proteger los intereses de la clase propietaria y mantener a raya a los desposeídos.

Engels (1845/1974) en La situación de la clase obrera en Inglaterra describió cómo el Estado burgués actuaba como “una máquina destinada a mantener la dominación de una clase sobre otra” (p. 211). En efecto, la “civilización capitalista” fue el proceso mediante el cual se institucionalizó la violencia bajo apariencia de legalidad.

El siglo XIX, que suele presentarse como la era del progreso, fue también el siglo de la represión obrera, de los niños trabajando doce horas diarias en fábricas, de las huelgas reprimidas con sangre, de la pobreza urbana y de las mujeres explotadas hasta el límite. Todo ello no fue un “exceso” del capitalismo, sino su condición de posibilidad.

En consecuencia, la violencia es constitutiva del sistema, no un defecto que deba corregirse. El capital necesita del ejército, de la policía, de las leyes y de los medios para sostener su hegemonía. Sin esos mecanismos de coerción, la explotación se volvería insostenible.

En síntesis, el capitalismo no nació de la razón o la eficiencia, sino del crimen histórico del despojo universal. Su expansión fue posible gracias a la violencia colonial, la esclavitud y la represión institucional. Como un parásito, el capital se nutre de la sangre del trabajo humano y de los recursos naturales del planeta.

En el siguiente apartado examinaremos cómo esta violencia estructural se condensa en su célula fundamental: la mercancía, que encierra en sí misma toda la contradicción entre el ser humano y el sistema que lo cosifica.

4. LA MERCANCÍA: CÉLULA ECONÓMICA Y MORAL DE LA VIOLENCIA

Para comprender la violencia en el sistema capitalista es necesario descender hasta su raíz más elemental: la mercancía. Marx la definió como la unidad mínima del modo de producción capitalista, el “átomo” del mundo económico moderno. Pero esta célula no solo contiene valor económico; encierra también una moral implícita, una forma de relación social que reconfigura el sentido mismo de la vida. En ella está inscrito el germen de la violencia estructural, porque al convertir todo en objeto de intercambio, el capitalismo transforma a las personas en cosas y degrada lo humano a una función instrumental.

4.1 La mercancía como relación social

En la superficie, la mercancía parece un simple objeto que satisface necesidades. Sin embargo, Marx nos advierte que es mucho más que eso: es una relación social entre personas mediada por cosas. Cuando un bien se produce para ser vendido y no para satisfacer directamente una necesidad, el trabajo humano que lo originó se convierte en una abstracción: deja de ser una actividad vital para transformarse en un medio de obtención de ganancia.

En el capítulo primero de El Capital, Marx (1867/2008) señala que “la mercancía es un objeto externo, una cosa que satisface necesidades humanas, pero al mismo tiempo, una cosa que media relaciones sociales entre productores privados” (p. 49). Detrás de cada mercancía se oculta una red de relaciones de explotación: el trabajador que la produce, el capitalista que la vende, el consumidor que la compra, y un sistema que convierte cada acto humano en valor de cambio.

Así, la violencia económica se disfraza de normalidad. El obrero no es golpeado con látigos, pero es obligado a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir, y su salario nunca refleja el valor real de lo que produce. El capitalista extrae de su esfuerzo un excedente, una plusvalía, que constituye la base de toda riqueza burguesa. La mercancía, por tanto, cristaliza una relación de dominación, una violencia invisible que ocurre cada vez que se intercambian productos en el mercado.

4.2 El fetichismo de la mercancía y la deshumanización

Uno de los aportes más brillantes de Marx fue descubrir el fenómeno del fetichismo de la mercancía, ese proceso mediante el cual los objetos adquieren una apariencia de independencia y poder frente a los seres humanos que los producen. En el capitalismo, los productos del trabajo parecen tener vida propia, mientras que los productores se vuelven invisibles.

“El carácter fetichista del mundo de las mercancías consiste en que las relaciones sociales entre los hombres se presentan como relaciones entre cosas” (Marx, 1867/2008, p. 83).

Esta inversión ontológica es una forma de violencia simbólica: las cosas dominan a los hombres, el dinero domina al trabajo, la apariencia domina a la esencia. Lo material se vuelve sagrado, y lo humano, descartable. El trabajador, convertido en simple engranaje, se aliena de su obra, de los demás y de sí mismo. Vive bajo el imperio del valor, donde lo que no puede venderse no existe.

La consecuencia es devastadora: la sociedad deja de medir su desarrollo por la dignidad o la felicidad de las personas y empieza a medirlo por el volumen de mercancías producidas y consumidas. El ser humano se subordina a su propio producto, transformando el mundo en un vasto mercado donde todo —el arte, la educación, el amor, el cuerpo, la fe— se compra y se vende.

El fetichismo es, por tanto, una forma de violencia espiritual. Mata la sensibilidad, atrofia la empatía y convierte la vida en mercancía. La violencia cotidiana —la explotación laboral, el crimen, la corrupción, la indiferencia social— no son más que expresiones derivadas de esa cosificación generalizada.

4.3 La moral del capital: cuando el valor sustituye a la ética

El capitalismo impone una moral basada en el valor de cambio. No importa si algo es justo o humano; lo que importa es si produce ganancia. De este modo, la ética del capital sustituye a la ética de la vida. El empresario que explota a sus trabajadores no es visto como violento, sino como “emprendedor exitoso”. El político que privatiza la salud y la educación no es considerado un criminal, sino un “reformista moderno”.

Esta moral invertida legitima todas las formas de violencia estructural. Las guerras por petróleo, la destrucción ambiental, el tráfico humano, la especulación financiera o la pobreza masiva se justifican en nombre del “crecimiento económico” o la “libertad de mercado”. En realidad, son manifestaciones de la misma lógica: la supremacía del capital sobre la vida.

El filósofo polaco Zygmunt Bauman (2007) señalaba que en la modernidad líquida los vínculos humanos se han vuelto tan frágiles como las mercancías que los simbolizan: “Las relaciones se vuelven consumo; las personas, objetos de deseo temporal; y el amor, un bien desechable” (p. 58). Esta lógica de uso y descarte no solo rige el mercado, sino también la cultura, la política y la educación.

Por eso, la violencia contemporánea no puede entenderse sin el fetichismo mercantil que la sostiene. Vivimos en una civilización donde se mata por un teléfono, se roba por un automóvil y se traiciona por dinero. Cada acto de violencia cotidiana refleja la internalización del principio capitalista fundamental: tener vale más que ser.

En conclusión, la mercancía no es un objeto inocente ni una simple categoría económica; es la célula moral del capitalismo, donde se originan las relaciones de poder, la desigualdad y la alienación. Su fetichismo ha colonizado la mente y el corazón de los seres humanos, generando una forma de violencia total: económica, simbólica, ecológica y espiritual.

En el siguiente apartado se profundizará en esta conexión entre explotación y alienación, mostrando cómo la búsqueda de ganancia convierte la vida humana en un instrumento y genera una violencia ontológica: la del hombre contra sí mismo.

5. EXPLOTACIÓN Y ALIENACIÓN: LAS RAÍCES DEL CONFLICTO SOCIAL

En el corazón del sistema capitalista late una contradicción esencial: el ser humano produce riqueza, pero no la disfruta; trabaja para crear, pero el fruto de su trabajo le es arrebatado. Esta contradicción, que Marx denominó explotación, constituye la fuente más profunda de la violencia social. No se trata solo de la pobreza material, sino de algo más grave: la alienación del ser humano respecto a su propia esencia, es decir, su despojo espiritual, su pérdida de humanidad.

El capitalismo convierte al trabajo —la actividad que debería dignificar al hombre— en un medio de opresión y sufrimiento. Bajo la lógica del lucro, el trabajador ya no trabaja para vivir, sino que vive para trabajar. La fábrica, la oficina, la maquila o la mina se transforman en espacios donde el ser humano se cosifica, donde su cuerpo y su mente son reducidos a piezas reemplazables del engranaje productivo. La violencia, en este contexto, no necesita látigos: basta con la necesidad, el miedo al desempleo y la miseria.

5.1 La explotación: el robo legalizado del trabajo humano

Marx explicó que el secreto de la acumulación capitalista reside en la plusvalía, es decir, el valor que el obrero produce y que el capitalista se apropia sin pagar. Cuando el trabajador vende su fuerza de trabajo, recibe un salario equivalente al costo de su subsistencia, pero el valor que genera con su trabajo excede ampliamente ese monto. Ese excedente, extraído de manera sistemática, constituye la base de la ganancia capitalista.

“El valor de la fuerza de trabajo y el valor que esa fuerza crea en el proceso de trabajo son magnitudes diferentes; la diferencia es la plusvalía.” (Marx, 1867/2008, p. 272)

Esta relación desigual no es un accidente, sino la esencia del sistema. La ganancia de uno se basa en la pérdida del otro. Por eso, cada fábrica, cada empresa y cada banco son, en términos morales, espacios de violencia institucionalizada. Allí se realiza cotidianamente un robo amparado por la ley: el despojo del trabajo humano.

El obrero no solo pierde el producto de su trabajo, sino también su autonomía y su dignidad. Es sometido a ritmos, horarios, metas y normas impuestas por otros. Su vida entera queda subordinada a la lógica de la producción. Esta situación produce una violencia invisible pero constante, que se traduce en estrés, frustración, ansiedad y enajenación colectiva.

En palabras de Herbert Marcuse (1964/1993), el trabajador se convierte en un “hombre unidimensional”, incapaz de pensar fuera de las categorías impuestas por el sistema que lo domina. Vive enajenado, creyendo que su libertad consiste en consumir los productos que él mismo fabrica, sin advertir que su propio deseo está controlado.

5.2 La alienación: cuando el ser humano se vuelve extraño a sí mismo

En los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Marx analizó la alienación como el proceso mediante el cual el trabajador se separa de los resultados de su trabajo, de su propia actividad, de su naturaleza humana y de los demás hombres. Esa alienación es una violencia ontológica, porque destruye la esencia del ser humano: su capacidad de crear libremente, de cooperar y de reconocerse en los otros.

“El trabajador se siente en su trabajo como en un sufrimiento, y fuera del trabajo como en su casa; su trabajo no es voluntario, sino forzado; es trabajo forzado” (Marx, 1844/1971, p. 122).

Este trabajo forzado no solo produce objetos, produce también seres deformados por la rutina, la fatiga y la frustración. La alienación deshumaniza, fragmenta y vacía al sujeto. Lo priva de sentido y lo convierte en instrumento. De ahí que la violencia no sea solo física o económica: es también existencial y espiritual.

El hombre alienado ya no se reconoce como parte de una comunidad; vive en competencia con los demás. Su felicidad se mide por el consumo, su valor por el salario, y su identidad por lo que posee. En esa lógica, el prójimo se convierte en rival, y la sociedad se transforma en una guerra silenciosa por sobrevivir.

La alienación, en suma, es la forma más sofisticada de violencia, porque se ejerce desde dentro del sujeto, haciéndole creer que es libre mientras obedece. Es una cárcel invisible en la que los barrotes son el dinero, la moda, la tecnología y la ideología.

5.3 El conflicto social como producto de la desigualdad estructural

Toda sociedad basada en la explotación está condenada a reproducir el conflicto. Las crisis económicas, las huelgas, las migraciones, la delincuencia y la corrupción no son desviaciones del sistema: son su resultado lógico. Mientras una minoría concentra la riqueza, millones son empujados a la miseria y la desesperación.

Frantz Fanon (1961/2009) afirmaba que “la violencia del colonizado es la respuesta a la violencia del colono” (p. 42). De igual manera, la violencia popular —la protesta, la rebelión, la insurrección— surge como reacción legítima frente a la violencia estructural del capital. La historia demuestra que los pueblos no se levantan por gusto, sino porque el sistema los empuja a hacerlo.

En América Latina, los barrios marginales, las pandillas, el narcotráfico o la migración masiva no pueden entenderse sin analizar el contexto de exclusión, pobreza y explotación generados por el neoliberalismo. Cuando el sistema niega derechos, la violencia se convierte en la única forma de expresión de los desposeídos. No se trata de justificar el crimen, sino de comprender que la raíz está en la injusticia social.

El filósofo Ignacio Ellacuría (1989) lo resumió con claridad: “Hay estructuras que matan”. Esta frase sintetiza la naturaleza de la violencia estructural capitalista: no necesita balas para asesinar; basta con negar oportunidades, salarios justos, educación y salud.

En definitiva, la explotación y la alienación son las fuentes primarias de la violencia moderna. De ellas nace el resentimiento, el crimen, el odio y la desesperanza.

Mientras el trabajo humano siga siendo una mercancía y el hombre un instrumento del lucro, la violencia seguirá siendo la norma del sistema y no su excepción.

En el siguiente apartado abordaremos cómo esta violencia estructural se amplía y se globaliza: la violencia económica y la desigualdad global, donde la lucha por la ganancia convierte al mundo entero en campo de batalla.

6. LA VIOLENCIA ECONÓMICA Y LA DESIGUALDAD GLOBAL

El capitalismo contemporáneo ha alcanzado una dimensión planetaria. Ningún rincón del mundo escapa a su lógica: desde los grandes centros financieros de Wall Street hasta los barrios marginales de América Latina, África o Asia, todo está conectado por una red invisible de intereses económicos. Pero esta globalización, presentada como sinónimo de modernidad y prosperidad, es en realidad una forma sofisticada de violencia estructural globalizada.

En el mundo actual, la riqueza se concentra en unas pocas manos mientras miles de millones de personas sobreviven en condiciones precarias. Según informes del Banco Mundial (2024), el 1 % más rico posee más del 45 % de los recursos globales, mientras que la mitad más pobre apenas accede al 1 % de la riqueza total. Esta asimetría no es casual; es el resultado de un sistema económico diseñado para transferir riqueza de las mayorías hacia las élites. Esa transferencia es una forma de violencia económica tan real y letal como las guerras tradicionales.

6.1 La lógica del mercado como guerra permanente

En el capitalismo global, la competencia no es un medio para mejorar la calidad de vida, sino una guerra económica permanente donde los débiles son sacrificados. Las empresas compiten como ejércitos; las naciones, como corporaciones; los trabajadores, como soldados descartables. Cada cierre de fábrica, cada despido masivo, cada quiebra de una economía local representa una derrota silenciosa en ese campo de batalla.

Marx ya había advertido que el mercado capitalista no se rige por la cooperación, sino por la ley del más fuerte. En El Capital (1867/2008), señaló que la competencia “no elimina la explotación, sino que la universaliza” (p. 410). El mercado, lejos de ser un espacio libre, es un campo de lucha donde la acumulación de unos pocos requiere la destrucción de muchos.

De ahí que la violencia económica se manifieste en fenómenos como el desempleo estructural, la precarización laboral, los salarios miserables y la exclusión social. Millones de trabajadores en el mundo producen bienes que jamás podrán consumir. La ironía es cruel: quienes construyen la riqueza del mundo son quienes menos se benefician de ella.

El economista Thomas Piketty (2014) lo expresó con claridad: “Cuando la tasa de rendimiento del capital supera la tasa de crecimiento de la economía, la desigualdad aumenta indefinidamente” (p. 25). En otras palabras, el sistema está estructurado para enriquecer a los ricos y empobrecer a los pobres. Esa desigualdad, mantenida y legitimada por instituciones internacionales, constituye una violencia permanente contra la dignidad humana.

6.2 La pobreza como forma de violencia estructural

La pobreza no es una fatalidad natural ni un castigo divino: es una construcción política y económica. El capitalismo necesita de los pobres para sostener sus tasas de ganancia. La existencia de millones de personas desempleadas o subempleadas crea un “ejército industrial de reserva” que mantiene bajos los salarios y garantiza la obediencia.

“La acumulación de riqueza en un polo es, por tanto, al mismo tiempo, acumulación de miseria, tormento del trabajo, esclavitud, ignorancia y degradación en el polo opuesto.” (Marx, 1867/2008, p. 676)

Esa frase resume la lógica perversa del sistema. Mientras unos pocos amasan fortunas obscenas, otros son condenados a la miseria como condición necesaria para la estabilidad económica. Los barrios marginales, los cinturones de pobreza y las migraciones masivas no son errores del capitalismo, sino sus consecuencias naturales.

En América Latina, el neoliberalismo profundizó estas desigualdades. Las privatizaciones, la desregulación laboral y el endeudamiento externo destruyeron los sistemas públicos de salud, educación y seguridad social. Las élites locales, aliadas con el capital transnacional, reprodujeron la violencia estructural mediante la concentración de tierras, la corrupción y la exclusión de las mayorías.

El resultado es una pobreza planificada, funcional al mercado. La violencia no se ejerce solo con armas, sino con presupuestos, políticas y tratados comerciales. Cuando un Estado reduce la inversión en educación, está cometiendo un acto de violencia; cuando una farmacéutica niega medicinas a quienes no pueden pagar, también perpetúa la violencia del capital.

6.3 La violencia del Norte contra el Sur: el imperialismo contemporáneo

El sistema capitalista global mantiene una división internacional del trabajo: el Norte produce tecnología y capital; el Sur produce materias primas, mano de obra barata y sufrimiento. Este orden económico internacional, heredero del colonialismo, continúa sosteniéndose mediante mecanismos financieros y diplomáticos que imponen dependencia y pobreza a las naciones periféricas.

El imperialismo ya no necesita ocupar territorios con ejércitos; basta con endeudar a los países y controlar sus recursos naturales. Las instituciones financieras como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial actúan como instrumentos de coerción económica, imponiendo políticas de austeridad que destruyen la soberanía y profundizan la desigualdad.

El pensador Samir Amin (2006) denominó a este fenómeno capitalismo de centro y periferia, en el que las naciones desarrolladas extraen valor de las economías dependientes mediante el intercambio desigual. En este contexto, las guerras contemporáneas —en Irak, Siria, Libia o Ucrania— son prolongaciones de esa violencia económica global: conflictos por el control de mercados, petróleo o rutas comerciales.

Por tanto, la violencia imperialista no es un accidente geopolítico, sino una necesidad del capital para expandirse. Detrás de cada invasión hay intereses económicos, corporaciones energéticas y bancos que se benefician del sufrimiento ajeno. Como afirmaba Eduardo Galeano (1971/2011), “las venas abiertas de América Latina siguen sangrando, pero ahora con bisturíes financieros” (p. 14).

En conclusión, la violencia económica es el mecanismo central mediante el cual el capitalismo asegura su continuidad. La pobreza, la desigualdad y el imperialismo son sus manifestaciones más evidentes. Mientras el capital siga acumulándose en unos pocos polos del mundo, la violencia seguirá expandiéndose en todas sus formas: desde la exclusión social hasta la guerra global. En el siguiente apartado abordaremos el papel del imperialismo y la violencia globalizada, donde el poder económico se transforma en poder militar y político, consolidando una dominación planetaria que continúa moldeando la historia contemporánea.

7. EL IMPERIALISMO Y LA VIOLENCIA GLOBALIZADA

El imperialismo es la expresión más acabada de la violencia estructural del capitalismo. Es su forma global, su manifestación política y militar. Si la mercancía es la célula de la violencia, el imperialismo es su expansión planetaria. En él, la lógica de la acumulación de capital se traduce en conquista, saqueo, guerra y dominación ideológica. Detrás de los discursos de “libertad”, “democracia” y “derechos humanos” se esconde la maquinaria de control económico y político que somete a los pueblos del mundo a los intereses de las grandes potencias y de las corporaciones transnacionales.

7.1 El imperialismo como fase superior del capitalismo

Vladimir Ilich Lenin, en su obra El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916/1981), explicó que el capitalismo, al alcanzar su madurez, entra en una nueva etapa en la que el capital financiero y los monopolios se fusionan para dominar el planeta. Ya no basta con la producción de mercancías; el sistema necesita expandirse, invadir nuevos mercados y explotar recursos ajenos para sostener sus tasas de ganancia.

“El imperialismo es el capitalismo en la fase de monopolios, de capital financiero y de reparto del mundo entre las grandes potencias” (Lenin, 1916/1981, p. 73).

En este sentido, el imperialismo no es una política exterior ocasional, sino una necesidad estructural del capital. Cuando los mercados internos se saturan y la ganancia disminuye, el sistema busca nuevas fuentes de beneficio en los territorios periféricos: materias primas baratas, mano de obra explotable y gobiernos subordinados. Así se explica el ciclo interminable de guerras, golpes de Estado, intervenciones militares y bloqueos económicos que caracterizan la historia moderna.

El imperialismo es la continuación del capitalismo por otros medios, y la guerra su herramienta más eficaz.

7.2 La violencia bélica y el saqueo global

El siglo XX y lo que va del XXI han demostrado que la violencia imperialista no ha desaparecido, solo se ha modernizado. Las dos guerras mundiales, las invasiones de Irak, Afganistán, Libia o Siria, las dictaduras apoyadas por potencias extranjeras en América Latina y los actuales conflictos económicos y tecnológicos entre potencias son manifestaciones directas de la lucha por la hegemonía global del capital.

Cada guerra contemporánea tiene una dimensión económica. Detrás del discurso de la “seguridad” o la “lucha contra el terrorismo” hay intereses financieros, energéticos o geoestratégicos. Las guerras modernas son negocios multimillonarios para la industria armamentista, que transforma la muerte en fuente de ganancia.

El investigador Noam Chomsky (2003) ha señalado que “el imperio moderno no se sostiene solo por la fuerza, sino por la aceptación ideológica de su legitimidad” (p. 19). Los medios de comunicación globales presentan las invasiones como misiones humanitarias y los bombardeos como “operaciones de paz”. Esta manipulación mediática constituye una violencia simbólica planetaria que convierte la barbarie en espectáculo y la injusticia en normalidad.

El economista Michel Chossudovsky (2003) describió el fenómeno como “la globalización de la guerra”: un sistema donde las instituciones financieras, las corporaciones y los ejércitos actúan en conjunto para imponer el dominio del capital. Las sanciones económicas, el control de los recursos naturales, los bloqueos comerciales y la manipulación de la deuda externa son formas no visibles de guerra, pero igual de destructivas.

7.3 América Latina: laboratorio histórico del imperialismo

América Latina ha sido, desde el siglo XIX, el territorio experimental de todas las formas de violencia imperialista. Desde la Doctrina Monroe hasta las dictaduras militares del siglo XX, pasando por los golpes de Estado “blandos” y la injerencia económica contemporánea, la región ha sufrido la imposición de modelos políticos y económicos al servicio del capital transnacional.

Eduardo Galeano (1971/2011) describió magistralmente este proceso: “Las venas abiertas de América Latina siguen sangrando porque el sistema mundial necesita de su sangre” (p. 14). Los recursos naturales de la región —petróleo, litio, oro, agua, biodiversidad— son codiciados por las potencias, que a través de tratados, préstamos y privatizaciones perpetúan una nueva forma de colonialismo financiero.

En la actualidad, los mecanismos de control ya no son los ejércitos de ocupación, sino las corporaciones multinacionales, los tratados de libre comercio y los organismos de crédito internacional. La deuda externa se ha convertido en una herramienta moderna de dominación, donde cada pago de intereses representa una transferencia de riqueza del Sur al Norte.

Como explicó Theotonio Dos Santos (1978), esta “dependencia estructural” impide el desarrollo autónomo de los países latinoamericanos, perpetuando su papel de proveedores de materias primas y receptores de tecnología y capital extranjero. Es una forma de violencia institucionalizada, silenciosa, pero devastadora.

7.4 Violencia imperialista y cultura global

El imperialismo no solo domina territorios y economías: también coloniza las mentes. El poder mediático, cultural y tecnológico del capitalismo ha impuesto un modelo único de pensamiento, donde consumir equivale a existir. Las series, la música, las redes sociales, las modas y los estilos de vida difunden los valores del mercado global: individualismo, competencia, culto al éxito y desprecio por la pobreza.

Esta violencia cultural destruye identidades, homogeniza costumbres y neutraliza las resistencias locales. Como diría el filósofo mexicano Bolívar Echeverría (1998), el capitalismo crea una modernidad barroca que seduce con símbolos de progreso mientras vacía de contenido las culturas originarias. Es una guerra simbólica, pero no menos letal que la económica: aniquila el espíritu de los pueblos.

En síntesis, el imperialismo es la forma suprema de la violencia capitalista. Se manifiesta en guerras, sanciones, bloqueos, manipulación mediática y dominación cultural. En nombre de la libertad y la democracia, el sistema impone la esclavitud moderna del mercado. Detrás de cada conflicto global hay una estructura de poder que convierte la sangre humana en ganancia y la muerte en estadística.

El siguiente apartado abordará otro tipo de violencia menos visible, pero igualmente destructiva: la violencia cultural y simbólica en el capitalismo tardío, donde los medios de comunicación, la publicidad y la industria del entretenimiento se convierten en los nuevos ejércitos de la dominación.

8. VIOLENCIA CULTURAL Y SIMBÓLICA EN EL CAPITALISMO TARDÍO

La violencia del capitalismo contemporáneo ya no se impone únicamente por medio de ejércitos o instituciones represivas. En la actualidad, su forma más eficaz de dominación se ejerce a través de la cultura, los medios de comunicación, la publicidad y las redes digitales. Esta violencia no destruye cuerpos, sino conciencias; no encierra en cárceles visibles, sino en prisiones mentales. Su fuerza radica en que no parece violencia: se presenta como entretenimiento, libertad de elección o simple consumo. Pero detrás de esa apariencia amable se oculta un sistema que modela el pensamiento, manipula los deseos y fabrica subjetividades dóciles.

8.1 La cultura del espectáculo y la anestesia colectiva

Guy Debord (1967/2008), en su obra La sociedad del espectáculo, anticipó con sorprendente lucidez el carácter alienante de la cultura moderna. Según él, en las sociedades capitalistas “todo lo que alguna vez fue vivido directamente se ha convertido en una representación” (p. 32). La realidad se sustituye por imágenes, y la verdad por simulacros.

En esta “sociedad del espectáculo”, la violencia ya no se percibe como tragedia, sino como espectáculo mediático. Las guerras, los crímenes, los desastres naturales o las protestas sociales son convertidos en contenido de consumo. El sufrimiento humano se transforma en rating. Las masas, saturadas de información, pierden la capacidad de distinguir entre lo verdadero y lo manipulado.

Jean Baudrillard (1981/1998) profundizó esta idea en Simulacros y simulación, donde afirmó que el capitalismo produce “una hiperrealidad” en la cual los signos y las imágenes sustituyen a la experiencia. En este contexto, el individuo ya no vive, sino que consume representaciones: vive a través de pantallas, mide su valor por la cantidad de seguidores y se relaciona con el mundo desde el deseo mediado por la publicidad.

Esta manipulación cultural constituye una violencia simbólica, en el sentido planteado por Pierre Bourdieu (1999): una forma de imposición invisible que logra que los dominados acepten voluntariamente las normas del sistema. La televisión, el cine, las redes sociales y la industria del entretenimiento no solo distraen: moldean la conciencia colectiva, dictan qué debemos desear, admirar o temer.

8.2 Publicidad, consumo y el fetichismo de la felicidad

La publicidad es uno de los instrumentos más refinados del capitalismo tardío. No vende productos, sino sueños; no promueve necesidades reales, sino deseos artificiales. Su función es mantener en movimiento la rueda del consumo perpetuo, generando en las masas una sensación constante de carencia.

Zygmunt Bauman (2007) advirtió que “la felicidad se ha transformado en un deber de consumo” (p. 76). Ser feliz significa comprar, y no comprar equivale a fracasar. Así, el individuo es sometido a una violencia psicológica permanente: el miedo a no estar a la moda, a no poseer lo último, a no pertenecer al grupo de los “exitosos”. La publicidad no solo manipula gustos, sino que construye identidades, y con ello, crea un sistema de exclusión y ansiedad generalizada.

Esta violencia simbólica se traduce en una sociedad hipercompetitiva, donde el valor humano se mide por el poder adquisitivo y la imagen. Las redes sociales amplifican este fenómeno: cada “me gusta” se convierte en una pequeña dosis de validación, y cada comparación genera frustración. Es una nueva forma de esclavitud emocional, disfrazada de libertad digital.

8.3 Medios de comunicación y control ideológico

Los grandes conglomerados mediáticos son los nuevos aparatos ideológicos del sistema. Controlan la información, seleccionan las noticias, definen los temas de debate y moldean la opinión pública. Como señaló Noam Chomsky (1997) en Manufacturing Consent, los medios “no informan para liberar, sino para domesticar”. Crean consensos que legitiman la desigualdad, justifican la represión y presentan la injusticia como algo inevitable.

Esta forma de violencia ideológica es tan eficaz porque actúa desde la aparente neutralidad. Bajo el pretexto de “objetividad” o “libertad de prensa”, los medios masifican la ideología dominante y silencian las voces críticas. Quien controla la información controla la realidad.

En los últimos años, las redes sociales han amplificado este fenómeno. Plataformas como Facebook, X (Twitter), TikTok o YouTube se han convertido en instrumentos de vigilancia y manipulación masiva. Los algoritmos deciden qué vemos, qué pensamos y con quién interactuamos. Como advierte Shoshana Zuboff (2019) en La era del capitalismo de la vigilancia, “el poder digital no solo predice el comportamiento humano, sino que lo modifica para servir a intereses comerciales” (p. 94). La violencia ya no viene del Estado, sino del mercado digital que explota los datos personales como una nueva forma de plusvalía.

8.4 El vaciamiento del sentido y la muerte del pensamiento crítico

La consecuencia más grave de esta violencia cultural es el vaciamiento del sentido. Las personas son bombardeadas con estímulos, pero privadas de reflexión. La educación, subordinada a los medios, ya no forma pensamiento crítico, sino consumidores obedientes. Se produce así una nueva forma de barbarie: la del conformismo ilustrado, donde se sabe mucho, pero se comprende poco.

El filósofo Byung-Chul Han (2012) la llamó “la sociedad del cansancio”: una civilización agotada por la autoexplotación, la sobreinformación y la exigencia de rendimiento constante. En ella, el sujeto es su propio verdugo: se presiona, se compara, se evalúa, y termina destruyéndose en nombre del éxito.

Esta autoviolencia —la violencia interiorizada— es la culminación del sistema: el individuo ya no necesita ser dominado desde fuera porque se somete voluntariamente desde dentro. Vive convencido de que ser libre consiste en elegir entre marcas, series o dispositivos, sin advertir que su conciencia ha sido colonizada.

En síntesis, la violencia cultural y simbólica constituye el nuevo rostro del capitalismo tardío. Se ejerce sin látigos ni cárceles, pero con una eficacia absoluta. Se infiltra en los deseos, en el lenguaje, en las emociones, en la vida cotidiana. Su objetivo no es solo dominar, sino anular la capacidad de pensar, de imaginar y de rebelarse.

En el siguiente apartado, analizaremos cómo esta violencia simbólica se traduce en violencia cotidiana y subjetiva, donde el individuo, atrapado en la competencia y el miedo, se convierte en enemigo de sí mismo y de los otros.

9. LA VIOLENCIA COTIDIANA Y LA SUBJETIVIDAD CAPITALISTA

La violencia del capitalismo no solo se manifiesta en guerras, desigualdad o dominación económica. También se internaliza en la vida diaria, en la forma en que los seres humanos se relacionan, sienten y piensan. Es una violencia silenciosa, reproducida por los propios sujetos que el sistema ha moldeado: hombres y mujeres convertidos en competidores, consumidores y engranajes. Esta violencia cotidiana constituye la prueba más cruel del éxito del sistema: ha logrado que las personas se autoexploten, se odien entre sí y se destruyan en nombre del progreso.

9.1 La competencia como forma de agresión

El capitalismo ha convertido la competencia en virtud. Desde la escuela hasta el trabajo, el mensaje es el mismo: “solo los mejores sobreviven”. Esta lógica darwinista, aplicada a la sociedad, convierte a los individuos en enemigos. El compañero ya no es aliado, sino rival. El éxito personal se construye sobre el fracaso ajeno.

Esta forma de socialización crea una cultura de violencia simbólica permanente, donde la agresión se disfraza de mérito, la humillación de esfuerzo y la exclusión de justicia. Como explicó Erich Fromm (1941/2008) en El miedo a la libertad, el individuo moderno vive atrapado entre el deseo de ser libre y el temor a fracasar; se somete al sistema y a la competencia para no sentirse excluido, pero esa sumisión lo destruye internamente.

En este contexto, la solidaridad y la empatía desaparecen. El triunfo del capital se traduce en el fracaso de lo humano. Cada persona se convierte en un pequeño capital que debe rendir, producir, acumular y competir. Y quien no puede hacerlo, siente vergüenza, culpa o frustración.

El resultado es una violencia interiorizada: la del trabajador que se enferma por exceso de estrés, la del estudiante que se siente inútil si no obtiene las mejores notas, la del joven que se suicida por no cumplir con los estándares sociales. La competencia —aparentemente inocente— es una forma refinada de crueldad social.

9.2 El miedo, la inseguridad y la cultura del enemigo

El sistema capitalista necesita del miedo para sobrevivir. Miedo al desempleo, a la pobreza, al fracaso, al otro, al extranjero. Ese miedo se traduce en políticas de control, en discursos de odio y en una sociedad donde todos sospechan de todos.

Michel Foucault (1975/2002) explicó que las sociedades modernas han sustituido la represión visible por la vigilancia constante. El poder ya no necesita castigar públicamente: basta con que cada individuo se sienta observado. El miedo genera obediencia.

De este modo, la inseguridad cotidiana —real o fabricada— se convierte en un mecanismo de control social. Los medios alimentan la paranoia colectiva, los gobiernos justifican políticas represivas y los ciudadanos se acostumbran a vivir encerrados tras rejas físicas o mentales. La violencia se convierte en paisaje, en normalidad.

El filósofo Byung-Chul Han (2018) afirma que “vivimos en una sociedad del pánico, donde la exposición constante al miedo debilita la confianza y destruye el tejido comunitario” (p. 43). En ese ambiente, el otro ya no es prójimo, sino amenaza; la comunidad se disuelve, y la soledad se vuelve la condición general de existencia.

9.3 Narcotráfico, crimen y desesperanza: síntomas de un sistema enfermo

La violencia del crimen organizado, las pandillas o el narcotráfico son presentadas por los medios como problemas morales o policiales. Sin embargo, son el reflejo directo de la estructura económica y social que produce exclusión, desempleo y miseria.

El joven que entra en una pandilla o en el narcotráfico no nace violento: es producto de un sistema que le niega educación, oportunidades y dignidad. Como escribió Frantz Fanon (1961/2009), “cuando la violencia estructural lo invade todo, el oprimido aprende que la única forma de existir es responder con violencia” (p. 47). La violencia criminal no surge en el vacío; surge de la frustración acumulada, del resentimiento y de la sensación de no tener futuro. Por eso, donde el sistema excluye, florece la violencia; donde hay pobreza extrema, hay crimen; donde hay injusticia, hay rebelión. No se trata de justificar el delito, sino de entender su causa estructural.

El capitalismo convierte el sufrimiento humano en negocio: industrias de seguridad, cárceles privadas, medios sensacionalistas, venta de armas, drogas y entretenimiento violento. Es un círculo perverso donde la violencia genera ganancias y las ganancias alimentan la violencia.

9.4 El suicidio social: la autodestrucción del sujeto capitalista

El individuo contemporáneo, bombardeado por exigencias de éxito y consumo, vive en un estado de agotamiento permanente. La depresión, la ansiedad y los trastornos mentales son las nuevas epidemias del siglo XXI. El capitalismo produce no solo mercancías, sino enfermedades psíquicas.

Byung-Chul Han (2012) denominó este fenómeno “autoexplotación”: el sujeto se convierte en su propio opresor, exigiéndose cada vez más, compitiendo sin descanso, creyendo que el fracaso personal es culpa suya. Ya no hay un amo externo; el amo está dentro.

“El sujeto del rendimiento es más rápido y más productivo que el sujeto obediente, pero también más cansado y más solo” (Han, 2012, p. 29).

Esta violencia interiorizada destruye lentamente la empatía y el sentido de comunidad. La gente se acostumbra a la injusticia, a la pobreza ajena, a la muerte cotidiana. El resultado es una sociedad anestesiada, indiferente y moralmente vacía, donde la violencia deja de escandalizar.

La subjetividad capitalista, por tanto, es una subjetividad mutilada: incapaz de amar sin poseer, de trabajar sin competir, de vivir sin consumir. El sistema ha logrado su propósito final: convertir la violencia en parte natural de la existencia.

En síntesis, la violencia cotidiana no es un fenómeno aislado, sino la expresión íntima del sistema capitalista en el alma de los individuos. Es el resultado de siglos de explotación, alienación y miedo institucionalizado. Mientras las relaciones humanas estén regidas por la competencia y el consumo, la violencia seguirá siendo el lenguaje invisible del mundo moderno.

El siguiente apartado desarrollará cómo el capitalismo ha creado un nuevo ídolo contemporáneo: la “seguridad”, que se ha convertido en mercancía y pretexto para justificar la represión, la vigilancia y el control social.

10. El fetichismo de la seguridad y el negocio del miedo

Vivimos en una era donde la palabra “seguridad” se ha convertido en el nuevo fetiche de las sociedades capitalistas. Todo se hace en su nombre: leyes, guerras, invasiones, cámaras, muros, cárceles y censura. El miedo, antes instrumento de dominación feudal o religiosa, es hoy una mercancía global. Las corporaciones, los gobiernos y los medios lo administran con precisión científica, generando una cultura de vigilancia que convierte la libertad en un lujo y la obediencia en virtud.

El filósofo español Manuel Castells (2009) lo expresó con claridad: “El miedo se ha convertido en la emoción política dominante del siglo XXI” (p. 15). A través del miedo, los poderes económicos y mediáticos logran someter a los pueblos sin necesidad de golpes de Estado. El ciudadano temeroso no exige justicia, sino protección; no reclama derechos, sino seguridad; no busca libertad, sino control. Esta inversión psicológica constituye una de las formas más sofisticadas de violencia contemporánea.

10.1 La inseguridad como construcción mediática

Los medios de comunicación, propiedad de grandes corporaciones, difunden de manera constante imágenes de violencia, crimen, catástrofe y amenaza. Las pantallas repiten una y otra vez la idea de que el mundo es peligroso, caótico e ingobernable. Sin embargo, detrás de esa narrativa hay un cálculo político: sembrar miedo para consolidar poder.

Zygmunt Bauman (2006) advertía que el capitalismo líquido necesita mantener a la población en un estado permanente de ansiedad. “El miedo es la herramienta más efectiva para convertir a los ciudadanos en consumidores obedientes” (p. 67). Cada nuevo peligro —real o inventado— justifica un producto, una ley o una intervención.

Así, el miedo se convierte en motor de la economía: empresas de seguridad, seguros, cámaras, armas, alarmas, muros, vigilancia digital, antivirus, medicamentos para la ansiedad. Todo un mercado de la inseguridad que transforma la angustia colectiva en ganancia privada. El sistema crea el problema y vende la solución.

La saturación mediática de noticias violentas no busca informar, sino modelar la percepción del peligro. El ciudadano asustado confía más en las instituciones autoritarias, acepta la represión y renuncia a su privacidad. En nombre de la seguridad, el capitalismo justifica el control total.

10.2 El Estado vigilante y la biopolítica del control

Michel Foucault (1975/2002) describió el surgimiento del “panóptico” como símbolo del poder moderno: una estructura donde pocos observan a muchos sin ser vistos. Hoy, ese panóptico se ha vuelto digital. Las cámaras, los algoritmos y las redes sociales constituyen una vigilancia total y silenciosa.

Shoshana Zuboff (2019) explica que el capitalismo contemporáneo ha evolucionado hacia una nueva etapa: el capitalismo de la vigilancia. Las grandes empresas tecnológicas recopilan millones de datos personales para predecir y manipular el comportamiento humano. “Ya no se trata solo de observarnos —dice Zuboff— sino de moldearnos, de fabricar nuestros deseos y decisiones” (p. 98).

Esta vigilancia digital se justifica siempre con el argumento de la seguridad: “para protegernos del crimen”, “para evitar el terrorismo”, “para mejorar la experiencia del usuario”. Pero en realidad, se trata de un control político y psicológico que convierte a cada ciudadano en un sujeto transparente, observado, medido y clasificable.

El filósofo Giorgio Agamben (2003) denomina a esta dinámica “estado de excepción permanente”, donde el miedo justifica la suspensión de derechos. En nombre de la seguridad, los gobiernos adoptan medidas represivas: espionaje masivo, censura, militarización y leyes antiterroristas que criminalizan la disidencia. Lo que se presenta como orden, en realidad, es violencia legalizada.

10.3 Cárceles, armas y medios: las industrias del miedo

El miedo también es un negocio tangible. El complejo industrial militar, las cárceles privadas y las empresas de seguridad representan una de las ramas más lucrativas del capitalismo global. Estados Unidos, por ejemplo, gasta más en defensa que los siguientes diez países juntos. Cada guerra o conflicto armado alimenta a las corporaciones que fabrican armas, tecnología militar o servicios de inteligencia.

Lo mismo ocurre con las prisiones privatizadas, convertidas en fábricas de reclusos. Cuantos más detenidos haya, mayores serán las ganancias. El sistema penal ya no busca justicia, sino rentabilidad. Los pobres y marginados son su materia prima. La violencia del crimen se recicla en la violencia del castigo.

Mientras tanto, los medios de comunicación alimentan el ciclo: exageran la inseguridad, demonizan la pobreza, criminalizan la protesta y glorifican la autoridad. Se construye así una sociedad paranoica que acepta la violencia institucional como mal necesario. Como señaló Naomi Klein (2007) en La doctrina del shock, “los gobiernos utilizan las crisis —reales o fabricadas— para imponer políticas que en condiciones normales la gente nunca aceptaría” (p. 29).

10.4 El miedo como ideología

El miedo no solo paraliza, también divide. Sirve para justificar la exclusión del diferente: el migrante, el pobre, el joven, el disidente. Bajo la lógica del miedo, se reavivan prejuicios raciales, clasistas y políticos. El enemigo interno se convierte en excusa para reforzar el control.

El filósofo español José Luis Pardo (2016) lo resume así: “El miedo es la emoción política más útil para los poderosos, porque destruye la solidaridad y hace que los dominados pidan su propia servidumbre” (p. 84). En efecto, el miedo fragmenta a la sociedad, la vuelve egoísta y desconfiada. Cada individuo se encierra en su burbuja, temeroso de los otros, y deja de luchar colectivamente.

De este modo, el miedo se convierte en ideología, en la nueva religión del sistema. Los templos ya no son iglesias, sino pantallas; los sacerdotes, los presentadores de noticias; las oraciones, las contraseñas; y el infierno, la inseguridad permanente.

En conclusión, el fetichismo de la seguridad representa una de las formas más perversas de la violencia contemporánea. Convierte el miedo en mercancía, la vigilancia en libertad y la obediencia en virtud. Es una violencia silenciosa, pero profundamente eficaz, porque logra que las víctimas la deseen.

El siguiente apartado abordará otra dimensión de esta violencia estructural: la violencia contra la naturaleza, donde el capitalismo extiende su lógica de dominación no solo sobre los seres humanos, sino sobre el planeta entero.

11. LA VIOLENCIA CONTRA LA NATURALEZA

La violencia del capitalismo no se limita a los seres humanos. También se ejerce contra la naturaleza. El planeta entero se ha convertido en objeto de explotación, saqueo y despojo. Montes, ríos, mares y bosques son tratados como simples recursos económicos, y no como fuentes de vida. Bajo la lógica de la ganancia, la Tierra es vista no como madre, sino como mina.

Karl Marx advirtió tempranamente esta tendencia destructiva del capitalismo cuando escribió que “el capital agota simultáneamente las dos fuentes de toda riqueza: la tierra y el trabajador” (Marx, 1867/2008, p. 637). Con esta frase, Marx revelaba que la explotación del ser humano y la depredación del medio ambiente son dos caras del mismo proceso histórico. La violencia ecológica es, en realidad, una extensión de la violencia económica.

11.1 El capitalismo como sistema ecocida

Desde la Revolución Industrial hasta la actualidad, el capitalismo ha basado su desarrollo en el extractivismo: la apropiación ilimitada de recursos naturales para alimentar la producción. La naturaleza dejó de ser un espacio sagrado o comunitario y se transformó en una reserva inagotable de materias primas. El petróleo, el oro, el agua, los bosques y la biodiversidad se explotan como si fueran infinitos, ignorando los límites físicos del planeta.

Esta concepción utilitarista y antropocéntrica ha llevado al colapso ecológico. El cambio climático, la deforestación, la contaminación y la pérdida masiva de especies son los síntomas de un modelo económico que confunde progreso con destrucción. La modernidad capitalista, que prometió bienestar y desarrollo, ha generado un planeta enfermo.

El ecólogo Enrique Leff (2004) sostiene que la crisis ambiental no es solo un problema técnico, sino una crisis civilizatoria, producto de una racionalidad económica que mide el valor de la vida únicamente en términos de utilidad. Según Leff, “el mercado ha expropiado el sentido de la naturaleza y la ha degradado a mera mercancía” (p. 52).

Cada árbol talado, cada río contaminado, cada mina abierta representa un acto de violencia contra el equilibrio vital del planeta. La Tierra, explotada hasta el límite, comienza a devolver esa violencia en forma de sequías, huracanes, incendios y pandemias.

11.2 El extractivismo y el colonialismo ambiental

El modelo extractivista perpetúa la dependencia colonial de los países del Sur global. América Latina, África y Asia siguen siendo proveedores de materias primas baratas para las potencias industriales del Norte. El imperialismo ecológico, como lo denominó Joan Martínez Alier (2002), consiste en transferir los costos ambientales de la producción hacia los países pobres, mientras las naciones ricas disfrutan de los beneficios.

Las grandes corporaciones mineras, petroleras y agroindustriales se instalan en territorios donde las leyes ambientales son débiles o corruptas. Devastan ecosistemas enteros, desplazan comunidades indígenas y destruyen modos de vida ancestrales en nombre del desarrollo. Los Estados, subordinados a intereses corporativos, actúan como cómplices, garantizando la impunidad del saqueo.

La violencia ecológica es también una violencia social y cultural. Cuando se destruye una selva, no solo se pierde un ecosistema: se pierde la memoria, el conocimiento, la espiritualidad de los pueblos que vivían en armonía con la naturaleza. Es la colonización de la vida misma.

Eduardo Gudynas (2011) advierte que esta lógica extractivista “consolida una nueva forma de colonialismo: la de los recursos naturales”, donde el capital global impone su poder sobre los territorios del Sur (p. 36). Así, la violencia ambiental no solo mata árboles y animales, sino también comunidades, lenguas y culturas enteras.

11.3 El capitalismo verde: la nueva máscara del saqueo

Ante la creciente conciencia ecológica, el sistema ha reaccionado con una estrategia de camuflaje: el capitalismo verde. Bajo discursos de sostenibilidad, economía circular o responsabilidad social, las mismas corporaciones que destruyen el planeta promueven productos “ecológicos”, energías “limpias” y campañas de reciclaje.

Esta farsa pretende hacernos creer que se puede seguir acumulando capital sin alterar el equilibrio ambiental. Pero como advierte Naomi Klein (2015), “no se puede salvar el planeta sin cambiar el sistema que lo destruye” (p. 29). El capitalismo verde no cuestiona la lógica del lucro ni el consumo ilimitado; simplemente redefine la explotación con un lenguaje amable.

Las conferencias internacionales sobre cambio climático, patrocinadas por bancos y petroleras, son el símbolo de esta hipocresía global. Se promueven acuerdos que nunca se cumplen y se trasladan las responsabilidades a los países pobres, mientras las grandes potencias continúan contaminando impunemente.

En el fondo, el discurso ambientalista del capitalismo verde es otra forma de violencia simbólica: transforma una tragedia colectiva en oportunidad de negocio. La naturaleza, una vez más, es reducida a mercancía.

11.4 Hacia una ética de la vida

Frente a esta barbarie ecológica, es urgente recuperar una ética de la vida que rompa con la lógica del capital. El ser humano no puede seguir viéndose como dueño de la naturaleza, sino como parte de ella. Civilizaciones ancestrales —como las andinas, mesoamericanas o amazónicas— han sostenido durante siglos una visión basada en la reciprocidad, el equilibrio y el respeto por el entorno. En ellas no existe separación entre humanidad y naturaleza, sino interdependencia.

Leonardo Boff (2014), teólogo y ecologista brasileño, afirma que “la crisis ambiental es, ante todo, una crisis espiritual: hemos roto el vínculo sagrado con la Tierra” (p. 21). Recuperar ese vínculo implica reeducar nuestra sensibilidad, redefinir el progreso y construir una economía que ponga la vida por encima del lucro.

La verdadera sostenibilidad no es la que certifican las corporaciones, sino la que garantiza la continuidad de la vida en todas sus formas. No habrá justicia social sin justicia ecológica, ni habrá paz mientras la naturaleza siga siendo víctima del mercado.

En síntesis, la violencia contra la naturaleza es la expresión más extrema del capitalismo: una violencia contra la vida misma. El sistema destruye aquello que le da sustento y amenaza con arrastrar a la humanidad hacia su propia extinción. La única salida posible es un cambio radical de paradigma: del tener al ser, del lucro al cuidado, del dominio a la cooperación.

El siguiente apartado mostrará cómo la educación, lejos de ser un espacio neutral, puede reproducir o combatir esa misma violencia estructural.

12. LA EDUCACIÓN Y LA REPRODUCCIÓN DE LA VIOLENCIA ESTRUCTURAL

En las sociedades capitalistas, la educación no es un campo neutro ni un espacio inocente. Aunque se presenta como instrumento de progreso, en realidad suele funcionar como mecanismo de reproducción del orden social. La escuela, lejos de ser un refugio de libertad, se convierte con frecuencia en una extensión del sistema productivo, donde se aprende a obedecer, competir y aceptar la desigualdad como algo natural.

El pedagogo brasileño Paulo Freire (1970/2012) lo expresó con contundencia: “La educación nunca es neutra. O se orienta hacia la liberación, o hacia la domesticación” (p. 45). La educación puede, por tanto, reproducir la violencia estructural o contribuir a desmantelarla. Todo depende de su orientación política y ética.

12.1 La escuela como aparato ideológico del Estado

Louis Althusser (1970/1988) fue uno de los primeros pensadores marxistas en señalar que la escuela cumple una función ideológica central dentro del sistema capitalista. En su obra Ideología y aparatos ideológicos del Estado, sostuvo que la escuela reemplazó al púlpito y al ejército como principal mecanismo de control social.

“La escuela ha sustituido a la Iglesia como aparato ideológico dominante porque enseña no solo saberes, sino la sumisión al orden existente” (Althusser, 1970/1988, p. 19).

En efecto, el currículo escolar, las normas, los exámenes, la disciplina y la evaluación no son neutrales: están diseñados para formar sujetos obedientes, competitivos y adaptables al mercado. El estudiante aprende desde pequeño a obedecer órdenes, a aceptar jerarquías, a competir con sus compañeros y a creer que el éxito individual justifica la desigualdad colectiva.

De este modo, la escuela reproduce el modelo de sociedad capitalista en miniatura. La autoridad del maestro representa la del patrón; la nota simboliza el salario; la competencia sustituye a la solidaridad. Así, la educación, en lugar de liberar, naturaliza la violencia del sistema.

12.2 La ideología meritocrática: el disfraz de la desigualdad

Una de las formas más sutiles de violencia educativa es la ideología de la meritocracia, según la cual todos tienen las mismas oportunidades y el éxito depende únicamente del esfuerzo individual. Esta creencia, ampliamente difundida, oculta las desigualdades estructurales de clase, género y origen.

El sociólogo francés Pierre Bourdieu (1970/1997) demostró que la escuela legitima la desigualdad al premiar los capitales culturales heredados por las clases dominantes. Los hijos de las élites llegan a la escuela con ventaja, porque poseen el lenguaje, los códigos y los recursos que el sistema valora. En cambio, los estudiantes de origen popular son penalizados por no dominar esos códigos, aunque tengan igual o mayor inteligencia.

La meritocracia, por tanto, no elimina la violencia, la disfraza. Convierte la desigualdad en justicia, la pobreza en culpa y la exclusión en fracaso personal. De este modo, el sistema no solo oprime, sino que logra que los oprimidos se culpen a sí mismos. La educación, al servicio del capital, se vuelve una forma refinada de violencia simbólica.

12.3 La pedagogía bancaria y la muerte del pensamiento crítico

Paulo Freire denominó educación bancaria a aquel modelo pedagógico en el cual el profesor “deposita” información en los estudiantes, que deben memorizarla y repetirla sin cuestionarla. En este modelo, el conocimiento es propiedad del docente, y el alumno es un recipiente vacío.

Esta forma de enseñanza reproduce la estructura autoritaria del sistema social: el profesor ocupa el papel del patrón, el estudiante el del obrero. No hay diálogo, creatividad ni pensamiento crítico. Solo obediencia. Freire (1970/2012) afirmaba que esta educación “sirve para domesticar conciencias y perpetuar el miedo a pensar” (p. 62).

El resultado es una ciudadanía pasiva, incapaz de analizar la realidad ni cuestionar las injusticias. La educación bancaria es, por tanto, una forma de violencia epistemológica, pues niega al ser humano su capacidad de conocer críticamente el mundo.

El pensador uruguayo José Enrique Rodó, ya a inicios del siglo XX, advertía que “una educación sin ideal, sin espíritu, forma técnicos, pero no hombres” (Rodó, 1900/2011, p. 87). Y en efecto, el capitalismo actual produce millones de técnicos, pero pocos pensadores; millones de usuarios, pero escasos ciudadanos.

12.4 Educación crítica y emancipación

Frente a este panorama, Freire propuso una pedagogía del oprimido, basada en el diálogo, la conciencia crítica y la praxis transformadora. Para él, enseñar no era transferir conocimientos, sino crear las condiciones para que los estudiantes construyeran su propia comprensión del mundo.

La educación liberadora parte de la realidad concreta del alumno y la transforma en objeto de reflexión. En lugar de formar trabajadores sumisos, forma sujetos críticos capaces de analizar la estructura social y actuar para cambiarla.

“Nadie educa a nadie, nadie se educa solo; los hombres se educan entre sí, mediatizados por el mundo.” (Freire, 1970/2012, p. 89)

Este enfoque dialógico y humanista convierte la educación en herramienta de resistencia ante la violencia estructural. Una escuela emancipadora enseña a leer la realidad, a cuestionar la injusticia, a desarrollar empatía y pensamiento propio. En lugar de reproducir la lógica del mercado, forma conciencia social.

Como señala Henry Giroux (1983/2004), la pedagogía crítica no debe limitarse a transmitir contenidos, sino que debe “transformar la experiencia educativa en práctica política” (p. 67). Es decir, educar no solo para adaptarse al mundo, sino para transformarlo.

En resumen, la educación puede ser el arma más poderosa para perpetuar la violencia o para erradicarla. Si se subordina al mercado, reproduce la desigualdad; si se orienta hacia la conciencia, abre caminos de emancipación.

El sistema capitalista necesita escuelas que enseñen a obedecer; los pueblos necesitan escuelas que enseñen a pensar.

El siguiente apartado mostrará cómo la religión, los medios y el discurso moral también han sido utilizados históricamente como instrumentos para justificar la violencia y la dominación del capital.

13. La religión, los medios y el discurso legitimador de la violencia

El poder no se sostiene solo con la fuerza: necesita legitimarse. A lo largo de la historia, las clases dominantes han utilizado diversos instrumentos para justificar la explotación, el despojo y la desigualdad. Entre ellos destacan la religión, los medios de comunicación y el discurso moral, que actúan como aparatos ideológicos destinados a presentar la injusticia como voluntad divina, la pobreza como virtud y la obediencia como deber.

Estos mecanismos de legitimación son fundamentales para la reproducción del sistema capitalista. Si la economía produce la violencia material, la ideología produce la aceptación de esa violencia. Como señaló Antonio Gramsci (1971/1999), la dominación moderna no se impone solo por la coerción, sino también por el consentimiento. El poder logra que los oprimidos piensen, sientan y hablen desde las categorías del opresor.

13.1 La religión como instrumento de dominación

Desde los albores del capitalismo, la religión ha desempeñado un papel ambivalente. Por un lado, ha sido fuente de consuelo, esperanza y resistencia para los pobres; pero por otro, ha servido como mecanismo de control social, justificando la desigualdad como parte de un orden divino inmutable.

Max Weber (1905/2001) mostró en La ética protestante y el espíritu del capitalismo cómo la moral religiosa —especialmente la calvinista— contribuyó a consolidar la racionalidad capitalista. La idea de que el éxito económico era signo de “bendición divina” convirtió la acumulación de riqueza en un valor moral. Así, el capitalismo encontró en la religión su legitimación espiritual: el trabajo duro, la disciplina y la obediencia dejaron de ser medios de subsistencia y se transformaron en deberes sagrados.

Al mismo tiempo, la religión institucional —particularmente en su versión conservadora— enseñó a los pobres a resignarse. Frases como “los pobres heredarán el Reino de los Cielos” o “hay que aceptar la voluntad de Dios” funcionaron como bálsamos ideológicos que neutralizaron la rebeldía. Mientras los ricos construían el cielo en la tierra, los pobres esperaban su recompensa en el más allá. 

Karl Marx (1844/1971) definió con precisión este fenómeno:

“La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo.” (p. 89)

Marx no atacaba la fe en sí, sino su uso político. La religión, cuando se alía con el poder, deja de ser fuente de esperanza y se convierte en instrumento de alienación. En muchos países, las jerarquías eclesiásticas han bendecido dictaduras, guerras y sistemas de explotación, en nombre del orden y la moral.

No obstante, también han existido expresiones liberadoras de la fe, como la Teología de la Liberación, que en América Latina —con pensadores como Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff e Ignacio Ellacuría— reinterpretó el Evangelio desde los pobres y para los pobres, enfrentando tanto al capitalismo como a la represión estatal. Esa corriente demostró que la religión puede ser un arma de resistencia, si se coloca del lado de los oprimidos y no del poder.

13.2 Los medios de comunicación: la nueva religión del siglo XXI

En la modernidad tardía, los medios de comunicación han reemplazado a la religión como principal fuente de moral, verdad y sentido. La televisión, las redes sociales y las plataformas digitales cumplen hoy la función que antes ejercía el púlpito: formar conciencias y definir lo que debe creerse.

Como advierte Noam Chomsky (1997), los medios “no informan para liberar, sino para fabricar consenso” (p. 22). A través de la repetición constante, crean una realidad ficticia donde el poder aparece como justo y el sistema como inevitable. Los medios no dicen abiertamente “obedece”, pero inducen a hacerlo mediante la manipulación emocional, la banalización del pensamiento y la creación de héroes mediáticos al servicio del orden establecido.

El periodista uruguayo Eduardo Galeano (1998) señalaba que “los medios nos dicen qué debemos odiar y a quién debemos temer”. En este sentido, funcionan como aparatos ideológicos del capital, moldeando la opinión pública y convirtiendo la violencia estructural en espectáculo cotidiano. Las guerras se muestran como películas, la pobreza como culpa individual y la injusticia como “noticia de rutina”.

Los medios no solo difunden información, sino valores: consumismo, individualismo, culto a la apariencia y desprecio por la reflexión. Son la nueva liturgia del capitalismo, donde las pantallas sustituyen al altar y la publicidad al sermón.

13.3 La moral burguesa: entre la hipocresía y la culpa

Junto a la religión y los medios, el discurso moral ha servido para legitimar la violencia del sistema. La moral burguesa —heredera del puritanismo y del liberalismo económico— predica valores como el esfuerzo, la familia, el ahorro y la obediencia, pero oculta su verdadero fundamento: la defensa del privilegio y la propiedad privada.

Se condena el robo del pobre, pero se glorifica el fraude del rico; se persigue al que protesta, pero se absuelve al corrupto influyente; se exalta la caridad, pero se reprime la justicia. La moral del capital es una moral invertida, donde el éxito económico se equipara con la virtud y la pobreza con el pecado.

Como escribió Bertolt Brecht (1935/1998): “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?” (p. 27). Esta frase resume la esencia de la moral capitalista: juzgar no por la ética, sino por el poder.

Esta moral hipócrita, difundida por los medios y sostenida por ciertas instituciones religiosas, ha construido una sociedad anestesiada, incapaz de distinguir entre bien y mal más allá del beneficio personal. La violencia deja de percibirse como injusticia y se convierte en parte del orden natural.

13.4 La religión y los medios como campos de resistencia

A pesar de su papel en la reproducción del sistema, tanto la religión como los medios pueden ser espacios de resistencia y conciencia crítica. Existen periodistas, comunicadores, teólogos y comunidades que desafían la narrativa dominante, que denuncian la injusticia y que luchan por rescatar la verdad.

La fe, cuando se encarna en la defensa de los oprimidos, deja de ser opio y se convierte en fuego liberador. Monseñor Óscar Arnulfo Romero lo comprendió con lucidez: “Una religión que no denuncia la injusticia y que no anuncia la esperanza no es cristiana” (Romero, 1979/2010, p. 54).

Del mismo modo, los medios comunitarios, la prensa independiente y los movimientos digitales alternativos representan hoy formas de contrainformación que pueden desenmascarar la violencia estructural del sistema. La verdad, cuando se dice desde abajo, es revolucionaria.

En conclusión, la religión, los medios y la moral burguesa han sido pilares ideológicos de la violencia capitalista. Han enseñado a amar la obediencia, a temer la libertad y a aceptar la injusticia como destino. Sin embargo, en manos de pueblos conscientes, esos mismos instrumentos pueden transformarse en fuerzas de liberación. Todo depende de la conciencia crítica que los anime.

El siguiente apartado abordará cómo, a lo largo de la historia, los pueblos oprimidos han resistido esta violencia estructural, dando lugar a movimientos sociales, políticos y éticos que encarnan la esperanza de emancipación.

14. RESISTENCIAS HISTÓRICAS ANTE LA VIOLENCIA DEL CAPITAL

La historia de la humanidad no es solo la historia de la opresión, sino también la historia de la resistencia. Cada vez que el poder ha intentado someter al pueblo, este ha respondido con organización, conciencia y rebeldía. Detrás de cada conquista social, de cada derecho laboral, de cada libertad alcanzada, hay una lucha colectiva que desafió la violencia estructural del capital.

Karl Marx lo advirtió con claridad: “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases” (Marx & Engels, 1848/1972, p. 3). Esa lucha no es una metáfora: es el motor real del cambio histórico. La violencia del sistema genera resistencia, y esa resistencia alimenta el progreso de la conciencia humana.

14.1 La rebelión obrera y el nacimiento del movimiento socialista

Con el surgimiento del capitalismo industrial en los siglos XVIII y XIX, millones de trabajadores fueron explotados en condiciones infrahumanas. Niños y mujeres trabajaban hasta 16 horas diarias por salarios miserables. Las jornadas agotadoras, la falta de derechos y la represión policial dieron origen a las primeras organizaciones obreras: sindicatos, asociaciones y movimientos revolucionarios.

El marxismo nació como respuesta teórica y práctica a esa realidad. Marx y Engels, en El manifiesto del Partido Comunista (1848), llamaron a los trabajadores del mundo a unirse para derribar las estructuras de explotación: “Los proletarios no tienen nada que perder más que sus cadenas” (p. 32).

A partir de entonces, la historia moderna se llenó de gestas de resistencia: la Comuna de París (1871), las huelgas obreras en Inglaterra y Alemania, las luchas por la jornada de ocho horas, el Primero de Mayo, las revoluciones rusa, china y cubana, los movimientos antifascistas, las luchas campesinas en América Latina y África, y las luchas feministas y anticoloniales del siglo XX.

Cada una de estas expresiones representa una respuesta ética y política a la violencia del capital. Ninguna de ellas fue gratuita: todas enfrentaron persecución, cárcel, tortura y muerte. Pero gracias a ellas se conquistaron derechos laborales, educación pública, seguridad social, voto universal y dignidad humana.

La clase trabajadora demostró que la historia puede ser escrita desde abajo, y que la violencia del sistema puede ser enfrentada con organización, conciencia y solidaridad.

14.2 Luchas anticoloniales y movimientos de liberación nacional

El siglo XX fue también el escenario de las grandes luchas anticoloniales. Los pueblos de Asia, África y América Latina se levantaron contra los imperios que los habían saqueado durante siglos. La independencia de la India bajo Gandhi, la revolución argelina, la resistencia vietnamita frente a Estados Unidos, la revolución cubana y las guerrillas latinoamericanas fueron expresiones de la dignidad humana frente al imperialismo.

Frantz Fanon (1961/2009), en Los condenados de la tierra, describió esas luchas como procesos de purificación: “El colonizado se libera a sí mismo mediante la violencia, porque la violencia es el lenguaje que el colono le enseñó” (p. 73). Su planteamiento no exaltaba la violencia por sí misma, sino como reacción inevitable ante una violencia estructural milenaria.

En América Latina, figuras como Ernesto “Che” Guevara, Salvador Allende, Camilo Torres y Monseñor Romero encarnaron esa resistencia. Todos entendieron que la lucha por la justicia social era inseparable de la liberación nacional y espiritual. Las revoluciones latinoamericanas no solo buscaban transformar la economía, sino también la conciencia.

Como señalaba el teólogo Gustavo Gutiérrez (1971/2004), “la liberación no es un acto puntual, sino un proceso histórico que abarca la dimensión económica, política, cultural y religiosa” (p. 47). En ese sentido, la resistencia al capitalismo se convierte también en resistencia al sistema de valores que lo sostiene: el individualismo, la codicia y la indiferencia.

14.3 Movimientos sociales contemporáneos: nuevas formas de resistencia

En el siglo XXI, la lucha contra la violencia del capital adopta nuevas formas. Los movimientos ambientalistas, feministas, indígenas, antirracistas y estudiantiles han retomado la bandera de la justicia social, pero desde un enfoque más amplio, diverso y global.

El movimiento por la justicia climática, encabezado por jóvenes de todo el mundo, denuncia que la crisis ambiental es una crisis del capitalismo. Las luchas feministas exigen el fin de la violencia patriarcal, que es inseparable de la lógica de dominación del sistema. Los movimientos indígenas defienden sus territorios y saberes frente al extractivismo. Y los movimientos estudiantiles reclaman educación pública, pensamiento crítico y dignidad frente a la mercantilización del conocimiento.

Estas resistencias no solo se enfrentan al poder político y económico, sino también al poder simbólico. Luchan por cambiar el lenguaje, los imaginarios, los modos de vida. Son movimientos que proponen nuevas formas de humanidad, basadas en la cooperación, el cuidado y la solidaridad.

El filósofo portugués Boaventura de Sousa Santos (2010) sostiene que vivimos una “epistemología de las ausencias”: los pueblos del mundo están reapareciendo en la historia tras siglos de silencio. La resistencia no es ya una opción, sino una necesidad para la supervivencia del planeta y de la especie.

14 La resistencia como expresión ética del ser humano

La historia demuestra que, aunque el capitalismo ha extendido su dominio, nunca ha logrado destruir por completo la capacidad de resistencia humana. Allí donde hay explotación, hay lucha; donde hay injusticia, hay conciencia; donde hay silencio, hay voces que comienzan a despertar.

La resistencia es la respuesta ética a la violencia estructural. Representa la defensa de la dignidad frente a la humillación, de la solidaridad frente al egoísmo, de la vida frente a la mercancía. Cada huelga, cada protesta, cada libro crítico, cada maestro que enseña a pensar, cada madre que defiende a sus hijos del hambre, son actos de resistencia cotidiana.

Como afirmó Eduardo Galeano (1998): “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo” (p. 124). Esa frase resume el sentido profundo de la historia: los poderosos escriben las leyes, pero los pueblos escriben la esperanza.

En síntesis, la violencia del capitalismo no ha triunfado completamente porque siempre ha existido resistencia. Desde los esclavos rebeldes hasta los obreros, desde las mujeres hasta los pueblos indígenas, desde los poetas hasta los mártires, todos han aportado su grano de luz en medio de la oscuridad.

La resistencia es, por tanto, el hilo moral de la historia humana: la fuerza que nos recuerda que la justicia y la libertad no se mendigan, se conquistan.

El siguiente apartado abordará cómo el Estado capitalista, bajo apariencia democrática, ha sido estructurado como garante de esa violencia, pero también cómo puede ser transformado desde la acción consciente de los pueblos.

15. El papel del Estado: de garante de derechos a instrumento del capital

En la ideología dominante, el Estado aparece como árbitro neutral entre los intereses sociales, garante de justicia y promotor del bien común. Sin embargo, una lectura crítica de la historia revela una realidad muy distinta. Lejos de ser un mediador imparcial, el Estado moderno —nacido junto con el capitalismo— ha sido el instrumento político y jurídico más eficaz para sostener la dominación de clase. Su estructura, sus leyes y su aparato represivo están diseñados para proteger la propiedad privada, garantizar la acumulación de capital y mantener el orden social existente.

Karl Marx (1852/1971) lo señaló con claridad en El 18 Brumario de Luis Bonaparte:

“El Estado moderno no es más que un comité para administrar los negocios comunes de la burguesía” (p. 68).

Esta frase, tan breve como contundente, resume el papel histórico del Estado capitalista: en apariencia sirve al pueblo, pero en la práctica sirve al capital. Su violencia se ejerce mediante la ley, la policía, el ejército, el sistema judicial, la burocracia y, sobre todo, la ideología.

15.1 El Estado como aparato de dominación

El Estado moderno nació junto al capitalismo industrial, no como resultado del contrato social —como sostenían Rousseau o Locke—, sino como mecanismo para garantizar las condiciones de explotación. Las leyes laborales, los códigos penales, los ejércitos nacionales y las instituciones financieras surgieron para proteger los intereses de la clase propietaria frente a la clase trabajadora.

Louis Althusser (1970/1988) explicó que el Estado ejerce su poder a través de dos tipos de aparatos: los represivos (policía, ejército, cárceles, tribunales) y los ideológicos (escuela, familia, iglesia, medios). Los primeros imponen el orden por la fuerza; los segundos, por la convicción. La combinación de ambos permite que la dominación se mantenga sin necesidad de violencia abierta: la obediencia se vuelve hábito, y la sumisión, virtud.

El Estado capitalista, en este sentido, es una maquinaria de control total que produce ciudadanos dóciles y trabajadores disciplinados, bajo la apariencia de legalidad. Sus leyes castigan al pobre y protegen al rico, penalizan la protesta y legalizan la explotación. La justicia, en lugar de equilibrar las desigualdades, las legitima.

15.2 Democracia formal y dictadura económica

En las democracias liberales contemporáneas, el pueblo vota, pero no decide. Las elecciones sirven para renovar administradores del mismo sistema, no para transformarlo. Como denunció Noam Chomsky (2010), “la democracia moderna ha sido reducida a un espectáculo donde los ciudadanos eligen a quienes representarán los intereses de las corporaciones” (p. 57).

Esta democracia formal esconde una dictadura económica. El poder real no está en los parlamentos, sino en los bancos, las empresas y los organismos financieros internacionales. Los gobiernos, incluso los electos por voto popular, se ven obligados a obedecer los dictados del mercado. Quien se atreve a desafiarlo —como Salvador Allende, Patrice Lumumba o Jacobo Árbenz— es derrocado, aislado o asesinado.

El filósofo francés Étienne Balibar (2002) sostiene que el Estado neoliberal “ha privatizado la soberanía”: las decisiones políticas se subordinan a los intereses del capital financiero global (p. 91). De este modo, el Estado se convierte en una empresa más, que administra el país como si fuera un negocio. Los ciudadanos se transforman en clientes, los derechos en servicios, y la justicia en mercancía.

15.3 La violencia institucional y la legalización del abuso

La violencia del Estado no siempre se manifiesta en golpes o disparos; a menudo se esconde en decretos, leyes y procedimientos administrativos. Se trata de una violencia institucional, sutil pero devastadora, que margina, empobrece y excluye a millones de personas en nombre del “orden” o la “seguridad jurídica”.

Eduardo Galeano (1998) lo expresó con ironía y dolor: “La justicia es como las serpientes: solo muerde a los descalzos” (p. 51). Las leyes del capital castigan la pobreza y absuelven la riqueza. Un campesino que roba comida va preso; un banquero que roba millones recibe un rescate del Estado.

En muchos países, el aparato judicial actúa como escudo de las élites, legitimando el despojo de tierras, la corrupción empresarial y las políticas de austeridad que golpean a los más pobres. Cuando el pueblo protesta, la respuesta estatal es la represión: toques de queda, detenciones, censura y campañas de criminalización. Así, la violencia estructural se perpetúa bajo la máscara de la legalidad.

Michel Foucault (1978/2003) definió este fenómeno como biopolítica: el poder del Estado que regula la vida misma, decide quién merece vivir y quién puede morir. Las políticas migratorias, los sistemas penitenciarios y las desigualdades en salud o educación son formas contemporáneas de esa violencia selectiva.

15.4 El Estado como campo de disputa

A pesar de su papel histórico como instrumento del capital, el Estado también puede ser un espacio de lucha política y transformación social. Los movimientos populares, las revoluciones y los gobiernos progresistas han intentado, en diversos momentos, revertir su lógica para ponerlo al servicio de las mayorías.

Lenin (1917/1981), en El Estado y la revolución, planteó que la única forma de acabar con la violencia estructural era destruir el Estado burgués y reemplazarlo por un Estado de trabajadores, basado en la democracia directa y el control popular. Aunque su propuesta fue posteriormente deformada por burocracias autoritarias, su diagnóstico sigue vigente: no puede haber justicia social mientras el poder político dependa del poder económico.

Hoy, numerosos movimientos sociales y gobiernos progresistas de América Latina —como los de Bolivia, Venezuela o México— han intentado democratizar el Estado desde dentro, ampliando los derechos sociales y recuperando la soberanía nacional. Pero esas experiencias también han enfrentado el sabotaje del capital financiero, los medios y las élites internas. El poder económico no tolera Estados al servicio del pueblo.

En conclusión, el Estado moderno, lejos de ser neutral, es un aparato de clase diseñado para garantizar la acumulación capitalista y mantener la desigualdad. Su violencia se ejerce en nombre de la ley, la democracia y el orden, pero su función real es proteger la propiedad y reprimir la rebeldía.

Sin embargo, la historia demuestra que el Estado puede ser disputado y transformado. Convertirlo en herramienta de justicia y emancipación es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo.

El siguiente apartado mostrará cómo esa violencia institucional se manifiesta de manera especialmente intensa en América Latina, y en particular en El Salvador, donde las estructuras históricas de dominación y dependencia han generado una violencia social que hunde sus raíces en el capitalismo y el colonialismo.

16. América Latina: laboratorio de violencia capitalista

América Latina ha sido, durante siglos, uno de los territorios donde el capitalismo ha mostrado con mayor crudeza su rostro violento. Desde la conquista y el saqueo colonial hasta el neoliberalismo contemporáneo, la región ha funcionado como un laboratorio histórico de explotación, dominación y resistencia. En ella se concentran todas las formas de violencia estructural: económica, política, cultural, ecológica y simbólica.

El escritor Eduardo Galeano (1971/2011) lo sintetizó magistralmente en Las venas abiertas de América Latina:

“Nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros” (p. 21).

Esta frase expresa la esencia del fenómeno: América Latina no es pobre por casualidad, sino por diseño. Su función en el sistema mundial ha sido —y sigue siendo— la de proveedora de materias primas, mano de obra barata y mercados cautivos para las potencias del Norte. Detrás de esta estructura económica se esconde una violencia histórica y permanente.

16.1 De la conquista al neoliberalismo: cinco siglos de violencia estructural

La historia latinoamericana puede leerse como una larga cadena de violencias: la conquista y el genocidio indígena, la esclavitud africana, el despojo de tierras campesinas, las dictaduras militares, y más recientemente, la violencia económica del neoliberalismo. Cada etapa representa una forma distinta del mismo sistema de dominación: la acumulación de riqueza mediante el sufrimiento humano.

Durante la colonización, la violencia fue física y religiosa: la espada y la cruz se aliaron para someter pueblos y destruir culturas. Con las repúblicas liberales del siglo XIX, la violencia se volvió económica: el latifundio, el monocultivo y el endeudamiento con potencias extranjeras consolidaron una nueva dependencia. En el siglo XX, la represión militar y el imperialismo estadounidense garantizaron la continuidad del modelo.

Hoy, en el siglo XXI, la violencia adopta formas financieras, tecnológicas y mediáticas. El capital ya no necesita cañones: tiene bancos, deuda externa y corporaciones que controlan gobiernos enteros sin disparar un tiro. América Latina sigue siendo colonia, pero bajo un disfraz democrático y digital.

16.2 El caso de El Salvador: entre la oligarquía y la resistencia

El Salvador representa, en escala concentrada, el drama histórico de América Latina. Desde la colonia, su economía se basó en la exportación de productos agrícolas —añil, café, caña de azúcar— controlados por una élite reducida. Esa concentración de riqueza generó una desigualdad brutal que persiste hasta hoy.

La oligarquía salvadoreña —vinculada a los grandes cafetaleros, banqueros y posteriormente empresarios industriales— ha ejercido el poder político y económico con violencia y exclusión. Durante el siglo XX, los gobiernos militares y civiles sirvieron a los intereses de esa minoría, reprimiendo cualquier intento de cambio social.

El punto culminante de esa violencia estructural fue la guerra civil (1980–1992), que dejó más de 75,000 muertos y miles de desaparecidos. Pero esa guerra no surgió de la nada: fue el resultado de décadas de injusticia, pobreza y represión estatal. Campesinos sin tierra, obreros sin derechos, estudiantes reprimidos y comunidades cristianas perseguidas se levantaron contra un sistema que los condenaba al silencio y al hambre.

Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980 por denunciar esa injusticia, lo expresó con lucidez profética:

“La violencia no la producen los pobres; la producen quienes los hacen pobres” (Romero, 1980/2010, p. 73).

Esa frase resume toda la historia salvadoreña: la violencia no es una patología social ni un fenómeno cultural, sino una consecuencia directa del modelo económico. Detrás del crimen, de las pandillas o de la migración masiva, hay siglos de exclusión, despojo y abandono estatal.

16.3 La posguerra y la violencia neoliberal

Con la firma de los Acuerdos de Paz en 1992, El Salvador entró en una etapa formal de democracia. Sin embargo, esa paz fue más política que social. La guerra terminó, pero la violencia cambió de forma. Las armas se silenciaron, pero la miseria, el desempleo y la exclusión siguieron presentes.

Durante tres décadas, los gobiernos de derecha (ARENA) y centroizquierda (FMLN) aplicaron políticas neoliberales: privatización de servicios públicos, flexibilización laboral, apertura comercial y endeudamiento externo. El resultado fue una nueva forma de violencia estructural, menos visible, pero igualmente devastadora: el desempleo juvenil, la migración forzada y el auge de las pandillas.

Las maras no son la causa del problema, sino su síntoma. Son la expresión social de una juventud abandonada, sin oportunidades, sin educación de calidad y sin esperanza. El neoliberalismo destruyó el tejido social y convirtió al país en una economía dependiente de las remesas, incapaz de garantizar el bienestar de su población.

Como señala el sociólogo Pablo González Casanova (2001), el neoliberalismo “institucionaliza la injusticia y legaliza la exclusión” (p. 112). En El Salvador, esa injusticia se tradujo en desesperanza colectiva, miedo cotidiano y una violencia que ya no viene del Estado, sino del propio tejido social descompuesto.

16.4 La nueva etapa: soberanía, dignidad y reconstrucción nacional

En los últimos años, El Salvador ha iniciado un proceso político inédito. Por primera vez en su historia reciente, un gobierno ha intentado romper con la oligarquía tradicional y desafiar al control de las élites mediáticas, financieras y partidarias. Este intento de transformación —aun con sus contradicciones y desafíos— expresa un hartazgo popular acumulado por generaciones.

El pueblo salvadoreño ha dicho “basta” a la corrupción, al saqueo y a la impunidad. La búsqueda de soberanía política y económica es también una búsqueda de dignidad histórica. Sin embargo, las resistencias internas y externas son enormes: los viejos poderes no renuncian fácilmente a sus privilegios, y los intereses transnacionales continúan presionando para mantener el país bajo dependencia.

La lucha por la justicia social en El Salvador no ha terminado; simplemente ha cambiado de escenario. Hoy no se libra en las montañas, sino en las instituciones, en los medios, en la educación y en la conciencia colectiva. Pero la meta sigue siendo la misma: reconstruir un país donde la vida valga más que el dinero.

Como escribió el filósofo Enrique Dussel (1998): “Toda liberación comienza por recuperar la dignidad negada del pueblo” (p. 61). Y esa recuperación no puede hacerse sin memoria, sin justicia y sin conciencia crítica.

En síntesis, América Latina —y en particular El Salvador— representa una radiografía viva de la violencia capitalista: desigualdad extrema, dependencia económica, corrupción institucional, represión política y manipulación ideológica. Pero también representa la esperanza de los pueblos que resisten, que no se resignan y que siguen soñando con una sociedad donde la justicia y la vida sean el centro.

El siguiente apartado abordará la conclusión general del ensayo, en la que se sintetizarán las causas profundas de la violencia capitalista, sus manifestaciones, y la urgencia de un nuevo paradigma ético, educativo y social que ponga la vida por encima de la ganancia.

17. CONCLUSIÓN GENERAL:

 la violencia del capital y la urgencia de un nuevo paradigma

Después de recorrer las múltiples dimensiones de la violencia —económica, política, cultural, simbólica, ecológica y cotidiana—, se vuelve imposible seguir creyendo que la violencia es producto del azar, del mal individual o de la falta de valores. La violencia es estructural, histórica y sistémica; es la expresión inevitable de un modo de producción que pone el lucro por encima de la vida.

Karl Marx tenía razón al afirmar que “el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros de su cuerpo” (Marx, 1867/2008, p. 917). Desde su nacimiento, el capitalismo ha necesitado de la violencia para existir: la conquista colonial, la esclavitud, el despojo de tierras, la explotación obrera, las guerras, la destrucción de la naturaleza y la alienación de la conciencia son parte constitutiva de su dinámica.

La violencia capitalista no se limita a la represión visible; se disfraza de democracia, se enmascara de moral, se propaga por los medios y se instala en la mente. Es una violencia que fabrica consenso, miedo y conformismo. Se infiltra en la escuela, en la familia, en la religión y en la cultura, modelando seres humanos funcionales al sistema, pero vacíos de sentido y empatía.

Sin embargo, a pesar de su poder y su extensión, esta violencia no es invencible. La historia humana demuestra que toda opresión genera resistencia, y que la conciencia crítica es el antídoto más poderoso contra el sometimiento. Las luchas obreras, los movimientos sociales, las revoluciones anticoloniales, las pedagogías emancipadoras, los medios alternativos y las comunidades que defienden la vida son testimonio de esa fuerza irreductible del espíritu humano.

El capitalismo ha intentado convencer al mundo de que no hay alternativa, pero esa es su mayor mentira. Sí la hay: una civilización basada en la cooperación y no en la competencia; en el cuidado y no en el consumo; en la dignidad y no en la codicia.

Para ello, es necesario desmontar las estructuras ideológicas que normalizan la violencia y reconstruir una cultura centrada en la ética de la vida.

17.1 Un nuevo paradigma ético y educativo

El cambio comienza por la conciencia. Ninguna transformación política será duradera si no va acompañada de una revolución educativa y ética. La educación debe dejar de ser un instrumento del mercado para convertirse en una herramienta de liberación.

Como enseñó Paulo Freire (1970/2012), la educación solo es auténtica cuando enseña a leer el mundo, no solo las palabras. Una escuela crítica, dialogante y humanista puede romper el círculo de la ignorancia y la violencia, devolviendo al ser humano su capacidad de pensar, amar y actuar con justicia.

De igual modo, urge recuperar una ética del cuidado. Leonardo Boff (2014) lo llamó “la ética del humano compasivo”, una moral que reconoce la interdependencia de toda vida y la necesidad de proteger la Tierra como nuestra casa común. Sin esta base espiritual y ecológica, la humanidad corre el riesgo de autodestruirse bajo el peso de su propia violencia.

El verdadero progreso no consiste en acumular bienes, sino en preservar la vida y la dignidad. La economía debe estar al servicio de la sociedad, y no al revés. La ciencia y la tecnología deben orientarse al bien común, no a la guerra ni al control. Y el Estado debe servir a la justicia, no al capital.

17.2 La tarea histórica de los pueblos

La superación de la violencia capitalista no vendrá desde arriba, sino desde los pueblos conscientes, organizados y solidarios. Como señaló el filósofo Enrique Dussel (1998), “la liberación comienza cuando los oprimidos descubren que son el sujeto de la historia” (p. 71).

La transformación requiere valentía moral, claridad política y esperanza colectiva. Requiere rescatar el pensamiento crítico, fortalecer la cultura popular y construir alternativas económicas basadas en la cooperación y el respeto por la naturaleza.

América Latina, y especialmente El Salvador, tienen un papel fundamental en esta tarea. Su historia de sufrimiento y resistencia les otorga una sabiduría profunda: saben que la dignidad no se negocia, que la justicia no se implora y que la libertad se conquista con conciencia, no con violencia.

La verdadera paz solo será posible cuando cesen las causas de la violencia: la pobreza, la desigualdad, la corrupción y la exclusión.

17.3 REFLEXIÓN FINAL

La violencia es el idioma del capital; la solidaridad, el lenguaje de la humanidad.

Mientras la sociedad adore la mercancía, habrá esclavos del consumo. Mientras la educación sirva al mercado, habrá ignorancia institucionalizada. Mientras el poder económico controle el Estado y los medios, habrá silencio disfrazado de libertad.

Pero el despertar ya ha comenzado. En las calles, en las aulas, en los movimientos sociales, en las conciencias jóvenes que se niegan a aceptar la mentira, germina una nueva civilización. Una civilización donde la justicia no sea un privilegio, sino un derecho; donde la educación no sea un adorno, sino una liberación; donde la vida, y no la ganancia, sea el centro de todo proyecto humano.

Porque, como escribió Monseñor Romero poco antes de ser asesinado:

“La historia no puede ser detenida por la violencia; la historia la construyen los pueblos que se atreven a amar” (Romero, 1980/2010, p. 89).

Y amar hoy —en medio de tanta violencia estructural— es un acto profundamente revolucionario.

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15.                        Chomsky, N. (2010). Esperanzas y realidades. Ediciones B.

16.                        Dussel, E. (1998). Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión. Trotta.

17.                        Debord, G. (2008). La sociedad del espectáculo. Pre-Textos. (Trabajo original publicado en 1967).

18.                        Fanon, F. (2009). Los condenados de la tierra. Fondo de Cultura Económica. (Trabajo original publicado en 1961).

19.                        Foucault, M. (2002). Vigilar y castigar. Siglo XXI Editores. (Trabajo original publicado en 1975).

20.                        Foucault, M. (2003). Historia de la sexualidad I: La voluntad de saber. Siglo XXI Editores. (Trabajo original publicado en 1978).

21.                        Freire, P. (2012). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores. (Trabajo original publicado en 1970).

22.                        Galeano, E. (1998). Patas arriba: La escuela del mundo al revés. Siglo XXI Editores.

23.                        Galeano, E. (2011). Las venas abiertas de América Latina. Siglo XXI Editores. (Trabajo original publicado en 1971).

24.                        González Casanova, P. (2001). El Estado y los movimientos sociales. Siglo XXI Editores.

25.                        Gutiérrez, G. (2004). Teología de la liberación: Perspectivas. Verbo Divino. (Trabajo original publicado en 1971).

26.                        Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Herder.

27.                        Klein, N. (2007). La doctrina del shock. Paidós.

28.                        Klein, N. (2015). Esto lo cambia todo: El capitalismo contra el clima. Paidós.

29.                        Leff, E. (2004). Racionalidad ambiental. Siglo XXI Editores.

30.                        Lenin, V. I. (1981). El imperialismo, fase superior del capitalismo. Progreso. (Trabajo original publicado en 1916).

31.                        Lenin, V. I. (1981). El Estado y la revolución. Progreso. (Trabajo original publicado en 1917).

32.                        Marx, K. (1971). Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. Grijalbo.

33.                        Marx, K. (1971). El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Progreso. (Trabajo original publicado en 1852).

34.                        Marx, K. (2008). El Capital: Crítica de la economía política (Vol. I). Siglo XXI Editores. (Trabajo original publicado en 1867).

35.                        Marx, K., & Engels, F. (1972). Manifiesto del Partido Comunista. Progreso. (Trabajo original publicado en 1848).

36.                        Martínez Alier, J. (2002). El ecologismo de los pobres. Icaria.

37.                        Romero, Ó. A. (2010). Homilías. UCA Editores. (Trabajo original publicado en 1980).

38.                        Sousa Santos, B. de. (2010). Epistemologías del Sur. Siglo XXI Editores.

39.                        Weber, M. (2001). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Alianza Editorial. (Trabajo original publicado en 1905).

40.                        Zuboff, S. (2019). La era del capitalismo de la vigilancia. Paidós.

 


SAN SALVADOR, OCTUBRE DE 2025

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