LA VIOLENCIA DEL CAPITAL: DEL FETICHE DE LA MERCANCÍA A LA NEGACIÓN DE LA VIDA
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.”
I. INTRODUCCIÓN.
Desde hace siglos, la humanidad ha intentado comprender
las causas de la violencia, buscando en cada época una respuesta que satisfaga
la necesidad de explicación racional ante la barbarie. Las guerras, los
crímenes, las invasiones, las torturas, los feminicidios, las pandillas, la
miseria y la marginación son expresiones de un fenómeno que trasciende lo
meramente individual o moral. Pese a los avances científicos y tecnológicos, la
violencia no ha disminuido; por el contrario, se ha multiplicado, sofisticado y
legitimado bajo nuevas formas de dominación. La pregunta persiste: ¿De dónde
proviene esta violencia estructural que atraviesa la vida cotidiana y las
instituciones humanas?
El pensamiento dominante ha intentado reducir la
violencia a un asunto psicológico, educativo o moral. Las teorías conservadoras
señalan a la “naturaleza humana” o a la “falta de valores familiares” como las
causas principales. Sin embargo, tales explicaciones son superficiales y
funcionales al sistema que las promueve, porque desvían la mirada de las
verdaderas raíces del problema. Analizar la violencia desde el punto de vista
moral o individual es ignorar que ésta tiene un origen estructural, material y
económico que se reproduce históricamente en el modo de producción capitalista.
La violencia, en este sentido, no es un accidente del sistema: es su esencia
misma.
Karl Marx, en El Capital (1867/2008), afirmó que “el
capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde la
cabeza hasta los pies” (p. 917). Esta frase no es solo una metáfora poética,
sino una radiografía política de un sistema económico fundado en la violencia
del despojo, la explotación y la desigualdad. El capitalismo, al transformar todo en mercancía —incluido el propio
ser humano—, convierte la vida en un campo de batalla donde la acumulación y la
ganancia prevalecen sobre la dignidad, la ética y la justicia social.
La mercancía, como explicó Marx, es la “célula básica de
la economía capitalista”, pero también —y esto es fundamental— es la célula de
la violencia. En su interior se esconde la contradicción entre valor de uso y
valor de cambio, entre trabajo humano y ganancia privada, entre humanidad y
capital. Cada mercancía lleva en su precio la huella del sufrimiento humano,
del sudor del obrero, de la tierra saqueada y de la vida degradada. El sistema
de producción basado en la competencia y el lucro genera inevitablemente
violencia, pues exige someter, excluir y destruir para poder sobrevivir.
A lo largo
de la historia moderna, la violencia se ha institucionalizado bajo múltiples
formas: el colonialismo, el racismo, el patriarcado, la pobreza, la represión
policial, el desempleo, la alienación cultural. En todas ellas actúa la misma
lógica: la de un sistema que necesita producir desigualdad para perpetuar su
existencia. Los medios de comunicación,
la escuela y la religión actúan como mecanismos de legitimación simbólica de
esa violencia, presentando la miseria como “culpa individual” y la injusticia
como “orden natural”.
La tesis que
guía este ensayo es clara y contundente: la violencia en las sociedades
capitalistas no es un fenómeno aislado ni un producto del azar humano, sino una
consecuencia directa de la estructura económica basada en la explotación y el
fetichismo de la mercancía. Mientras la vida sea subordinada al capital, la
violencia seguirá siendo el lenguaje cotidiano del sistema.
Por tanto, comprender la violencia requiere desmontar sus
causas profundas, mirar más allá de los síntomas y penetrar en las entrañas de
la producción material y simbólica que la origina. No se trata solo de
identificar quién ejerce la violencia, sino qué sistema la produce, la
reproduce y la necesita para existir. Solo desde esa comprensión crítica y
totalizante es posible pensar en una transformación radical de la sociedad y en
la construcción de un orden verdaderamente humano.
2. LA VIOLENCIA COMO FENÓMENO SOCIAL HISTÓRICO
La violencia no es un accidente ni una desviación moral
del ser humano. Tampoco es una anomalía de algunos individuos “malvados” o
“enfermos”, como lo han querido hacer creer las corrientes psicológicas
conservadoras. La violencia, en realidad, es un producto histórico, nacido de
las relaciones sociales y económicas que los hombres y mujeres han construido
en el curso de su existencia material. Por ello, entender la violencia implica
comprender la historia de las luchas por la supervivencia, el poder, la riqueza
y el dominio.
2.1 La violencia como constante de la historia humana
Desde los albores de la humanidad, la violencia ha
acompañado la evolución de las sociedades. En los modos de producción
primitivos, la violencia era fundamentalmente un medio de defensa frente a la
naturaleza o frente a otros grupos humanos. Sin embargo, con la aparición de la
propiedad privada, las clases sociales y el Estado, la violencia adquirió una
nueva función: se transformó en un instrumento de dominación. A partir de ese
momento, los grupos que concentraban el poder económico y político utilizaron
la violencia como medio de control social, legitimándola a través de la religión,
la ley y la ideología.
Friedrich Engels, en su obra El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado (1884/1982), explicó que el Estado surge
precisamente para mantener los privilegios de la clase dominante. No es un
árbitro neutral, sino “el producto de la sociedad llegada a un grado de
desarrollo en que ya no puede mantenerse unida sin un poder que se sitúe
aparentemente por encima de ella y la proteja” (p. 167). Ese poder —el Estado—
ejerce la violencia legítima para conservar el orden que beneficia a los
poseedores de los medios de producción.
De este modo, la violencia institucional se convierte en
la forma más sofisticada y duradera de dominación. Ya no se presenta como
agresión abierta, sino como un mecanismo naturalizado de control: el sistema
judicial, la policía, el ejército, la educación, los medios de comunicación y
las iglesias actúan como aparatos de reproducción de una violencia estructural
invisible, que asegura la subordinación de los oprimidos.
2.2 La violencia visible e invisible
El sociólogo noruego Johan Galtung (1969) introdujo el
concepto de violencia estructural para describir aquellas formas de violencia
que no se ejercen directamente con armas o golpes, pero que matan lentamente a
millones de personas a través de la pobreza, el hambre, el analfabetismo o la
exclusión social. Según Galtung, “existe violencia cuando los seres humanos se
ven influidos de tal manera que su realización física y mental está por debajo
de su potencial” (p. 171).
Esta definición permite comprender que la violencia no
siempre se percibe de forma inmediata. Las bombas, las guerras o los asesinatos
son formas visibles, pero detrás de ellas existen otras más sutiles: las
estructuras económicas injustas, las políticas de desigualdad, el racismo
institucional, el desempleo masivo, la privatización de la salud o el hambre
sistemática. En este sentido, la violencia visible es solo la punta del iceberg
de una violencia profunda, cotidiana y estructural.
La violencia simbólica, por su parte —conceptualizada por
Pierre Bourdieu (1999)—, se manifiesta en los mecanismos culturales y
educativos mediante los cuales los dominados interiorizan su propia
inferioridad. El lenguaje, las normas sociales, la estética, los medios de comunicación
y la escuela participan en la construcción de una mentalidad sumisa, que acepta
la injusticia como algo natural. Así, el pobre culpa a sí mismo por su pobreza,
el obrero se siente fracasado por no ascender, y la mujer víctima de violencia
se cree culpable de su sufrimiento.
Esta violencia simbólica es el complemento perfecto del
sistema capitalista: mantiene la dominación sin necesidad de represión
constante, porque la víctima termina aceptando el discurso del opresor.
2.3 La violencia institucional: el rostro legal de la
injusticia
El sistema capitalista moderno ha perfeccionado la
violencia a través del Estado y sus instituciones. Ya no necesita del látigo ni
del verdugo; basta con leyes, bancos y pantallas. Se trata de una violencia
burocratizada y legitimada que castiga a los pobres por ser pobres y protege a
los ricos por ser ricos. Las leyes penales persiguen al ladrón de pan, pero no
al especulador financiero que roba millones desde una computadora.
El filósofo italiano Franco Basaglia (1978) decía que las
instituciones “no son neutras; están diseñadas para excluir a los débiles, a
los locos, a los pobres, a los improductivos”. Esa exclusión es violencia. De
igual forma, Michel Foucault (1975/2002) en Vigilar y castigar mostró cómo el
poder moderno se infiltra en los cuerpos y las conciencias mediante
dispositivos de control, disciplina y vigilancia que normalizan la sumisión.
Por tanto, la violencia institucional no se ejerce
únicamente con armas; también con expedientes, diagnósticos, políticas y
presupuestos. Es el tipo de violencia que se reviste de “orden”, “seguridad” o
“justicia”, pero que en realidad sostiene la desigualdad estructural.
En suma, la violencia, lejos de ser un problema
psicológico o moral, es una construcción social e histórica que responde a los
intereses de las clases dominantes. Ha sido utilizada para sostener sistemas de
explotación, justificar guerras, perpetuar el racismo y mantener la obediencia
de las masas. Comprender esto es el primer paso para desmontar su lógica.
La siguiente sección profundizará en el núcleo de esta
afirmación: cómo el capitalismo no solo utiliza la violencia, sino que nace de
ella. En el siguiente apartado analizaremos la génesis violenta del sistema
capitalista y su expansión global a través del despojo y la acumulación.
3. EL CAPITALISMO: UN SISTEMA NACIDO EN LA VIOLENCIA
Cuando Karl Marx escribió en El Capital que “el capital
viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros” (1867/2008, p.
917), no buscaba una frase provocadora, sino describir una verdad histórica: el
capitalismo nació de la violencia y se alimenta de ella. Detrás de los
discursos sobre el “progreso”, la “civilización” y el “libre mercado” se oculta
una realidad brutal de despojo, colonización, esclavitud y exterminio. La
génesis del sistema capitalista no fue un proceso pacífico ni natural, sino un
acto fundacional de barbarie organizada, legitimado por el Estado, la Iglesia y
la naciente burguesía.
3.1 LA ACUMULACIÓN ORIGINARIA: EL PECADO ORIGINAL DEL
CAPITALISMO
Marx denominó acumulación originaria (ursprüngliche
Akkumulation) al proceso histórico mediante el cual los medios de producción
—la tierra, el trabajo y los recursos— fueron arrebatados violentamente de
manos del pueblo y concentrados en pocas manos. Este proceso, lejos de basarse
en la virtud del ahorro o la eficiencia, se realizó mediante el robo, la
conquista, el fraude, la esclavitud y la guerra.
La acumulación originaria, explica Marx (1867/2008), “no
fue en modo alguno un idilio, sino una historia escrita con sangre y fuego” (p.
918). La transformación del campesino libre en obrero asalariado fue posible
gracias a la expropiación de tierras comunales, el cercamiento (enclosures) de
los campos, la destrucción de los modos de vida rurales y la imposición de
leyes represivas que obligaban a los desposeídos a vender su fuerza de trabajo
o morir de hambre.
En Inglaterra, por ejemplo, los señores feudales y
comerciantes se apoderaron de las tierras comunales bajo el pretexto de mejorar
la productividad. Millones de campesinos fueron expulsados de sus parcelas y
empujados a las ciudades, donde se convirtieron en obreros de fábricas y minas.
Es decir, la violencia económica y política fundó las bases de la libertad
burguesa.
Así, el capitalismo no surgió del trabajo honesto ni del
espíritu emprendedor, como enseña la ideología liberal, sino de la violencia
sistemática del despojo. Fue el fruto de una acumulación primitiva que exigió
la destrucción de las formas de vida comunitaria y solidaria que existían antes
de su advenimiento.
3.2 La colonización y la esclavitud: cimientos del
capital mundial
La expansión colonial europea entre los siglos XV y XIX
fue una de las expresiones más salvajes de esa acumulación originaria. Las
potencias europeas, bajo el estandarte del cristianismo y la civilización,
emprendieron una empresa global de saqueo, esclavitud y exterminio. América,
África y Asia fueron convertidas en fuentes de materias primas, mano de obra
esclava y mercados cautivos.
Marx (1867/2008) describió con precisión esta fase de
violencia planetaria:
“El descubrimiento de oro y plata en América, el
exterminio, esclavización y sepultura en minas de la población aborigen, el
comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión
del África en una reserva de caza comercial de pieles negras: tales son los
acontecimientos que señalan los albores de la era de producción capitalista.”
(p. 919)
Cada barco que partía de Europa hacia América no
transportaba solo mercancías: llevaba la semilla de la violencia global. La
trata de esclavos africanos, los genocidios indígenas, las misiones religiosas
y las guerras coloniales fueron instrumentos económicos de acumulación
capitalista. La riqueza de Europa y la miseria del Sur nacieron del mismo acto
histórico: el saqueo imperialista.
El filósofo Frantz Fanon (1961/2009), en Los condenados
de la tierra, subrayó que “Europa se enriqueció con sangre, sudor y cadáveres”
(p. 78). El colonialismo no solo destruyó culturas enteras, sino que instauró
una división mundial del trabajo basada en la violencia permanente: el centro
explotador y la periferia explotada.
De este modo, el capitalismo se globalizó desde sus
inicios como un sistema de dominación que requería —y aún requiere— de la
violencia estatal, militar y económica para expandirse y sostenerse.
3.3 La violencia institucional como motor del orden
burgués
El capitalismo no habría sobrevivido sin la creación de
un aparato institucional que legalizara la violencia y la presentara como
“orden social”. Las leyes sobre propiedad privada, los códigos laborales, la
policía, los ejércitos y las cárceles fueron diseñados para proteger los
intereses de la clase propietaria y mantener a raya a los desposeídos.
Engels (1845/1974) en La situación de la clase obrera en
Inglaterra describió cómo el Estado burgués actuaba como “una máquina destinada
a mantener la dominación de una clase sobre otra” (p. 211). En efecto, la
“civilización capitalista” fue el proceso mediante el cual se institucionalizó
la violencia bajo apariencia de legalidad.
El siglo XIX, que suele presentarse como la era del
progreso, fue también el siglo de la represión obrera, de los niños trabajando
doce horas diarias en fábricas, de las huelgas reprimidas con sangre, de la
pobreza urbana y de las mujeres explotadas hasta el límite. Todo ello no fue un
“exceso” del capitalismo, sino su condición de posibilidad.
En consecuencia, la violencia es constitutiva del
sistema, no un defecto que deba corregirse. El capital necesita del ejército,
de la policía, de las leyes y de los medios para sostener su hegemonía. Sin
esos mecanismos de coerción, la explotación se volvería insostenible.
En síntesis, el capitalismo no nació de la razón o la
eficiencia, sino del crimen histórico del despojo universal. Su expansión fue
posible gracias a la violencia colonial, la esclavitud y la represión
institucional. Como un parásito, el capital se nutre de la sangre del trabajo
humano y de los recursos naturales del planeta.
En el siguiente apartado examinaremos cómo esta violencia
estructural se condensa en su célula fundamental: la mercancía, que encierra en
sí misma toda la contradicción entre el ser humano y el sistema que lo
cosifica.
4. LA
MERCANCÍA: CÉLULA ECONÓMICA Y MORAL DE LA VIOLENCIA
Para comprender la violencia en el sistema capitalista es
necesario descender hasta su raíz más elemental: la mercancía. Marx la definió
como la unidad mínima del modo de producción capitalista, el “átomo” del mundo
económico moderno. Pero esta célula no solo contiene valor económico; encierra
también una moral implícita, una forma de relación social que reconfigura el
sentido mismo de la vida. En ella está inscrito el germen de la violencia
estructural, porque al convertir todo en objeto de intercambio, el capitalismo
transforma a las personas en cosas y degrada lo humano a una función instrumental.
4.1 La mercancía como relación social
En la superficie, la mercancía parece un simple objeto
que satisface necesidades. Sin embargo, Marx nos advierte que es mucho más que
eso: es una relación social entre personas mediada por cosas. Cuando un bien se
produce para ser vendido y no para satisfacer directamente una necesidad, el
trabajo humano que lo originó se convierte en una abstracción: deja de ser una
actividad vital para transformarse en un medio de obtención de ganancia.
En el capítulo primero de El Capital, Marx (1867/2008)
señala que “la mercancía es un objeto externo, una cosa que satisface
necesidades humanas, pero al mismo tiempo, una cosa que media relaciones
sociales entre productores privados” (p. 49). Detrás de cada mercancía se
oculta una red de relaciones de explotación: el trabajador que la produce, el
capitalista que la vende, el consumidor que la compra, y un sistema que
convierte cada acto humano en valor de cambio.
Así, la violencia económica se disfraza de normalidad. El
obrero no es golpeado con látigos, pero es obligado a vender su fuerza de
trabajo para sobrevivir, y su salario nunca refleja el valor real de lo que
produce. El capitalista extrae de su esfuerzo un excedente, una plusvalía, que
constituye la base de toda riqueza burguesa. La mercancía, por tanto,
cristaliza una relación de dominación, una violencia invisible que ocurre cada
vez que se intercambian productos en el mercado.
4.2 El fetichismo de la mercancía y la deshumanización
Uno de los aportes más brillantes de Marx fue descubrir
el fenómeno del fetichismo de la mercancía, ese proceso mediante el cual los
objetos adquieren una apariencia de independencia y poder frente a los seres
humanos que los producen. En el capitalismo, los productos del trabajo parecen
tener vida propia, mientras que los productores se vuelven invisibles.
“El carácter fetichista del mundo de las mercancías
consiste en que las relaciones sociales entre los hombres se presentan como
relaciones entre cosas” (Marx, 1867/2008, p. 83).
Esta inversión ontológica es una forma de violencia
simbólica: las cosas dominan a los hombres, el dinero domina al trabajo, la
apariencia domina a la esencia. Lo material se vuelve sagrado, y lo humano,
descartable. El trabajador, convertido en simple engranaje, se aliena de su
obra, de los demás y de sí mismo. Vive bajo el imperio del valor, donde lo que
no puede venderse no existe.
La consecuencia es devastadora: la sociedad deja de medir
su desarrollo por la dignidad o la felicidad de las personas y empieza a
medirlo por el volumen de mercancías producidas y consumidas. El ser humano se
subordina a su propio producto, transformando el mundo en un vasto mercado
donde todo —el arte, la educación, el amor, el cuerpo, la fe— se compra y se
vende.
El fetichismo es, por tanto, una forma de violencia
espiritual. Mata la sensibilidad, atrofia la empatía y convierte la vida en
mercancía. La violencia cotidiana —la
explotación laboral, el crimen, la corrupción, la indiferencia social— no son
más que expresiones derivadas de esa cosificación generalizada.
4.3 La moral del capital: cuando el valor sustituye a la
ética
El
capitalismo impone una moral basada en el valor de cambio. No importa si algo
es justo o humano; lo que importa es si produce ganancia. De este modo, la
ética del capital sustituye a la ética de la vida. El empresario
que explota a sus trabajadores no es visto como violento, sino como
“emprendedor exitoso”. El político que privatiza la salud y la educación no es
considerado un criminal, sino un “reformista moderno”.
Esta moral invertida legitima todas las formas de
violencia estructural. Las guerras por petróleo, la destrucción ambiental, el
tráfico humano, la especulación financiera o la pobreza masiva se justifican en
nombre del “crecimiento económico” o la “libertad de mercado”. En realidad, son
manifestaciones de la misma lógica: la supremacía del capital sobre la vida.
El filósofo polaco Zygmunt Bauman (2007) señalaba que en
la modernidad líquida los vínculos humanos se han vuelto tan frágiles como las
mercancías que los simbolizan: “Las relaciones se vuelven consumo; las
personas, objetos de deseo temporal; y el amor, un bien desechable” (p. 58).
Esta lógica de uso y descarte no solo rige el mercado, sino también la cultura,
la política y la educación.
Por eso, la
violencia contemporánea no puede entenderse sin el fetichismo mercantil que la
sostiene. Vivimos en una civilización donde se mata por un teléfono, se roba
por un automóvil y se traiciona por dinero. Cada acto de violencia cotidiana
refleja la internalización del principio capitalista fundamental: tener vale
más que ser.
En conclusión, la mercancía no es un objeto inocente ni
una simple categoría económica; es la célula moral del capitalismo, donde se
originan las relaciones de poder, la desigualdad y la alienación. Su fetichismo
ha colonizado la mente y el corazón de los seres humanos, generando una forma
de violencia total: económica, simbólica, ecológica y espiritual.
En el siguiente apartado se profundizará en esta conexión
entre explotación y alienación, mostrando cómo la búsqueda de ganancia
convierte la vida humana en un instrumento y genera una violencia ontológica:
la del hombre contra sí mismo.
5. EXPLOTACIÓN Y ALIENACIÓN: LAS RAÍCES DEL CONFLICTO
SOCIAL
En el corazón del sistema capitalista late una
contradicción esencial: el ser humano produce riqueza, pero no la disfruta;
trabaja para crear, pero el fruto de su trabajo le es arrebatado. Esta contradicción, que Marx denominó
explotación, constituye la fuente más profunda de la violencia social. No se trata solo de la pobreza material,
sino de algo más grave: la alienación del ser humano respecto a su propia
esencia, es decir, su despojo espiritual, su pérdida de humanidad.
El capitalismo convierte al trabajo —la actividad que
debería dignificar al hombre— en un medio de opresión y sufrimiento. Bajo la lógica del lucro, el trabajador ya
no trabaja para vivir, sino que vive para trabajar. La fábrica, la oficina,
la maquila o la mina se transforman en espacios donde el ser humano se
cosifica, donde su cuerpo y su mente son reducidos a piezas reemplazables del
engranaje productivo. La violencia, en este contexto, no necesita látigos:
basta con la necesidad, el miedo al desempleo y la miseria.
5.1 La explotación: el robo legalizado del trabajo humano
Marx explicó que el secreto de la acumulación capitalista
reside en la plusvalía, es decir, el valor que el obrero produce y que el
capitalista se apropia sin pagar. Cuando el trabajador vende su fuerza de
trabajo, recibe un salario equivalente al costo de su subsistencia, pero el
valor que genera con su trabajo excede ampliamente ese monto. Ese excedente, extraído
de manera sistemática, constituye la base de la ganancia capitalista.
“El valor de la fuerza de trabajo y el valor que esa
fuerza crea en el proceso de trabajo son magnitudes diferentes; la diferencia
es la plusvalía.” (Marx, 1867/2008, p. 272)
Esta relación
desigual no es un accidente, sino la esencia del sistema. La ganancia de uno se
basa en la pérdida del otro. Por eso, cada fábrica, cada empresa y cada banco
son, en términos morales, espacios de violencia institucionalizada. Allí se realiza
cotidianamente un robo amparado por la ley: el despojo del trabajo humano.
El obrero no
solo pierde el producto de su trabajo, sino también su autonomía y su dignidad.
Es sometido a ritmos, horarios, metas y normas impuestas por otros. Su vida
entera queda subordinada a la lógica de la producción. Esta situación produce una violencia invisible pero
constante, que se traduce en estrés, frustración, ansiedad y enajenación
colectiva.
En palabras de Herbert Marcuse (1964/1993), el trabajador
se convierte en un “hombre unidimensional”, incapaz de pensar fuera de las
categorías impuestas por el sistema que lo domina. Vive enajenado, creyendo que
su libertad consiste en consumir los productos que él mismo fabrica, sin
advertir que su propio deseo está controlado.
5.2 La alienación: cuando el ser humano se vuelve extraño
a sí mismo
En los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Marx
analizó la alienación como el proceso mediante el cual el trabajador se separa
de los resultados de su trabajo, de su propia actividad, de su naturaleza
humana y de los demás hombres. Esa
alienación es una violencia ontológica, porque destruye la esencia del ser
humano: su capacidad de crear libremente, de cooperar y de reconocerse en los
otros.
“El trabajador se siente en su trabajo como en un
sufrimiento, y fuera del trabajo como en su casa; su trabajo no es voluntario,
sino forzado; es trabajo forzado” (Marx, 1844/1971, p. 122).
Este trabajo forzado no solo produce objetos, produce
también seres deformados por la rutina, la fatiga y la frustración. La alienación deshumaniza, fragmenta y
vacía al sujeto. Lo priva de sentido y lo convierte en instrumento. De ahí que
la violencia no sea solo física o económica: es también existencial y
espiritual.
El hombre alienado ya no se reconoce como parte de una
comunidad; vive en competencia con los demás. Su felicidad se mide por el
consumo, su valor por el salario, y su identidad por lo que posee. En esa
lógica, el prójimo se convierte en rival, y la sociedad se transforma en una
guerra silenciosa por sobrevivir.
La alienación, en suma, es la forma más sofisticada de
violencia, porque se ejerce desde dentro del sujeto, haciéndole creer que es
libre mientras obedece. Es una cárcel invisible en la que los barrotes son el
dinero, la moda, la tecnología y la ideología.
5.3 El conflicto social como producto de la desigualdad
estructural
Toda sociedad basada en la explotación está condenada a
reproducir el conflicto. Las crisis económicas, las huelgas, las migraciones,
la delincuencia y la corrupción no son desviaciones del sistema: son su
resultado lógico. Mientras una minoría concentra la riqueza, millones son
empujados a la miseria y la desesperación.
Frantz Fanon (1961/2009) afirmaba que “la violencia del
colonizado es la respuesta a la violencia del colono” (p. 42). De igual manera,
la violencia popular —la protesta, la rebelión, la insurrección— surge como
reacción legítima frente a la violencia estructural del capital. La historia
demuestra que los pueblos no se levantan por gusto, sino porque el sistema los
empuja a hacerlo.
En América Latina, los barrios marginales, las pandillas,
el narcotráfico o la migración masiva no pueden entenderse sin analizar el
contexto de exclusión, pobreza y explotación generados por el neoliberalismo.
Cuando el sistema niega derechos, la violencia se convierte en la única forma
de expresión de los desposeídos. No se trata de justificar el crimen, sino de
comprender que la raíz está en la injusticia social.
El filósofo
Ignacio Ellacuría (1989) lo resumió con claridad: “Hay estructuras que matan”.
Esta frase sintetiza la naturaleza de la violencia estructural capitalista: no
necesita balas para asesinar; basta con negar oportunidades, salarios justos,
educación y salud.
En definitiva, la explotación y la alienación son las
fuentes primarias de la violencia moderna. De ellas nace el resentimiento, el
crimen, el odio y la desesperanza.
Mientras el trabajo humano siga siendo una mercancía y el
hombre un instrumento del lucro, la violencia seguirá siendo la norma del
sistema y no su excepción.
En el siguiente apartado abordaremos cómo esta violencia
estructural se amplía y se globaliza: la violencia económica y la desigualdad
global, donde la lucha por la ganancia convierte al mundo entero en campo de
batalla.
6. LA
VIOLENCIA ECONÓMICA Y LA DESIGUALDAD GLOBAL
El capitalismo contemporáneo ha alcanzado una dimensión
planetaria. Ningún rincón del mundo escapa a su lógica: desde los grandes
centros financieros de Wall Street hasta los barrios marginales de América
Latina, África o Asia, todo está conectado por una red invisible de intereses
económicos. Pero esta globalización, presentada como sinónimo de modernidad y
prosperidad, es en realidad una forma sofisticada de violencia estructural
globalizada.
En el mundo actual, la riqueza se concentra en unas pocas
manos mientras miles de millones de personas sobreviven en condiciones
precarias. Según informes del Banco Mundial (2024), el 1 % más rico posee más
del 45 % de los recursos globales, mientras que la mitad más pobre apenas
accede al 1 % de la riqueza total. Esta asimetría no es casual; es el resultado
de un sistema económico diseñado para transferir riqueza de las mayorías hacia
las élites. Esa transferencia es una forma de violencia económica tan real y
letal como las guerras tradicionales.
6.1 La lógica del mercado como guerra permanente
En el capitalismo global, la competencia no es un medio
para mejorar la calidad de vida, sino una guerra económica permanente donde los
débiles son sacrificados. Las empresas compiten como ejércitos; las naciones,
como corporaciones; los trabajadores, como soldados descartables. Cada cierre
de fábrica, cada despido masivo, cada quiebra de una economía local representa
una derrota silenciosa en ese campo de batalla.
Marx ya había advertido que el mercado capitalista no se
rige por la cooperación, sino por la ley del más fuerte. En El Capital
(1867/2008), señaló que la competencia “no elimina la explotación, sino que la
universaliza” (p. 410). El mercado, lejos de ser un espacio libre, es un campo
de lucha donde la acumulación de unos pocos requiere la destrucción de muchos.
De ahí que la violencia económica se manifieste en
fenómenos como el desempleo estructural, la precarización laboral, los salarios
miserables y la exclusión social. Millones de trabajadores en el mundo producen
bienes que jamás podrán consumir. La ironía es cruel: quienes construyen la
riqueza del mundo son quienes menos se benefician de ella.
El economista Thomas Piketty (2014) lo expresó con
claridad: “Cuando la tasa de rendimiento del capital supera la tasa de
crecimiento de la economía, la desigualdad aumenta indefinidamente” (p. 25). En
otras palabras, el sistema está estructurado para enriquecer a los ricos y
empobrecer a los pobres. Esa desigualdad, mantenida y legitimada por
instituciones internacionales, constituye una violencia permanente contra la
dignidad humana.
6.2 La pobreza como forma de violencia estructural
La pobreza no es una fatalidad natural ni un castigo divino:
es una construcción política y económica. El capitalismo necesita de los pobres
para sostener sus tasas de ganancia. La existencia de millones de personas
desempleadas o subempleadas crea un “ejército industrial de reserva” que
mantiene bajos los salarios y garantiza la obediencia.
“La acumulación de riqueza en un polo es, por tanto, al
mismo tiempo, acumulación de miseria, tormento del trabajo, esclavitud,
ignorancia y degradación en el polo opuesto.” (Marx, 1867/2008, p. 676)
Esa frase resume la lógica perversa del sistema. Mientras
unos pocos amasan fortunas obscenas, otros son condenados a la miseria como
condición necesaria para la estabilidad económica. Los barrios marginales, los
cinturones de pobreza y las migraciones masivas no son errores del capitalismo,
sino sus consecuencias naturales.
En América Latina, el neoliberalismo profundizó estas
desigualdades. Las privatizaciones, la desregulación laboral y el endeudamiento
externo destruyeron los sistemas públicos de salud, educación y seguridad social.
Las élites locales, aliadas con el capital transnacional, reprodujeron la
violencia estructural mediante la concentración de tierras, la corrupción y la
exclusión de las mayorías.
El resultado es una pobreza planificada, funcional al
mercado. La violencia no se ejerce solo con armas, sino con presupuestos,
políticas y tratados comerciales. Cuando un Estado reduce la inversión en
educación, está cometiendo un acto de violencia; cuando una farmacéutica niega
medicinas a quienes no pueden pagar, también perpetúa la violencia del capital.
6.3 La violencia del Norte contra el Sur: el imperialismo
contemporáneo
El sistema capitalista global mantiene una división
internacional del trabajo: el Norte produce tecnología y capital; el Sur
produce materias primas, mano de obra barata y sufrimiento. Este orden
económico internacional, heredero del colonialismo, continúa sosteniéndose
mediante mecanismos financieros y diplomáticos que imponen dependencia y pobreza
a las naciones periféricas.
El imperialismo ya no necesita ocupar territorios con
ejércitos; basta con endeudar a los países y controlar sus recursos naturales.
Las instituciones financieras como el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial actúan como instrumentos de coerción económica, imponiendo políticas de
austeridad que destruyen la soberanía y profundizan la desigualdad.
El pensador Samir Amin (2006) denominó a este fenómeno
capitalismo de centro y periferia, en el que las naciones desarrolladas extraen
valor de las economías dependientes mediante el intercambio desigual. En este
contexto, las guerras contemporáneas —en Irak, Siria, Libia o Ucrania— son
prolongaciones de esa violencia económica global: conflictos por el control de
mercados, petróleo o rutas comerciales.
Por tanto, la violencia imperialista no es un accidente
geopolítico, sino una necesidad del capital para expandirse. Detrás de cada
invasión hay intereses económicos, corporaciones energéticas y bancos que se
benefician del sufrimiento ajeno. Como afirmaba Eduardo Galeano (1971/2011),
“las venas abiertas de América Latina siguen sangrando, pero ahora con bisturíes
financieros” (p. 14).
En conclusión, la violencia económica es el mecanismo
central mediante el cual el capitalismo asegura su continuidad. La pobreza, la
desigualdad y el imperialismo son sus manifestaciones más evidentes. Mientras
el capital siga acumulándose en unos pocos polos del mundo, la violencia
seguirá expandiéndose en todas sus formas: desde la exclusión social hasta la
guerra global. En el siguiente apartado abordaremos el papel del imperialismo y
la violencia globalizada, donde el poder económico se transforma en poder
militar y político, consolidando una dominación planetaria que continúa
moldeando la historia contemporánea.
7. EL IMPERIALISMO Y LA VIOLENCIA GLOBALIZADA
El imperialismo es la expresión más acabada de la
violencia estructural del capitalismo. Es su forma global, su manifestación
política y militar. Si la mercancía es la célula de la violencia, el
imperialismo es su expansión planetaria. En él, la lógica de la acumulación de
capital se traduce en conquista, saqueo, guerra y dominación ideológica. Detrás
de los discursos de “libertad”, “democracia” y “derechos humanos” se esconde la
maquinaria de control económico y político que somete a los pueblos del mundo a
los intereses de las grandes potencias y de las corporaciones transnacionales.
7.1 El imperialismo como fase superior del capitalismo
Vladimir Ilich Lenin, en su obra El imperialismo, fase
superior del capitalismo (1916/1981), explicó que el capitalismo, al alcanzar
su madurez, entra en una nueva etapa en la que el capital financiero y los monopolios
se fusionan para dominar el planeta. Ya no basta con la producción de
mercancías; el sistema necesita expandirse, invadir nuevos mercados y explotar
recursos ajenos para sostener sus tasas de ganancia.
“El imperialismo es el capitalismo en la fase de
monopolios, de capital financiero y de reparto del mundo entre las grandes
potencias” (Lenin, 1916/1981, p. 73).
En este sentido, el imperialismo no es una política
exterior ocasional, sino una necesidad estructural del capital. Cuando los
mercados internos se saturan y la ganancia disminuye, el sistema busca nuevas
fuentes de beneficio en los territorios periféricos: materias primas baratas,
mano de obra explotable y gobiernos subordinados. Así se explica el ciclo
interminable de guerras, golpes de Estado, intervenciones militares y bloqueos
económicos que caracterizan la historia moderna.
El imperialismo es la continuación del capitalismo por
otros medios, y la guerra su herramienta más eficaz.
7.2 La violencia bélica y el saqueo global
El siglo XX y lo que va del XXI han demostrado que la
violencia imperialista no ha desaparecido, solo se ha modernizado. Las dos
guerras mundiales, las invasiones de Irak, Afganistán, Libia o Siria, las
dictaduras apoyadas por potencias extranjeras en América Latina y los actuales
conflictos económicos y tecnológicos entre potencias son manifestaciones
directas de la lucha por la hegemonía global del capital.
Cada guerra contemporánea tiene una dimensión económica.
Detrás del discurso de la “seguridad” o la “lucha contra el terrorismo” hay
intereses financieros, energéticos o geoestratégicos. Las guerras modernas son
negocios multimillonarios para la industria armamentista, que transforma la
muerte en fuente de ganancia.
El investigador Noam Chomsky (2003) ha señalado que “el
imperio moderno no se sostiene solo por la fuerza, sino por la aceptación
ideológica de su legitimidad” (p. 19). Los medios de comunicación globales
presentan las invasiones como misiones humanitarias y los bombardeos como
“operaciones de paz”. Esta manipulación mediática constituye una violencia
simbólica planetaria que convierte la barbarie en espectáculo y la injusticia
en normalidad.
El economista Michel Chossudovsky (2003) describió el
fenómeno como “la globalización de la guerra”: un sistema donde las
instituciones financieras, las corporaciones y los ejércitos actúan en conjunto
para imponer el dominio del capital. Las sanciones económicas, el control de
los recursos naturales, los bloqueos comerciales y la manipulación de la deuda
externa son formas no visibles de guerra, pero igual de destructivas.
7.3 América Latina: laboratorio histórico del
imperialismo
América Latina ha sido, desde el siglo XIX, el territorio
experimental de todas las formas de violencia imperialista. Desde la Doctrina
Monroe hasta las dictaduras militares del siglo XX, pasando por los golpes de
Estado “blandos” y la injerencia económica contemporánea, la región ha sufrido
la imposición de modelos políticos y económicos al servicio del capital
transnacional.
Eduardo Galeano (1971/2011) describió magistralmente este
proceso: “Las venas abiertas de América Latina siguen sangrando porque el
sistema mundial necesita de su sangre” (p. 14). Los recursos naturales de la
región —petróleo, litio, oro, agua, biodiversidad— son codiciados por las
potencias, que a través de tratados, préstamos y privatizaciones perpetúan una
nueva forma de colonialismo financiero.
En la actualidad, los mecanismos de control ya no son los
ejércitos de ocupación, sino las corporaciones multinacionales, los tratados de
libre comercio y los organismos de crédito internacional. La deuda externa se
ha convertido en una herramienta moderna de dominación, donde cada pago de
intereses representa una transferencia de riqueza del Sur al Norte.
Como explicó Theotonio Dos Santos (1978), esta
“dependencia estructural” impide el desarrollo autónomo de los países
latinoamericanos, perpetuando su papel de proveedores de materias primas y
receptores de tecnología y capital extranjero. Es una forma de violencia
institucionalizada, silenciosa, pero devastadora.
7.4 Violencia imperialista y cultura global
El imperialismo no solo domina territorios y economías:
también coloniza las mentes. El poder mediático, cultural y tecnológico del
capitalismo ha impuesto un modelo único de pensamiento, donde consumir equivale
a existir. Las series, la música, las redes sociales, las modas y los estilos
de vida difunden los valores del mercado global: individualismo, competencia,
culto al éxito y desprecio por la pobreza.
Esta violencia cultural destruye identidades, homogeniza
costumbres y neutraliza las resistencias locales. Como diría el filósofo
mexicano Bolívar Echeverría (1998), el capitalismo crea una modernidad barroca
que seduce con símbolos de progreso mientras vacía de contenido las culturas
originarias. Es una guerra simbólica, pero no menos letal que la económica:
aniquila el espíritu de los pueblos.
En síntesis, el imperialismo es la forma suprema de la
violencia capitalista. Se manifiesta en guerras, sanciones, bloqueos,
manipulación mediática y dominación cultural. En nombre de la libertad y la
democracia, el sistema impone la esclavitud moderna del mercado. Detrás de cada
conflicto global hay una estructura de poder que convierte la sangre humana en
ganancia y la muerte en estadística.
El siguiente apartado abordará otro tipo de violencia
menos visible, pero igualmente destructiva: la violencia cultural y simbólica
en el capitalismo tardío, donde los medios de comunicación, la publicidad y la
industria del entretenimiento se convierten en los nuevos ejércitos de la
dominación.
8. VIOLENCIA CULTURAL Y SIMBÓLICA EN EL CAPITALISMO
TARDÍO
La violencia del capitalismo contemporáneo ya no se
impone únicamente por medio de ejércitos o instituciones represivas. En la
actualidad, su forma más eficaz de dominación se ejerce a través de la cultura,
los medios de comunicación, la publicidad y las redes digitales. Esta violencia
no destruye cuerpos, sino conciencias; no encierra en cárceles visibles, sino
en prisiones mentales. Su fuerza radica en que no parece violencia: se presenta
como entretenimiento, libertad de elección o simple consumo. Pero detrás de esa
apariencia amable se oculta un sistema que modela el pensamiento, manipula los
deseos y fabrica subjetividades dóciles.
8.1 La cultura del espectáculo y la anestesia colectiva
Guy Debord (1967/2008), en su obra La sociedad del
espectáculo, anticipó con sorprendente lucidez el carácter alienante de la
cultura moderna. Según él, en las sociedades capitalistas “todo lo que alguna
vez fue vivido directamente se ha convertido en una representación” (p. 32). La
realidad se sustituye por imágenes, y la verdad por simulacros.
En esta “sociedad del espectáculo”, la violencia ya no se
percibe como tragedia, sino como espectáculo mediático. Las guerras, los
crímenes, los desastres naturales o las protestas sociales son convertidos en
contenido de consumo. El sufrimiento humano se transforma en rating. Las masas,
saturadas de información, pierden la capacidad de distinguir entre lo verdadero
y lo manipulado.
Jean Baudrillard (1981/1998) profundizó esta idea en
Simulacros y simulación, donde afirmó que el capitalismo produce “una
hiperrealidad” en la cual los signos y las imágenes sustituyen a la
experiencia. En este contexto, el individuo ya no vive, sino que consume
representaciones: vive a través de pantallas, mide su valor por la cantidad de
seguidores y se relaciona con el mundo desde el deseo mediado por la
publicidad.
Esta manipulación cultural constituye una violencia
simbólica, en el sentido planteado por Pierre Bourdieu (1999): una forma de
imposición invisible que logra que los dominados acepten voluntariamente las
normas del sistema. La televisión, el cine, las redes sociales y la industria
del entretenimiento no solo distraen: moldean la conciencia colectiva, dictan
qué debemos desear, admirar o temer.
8.2 Publicidad, consumo y el fetichismo de la felicidad
La publicidad es uno de los instrumentos más refinados
del capitalismo tardío. No vende productos, sino sueños; no promueve
necesidades reales, sino deseos artificiales. Su función es mantener en
movimiento la rueda del consumo perpetuo, generando en las masas una sensación
constante de carencia.
Zygmunt Bauman (2007) advirtió que “la felicidad se ha
transformado en un deber de consumo” (p. 76). Ser feliz significa comprar, y no
comprar equivale a fracasar. Así, el individuo es sometido a una violencia
psicológica permanente: el miedo a no estar a la moda, a no poseer lo último, a
no pertenecer al grupo de los “exitosos”. La publicidad no solo manipula
gustos, sino que construye identidades, y con ello, crea un sistema de exclusión
y ansiedad generalizada.
Esta violencia simbólica se traduce en una sociedad
hipercompetitiva, donde el valor humano se mide por el poder adquisitivo y la
imagen. Las redes sociales amplifican este fenómeno: cada “me gusta” se
convierte en una pequeña dosis de validación, y cada comparación genera
frustración. Es una nueva forma de esclavitud emocional, disfrazada de libertad
digital.
8.3 Medios de comunicación y control ideológico
Los grandes conglomerados mediáticos son los nuevos
aparatos ideológicos del sistema. Controlan la información, seleccionan las
noticias, definen los temas de debate y moldean la opinión pública. Como señaló
Noam Chomsky (1997) en Manufacturing Consent, los medios “no informan para
liberar, sino para domesticar”. Crean consensos que legitiman la desigualdad,
justifican la represión y presentan la injusticia como algo inevitable.
Esta forma de violencia ideológica es tan eficaz porque
actúa desde la aparente neutralidad. Bajo el pretexto de “objetividad” o
“libertad de prensa”, los medios masifican la ideología dominante y silencian
las voces críticas. Quien controla la información controla la realidad.
En los últimos años, las redes sociales han amplificado
este fenómeno. Plataformas como Facebook, X (Twitter), TikTok o YouTube se han
convertido en instrumentos de vigilancia y manipulación masiva. Los algoritmos
deciden qué vemos, qué pensamos y con quién interactuamos. Como advierte Shoshana
Zuboff (2019) en La era del capitalismo de la vigilancia, “el poder digital no
solo predice el comportamiento humano, sino que lo modifica para servir a
intereses comerciales” (p. 94). La violencia ya no viene del Estado, sino del
mercado digital que explota los datos personales como una nueva forma de
plusvalía.
8.4 El vaciamiento del sentido y la muerte del pensamiento
crítico
La consecuencia más grave de esta violencia cultural es
el vaciamiento del sentido. Las personas son bombardeadas con estímulos, pero
privadas de reflexión. La educación, subordinada a los medios, ya no forma
pensamiento crítico, sino consumidores obedientes. Se produce así una nueva
forma de barbarie: la del conformismo ilustrado, donde se sabe mucho, pero se
comprende poco.
El filósofo Byung-Chul Han (2012) la llamó “la sociedad
del cansancio”: una civilización agotada por la autoexplotación, la
sobreinformación y la exigencia de rendimiento constante. En ella, el sujeto es
su propio verdugo: se presiona, se compara, se evalúa, y termina destruyéndose
en nombre del éxito.
Esta autoviolencia —la violencia interiorizada— es la
culminación del sistema: el individuo ya no necesita ser dominado desde fuera
porque se somete voluntariamente desde dentro. Vive convencido de que ser libre
consiste en elegir entre marcas, series o dispositivos, sin advertir que su
conciencia ha sido colonizada.
En síntesis, la violencia cultural y simbólica constituye
el nuevo rostro del capitalismo tardío. Se ejerce sin látigos ni cárceles, pero
con una eficacia absoluta. Se infiltra en los deseos, en el lenguaje, en las
emociones, en la vida cotidiana. Su objetivo no es solo dominar, sino anular la
capacidad de pensar, de imaginar y de rebelarse.
En el siguiente apartado, analizaremos cómo esta
violencia simbólica se traduce en violencia cotidiana y subjetiva, donde el
individuo, atrapado en la competencia y el miedo, se convierte en enemigo de sí
mismo y de los otros.
9. LA VIOLENCIA COTIDIANA Y LA SUBJETIVIDAD CAPITALISTA
La violencia del capitalismo no solo se manifiesta en
guerras, desigualdad o dominación económica. También se internaliza en la vida
diaria, en la forma en que los seres humanos se relacionan, sienten y piensan.
Es una violencia silenciosa, reproducida por los propios sujetos que el sistema
ha moldeado: hombres y mujeres convertidos en competidores, consumidores y
engranajes. Esta violencia cotidiana constituye la prueba más cruel del éxito
del sistema: ha logrado que las personas se autoexploten, se odien entre sí y
se destruyan en nombre del progreso.
9.1 La competencia como forma de agresión
El capitalismo ha convertido la competencia en virtud.
Desde la escuela hasta el trabajo, el mensaje es el mismo: “solo los mejores
sobreviven”. Esta lógica darwinista, aplicada a la sociedad, convierte a los
individuos en enemigos. El compañero ya no es aliado, sino rival. El éxito
personal se construye sobre el fracaso ajeno.
Esta forma de socialización crea una cultura de violencia
simbólica permanente, donde la agresión se disfraza de mérito, la humillación
de esfuerzo y la exclusión de justicia. Como explicó Erich Fromm (1941/2008) en
El miedo a la libertad, el individuo moderno vive atrapado entre el deseo de
ser libre y el temor a fracasar; se somete al sistema y a la competencia para
no sentirse excluido, pero esa sumisión lo destruye internamente.
En este contexto, la solidaridad y la empatía
desaparecen. El triunfo del capital se traduce en el fracaso de lo humano. Cada
persona se convierte en un pequeño capital que debe rendir, producir, acumular
y competir. Y quien no puede hacerlo, siente vergüenza, culpa o frustración.
El resultado es una violencia interiorizada: la del
trabajador que se enferma por exceso de estrés, la del estudiante que se siente
inútil si no obtiene las mejores notas, la del joven que se suicida por no
cumplir con los estándares sociales. La competencia —aparentemente inocente— es
una forma refinada de crueldad social.
9.2 El miedo, la inseguridad y la cultura del enemigo
El sistema capitalista necesita del miedo para
sobrevivir. Miedo al desempleo, a la pobreza, al fracaso, al otro, al
extranjero. Ese miedo se traduce en políticas de control, en discursos de odio
y en una sociedad donde todos sospechan de todos.
Michel Foucault (1975/2002) explicó que las sociedades modernas
han sustituido la represión visible por la vigilancia constante. El poder ya no
necesita castigar públicamente: basta con que cada individuo se sienta observado.
El miedo genera obediencia.
De este modo, la inseguridad cotidiana —real o fabricada—
se convierte en un mecanismo de control social. Los medios alimentan la
paranoia colectiva, los gobiernos justifican políticas represivas y los
ciudadanos se acostumbran a vivir encerrados tras rejas físicas o mentales. La
violencia se convierte en paisaje, en normalidad.
El filósofo Byung-Chul Han (2018) afirma que “vivimos en una sociedad del pánico, donde la exposición constante al miedo debilita la confianza y destruye el tejido comunitario” (p. 43). En ese ambiente, el otro ya no es prójimo, sino amenaza; la comunidad se disuelve, y la soledad se vuelve la condición general de existencia.
9.3 Narcotráfico, crimen y desesperanza: síntomas de un
sistema enfermo
La violencia del crimen organizado, las pandillas o el
narcotráfico son presentadas por los medios como problemas morales o
policiales. Sin embargo, son el reflejo directo de la estructura económica y
social que produce exclusión, desempleo y miseria.
El joven que entra en una pandilla o en el narcotráfico
no nace violento: es producto de un sistema que le niega educación,
oportunidades y dignidad. Como escribió Frantz Fanon (1961/2009), “cuando la
violencia estructural lo invade todo, el oprimido aprende que la única forma de
existir es responder con violencia” (p. 47). La violencia criminal no surge en
el vacío; surge de la frustración acumulada, del resentimiento y de la
sensación de no tener futuro. Por eso, donde el sistema excluye, florece la
violencia; donde hay pobreza extrema, hay crimen; donde hay injusticia, hay
rebelión. No se trata de justificar el delito, sino de entender su causa estructural.
El capitalismo convierte el sufrimiento humano en
negocio: industrias de seguridad, cárceles privadas, medios sensacionalistas,
venta de armas, drogas y entretenimiento violento. Es un círculo perverso donde
la violencia genera ganancias y las ganancias alimentan la violencia.
9.4 El suicidio social: la autodestrucción del sujeto
capitalista
El individuo contemporáneo, bombardeado por exigencias de
éxito y consumo, vive en un estado de agotamiento permanente. La depresión, la
ansiedad y los trastornos mentales son las nuevas epidemias del siglo XXI. El
capitalismo produce no solo mercancías, sino enfermedades psíquicas.
Byung-Chul Han (2012) denominó este fenómeno
“autoexplotación”: el sujeto se convierte en su propio opresor, exigiéndose
cada vez más, compitiendo sin descanso, creyendo que el fracaso personal es
culpa suya. Ya no hay un amo externo; el amo está dentro.
“El sujeto del rendimiento es más rápido y más productivo
que el sujeto obediente, pero también más cansado y más solo” (Han, 2012, p.
29).
Esta violencia interiorizada destruye lentamente la
empatía y el sentido de comunidad. La gente se acostumbra a la injusticia, a la
pobreza ajena, a la muerte cotidiana. El resultado es una sociedad anestesiada,
indiferente y moralmente vacía, donde la violencia deja de escandalizar.
La subjetividad capitalista, por tanto, es una
subjetividad mutilada: incapaz de amar sin poseer, de trabajar sin competir, de
vivir sin consumir. El sistema ha logrado su propósito final: convertir la
violencia en parte natural de la existencia.
En síntesis, la violencia cotidiana no es un fenómeno
aislado, sino la expresión íntima del sistema capitalista en el alma de los
individuos. Es el resultado de siglos de explotación, alienación y miedo
institucionalizado. Mientras las relaciones humanas estén regidas por la
competencia y el consumo, la violencia seguirá siendo el lenguaje invisible del
mundo moderno.
El siguiente apartado desarrollará cómo el capitalismo ha
creado un nuevo ídolo contemporáneo: la “seguridad”, que se ha convertido en
mercancía y pretexto para justificar la represión, la vigilancia y el control
social.
10. El fetichismo de la seguridad y el negocio del miedo
Vivimos en una era donde la palabra “seguridad” se ha
convertido en el nuevo fetiche de las sociedades capitalistas. Todo se hace en
su nombre: leyes, guerras, invasiones, cámaras, muros, cárceles y censura. El
miedo, antes instrumento de dominación feudal o religiosa, es hoy una mercancía
global. Las corporaciones, los gobiernos y los medios lo administran con
precisión científica, generando una cultura de vigilancia que convierte la
libertad en un lujo y la obediencia en virtud.
El filósofo español Manuel Castells (2009) lo expresó con
claridad: “El miedo se ha convertido en la emoción política dominante del siglo
XXI” (p. 15). A través del miedo, los poderes económicos y mediáticos logran
someter a los pueblos sin necesidad de golpes de Estado. El ciudadano temeroso
no exige justicia, sino protección; no reclama derechos, sino seguridad; no
busca libertad, sino control. Esta inversión psicológica constituye una de las
formas más sofisticadas de violencia contemporánea.
10.1 La inseguridad como construcción mediática
Los medios de comunicación, propiedad de grandes
corporaciones, difunden de manera constante imágenes de violencia, crimen,
catástrofe y amenaza. Las pantallas repiten una y otra vez la idea de que el
mundo es peligroso, caótico e ingobernable. Sin embargo, detrás de esa
narrativa hay un cálculo político: sembrar miedo para consolidar poder.
Zygmunt Bauman (2006) advertía que el capitalismo líquido
necesita mantener a la población en un estado permanente de ansiedad. “El miedo
es la herramienta más efectiva para convertir a los ciudadanos en consumidores
obedientes” (p. 67). Cada nuevo peligro —real o inventado— justifica un
producto, una ley o una intervención.
Así, el miedo se convierte en motor de la economía:
empresas de seguridad, seguros, cámaras, armas, alarmas, muros, vigilancia
digital, antivirus, medicamentos para la ansiedad. Todo un mercado de la
inseguridad que transforma la angustia colectiva en ganancia privada. El
sistema crea el problema y vende la solución.
La saturación mediática de noticias violentas no busca
informar, sino modelar la percepción del peligro. El ciudadano asustado confía
más en las instituciones autoritarias, acepta la represión y renuncia a su
privacidad. En nombre de la seguridad, el capitalismo justifica el control
total.
10.2 El Estado vigilante y la biopolítica del control
Michel Foucault (1975/2002) describió el surgimiento del
“panóptico” como símbolo del poder moderno: una estructura donde pocos observan
a muchos sin ser vistos. Hoy, ese panóptico se ha vuelto digital. Las cámaras,
los algoritmos y las redes sociales constituyen una vigilancia total y
silenciosa.
Shoshana Zuboff (2019) explica que el capitalismo
contemporáneo ha evolucionado hacia una nueva etapa: el capitalismo de la
vigilancia. Las grandes empresas tecnológicas recopilan millones de datos
personales para predecir y manipular el comportamiento humano. “Ya no se trata
solo de observarnos —dice Zuboff— sino de moldearnos, de fabricar nuestros
deseos y decisiones” (p. 98).
Esta vigilancia digital se justifica siempre con el
argumento de la seguridad: “para protegernos del crimen”, “para evitar el
terrorismo”, “para mejorar la experiencia del usuario”. Pero en realidad, se
trata de un control político y psicológico que convierte a cada ciudadano en un
sujeto transparente, observado, medido y clasificable.
El filósofo Giorgio Agamben (2003) denomina a esta
dinámica “estado de excepción permanente”, donde el miedo justifica la
suspensión de derechos. En nombre de la seguridad, los gobiernos adoptan
medidas represivas: espionaje masivo, censura, militarización y leyes
antiterroristas que criminalizan la disidencia. Lo que se presenta como orden,
en realidad, es violencia legalizada.
10.3 Cárceles, armas y medios: las industrias del miedo
El miedo también es un negocio tangible. El complejo
industrial militar, las cárceles privadas y las empresas de seguridad
representan una de las ramas más lucrativas del capitalismo global. Estados
Unidos, por ejemplo, gasta más en defensa que los siguientes diez países
juntos. Cada guerra o conflicto armado alimenta a las corporaciones que
fabrican armas, tecnología militar o servicios de inteligencia.
Lo mismo ocurre con las prisiones privatizadas,
convertidas en fábricas de reclusos. Cuantos más detenidos haya, mayores serán
las ganancias. El sistema penal ya no busca justicia, sino rentabilidad. Los
pobres y marginados son su materia prima. La violencia del crimen se recicla en
la violencia del castigo.
Mientras tanto, los medios de comunicación alimentan el
ciclo: exageran la inseguridad, demonizan la pobreza, criminalizan la protesta
y glorifican la autoridad. Se construye así una sociedad paranoica que acepta
la violencia institucional como mal necesario. Como señaló Naomi Klein (2007)
en La doctrina del shock, “los gobiernos utilizan las crisis —reales o
fabricadas— para imponer políticas que en condiciones normales la gente nunca
aceptaría” (p. 29).
10.4 El miedo como ideología
El miedo no solo paraliza, también divide. Sirve para
justificar la exclusión del diferente: el migrante, el pobre, el joven, el
disidente. Bajo la lógica del miedo, se reavivan prejuicios raciales, clasistas
y políticos. El enemigo interno se convierte en excusa para reforzar el
control.
El filósofo español José Luis Pardo (2016) lo resume así:
“El miedo es la emoción política más útil para los poderosos, porque destruye
la solidaridad y hace que los dominados pidan su propia servidumbre” (p. 84).
En efecto, el miedo fragmenta a la sociedad, la vuelve egoísta y desconfiada.
Cada individuo se encierra en su burbuja, temeroso de los otros, y deja de
luchar colectivamente.
De este modo, el miedo se convierte en ideología, en la
nueva religión del sistema. Los templos ya no son iglesias, sino pantallas; los
sacerdotes, los presentadores de noticias; las oraciones, las contraseñas; y el
infierno, la inseguridad permanente.
En conclusión, el fetichismo de la seguridad representa
una de las formas más perversas de la violencia contemporánea. Convierte el
miedo en mercancía, la vigilancia en libertad y la obediencia en virtud. Es una
violencia silenciosa, pero profundamente eficaz, porque logra que las víctimas
la deseen.
El siguiente apartado abordará otra dimensión de esta
violencia estructural: la violencia contra la naturaleza, donde el capitalismo
extiende su lógica de dominación no solo sobre los seres humanos, sino sobre el
planeta entero.
11. LA VIOLENCIA CONTRA LA NATURALEZA
La violencia del capitalismo no se limita a los seres humanos.
También se ejerce contra la naturaleza. El planeta entero se ha convertido en
objeto de explotación, saqueo y despojo. Montes, ríos, mares y bosques son
tratados como simples recursos económicos, y no como fuentes de vida. Bajo la
lógica de la ganancia, la Tierra es vista no como madre, sino como mina.
Karl Marx advirtió tempranamente esta tendencia
destructiva del capitalismo cuando escribió que “el capital agota
simultáneamente las dos fuentes de toda riqueza: la tierra y el trabajador”
(Marx, 1867/2008, p. 637). Con esta frase, Marx revelaba que la explotación del
ser humano y la depredación del medio ambiente son dos caras del mismo proceso
histórico. La violencia ecológica es, en realidad, una extensión de la
violencia económica.
11.1 El capitalismo como sistema ecocida
Desde la Revolución Industrial hasta la actualidad, el
capitalismo ha basado su desarrollo en el extractivismo: la apropiación
ilimitada de recursos naturales para alimentar la producción. La naturaleza
dejó de ser un espacio sagrado o comunitario y se transformó en una reserva
inagotable de materias primas. El petróleo, el oro, el agua, los bosques y la
biodiversidad se explotan como si fueran infinitos, ignorando los límites
físicos del planeta.
Esta concepción utilitarista y antropocéntrica ha llevado
al colapso ecológico. El cambio climático, la deforestación, la contaminación y
la pérdida masiva de especies son los síntomas de un modelo económico que
confunde progreso con destrucción. La modernidad capitalista, que prometió bienestar
y desarrollo, ha generado un planeta enfermo.
El ecólogo Enrique Leff (2004) sostiene que la crisis
ambiental no es solo un problema técnico, sino una crisis civilizatoria,
producto de una racionalidad económica que mide el valor de la vida únicamente
en términos de utilidad. Según Leff, “el mercado ha expropiado el sentido de la
naturaleza y la ha degradado a mera mercancía” (p. 52).
Cada árbol talado, cada río contaminado, cada mina
abierta representa un acto de violencia contra el equilibrio vital del planeta.
La Tierra, explotada hasta el límite, comienza a devolver esa violencia en
forma de sequías, huracanes, incendios y pandemias.
11.2 El extractivismo y el colonialismo ambiental
El modelo extractivista perpetúa la dependencia colonial
de los países del Sur global. América Latina, África y Asia siguen siendo
proveedores de materias primas baratas para las potencias industriales del
Norte. El imperialismo ecológico, como lo denominó Joan Martínez Alier (2002),
consiste en transferir los costos ambientales de la producción hacia los países
pobres, mientras las naciones ricas disfrutan de los beneficios.
Las grandes corporaciones mineras, petroleras y
agroindustriales se instalan en territorios donde las leyes ambientales son
débiles o corruptas. Devastan ecosistemas enteros, desplazan comunidades
indígenas y destruyen modos de vida ancestrales en nombre del desarrollo. Los
Estados, subordinados a intereses corporativos, actúan como cómplices, garantizando
la impunidad del saqueo.
La violencia ecológica es también una violencia social y
cultural. Cuando se destruye una selva, no solo se pierde un ecosistema: se
pierde la memoria, el conocimiento, la espiritualidad de los pueblos que vivían
en armonía con la naturaleza. Es la colonización de la vida misma.
Eduardo Gudynas (2011) advierte que esta lógica
extractivista “consolida una nueva forma de colonialismo: la de los recursos
naturales”, donde el capital global impone su poder sobre los territorios del
Sur (p. 36). Así, la violencia ambiental no solo mata árboles y animales, sino
también comunidades, lenguas y culturas enteras.
11.3 El capitalismo verde: la nueva máscara del saqueo
Ante la creciente conciencia ecológica, el sistema ha
reaccionado con una estrategia de camuflaje: el capitalismo verde. Bajo
discursos de sostenibilidad, economía circular o responsabilidad social, las
mismas corporaciones que destruyen el planeta promueven productos “ecológicos”,
energías “limpias” y campañas de reciclaje.
Esta farsa pretende hacernos creer que se puede seguir
acumulando capital sin alterar el equilibrio ambiental. Pero como advierte
Naomi Klein (2015), “no se puede salvar el planeta sin cambiar el sistema que
lo destruye” (p. 29). El capitalismo verde no cuestiona la lógica del lucro ni
el consumo ilimitado; simplemente redefine la explotación con un lenguaje
amable.
Las conferencias internacionales sobre cambio climático,
patrocinadas por bancos y petroleras, son el símbolo de esta hipocresía global.
Se promueven acuerdos que nunca se cumplen y se trasladan las responsabilidades
a los países pobres, mientras las grandes potencias continúan contaminando
impunemente.
En el fondo, el discurso ambientalista del capitalismo verde es otra forma de violencia simbólica: transforma una tragedia colectiva en oportunidad de negocio. La naturaleza, una vez más, es reducida a mercancía.
11.4 Hacia una ética de la vida
Frente a esta barbarie ecológica, es urgente recuperar
una ética de la vida que rompa con la lógica del capital. El ser humano no
puede seguir viéndose como dueño de la naturaleza, sino como parte de ella.
Civilizaciones ancestrales —como las andinas, mesoamericanas o amazónicas— han
sostenido durante siglos una visión basada en la reciprocidad, el equilibrio y
el respeto por el entorno. En ellas no existe separación entre humanidad y naturaleza,
sino interdependencia.
Leonardo Boff (2014), teólogo y ecologista brasileño,
afirma que “la crisis ambiental es, ante todo, una crisis espiritual: hemos
roto el vínculo sagrado con la Tierra” (p. 21). Recuperar ese vínculo implica
reeducar nuestra sensibilidad, redefinir el progreso y construir una economía
que ponga la vida por encima del lucro.
La verdadera sostenibilidad no es la que certifican las
corporaciones, sino la que garantiza la continuidad de la vida en todas sus
formas. No habrá justicia social sin justicia ecológica, ni habrá paz mientras
la naturaleza siga siendo víctima del mercado.
En síntesis, la violencia contra la naturaleza es la
expresión más extrema del capitalismo: una violencia contra la vida misma. El
sistema destruye aquello que le da sustento y amenaza con arrastrar a la
humanidad hacia su propia extinción. La única salida posible es un cambio
radical de paradigma: del tener al ser, del lucro al cuidado, del dominio a la
cooperación.
El siguiente apartado mostrará cómo la educación, lejos
de ser un espacio neutral, puede reproducir o combatir esa misma violencia
estructural.
12. LA EDUCACIÓN Y LA REPRODUCCIÓN DE LA VIOLENCIA
ESTRUCTURAL
En las sociedades capitalistas, la educación no es un
campo neutro ni un espacio inocente. Aunque se presenta como instrumento de
progreso, en realidad suele funcionar como mecanismo de reproducción del orden
social. La escuela, lejos de ser un refugio de libertad, se convierte con
frecuencia en una extensión del sistema productivo, donde se aprende a
obedecer, competir y aceptar la desigualdad como algo natural.
El pedagogo brasileño Paulo Freire (1970/2012) lo expresó
con contundencia: “La educación nunca es neutra. O se orienta hacia la
liberación, o hacia la domesticación” (p. 45). La educación puede, por tanto,
reproducir la violencia estructural o contribuir a desmantelarla. Todo depende
de su orientación política y ética.
12.1 La escuela como aparato ideológico del Estado
Louis Althusser (1970/1988) fue uno de los primeros
pensadores marxistas en señalar que la escuela cumple una función ideológica
central dentro del sistema capitalista. En su obra Ideología y aparatos
ideológicos del Estado, sostuvo que la escuela reemplazó al púlpito y al
ejército como principal mecanismo de control social.
“La escuela ha sustituido a la Iglesia como aparato
ideológico dominante porque enseña no solo saberes, sino la sumisión al orden
existente” (Althusser, 1970/1988, p. 19).
En efecto, el currículo escolar, las normas, los
exámenes, la disciplina y la evaluación no son neutrales: están diseñados para
formar sujetos obedientes, competitivos y adaptables al mercado. El estudiante
aprende desde pequeño a obedecer órdenes, a aceptar jerarquías, a competir con
sus compañeros y a creer que el éxito individual justifica la desigualdad
colectiva.
De este modo, la escuela reproduce el modelo de sociedad
capitalista en miniatura. La autoridad del maestro representa la del patrón; la
nota simboliza el salario; la competencia sustituye a la solidaridad. Así, la
educación, en lugar de liberar, naturaliza la violencia del sistema.
12.2 La ideología meritocrática: el disfraz de la
desigualdad
Una de las formas más sutiles de violencia educativa es
la ideología de la meritocracia, según la cual todos tienen las mismas
oportunidades y el éxito depende únicamente del esfuerzo individual. Esta
creencia, ampliamente difundida, oculta las desigualdades estructurales de
clase, género y origen.
El sociólogo francés Pierre Bourdieu (1970/1997) demostró
que la escuela legitima la desigualdad al premiar los capitales culturales
heredados por las clases dominantes. Los hijos de las élites llegan a la
escuela con ventaja, porque poseen el lenguaje, los códigos y los recursos que
el sistema valora. En cambio, los estudiantes de origen popular son penalizados
por no dominar esos códigos, aunque tengan igual o mayor inteligencia.
La meritocracia, por tanto, no elimina la violencia, la
disfraza. Convierte la desigualdad en justicia, la pobreza en culpa y la
exclusión en fracaso personal. De este modo, el sistema no solo oprime, sino
que logra que los oprimidos se culpen a sí mismos. La educación, al servicio
del capital, se vuelve una forma refinada de violencia simbólica.
12.3 La pedagogía bancaria y la muerte del pensamiento
crítico
Paulo Freire denominó educación bancaria a aquel modelo
pedagógico en el cual el profesor “deposita” información en los estudiantes,
que deben memorizarla y repetirla sin cuestionarla. En este modelo, el
conocimiento es propiedad del docente, y el alumno es un recipiente vacío.
Esta forma de enseñanza reproduce la estructura
autoritaria del sistema social: el profesor ocupa el papel del patrón, el
estudiante el del obrero. No hay diálogo, creatividad ni pensamiento crítico.
Solo obediencia. Freire (1970/2012) afirmaba que esta educación “sirve para
domesticar conciencias y perpetuar el miedo a pensar” (p. 62).
El resultado es una ciudadanía pasiva, incapaz de
analizar la realidad ni cuestionar las injusticias. La educación bancaria es,
por tanto, una forma de violencia epistemológica, pues niega al ser humano su
capacidad de conocer críticamente el mundo.
El pensador uruguayo José Enrique Rodó, ya a inicios del
siglo XX, advertía que “una educación sin ideal, sin espíritu, forma técnicos,
pero no hombres” (Rodó, 1900/2011, p. 87). Y en efecto, el capitalismo actual
produce millones de técnicos, pero pocos pensadores; millones de usuarios, pero
escasos ciudadanos.
12.4 Educación crítica y emancipación
Frente a este panorama, Freire propuso una pedagogía del
oprimido, basada en el diálogo, la conciencia crítica y la praxis
transformadora. Para él, enseñar no era transferir conocimientos, sino crear
las condiciones para que los estudiantes construyeran su propia comprensión del
mundo.
La educación liberadora parte de la realidad concreta del
alumno y la transforma en objeto de reflexión. En lugar de formar trabajadores
sumisos, forma sujetos críticos capaces de analizar la estructura social y
actuar para cambiarla.
“Nadie educa a nadie, nadie se educa solo; los hombres se
educan entre sí, mediatizados por el mundo.” (Freire, 1970/2012, p. 89)
Este enfoque dialógico y humanista convierte la educación
en herramienta de resistencia ante la violencia estructural. Una escuela
emancipadora enseña a leer la realidad, a cuestionar la injusticia, a
desarrollar empatía y pensamiento propio. En lugar de reproducir la lógica del
mercado, forma conciencia social.
Como señala Henry Giroux (1983/2004), la pedagogía
crítica no debe limitarse a transmitir contenidos, sino que debe “transformar
la experiencia educativa en práctica política” (p. 67). Es decir, educar no
solo para adaptarse al mundo, sino para transformarlo.
En resumen, la educación puede ser el arma más poderosa
para perpetuar la violencia o para erradicarla. Si se subordina al mercado,
reproduce la desigualdad; si se orienta hacia la conciencia, abre caminos de
emancipación.
El sistema capitalista necesita escuelas que enseñen a
obedecer; los pueblos necesitan escuelas que enseñen a pensar.
El siguiente apartado mostrará cómo la religión, los
medios y el discurso moral también han sido utilizados históricamente como
instrumentos para justificar la violencia y la dominación del capital.
13. La religión, los medios y el discurso legitimador de
la violencia
El poder no se sostiene solo con la fuerza: necesita
legitimarse. A lo largo de la historia, las clases dominantes han utilizado
diversos instrumentos para justificar la explotación, el despojo y la
desigualdad. Entre ellos destacan la religión, los medios de comunicación y el
discurso moral, que actúan como aparatos ideológicos destinados a presentar la
injusticia como voluntad divina, la pobreza como virtud y la obediencia como
deber.
Estos mecanismos de legitimación son fundamentales para
la reproducción del sistema capitalista. Si la economía produce la violencia
material, la ideología produce la aceptación de esa violencia. Como señaló
Antonio Gramsci (1971/1999), la dominación moderna no se impone solo por la
coerción, sino también por el consentimiento. El poder logra que los oprimidos
piensen, sientan y hablen desde las categorías del opresor.
13.1 La religión como instrumento de dominación
Desde los albores del capitalismo, la religión ha
desempeñado un papel ambivalente. Por un lado, ha sido fuente de consuelo,
esperanza y resistencia para los pobres; pero por otro, ha servido como
mecanismo de control social, justificando la desigualdad como parte de un orden
divino inmutable.
Max Weber (1905/2001) mostró en La ética protestante y el
espíritu del capitalismo cómo la moral religiosa —especialmente la calvinista—
contribuyó a consolidar la racionalidad capitalista. La idea de que el éxito
económico era signo de “bendición divina” convirtió la acumulación de riqueza
en un valor moral. Así, el capitalismo encontró en la religión su legitimación
espiritual: el trabajo duro, la disciplina y la obediencia dejaron de ser
medios de subsistencia y se transformaron en deberes sagrados.
Al mismo tiempo, la religión institucional —particularmente en su versión conservadora— enseñó a los pobres a resignarse. Frases como “los pobres heredarán el Reino de los Cielos” o “hay que aceptar la voluntad de Dios” funcionaron como bálsamos ideológicos que neutralizaron la rebeldía. Mientras los ricos construían el cielo en la tierra, los pobres esperaban su recompensa en el más allá.
Karl Marx (1844/1971) definió con precisión este
fenómeno:
“La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el
corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación sin espíritu. Es
el opio del pueblo.” (p. 89)
Marx no atacaba la fe en sí, sino su uso político. La
religión, cuando se alía con el poder, deja de ser fuente de esperanza y se
convierte en instrumento de alienación. En muchos países, las jerarquías
eclesiásticas han bendecido dictaduras, guerras y sistemas de explotación, en
nombre del orden y la moral.
No obstante, también han existido expresiones liberadoras
de la fe, como la Teología de la Liberación, que en América Latina —con
pensadores como Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff e Ignacio Ellacuría—
reinterpretó el Evangelio desde los pobres y para los pobres, enfrentando tanto
al capitalismo como a la represión estatal. Esa corriente demostró que la
religión puede ser un arma de resistencia, si se coloca del lado de los
oprimidos y no del poder.
13.2 Los medios de comunicación: la nueva religión del
siglo XXI
En la modernidad tardía, los medios de comunicación han
reemplazado a la religión como principal fuente de moral, verdad y sentido. La
televisión, las redes sociales y las plataformas digitales cumplen hoy la
función que antes ejercía el púlpito: formar conciencias y definir lo que debe
creerse.
Como advierte Noam Chomsky (1997), los medios “no
informan para liberar, sino para fabricar consenso” (p. 22). A través de la
repetición constante, crean una realidad ficticia donde el poder aparece como
justo y el sistema como inevitable. Los medios no dicen abiertamente “obedece”,
pero inducen a hacerlo mediante la manipulación emocional, la banalización del
pensamiento y la creación de héroes mediáticos al servicio del orden
establecido.
El periodista uruguayo Eduardo Galeano (1998) señalaba
que “los medios nos dicen qué debemos odiar y a quién debemos temer”. En este
sentido, funcionan como aparatos ideológicos del capital, moldeando la opinión
pública y convirtiendo la violencia estructural en espectáculo cotidiano. Las
guerras se muestran como películas, la pobreza como culpa individual y la injusticia
como “noticia de rutina”.
Los medios no solo difunden información, sino valores:
consumismo, individualismo, culto a la apariencia y desprecio por la reflexión.
Son la nueva liturgia del capitalismo, donde las pantallas sustituyen al altar
y la publicidad al sermón.
13.3 La moral burguesa: entre la hipocresía y la culpa
Junto a la religión y los medios, el discurso moral ha
servido para legitimar la violencia del sistema. La moral burguesa —heredera
del puritanismo y del liberalismo económico— predica valores como el esfuerzo,
la familia, el ahorro y la obediencia, pero oculta su verdadero fundamento: la
defensa del privilegio y la propiedad privada.
Se condena el robo del pobre, pero se glorifica el fraude
del rico; se persigue al que protesta, pero se absuelve al corrupto influyente;
se exalta la caridad, pero se reprime la justicia. La moral del capital es una
moral invertida, donde el éxito económico se equipara con la virtud y la pobreza
con el pecado.
Como escribió Bertolt Brecht (1935/1998): “¿Qué es robar
un banco comparado con fundarlo?” (p. 27). Esta frase resume la esencia de la
moral capitalista: juzgar no por la ética, sino por el poder.
Esta moral hipócrita, difundida por los medios y
sostenida por ciertas instituciones religiosas, ha construido una sociedad
anestesiada, incapaz de distinguir entre bien y mal más allá del beneficio
personal. La violencia deja de percibirse como injusticia y se convierte en
parte del orden natural.
13.4 La religión y los medios como campos de resistencia
A pesar de su papel en la reproducción del sistema, tanto
la religión como los medios pueden ser espacios de resistencia y conciencia
crítica. Existen periodistas, comunicadores, teólogos y comunidades que
desafían la narrativa dominante, que denuncian la injusticia y que luchan por
rescatar la verdad.
La fe, cuando se encarna en la defensa de los oprimidos,
deja de ser opio y se convierte en fuego liberador. Monseñor Óscar Arnulfo
Romero lo comprendió con lucidez: “Una religión que no denuncia la injusticia y
que no anuncia la esperanza no es cristiana” (Romero, 1979/2010, p. 54).
Del mismo modo, los medios comunitarios, la prensa
independiente y los movimientos digitales alternativos representan hoy formas
de contrainformación que pueden desenmascarar la violencia estructural del
sistema. La verdad, cuando se dice desde abajo, es revolucionaria.
En conclusión, la religión, los medios y la moral
burguesa han sido pilares ideológicos de la violencia capitalista. Han enseñado
a amar la obediencia, a temer la libertad y a aceptar la injusticia como
destino. Sin embargo, en manos de pueblos conscientes, esos mismos instrumentos
pueden transformarse en fuerzas de liberación. Todo depende de la conciencia
crítica que los anime.
El siguiente apartado abordará cómo, a lo largo de la
historia, los pueblos oprimidos han resistido esta violencia estructural, dando
lugar a movimientos sociales, políticos y éticos que encarnan la esperanza de
emancipación.
14. RESISTENCIAS HISTÓRICAS ANTE LA VIOLENCIA DEL CAPITAL
La historia de la humanidad no es solo la historia de la
opresión, sino también la historia de la resistencia. Cada vez que el poder ha
intentado someter al pueblo, este ha respondido con organización, conciencia y
rebeldía. Detrás de cada conquista social, de cada derecho laboral, de cada
libertad alcanzada, hay una lucha colectiva que desafió la violencia estructural
del capital.
Karl Marx lo advirtió con claridad: “La historia de todas
las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases” (Marx
& Engels, 1848/1972, p. 3). Esa lucha no es una metáfora: es el motor real
del cambio histórico. La violencia del sistema genera resistencia, y esa
resistencia alimenta el progreso de la conciencia humana.
14.1 La rebelión obrera y el nacimiento del movimiento
socialista
Con el surgimiento del capitalismo industrial en los siglos
XVIII y XIX, millones de trabajadores fueron explotados en condiciones
infrahumanas. Niños y mujeres trabajaban hasta 16 horas diarias por salarios
miserables. Las jornadas agotadoras, la falta de derechos y la represión
policial dieron origen a las primeras organizaciones obreras: sindicatos,
asociaciones y movimientos revolucionarios.
El marxismo nació como respuesta teórica y práctica a esa
realidad. Marx y Engels, en El manifiesto del Partido Comunista (1848),
llamaron a los trabajadores del mundo a unirse para derribar las estructuras de
explotación: “Los proletarios no tienen nada que perder más que sus cadenas”
(p. 32).
A partir de entonces, la historia moderna se llenó de
gestas de resistencia: la Comuna de París (1871), las huelgas obreras en Inglaterra
y Alemania, las luchas por la jornada de ocho horas, el Primero de Mayo, las
revoluciones rusa, china y cubana, los movimientos antifascistas, las luchas
campesinas en América Latina y África, y las luchas feministas y anticoloniales
del siglo XX.
Cada una de estas expresiones representa una respuesta
ética y política a la violencia del capital. Ninguna de ellas fue gratuita:
todas enfrentaron persecución, cárcel, tortura y muerte. Pero gracias a ellas
se conquistaron derechos laborales, educación pública, seguridad social, voto
universal y dignidad humana.
La clase trabajadora demostró que la historia puede ser escrita desde abajo, y que la violencia del sistema puede ser enfrentada con organización, conciencia y solidaridad.
14.2 Luchas anticoloniales y movimientos de liberación
nacional
El siglo XX fue también el escenario de las grandes
luchas anticoloniales. Los pueblos de Asia, África y América Latina se
levantaron contra los imperios que los habían saqueado durante siglos. La
independencia de la India bajo Gandhi, la revolución argelina, la resistencia
vietnamita frente a Estados Unidos, la revolución cubana y las guerrillas
latinoamericanas fueron expresiones de la dignidad humana frente al
imperialismo.
Frantz Fanon (1961/2009), en Los condenados de la tierra,
describió esas luchas como procesos de purificación: “El colonizado se libera a
sí mismo mediante la violencia, porque la violencia es el lenguaje que el
colono le enseñó” (p. 73). Su planteamiento no exaltaba la violencia por sí
misma, sino como reacción inevitable ante una violencia estructural milenaria.
En América Latina, figuras como Ernesto “Che” Guevara,
Salvador Allende, Camilo Torres y Monseñor Romero encarnaron esa resistencia.
Todos entendieron que la lucha por la justicia social era inseparable de la
liberación nacional y espiritual. Las revoluciones latinoamericanas no solo
buscaban transformar la economía, sino también la conciencia.
Como señalaba el teólogo Gustavo Gutiérrez (1971/2004), “la liberación no es un acto puntual, sino un proceso histórico que abarca la dimensión económica, política, cultural y religiosa” (p. 47). En ese sentido, la resistencia al capitalismo se convierte también en resistencia al sistema de valores que lo sostiene: el individualismo, la codicia y la indiferencia.
14.3 Movimientos sociales contemporáneos: nuevas formas
de resistencia
En el siglo XXI, la lucha contra la violencia del capital
adopta nuevas formas. Los movimientos ambientalistas, feministas, indígenas,
antirracistas y estudiantiles han retomado la bandera de la justicia social,
pero desde un enfoque más amplio, diverso y global.
El movimiento por la justicia climática, encabezado por
jóvenes de todo el mundo, denuncia que la crisis ambiental es una crisis del
capitalismo. Las luchas feministas exigen el fin de la violencia patriarcal,
que es inseparable de la lógica de dominación del sistema. Los movimientos
indígenas defienden sus territorios y saberes frente al extractivismo. Y los
movimientos estudiantiles reclaman educación pública, pensamiento crítico y
dignidad frente a la mercantilización del conocimiento.
Estas resistencias no solo se enfrentan al poder político
y económico, sino también al poder simbólico. Luchan por cambiar el lenguaje,
los imaginarios, los modos de vida. Son movimientos que proponen nuevas formas
de humanidad, basadas en la cooperación, el cuidado y la solidaridad.
El filósofo portugués Boaventura de Sousa Santos (2010) sostiene que vivimos una “epistemología de las ausencias”: los pueblos del mundo están reapareciendo en la historia tras siglos de silencio. La resistencia no es ya una opción, sino una necesidad para la supervivencia del planeta y de la especie.
14 La resistencia como expresión ética del ser humano
La historia demuestra que, aunque el capitalismo ha
extendido su dominio, nunca ha logrado destruir por completo la capacidad de
resistencia humana. Allí donde hay explotación, hay lucha; donde hay
injusticia, hay conciencia; donde hay silencio, hay voces que comienzan a despertar.
La resistencia es la respuesta ética a la violencia
estructural. Representa la defensa de la dignidad frente a la humillación, de
la solidaridad frente al egoísmo, de la vida frente a la mercancía. Cada
huelga, cada protesta, cada libro crítico, cada maestro que enseña a pensar,
cada madre que defiende a sus hijos del hambre, son actos de resistencia
cotidiana.
Como afirmó Eduardo Galeano (1998): “Mucha gente pequeña,
en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo” (p. 124).
Esa frase resume el sentido profundo de la historia: los poderosos escriben las
leyes, pero los pueblos escriben la esperanza.
En síntesis, la violencia del capitalismo no ha triunfado
completamente porque siempre ha existido resistencia. Desde los esclavos
rebeldes hasta los obreros, desde las mujeres hasta los pueblos indígenas,
desde los poetas hasta los mártires, todos han aportado su grano de luz en
medio de la oscuridad.
La resistencia es, por tanto, el hilo moral de la
historia humana: la fuerza que nos recuerda que la justicia y la libertad no se
mendigan, se conquistan.
El siguiente apartado abordará cómo el Estado
capitalista, bajo apariencia democrática, ha sido estructurado como garante de
esa violencia, pero también cómo puede ser transformado desde la acción
consciente de los pueblos.
15. El papel del Estado: de garante de derechos a
instrumento del capital
En la ideología dominante, el Estado aparece como árbitro
neutral entre los intereses sociales, garante de justicia y promotor del bien
común. Sin embargo, una lectura crítica de la historia revela una realidad muy
distinta. Lejos de ser un mediador imparcial, el Estado moderno —nacido junto
con el capitalismo— ha sido el instrumento político y jurídico más eficaz para
sostener la dominación de clase. Su estructura, sus leyes y su aparato
represivo están diseñados para proteger la propiedad privada, garantizar la
acumulación de capital y mantener el orden social existente.
Karl Marx (1852/1971) lo señaló con claridad en El 18
Brumario de Luis Bonaparte:
“El Estado moderno no es más que un comité para
administrar los negocios comunes de la burguesía” (p. 68).
Esta frase, tan breve como contundente, resume el papel
histórico del Estado capitalista: en apariencia sirve al pueblo, pero en la
práctica sirve al capital. Su violencia se ejerce mediante la ley, la policía,
el ejército, el sistema judicial, la burocracia y, sobre todo, la ideología.
15.1 El Estado como aparato de dominación
El Estado moderno nació junto al capitalismo industrial,
no como resultado del contrato social —como sostenían Rousseau o Locke—, sino
como mecanismo para garantizar las condiciones de explotación. Las leyes
laborales, los códigos penales, los ejércitos nacionales y las instituciones
financieras surgieron para proteger los intereses de la clase propietaria
frente a la clase trabajadora.
Louis Althusser (1970/1988) explicó que el Estado ejerce
su poder a través de dos tipos de aparatos: los represivos (policía, ejército,
cárceles, tribunales) y los ideológicos (escuela, familia, iglesia, medios).
Los primeros imponen el orden por la fuerza; los segundos, por la convicción.
La combinación de ambos permite que la dominación se mantenga sin necesidad de
violencia abierta: la obediencia se vuelve hábito, y la sumisión, virtud.
El Estado capitalista, en este sentido, es una maquinaria
de control total que produce ciudadanos dóciles y trabajadores disciplinados,
bajo la apariencia de legalidad. Sus leyes castigan al pobre y protegen al
rico, penalizan la protesta y legalizan la explotación. La justicia, en lugar
de equilibrar las desigualdades, las legitima.
15.2 Democracia formal y dictadura económica
En las democracias liberales contemporáneas, el pueblo
vota, pero no decide. Las elecciones sirven para renovar administradores del
mismo sistema, no para transformarlo. Como denunció Noam Chomsky (2010), “la
democracia moderna ha sido reducida a un espectáculo donde los ciudadanos
eligen a quienes representarán los intereses de las corporaciones” (p. 57).
Esta democracia formal esconde una dictadura económica.
El poder real no está en los parlamentos, sino en los bancos, las empresas y
los organismos financieros internacionales. Los gobiernos, incluso los electos
por voto popular, se ven obligados a obedecer los dictados del mercado. Quien
se atreve a desafiarlo —como Salvador Allende, Patrice Lumumba o Jacobo Árbenz—
es derrocado, aislado o asesinado.
El filósofo francés Étienne Balibar (2002) sostiene que
el Estado neoliberal “ha privatizado la soberanía”: las decisiones políticas se
subordinan a los intereses del capital financiero global (p. 91). De este modo,
el Estado se convierte en una empresa más, que administra el país como si fuera
un negocio. Los ciudadanos se transforman en clientes, los derechos en servicios,
y la justicia en mercancía.
15.3 La violencia institucional y la legalización del
abuso
La violencia del Estado no siempre se manifiesta en
golpes o disparos; a menudo se esconde en decretos, leyes y procedimientos
administrativos. Se trata de una violencia institucional, sutil pero
devastadora, que margina, empobrece y excluye a millones de personas en nombre
del “orden” o la “seguridad jurídica”.
Eduardo Galeano (1998) lo expresó con ironía y dolor: “La
justicia es como las serpientes: solo muerde a los descalzos” (p. 51). Las
leyes del capital castigan la pobreza y absuelven la riqueza. Un campesino que
roba comida va preso; un banquero que roba millones recibe un rescate del
Estado.
En muchos países, el aparato judicial actúa como escudo
de las élites, legitimando el despojo de tierras, la corrupción empresarial y
las políticas de austeridad que golpean a los más pobres. Cuando el pueblo
protesta, la respuesta estatal es la represión: toques de queda, detenciones,
censura y campañas de criminalización. Así, la violencia estructural se
perpetúa bajo la máscara de la legalidad.
Michel Foucault (1978/2003) definió este fenómeno como
biopolítica: el poder del Estado que regula la vida misma, decide quién merece
vivir y quién puede morir. Las políticas migratorias, los sistemas
penitenciarios y las desigualdades en salud o educación son formas contemporáneas
de esa violencia selectiva.
15.4 El Estado como campo de disputa
A pesar de su papel histórico como instrumento del
capital, el Estado también puede ser un espacio de lucha política y
transformación social. Los movimientos populares, las revoluciones y los
gobiernos progresistas han intentado, en diversos momentos, revertir su lógica
para ponerlo al servicio de las mayorías.
Lenin (1917/1981), en El Estado y la revolución, planteó
que la única forma de acabar con la violencia estructural era destruir el
Estado burgués y reemplazarlo por un Estado de trabajadores, basado en la
democracia directa y el control popular. Aunque su propuesta fue posteriormente
deformada por burocracias autoritarias, su diagnóstico sigue vigente: no puede
haber justicia social mientras el poder político dependa del poder económico.
Hoy, numerosos movimientos sociales y gobiernos
progresistas de América Latina —como los de Bolivia, Venezuela o México— han
intentado democratizar el Estado desde dentro, ampliando los derechos sociales
y recuperando la soberanía nacional. Pero esas experiencias también han
enfrentado el sabotaje del capital financiero, los medios y las élites
internas. El poder económico no tolera Estados al servicio del pueblo.
En conclusión, el Estado moderno, lejos de ser neutral,
es un aparato de clase diseñado para garantizar la acumulación capitalista y
mantener la desigualdad. Su violencia se ejerce en nombre de la ley, la
democracia y el orden, pero su función real es proteger la propiedad y reprimir
la rebeldía.
Sin embargo, la historia demuestra que el Estado puede
ser disputado y transformado. Convertirlo en herramienta de justicia y
emancipación es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo.
El siguiente apartado mostrará cómo esa violencia institucional se manifiesta de manera especialmente intensa en América Latina, y en particular en El Salvador, donde las estructuras históricas de dominación y dependencia han generado una violencia social que hunde sus raíces en el capitalismo y el colonialismo.
16. América Latina: laboratorio de violencia capitalista
América Latina ha sido, durante siglos, uno de los
territorios donde el capitalismo ha mostrado con mayor crudeza su rostro
violento. Desde la conquista y el saqueo colonial hasta el neoliberalismo
contemporáneo, la región ha funcionado como un laboratorio histórico de
explotación, dominación y resistencia. En ella se concentran todas las formas
de violencia estructural: económica, política, cultural, ecológica y simbólica.
El escritor Eduardo Galeano (1971/2011) lo sintetizó
magistralmente en Las venas abiertas de América Latina:
“Nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para
alimentar la prosperidad de otros” (p. 21).
Esta frase expresa la esencia del fenómeno: América
Latina no es pobre por casualidad, sino por diseño. Su función en el sistema mundial
ha sido —y sigue siendo— la de proveedora de materias primas, mano de obra
barata y mercados cautivos para las potencias del Norte. Detrás de esta
estructura económica se esconde una violencia histórica y permanente.
16.1 De la conquista al neoliberalismo: cinco siglos de
violencia estructural
La historia latinoamericana puede leerse como una larga
cadena de violencias: la conquista y el genocidio indígena, la esclavitud
africana, el despojo de tierras campesinas, las dictaduras militares, y más
recientemente, la violencia económica del neoliberalismo. Cada etapa representa
una forma distinta del mismo sistema de dominación: la acumulación de riqueza mediante
el sufrimiento humano.
Durante la colonización, la violencia fue física y
religiosa: la espada y la cruz se aliaron para someter pueblos y destruir
culturas. Con las repúblicas liberales del siglo XIX, la violencia se volvió
económica: el latifundio, el monocultivo y el endeudamiento con potencias
extranjeras consolidaron una nueva dependencia. En el siglo XX, la represión
militar y el imperialismo estadounidense garantizaron la continuidad del
modelo.
Hoy, en el siglo XXI, la violencia adopta formas
financieras, tecnológicas y mediáticas. El capital ya no necesita cañones:
tiene bancos, deuda externa y corporaciones que controlan gobiernos enteros sin
disparar un tiro. América Latina sigue siendo colonia, pero bajo un disfraz democrático
y digital.
16.2 El caso de El Salvador: entre la oligarquía y la
resistencia
El Salvador representa, en escala concentrada, el drama
histórico de América Latina. Desde la colonia, su economía se basó en la
exportación de productos agrícolas —añil, café, caña de azúcar— controlados por
una élite reducida. Esa concentración de riqueza generó una desigualdad brutal
que persiste hasta hoy.
La oligarquía salvadoreña —vinculada a los grandes
cafetaleros, banqueros y posteriormente empresarios industriales— ha ejercido
el poder político y económico con violencia y exclusión. Durante el siglo XX,
los gobiernos militares y civiles sirvieron a los intereses de esa minoría,
reprimiendo cualquier intento de cambio social.
El punto culminante de esa violencia estructural fue la
guerra civil (1980–1992), que dejó más de 75,000 muertos y miles de
desaparecidos. Pero esa guerra no surgió de la nada: fue el resultado de
décadas de injusticia, pobreza y represión estatal. Campesinos sin tierra,
obreros sin derechos, estudiantes reprimidos y comunidades cristianas
perseguidas se levantaron contra un sistema que los condenaba al silencio y al
hambre.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980 por
denunciar esa injusticia, lo expresó con lucidez profética:
“La violencia no la producen los pobres; la producen
quienes los hacen pobres” (Romero, 1980/2010, p. 73).
Esa frase resume toda la historia salvadoreña: la
violencia no es una patología social ni un fenómeno cultural, sino una
consecuencia directa del modelo económico. Detrás del crimen, de las pandillas
o de la migración masiva, hay siglos de exclusión, despojo y abandono estatal.
16.3 La posguerra y la violencia neoliberal
Con la firma de los Acuerdos de Paz en 1992, El Salvador
entró en una etapa formal de democracia. Sin embargo, esa paz fue más política
que social. La guerra terminó, pero la violencia cambió de forma. Las armas se
silenciaron, pero la miseria, el desempleo y la exclusión siguieron presentes.
Durante tres décadas, los gobiernos de derecha (ARENA) y
centroizquierda (FMLN) aplicaron políticas neoliberales: privatización de
servicios públicos, flexibilización laboral, apertura comercial y endeudamiento
externo. El resultado fue una nueva forma de violencia estructural, menos
visible, pero igualmente devastadora: el desempleo juvenil, la migración forzada
y el auge de las pandillas.
Las maras no son la causa del problema, sino su síntoma.
Son la expresión social de una juventud abandonada, sin oportunidades, sin
educación de calidad y sin esperanza. El neoliberalismo destruyó el tejido
social y convirtió al país en una economía dependiente de las remesas, incapaz
de garantizar el bienestar de su población.
Como señala el sociólogo Pablo González Casanova (2001),
el neoliberalismo “institucionaliza la injusticia y legaliza la exclusión” (p.
112). En El Salvador, esa injusticia se tradujo en desesperanza colectiva, miedo
cotidiano y una violencia que ya no viene del Estado, sino del propio tejido
social descompuesto.
16.4 La nueva etapa: soberanía, dignidad y reconstrucción
nacional
En los últimos años, El Salvador ha iniciado un proceso
político inédito. Por primera vez en su historia reciente, un gobierno ha
intentado romper con la oligarquía tradicional y desafiar al control de las
élites mediáticas, financieras y partidarias. Este intento de transformación
—aun con sus contradicciones y desafíos— expresa un hartazgo popular acumulado
por generaciones.
El pueblo salvadoreño ha dicho “basta” a la corrupción,
al saqueo y a la impunidad. La búsqueda de soberanía política y económica es
también una búsqueda de dignidad histórica. Sin embargo, las resistencias
internas y externas son enormes: los viejos poderes no renuncian fácilmente a
sus privilegios, y los intereses transnacionales continúan presionando para
mantener el país bajo dependencia.
La lucha por la justicia social en El Salvador no ha
terminado; simplemente ha cambiado de escenario. Hoy no se libra en las
montañas, sino en las instituciones, en los medios, en la educación y en la
conciencia colectiva. Pero la meta sigue siendo la misma: reconstruir un país
donde la vida valga más que el dinero.
Como escribió el filósofo Enrique Dussel (1998): “Toda
liberación comienza por recuperar la dignidad negada del pueblo” (p. 61). Y esa
recuperación no puede hacerse sin memoria, sin justicia y sin conciencia
crítica.
En síntesis, América Latina —y en particular El Salvador—
representa una radiografía viva de la violencia capitalista: desigualdad
extrema, dependencia económica, corrupción institucional, represión política y
manipulación ideológica. Pero también representa la esperanza de los pueblos
que resisten, que no se resignan y que siguen soñando con una sociedad donde la
justicia y la vida sean el centro.
El siguiente apartado abordará la conclusión general del
ensayo, en la que se sintetizarán las causas profundas de la violencia
capitalista, sus manifestaciones, y la urgencia de un nuevo paradigma ético,
educativo y social que ponga la vida por encima de la ganancia.
17. CONCLUSIÓN GENERAL:
la violencia del
capital y la urgencia de un nuevo paradigma
Después de recorrer las múltiples dimensiones de la
violencia —económica, política, cultural, simbólica, ecológica y cotidiana—, se
vuelve imposible seguir creyendo que la violencia es producto del azar, del mal
individual o de la falta de valores. La violencia es estructural, histórica y
sistémica; es la expresión inevitable de un modo de producción que pone el
lucro por encima de la vida.
Karl Marx tenía razón al afirmar que “el capital viene al
mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros de su cuerpo” (Marx,
1867/2008, p. 917). Desde su nacimiento, el capitalismo ha necesitado de la
violencia para existir: la conquista colonial, la esclavitud, el despojo de
tierras, la explotación obrera, las guerras, la destrucción de la naturaleza y
la alienación de la conciencia son parte constitutiva de su dinámica.
La violencia capitalista no se limita a la represión
visible; se disfraza de democracia, se enmascara de moral, se propaga por los
medios y se instala en la mente. Es una violencia que fabrica consenso, miedo y
conformismo. Se infiltra en la escuela, en la familia, en la religión y en la
cultura, modelando seres humanos funcionales al sistema, pero vacíos de sentido
y empatía.
Sin embargo, a pesar de su poder y su extensión, esta
violencia no es invencible. La historia humana demuestra que toda opresión genera
resistencia, y que la conciencia crítica es el antídoto más poderoso contra el
sometimiento. Las luchas obreras, los movimientos sociales, las revoluciones
anticoloniales, las pedagogías emancipadoras, los medios alternativos y las
comunidades que defienden la vida son testimonio de esa fuerza irreductible del
espíritu humano.
El capitalismo ha intentado convencer al mundo de que no
hay alternativa, pero esa es su mayor mentira. Sí la hay: una civilización
basada en la cooperación y no en la competencia; en el cuidado y no en el
consumo; en la dignidad y no en la codicia.
Para ello, es necesario desmontar las estructuras
ideológicas que normalizan la violencia y reconstruir una cultura centrada en
la ética de la vida.
17.1 Un nuevo paradigma ético y educativo
El cambio comienza por la conciencia. Ninguna
transformación política será duradera si no va acompañada de una revolución
educativa y ética. La educación debe dejar de ser un instrumento del mercado
para convertirse en una herramienta de liberación.
Como enseñó Paulo Freire (1970/2012), la educación solo
es auténtica cuando enseña a leer el mundo, no solo las palabras. Una escuela
crítica, dialogante y humanista puede romper el círculo de la ignorancia y la
violencia, devolviendo al ser humano su capacidad de pensar, amar y actuar con
justicia.
De igual modo, urge recuperar una ética del cuidado.
Leonardo Boff (2014) lo llamó “la ética del humano compasivo”, una moral que
reconoce la interdependencia de toda vida y la necesidad de proteger la Tierra
como nuestra casa común. Sin esta base espiritual y ecológica, la humanidad
corre el riesgo de autodestruirse bajo el peso de su propia violencia.
El verdadero progreso no consiste en acumular bienes,
sino en preservar la vida y la dignidad. La economía debe estar al servicio de
la sociedad, y no al revés. La ciencia y la tecnología deben orientarse al bien
común, no a la guerra ni al control. Y el Estado debe servir a la justicia, no
al capital.
17.2 La tarea histórica de los pueblos
La superación de la violencia capitalista no vendrá desde
arriba, sino desde los pueblos conscientes, organizados y solidarios. Como
señaló el filósofo Enrique Dussel (1998), “la liberación comienza cuando los
oprimidos descubren que son el sujeto de la historia” (p. 71).
La transformación requiere valentía moral, claridad
política y esperanza colectiva. Requiere rescatar el pensamiento crítico,
fortalecer la cultura popular y construir alternativas económicas basadas en la
cooperación y el respeto por la naturaleza.
América Latina, y especialmente El Salvador, tienen un
papel fundamental en esta tarea. Su historia de sufrimiento y resistencia les
otorga una sabiduría profunda: saben que la dignidad no se negocia, que la
justicia no se implora y que la libertad se conquista con conciencia, no con
violencia.
La verdadera paz solo será posible cuando cesen las
causas de la violencia: la pobreza, la desigualdad, la corrupción y la
exclusión.
17.3 REFLEXIÓN FINAL
La violencia es el idioma del capital; la solidaridad, el
lenguaje de la humanidad.
Mientras la sociedad adore la mercancía, habrá esclavos
del consumo. Mientras la educación sirva al mercado, habrá ignorancia
institucionalizada. Mientras el poder económico controle el Estado y los
medios, habrá silencio disfrazado de libertad.
Pero el despertar ya ha comenzado. En las calles, en las
aulas, en los movimientos sociales, en las conciencias jóvenes que se niegan a
aceptar la mentira, germina una nueva civilización. Una civilización donde la
justicia no sea un privilegio, sino un derecho; donde la educación no sea un
adorno, sino una liberación; donde la vida, y no la ganancia, sea el centro de
todo proyecto humano.
Porque, como escribió Monseñor Romero poco antes de ser
asesinado:
“La historia no puede ser detenida por la violencia; la
historia la construyen los pueblos que se atreven a amar” (Romero, 1980/2010,
p. 89).
Y amar hoy —en medio de tanta violencia estructural— es
un acto profundamente revolucionario.
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SAN
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