martes, 14 de octubre de 2025

                                 LA INCOHERENCIA ENTRE EL PÚLPITO Y LA PLAZA PÚBLICA

POR: MSc. JOSÉ ISRAEL VENTURA.

Resulta profundamente preocupante observar cómo ciertos representantes de la Iglesia, que deberían ser portadores de paz, prudencia y sabiduría espiritual, se convierten en voceros del resentimiento político y la desinformación. Las recientes declaraciones del llamado padre “Chopin”, quien acusó al gobierno del presidente Nayib Bukele de encaminar al país hacia una “dictadura” y calificó a los diputados de la Asamblea Legislativa como “parásitos” y “puya botones”, constituyen un ejemplo de irresponsabilidad moral, pastoral y cívica.

Un sacerdote, por vocación, está llamado a construir puentes, no a levantar muros. Su misión es inspirar al pueblo hacia la unidad, la justicia y la fe, no avivar las divisiones políticas ni convertirse en instrumento de la propaganda ideológica. Cuando un líder religioso se arroga el papel de analista político sin fundamento, utilizando un lenguaje cargado de desprecio, está traicionando no solo su ministerio, sino también el espíritu del Evangelio que predica. Cristo nunca llamó “parásitos” a sus adversarios; los confrontó con amor, sabiduría y verdad. El insulto no es método de profeta, sino herramienta del demagogo.

LA PÉRDIDA DEL RUMBO MORAL Y LA POLITIZACIÓN DEL PÚLPITO

No es casual que este tipo de discursos surjan precisamente cuando El Salvador atraviesa uno de sus momentos más firmes en materia de seguridad, desarrollo y esperanza social. En vez de reconocer los avances concretos —la reducción drástica de homicidios, la recuperación de la confianza ciudadana, la lucha frontal contra la corrupción y la impunidad—, ciertos sectores del clero optan por reproducir la narrativa del pasado, alineándose con quienes perdieron privilegios y espacios de poder.

El padre “Chopin” nunca alzó la voz cuando los gobiernos de ARENA y el FMLN hundieron al país en la miseria, la violencia y el saqueo. Durante décadas de corrupción sistemática, desigualdad y sangre derramada, el silencio de muchos líderes religiosos fue ensordecedor. Pero hoy, cuando un gobierno elegido democráticamente busca limpiar el país de los vicios heredados, surgen voces clericales pretendiendo erigirse en guardianes de la democracia.

¿Dónde estaban esos guardianes cuando miles de salvadoreños huían del país, cuando los jóvenes morían cada día a manos de las pandillas o cuando la política era un mercado de favores y sobresueldos?

EL DEBER DE COHERENCIA Y LA RESPONSABILIDAD PÚBLICA

Ser sacerdote implica una enorme responsabilidad pública. La sotana no debe usarse como escudo para lanzar ataques políticos ni como tribuna de oposición. Cuando un cura utiliza los medios de comunicación para sembrar desconfianza, difundir juicios sin evidencia o insultar a funcionarios electos, cruza una línea ética peligrosa: la del abuso del púlpito. No se trata de callar las injusticias —eso sería cobardía—, sino de discernir cuándo una crítica es profética y cuándo es simplemente una manifestación de odio disfrazado de “preocupación moral”.

El pueblo salvadoreño, que ha sufrido por décadas la manipulación política de religiosos y políticos por igual, merece pastores auténticos, no agitadores disfrazados de moralistas. La Iglesia, si quiere recuperar credibilidad, debe limpiar su propia casa, desmarcarse de los intereses partidarios y volver a su esencia: acompañar al pueblo desde la verdad, no desde la intriga.

REFLEXIÓN FINAL

El caso del padre “Chopin” no debe verse como un hecho aislado, sino como un síntoma de una Iglesia que, en algunos sectores, ha perdido la brújula espiritual. La fe no puede ser instrumento de confrontación ni de campaña electoral. Cuando un sacerdote se transforma en activista político, su palabra deja de tener valor moral y se convierte en ruido.

La sociedad salvadoreña necesita líderes espirituales comprometidos con la verdad, no con la politiquería. Si el padre “Chopin” siente que su lugar está en el debate político, quizá debería dejar los hábitos y asumir abiertamente su militancia. Pero mientras vista el hábito de sacerdote, debería recordar que su deber no es dividir, sino reconciliar; no es insultar, sino orientar; no es odiar, sino amar.

En un país que por fin empieza a levantarse del lodazal histórico dejado por los corruptos de siempre, lo último que necesita el pueblo es un sacerdote que desde el púlpito se convierta en eco de los derrotados del pasado.

 

SAN SALVADOR, 14 DE OCTUBRE DE 2025

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