martes, 23 de septiembre de 2025

 

PENSAR PARA VIVIR: CIENCIA, LIBERTAD Y RESISTENCIA FRENTE A LA RACIONALIDAD TECNOLÓGICA

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA.

INTRODUCCIÓN

En la sociedad contemporánea, marcada por el vértigo de los avances tecnológicos y la omnipresencia de los medios de comunicación, la capacidad de pensar críticamente se ha convertido en un bien escaso y, al mismo tiempo, en una necesidad urgente.

El ser humano, en particular el adolescente, se encuentra atrapado en un contexto en el que su identidad se ve constantemente moldeada, influenciada y hasta manipulada por fuerzas externas que dictan qué desear, qué consumir y cómo interpretar la realidad.

Ante ello, resulta imprescindible recuperar el ejercicio autónomo del pensamiento como una condición de posibilidad para la libertad, la autenticidad y la construcción de proyectos de vida individuales y colectivos.

La ciencia, entendida en su sentido profundo, no puede reducirse a un instrumento técnico al servicio de la productividad y del mercado. Como bien recordaba Mario Bunge (2004), la ciencia es, ante todo, un método para conocer la realidad, un esfuerzo por acercarse a la verdad con espíritu crítico, racionalidad y apertura al cuestionamiento. Sin embargo, en la era de la tecnocracia, la ciencia corre el riesgo de ser confundida con la mera racionalidad instrumental: aquella que busca únicamente la eficacia y la utilidad inmediata, dejando de lado la pregunta por el sentido de la existencia.

El filósofo alemán Jürgen Habermas (1987) distinguía entre la racionalidad instrumental, que persigue fines prácticos, y la racionalidad comunicativa, orientada al entendimiento mutuo.

Hoy, más que nunca, necesitamos esta última, pues sin ella, el ser humano queda reducido a un engranaje de la maquinaria tecnológica, incapaz de dirigir conscientemente el rumbo de su vida. La paradoja contemporánea es evidente: el hombre vive rodeado de información, pero carece de sabiduría; tiene acceso a múltiples medios de comunicación, pero cada vez dialoga menos consigo mismo y con los otros.

El adolescente, que atraviesa una etapa crucial de búsqueda de identidad, requiere aprender a pensar por sí mismo para cimentar las bases de una vida auténtica. Sin pensamiento crítico, la identidad se convierte en una copia de modelos impuestos desde fuera; con él, en cambio, se erige como fundamento sólido de libertad y responsabilidad.

Este ensayo busca, entonces, analizar críticamente la necesidad de pensar para comprender el verdadero sentido de la ciencia y, a partir de ahí, liberarnos de la racionalidad tecnológica que amenaza con convertirnos en simples sobrevivientes, en lugar de seres humanos plenos.

 Como advertía Carl Sagan (1997), “la ciencia es más que un cuerpo de conocimientos; es una manera de pensar”. En ese sentido, no se trata solo de dónde estamos, sino de la dirección hacia la cual nos movemos como humanidad.

La reflexión que sigue pretende ser una invitación enérgica a remontar el vuelo, como lo decía Richard Bach, a no dejarnos arrastrar por los “insensatos afanes” que nos atan a la inmediatez y a la superficialidad, sino a atrevernos a pensar en grande, con profundidad y con sentido.

1. CIENCIA Y SENTIDO HUMANO

La ciencia ha sido una de las conquistas más grandes de la humanidad. Desde los primeros intentos de comprender el cielo estrellado hasta los más complejos desarrollos de la inteligencia artificial, el hombre ha buscado en la ciencia una vía para responder a su curiosidad innata y para ampliar las fronteras de lo posible.

Sin embargo, a menudo olvidamos que la ciencia no es solamente un conjunto de técnicas ni una acumulación de datos; es, sobre todo, una forma de pensar y de darle sentido al mundo.

El filósofo Karl Popper (1972) recordaba que la ciencia avanza a través de la crítica, del cuestionamiento constante de nuestras propias certezas. La verdadera racionalidad científica no consiste en la obediencia ciega a fórmulas preestablecidas, sino en el coraje de dudar, de someter nuestras ideas al examen de la experiencia y de la razón. En este sentido, la ciencia es inseparable de la libertad: solo puede florecer allí donde los individuos se atreven a pensar por sí mismos.

Mario Bunge (2004) reforzaba esta idea al señalar que la ciencia no se limita a producir tecnología, sino que constituye una “racionalidad crítica”, un esfuerzo organizado por explicar el mundo de manera objetiva, verificable y con sentido. Cuando la ciencia se reduce a un simple instrumento de poder económico o político, pierde su dimensión humana y se transforma en mera técnica sin alma.

Para los adolescentes —que se encuentran en plena construcción de su identidad—, aprender a pensar científicamente no significa convertirse en especialistas en laboratorios, sino adquirir una actitud crítica frente a la realidad.

 La ciencia, entendida como búsqueda de sentido, les enseña a distinguir entre lo verdadero y lo falso, entre lo probable y lo ilusorio, entre lo esencial y lo accesorio. Es, por tanto, un aliado en la formación de una identidad auténtica que no se deja arrastrar por las modas ni por la manipulación mediática.

La diferencia entre ciencia como racionalidad crítica y ciencia como racionalidad instrumental es fundamental. La primera busca comprender el mundo y al mismo tiempo transformar la vida humana con criterios de justicia, libertad y verdad. La segunda, en cambio, se limita a utilizar la razón como un medio para alcanzar fines inmediatos: producir más, ganar más, controlar más. Como advertía Habermas (1987), esta forma de racionalidad es peligrosa porque convierte al ser humano en un objeto más dentro del engranaje del sistema.

Por eso, recuperar el sentido humano de la ciencia es una tarea urgente. Carl Sagan (1997) advertía que la ciencia debía ser la “vela en la oscuridad”, un instrumento para disipar la ignorancia y la superstición, pero también una guía para mantener viva la esperanza y el asombro. En la medida en que la ciencia conserva su dimensión crítica y humana, se convierte en una escuela de pensamiento para la libertad.

2. EL PESO DE LA TECNOCRACIA Y LA RACIONALIDAD TECNOLÓGICA

En las últimas décadas, la humanidad ha sido testigo de un avance vertiginoso de la técnica y de la tecnología. Computadoras cuánticas, inteligencia artificial, biotecnología, satélites y redes globales de comunicación han transformado radicalmente la forma en que trabajamos, estudiamos, nos relacionamos e incluso en que concebimos la vida misma.

 Estos logros, que podrían ser interpretados como pasos hacia una mayor libertad, han terminado en muchos casos convirtiéndose en nuevas cadenas que esclavizan al ser humano bajo el peso de la tecnocracia.

La tecnocracia no se limita a la existencia de técnicos especializados; es, más bien, un modo de organizar la vida social en el que las decisiones más importantes se toman bajo criterios puramente técnicos, relegando los valores éticos, políticos y humanos a un segundo plano. Martin Heidegger (1994), en su célebre ensayo La pregunta por la técnica, advirtió que la técnica no piensa: su lógica es la de la eficiencia, la utilidad y el control, pero carece de una brújula moral que oriente su aplicación hacia el bien común.

El peligro de esta visión tecnocrática radica en que convierte al ser humano en un objeto más del sistema.

 Bajo esta racionalidad tecnológica, la persona ya no vale por lo que es, sino por lo que produce o consume. Su dignidad queda subordinada a su utilidad, y su tiempo, reducido a la lógica del rendimiento. Byung-Chul Han (2017) lo expresa con claridad en La sociedad del cansancio: vivimos en una época donde el sujeto es explotado no por un amo externo, sino por sí mismo, en una carrera interminable por ser más eficiente, más productivo, más competitivo.

El adolescente que crece en este contexto recibe un mensaje contradictorio: se le invita a ser libre y a “ser él mismo”, pero al mismo tiempo se le exige adaptarse a un sistema de evaluación constante que mide su valor en función de calificaciones, productividad académica o éxito económico.

Así, la búsqueda de identidad se ve atrapada entre dos fuerzas: por un lado, el deseo legítimo de autenticidad; por otro, la presión de un mundo que le exige ser útil dentro de un engranaje tecnológico y mercantil.

Además, los medios de comunicación y las plataformas digitales refuerzan esta dinámica. A través de algoritmos, moldean gustos, opiniones y conductas, convirtiendo al usuario en un producto más que alimenta el mercado de la información. El pensamiento autónomo queda debilitado frente a un bombardeo constante de estímulos diseñados para captar la atención y dirigir el comportamiento.

La racionalidad tecnológica, cuando se absolutiza, provoca una paradoja dolorosa: en lugar de ampliar la libertad humana, la reduce; en vez de acercarnos a una vida plena, nos sumerge en un ciclo de cansancio, alienación y pérdida de sentido. Por eso, pensar críticamente es un acto de resistencia frente a la dictadura de la tecnocracia. Como recordaba Paulo Freire (2005), “nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan en comunión”. Solo en el diálogo y en el pensamiento crítico colectivo podemos liberarnos de una racionalidad que amenaza con robarnos la esencia de lo humano.

3. PENSAR PARA VIVIR, NO VIVIR PARA SOBREVIVIR

El ser humano, en su esencia, no fue creado para la mera subsistencia. Sobrevivir es responder a las necesidades más básicas: alimentarse, protegerse, reproducirse. Pero vivir es algo radicalmente distinto: es dotar de sentido a la existencia, construir un proyecto vital, establecer vínculos auténticos y trascender el horizonte inmediato. Sin embargo, la sociedad contemporánea, bajo el dominio de la racionalidad tecnológica y de la lógica mercantil, ha reducido gran parte de la vida humana a la simple lucha por sobrevivir.

Cuando una persona no piensa por sí misma, termina viviendo bajo esquemas impuestos. En lugar de orientar su vida según sus convicciones, se acomoda a las circunstancias que otros diseñan. Como resultado, la vida se convierte en una rutina mecánica, un deambular sin rumbo.

El filósofo Erich Fromm (2001) advertía sobre esta trampa en El miedo a la libertad: la mayoría de los individuos prefieren adaptarse a lo que dicta la sociedad de consumo antes que enfrentar la responsabilidad de pensar y decidir por sí mismos.

Esta dinámica genera un profundo vacío existencial. El hombre contemporáneo, rodeado de información y estímulos, apenas se pregunta por el sentido de su vida. Vive al día, atrapado en la inmediatez, como si el único propósito fuera “llegar a fin de mes” o “pasar al siguiente nivel” en un sistema que nunca se detiene. El filósofo Viktor Frankl (2004), sobreviviente de los campos de concentración, insistía en que quien tiene un “porqué” puede soportar casi cualquier “cómo”. Pero cuando se pierde el “porqué”, la vida se reduce a mera supervivencia biológica.

En este escenario, los adolescentes son particularmente vulnerables. La escuela muchas veces refuerza un esquema utilitarista: estudiar no para comprender ni para disfrutar del saber, sino para obtener una nota, un título o un empleo. El riesgo es que, al no aprender a pensar por sí mismos, los jóvenes internalicen la idea de que vivir es cumplir requisitos externos y no realizar un proyecto personal. Así, en lugar de ser protagonistas de su existencia, se convierten en espectadores de un guion escrito por otros.

Pensar para vivir significa detenerse, cuestionar, reflexionar y orientar la acción hacia un horizonte de sentido. Implica liberarse de la trampa de la inmediatez y reconocer que la vida auténtica se construye con decisiones conscientes.

Como recordaba Carl Sagan (1997), “no somos sino polvo de estrellas que piensa”. El poder de pensar es el que nos distingue y el que nos permite trascender la simple supervivencia biológica.

Sobrevivir puede ser una condición impuesta por la naturaleza, pero vivir es una conquista espiritual y cultural. Y esa conquista solo es posible si nos atrevemos a pensar. Cuando pensamos, dejamos de ser engranajes de un sistema y recuperamos nuestra condición de sujetos libres y responsables.

4. EDUCACIÓN Y PENSAMIENTO CRÍTICO EN ADOLESCENTES

La adolescencia es, sin duda, una de las etapas más decisivas en la vida del ser humano. En ella se construyen los cimientos de la identidad personal y colectiva, se consolidan valores y se esbozan los proyectos vitales que orientarán el futuro. Sin embargo, en el contexto actual, los adolescentes se ven expuestos a múltiples fuerzas externas —tecnología, redes sociales, publicidad, ideologías dominantes— que tienden a modelar su pensamiento y a dirigir su conducta hacia patrones de consumo, competencia y superficialidad. Frente a este panorama, la educación tiene un papel ineludible: formar sujetos capaces de pensar críticamente, de interrogar la realidad y de decidir por sí mismos.

Paulo Freire (2005), en Pedagogía de la autonomía, subraya que la educación auténtica no consiste en llenar la mente de los alumnos con información prefabricada, sino en enseñarles a “leer el mundo” y a transformarlo.

El adolescente no necesita únicamente datos, sino herramientas intelectuales y éticas que le permitan interpretar su contexto, reconocer las manipulaciones y proyectar un camino propio. La escuela, en este sentido, debería ser un espacio para el diálogo, la reflexión y la creatividad, y no simplemente una fábrica de certificados.

El problema es que muchas veces la educación se convierte en un reflejo de la racionalidad tecnológica. Se priorizan exámenes estandarizados, métricas cuantitativas y competencias orientadas únicamente al mercado laboral, mientras se deja de lado la filosofía, la ética, el arte y las humanidades, áreas fundamentales para desarrollar el pensamiento crítico. El adolescente termina creyendo que su valor depende de un puntaje, una calificación o un “ranking”, y no de su capacidad para pensar, cuestionar y crear.

La carencia de pensamiento crítico se refleja en fenómenos cotidianos: jóvenes que aceptan sin cuestionar la información que circula en redes sociales, que se dejan seducir por estereotipos publicitarios o que reproducen opiniones ajenas sin contrastarlas con argumentos propios. La falta de criterio personal los hace presa fácil de la manipulación política, del consumismo y de la alienación cultural.

Sin embargo, cuando los adolescentes son estimulados a pensar críticamente, se convierten en agentes de cambio. Son capaces de detectar injusticias, de proponer soluciones innovadoras y de comprometerse con proyectos colectivos que dignifiquen la vida. Como señalaba Hannah Arendt (1993), pensar es la primera condición para no ser cómplice del mal; en la medida en que los jóvenes aprenden a reflexionar, también aprenden a resistir la banalidad de la manipulación y de la obediencia ciega.

Educar para el pensamiento crítico es, por tanto, un acto de emancipación. No se trata solo de formar estudiantes eficientes, sino ciudadanos libres y responsables, capaces de orientar su vida y contribuir a la transformación social. La filosofía, la literatura y la ciencia deben ser presentadas no como asignaturas abstractas, sino como experiencias vitales que enseñan a pensar, a sentir y a decidir con conciencia.

En un mundo donde las pantallas parecen dictar lo que debemos ver, escuchar y desear, el reto de la educación es devolver a los adolescentes el derecho más humano de todos: el derecho a pensar por sí mismos.

5. CIENCIA Y LIBERTAD HUMANA

La ciencia, cuando se la entiende en su sentido más profundo, es inseparable de la libertad. No se trata únicamente de acumular descubrimientos o generar innovaciones, sino de abrir caminos para que el ser humano se libere de la ignorancia, la superstición y la opresión. La auténtica finalidad de la ciencia no es dominar al hombre ni someterlo a la lógica del mercado, sino brindarle herramientas para comprender el mundo y orientarlo hacia una vida más justa, consciente y plena.

Carl Sagan (1997) advertía que “la ciencia es más que un cuerpo de conocimientos; es una manera de pensar, una manera de escudriñar el universo con escepticismo bien informado”.

Esta perspectiva rompe con la visión reduccionista que identifica la ciencia con la mera producción de tecnología. La verdadera ciencia, en cambio, exige un pensamiento crítico, capaz de distinguir entre lo verdadero y lo falso, lo probable y lo ilusorio. Y ese pensamiento crítico es, en sí mismo, un acto de libertad.

Mario Bunge (2004) insistía en que la ciencia, al fundamentarse en la racionalidad crítica, no puede ser nunca un saber neutral ni pasivo. Su esencia está en cuestionar, en problematizar, en no aceptar verdades absolutas sin evidencia ni razonamiento. En ese sentido, practicar la ciencia es también practicar la autonomía intelectual, es negarse a ser manipulado por dogmas, supersticiones o poderes arbitrarios.

Jürgen Habermas (1987) distinguió entre la racionalidad instrumental y la racionalidad comunicativa. La primera se centra en los fines prácticos: producir, controlar, dominar. La segunda busca el entendimiento, el diálogo y la construcción compartida de significados. Si la ciencia se limita a la racionalidad instrumental, se convierte en una herramienta de poder que puede ser usada para la guerra, el control de masas o la explotación económica. Pero cuando se orienta hacia la racionalidad comunicativa, se convierte en un espacio de libertad, en una invitación al diálogo y en un medio para la emancipación.

La relación entre ciencia y libertad es especialmente relevante para los adolescentes, quienes necesitan aprender que el conocimiento no es un fin en sí mismo, sino una herramienta para vivir mejor y con más dignidad. Comprender que la ciencia es una vía de liberación significa enseñarles a valorar la curiosidad, el cuestionamiento y la creatividad como cualidades esenciales para la vida. Así, la ciencia deja de ser una asignatura fría en los programas escolares y se transforma en una aventura intelectual que alimenta la autonomía y la esperanza.

Por desgracia, la historia demuestra que no siempre se ha usado la ciencia con fines emancipadores. También ha sido empleada para justificar la opresión, desde las teorías racistas del siglo XIX hasta las armas de destrucción masiva del siglo XX. Este hecho confirma que la ciencia, por sí sola, no garantiza la libertad: necesita estar acompañada de la ética, de la reflexión filosófica y de una orientación humanista. Solo cuando se combina con valores universales como la justicia, la dignidad y el respeto a la vida, la ciencia puede cumplir su vocación liberadora.

En definitiva, la ciencia auténtica no es un laboratorio aislado del mundo, sino un acto profundamente humano. Enseña a pensar con rigor, a dudar con fundamento y a decidir con libertad. Cuando se practica de esta forma, la ciencia no solo amplía el horizonte del conocimiento, sino que se convierte en una fuerza liberadora frente a las cadenas de la ignorancia, el dogmatismo y la racionalidad tecnológica que busca reducir al ser humano a simple engranaje del sistema.

6: “EL VUELO HUMANO Y LA METÁFORA DE BACH”.

Richard Bach, en su obra Juan Salvador Gaviota, nos invita a mirar más allá de lo inmediato y a comprender la vida como un ejercicio de libertad y superación. Su metáfora del vuelo se convierte en un símbolo potente para reflexionar sobre el destino humano en medio de un mundo dominado por la racionalidad tecnológica. Volar alto significa atreverse a pensar más allá de lo dado, romper con las limitaciones impuestas y buscar un horizonte propio, lleno de sentido y autenticidad.

El problema del hombre contemporáneo es que, en lugar de elevar el vuelo, muchas veces se conforma con arrastrarse por la tierra. Vive pendiente de lo inmediato, esclavizado por la rutina y condicionado por la presión social. Como advierte el mismo Bach: “entre más bajo volemos, más perspectiva perdemos”. El individuo que solo busca sobrevivir en la inmediatez —ganar dinero, acumular objetos, cumplir con las demandas externas— pierde de vista la amplitud del horizonte humano y renuncia a su verdadera grandeza.

Este fenómeno es visible, sobre todo, en los adolescentes. La sociedad les ofrece constantemente “vuelos cortos”: gratificaciones instantáneas, modas pasajeras, éxito medido en seguidores o “likes”. Sin embargo, estos logros superficiales no sostienen un proyecto de vida sólido. Cuando llega la frustración, el vacío se hace evidente, pues no se construyó sobre una identidad firme, sino sobre apariencias. Volar alto, en cambio, significa pensar críticamente, aspirar a ideales que trasciendan lo material y comprometerse con un proyecto vital y colectivo.

 Supone, como decía Viktor Frankl (2004), encontrar un “sentido” que dé coherencia a la existencia y que permita resistir incluso en los momentos más difíciles. El vuelo humano, entonces, no es una evasión de la realidad, sino una forma de enfrentarla con mayor claridad y propósito.

La metáfora de Bach también nos advierte de los peligros de los “insensatos afanes de los mortales”. El deseo desmedido de poder, de riqueza y de control tecnológico puede hacernos olvidar que lo verdaderamente humano es la capacidad de amar, de crear, de pensar y de convivir. Heidegger (1994) lo expresaba con crudeza: la técnica no piensa; si el ser humano no asume su responsabilidad de pensar, la técnica terminará decidiendo por él.

Por eso, volar alto es una forma de resistencia. Es negarse a vivir como un engranaje más del sistema y atreverse a ser un sujeto consciente de su dirección. En palabras de Paulo Freire (2005), es el acto de “nombrar el mundo” desde uno mismo, y no aceptar pasivamente los nombres que otros imponen.

En última instancia, la metáfora del vuelo nos recuerda que lo importante no es el lugar donde estamos ahora, sino la dirección hacia la cual nos movemos. Una vida auténtica no se mide por la posición en la que uno se encuentra, sino por el horizonte que elige perseguir. Volar alto implica asumir la responsabilidad de pensar, de cuestionar y de decidir con libertad.

CONCLUSIÓN

A lo largo de este ensayo hemos recorrido un itinerario crítico en torno a la ciencia, la racionalidad tecnológica y la necesidad urgente de pensar por nosotros mismos. Se ha evidenciado que la ciencia, cuando se reduce a mera técnica y a racionalidad instrumental, corre el riesgo de convertirse en una herramienta de control, dominación y alienación. En cambio, cuando se asume como racionalidad crítica y humanista, constituye un camino hacia la libertad, la autenticidad y la emancipación.

El ser humano contemporáneo, y especialmente el adolescente, se encuentra en una encrucijada histórica. Por un lado, la tecnocracia y los medios de comunicación lo empujan hacia la superficialidad, el consumo y la obediencia ciega a los algoritmos que modelan sus deseos y pensamientos. Por otro lado, la educación crítica, la filosofía y la ciencia auténtica lo invitan a construir una identidad sólida, a descubrir el sentido de la vida y a volar alto, más allá de la inmediatez y de las cadenas de la racionalidad tecnológica.

La tarea no es sencilla. Requiere una transformación profunda en los sistemas educativos, en los modos de producción cultural y en la manera en que concebimos la vida social. La escuela debe dejar de ser un espacio de repetición y sumisión para convertirse en un laboratorio de pensamiento, diálogo y creatividad. La sociedad debe aprender a valorar más el pensamiento autónomo que la mera productividad. Y cada persona, desde su vida cotidiana, debe asumir la responsabilidad de pensar, de cuestionar y de dirigir conscientemente el rumbo de su existencia.

En definitiva, lo que está en juego es la dignidad misma del ser humano. No basta con sobrevivir en medio del ruido tecnológico y mediático: necesitamos aprender a vivir con sentido, a pensar para comprender y a actuar para transformar. Como recordaba Carl Sagan (1997), la ciencia es una vela en la oscuridad. Depende de nosotros mantener esa luz encendida para que ilumine nuestro camino y no para que otros la utilicen para manipularnos.

Hoy más que nunca, el reto es claro: liberarnos de la racionalidad tecnológica que nos encadena y recuperar el vuelo humano que nos corresponde por naturaleza. Pensar no es un lujo; es una necesidad vital, el fundamento de nuestra libertad y la condición de posibilidad de un futuro más humano y más justo.

REFLEXIÓN FINAL

¡Cuidado! El mayor peligro de nuestro tiempo no es la carencia de tecnología, sino la esclavitud a una racionalidad que nos impide pensar. El ser humano, dueño de la palabra, del juicio y de la creatividad, corre el riesgo de convertirse en un mero engranaje del sistema, reducido a números, algoritmos y estadísticas. Esta es la gran tragedia: vivir rodeados de pantallas y máquinas, pero vacíos de sentido.

La adolescencia, etapa de búsqueda y construcción, no puede hipotecarse a los dictados de la inmediatez ni a los falsos dioses del consumo. Educar hoy significa sembrar en los jóvenes la fuerza del pensamiento crítico, la valentía de cuestionar y la capacidad de soñar un mundo distinto.

Una sociedad que renuncia a enseñar a pensar se condena a repetir errores, a vivir como rebaño, sin rumbo ni horizonte.

Necesitamos, con urgencia, una rebelión del pensamiento. No una rebelión violenta, sino una insurrección de la conciencia, de la palabra y de la razón. Cada ser humano debe aprender a decir “no” a la manipulación, a la superficialidad y a la obediencia ciega, y un “sí” rotundo a la libertad, al diálogo y al compromiso con la vida plena.

Volar alto, como nos recordaba Richard Bach, no es una opción decorativa, sino una obligación existencial. Entre más bajo volemos, más perdemos la perspectiva de lo humano. Hoy, en medio de la saturación tecnológica, necesitamos recuperar la grandeza de la filosofía, la ciencia y la ética como guías de sentido.

¡Oh raza humana! —como advertía Dante—, nacida para remontar el vuelo, no podemos conformarnos con arrastrarnos por la tierra, encadenados por algoritmos y sistemas que piensan por nosotros. Si no aprendemos a pensar, alguien más pensará en nuestro lugar, y entonces habremos renunciado a lo más sagrado: nuestra libertad.

Esta es la hora de decidir: o seguimos siendo esclavos de una racionalidad tecnológica que nos reduce a sobrevivientes, o nos levantamos como seres humanos plenos que piensan, crean, sueñan y vuelan. La dirección en que nos movemos marcará nuestro destino.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.

1.       Arendt, H. (1993). La vida del espíritu. Paidós.

2.       Bach, R. (1970). Juan Salvador Gaviota. Macmillan.

3.       Bunge, M. (2004). La ciencia, su método y su filosofía. Siglo XXI Editores.

4.       Frankl, V. E. (2004). El hombre en busca de sentido. Herder.

5.       Freire, P. (2005). Pedagogía de la autonomía: Saberes necesarios para la práctica educativa. Siglo XXI Editores.

6.       Fromm, E. (2001). El miedo a la libertad. Paidós.

7.       Habermas, J. (1987). Teoría de la acción comunicativa (Vols. 1-2). Taurus.

8.       Han, B.-C. (2017). La sociedad del cansancio. Herder.

9.       Heidegger, M. (1994). La pregunta por la técnica. Ediciones del Serbal.

10.   Popper, K. (1972). Conjeturas y refutaciones: El desarrollo del conocimiento científico. Paidós.

11.   Sagan, C. (1997). El mundo y sus demonios: La ciencia como una luz en la oscuridad. Planeta.

 

 

SAN SALVADOR, 19 DE SEPTIEMBRE DE 2025

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