“DEL MIEDO A LA LIBERTAD: EDUCAR PARA TRANSFORMAR LA
SOCIEDAD”
POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA,
INTRODUCCIÓN
Hablar de educación es hablar del ser humano en su
esencia más profunda. La educación no es un simple proceso técnico de
transmisión de información, sino un fenómeno histórico, cultural, social y
político que atraviesa toda la vida.
Desde que nacemos
hasta que morimos, estamos en permanente aprendizaje; sin embargo, lo que se
entiende por “educación” depende de la concepción filosófica, ideológica y política
que predomina en cada época.
Etimológicamente, como señalan Ricardo Nasif (1985) y
otros pedagogos, la palabra educación proviene del latín educare (alimentar,
nutrir) y ex-ducere (sacar, conducir desde adentro hacia afuera). Esta doble
raíz nos recuerda que educar no significa solo “dar” contenidos, sino también
“sacar” las potencialidades internas de cada persona, ayudarle a descubrirse, a
cultivarse y a transformarse. En este sentido, educar implica tanto un proceso
de interiorización como de socialización: aprender a ser uno mismo en armonía
con los demás.
Sin embargo, la realidad contemporánea muestra un
panorama muy distinto. Lejos de potenciar la libertad y la dignidad humanas, la
educación ha sido transformada en una herramienta de domesticación y
adiestramiento.
Muchos sistemas
escolares, especialmente en contextos marcados por el neoliberalismo, reducen
la educación a un mecanismo de capacitación laboral, donde el estudiante es
considerado “recurso humano” y el conocimiento se convierte en mercancía. Este
vaciamiento del sentido de educar tiene consecuencias devastadoras: produce
profesionales eficientes para el mercado, pero ciudadanos pasivos e incapaces
de cuestionar la injusticia social.
Edgar Morin (2001) afirma que “el objeto de la educación
no es acumular conocimientos, sino preparar para la vida” (p. 24). En la misma
línea, Paulo Freire (1970) denunció el modelo “bancario” de la educación, que
concibe al alumno como recipiente vacío en el que el maestro deposita
información. Frente a este paradigma domesticador, Freire propuso una educación
dialógica y liberadora, donde los seres humanos se reconozcan como sujetos
históricos capaces de transformar su mundo.
El desafío actual, entonces, es recuperar el verdadero
significado de educar. No se trata de negar la importancia de la ciencia y la
técnica, sino de integrarlas con valores éticos, con sensibilidad humana y con
conciencia social. Una educación que no
humaniza, que no forma ciudadanos críticos y solidarios, es una educación
fallida.
Este ensayo busca, en consecuencia, analizar críticamente
qué significa educar, cuáles son las deformaciones que sufre en la sociedad
contemporánea y por qué se nos debe educar no solo para el trabajo, sino sobre
todo para la vida. A lo largo de los apartados se abordará el sentido profundo
de la educación, su relación con la desigualdad social, la domesticación basada
en el miedo, la mercantilización neoliberal, la necesidad de unir ciencia con
valores y, finalmente, la educación como proceso de transformación social.
I. EL VERDADERO SIGNIFICADO DE EDUCAR
Hablar del verdadero significado de educar exige superar la visión reduccionista que equipara la educación con el simple hecho de ir a la escuela, aprobar exámenes o acumular títulos académicos. Educar no es únicamente instruir, adiestrar o capacitar, sino un proceso mucho más amplio que implica la formación integral del ser humano en su dimensión cognitiva, ética, social y espiritual.
1. Etimología y sentido profundo
Como se explicó en la introducción, el término educación
proviene de dos raíces latinas: educare, que significa criar, alimentar o
nutrir, y ex-ducere, que significa conducir hacia afuera, sacar lo que está
dentro. Esta doble raíz encierra una tensión fundamental: educar es, al mismo
tiempo, nutrir desde afuera y despertar lo que ya existe en el interior de cada
ser humano.
Ricardo Nasif (1985) recuerda que “educar no es llenar un
recipiente vacío, sino acompañar el desarrollo de un potencial latente” (p.
42). Esta visión rescata el carácter activo del educando, que no es un objeto
pasivo, sino un sujeto que construye su propio aprendizaje en interacción con
los demás.
2. Educación como formación para la vida
Émile Durkheim, citado por Edgar Morin (2001), sostenía
que “el objeto de la educación no es darle al alumno cada vez mayor cantidad de
conocimientos, sino constituir en él un estado interior y profundo que lo
oriente no sólo durante la infancia, sino para toda la vida” (p. 37). Esta
afirmación subraya que educar es un proceso de formación permanente, que no se
agota en la escuela ni en la universidad, sino que acompaña toda la existencia.
De ahí que se pueda diferenciar claramente entre
conocimiento y sabiduría. Mientras el primero se refiere a la acumulación de
datos e información, la segunda implica la capacidad de comprender, discernir y
vivir con sentido ético y humano. La
educación, entonces, no debería orientarse solo a transmitir conocimientos
técnicos, sino a cultivar la sabiduría necesaria para enfrentar los desafíos de
la vida personal y colectiva.
3. Crítica a la instrucción mecánica
En la práctica, sin embargo, gran parte de los sistemas
educativos se limitan a reproducir un modelo mecánico de instrucción. OSHO
(2004) lo denunció con claridad al afirmar que el estudiante ha sido convertido
en una “cotorra”, en una máquina
repetidora de información, incapaz de pensar por sí misma. Esta deformación
responde a una lógica utilitaria que concibe la educación como adiestramiento
para la productividad económica, y no como desarrollo integral de la persona.
Paulo Freire (1970) llamó a este modelo la educación
bancaria, en la que el profesor deposita información en el alumno como si fuera
una alcancía. Según Freire, este modelo no libera, sino que oprime, porque
anula la creatividad, la crítica y la capacidad de acción transformadora.
Frente a esto, propuso la educación problematizadora, que
parte de la realidad concreta del educando y lo convierte en protagonista de su
aprendizaje.
4. Educar en valores y sensibilidad humana
El verdadero significado de educar no se agota en el
desarrollo intelectual; incluye también la formación ética y social. Fernando
Savater (1997) sostiene que “educar es enseñar a vivir, es preparar para la
libertad” (p. 19). Por tanto, la
educación no debe centrarse únicamente en formar profesionales exitosos, sino
en formar ciudadanos responsables, solidarios y comprometidos con el bien
común.
Esto implica que la escuela y la universidad deben ser
espacios donde se cultive la empatía, la justicia, la solidaridad y el respeto
por la diversidad. Una educación que ignora los valores humanos termina
produciendo individuos altamente capacitados en lo técnico, pero indiferentes
al sufrimiento de los demás, lo que conduce a la reproducción de sociedades
injustas y violentas.
5. Una visión integral
De todo lo anterior se desprende que educar es un proceso
integral que articula tres dimensiones:
·
Cognitiva,
porque transmite conocimientos y desarrolla la inteligencia.
·
Ética,
porque forma valores y actitudes.
·
Social, porque
prepara para convivir en comunidad.
·
Educar
significa preparar a los seres humanos para vivir con dignidad, comprender la
complejidad del mundo y actuar para transformarlo.
Si la educación no cumple este propósito, se reduce a un
adiestramiento vacío que puede producir trabajadores eficientes, pero no
ciudadanos libres ni sociedades justas.
II. EDUCACIÓN Y DESIGUALDAD SOCIAL
La educación no se desarrolla en un vacío, sino en el
marco de estructuras sociales atravesadas por la desigualdad. Por ello, entender
el fenómeno educativo exige situarlo en relación con las condiciones
económicas, políticas y culturales de cada sociedad. En países como los
latinoamericanos, donde coexisten enormes contrastes entre riqueza y pobreza,
la educación refleja y reproduce estas divisiones.
1. La relación entre educación y clase social
Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron (1977) explicaron
que la escuela, lejos de ser un espacio neutral, tiende a reproducir las
jerarquías sociales existentes. A través de lo que denominaron “violencia
simbólica”, las instituciones educativas legitiman el capital cultural de las
clases dominantes y desvalorizan los saberes populares. En otras palabras,
quien nace en una familia con acceso a libros, bibliotecas, viajes y
conversaciones intelectuales, encuentra en la escuela un espacio familiar;
mientras que quien proviene de un hogar empobrecido, con menos estímulos
culturales, enfrenta mayores barreras para tener éxito escolar.
Esta dinámica hace que, en lugar de ser un mecanismo de
movilidad social, la educación funcione muchas veces como un mecanismo de
reproducción de desigualdades. Como advierte Bourdieu (1997), “el sistema
escolar contribuye a perpetuar la distribución desigual del capital cultural y,
por tanto, de las posiciones sociales” (p. 41).
2. La desigualdad educativa en América Latina
En América Latina, la desigualdad social tiene un reflejo
directo en el ámbito educativo. Millones de niños y jóvenes de sectores
rurales, indígenas y urbanos marginales enfrentan condiciones precarias:
escuelas sin infraestructura adecuada, ausencia de maestros capacitados, falta
de recursos tecnológicos y currículos alejados de su realidad. Mientras tanto,
los sectores privilegiados acceden a colegios privados con estándares
internacionales, aprendizaje de idiomas, uso intensivo de tecnologías y redes
sociales que facilitan su inserción en universidades extranjeras y en mercados
laborales globalizados.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL, 2022) ha advertido que la pandemia de COVID-19 profundizó estas
brechas, dejando fuera del sistema educativo a más de 3 millones de estudiantes
en la región. Esta situación revela que la educación no es solo un derecho,
sino también un campo donde se juegan las posibilidades de inclusión o exclusión
social.
3. El espejismo del mérito
A menudo se argumenta que el esfuerzo individual basta
para superar las barreras sociales, pero esta idea meritocrática oculta las
desigualdades estructurales. Como señala Michael Sandel (2020), la meritocracia
puede convertirse en una ideología cruel, porque hace creer a los pobres que su
fracaso se debe a falta de esfuerzo, cuando en realidad enfrentan condiciones
de partida desiguales.
Así, un niño que estudia en una escuela rural sin internet ni libros no compite en igualdad de condiciones con otro que asiste a un colegio privado de élite. La promesa de la igualdad de oportunidades resulta, en gran medida, ilusoria.
4. Educación crítica como herramienta de emancipación
Frente a
esta realidad, Paulo Freire (1970) plantea que la educación debe ser una
práctica de libertad. No basta con enseñar a leer y escribir, sino que se debe
enseñar a “leer el mundo”, es decir, a
comprender críticamente la realidad para transformarla. Una educación que no
problematiza la desigualdad termina legitimando el statu quo.
La pedagogía crítica propone que los estudiantes
reflexionen sobre los problemas concretos de su entorno: la pobreza, la
corrupción, la violencia, la exclusión de las mujeres, el racismo o la
destrucción ambiental. Solo así podrán convertirse en sujetos históricos
capaces de transformar su sociedad.
5. Ejemplos concretos de desigualdad educativa
El Salvador: durante décadas, las universidades públicas
han sufrido desfinanciamiento, mientras las privadas han crecido bajo lógicas
de mercado. Esto ha generado un acceso desigual a la educación superior, donde
los sectores populares dependen de becas o de sacrificios familiares extremos
para poder estudiar.
Brasil: a pesar de los avances en políticas de cuotas para
estudiantes afrodescendientes e indígenas, persisten enormes brechas entre
universidades de élite y las instituciones periféricas.
México: millones de jóvenes rurales no logran concluir la
secundaria, mientras que la élite accede a universidades extranjeras.
Estos ejemplos evidencian que la desigualdad educativa es
una expresión concreta de la desigualdad social.
6. El reto de construir una educación inclusiva
Superar
estas brechas exige concebir la educación como un derecho humano y no como un
privilegio. Edgar Morin (2001) insiste
en que la misión de la educación es enseñar a “vivir juntos”, lo que implica
reconocer la diversidad y construir una sociedad más equitativa. Para ello, es
necesario fortalecer la educación pública, democratizar el acceso a la tecnología,
replantear los currículos desde las realidades locales y fomentar una pedagogía
que priorice la justicia social.
III. LA EDUCACIÓN COMO DOMESTICACIÓN Y MIEDO
La educación, entendida en su sentido más pleno, debería
ser un proceso de liberación, creatividad y apertura al mundo. Sin embargo, en
la práctica histórica de muchos sistemas escolares, ha sido utilizada como un
mecanismo de control, disciplina y domesticación.
En lugar de formar ciudadanos libres y críticos, con
frecuencia se ha adiestrado a las personas para obedecer, callar y adaptarse a
un orden social injusto.
1. El miedo como herramienta de control
Desde la infancia, el miedo ha sido uno de los
instrumentos más utilizados en el aula. Se educa a los niños y jóvenes bajo la
amenaza constante del castigo, la mala nota o el fracaso escolar. Este clima de
temor genera inseguridad, ansiedad y, sobre todo, inhibe la creatividad.
Krishnamurti (2000) advertía que “el miedo embota la mente, mutila el pensar y
bloquea la inteligencia creadora” (p. 56).
Cuando un
estudiante estudia únicamente por miedo a ser reprobado o castigado, su
aprendizaje se reduce a la memorización mecánica. En lugar de cultivar la
curiosidad y el deseo de saber, la educación basada en el miedo produce
individuos conformistas, que repiten información sin comprenderla.
2. Autoritarismo pedagógico y disciplina represiva
El modelo escolar heredado de la modernidad se basó, en
gran medida, en el autoritarismo. Michel
Foucault (1975) analizó cómo las instituciones modernas —la escuela, el
hospital, la prisión, el cuartel— se convirtieron en dispositivos
disciplinarios que moldean cuerpos y conciencias. La escuela, en particular, instauró horarios rígidos,
exámenes estandarizados y sistemas de vigilancia que recuerdan a una “microfísica
del poder”. En este marco, los docentes muchas veces adoptan un rol
autoritario: se presentan como dueños del saber y utilizan la disciplina
represiva para mantener el orden. El resultado no es la formación de ciudadanos
críticos, sino la producción de sujetos obedientes, incapaces de cuestionar las
estructuras de dominación.
3. Consecuencias psicológicas del miedo en el aula
Diversos estudios en psicología educativa han demostrado
que el miedo en el aula provoca efectos negativos en el aprendizaje. Los
estudiantes sometidos a un ambiente de amenaza desarrollan bloqueos cognitivos,
baja autoestima y, en muchos casos, aversión hacia el conocimiento. Según
Goleman (1996), las emociones negativas como el miedo secuestran la capacidad
racional del cerebro, impidiendo el aprendizaje profundo.
Esto explica por qué tantos jóvenes asocian la escuela
con aburrimiento, angustia o frustración, en lugar de asociarla con
descubrimiento, entusiasmo y crecimiento personal.
4. La domesticación de las conciencias
El miedo no solo afecta la dimensión psicológica, sino
que también cumple una función política. Al formar personas sumisas y
conformistas, la educación basada en el miedo se convierte en un mecanismo de
domesticación de las conciencias. Paulo Freire (1970) lo expresó con claridad:
la educación bancaria transforma a los estudiantes en receptáculos pasivos que
repiten sin cuestionar, reproduciendo así el orden social establecido.
En este sentido, la domesticación no es accidental, sino funcional al sistema. Sociedades autoritarias y desiguales necesitan una educación que produzca obediencia y resignación. Así se explica por qué tantos planes educativos insisten más en la disciplina rígida que en la creatividad, más en la memorización de contenidos que en el pensamiento crítico.
5. Ejemplos históricos y actuales, Escuela tradicional
latinoamericana:
Durante gran parte
del siglo XX, la educación en la región se caracterizó por métodos
memorísticos, castigos físicos y un ambiente de represión. Aunque estas
prácticas han disminuido, todavía perviven en muchas instituciones.
Universidades elitistas: en algunos países, las
universidades siguen privilegiando la obediencia a estructuras jerárquicas por
encima de la innovación y la crítica. Los estudiantes que cuestionan el poder
institucional suelen ser marginados o reprimidos.
Educación en regímenes autoritarios: tanto en dictaduras
militares como en gobiernos neoliberales, la educación ha sido utilizada para
transmitir ideologías oficiales, prohibiendo el pensamiento crítico y limitando
la libertad académica.
6. Alternativas: del miedo a la confianza
Frente a esta lógica de domesticación, es necesario
reivindicar una educación basada en la confianza, el diálogo y la libertad.
Carl Rogers (1983) propuso una pedagogía centrada en la persona, donde el
docente no es un vigilante ni un juez, sino un acompañante que estimula la
autonomía del estudiante. De la misma manera, Freire (1997) insistió en que el
aula debe ser un espacio de diálogo horizontal, donde todos aprendan de todos.
Solo así la educación puede cumplir su papel liberador y humanizador.
IV. LA MERCANTILIZACIÓN DE LA EDUCACIÓN
Uno de los fenómenos más preocupantes en la actualidad es
la mercantilización de la educación. Lo que antes se entendía como un derecho
humano y una misión fundamental del Estado, hoy ha sido progresivamente
transformado en un servicio sujeto a las leyes del mercado. La globalización neoliberal, impulsada por
organismos como el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y
la Organización Mundial del Comercio (OMC), ha promovido reformas educativas
que reducen la enseñanza a un producto y al estudiante a un cliente.
1. Educación como mercancía
En la lógica del mercado, la educación deja de concebirse
como un proceso humanizador y se convierte en un bien de consumo. El lenguaje
empresarial invade la escuela: se habla de “competencias”, “eficiencia”,
“resultados medibles” y “rendición de cuentas”. Las universidades se
promocionan como “marcas” y los títulos académicos como “productos” que
garantizan empleabilidad.
Zygmunt Bauman (2007) lo explicó en términos de
“modernidad líquida”: en una sociedad de consumo, todo —incluida la educación—
se vuelve un objeto transitorio, sujeto a la lógica del mercado y del
rendimiento inmediato. De este modo, el conocimiento se valora no por su
capacidad de formar ciudadanos críticos, sino por su utilidad económica y su
rentabilidad.
2. El papel de los organismos internacionales
Desde finales del siglo XX, los organismos financieros
internacionales han presionado a los países del llamado “Tercer Mundo” para
reformar sus sistemas educativos bajo criterios de eficiencia y competitividad.
El Banco Mundial, por ejemplo, ha financiado programas de “modernización
educativa” en América Latina condicionados a políticas de privatización,
descentralización y evaluación estandarizada.
En apariencia, estas reformas buscan mejorar la calidad. En la práctica, han debilitado la educación pública, favorecido la proliferación de instituciones privadas y subordinado los currículos a las demandas del mercado global. La UNESCO (2015), aunque más crítica, ha advertido que este modelo amenaza con vaciar de contenido humanista el sentido de educar.
3. Universidades-empresa y estudiantes-clientes
La mercantilización se manifiesta con especial claridad
en la educación superior. Muchas universidades privadas han adoptado un modelo
empresarial, donde la prioridad no es el conocimiento ni la investigación, sino
la captación de estudiantes como consumidores. La publicidad universitaria
promete “éxito” y “ascenso social”, pero rara vez habla de formación ética, de
compromiso social o de transformación cultural.
Byung-Chul Han (2014) advierte que vivimos en una
“sociedad del rendimiento”, donde los individuos son obligados a autoexplotarse
en nombre de la productividad. En este contexto, los estudiantes son entrenados
para competir, acumular credenciales y adaptarse a un mercado laboral
precarizado, en lugar de ser formados como ciudadanos críticos y solidarios.
4. El caso de América Latina
En países como El Salvador, México o Perú, la expansión
de universidades privadas ha sido explosiva en las últimas décadas. Muchas de
ellas funcionan como negocios familiares, sin investigación ni compromiso
social, ofreciendo carreras de bajo costo, pero con débil calidad académica. El
resultado es una sobreproducción de títulos sin el respaldo de una formación crítica
y humanista.
Paralelamente, la educación pública ha sufrido desfinanciamiento crónico. La Universidad de El Salvador, por ejemplo, lleva décadas enfrentando limitaciones presupuestarias, mientras el Estado permite que universidades privadas se expandan sin mayor regulación. Este escenario perpetúa la desigualdad: los sectores pobres acceden a instituciones de menor calidad, mientras los privilegiados buscan universidades extranjeras.
5. Consecuencias de la mercantilización
La transformación de la educación en mercancía genera múltiples
consecuencias negativas:
Desigualdad: quienes tienen dinero acceden a educación de
calidad, mientras los pobres se conforman con opciones limitadas.
Reducción del sentido humanista: se privilegian carreras
“rentables” sobre las humanidades, las artes o las ciencias sociales,
consideradas poco útiles para el mercado.
Pérdida de autonomía académica: las universidades se
subordinan a las demandas empresariales, abandonando la crítica social y la
investigación independiente.
Profesionales sin compromiso: se forman individuos
altamente especializados, pero desprovistos de sensibilidad ética y social.
6. Alternativas frente a la mercantilización
Frente a este panorama, diversos pensadores y educadores
han insistido en la necesidad de recuperar la educación como bien público.
Edgar Morin (2001) propone una educación que prepare para la complejidad de la
vida y no solo para el mercado. Paulo Freire (1997) recuerda que la educación
es una práctica de libertad y no puede reducirse a la lógica utilitaria.
Esto exige políticas públicas que fortalezcan la
educación gratuita y de calidad, fomenten la investigación con sentido social y
promuevan currículos que integren ciencia, ética y compromiso ciudadano. Solo
así se podrá resistir la tendencia a convertir la educación en un simple
negocio.
V. CIENCIA, TÉCNICA Y VALORES HUMANOS
La educación contemporánea suele presentarse como un
medio para acceder al progreso científico y técnico. En efecto, uno de los
objetivos de la escolaridad es preparar profesionales capaces de dominar
saberes especializados en ingeniería, medicina, derecho, economía, informática,
biotecnología, entre otros campos. Sin embargo, el avance científico y técnico,
cuando está divorciado de valores éticos y de una visión humanista, puede
convertirse en un arma de doble filo: en lugar de liberar a la humanidad, puede
conducir a su sometimiento y destrucción.
1. El progreso científico sin humanidad
La historia reciente demuestra que la ciencia no siempre
se orienta al bienestar de la mayoría. El siglo XX, caracterizado por avances
extraordinarios en física, química y biología, también fue escenario de
horrores como las dos guerras mundiales, el uso de armas nucleares en Hiroshima
y Nagasaki, y la experimentación médica sin ética en campos de concentración
nazis. En todos estos casos, el conocimiento científico fue instrumentalizado
para la violencia y la dominación.
Carlos de la Isla (1995) advierte que “la ciencia y la
técnica han avanzado desmesuradamente, pero no han sabido resolver los más
graves problemas humanos” (p. 61). De hecho, con frecuencia han beneficiado a
élites económicas y militares en detrimento de la mayoría. Una ciencia sin
valores corre el riesgo de ser una ciencia inhumana.
2. Ciencia, mercado y tecnología en el siglo XXI
En la actualidad, el problema se ha agudizado con la
globalización neoliberal. La investigación científica y tecnológica está cada
vez más subordinada a intereses empresariales. Las grandes corporaciones
farmacéuticas, por ejemplo, invierten millones en nuevos medicamentos, pero
muchos de ellos no están orientados a las enfermedades que afectan a los
pobres, sino a productos rentables para los países ricos.
Algo similar ocurre con la tecnología digital: las
empresas de Silicon Valley desarrollan dispositivos y plataformas que facilitan
la comunicación global, pero al mismo tiempo concentran poder, manipulan
información y ponen en riesgo la privacidad y la democracia (Lanier, 2018). La
inteligencia artificial, si no se acompaña de un marco ético sólido, puede
convertirse en una herramienta de control masivo y exclusión laboral, en lugar
de ser una oportunidad de bienestar social.
Byung-Chul Han (2012) habla de la “sociedad del
cansancio”, donde la presión por el rendimiento y la autoexplotación genera
individuos agotados y deshumanizados. La educación que solo forma para competir
en este sistema, sin reflexionar sobre su sentido humano, se convierte en cómplice
de una lógica destructiva.
3. El riesgo del cientificismo tecnocrático
Otro problema es el cientificismo, es decir, la creencia
de que la ciencia y la técnica, por sí solas, son capaces de resolver todos los
problemas humanos. Esta visión tecnocrática ignora la dimensión ética, política
y social de la vida. Como señala Morin (2001), la educación debe enseñar no
solo a “saber”, sino también a “vivir”, a “convivir” y a “asumir la condición
humana”.
Una educación que reduce al ser humano a un engranaje
técnico-formativo lo despoja de su sensibilidad y de su responsabilidad ética.
Produce expertos brillantes, pero incapaces de pensar en el sufrimiento humano
o en la crisis ambiental.
4. La necesidad de una ciencia con valores
La ciencia y la técnica no son neutrales; dependen de
cómo se orientan. Cuando se ponen al servicio del bien común, pueden mejorar la
vida humana: curar enfermedades, facilitar la comunicación, desarrollar
energías limpias, prolongar la esperanza de vida. Pero cuando se subordinan al
lucro o al poder, pueden agravar la injusticia y la violencia.
Por eso, la educación debe insistir en la integración de
ciencia con ética. Martha Nussbaum (2010) recuerda que sin una formación
humanista —filosofía, literatura, historia, artes— los sistemas educativos
corren el riesgo de producir técnicos sin conciencia moral. Una sociedad que
abandona las humanidades, advierte Nussbaum, pierde su capacidad de compasión y
de juicio crítico.
5. Ejemplos actuales
Cambio climático: el desarrollo industrial y tecnológico
ha provocado una crisis ambiental global. Sin una ética ecológica, la ciencia
ha contribuido a la degradación del planeta. Hoy urge una educación ambiental
que forme ciudadanos responsables con la naturaleza.
Armas biotecnológicas: los avances en biología sintética
y genética plantean dilemas éticos enormes, desde la manipulación del ADN hasta
la creación de armas biológicas.
Inteligencia Artificial: la IA puede mejorar la salud, la
educación y la producción, pero también amenaza con desemplear a millones si no
se regula.
6. Educación para una ciencia humanizada
El desafío consiste en formar científicos, técnicos y
profesionales que no solo dominen el conocimiento especializado, sino que
comprendan su impacto social. Esto exige una educación interdisciplinaria,
donde las ciencias naturales y exactas dialoguen con las ciencias sociales y
las humanidades.
Edgar Morin (2001) propone una educación para la
complejidad, capaz de articular saberes diversos y de situarlos en su contexto
humano y planetario. Paulo Freire (1997) complementa esta idea con su propuesta
de una educación ética y liberadora, que no se limite a capacitar, sino que
forme sujetos conscientes de su papel en la transformación del mundo.
VI. EDUCAR PARA LA VIDA Y LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL
Después de analizar cómo la educación puede convertirse
en domesticación, mercantilización o tecnocracia sin valores, es necesario
insistir en su verdadero horizonte: formar seres humanos plenos capaces de
vivir en comunidad y transformar la realidad en beneficio de todos. La
educación, entendida como proceso humanizador, debe trascender la mera
instrucción y el simple adiestramiento para el mercado. Su misión esencial es
preparar a las personas para la vida, la convivencia y la construcción de
sociedades más justas.
1. La educación como proceso integral
Educar no se reduce a transmitir información. Es un
proceso integral que articula diversas dimensiones:
Intelectual, porque desarrolla el pensamiento crítico y
el acceso al conocimiento.
Ética, porque forma valores y orienta las acciones hacia
el bien común.
Social, porque enseña a convivir, a dialogar y a respetar
la diversidad.
Emocional, porque educar también implica cultivar la
sensibilidad, la empatía y la capacidad de reconocer los propios sentimientos.
Ecológica, porque en un planeta en crisis ambiental,
educar para la vida supone aprender a respetar y cuidar la naturaleza.
Edgar Morin (2001) resume esta visión con la idea de los
“siete saberes necesarios para la educación del futuro”, entre ellos: enfrentar
la incertidumbre, enseñar la condición humana, aprender a vivir juntos y asumir
la identidad terrenal.
2. La educación como práctica de libertad
Paulo Freire (1970) definió la educación como “práctica
de la libertad”. En su visión, los seres humanos no deben ser educados para
adaptarse pasivamente a la realidad, sino para transformarla. Educar, entonces,
significa problematizar el mundo, generar conciencia crítica y construir
colectivamente alternativas.
De esta manera, el aula se convierte en un espacio de
diálogo, participación y democracia. El maestro deja de ser un transmisor de
información para convertirse en facilitador de procesos de reflexión. El
estudiante deja de ser un receptor pasivo para convertirse en protagonista de
su propio aprendizaje.
3. Educar para la ciudadanía democrática
Una sociedad democrática necesita ciudadanos informados,
críticos y responsables. Sin educación cívica, ética y política, la democracia
se degrada en mero formalismo electoral o, peor aún, en manipulación populista.
Como sostiene Martha Nussbaum (2010), la educación debe preparar no solo para
la empleabilidad, sino para la ciudadanía activa: “necesitamos ciudadanos que
sean capaces de pensar críticamente, de imaginar la situación del otro y de
razonar como miembros de una comunidad” (p. 45).
Esto implica incluir en los currículos temas como
derechos humanos, igualdad de género, diversidad cultural, justicia social y
sostenibilidad ambiental.
4. Educación y sostenibilidad: aprender a cuidar la vida
En la era del cambio climático, la crisis ecológica y el
agotamiento de los recursos naturales, educar para la vida significa también
educar para la sostenibilidad. No podemos hablar de formación integral si no
enseñamos a las nuevas generaciones a cuidar el planeta.
La educación ambiental debe dejar de ser un tema marginal
para convertirse en un eje transversal de todos los niveles educativos. Como
plantea la Agenda 2030 de la ONU (2015), el desarrollo sostenible requiere
ciudadanos capaces de pensar globalmente y actuar localmente, asumiendo la
corresponsabilidad en la preservación de la vida.
5. Educación y transformación social en América Latina
En América Latina, hablar de educación transformadora es
hablar de justicia social. La región arrastra una herencia de desigualdades
coloniales, dictaduras militares y políticas neoliberales que han marginado a
grandes mayorías. Frente a ello, la educación crítica debe ser un instrumento
de emancipación, de recuperación de la memoria histórica y de fortalecimiento
de la identidad cultural.
Ejemplos como las escuelas populares de Paulo Freire en
Brasil, las universidades interculturales en México o los movimientos de
educación comunitaria en Bolivia y Ecuador muestran que es posible construir
modelos alternativos, donde el conocimiento no sea impuesto desde arriba, sino
construido desde las comunidades.
6. Una pedagogía de la solidaridad y de la esperanza
Finalmente, educar para la vida implica apostar por una
pedagogía de la solidaridad y de la esperanza. En un mundo atravesado por el
individualismo, el consumismo y la competencia, la educación debe rescatar el
valor de la cooperación, el cuidado mutuo y la construcción de proyectos
colectivos.
Freire (1992) hablaba de la “pedagogía de la esperanza”, entendida como la capacidad de soñar y luchar por un mundo mejor. Educar no es resignarse a la injusticia, sino formar personas capaces de imaginar alternativas y trabajar por su concreción.
CONCLUSIÓN
A lo largo de este ensayo se ha mostrado que la
educación, lejos de ser un proceso neutro o meramente técnico, es un fenómeno
profundamente social, histórico y político. Se ha analizado cómo, en muchas
ocasiones, se ha reducido a mera instrucción mecánica, domesticación mediante
el miedo o mercancía sujeta a las leyes del mercado. Esta deformación vacía el
sentido profundo de educar y la convierte en un instrumento de reproducción de
desigualdades y de perpetuación del orden establecido.
El verdadero significado de educar, como vimos en el
Apartado I, no consiste en llenar de información la mente de los estudiantes,
sino en despertar sus potencialidades, formar en valores y preparar para la
vida en comunidad. Educar es un acto de confianza en la capacidad humana de
pensar, crear y transformar.
En el Apartado II se demostró que la educación está
atravesada por la desigualdad social: mientras los sectores privilegiados
acceden a instituciones de calidad, millones de niños y jóvenes quedan
excluidos o condenados a escuelas precarias. Esto contradice el ideal de
igualdad de oportunidades y obliga a repensar la educación como derecho humano
fundamental.
En el Apartado III se criticó la educación basada en el
miedo y la domesticación, que genera sujetos obedientes, pero no ciudadanos
críticos. Una escuela autoritaria anula la creatividad y bloquea la
inteligencia. Por ello, urge transitar hacia modelos pedagógicos basados en el
diálogo, la confianza y la libertad.
El Apartado IV analizó la mercantilización neoliberal,
donde las universidades se convierten en empresas y los estudiantes en
clientes. Este modelo degrada la misión humanista de la educación y la
subordina a los intereses del mercado, dejando de lado el compromiso con la
justicia social y la democracia.
En el Apartado V se examinó el dilema de la ciencia y la
técnica: su enorme potencial liberador puede volverse destructivo si se
divorcia de los valores humanos. De allí la importancia de una educación que
forme no solo especialistas técnicos, sino también ciudadanos éticos y
responsables con la sociedad y el planeta.
Finalmente, el Apartado VI planteó una alternativa:
educar para la vida y la transformación social. Esto significa concebir la
educación como práctica de libertad, como formación integral que articule
saberes, valores, emociones y compromiso social. Solo una educación crítica,
humanista y solidaria puede preparar a las nuevas generaciones para enfrentar
los desafíos de la desigualdad, la crisis ecológica y la deshumanización
contemporánea.
En síntesis, la educación debe ser entendida como proceso
de humanización y no como simple adiestramiento. Su misión es preparar a las
personas para vivir con dignidad, para convivir con los demás y para
transformar la sociedad en beneficio de todos.
REFLEXIÓN FINAL
Educar no es llenar mentes vacías, sino encender luces en
medio de la oscuridad. Cada ser humano es como un diamante en bruto que
necesita ser pulido, no para el brillo individual, sino para irradiar luz a su
comunidad. Una educación que solo capacita para trabajar, consumir y obedecer,
es insuficiente y peligrosa: produce engranajes del sistema, pero no seres
humanos plenos.
La verdadera educación debe ser crítica, ética y
transformadora. Crítica, porque debe enseñar a cuestionar lo establecido y a no
aceptar pasivamente la injusticia. Ética, porque debe formar personas capaces
de vivir con responsabilidad y solidaridad. Transformadora, porque debe inspirar
a construir una sociedad más justa, más humana y más sostenible.
Como recordaba Paulo Freire (1997), “la educación no
cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo” (p. 29). Por
ello, la tarea de educar es quizá la más noble de todas: cultivar humanidad,
sembrar esperanza y formar ciudadanos que no se conformen con sobrevivir, sino
que aspiren a vivir plenamente.
Educar, en última instancia, es un acto de amor y de fe
en la humanidad. Es apostar por la dignidad, por la libertad y por la justicia.
Y en un tiempo donde el mercado y el miedo intentan vaciar de sentido la vida,
defender la educación como práctica humanizadora es defender el futuro mismo de
nuestra especie.
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SAN SALVADOR, 28 DE SEPTIEMBRE DE 2025
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