lunes, 29 de septiembre de 2025

 

“DEL MIEDO A LA LIBERTAD: EDUCAR PARA TRANSFORMAR LA SOCIEDAD”

POR: MSc. JOSÈ ISRAEL VENTURA,

INTRODUCCIÓN

Hablar de educación es hablar del ser humano en su esencia más profunda. La educación no es un simple proceso técnico de transmisión de información, sino un fenómeno histórico, cultural, social y político que atraviesa toda la vida.

 Desde que nacemos hasta que morimos, estamos en permanente aprendizaje; sin embargo, lo que se entiende por “educación” depende de la concepción filosófica, ideológica y política que predomina en cada época.

Etimológicamente, como señalan Ricardo Nasif (1985) y otros pedagogos, la palabra educación proviene del latín educare (alimentar, nutrir) y ex-ducere (sacar, conducir desde adentro hacia afuera). Esta doble raíz nos recuerda que educar no significa solo “dar” contenidos, sino también “sacar” las potencialidades internas de cada persona, ayudarle a descubrirse, a cultivarse y a transformarse. En este sentido, educar implica tanto un proceso de interiorización como de socialización: aprender a ser uno mismo en armonía con los demás.

Sin embargo, la realidad contemporánea muestra un panorama muy distinto. Lejos de potenciar la libertad y la dignidad humanas, la educación ha sido transformada en una herramienta de domesticación y adiestramiento.

 Muchos sistemas escolares, especialmente en contextos marcados por el neoliberalismo, reducen la educación a un mecanismo de capacitación laboral, donde el estudiante es considerado “recurso humano” y el conocimiento se convierte en mercancía. Este vaciamiento del sentido de educar tiene consecuencias devastadoras: produce profesionales eficientes para el mercado, pero ciudadanos pasivos e incapaces de cuestionar la injusticia social.

Edgar Morin (2001) afirma que “el objeto de la educación no es acumular conocimientos, sino preparar para la vida” (p. 24). En la misma línea, Paulo Freire (1970) denunció el modelo “bancario” de la educación, que concibe al alumno como recipiente vacío en el que el maestro deposita información. Frente a este paradigma domesticador, Freire propuso una educación dialógica y liberadora, donde los seres humanos se reconozcan como sujetos históricos capaces de transformar su mundo.

El desafío actual, entonces, es recuperar el verdadero significado de educar. No se trata de negar la importancia de la ciencia y la técnica, sino de integrarlas con valores éticos, con sensibilidad humana y con conciencia social. Una educación que no humaniza, que no forma ciudadanos críticos y solidarios, es una educación fallida.

Este ensayo busca, en consecuencia, analizar críticamente qué significa educar, cuáles son las deformaciones que sufre en la sociedad contemporánea y por qué se nos debe educar no solo para el trabajo, sino sobre todo para la vida. A lo largo de los apartados se abordará el sentido profundo de la educación, su relación con la desigualdad social, la domesticación basada en el miedo, la mercantilización neoliberal, la necesidad de unir ciencia con valores y, finalmente, la educación como proceso de transformación social.

I. EL VERDADERO SIGNIFICADO DE EDUCAR

Hablar del verdadero significado de educar exige superar la visión reduccionista que equipara la educación con el simple hecho de ir a la escuela, aprobar exámenes o acumular títulos académicos. Educar no es únicamente instruir, adiestrar o capacitar, sino un proceso mucho más amplio que implica la formación integral del ser humano en su dimensión cognitiva, ética, social y espiritual.

1. Etimología y sentido profundo

Como se explicó en la introducción, el término educación proviene de dos raíces latinas: educare, que significa criar, alimentar o nutrir, y ex-ducere, que significa conducir hacia afuera, sacar lo que está dentro. Esta doble raíz encierra una tensión fundamental: educar es, al mismo tiempo, nutrir desde afuera y despertar lo que ya existe en el interior de cada ser humano.

Ricardo Nasif (1985) recuerda que “educar no es llenar un recipiente vacío, sino acompañar el desarrollo de un potencial latente” (p. 42). Esta visión rescata el carácter activo del educando, que no es un objeto pasivo, sino un sujeto que construye su propio aprendizaje en interacción con los demás.

2. Educación como formación para la vida

Émile Durkheim, citado por Edgar Morin (2001), sostenía que “el objeto de la educación no es darle al alumno cada vez mayor cantidad de conocimientos, sino constituir en él un estado interior y profundo que lo oriente no sólo durante la infancia, sino para toda la vida” (p. 37). Esta afirmación subraya que educar es un proceso de formación permanente, que no se agota en la escuela ni en la universidad, sino que acompaña toda la existencia.

De ahí que se pueda diferenciar claramente entre conocimiento y sabiduría. Mientras el primero se refiere a la acumulación de datos e información, la segunda implica la capacidad de comprender, discernir y vivir con sentido ético y humano. La educación, entonces, no debería orientarse solo a transmitir conocimientos técnicos, sino a cultivar la sabiduría necesaria para enfrentar los desafíos de la vida personal y colectiva.

3. Crítica a la instrucción mecánica

En la práctica, sin embargo, gran parte de los sistemas educativos se limitan a reproducir un modelo mecánico de instrucción. OSHO (2004) lo denunció con claridad al afirmar que el estudiante ha sido convertido en una “cotorra”, en una máquina repetidora de información, incapaz de pensar por sí misma. Esta deformación responde a una lógica utilitaria que concibe la educación como adiestramiento para la productividad económica, y no como desarrollo integral de la persona.

Paulo Freire (1970) llamó a este modelo la educación bancaria, en la que el profesor deposita información en el alumno como si fuera una alcancía. Según Freire, este modelo no libera, sino que oprime, porque anula la creatividad, la crítica y la capacidad de acción transformadora.

Frente a esto, propuso la educación problematizadora, que parte de la realidad concreta del educando y lo convierte en protagonista de su aprendizaje.

4. Educar en valores y sensibilidad humana

El verdadero significado de educar no se agota en el desarrollo intelectual; incluye también la formación ética y social. Fernando Savater (1997) sostiene que “educar es enseñar a vivir, es preparar para la libertad” (p. 19). Por tanto, la educación no debe centrarse únicamente en formar profesionales exitosos, sino en formar ciudadanos responsables, solidarios y comprometidos con el bien común.

Esto implica que la escuela y la universidad deben ser espacios donde se cultive la empatía, la justicia, la solidaridad y el respeto por la diversidad. Una educación que ignora los valores humanos termina produciendo individuos altamente capacitados en lo técnico, pero indiferentes al sufrimiento de los demás, lo que conduce a la reproducción de sociedades injustas y violentas.

5. Una visión integral

De todo lo anterior se desprende que educar es un proceso integral que articula tres dimensiones:

·        Cognitiva, porque transmite conocimientos y desarrolla la inteligencia.

·        Ética, porque forma valores y actitudes.

·        Social, porque prepara para convivir en comunidad.

·        Educar significa preparar a los seres humanos para vivir con dignidad, comprender la complejidad del mundo y actuar para transformarlo.

Si la educación no cumple este propósito, se reduce a un adiestramiento vacío que puede producir trabajadores eficientes, pero no ciudadanos libres ni sociedades justas.

II. EDUCACIÓN Y DESIGUALDAD SOCIAL

La educación no se desarrolla en un vacío, sino en el marco de estructuras sociales atravesadas por la desigualdad. Por ello, entender el fenómeno educativo exige situarlo en relación con las condiciones económicas, políticas y culturales de cada sociedad. En países como los latinoamericanos, donde coexisten enormes contrastes entre riqueza y pobreza, la educación refleja y reproduce estas divisiones.

1. La relación entre educación y clase social

Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron (1977) explicaron que la escuela, lejos de ser un espacio neutral, tiende a reproducir las jerarquías sociales existentes. A través de lo que denominaron “violencia simbólica”, las instituciones educativas legitiman el capital cultural de las clases dominantes y desvalorizan los saberes populares. En otras palabras, quien nace en una familia con acceso a libros, bibliotecas, viajes y conversaciones intelectuales, encuentra en la escuela un espacio familiar; mientras que quien proviene de un hogar empobrecido, con menos estímulos culturales, enfrenta mayores barreras para tener éxito escolar.

Esta dinámica hace que, en lugar de ser un mecanismo de movilidad social, la educación funcione muchas veces como un mecanismo de reproducción de desigualdades. Como advierte Bourdieu (1997), “el sistema escolar contribuye a perpetuar la distribución desigual del capital cultural y, por tanto, de las posiciones sociales” (p. 41).

2. La desigualdad educativa en América Latina

En América Latina, la desigualdad social tiene un reflejo directo en el ámbito educativo. Millones de niños y jóvenes de sectores rurales, indígenas y urbanos marginales enfrentan condiciones precarias: escuelas sin infraestructura adecuada, ausencia de maestros capacitados, falta de recursos tecnológicos y currículos alejados de su realidad. Mientras tanto, los sectores privilegiados acceden a colegios privados con estándares internacionales, aprendizaje de idiomas, uso intensivo de tecnologías y redes sociales que facilitan su inserción en universidades extranjeras y en mercados laborales globalizados.

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2022) ha advertido que la pandemia de COVID-19 profundizó estas brechas, dejando fuera del sistema educativo a más de 3 millones de estudiantes en la región. Esta situación revela que la educación no es solo un derecho, sino también un campo donde se juegan las posibilidades de inclusión o exclusión social.

3. El espejismo del mérito

A menudo se argumenta que el esfuerzo individual basta para superar las barreras sociales, pero esta idea meritocrática oculta las desigualdades estructurales. Como señala Michael Sandel (2020), la meritocracia puede convertirse en una ideología cruel, porque hace creer a los pobres que su fracaso se debe a falta de esfuerzo, cuando en realidad enfrentan condiciones de partida desiguales.

Así, un niño que estudia en una escuela rural sin internet ni libros no compite en igualdad de condiciones con otro que asiste a un colegio privado de élite. La promesa de la igualdad de oportunidades resulta, en gran medida, ilusoria.

4. Educación crítica como herramienta de emancipación

Frente a esta realidad, Paulo Freire (1970) plantea que la educación debe ser una práctica de libertad. No basta con enseñar a leer y escribir, sino que se debe enseñar a “leer el mundo”, es decir, a comprender críticamente la realidad para transformarla. Una educación que no problematiza la desigualdad termina legitimando el statu quo.

La pedagogía crítica propone que los estudiantes reflexionen sobre los problemas concretos de su entorno: la pobreza, la corrupción, la violencia, la exclusión de las mujeres, el racismo o la destrucción ambiental. Solo así podrán convertirse en sujetos históricos capaces de transformar su sociedad.

5. Ejemplos concretos de desigualdad educativa

El Salvador: durante décadas, las universidades públicas han sufrido desfinanciamiento, mientras las privadas han crecido bajo lógicas de mercado. Esto ha generado un acceso desigual a la educación superior, donde los sectores populares dependen de becas o de sacrificios familiares extremos para poder estudiar.

Brasil: a pesar de los avances en políticas de cuotas para estudiantes afrodescendientes e indígenas, persisten enormes brechas entre universidades de élite y las instituciones periféricas.

México: millones de jóvenes rurales no logran concluir la secundaria, mientras que la élite accede a universidades extranjeras.

Estos ejemplos evidencian que la desigualdad educativa es una expresión concreta de la desigualdad social.

6. El reto de construir una educación inclusiva

Superar estas brechas exige concebir la educación como un derecho humano y no como un privilegio. Edgar Morin (2001) insiste en que la misión de la educación es enseñar a “vivir juntos”, lo que implica reconocer la diversidad y construir una sociedad más equitativa. Para ello, es necesario fortalecer la educación pública, democratizar el acceso a la tecnología, replantear los currículos desde las realidades locales y fomentar una pedagogía que priorice la justicia social.

III. LA EDUCACIÓN COMO DOMESTICACIÓN Y MIEDO

La educación, entendida en su sentido más pleno, debería ser un proceso de liberación, creatividad y apertura al mundo. Sin embargo, en la práctica histórica de muchos sistemas escolares, ha sido utilizada como un mecanismo de control, disciplina y domesticación.

En lugar de formar ciudadanos libres y críticos, con frecuencia se ha adiestrado a las personas para obedecer, callar y adaptarse a un orden social injusto.

1. El miedo como herramienta de control

Desde la infancia, el miedo ha sido uno de los instrumentos más utilizados en el aula. Se educa a los niños y jóvenes bajo la amenaza constante del castigo, la mala nota o el fracaso escolar. Este clima de temor genera inseguridad, ansiedad y, sobre todo, inhibe la creatividad. Krishnamurti (2000) advertía que “el miedo embota la mente, mutila el pensar y bloquea la inteligencia creadora” (p. 56).

Cuando un estudiante estudia únicamente por miedo a ser reprobado o castigado, su aprendizaje se reduce a la memorización mecánica. En lugar de cultivar la curiosidad y el deseo de saber, la educación basada en el miedo produce individuos conformistas, que repiten información sin comprenderla.

2. Autoritarismo pedagógico y disciplina represiva

El modelo escolar heredado de la modernidad se basó, en gran medida, en el autoritarismo. Michel Foucault (1975) analizó cómo las instituciones modernas —la escuela, el hospital, la prisión, el cuartel— se convirtieron en dispositivos disciplinarios que moldean cuerpos y conciencias. La escuela, en particular, instauró horarios rígidos, exámenes estandarizados y sistemas de vigilancia que recuerdan a una “microfísica del poder”. En este marco, los docentes muchas veces adoptan un rol autoritario: se presentan como dueños del saber y utilizan la disciplina represiva para mantener el orden. El resultado no es la formación de ciudadanos críticos, sino la producción de sujetos obedientes, incapaces de cuestionar las estructuras de dominación.

3. Consecuencias psicológicas del miedo en el aula

Diversos estudios en psicología educativa han demostrado que el miedo en el aula provoca efectos negativos en el aprendizaje. Los estudiantes sometidos a un ambiente de amenaza desarrollan bloqueos cognitivos, baja autoestima y, en muchos casos, aversión hacia el conocimiento. Según Goleman (1996), las emociones negativas como el miedo secuestran la capacidad racional del cerebro, impidiendo el aprendizaje profundo.

Esto explica por qué tantos jóvenes asocian la escuela con aburrimiento, angustia o frustración, en lugar de asociarla con descubrimiento, entusiasmo y crecimiento personal.

4. La domesticación de las conciencias

El miedo no solo afecta la dimensión psicológica, sino que también cumple una función política. Al formar personas sumisas y conformistas, la educación basada en el miedo se convierte en un mecanismo de domesticación de las conciencias. Paulo Freire (1970) lo expresó con claridad: la educación bancaria transforma a los estudiantes en receptáculos pasivos que repiten sin cuestionar, reproduciendo así el orden social establecido.

En este sentido, la domesticación no es accidental, sino funcional al sistema. Sociedades autoritarias y desiguales necesitan una educación que produzca obediencia y resignación. Así se explica por qué tantos planes educativos insisten más en la disciplina rígida que en la creatividad, más en la memorización de contenidos que en el pensamiento crítico.

5. Ejemplos históricos y actuales, Escuela tradicional latinoamericana:

 Durante gran parte del siglo XX, la educación en la región se caracterizó por métodos memorísticos, castigos físicos y un ambiente de represión. Aunque estas prácticas han disminuido, todavía perviven en muchas instituciones.

Universidades elitistas: en algunos países, las universidades siguen privilegiando la obediencia a estructuras jerárquicas por encima de la innovación y la crítica. Los estudiantes que cuestionan el poder institucional suelen ser marginados o reprimidos.

Educación en regímenes autoritarios: tanto en dictaduras militares como en gobiernos neoliberales, la educación ha sido utilizada para transmitir ideologías oficiales, prohibiendo el pensamiento crítico y limitando la libertad académica.

6. Alternativas: del miedo a la confianza

Frente a esta lógica de domesticación, es necesario reivindicar una educación basada en la confianza, el diálogo y la libertad. Carl Rogers (1983) propuso una pedagogía centrada en la persona, donde el docente no es un vigilante ni un juez, sino un acompañante que estimula la autonomía del estudiante. De la misma manera, Freire (1997) insistió en que el aula debe ser un espacio de diálogo horizontal, donde todos aprendan de todos. Solo así la educación puede cumplir su papel liberador y humanizador.

IV. LA MERCANTILIZACIÓN DE LA EDUCACIÓN

Uno de los fenómenos más preocupantes en la actualidad es la mercantilización de la educación. Lo que antes se entendía como un derecho humano y una misión fundamental del Estado, hoy ha sido progresivamente transformado en un servicio sujeto a las leyes del mercado.  La globalización neoliberal, impulsada por organismos como el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial del Comercio (OMC), ha promovido reformas educativas que reducen la enseñanza a un producto y al estudiante a un cliente.

1. Educación como mercancía

En la lógica del mercado, la educación deja de concebirse como un proceso humanizador y se convierte en un bien de consumo. El lenguaje empresarial invade la escuela: se habla de “competencias”, “eficiencia”, “resultados medibles” y “rendición de cuentas”. Las universidades se promocionan como “marcas” y los títulos académicos como “productos” que garantizan empleabilidad.

Zygmunt Bauman (2007) lo explicó en términos de “modernidad líquida”: en una sociedad de consumo, todo —incluida la educación— se vuelve un objeto transitorio, sujeto a la lógica del mercado y del rendimiento inmediato. De este modo, el conocimiento se valora no por su capacidad de formar ciudadanos críticos, sino por su utilidad económica y su rentabilidad.

2. El papel de los organismos internacionales

Desde finales del siglo XX, los organismos financieros internacionales han presionado a los países del llamado “Tercer Mundo” para reformar sus sistemas educativos bajo criterios de eficiencia y competitividad. El Banco Mundial, por ejemplo, ha financiado programas de “modernización educativa” en América Latina condicionados a políticas de privatización, descentralización y evaluación estandarizada.

En apariencia, estas reformas buscan mejorar la calidad. En la práctica, han debilitado la educación pública, favorecido la proliferación de instituciones privadas y subordinado los currículos a las demandas del mercado global. La UNESCO (2015), aunque más crítica, ha advertido que este modelo amenaza con vaciar de contenido humanista el sentido de educar.

3. Universidades-empresa y estudiantes-clientes

La mercantilización se manifiesta con especial claridad en la educación superior. Muchas universidades privadas han adoptado un modelo empresarial, donde la prioridad no es el conocimiento ni la investigación, sino la captación de estudiantes como consumidores. La publicidad universitaria promete “éxito” y “ascenso social”, pero rara vez habla de formación ética, de compromiso social o de transformación cultural.

Byung-Chul Han (2014) advierte que vivimos en una “sociedad del rendimiento”, donde los individuos son obligados a autoexplotarse en nombre de la productividad. En este contexto, los estudiantes son entrenados para competir, acumular credenciales y adaptarse a un mercado laboral precarizado, en lugar de ser formados como ciudadanos críticos y solidarios.

4. El caso de América Latina

En países como El Salvador, México o Perú, la expansión de universidades privadas ha sido explosiva en las últimas décadas. Muchas de ellas funcionan como negocios familiares, sin investigación ni compromiso social, ofreciendo carreras de bajo costo, pero con débil calidad académica. El resultado es una sobreproducción de títulos sin el respaldo de una formación crítica y humanista.

Paralelamente, la educación pública ha sufrido desfinanciamiento crónico. La Universidad de El Salvador, por ejemplo, lleva décadas enfrentando limitaciones presupuestarias, mientras el Estado permite que universidades privadas se expandan sin mayor regulación. Este escenario perpetúa la desigualdad: los sectores pobres acceden a instituciones de menor calidad, mientras los privilegiados buscan universidades extranjeras.

5. Consecuencias de la mercantilización

La transformación de la educación en mercancía genera múltiples consecuencias negativas:

Desigualdad: quienes tienen dinero acceden a educación de calidad, mientras los pobres se conforman con opciones limitadas.

Reducción del sentido humanista: se privilegian carreras “rentables” sobre las humanidades, las artes o las ciencias sociales, consideradas poco útiles para el mercado.

Pérdida de autonomía académica: las universidades se subordinan a las demandas empresariales, abandonando la crítica social y la investigación independiente.

Profesionales sin compromiso: se forman individuos altamente especializados, pero desprovistos de sensibilidad ética y social.

6. Alternativas frente a la mercantilización

Frente a este panorama, diversos pensadores y educadores han insistido en la necesidad de recuperar la educación como bien público. Edgar Morin (2001) propone una educación que prepare para la complejidad de la vida y no solo para el mercado. Paulo Freire (1997) recuerda que la educación es una práctica de libertad y no puede reducirse a la lógica utilitaria.

Esto exige políticas públicas que fortalezcan la educación gratuita y de calidad, fomenten la investigación con sentido social y promuevan currículos que integren ciencia, ética y compromiso ciudadano. Solo así se podrá resistir la tendencia a convertir la educación en un simple negocio.

 

V. CIENCIA, TÉCNICA Y VALORES HUMANOS

La educación contemporánea suele presentarse como un medio para acceder al progreso científico y técnico. En efecto, uno de los objetivos de la escolaridad es preparar profesionales capaces de dominar saberes especializados en ingeniería, medicina, derecho, economía, informática, biotecnología, entre otros campos. Sin embargo, el avance científico y técnico, cuando está divorciado de valores éticos y de una visión humanista, puede convertirse en un arma de doble filo: en lugar de liberar a la humanidad, puede conducir a su sometimiento y destrucción.

1. El progreso científico sin humanidad

La historia reciente demuestra que la ciencia no siempre se orienta al bienestar de la mayoría. El siglo XX, caracterizado por avances extraordinarios en física, química y biología, también fue escenario de horrores como las dos guerras mundiales, el uso de armas nucleares en Hiroshima y Nagasaki, y la experimentación médica sin ética en campos de concentración nazis. En todos estos casos, el conocimiento científico fue instrumentalizado para la violencia y la dominación.

Carlos de la Isla (1995) advierte que “la ciencia y la técnica han avanzado desmesuradamente, pero no han sabido resolver los más graves problemas humanos” (p. 61). De hecho, con frecuencia han beneficiado a élites económicas y militares en detrimento de la mayoría. Una ciencia sin valores corre el riesgo de ser una ciencia inhumana.

2. Ciencia, mercado y tecnología en el siglo XXI

En la actualidad, el problema se ha agudizado con la globalización neoliberal. La investigación científica y tecnológica está cada vez más subordinada a intereses empresariales. Las grandes corporaciones farmacéuticas, por ejemplo, invierten millones en nuevos medicamentos, pero muchos de ellos no están orientados a las enfermedades que afectan a los pobres, sino a productos rentables para los países ricos.

Algo similar ocurre con la tecnología digital: las empresas de Silicon Valley desarrollan dispositivos y plataformas que facilitan la comunicación global, pero al mismo tiempo concentran poder, manipulan información y ponen en riesgo la privacidad y la democracia (Lanier, 2018). La inteligencia artificial, si no se acompaña de un marco ético sólido, puede convertirse en una herramienta de control masivo y exclusión laboral, en lugar de ser una oportunidad de bienestar social.

Byung-Chul Han (2012) habla de la “sociedad del cansancio”, donde la presión por el rendimiento y la autoexplotación genera individuos agotados y deshumanizados. La educación que solo forma para competir en este sistema, sin reflexionar sobre su sentido humano, se convierte en cómplice de una lógica destructiva.

3. El riesgo del cientificismo tecnocrático

Otro problema es el cientificismo, es decir, la creencia de que la ciencia y la técnica, por sí solas, son capaces de resolver todos los problemas humanos. Esta visión tecnocrática ignora la dimensión ética, política y social de la vida. Como señala Morin (2001), la educación debe enseñar no solo a “saber”, sino también a “vivir”, a “convivir” y a “asumir la condición humana”.

Una educación que reduce al ser humano a un engranaje técnico-formativo lo despoja de su sensibilidad y de su responsabilidad ética. Produce expertos brillantes, pero incapaces de pensar en el sufrimiento humano o en la crisis ambiental.

4. La necesidad de una ciencia con valores

La ciencia y la técnica no son neutrales; dependen de cómo se orientan. Cuando se ponen al servicio del bien común, pueden mejorar la vida humana: curar enfermedades, facilitar la comunicación, desarrollar energías limpias, prolongar la esperanza de vida. Pero cuando se subordinan al lucro o al poder, pueden agravar la injusticia y la violencia.

Por eso, la educación debe insistir en la integración de ciencia con ética. Martha Nussbaum (2010) recuerda que sin una formación humanista —filosofía, literatura, historia, artes— los sistemas educativos corren el riesgo de producir técnicos sin conciencia moral. Una sociedad que abandona las humanidades, advierte Nussbaum, pierde su capacidad de compasión y de juicio crítico.

5. Ejemplos actuales

Cambio climático: el desarrollo industrial y tecnológico ha provocado una crisis ambiental global. Sin una ética ecológica, la ciencia ha contribuido a la degradación del planeta. Hoy urge una educación ambiental que forme ciudadanos responsables con la naturaleza.

Armas biotecnológicas: los avances en biología sintética y genética plantean dilemas éticos enormes, desde la manipulación del ADN hasta la creación de armas biológicas.

Inteligencia Artificial: la IA puede mejorar la salud, la educación y la producción, pero también amenaza con desemplear a millones si no se regula.

6. Educación para una ciencia humanizada

El desafío consiste en formar científicos, técnicos y profesionales que no solo dominen el conocimiento especializado, sino que comprendan su impacto social. Esto exige una educación interdisciplinaria, donde las ciencias naturales y exactas dialoguen con las ciencias sociales y las humanidades.

Edgar Morin (2001) propone una educación para la complejidad, capaz de articular saberes diversos y de situarlos en su contexto humano y planetario. Paulo Freire (1997) complementa esta idea con su propuesta de una educación ética y liberadora, que no se limite a capacitar, sino que forme sujetos conscientes de su papel en la transformación del mundo.

VI. EDUCAR PARA LA VIDA Y LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL

Después de analizar cómo la educación puede convertirse en domesticación, mercantilización o tecnocracia sin valores, es necesario insistir en su verdadero horizonte: formar seres humanos plenos capaces de vivir en comunidad y transformar la realidad en beneficio de todos. La educación, entendida como proceso humanizador, debe trascender la mera instrucción y el simple adiestramiento para el mercado. Su misión esencial es preparar a las personas para la vida, la convivencia y la construcción de sociedades más justas.

1. La educación como proceso integral

Educar no se reduce a transmitir información. Es un proceso integral que articula diversas dimensiones:

Intelectual, porque desarrolla el pensamiento crítico y el acceso al conocimiento.

Ética, porque forma valores y orienta las acciones hacia el bien común.

Social, porque enseña a convivir, a dialogar y a respetar la diversidad.

Emocional, porque educar también implica cultivar la sensibilidad, la empatía y la capacidad de reconocer los propios sentimientos.

Ecológica, porque en un planeta en crisis ambiental, educar para la vida supone aprender a respetar y cuidar la naturaleza.

Edgar Morin (2001) resume esta visión con la idea de los “siete saberes necesarios para la educación del futuro”, entre ellos: enfrentar la incertidumbre, enseñar la condición humana, aprender a vivir juntos y asumir la identidad terrenal.

2. La educación como práctica de libertad

Paulo Freire (1970) definió la educación como “práctica de la libertad”. En su visión, los seres humanos no deben ser educados para adaptarse pasivamente a la realidad, sino para transformarla. Educar, entonces, significa problematizar el mundo, generar conciencia crítica y construir colectivamente alternativas.

De esta manera, el aula se convierte en un espacio de diálogo, participación y democracia. El maestro deja de ser un transmisor de información para convertirse en facilitador de procesos de reflexión. El estudiante deja de ser un receptor pasivo para convertirse en protagonista de su propio aprendizaje.

3. Educar para la ciudadanía democrática

Una sociedad democrática necesita ciudadanos informados, críticos y responsables. Sin educación cívica, ética y política, la democracia se degrada en mero formalismo electoral o, peor aún, en manipulación populista. Como sostiene Martha Nussbaum (2010), la educación debe preparar no solo para la empleabilidad, sino para la ciudadanía activa: “necesitamos ciudadanos que sean capaces de pensar críticamente, de imaginar la situación del otro y de razonar como miembros de una comunidad” (p. 45).

Esto implica incluir en los currículos temas como derechos humanos, igualdad de género, diversidad cultural, justicia social y sostenibilidad ambiental.

4. Educación y sostenibilidad: aprender a cuidar la vida

En la era del cambio climático, la crisis ecológica y el agotamiento de los recursos naturales, educar para la vida significa también educar para la sostenibilidad. No podemos hablar de formación integral si no enseñamos a las nuevas generaciones a cuidar el planeta.

La educación ambiental debe dejar de ser un tema marginal para convertirse en un eje transversal de todos los niveles educativos. Como plantea la Agenda 2030 de la ONU (2015), el desarrollo sostenible requiere ciudadanos capaces de pensar globalmente y actuar localmente, asumiendo la corresponsabilidad en la preservación de la vida.

5. Educación y transformación social en América Latina

En América Latina, hablar de educación transformadora es hablar de justicia social. La región arrastra una herencia de desigualdades coloniales, dictaduras militares y políticas neoliberales que han marginado a grandes mayorías. Frente a ello, la educación crítica debe ser un instrumento de emancipación, de recuperación de la memoria histórica y de fortalecimiento de la identidad cultural.

Ejemplos como las escuelas populares de Paulo Freire en Brasil, las universidades interculturales en México o los movimientos de educación comunitaria en Bolivia y Ecuador muestran que es posible construir modelos alternativos, donde el conocimiento no sea impuesto desde arriba, sino construido desde las comunidades.

6. Una pedagogía de la solidaridad y de la esperanza

Finalmente, educar para la vida implica apostar por una pedagogía de la solidaridad y de la esperanza. En un mundo atravesado por el individualismo, el consumismo y la competencia, la educación debe rescatar el valor de la cooperación, el cuidado mutuo y la construcción de proyectos colectivos.

Freire (1992) hablaba de la “pedagogía de la esperanza”, entendida como la capacidad de soñar y luchar por un mundo mejor. Educar no es resignarse a la injusticia, sino formar personas capaces de imaginar alternativas y trabajar por su concreción. 

CONCLUSIÓN

A lo largo de este ensayo se ha mostrado que la educación, lejos de ser un proceso neutro o meramente técnico, es un fenómeno profundamente social, histórico y político. Se ha analizado cómo, en muchas ocasiones, se ha reducido a mera instrucción mecánica, domesticación mediante el miedo o mercancía sujeta a las leyes del mercado. Esta deformación vacía el sentido profundo de educar y la convierte en un instrumento de reproducción de desigualdades y de perpetuación del orden establecido.

El verdadero significado de educar, como vimos en el Apartado I, no consiste en llenar de información la mente de los estudiantes, sino en despertar sus potencialidades, formar en valores y preparar para la vida en comunidad. Educar es un acto de confianza en la capacidad humana de pensar, crear y transformar.

En el Apartado II se demostró que la educación está atravesada por la desigualdad social: mientras los sectores privilegiados acceden a instituciones de calidad, millones de niños y jóvenes quedan excluidos o condenados a escuelas precarias. Esto contradice el ideal de igualdad de oportunidades y obliga a repensar la educación como derecho humano fundamental.

En el Apartado III se criticó la educación basada en el miedo y la domesticación, que genera sujetos obedientes, pero no ciudadanos críticos. Una escuela autoritaria anula la creatividad y bloquea la inteligencia. Por ello, urge transitar hacia modelos pedagógicos basados en el diálogo, la confianza y la libertad.

El Apartado IV analizó la mercantilización neoliberal, donde las universidades se convierten en empresas y los estudiantes en clientes. Este modelo degrada la misión humanista de la educación y la subordina a los intereses del mercado, dejando de lado el compromiso con la justicia social y la democracia.

En el Apartado V se examinó el dilema de la ciencia y la técnica: su enorme potencial liberador puede volverse destructivo si se divorcia de los valores humanos. De allí la importancia de una educación que forme no solo especialistas técnicos, sino también ciudadanos éticos y responsables con la sociedad y el planeta.

Finalmente, el Apartado VI planteó una alternativa: educar para la vida y la transformación social. Esto significa concebir la educación como práctica de libertad, como formación integral que articule saberes, valores, emociones y compromiso social. Solo una educación crítica, humanista y solidaria puede preparar a las nuevas generaciones para enfrentar los desafíos de la desigualdad, la crisis ecológica y la deshumanización contemporánea.

En síntesis, la educación debe ser entendida como proceso de humanización y no como simple adiestramiento. Su misión es preparar a las personas para vivir con dignidad, para convivir con los demás y para transformar la sociedad en beneficio de todos.

REFLEXIÓN FINAL

Educar no es llenar mentes vacías, sino encender luces en medio de la oscuridad. Cada ser humano es como un diamante en bruto que necesita ser pulido, no para el brillo individual, sino para irradiar luz a su comunidad. Una educación que solo capacita para trabajar, consumir y obedecer, es insuficiente y peligrosa: produce engranajes del sistema, pero no seres humanos plenos.

La verdadera educación debe ser crítica, ética y transformadora. Crítica, porque debe enseñar a cuestionar lo establecido y a no aceptar pasivamente la injusticia. Ética, porque debe formar personas capaces de vivir con responsabilidad y solidaridad. Transformadora, porque debe inspirar a construir una sociedad más justa, más humana y más sostenible.

Como recordaba Paulo Freire (1997), “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo” (p. 29). Por ello, la tarea de educar es quizá la más noble de todas: cultivar humanidad, sembrar esperanza y formar ciudadanos que no se conformen con sobrevivir, sino que aspiren a vivir plenamente.

Educar, en última instancia, es un acto de amor y de fe en la humanidad. Es apostar por la dignidad, por la libertad y por la justicia. Y en un tiempo donde el mercado y el miedo intentan vaciar de sentido la vida, defender la educación como práctica humanizadora es defender el futuro mismo de nuestra especie.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.

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8.      Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar. Siglo XXI.

9.      Goleman, D. (1996). Inteligencia emocional. Kairós.

10. Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Herder.

11. Han, B.-C. (2014). Psicopolítica. Herder.

12. Krishnamurti, J. (2000). La educación y el significado de la vida. Kairós.

13. Lanier, J. (2018). Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato. Debate.

14. Morin, E. (2001). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. UNESCO.

15. Nasif, R. (1985). Introducción a la pedagogía. Kapelusz.

16. Nussbaum, M. (2010). Sin fines de lucro. Katz.

17. OSHO. (2004). Educación: la llave de la vida. Gaia.

18. Sandel, M. (2020). La tiranía del mérito. Debate.

19. UNESCO. (2015). Replantear la educación: hacia un bien común mundial. UNESCO.

 

SAN SALVADOR, 28 DE SEPTIEMBRE DE 2025

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